Israel como modelo // Diego Sztulwark
A Paolo Virno, maestro en el arte
de detectar la contemporaneidad
de lo no contemporáneo.
El 4 de enero de 2009 el filósofo argentino León Rozitchner publicó un artículo titulado “Plomo Fundido sobre la conciencia judía”. El ejército de Israel llamaba así, Operación Plomo Fundido, a una ofensiva militar sobre la Franja de Gaza. En respuesta al lanzamiento de cohetes y proyectiles de mortero por parte de milicianos de Hamas, el Estado judío realizaba una masacre y destruía infraestructura palestina invocando la retórica de la “guerra contra el terrorismo” que lanzó el gobierno de Estados Unidos luego del 11 de septiembre de 2001. La contabilidad de víctimas mortales fue de aproximadamente 1400 palestinos (960 civiles) y 14 israelíes (tres civiles), una relación de proporcionalidad que sirve como medida del valor de las vidas y que funcionará también cuando se realicen intercambios de rehenes y hasta cadáveres. Rozitchner escribe mientras las bombas estallan. Durante muchos años me pareció que ese texto exponía un razonamiento definitivo sobre el destino oprobioso del Estado de Israel. Abría con una cita a una premonitoria carta de Einstein de 1929: “Si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos”. El escrito dolorido del autor del libro Ser judío (1967) apuntaba con notable síntesis a la escisión de la conciencia judía ante la cuestión palestina.
Leamos: “¿Recuerdan cuando hace dos mil años los judíos palestinos, nuestros antepasados en Massada sitiada, enfrentaron las legiones del Imperio romano y se suicidaron en masa para no rendirse? ¿Recuerdan la rebelión popular y nacional de nuestros macabeos contra la invasión romana, cuando murieron decenas de miles de judíos y se acabó la resistencia judía en Palestina y nos dispersamos otra vez por el mundo? ¿No piensan que esa misma dignidad extrema que nuestros antepasados tuvieron, de la que quizá ya no seamos dignos, es la que lleva a la resistencia de los palestinos que ocupan en el presente el lugar que antes, hace casi dos mil años, ocupamos nosotros como judíos? ¿No se inscribe en cambio esta masacre cometida por el Estado de Israel en la estela de la “solución final” occidental y cristiana de la cuestión judía? ¿Han perdido la memoria los judíos israelíes? No: sucede que se han convertido en neoliberales y se han cristianizado como sus perseguidores europeos, que, luego de exterminarlos, empujaron a los que quedaron vivos para que se fueran a vivir a Palestina con el terror del exterminio a cuestas”.
Reconociéndose en esa historia de perseguidos que luchan —a la que pertenece el Gueto de Varsovia—, el judío Rozitchner se identifica con los palestinos cuya resistencia resulta heredera de ese pasado. Porque ser judío de izquierda es conducir las marcas de la persecución antisemita hacia una zona en la que las diversas opresiones elaboran un sentido común emancipador. Leyendo a Rozitchner uno no sabría cómo sentirse judío sino como un nuevo judío-palestino. Y es ese sentimiento, en todo caso, el que empuja a afrontar de modo crítico los efectos traumáticos del Holocausto nazi —esa masacre de millones de personas organizada por un Estado moderno que llevó al jurista judío Raphael Lemkim a crear la categoría de genocidio— como el lugar en el que triunfa la perspectiva “occidental y cristiana” de concebir la cuestión judía en Europa. Ese triunfo consiste en la incorporación de la racionalidad de la “solución final” sobre las acciones que el Estado de Israel realiza sobre la población palestina, lacerando al máximo lo que Rozitchner llama la “conciencia judía”.
El hecho crucial es, pues, que los judíos israelíes que están en el poder han asumido su conversión en judíos cristianizados y neoliberales. Sujetos rehechos a imagen y semejanza de sus perseguidores europeos que luego de aniquilarlos los expulsaron a Palestina “con el terror del exterminio a cuestas”. Como se ve, el problema de la memoria del derrotado se plantea como una honda cuestión política, puesto que si los israelíes no hubiesen tenido que obturar una parte clave de sus recuerdos habrían perdido a sus poderosos aliados. Recordar a fondo hubiera orientado su “retorno” hacia esa Europa que les arrebató las tierras —el mundo material y lingüístico en el que vivían—, y luego los exilió. El ejercicio de una memoria políticamente digna lleva a identificar que fueron los europeos cristianos —y no los árabes musulmanes— los responsables de preparar, ejecutar y luego capitalizar la Shoá.
Como enseñan Theodor Adorno y Max Horkheimer, el antisemitismo y el nazismo son parte de un desarrollo propio de la historia europea, cristiana y capitalista. La incapacidad del sobreviviente expulsado —que pacta, aterrado, la creación de un Estado de tipo europeo en tierra palestina— para integrar esta historia vivida en una conciencia crítica está en la base de su renuncia a enfrentarse con ese occidente neoliberal, triunfante también en Israel.
De ahí que la memoria del Holocausto que Israel administra debe rechazar que “el Tercer Reich” se haya prolongado en “el 4º Reich del Imperio norteamericano” del que él mismo es un tentáculo armado contra una población civil asediada y asesinada solo por resistir y osar defenderse contra la expropiación ilimitada de un territorio que debía ser compartido.
Este triunfo del planteo europeo de la cuestión judía permite a Rozitchner organizar una inesperada coincidencia de dos pensadores antagónicos de la política, Carl Schmitt y el joven Karl Marx, sobre “el fundamento cristiano del Estado germano que se prolonga como premisa también en el Estado democrático”. La teología política cristiana —trasfondo de las categorías políticas modernas— estuvo al comando de la aniquilación de judíos y bolcheviques del mismo modo en que comanda hoy la ofensiva de las ultraderechas y la expansión de la islamofobia. Ese fondo teológico-político es el que cimenta las categorías amigo-enemigo que actuaron durante el exterminio. Aniquilar lo judeo-marxista (espectro hoy revivido con el nombre de “marxismo cultural”) era barrer con “el materialismo judaico como premisa del socialismo”, que partiendo de la Naturaleza como fundamento de vida hizo temblar desde adentro —de Baruch Spinoza a Rosa Luxemburgo— al proyecto europeo de la universalización del cristiano-capitalista cuya realización histórica fue la colonización a sangre y fuego de buena parte del mundo.
Los judíos que en Israel hacen depender sus “sueños mesiánicos” del respaldo “de los cristianos y del capitalismo para poder realizarse” han aceptado permutar al “enemigo verdadero por un enemigo falso”. El carácter moral y políticamente catastrófico de esta permuta constituye el corazón de la vibrante interpelación de Rozitchner al judaísmo, hace más de una década y media. Hubiera creído que ya no había más que agregar sobre la cuestión, si no fuera por lo que ocurrió a partir del 7 de octubre de 2023.
la harvard del antiterrorismo
Israel ha probado nuevas armas durante su campaña de tierra arrasada en Gaza. Cada innovación bélica fue orgullosamente exhibida en redes sociales con el objetivo de llegar al público nacional e internacional y a los potenciales compradores de armas. Tal y como explica Antony Loewenstein —periodista judío-ateo cuyos abuelos huyeron de la Alemania nazi— en su extraordinario libro El laboratorio palestino (2025): más que una guerra, presenciamos “una fábrica de asesinatos en masa”, según le confesó al autor un oficial de inteligencia. Luego del 7 de octubre lo que se activa en el “laboratorio palestino” es un envalentonamiento que alienta a la industria armamentística israelí y a las fuerzas políticas que pretenden formalizar una interminable conflagración “contra el terrorismo islámico”, en la que Israel se ve a sí mismo como el guerrero definitivo de occidente. El autor cita un informe de 2021 de B’Tselem, la organización de derechos humanos israelí más importante en los territorios ocupados, que afirma que se ha establecido “un régimen de supremacía judía desde el Río Jordán hasta el Mediterráneo”, es decir, un “apartheid”.
Israel se fue ganando un lugar protagónico entre quienes estimulan la retórica de la lucha contra el terrorismo. Su ejemplaridad quedó al descubierto en 2022 cuando Elliott Abrams, arquitecto de la “lucha contra el terrorismo” y asesor de los gobiernos de George W. Bush y Donald Trump, declaró que “el rol de Israel es servir como modelo”. Loewenstein sobredocumenta en su libro el significado de estas palabras: una industria armamentística de categoría mundial que se valoriza por medio de su utilización en territorio palestino ocupado. La comercialización de la tecnología para usos bélicos, de vigilancia y de control de poblaciones lleva el sello de garantía de calidad como “puesta a prueba en batalla”. Israel “saca provecho de la marca FDI” (Fuerzas de Defensa Israelí): “El laboratorio palestino es uno de los principales argumentos de venta de Israel”. El aspecto modélico que Loewenstein saca a la luz pública es la fusión exitosa de una estatalidad etno-nacional, un apartheid sostenido de modo indefinido en el tiempo y un esquema de negocios en base al tráfico y la tecnología más sofisticada. De modo tal que, mientras millones de personas en todo el mundo repudian el genocidio en Palestina, las élites de no pocos países se convencen de las ventajas de importar su modelo: “Israel utilizó la guerra como argumento para las ventas de su armamento y sus tácticas. Su propaganda ofrecía a las naciones un atractivo elixir que contenía la ilusión de que el Estado judío podía ayudarlas con sus problemas internos”. Las tácticas empleadas para publicitar las tecnologías bélicas israelíes incluyen, según Loewenstein, ferias de armamento explícitamente sexualizadas por medio del recurso a modelos femeninos militarizados.
Israel, en cuanto modelo ideal de etno-nacionalismo militarizado —uno de los primeros diez vendedores de armas del mundo, y el país que integra más trabajadores en la industria de tecnologías para uso bélico en proporción a sus dimensiones—, confía en su capacidad para comercializar el mensaje y la imagen de una nación que se concibe como una Esparta global. En otras palabras: hace dinero y obtiene favores diplomáticos exportando conocimientos en materia de ocupación y entrenando en su territorio a los servicios de seguridad norteamericanos, quienes hablan del Estado judío como “la Harvard del antiterrorismo”.
Por supuesto, la ideología militarista no se da en el aire. El desarrollo de la industria de armas en Israel, anterior a la fundación del Estado, se expande en los años cincuenta, se diversifica hacia las técnicas de vigilancia luego de la Guerra de los Seis Días (cuando en 1967 Israel ocupa Cisjordania, Jerusalén Este y los Altos del Golán), se neoliberaliza en los ochenta y se privatiza en los noventa. Al ritmo de esta evolución, el belicismo se fue convirtiendo en el principio rector de la mentalidad pública israelí. La imbricación entre seguridad, armamentismo y acumulación económica ha llegado a un punto tal que entre los grupos más poderosos se insiste en que poner fin al conflicto palestino sería “malo para los negocios y podría minar la ideología fundamental” del Estado. Así piensan las más de trescientas multinacionales y empresas de ciberseguridad que se han incubado en las últimas décadas.
Para su industria armamentística, el 11-S y el empuje de la Casa Blanca a la “guerra contra el terrorismo” fue una buena noticia: “El sector de seguridad nacional produce miles de millones de dólares de beneficio por misiles, drones y equipamiento de vigilancia”. Buena parte del desarrollo económico del Estado judío de las últimas dos décadas se debe a su estrecha relación con las seis mil startups del país, que el Gobierno financia y apoya. El propio Israel es una suerte de startup de uso global.
Loewenstein registra los progresos en la productividad de un modelo subjetivo y económico cuya agresividad modela a las élites de buena parte del planeta. Un modelo de racionalidad para las ultraderechas en momentos en que la izquierda carece de ejemplos inspiradores comparables. Los esfuerzos de innovación de las empresas de defensa de Israel tienen como objetivo principal “monetizar la ocupación colonial” y “vender la experiencia de controlar a otro pueblo, en el mercado global”. El modelo Israel es, pues, proveedor de tecnología —y de subjetividades— para el manejo de “población no deseada” en buena parte del globo.
En la frontera entre Estados Unidos y México la empresa Elbit fue un actor importante al “repeler migrantes”. La Unión Europea emplea drones israelíes para monitorear a quienes procuran llegar a sus costas desde zonas adyacentes. También se interesan en sus métodos de control y vigilancia los gobernantes de la India, que tratan a la población musulmana de Cachemira, mucho más numerosa que la de Gaza, con el modelo palestino. China hace lo propio con los uigures, etnia de religión islámica que habita en la provincia Xinjian. Y en Rusia, dados los rigores de la invasión que Putin decidió sobre Ucrania. O en Hungría, donde Orban moderniza sus métodos de control contra la oposición política. Neve Gordon, académico israelí, cree que el atractivo de la tecnología sionista en la lucha contra el terrorismo consiste “no solo en que los israelíes conseguían matar terroristas (la visión militar del mundo), sino en que matar terroristas no era necesariamente desfavorable para los objetivos económicos neoliberales, y en realidad los impulsaba”.
La esperanza de Netanyahu es, por tanto, el aumento de los Estados que comparten su compromiso con el etno-nacionalismo, valorizando la ecuación de acumulación con limpieza étnica, y beneficiándose con la crisis en curso del derecho internacional. El “modelo gueto” aparece como una mercancía prometedora para quienes prevén un empeoramiento de la crisis climática: “El sector de defensa israelí se verá beneficiado (…) muros más altos y fronteras más estrictas, mayor vigilancia de los refugiados, reconocimiento facial, drones, vallas inteligentes y base de datos biométricos”. La divisa de Netanyahu de la destrucción como negocio no se distingue de la trumpista, con quien comparte el ideal inmobiliario de la reconstrucción de Gaza como imagen con la que volver atractiva la remodelación bélica del mundo.
exigencias de la crítica
Israel como ejemplo en la remodelación supremacista del planeta enfrenta, como su contracara y obstáculo específico, una reacción global contra los neocolonialismos. La crítica del modelo sionista ofrece para la recomposición de las fuerzas democráticas en todo el globo, por lo tanto, una enorme importancia potencial. Por eso, el historiador judío Ilan Pappé informa en su libro El lobby sionista. Una historia a ambos lados del Atlántico (2024) sobre la existencia de un equipo ministerial específico que monitorea, supervisa y censura a académicos de habla inglesa como parte de una “batalla por la legitimación de Israel”. El grupo forma parte de un esfuerzo superior que desde el siglo XIX brega por convencer “a su propio pueblo y a todo el mundo de que su existencia es legítima”. Pappé se pregunta: ¿qué lleva a un Estado consolidado como es hoy Israel a preocuparse, en pleno siglo XXI, por invertir cuantiosos recursos “en dos grandes lobbies, el cristiano y el judío, a ambos lados del Atlántico”? La respuesta es simple: el sionismo afronta su fracaso histórico en el intento de consumar el proceso de colonización por asentamiento, que sí se consolidó con éxito en el siglo XIX en países como Estados Unidos o Australia. Y Argentina. En estos países la desposesión y el genocidio de la población nativa resultó exitoso para los estándares del derecho internacional de la época. Si el caso de Israel es distinto, se debe a la existencia de una fuerza que cuestiona de manera persistente, y no es otra que la del pueblo palestino. Su empecinada resistencia es la razón del fracaso de la legitimidad de la estatalidad israelí, que debió resignar la defensa abierta de sus políticas ante la opinión pública para concentrarse en influenciar a las élites mundiales (sobre todo a las occidentales del norte).
Esa imposibilidad de completar el genocidio es lo que determina el fracaso del lobby sionista, cada vez menos influyente sobre una joven generación judía norteamericana y más obligado a reducir sus recursos retóricos a la denuncia del antisemitismo para descalificar a sus críticos. Antisemitismo que por supuesto existe y de modo creciente, incluso en la izquierda, pero no es para nada el motivo real de los cuestionamientos a las políticas de Israel. Porque el antisemitismo no es la oposición a Israel, ni siquiera a lo judío. Adorno y Horkheimer lo definieron —en Dialéctica de la ilustración— como un furor ciego descargado sobre un sujeto indefenso; una forma de poder que, nacida en la Europa cristiana contra los judíos, encuentra eficacia moderna al ser utilizada como proyección de una injusticia económica. La naturaleza burguesa del antisemitismo moderno descansa precisamente en esa funcionalidad para procesar todo descontento con el sistema, constituyendo un rasgo propio del fascismo. Los autores señalan que no existe un “antisemitismo genuino”, dado que “las víctimas son intercambiables entre sí, según la constelación histórica: vagabundos, judíos, protestantes, católicos, cada uno de ellos puede asumir el papel de los asesinos y con el mismo ciego placer de matar, tan pronto como se siente poderoso como la norma”.
Hay que advertir hasta qué punto Gaza ha cambiado el lugar que el nazismo ocupa en la historia. La bestialidad racista tecnificada ya no se nos aparece como un pasado derrotado —en la Segunda Guerra Mundial—, sino como una reemergencia victoriosa. Esa es la preocupación que detectamos al leer libros tan recientes como El mundo después de Gaza, del hindú Pankaj Mishra; Pensar después de Gaza, de Franco “Bifo” Berardi (2025); o Gaza ante la historia, del historiador Enzo Traverso (2024). Libros a los que acudimos sabiendo que ningún ensayo podrá por sí solo frenar el naciente despotismo genocida, pero también que la necesidad de buenos argumentos se requiere en cualquier estrategia. En todos ellos se señala la necesidad de retomar los estudios sobre el Holocausto nazi y se nos advierte que los problemas del viejo colonialismo no solo no han desaparecido sino que son ahora retomados por las élites globales para controlar zonas del mundo que antes eran consideradas enteramente “civilizadas”.
No es posible concebir la política propia, la que nos toca de manera más inmediata, sin comprender que el modelo israelí ya forma parte de nuestra realidad de múltiples maneras, comenzando por la fervorosa (o febril) adhesión del Gobierno argentino actual, y siguiendo por una oposición que mayormente calla complaciente sobre estas cuestiones. En una entrevista concedida en el año 2000 —“Mi derecho al retorno”—, Edward Said dijo que “no hay síntesis posible”, ni principio de conciliación concebible, entre el “impulso mesiánico de los sionistas y el impulso palestino a permanecer en la tierra”. Luego del 7 de octubre las editoriales Lom y Tinta Limón publicaron un volumen —Palestina, anatomía de un genocidio— con contribuciones de autores argentinos y chilenos, descendientes de judíos y palestinos, al tiempo que Rodrigo Karmy Bolton (uno de los compiladores) reunió sus propios artículos en Palestina sitiada, ensayos sobre el devenir Nakba del mundo (2024). En esos textos se destacan enunciados de curiosas resonancias con las reflexiones de Rozitchner, entre ellos la consideración del sionismo como “la forma del judío convertido definitivamente al cristianismo imperial” o la conminación a comprender “qué tipo de violencia se ejerce desde los oprimidos” en una perspectiva “que los distinga o impida su identificación para con la violencia de los opresores”. Para Karmy (como para Rozitchner) una “verdadera crítica de la violencia” debe actuar poniendo énfasis en su naturaleza defensiva. Pappé describe la acción del 7 de octubre en dos tiempos: un asombroso avance militar inicial sobre guarniciones militares israelíes y luego una degeneración sangrienta hacia la población civil. La reflexión de Rozitchner sobre la naturaleza “no asesina” de la contraviolencia viene sin dudas a cuento y se vuelve un antecedente de importancia para procesar la oposición al modelo.
Además de textos históricos o informativos, se publicaron en la Argentina luego del 7 de octubre al menos tres ensayos —Derecho de nacimiento. Crónicas de Israel y Palestina, libro de Camila Barón (2024); Oreja madre. Mi cuestión judía, libro de Dani Zelko (2025); y “Shoyn es basta”, artículo de Marcela Perelman en el número 66 de crisis (2025)— relevantes para desandar el prejuicio de una adhesión inmediata de la llamada comunidad judía argentina al modelo israelí. Lo que brilla en estos esfuerzos es el disponerse a una transformación subjetiva que surge de no eludir lo que Rozitchner en su libro Ser judío llamó “índices de realidad”. Si lo judío perseguido tuvo como índice el peso de la “inhumanidad de lo humano” procedente de la mirada antisemita, al volverlo realidad propia el judío se descubría de izquierda porque ese era el lugar común en el que podían aunar fuerzas quienes eran perseguidos por humanos deshumanizantes y luchaban por instaurar un orden de cosas que los incluyera de pleno derecho.
Huir a Israel pudo ser para muchos judíos de hace medio siglo una esperanza de refugio. La situación es hoy muy otra, y ser judío y a la vez de izquierda ya no puede querer decir otra cosa que mirar de frente lo que sucede en Palestina con la misma feroz claridad con la que pretendemos mirar a quienes en nuestro país organizan la desecación de la existencia.