Anarquía Coronada

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Sandra y Rubén // Diego Valeriano

Dos nombres comunes, dos nombres más. Nombres de tía, kiosco, primer novio. Sandra y Rubén, como Joel o Sheila. Pero de otra camada. Dos que la aguantaban. Que viajaron, que leyeron, que creían en algo que ya ni creemos. Que se plantaban ahí ¿Sabés lo que es plantarse ahí? Donde educar es aguantar, morir es devenir, lastimar es posibilidad y amor es arrancar.

La explosión todavía explota. Todavía el llanto, el miedo, el horror. Pero explota cerquita, casi en silencio. Nos explota en la cara y cerramos los ojos. Todavía están solos. Casi solos. Ni las cámaras, ni los posteos, ni las indignaciones quedaron. Solo están las que siempre aguantan.

Es mejor hablar de Grabois que de muertas que vuelan por el tapial. Es mejor hablar de Santiago que de Luciano. Es mejor escuchar a panelistas que se olvidaron de las escuelas hace mucho tiempo, que escuchar el ruido infernal de un barrio que está todo explotado. Es mejor postear del Fondo que total a los muertos sin nombre los nombran las madres que insisten, las novias que se tatúan, los  hermanitos que sueñan.

No sea que recordar a nuestras muertas nos recuerde quiénes somos, lo poco que hacemos, como nos recabe esta vida que nos pasa por arriba. No sea que un pibe fusilado nos recuerde nuestros miedos, nuestro 911 fácil, nuestro patrullero interno. Entonces mejor recordar sólo ciertos muertos, solo aquellos donde nos queda cómodo el victimario.

Que Sandra y Rubén retumben hasta volverse anónimos, invisibles, no olvidados. Que retumben en nuestra comodidad, en nuestras obviedades, en nuestra sordera. Que retumben como retumban entre los guachines del barrio, entre las doñas, entre las pibas cada vez más madres, cada vez más solas. Que retumben hasta que los anti se tengan que esconder, hasta que las ortibas pidan permiso. Hasta que descansen en paz porque sientan que ganaron.

La escritura en el cuerpo de las mujeres // Luci Cavallero y Verónica Gago

A Corina de Bonis, la docente secuestrada y torturada por resistir el cierre de las escuelas en la localidad de Moreno, le escribieron con punzón en su panza “no más ollas” en el día del maestrx. La escena de horror es contundente: se escribe literalmente en el cuerpo de las mujeres el terror que se quiere comunicar. Se escribe en ese cuerpo de maestra en lucha torturándola. Se escribe para transmitir un mensaje: el mismo que ya habían hecho circular en carteles diciendo que la próxima olla sería en el cementerio. Y esto porque las ollas en la calle son vistas desde el poder como fueron antes los calderos de las brujas: espacios de reunión, nutrición y conversación donde se teje la resistencia, donde nos agrupamos a hacer cuerpo común como conjuro frente al hambre, donde se cocina para oponerse y conspirar contra la condena a la pobreza y la resignación. 

¿Por qué se escribe literalmente “no más ollas” en ese cuerpo? Porque a la olla se le tiene miedo. Porque la olla destruye toda la abstracción que encubren las palabras del terror financiero: tanto el déficit cero como la inmaterialidad de los mercados bursátiles se desarman frente a la contundencia de una olla que traduce en una imagen concreta e inobjetable lo que implica la inflación y al ajuste en las vidas cotidianas. 

Esta semana las mujeres volvieron a sacar las ollas a la calle (como lo hicieron en los piquetes antes y después de 2001): emerge una vez más el saber hacer comunitario, la capacidad de colectivizar lo que se tiene, y poner en primer plano la defensa de la vida como política femenina. Sacar las ollas a las calles es también hacer político lo doméstico como lo viene haciendo el movimiento feminista: sacándolo del encierro, del confinamiento y de la soledad. Haciendo de lo doméstico espacio abierto en la calle.

La crisis que crece al ritmo de la inflación, del ajuste impuesto por los despidos masivos y los recortes de política pública y por la bancarización de los alimentos (a través de las tarjetas “alimentarias” que se canjean sólo en ciertos comercios y que hoy están siendo inviables por la “falta” de precios a la que la lleva la especulación de algunos supermercados). Todo esto se traduce hoy en hambre para millones. Y hoy lo que se criminaliza es el hambre: vemos en marcha la militarización del conflicto social, el fantasma del “saqueo” como amenaza de represión, y la persecución de las protestas en nombre de la “seguridad”.

Varias mujeres de organizaciones sociales ya cuentan que no cenan como modo de auto-ajuste frente a la comida escasa y para lograr repartirla mejor entre lxs hijxs. Técnicamente se llama “inseguridad alimentaria”. Políticamente, evidencia cómo las mujeres ponen de manera diferencial el cuerpo, también así, ante la crisis. 

La especulación financiera hace la guerra a los cuerpos en las calles y a las ollas que resisten. Las ollas de hoy se conectan con los calderos de antes. Las ollas devienen calderos. 

En estos tiempos en nuestro país está en crisis la reproducción social en muchos barrios y frente a eso el gobierno redobla la apuesta: terror financiero, terror al estilo grupo de tareas y terror anímico. Cuando hablamos de terror financiero nos referimos no sólo a los negocios que hacen los bancos con la diferencia cambiaria o a la especulación de los fondos de inversión que el gobierno facilita o los objetivos del FMI, sino también al modo en que esa “opacidad estratégica” (esa suerte de fenómeno meteorológico en el que se habla la lengua de la especulación) se traduce en una drástica reducción de nuestro poder de compra, del valor de nuestros salarios y subsidios y del aumento descontrolado de precios. La velocidad y el vértigo de esa “depreciación” del valor es parte del terror y del disciplinamiento que nos quiere sumisas por miedo a que todo puede ser aun peor. El terror financiero es una confiscación del deseo de transformación: el terror anímico es obligarnos a querer sólo que las cosas no sigan empeorando.

Pero hay algo más. Cuando hablamos de terror financiero nos referimos también a cómo las finanzas (a manos de los bancos y sus empresas subsidiarias: de “efectivo ya” a las tarjetas de crédito pasando por otras dinámicas más informales) se han apoderado a través del endeudamiento popular de las economías domésticas y familiares. Hoy la financiarización de las economías familiares hace que los sectores más pobres (y ahora ya no sólo esos sectores) deban endeudarse para pagar alimentos y medicamentos y para financiar en cuotas con intereses descomunales el pago de servicios básicos. Es decir: la subsistencia cotidiana por sí misma genera deuda. 

El terror financiero, entonces, es una estructura de obediencia sobre el día a día y sobre el tiempo por venir y nos obliga a asumir de manera individual y privada los costes del ajuste. Pero además normaliza que nuestro vivir cotidiano sea sólo sostenible con deuda. El terror financiero, entonces, es una “contrarrevolución” cotidiana en el sentido que nos hace desear la estabilidad a cualquier costo.

No es casual que en dos semanas se reúna en Argentina el Women20: es decir, el grupo de mujeres que el G20 ha organizado para traducir en clave neoliberal la agenda del movimiento feminista. No es casual que se quiera hacer en Argentina, donde el movimiento feminista es observado en todas partes del mundo por su masividad y radicalidad. No es casual que una de las propuestas principales sea proponer la “inclusión financiera” de las mujeres para que todas creamos que podemos ser empresarias si logramos endeudarnos (¡aún más!).

Al menú de lujo que les convidarán a las empresarias del Women20, se oponen las ollas-caldero. Las finanzas se quieren quedar con nuestras vidas (a las que explotan, endeudan y aterrorizan), pero desde hace tiempo venimos diciendo que vivas, libres y desendeudadas nos queremos. Las ollas en las calles traman una política de los cuerpos en resistencia, prenden el fuego colectivo frente a la inexistencia a la que nos quieren condenar, y gritan que ¡no les tenemos miedo! 

* Colectiva Ni Una Menos.

Fuente: Página/12

Artículo para Common // Colectivo Situaciones

Corría el año 2000 y junto a los efectos de la crisis económica se movilizaba desde las periferias geográficas y sociales un tejido colectivo herido y desesperado. Vivimos esos años en un frenético recorrido por el cono-urbano bonaerense (Moreno, Quilmes), buscando quién sabe qué cosa exactamente o, mejor, sí lo sabíamos: nos sentíamos convocados por los signos más evidentes de un nuevo ciclo de politización que venía madurando durante la primera mitad de la década del 90 y en el que nos veníamos implicando de muchas formas distintas. Cuando decimos “un ciclo de luchas” nos referimos, en perspectiva, a una subjetivación resistente, plural, que enfrentó con éxito los designios de muerte del neoliberalismo que se venía instaurando entre nosotros entre la dictadura y la democracia posterior. Las jornadas de insubordinación diciembre del 2001  constituyeron el momento culminante, y más visible de este decurso. Aquellos años fueron sobre todo, años “piqueteros”. NO sólo por la novedad y radicalidad de los cortes de ruta y la dinámica comunitaria que se iba generando al calor del enfrentamiento con las fuerzas del estado, sino también porque la extensa red de supervivencia y politización (que abarcó de las fábricas recuperadas a una indefinida cantidad de ocupaciones de espacios públicos, ollas populares, talleres barriales, etc ) terminó resonando con la rítmica del piquete: asamblea-lucha-obtención de recursos-asamblea.

Moreno queda a una hora de tren y colectivo del centro de la ciudad de Buenos Aires. Hacia allí partíamos cada semana a encontrarnos con algunos de los miembros de la Comunidad Educativa Creciendo Juntos. ¿cómo los conocimos? No hay respuesta certera. ¿No fue Picasso quien dijo porque encuentro busco? Si no fue él, la frase funciona perfectamente para describir este tipo de encuentros. Nos hablaron de esta escuela singular, autoconstruida por la propia comunidad, en calles de tierra. A pesar de que el estado paga los salarios docentes, la escuela es responsabilidad de una cooperativa de padres, y los docentes forman parte del proyecto comunitario. Cuando nos conocimos ellos hablaban del maestro-militante. Nosotros del investigador-militante (http://eipcp.net/transversal/0406/colectivosituaciones/en). Nuestros lenguajes exhibían a las claras las tensiones que nos envolvían respecto de nuestras prácticas y de las situaciones a las que nos debíamos. La afinidad fue inmediata y nos tomamos unos cuantos meses, años, para desplegarla.

El taller de los sábados surge entonces en medio de la crisis. Fue una propuesta nuestra a todos aquellos miembros de la comunidad a procurarnos un espacio no institucional, no instrumental para pensar las cosas más difíciles, mas prácticas y, en alguna medida, mas políticas de nuestro tiempo. ¿Qué puede una escuela? ¿cómo pensar un futuro sin promesa? ¿qué tipo de invitación surge a la comunidad cuando se desfondan las figuras clásicas de la niñez, pero también de la adultez? ¿y cómo digerir la ruina de la ecuación educación-trabajo-libertad? Y también ¿cómo participa una escuela abierta y comunitaria, de un replanteo fuerte de las imágenes de inseguridad y victimización qué durante esos años dominaba el territorio de las periferias? Trabajamos con directivxs, docentes, padres, chicxs, vecinxs, y con muchos amigxs y compañerxs que entonces fueron pasando por el taller, o a quienes fuimos a visitar.

Durante el año 2001 la escuela se preguntaba, por ejemplo, qué hacer antes los saqueos que sacudían al barrio, cuando muchos de los vecinos implicados en ellos eran directamente padres y madres los propios alumnos, sino los chicos mismos. Próximo a la escuela hay un par de grandes supermercados a los que se dirigían los vecinos a buscar comida y bebida para esperar las fiestas con provisiones. No agrega nada señalar que la crisis supone pobreza y desazón. Pero la imagen de aquellos hipermercados custodiados por las fuerzas de seguridad ante amenazantes familias angustiadas que pedían comida sugiere el dramatismo de aquella situación. Padres de la escuela pelando a piedrazo limpio con la gendarmería y rutas cortadas constituían el contexto del transcurrir en las aulas. Juan, profe de matemáticas veía pasar por la ventana de la escuela a algunos de sus alumnos con comida recién obtenida, mientras a veces se escuchaban los tiros a 100 o 200 metros de la escuela.

Por aquellos años partíamos también con frecuencia hacia la zona sur del conourbano de la ciudad, a encontrarnos con el MTD de Solano. A partir del 2003 comenzamos a juntarnos con muchos de quienes realizaban un trabajo comunitario vinculado a la educación popular, las murgas, talleres con chicos. Además del piquete, en aquellos territorios condenados a la desaparición se desarrollaba un tejido colectivo autónomo muy vital. Y así andábamos: los lunes al sur, a trabajar con los compañerxs del MTD, una experiencia enfrentada a la institucionalidad estatal que iba generando sus propios espacios de salud, educación, seguridad, y los sábado íbamos a trabajar de un modo muy parecido a una escuela, figura dura de la tradición institucional del estado nación si los hay. Y en ambos casos hallábamos –a pesar de las diferencias harto-evidentes- la misma cosa: la insuficiencia del saber instituido, la urgencia de la creación, la impronta política autónoma y resistente de estas experiencias.

En ese preciso momento llega a nuestras manos el primer ejemplar de El maestro Ignorante, cinco tesis sobre emancipación intelectual, del filósofo francés Jacques Ranciére que nos quemó en las manos. De golpe resonaba “nuestra” experiencia (la del MTD, la de la escuela, la nuestra) con aquella historia lejana de un revolucionario francés que lejos de su tierra descubría que la mediación institucional, lo que llama “la explicación” atonta más que emancipa, que el maestro no lo es porque tenga saberes para trasmitir sino que incluso en su ignorancia puede ser un acompañante de aventuras del espíritu y que la igualdad de las inteligencias era una pura mentira cuando se la ofrecía como promesa y no como premisa aquí y ahora. De inmediato propusimos introducir una lectura del libro en ambas experiencias. Con el MTD publicamos tiempo después El taller del maestro ignorante (http://www.nodo50.org/colectivosituaciones/pop_up_otro_cuaderno_01.htm), que reúne las notas  que íbamos tomando al final de cada jornada, ligando siempre fragmentos del texto con experiencias y problemas que íbamos relevando de la practica.

Con la escuela seguimos desarrollando el taller durante años. Durante el 2003 nos dedicamos a leer el libro de Ranciére preguntándonos a cada paso cómo podía una propuesta tan radicalmente antiinstitucional, como las que había desarrollado aquel Joseph Jacotot, convertirse en un analizador crítica para escuelas que decidían enfrentar sin medias tintas las incertezas y desafíos que surgían día a día en sus prácticas. El resultado inmediato de aquellos laboriosos encuentros se encuentra como capítulo de un trabajo más largo que publicamos juntos (Un elefante en la escuela, de fines del 2009; http://www.tintalimon.com.ar/libro/UN-ELEFANTE-EN-LA-ESCUELA). Pero, como decíamos antes, la experiencia de colaboración no quedó allí. El “elefante” que se pasea por la escuela, hemos visto, es tan gigante (tan grande que solo tanteando con las manos se lo puede comenzar a dimensionar) y obstaculiza los encuentros de un modo tan persistente que no nos es posible ser demasiado perezosos a la hora de juntarnos y darnos al tanteo.

Hace algo menos de dos años surgió la posibilidad de armar un espacio de trabajo con un grupo de chicos (alumnos) de los últimos años del colegio. A partir de una conversación con la profe de filosofía y luego con la directora del colegio, varios pibes y pibas de entre 14 y 17 años manifiestan su deseo de tener un espacio para leer, para escribir, para discutir. El asunto parecía del todo interesante porque interpelaba a la escuela pidiéndole algo que la escuela no tiene previsto: un espacio extraescolar en la propia escuela. Cuando escuchamos del asunto aceptamos de inmediato ser parte del asunto. Después de todo, qué otra cosa éramos nosotros sino eso: un organismo extraescolar en la escuela!  La sugerencia de hacernos cargo de la coordinación de un espacio a imaginar nos entusiasmó, y la cosa se propuso como un taller de lectura y escritura.  Luego iría mutando hasta constituirse en un espacio pensante, productivo en varios rubros. Durante el primer encuentro nos pusimos de acuerdo (varios chicos, algún docente, y nosotros, amigos-de-la-escuela, y coordinadores) en juntarnos una vez por semana o quincena en la escuela, pero fuera de la jornada escolar, con chicos de diferentes edades mezclados. La dinámica consistió siempre en algo tan sencillo y a la vez complejo como pueda resultar el arte de la conversación. No se trató de imaginar pedagogías alternativas, ni de dar curso a ningún tipo de enseñanza, sino de practicar ese ejercicio conversacional por fuera de toda idea de lograr consensos, o dedicarnos a temas “serios”. Las reglas prácticas resultaron ser más bien la escucha, la constancia y el humor. Desde los primeros encuentro sobre todo las chicas comenzaron hablando de lo precario que era todo (el transporte, algunas casas, el destino mismo). Luego, como al pasar, dijeron que se sentían solas. Que andaban con su soledad a cuestas. Y finalmente asociaron esa soledad al recuerdo de la crisis del 2001. De encuentro a encuentro fueron escribiendo sobre eso mismo que surgía de los sucesivos encuentros. Muchas veces nosotros llevábamos textos “disparadores” sobre estos temas que iban apareciendo.

 

De modo paralelo nos hemos dedicado a perseguir a ese elefante por toda la ciudad. Hemos continuado tramando investigación, amistad y colaboración conjunta -entre nosotros y con muchos otras experiencias-, dando curso a una nueva iniciativa en la que actualmente estamos involucrados: la puesta en marcha de La casona de flores  como espacio de un cotidiano abierto a la ciudad, en donde se intentan sostener proyectos de colectivos (investigación, edición), presentaciones públicas, y jornadas como las que organizamos juntos a fin de años en torno a la gestión social, las experiencias educativas no escolares y las luchas que se desarrollan al interior de las mismas escuelas públicas (http://casonadeflores.blogspot.com/).

 

Pasados los años, algo más de una década, cabe la pregunta por el tipo de eficacia política que encontramos en este tipo de vínculos. No cabe resumir en unas pocas líneas la multiplicidad de aprendizajes que hemos experimentado en los diferentes capítulos de esta aventura. Sí, tal vez, explicitar dos cosas. Por un lado, que existe una micropolítica social que incluso en épocas de crisis sociales permite alterar las imágenes convencionales establecidas respecto de qué es la educación, qué es una escuela, qué encuentros son lícitos y cuáles no, abriendo a una enorme capacidad de invención de estrategias en todos los niveles imaginables. Y, por otro, que la producción de subjetividad y el aumento de las capacidades inventivas no tiene lugar ni fecha prefijada. Desde nuestra perspectiva el año 2001 no fue el año de la crisis, sino el año a partir del cual hemos aprendido que el sentido no preexiste, sino que lo creamos sobre el fondo de un vacío. La crisis continúa aún hoy, y la exigencia de crear espacios donde elaborar nuestras existencias continua vigente. Quizás quepa concluir: ni en el momento más violento de la crisis se trató para todos nosotros de victimizarse en la pobreza sino de tomar la pobreza como posibilidad de plantear las cosas de otra manera. Y esa manera, siempre inconclusa y desafiante, nos mantiene en la tarea.

Del maestro militante a la escuela que no sabe

Esta historia comenzó a fines del año 2000. Nos cruzamos antes del estallido de la crisis. O dicho de otro modo: las jornadas callejeras de 2001 ya nos encontraron trabajando juntos.

Quienes por entonces integramos el Colectivo Situaciones intentábamos ligar la investigación militante con el impulso de un “conocimiento inútil” (o antiutilitario).

No se trataba de postular un saber neutro, sino de explorar la gratuidad como potencia de toda

experiencia pensante. Pero estas preocupaciones carecían de eco en la universidad.

Era como si habláramos otro idioma. El encuentro con Creciendo Juntos fue, en este sentido, de una complicidad inesperada. Creciendo Juntos está ubicado en la localidad de Moreno, en la zona oeste del gran Buenos Aires, muy cerca de la autopista. El recibimiento fue cálido y un interés curioso allí se afirmaba. La primera decisión común fue dedicar tiempo a la simple labor de conocernos. Realizamos entrevistas y conversaciones, actividades y reuniones, con docentes, padres y madres, donde fuimos recordando cómo se construyó el proyecto educativo comunitario.

***

El maestro ignorante

Durante el año 2003, y a partir de una conversación con el pedagogo Carlos Skliar, quien por entonces vivía en Brasil, nos enteramos de la existencia de un libro mágico. El maestro ignorante.

Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, escrito en 1987 por el filósofo francés Jacques Rancière, traducido y publicado al español recién a comienzos de esta década. Sentimos que teníamos en nuestras manos un material riquísimo para introducir en las dinámicas de taller en las que por entonces veníamos trabajando. No es habitual tener experiencias de lectura de extrema conmoción. Menos lo es hacerlo en modo reiterado. Pero este libro de Rancière nos dio esa posibilidad: al mismo tiempo que lo leíamos y discutíamos en la escuela Creciendo Juntos, organizamos un taller paralelo con el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano[1] La inquietud inicial se relaciona con el aparente oxímoron que contiene el título: maestro ignorante.

La historia del “maestro ignorante” comenzó hace mucho. Hay que remontarse, como lo hizo Rancière, hasta 1770, año en el que nació Joseph Jacotot en un pueblo del interior de Francia. Se trata de una época y una vida marcada indeleblemente por uno de los acontecimientos más importantes de la modernidad: la revolución francesa de 1789. Y Jacotot fue un revolucionario. Participó como artillero del ejército y secretario del Ministerio de Guerra, director de la Escuela Politécnica, y más tarde profesor universitario. Incluso fue elegido diputado de la República, pero cuando sobrevino la Restauración monárquica tuvo que exiliarse en Holanda (que aun se conocía con el nombre dePaíses Bajos). Allí, Joseph Jacotot pensaba de scansar y dedicarse a la lectura. Sucedió entonces aquel hecho azaroso que cambiaría su vida.

Un grupo de estudiantes “holandeses”, enterados de su larga experiencia personal, le propusieron que fuese su maestro. Pero un obstáculo volvía difícil esta posibilidad: ni los jóvenes conocían el francés, ni Jacotot hablaba el flamenco. El maestro, carente de las condiciones mínimas para la tarea, sólo atinó a salir del paso sugiriéndoles que estudiaran un libro clásico –el Telémaco de Fénelon– de reciente edición bilingüe. La sorpresa fue mayúscula cuando constató, pasado no mucho tiempo, que los estudiantes habían aprendido por sí mismos su idioma. ¿Cómo pudo suceder que un grupo de jóvenes aprendiera sin que nadie les explicara? ¿Qué sentido tiene entonces la explicación? De improviso y en un instante, Jacotot comprendió la radicalidad de estas preguntas, su capacidad para develar hasta qué punto la sociedad se erige sobre un “orden explicador”, basado en una poderosa ficción:la incapacidad de aquel a quien hay que explicar.Quien es explicado aprende… que él no puede aprender

sin explicación. De ahí que toda explicación constituya un hecho de “atontamiento”. Es decir, si algo hay que enseñar es que no tenemos nada para enseñar, salvo a usar la propia inteligencia. La ignorancia deviene, por esta vía, construcción de un círculo de potencia, reunión de voluntades donde se apela a lo que cada uno puede. Y toda la fuerza antipedagógica del maestro-ignorante se libera en esta afirmación: “No hay nada que el alumno deba aprender. Aprenderá lo que quiera; quizá nada”. Debemos a Rancière la comunicación entre dos épocas, pues gracias a sus investigaciones sobre el movimiento obrero francés se topó con Joseph Jacotot en el período del surgimiento de la educación estatal moderna y su mito pedagógico. Rancière mismo se benefició, siglos después, hacia 1981, con los argumentos del maestro ignorante contra unas instituciones pedagógicas ya maduras. Tenemos ocasión nosotros, ahora, de agregar a este diálogo un hipotético tercer momento. El ejercicio que nos hemos propuesto en el taller es traer a Jacotot y a Rancière hacia nuestros propios problemas; esta vez seremos nosotros los traductores de

las aventuras de Jacotot. En este tiempo nuestro, que no es de fundación ni de madurez de las instituciones estatales, sino de agotamiento, insistencia y reconversión. En esta crisis, que convive con intentos de estructurar nuevos sistemas jerárquicos, volvemos a hacer uso de la hipótesis de la ignorancia y la igualdad de las inteligencias, ya no para alimentar experiencias en los márgenes, ni “alternativas”, sino más bien para afirmar movimientos imprescindibles en cualquier construcción autónoma, aun si ella continúa –como en la época de Jacotot– resistiendo con la misma tenacidad su conversión en un nuevo método explicador. El año 2003 fue paradojal. Se encontrarán marcas de esta rareza a lo largo del texto que sigue, que reúne lo elaborado en el “taller de los sábados” entre mediados de ese año y marzo de 2004. Nunca será del todo fácil entender esos momentos en que se instala la sensación de que ha llegado la hora de volver a una cierta privatización de las vidas cotidianas. ¿Cómo nombrar esos momentos, que son simultáneamente de angustia y descanso? ¿Cómo dejar escapar las sensaciones construidas en aquella apertura de lo doméstico a las dinámicas sociales más amplias de los años previos? Desde entonces es el propio cotidiano el que no ha dejado de estar vinculado a la excepcionalidad, que si antes consistió en volcarse a la calle, al piquete o a la politización de la precariedad hoy constituye toda pretensión de normalidad.

 

Entendimiento y comprensión

Según Joseph Jacotot, se trata de tener en cuenta que “nadie conoce más de lo que comprende”. Entender y comprender parecen ser dos cosas muy distintas. Se entiende lo que es explicado, y esta deducción depende de una autoridad: la que explica y decide cuándo algo ya fue entendido. De allí que Jacotot sostenga que explicar es atontar: plegar una inteligencia a otra.

La comprensión es el modo de aprendizaje que va más allá de las explicaciones. Su potencia es la de las inteligencias y todo aquel que participa de la lengua la posee por igual. Nadie tiene la “incapacidad” de comprender. Pero Jacotot también nos dice que esto no es sólo una cuestión de inteligencia –ya que si fuera así todos comprenderíamos todo, sin más– sino también de voluntad. Esta distinción nos permite profundizar nuestra imagen del proyecto de aprendizaje, como un encuentro entre la potencia de comprender (inteligencia) y la voluntad de comprender (deseo), siendo la inteligencia un elemento que suponemos presente en todos y la voluntad algo esquivo, oscilante, oscuro. Sabemos bien que cuando algo gusta o interesa no hace falta explicación. La comprensión precisa de una voluntad activa, en la que la inteligencia se potencia; en cambio, el entendimiento no requiere de voluntad alguna en el explicado, pues ella ha sido sometida, en tanto pasiva participante del mundo atontador, adecuando la inteligencia “explicada” a la del “explicador”.

Hay una distancia entre quien explica-lo-que-sabe y quien debe-entender, que otorga “al que sabe” la facultad de juzgar la capacidad de entendimiento del que aprende. Allí se juega por entero una relación de poder que no se da exclusivamente en el aula o en la escuela; en la vida cotidiana nos encontramos con cientos de estas situaciones. Pero si hay un juego de poder, habrá siempre resistencias. Por ejemplo, la “falta de respeto” de los chicos hacia los maestros se da sobre todo en el aula, mientras que en el patio (o en la calle) las cosas son bien diferentes. Tomada como resistencia, esta “falta de respeto” sólo aparece en situaciones donde el vínculo exige una dependencia que somete la voluntad de los pibes.

 

Explicación y cohesión social

Se puede ir más lejos en esta distinción entre comprensión y entendimiento. Hay explicación donde la voluntad no es la que produce la relación con el conocimiento. Pero, ¿qué hacer cuando esa voluntad aparece despotenciada? ¿A qué se debe el desgano de los chicos en la escuela?

La “explicación” no es superflua. Se explica lo que se aprende por exigencia exterior (por ejemplo: por exigencia de los programas que baja el ministerio). La explicación se muestra como lo otro de la comprensión. Contiene y reproduce las convenciones sociales. Se explica en la familia, en la escuela, en el trabajo, pero estas explicaciones nos pueden dar pistas fundamentales para elaborar estrategias que nos permitan habitar (y resistir) cada uno de esos espacios. La escuela, en tanto institución puramente explicadora, no podría existir sin la ficción de un contrato. Esta ficción contractual no es otra cosa que el conjunto de explicaciones que permiten a los chicos aprender la situación escolar como tal: saber responder a las preguntas de los maestros, incluso si luego se olvidará todo. Además de “enseñar” las reglas sociales que hacen a la cohesión social, la escuela “desactiva” la voluntad mientras activa un tipo de predisposición especial: entender para zafar. Entonces, ¿puede la escuela apostar a la inteligencia de los otros? Jacotot parece creer firmemente que una institución sólo explica la desigualdad que la funda. Y bien, qué nos dice la experiencia de Jacotot, de naturaleza extra-institucional, a quienes estamos trabajando en un lugar paradójico: más allá de la institución, en la medida en que estamos en un taller, un sábado a la mañana fuera de los horarios habituales de la escolaridad, pero también dentro de la institución, dado que estamos en una escuela, preocupados por lo que pasa en ella. ¿Se puede pensar una escuela en la que el contrato (copiar, repetir y memorizar) conviva con una práctica sostenida en el despliegue

del proyecto de aprendizaje de cada chico?

 

Normalización

Hay momentos en que la exigencia exterior sobre la escuela para que desarrolle ciertos contenidos y prove a determinada (in)formación aparece con más fuerza. Se podría pensar que el proceso normalizador que se activa a partir de la estabilización política que comienza en 2003 (luego de la primera elección presidencial tras la crisis de 2001) consiste en reorganizar el espacio de la escuela en función de una nueva obediencia: aquella requerida por las jerarquías productivas que derivan de la actual reestructuración de las relaciones económicas y políticas. El sentido actual de la renovación sería la “subordinación de la inteligencia” y la consecuente “neutralización de la voluntad”. Y bien: ¿qué pasa con la escuela cuando se hace evidente el desacople con respecto a otros ámbitos de lo social como el trabajo y la familia? Por lo pronto, la caída de las funciones tradicionales de la escuela no implica, claro está, su desaparición, en tanto nuevas fuerzas se apoderan de ella. El resurgimiento de una expectativa social en la reinstitucionalización del país, que a su vez moviliza un deseo de orden y estabilidad, tiende a recentralizar el poder social y político en el aparato de gobierno, y a verticalizar los parámetros y exigencias del sistema educativo. Un ejemplo de esto es el “regreso” de los exámenes integradores. La renovación del proceso institucional-estatal exige por parte de la escuela una renovación de sus capacidades y funciones explicadoras, lo que interroga directamente la persistencia de este taller y su legitimidad: ¿queda margen para leer El maestro ignorante en la escuela hoy?

Dos hipótesis nos permiten dudar de que este espacio

de pensamiento haya perdido su eficacia. Por un lado, la escuela no responde ya a un enjambre institucional capaz de mantener la ecuación obediencia- repetición a cambio de un futuro lo sufficientemente prometedor. ¿Puede la escuela asumir su condición de productora de una fuerza de trabajo improductiva? Por otro lado, si es cierto que la normalización actual no es otra cosa que la excepción vuelta ella misma orden, ¿qué justifica que se renuncie a conquistar espacios capaces de afrontar la persistente incertidumbre, la precariedad y la pérdida de toda capacidad de promesa por parte de las instituciones estatales?

***

 

Correrse para existir

Cuando se intentó indagar –en una ronda– por qué no se concentran los chicos, surgió una revelación sorprendente: querían “más tiempo para jugar”. Y es que la escuela es prácticamente el único lugar de encuentro que tienen, porque casi no salen por miedo a que algo les suceda a sus casas. En muchas ocasiones, estando las casas vacías han entrado a robar lo poco que se tenía.

Algo similar pasa con los padres. Un síntoma recurrente desde hace un tiempo es la respuesta de

varias madres para explicar las razones de su imposibilidad de participar en la escuela. Argumentan

que no pueden dejar la casa sola. La escuela, a su vez, les pregunta: ¿y a los chicos sí se los puede dejar solos? Muchas veces parece que padres/madres y escuela hablaran idiomas distintos. Una incomprensión que radica en unos padres que cada vez se recuestan más en demandar a la escuela que cumpla su rol (“tiene que encargarse de mis hijos”), y una escuela que cada vez más necesita correrse de ese lugar para existir.

Hay una contradicción entre el mensaje de la escuela (“háganse cargo de la escuela que es también de ustedes”) y la realidad de los pibes y las familias (delegar, quedarse en silencio, no poder hacerse cargo, reclamar, no saber cómo resolver ciertos problemas y cierta resignación ante esta

incertidumbre). Si antes había que participar para decidir, ahora es al revés; primero hay que decidir, y recién después se puede efectivamente participar. Así se formula

la diferencia fundamental entre participación, esa forma de estar que los padres y maestros tenían en la escuela de antes, e implicancia, aquello que se precisa hoy para que exista un proyecto.

 

Centralización y dispersión

¿Qué hace Creciendo Juntos frente a esta lógica de la inseguridad que atraviesa los barrios y se extiende en reclamos disciplinarios? Si en 2002 la escuela estaba llena de gente, las asambleas eran masivas, y era mucho el movimento que se producía en ella, a través de ella y a su alrededor, este año, por el contrario, priman la quietud y el repliegue que mueve a los vecinos a “cuidar lo que se tiene”. El miedo lleva a reproducir escenas de violencia cada vez más reiteradas, incluso entre padres de la escuela. Frente a esta situación, lo que hace la escuela es publicitar, contar todo, hablar, producir espacios de reflexión, abrirse. Se trata de quitar el miedo, relajar, evitar una separación aun mayor. La palabra abierta, a partir de la escuela, se ofrece como mediadora y tranquiliza.

El problema está también en las familias, en la distancia entre los códigos que manejan muchas de ellas y la escuela. Los padres creen que la escuela ya está construida y que ahora pueden delegarlo todo. Sin embargo, la escuela “ya no resuelve” porque no puede y, también, porque no quiere. El repliegue y la delegación tienen que ver con el miedo que abre paso a una subjetividad de la inseguridad. Se abandona la calle y se reclama a las instituciones que resuelvan. Sobre esta base surgen hoy planes policiales y disciplinarios de todo tipo. El repliegue sobre lo mínimo de cada quien produce un encierro que deja un espacio que se llena con miedo y reclamos de seguridad. En este contexto la implicación pública es mucho menor. El desencuentro fundamental, entonces, se da entre un reclamo de institución disciplinaria –que confirme el repliegue– y una decisión de la escuela en insistir en la implicancia como modo de (auto) producirse a sí misma. O se logra trazar vínculos que hagan escuela o bien todo se deshace. La disciplina y la fragmentación son parte de una misma dinámica actual a la que la escuela no sobrevive sin actos concretos de implicación. El desafío, entonces, consiste en investigar cómo crear las condiciones para que esta implicación sea posible.

 

El uso de las inteligencias

Según Jacotot, pensar es producir relaciones. Pensar es relacionar. Así, la memoria y los otros usos del pensamiento poseen todos la misma naturaleza: la potencia de vincular aquello apparentemente desvinculado. Esta potencia de prestar atención, de relacionar o de pensar, no es delegable en una inteligencia social. Al contrario, sólo existe en el ejercicio de cada quien.

De allí la formulación –aparentemente contradictoria– según la cual la inteligencia es igual y diferente. Las inteligencias son iguales por naturalezza pero son diferentes en lo que hace a sus usos. La inteligencia es aquello que relaciona todo lo que existe (lo ya pensado) y todo lo que podemos relacionar (lo pensable), pero depende siempre del “momento actual”, de la capacidad de usar la inteligencia (prestar atención) aquí y ahora. ¿En qué consiste esa diferencia, que no emana de su naturaleza? Jacotot-Rancière sugieren que la inteligencia actual –como potencia viva– consiste en una capacidad de transmitir un flujo de voluntad suficiente a la inteligencia. La potencia de la inteligencia no se deriva de su naturaleza, sino de la voluntad que tiene a su disposición en una situación concreta. Tenemos ya, aquí, la fórmula de la emancipación intelectual pregonada por Jacotot: la disposición de la voluntad al servicio de la inteligencia.

 

¿El “método” Jacotot?

Estamos tentados de decir –en palabras de Jacotot– que la crisis de la escuela a la que estamos asistiendo es la crisis del “viejo método pedagógico”. Y esta crisis no pertenece a la época de Jacotot sino a la nuestra. O a la época en que Rancière decide rescatar al olvidado maestro ignorante. La escuela contó tradicionalmente a su favor con la docilidad de las inteligencias de los alumnos. Lo que se esperaba de ellos era una dócil subordinación a los tiempos y los contenidos prescriptos por las autoridades pedagógicas. Esta subordinación ya no se constata, y los modos disciplinarios, lejos de producir una subordinación de este tipo, sólo pueden aspirar a reprimir ciertos efectos perniciosos de la desconcentración masiva de los chicos respecto

de aquello que se intenta hacer en la clase.

Claro que el agotamiento de los modos de obtener esta dócil subordinación no nos habla del fin de las inteligencias, ni de las voluntades (o deseos), sino del modo en que la sociedad disciplinaria las articulaba en sitios como la escuela (o la familia). De hecho, sabemos hasta qué punto los chicos van a la escuela porque quieren. Y cómo, más allá de la diferencia entre aquellos que prestan más o menos atención en las clases, todos saben de qué manera “pasar por la escuela” (pasar los exámenes, preparar materias a último momento, etc.). En las circunstancias actuales, entonces, todo se nos presenta como si estuviéramos ante un problema mayúsculo en el orden de la adquisición de saberes: de un lado la crisis del “viejo” (modelo pedagógico), que ya no encuentra disposición a la subordinación (explicar-atontar); de otro, la aparente ausencia de una voluntad afín a la “emancipación intelectual”. Pero, ¿esto es así?

Esta última pregunta parece muy difícil de responder desde la escuela, ya que ella es más el sitio de la crisis del “viejo” (modelo atontador) que el lugar previsto para la “emancipación”. Si de saberes se trata, dicen Rancière-Jacotot, conocemos dos vías: las pedagogías –cada vez más esforzadas, ya que deben luchar por captar (subordinar) una inteligencia/atención que se les resiste– o bien el llamado “método Jacotot” que, como aclara Rancière, no es propiamente un método.

¿Qué sucede con el “viejo”? No confía en las inteligencias, y por eso las subordina. ¿Qué dice el “método” Jacotot? La inteligencia depende de la voluntad de la que se sirve, y por tanto posee mucha más potencia cuanto menos se subordine a una inteligencia ajena. Se ve entonces que no caben las simplificaciones: ni el “viejo” se reduce a un conjunto exclusivo de didácticas (más bien las acompaña a todas, y tanto más a las contemporáneas y progresistas) ni Jacotot propone una “anti-didáctica”. La disputa no es “metodológica” sino de principio: el “uso” que cada cual hace de las inteligencias. La discusión parece reducirse al siguiente punto: ¿qué uso de la inteligencia permite adquirir saberes con más potencia: el “viejo” que trabaja a partir de la subordinación de la inteligencia o la emancipación que prescribe la autonomía de la inteligencia, servida por la propia voluntad?

 

Suspender el “ser actual” en nombre de la promesa

Sócrates fue el primer explicador, el gran explicador. Explicaba pero no emancipaba. Éste es el principio del “viejo”, que se agota ahora en la escuela actual. Leyendo a Jacotot, nos hacemos las siguientes preguntas: ¿soporta la escuela un cambio de principio? ¿Puede la escuela sostenerse de acuerdo al “viejo”? ¿Admiten las didácticas ser reorganizadas por el principio de la emancipación? Volvamos a Jacotot, al principio según el cual “el todo está en todo”. Éste es el fundamento de la emancipación. Una vez afirmado en él, todo puede ser visto de otro modo. Cualquier didáctica corrobora esto y, por tanto, puede resultar útil a la emancipación intelectual. Sin embargo, y hasta donde sabemos, estas didácticas –las más disciplinadas o las más seductoras– suelen venir acompañadas por exigencias de una dócil subordinación de las inteligencias. ¿Podemos imaginar otra adecuación de las didácticas al principio de la emancipación?

Ésta no es una indagación sencilla. El principal problema para seguir avanzando en esta investigación está dado por las exigencias de los padres y sus expectativas en restablecer el “viejo” para que los chicos aprendan. En este sentido, si la escuela precisa de alumnos dóciles, Jacotot y su proyecto precisan de ignorantes que deseen hacer(se) preguntas. Si abandonamos el principio disciplinario –ya no sólo por indeseable sino que ahora también por impotente– deberemos aprender a valorar la pregunta del ignorante. Sin embargo, la pregunta del maestro ignorante no es la del sabio. Ésta es puramente retórica, ya que el sabio es quien posee un saber a transmitir, y un principio de transmisión de saberes: la subordinación.

La pregunta del maestro ignorante sólo requiere de un ignorante implicado: la tarea es juzgar si hay implicación de las inteligencias, y valorar el trabajo hecho. El maestro ignorante contribuye a la emancipación de los poderes de la inteligencia sin ayuda de la ciencia. Se siente llamado a despertar el poder del ser inteligente como tal. Su principio es la puesta en común de alguna “cosa” (el Telémaco, o cualquier cosa que obre como medio). Aquella “cosa en común” que opera como puente que une (voluntades) y separa (inteligencias) simultáneamente. El principio de la emancipación convoca de los ignorantes algo fundamental: su atención. Pero, ¿qué es la atención? Para Jacotot, no es otra cosa que la capacidad de hallar algo nuevo. En ese sentido, la función del maestro ignorante es la de mantener al otro en su búsqueda atenta. Si el sabio verifica el resultado al que arribó el alumno (puesto que ya lo conoce), el maestro ignorante verifica la atención puesta en el proceso. Pero el maestro ignorante no es un “ignorante más”, sino uno ya-emancipado: o sea, alguien que posee la experiencia del viajero que ha seguido el principio del “conocerse a sí mismo”, de no dejarse educar ni juzgar por los otros, aunque este proceso nunca esté del todo garantizado ni finalizado. Conoce el valor de la pregunta, lo que ella puede suscitar. El maestro ignorante sabe comunicarse de “buscador a buscador”.

En un barrio cercano se realizó una encuesta a las familias sobre la razón por la que los padres mandan a los chicos a la escuela. Y el resultado mayoritario de las respuestas fue: “Para que en el futuro sea alguien”. La sensación, desde la escuela, es que se tipo de respuestas hipoteca el presente de los chicos a un futuro imaginario. El día de mañana desplaza al de hoy. Por otro lado, ¿quién es este “alguien” que debe advenir en el “futuro”?

Una lectura precaria nos llevó a interpretar que ese “alguien” es la fábrica, contra el presente “denigrante” del “plan trabajar”. Es como un ritual: frente a la desesperación, se confía en la escuela. No se sabe bien si la escuela nos “hará alguien”, pero por lo menos aparece como una posibilidad que desplaza a la familia de la pura resignación. Pero esto hace que en la escuela se suspenda el ser actual en nombre de una promesa de futuro. Aquí nos encontramos nuevamente con el “viejo”: subordinación para hoy a cambio de la promesa de un mañana.

[1][1] 1. Para registrar lo debatido en aquellas reuniones semanales en el sur del conurbano bonaerense publicamos un cuaderno –enero de 2005– llamado El taller del maestro ignorante, que puede encontrarse en www.situaciones.org

 

Libro: Un elefante en la escuela. Pibes y maestros del conurbano (noviembre de 2008)

Para leer Un elefante en la escuela: CLICK AQUÍ

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