Anarquía Coronada

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misteriosas redenciones

Dolor y existencia. Amar con ardor la vida. Acerca de otro texto de Milena Jesenská // Cynthia Eva Szewach

 

                                              “Pensé que acabaría totalmente loca, loca de pena, añoranza, y de un terrible amor por la vida”

Milena a Brod

Cómo salir del dolor, de un encierro, de un abandono, de un estado sin salida, se pregunta Milena. ¿Cómo sobrevivir cada día? Ha roto con Kafka. Cuenta la soledad y la espera abismal de una no llegada. ¿Volverá? De pronto, en una fracción de segundo, algo cambia, algo de la vida se torna nuevamente vivible, dulce. Algo invisible, misterioso, parece abrirse y se respira. Del dolor de una separación a una forma de duelo.

Milena le escribe a Max Brod algo muy conmovedor: “¿Tengo culpa o no tengo culpa? Te lo suplico, por amor de Dios, no me escribas palabras consoladoras, no me digas que nadie tiene culpa, no me envíes a ningún psicoanálisis. Ya sé todo eso, créeme, sé ese tipo de cosas que podrías escribir. Confío en vos, Max, quizás en la hora más difícil de mi vida. Por favor, entenderás lo que quiero. Sé quién y qué es Frank: sé lo que ha pasado y no sé lo que ha pasado; estoy al borde de la locura; traté de actuar, vivir, pensar y sentir correctamente, guiada por la conciencia; pero en algún lugar hay una culpa. Eso es lo que quiero saber”[1]

El artículo al que daremos lugar, “Misteriosas redenciones”, al parecer está dirigido a Kafka. Se publicó dos meses después de que hubieran terminado su relación. Le pide a ella que no le escriba. ¡“Nada de escribir…”! “Hizo esta petición mientras estaba en un sanatorio en las montañas de los Tatras en el invierno de 1920-21”. También le dice a Brod lo siguiente: “Cuando le hables de mí, háblale como si hablaras de un muerto, me refiero a mi “estar afuera” “a mi extraterritorialidad””[2]

La cuestión de la búsqueda de redención en Kafka ha sido subrayada en varias ocasiones por Diego Sztulwark, como la necedad, una redención en el reverso de la nada, “como pequeña esperanza absurda de salvación ante la vergüenza del orden del mundo”, “porque en el aire y en el sueño se recrea la redención de aquellos a quien la ley excluye y pisotea”

 Milena escribe como testimonio personal. Publicado en Tribuna, se hace preguntas, está abrumada y desesperada por la pérdida, se interroga por la salvación, con una poética errante de la luz y de la oscuridad, entre el afuera, las calles, la ciudad, los caminos, y el adentro, el encierro, y la figura de estar “ante una ventana”. Escribe entre el desinterés por el mundo y el máximo ardor por la vida. El amor pareciera para ella, un sitio desde donde hay alguna salida. Con cierto despecho o desconcierto señala, quizás aludiendo a Kafka, que de la temible absurdidad de la vida se puede ir hacia la silenciosa y triste sumisión de la ley, donde el aire probablemente falte.[3]

 

 

“Misteriosas redenciones” (Mysteriózní vykoupení escrito en 1921)[4]

Los vínculos que nos conectan con las cosas son más estrechos y misteriosos de lo que imaginamos. Sorprendentemente, cuanto más felices somos, más fácil es acercarnos a la gente. Cuanto peor estamos y más sufrimos, más profunda es nuestra comunión con las cosas. Hay momentos en que estamos rodeados por objetos que de pronto han adquirido rostro; de repente se mueven y tienen una expresión, un significado o una dimensión que antes ignorábamos.

 El dolor te encierra en una jaula estrecha, asfixiante, sin puertas ni ventanas; no hay salida ni aire. La gente pasa junto a nosotros, muda y ciega; pero de repente algún techo, un carro o un fragmento de cielo parece abrir de par en par la muralla de nuestro dolor, las alas invisibles de un portal se abren de golpe, estamos salvados y respiramos.

(…)  Una vaga angustia se asienta en la nuca, un tipo extraño de sufrimiento febril, un escalofrío recorre el ser, se apodera de mí una horrible sensación de futilidad. (…)

Te llevará horas llegar a un lugar en el que nunca estuviste.  Habla de las casitas, alineadas entre cruces de caminos que se abren, kilómetro tras kilómetro, de cuatro pisos de altura; las cocinas, las camas, los deshechos y esas macetas diminutas tras las ventanas, de pronto te provocan inquietud, mareo, asco. No volverías (…)  te preguntas con angustia cómo fue posible habitar semanas, meses, años, allí, tras ese vidrio entre el cielo y la acera; vivías ahí tus ansiedades y tus deseos; ahí volvías cada noche.

 Cinco metros de largo por seis de ancho sostenían lo que llamás vida, y a través de ese pequeño cristal está lo que llamás el mundo. De pronto, saltas al primer tranvía que pasa, subís al andén, vas hasta el frente y es como si estuvieras huyendo de algo.

(…) En medio del ruido y la ciudad, estas ahí en soledad. Ves cientos y cientos de ventanas como esa que te aterra y pasás de la terrorífica sensación ante la absurdidad de la vida, a una silenciosa y triste sumisión a la ley. [5]

(…) En la estación terminal, un camino embarrado se adentra en el campo: no sabés a dónde conduce, pero lo acariciás porque te lleva al mundo. Te quedás un rato donde comienza la calle y, finalmente, renunciás a tu deseo de seguir (…).

 Una vez, una mujer me contó: “Desde la tarde, ya sabía que él no volvería”. Esa sensación me arrojó a la calle, me agarró del cuello, me lanzó de un rincón a otro a través de pasajes, plazas, parques, andenes con ese presentimiento: él no volverá.  Sentía ganas de abordar a desconocidos, de contarles todo, de preguntarles qué opinan: “¿volverá o no volverá?”[6]

 Las calles se elevaban sobre colinas empinadas hacia el cielo y se hundían bajo los vehículos en lo más profundo. Caminaba tambaleante sobre la acera, en terreno llano tropezando con las piedras que el miedo colocaba en mi camino. La tienda de comestibles, la tabaquería y el escaparate del pub de enfrente amenazaban incluso desde lo lejos con confirmarlo. Las ventanas estaban sin luz. La escalera, oscura. El apartamento, vacío.

El peso infinito del tiempo que tendría que esperar se posó sobre mi pecho. Hora tras hora, la calle frente a mí se deslizaba hacia el pasado. Una esquina de la habitación me lanzaba hacia la otra, como una mísera pelota, de un lado al otro, una y otra vez. Una mancha del farol se arrastró por la alfombra, la oscuridad se posó sobre los muebles y el juego llegó a su fin. La ventana era el único punto del apartamento que no estaba vacío. En un extremo, yo; en el otro, la espera; ocupábamos toda la habitación y nos instalamos en silencio. Más allá de la curva de la calle, a veces se escuchaban pasos. Pero era una pisada ajena que se alejaba en la esquina, y alrededor, la oscuridad engullía al extraño. Duró toda la noche.

(…) La mañana se deslizó sobre los tejados, gris, clara, informe, incolora, llevándose la esperanza, se llevó la esperanza, se llevó a mi compañero.

Con largos postes al hombro, los serenos encendían, uno tras otro, los faroles de la calle del suburbio en intervalos regulares de quince minutos, como anunciando un día que ya no me interesaba en nada. La calle se estiraba, bostezaba, se recostaba de costado y volvía a dormirse, por una hora más. La cama intacta en la habitación a esa hora temprana parecía como si alguien estuviera muriendo. El vaso de agua puesto para la noche, el plato con frutas y las pantuflas desparramadas, con tanta tristeza, que perdí el valor para bajar a la habitación y me quedé junto a la ventana.

Transfigurada por un único horror: ¿cómo sobrevivir al próximo día? En mi imaginación, las horas se sucedían en una mortífera angustia; mis miembros se paralizaban, mi cabeza me dolía, mi corazón dejó de latir, mi pecho dejó de respirar. Era como si el pavimento, allá abajo, ascendiera hacia mí, y la muerte dejaba de parecerme aterradora.

 De pronto, una estridencia rompió el silencio y el primer transporte suburbano entró en la calle como por capricho; el pequeño caballo sacudió la cabeza, movió su crin, tenía el lomo rozado y un carro a cuestas y sucedió un milagro. El mundo parpadeó, respiró en esa actividad cotidiana; las tiendas, los pasajes, los bares, la tabaquería, todo se agitó, las campanas se despertaron en la torre, las ventanas de las casas se abrieron a lo largo de toda la calle, por toda la ciudad, por todo el cielo; el día se expandió largo, largo y una bendición silenciosa vibró en el aire. Como en ese instante, de media fracción de segundo, que precede una anestesia, en ese medio segundo que lo abarca todo —todo el sol, todo el cielo, todo el mundo— la percepción me estremeció hasta que rompí en un llanto fatigado, entre sollozos de cansancio: ¡qué dulce, qué dulce, qué dulce es vivir!

(…) ¿Nunca has visto un ave volando con las alas extendidas sobre el horizonte, un ave tranquila, feliz, en la lejanía, sin intención de volver?  ¿Acaso no has encontrado jamás un camino que pueda soportar exactamente el número de pasos que necesitás para liberarte del dolor?

Creo firmemente que el mundo viene a nuestra ayuda. De algún modo, de alguna manera, de pronto, inesperadamente, con sencillez, con compasión. Pero a veces esa salvación es casi tan dolorosa como el propio dolor. Conozco a una persona con los pulmones enfermos. Es alto y delgado, su rostro anguloso, afilado, hermoso, maligno y sumamente bueno. Dijo esto sobre su enfermedad: “Cuando el corazón y el cerebro ya no pudieron soportar más el sufrimiento, miraron alrededor en busca de algo que los salvara, y entonces los pulmones alzaron la voz. Sé que mi enfermedad me salvó. Pero esa negociación entre el corazón y los pulmones, que tuvo lugar sin que yo lo supiera, debió de ser terrible.”[7]
Parece un cuento de hadas. Un extraño cuento de hadas de otro mundo y, sin embargo, es la verdad: existencia y sufrimiento. Aquí, los pulmones enfermos trajeron la redención. No, no te sorprendas. No hay por qué sorprenderse. Hay que llorar por ello. Hay que hundir la cabeza entre las manos y amar, amar con ardor la vida, para que todo ese amor termine por ablandarlo y se redima de la condena…

 

[1] Nota al pie de la versión en inglés Journalism” Berghahn Books New york. Mysterious Redenption por K. Hayes. Publicado en “Tribuna” en febrero de 1921

[2] M. Buber Neuman “Milena” Tusquets ed.

[3] Ana Arzoumanian en “La Jesenská” Ed. Paradiso: “Estas palabras con las que escribo son puñados de sal. Los tiro sobre su carne de manera que pueda comerla cuando llego a casa. Llevo sal en un bolsillito para que pueda salarlo, para que me dure más tiempo”

[4] Es versión personal, fragmentaria, a partir de las traducciones del francés en “Vivre” Bibliothèques 10/18”, Paris y del inglés en “The Journalism” Berghahn Books New york agradezco a Bettina Klunkert la revisión y a Moira Iglesias la colaboración con las traducciones existentes.

[5] Las negritas y las notas al pie son nuestras.

[6] En la obra “Requiem” de Jorge Palant, donde Milena habla con el fotógrafo Kevin Carter, le cuenta en un fragmento acerca de su relación con Kafka:”” El me escribió tantas cartas… las guardo entre el corazón y la memoria…”

[7] M. Jesenská aquí parafrasea la descripción que Kafka hace de su enfermedad en una de sus primeras cartas, abril de 1920 y que comienza: “De modo que el pulmón…” El pulmón y el corazón tienen voz.  En el libro “El temblor de las ideas” de Diego Sztulwark, retomando esa carta dice: “Si bien en épocas distintas tanto Spinoza como Kafka, debieron reflexionar sobre los mecanismos de inclusión y exclusión comunitarias (en Spinoza está la experiencia del Herem) y ambos sufrieron el peso de lo que Kafka llamó la relación predominante e inconsciente del cerebro con el pulmón”

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