Anarquía Coronada

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Leer a Macherey. La eternidad es ausencia de fines (01/07/2006) // Colectivo Situaciones y Michael Hardt

Prólogo al libro Hegel o Spinoza, de Pierre Macherey, una publicación de Tinta Limón Ediciones, 2007.

 

1.

Quienes escribimos estas líneas hemos sentido la presencia de Spinoza. La lectura fue el medio para dar con él. La experiencia de la lectura se encarga luego de invertir los términos: justamente, leer la experiencia (cuyo medio es la lectura). Una lectura que se nutre de sentimientos que la acompañan, porque no hay lectura activa que pueda prescindir del vínculo íntimo entre orden conceptual y afectos. Spinoza es quizás uno de los nombres más misteriosos –y radicales– de esta mismidad concepto-afecto.

Se ha dicho muchas veces: a Spinoza se lo percibe en el intento de explorar una intuición atrapada en un abigarrado texto de presunciones geométricas. Escritos una y mil veces desautorizados; como desautorizadas fueron muchas de sus lecturas posteriores (las de Asa Heshel, vagando entre guerras con la Ética en su bolsillo, o Yakov – el hombre de Kiev– en prisión, reflexionando sobre Vida de Spinoza): sin excesivo apego a la letra, más atentos a los efectos producidos por el impacto que implica su encuentro.

Con la edición de este texto de Pierre Macherey pretendemos sumarnos a esa larga lista de filósofos y no filósofos (quienes, sin profesión, se hacen filósofos desde fuera de la filosofía misma) que han sucumbido a esta curiosa fidelidad sin obediencia, que busca una y otra vez los modos de articular fragmentos de textos a la propia investigación, para rehacerse en ella.

¿Confió Spinoza excesivamente en la filosofía? ¿Se entregó en alma y cuerpo al concepto y la palabra expuesta con rigor, enmudeciendo precisamente sobre su propia relación con las pasiones,  a las que se dedica largamente, sin embargo, en proposiciones y escolios?, ¿es su dios un dios muerto, pura abstracción, despojado de la vida con que lo representan las religiones ? La política de Spinozasu filosofía práctica, no se esconde en recónditos detalles en torno al origen de tal o cual palabra utilizada en una vieja carta aún no lo suficientemente descifrada. Su modo de ir más allá depende, para ser iluminado, de nuestras propias estrategias de desacato. El sentido de su sustracción tan radical de la vida pública y universitaria, de sus modos en apariencia solitarios, ascéticos, está definitivamente perdido y sólo alimenta mitos sin fuerza si no se reabre al fragor de una reflexión actual sobre los modos de relación con los libros, las palabras, la vida social, las representaciones públicas y los compromisos políticos.

Spinoza desarrolló en sus días una política de la cautela. Una prudencia extrema –y ya célebre–, ante los sucesos de la vida pública del reino de los Países Bajos de aquellos años del siglo XVII. Sus sugerencias para una moral provisoria tenían por objetivo conquistar los medios para una existencia filosófica a la altura de sus intuiciones, malditas entonces, malditas ahora –contracara de la moda Spinoza de la que sin dudas no hemos dejado de beneficiarnos– sin chocar con los prejuicios de época. Comprendemos muy bien que ni aún así haya podido evitar los escándalos: toda época se define, también, por sus prejuicios. El método de la cautela puede recobrar su proximidad si lo reconocemos como prudencia necesaria y cuidado práctico interior a todo proyecto de desobediencia.

Es sabido: la presencia actual de Spinoza no sería la misma sin la lectura que de él nos ofrece Gilles Deleuze, auténtico médium filosófico.

Deleuze anuncia en 1969 que su generación de filósofos franceses fue definida por un “generalizado anti-hegelianismo”. Él acababa de terminar su gran libro sobre Spinoza y, sin dudas, la alternativa –Hegel o Spinoza– estaba presente en su cabeza. Deleuze es muy claro: un sí a Spinoza significa un no a Hegel. Pero Deleuze nunca combate a Hegel directamente. Lo mantiene a distancia. Su anti-hegelianismo, en efecto, toma otra forma: darle la espalda a Hegel.

La estrategia de Macherey en su libro es completamente diferente. Para poder leer a Spinoza Macherey tuvo que pasar a través de Hegel y pelear de cerca con su pensamiento. Uno de los reconocimientos iniciales de Macherey es que la imagen de Spinoza en la filosofía moderna europea ha sido absolutamente condicionada por la lectura que Hegel hizo de él. Macherey realiza un gran servicio en su libro detallando la lectura que hace Hegel de Spinoza, demostrando no sólo el rol de sostén en el que Spinoza fue ubicado para servir al sistema de Hegel, sino también, y más importante, las distorsiones que Hegel impone al pensamiento de Spinoza. Hegel simplemente convierte a Spinoza en una versión incompleta de su propio intento de pensar lo absoluto, un precursor noble pero errado. A través de un enfrentamiento tan estrecho, Macherey nos ayuda a volver a Spinoza, libre de las falsificaciones hegelianas.

El acierto del libro de Macherey no sólo es destapar al Spinoza previo a Hegel o sin Hegel, sino también reconocer a Spinoza contra Hegel, en algún sentido más allá o después de Hegel. Esto incluye centralmente una crítica de la dialéctica hegeliana y la búsqueda de una forma alternativa de pensamiento. Sin dudas, el generalizado anti-hegelianismo en Francia del que hablaba Deleuze es verdaderamente un movimiento anti-dialéctico que involucra de diversas maneras a figuras como el propio Deleuze, Foucault, Derrida y Althusser. Debemos ser cuidadosos, sin embargo, con estos pronunciamientos anti-dialécticos porque estos autores no son realmente antagónicos a la dialéctica como tal, en todas sus formas. Antes y después de Hegel, el término dialéctica ha sido usado frecuentemente para nombrar una simple forma relacional o un movimiento dialógico del pensamiento. Lo que estos autores desafían es una dialéctica específicamente hegeliana caracterizada por la subsunción de los términos contradictorios a una unidad superior (Macherey indudablemente concibe su proyecto en este libro como la búsqueda de una dialéctica no-hegeliana). En general, ellos rechazan la dialéctica en nombre de la diferencia. La dialéctica hegeliana destruye la diferencia en dos momentos distintos: primero, empuja todas las diferencias al punto de la contradicción, enmascarando sus especificidades; y, precisamente porque las diferencias son vaciadas como términos de contradicción, es posible subsumirlas en una unidad. Macherey explica bellamente, al final de su libro, en su libro las consecuencias del dictum “non opposita, sed diversa”: no opuestos, sino diferentes. Hegel mismo, por supuesto, critica la mera oposición cuando desarrolla su noción de contradicción, pero Spinioza se mueve en una dirección diferente. El Spinoza que viene después de Hegel y nos habla es una afirmación de las esencias singulares.

El contexto académico del combate contra la dialéctica hegeliana está muy presente para Macherey. Por supuesto, para Deleuze y los otros filósofos anti-dialécticos de esa generación, el sistema universitario francés parece estar definido por un hegelianismo dominante. La diferencia para ellos significa en parte liberarse de esa ortodoxia y jerarquía académicas. Este hecho vuelve de lo más deliciosa la anécdota con la que Macherey abre su libro para definir la alternativa Hegel o Spinoza. Cuando le ofrecieron a Spinoza un cargo en la Universidad de Heidelberg, lo rechazó porque pensaba que tal relación con la institución y el estado comprometerían su libertad para filosofar. Pero cuando a Hegel le ofrecieron un puesto en la misma universidad, un siglo y medio después, él aceptó entusiasmado. Así, Spinoza nos sirve como símbolo de la diferencia y la libertad respecto del aparato académico.

La dialéctica hegeliana también tiene un significado político directo para los autores franceses de esa generación. La forma-partido, y especialmente la reinante ortodoxia del materialismo dialéctico, sólo podían reconocer contradicciones en la sociedad, y no aceptar diferencias. El partido, en otras palabras, operaba con la lógica de la dialéctica hegeliana, deformando todas las diferencias en contradicciones  y luego poniendo sobre ellas una unidad superior. El rechazo a tal política dialéctica significa una afirmación de la libre expresión de las diferencias. La afirmación de las singularidades en Spinoza –que  no puede ser subsumida en ninguna unidad– asume de este modo un carácter decididamente político.

3.

Este libro se traduce al castellano en un momento y en un país que no ha dejado de producir dilemas capaces de incluir en su reflexión textos filosóficos como éste. La cuestión misma de qué cosa es actualidad está en el centro del problema que plantea la “o” entre Hegel y Spinoza. Si una política del pensamiento es aquella que ayuda a formular las preguntas que reabren un contexto cerrado al cuestionamiento –incluso “recientemente cerrado”–, la filosofía bien puede ser uno de esos sitios llenos de enunciados capaces de ayudarnos en esa tarea. Pero, ¿puede la filosofía ser interpelada libremente o hay que respetar el modo en que se autorepresenta en su tradición? ¿Se puede ir a Spinoza luego de haber hecho estación en Hegel o habrá que aceptar la definitiva superación de aquel por éste? ¿Es posible pensar un Spinoza “después” de Hegel? ¿Cómo recobrar, hoy, para nosotros, un Spinoza liberado de la versión “dialectizada” según la cual el spinozismo es un hegelianismo aún inmaduro o, tomado en sí mismo, una caricatura?

Macherey se propone liberar a Spinoza de Hegel, del proceso de dialectización al que fue sometido, extrayéndole lo que su filosofía posee de más radical. Así utilizado el verbo se vuelve oscuro. Porque supone una línea evolutiva desde la cual cada momento posterior adquiere derecho a revisar para sus fines al anterior. La operación dialectizante consiste en poner fin a lo que no lo tiene, en dotar de orientación definida a lo que carece de finalidad, en tomar (superar) los momentos anteriores rescatando lo que tienen de útiles (conservar) al servicio de una nueva afirmación, prohibiendo toda conciencia de la diversidad irreductible, del exceso no retomado. La dialéctica esconde el cadáver luego del crimen. Aparece como supresión de todo lo no dialectizable. Como momento final, esta idea de la dialéctica viene a concluir procesos abiertos, a sintetizar en una unidad final multiplicidades sin relaciones determinables a priori.

Si la temporalidad hegeliana es tratada como una dinámica progresiva (evolución dialéctica), la “eternidad” spinozista se presenta como la liberación respecto de toda finalidad establecida de antemano: las cosas carecen de toda finalidad, de toda intencionalidad (no son sujetos).

Pero la alternativa Hegel o Spinoza nada sería si ellos no participaran, a su vez, de un diálogo en cierto modo más abarcativo, en el que cada uno define por sí mismo una suerte de espacio público del pensamiento en el cual toda filosofía se presenta yuxtapuesta junto al resto de las filosofías, y en donde las operaciones de unas y de otras pueden ser vistas en sí mismas y en contraste con las demás. Una infinita conversación virtual sólo interrumpida de mala manera cuando introducimos preguntas actuales, surgidas de nuestra propia escena vital.

Macherey ingresa en este recinto y extrae de él los materiales para su operación de reparación del spinozismo: si uno “se apoya en las demostraciones spinozistas, elimina la teleología hegeliana y hace desaparecer también esa concepción evolutiva de la historia de la filosofía, la relación real entre filosofías no es ya mensurable por su grado de integración jerárquica; tampoco es reductible a una línea cronológica que las disponga una en relación con la otra en un orden de sucesión irreversible.”

Macherey se concentra en el Hegel lector de Spinoza. No se preocupa por la totalidad de la filosofía de Hegel, sino por un conjunto de fragmentos en los que se perciben sus interpretaciones “aberrantes” sobre el holandés. El drama es presentado del siguiente modo: Hegel, el dialectizante, dialectiza a Spinoza, el indialectizable. El Spinoza dialectizado pierde toda la fuerza de su verdad que consiste, precisamente, en enarbolar el carácter no dialéctico, irreductible a una unidad hacia la cual tendería toda diversidad.

Las “aberraciones” del Hegel lector no constituyen, por tanto, mero error de lectura. Macherey no cree ni por un minuto en su inocencia. Hegel representa, en la filosofía, el gusto por la contradicción: “como modo de pensar, la oposición corresponde entonces, también, a cierto modo de ser: el que hace coexistir las cosas finitas en la serie ilimitada en que ellas se limitan unas a otras”.

Lo suprimido de Spinoza en la lectura que de él realiza Hegel es recuperado por la lectura de Macherey: el hecho de que “la sustancia difiere entonces fundamentalmente del espíritu hegeliano”. En la filosofía radical de la inmanencia no hay falta de vida sino de negatividad, de contradicción como modelo del movimiento: no hay movimiento de degradación, sino existencia espontánea y coexistencia inmediata: “El “pasaje” de la sustancia al modo en el cual ella se afirma no es el movimiento de una realización o de una manifestación, es decir, algo que pueda ser representado en una relación de la potencia al acto. La sustancia no está antes que sus modos, o por detrás de su realidad aparente, como un fundamento metafísico o una condición racional. En su absoluta inmanencia, la sustancia no es nada más que el acto de expresarse a la vez en todos sus modos, acto que no es determinado por las relaciones de los modos entre sí, sino que es, por el contrario, su causa efectiva”.

Leer a Spinoza desde Spinoza no implica desconocer a Hegel. Contamos –a partir de Marx y desde Marcuse a Holloway– con lecturas de un “Hegel revolucionario”. Pero la liberación del spinozismo de todo intento de sujetar sus efectos explosivos demanda, cada vez, de una vocación incendiaria: “Spinoza elimina la concepción de un sujeto intencional, que no es adecuada ni para representar la infinidad absoluta de la sustancia ni para comprender cómo ésta se expresa en las determinaciones finitas. Si Hegel parece no haber comprendido siempre bien a Spinoza, o no haber querido comprenderlo, es porque Spinoza, por su parte, había comprendido muy bien a Hegel, lo cual, desde el punto de vista de una teleología, es evidentemente intolerable”.

4.

“La edad de este hombre no tiene ninguna importancia, puede ser muy viejo o muy joven. Lo esencial es que no sepa donde está. Lo esencial es que no sepa donde está y que tenga ganas de ir a cualquier parte. Por eso, como en los westerns americanos, él siempre toma el tren en marcha. Sin saber de dónde viene (origen) ni a dónde va (fin). Y se baja del tren en marcha, en un pequeño poblacho en torno a una estación ridícula”.

Con estas palabras comienza Althusser su Retrato de un materialista. El “materialista”, no necesita saber de dónde viene y hacia dónde se dirige el tren de la historia para poder desarrollar sus historias en él. Sus preguntas son de otro orden. Son preguntas que cuestionan el modo en que las cosas están planteadas, que aspiran a crear sentido. Un materialismo de lo aleatorio, dice Althusser. Macherey, quien no oculta en este texto sus deudas con él, nos presenta aquí un Spinoza –en este sentido– materialista: un materialismo de las preguntas que producen nuevos sentidos.

Sobre todo, cuando de lo que se trata es de actualizar la vieja cuestión: ¿qué es una dialéctica materialista? ¿Cómo es aquí y ahora una dialéctica que funcione en ausencia de toda garantía, de manera absolutamente causal, sin una orientación previa que le fije desde el comienzo el principio de la negatividad absoluta, sin la promesa de que todas las contradicciones en las cuales se embarque se resuelvan por derecho, porque ellas llevan en sí mismas las condiciones de su resolución?

La multiplicidad sin finalidad como premisa absoluta (teoría política y fuerza productiva). La pregunta como operación de rescate de esta multiplicidad, como acto que efectúa un tajo, como extremo radical, salud auténtica del pensamiento. Entonces: no sólo la filosofía de Spinoza, sino también, y sobre todo, Spinoza político. O “subversivo”, como lo llamó Toni Negri recreando el concepto de la democracia absoluta como sentido último y más radical de toda filosofía, de entonces y de ahora. La composición de la multitud como espacio constituyente (producción en un sentido amplio y fuerte), no es sólo posibilidad en el presente, sino condición misma de todo presente de lucha.

5.

1968 y 2001 no son fechas cualesquiera: ambas localizan de modo diverso sendas aperturas. De un extremo al otro de este arco, Spinoza no deja de ser fuertemente evocado con matices diversos. Y en cada retorno, la misma pregunta insiste: ¿qué significa el pensamiento de Spinoza una vez liberado de todo lo que lo aprisionaba: no sólo la dialéctica hegeliana en filosofía, sino también un modo de organizar la dominación social a partir de los estados nacionales? ¿Qué hay luego de la polémica con la dialéctica hegeliana y en plena transformación de las formas de la soberanía? ¿Qué nos dice el spinozismo en el contexto de un discurso capitalista no dialéctico que nos habla de pluralismo, libre consumo, guerra generalizada de diversas intensidades y democracias parlamentarias?

Una pregunta que cree poder hacer converger a Spinoza junto a Marx: “Cuando Marx escribió la famosa fórmula “La humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver”, era todavía completamente tributario del evolucionismo hegeliano. La historia ulterior del marxismo iba a mostrar justamente en los hechos que una cuestión no se resuelve ni una pregunta se responde por el mero hecho de que se las plantee. Pero ya es algo plantear una cuestión, o una pregunta, incluso si esto no encamina en nada a una resolución o a una respuesta. Leer a Spinoza después de Hegel, pero no según Hegel, es algo que nos permite plantearnos la pregunta acerca de la posibilidad de una dialéctica no hegeliana, pero hay que admitir también –es incluso un modo de ser spinozistas– que eso no nos permite al mismo tiempo dar una respuesta”.

La multiplicidad liberada y la proliferación de la diferencia, lo sabemos, no son términos concretos de una respuesta, sino nociones problemáticas de una pregunta.

Volver a Spinoza, volver a Hegel (o a los griegos, a Marx, o a Freud, da igual): esta idea del retorno a los orígenes puros del pensamiento, en que lo pensable estaría ya pensado para nosotros, pecadores desviados, en realidad nos aleja. No hay adónde volver. Cuando los clásicos –cada quien elija los suyos– son evocados bajo esta clase de supuestos no se consigue sino debilitar sus usos posibles. Su magnificencia excluyente se nos impone como horizonte absoluto; como si se tratase de dioses intolerantes a la mezcla, incapaces de coexistir con la heterogeneidad de situaciones e inquietudes con que el pensamientos vivo los interpela.

Ni retorno de Spinoza, ni vuelta a él, sólo el encuentro que exigen ciertos problemas comunes: no tanto lo múltiple contra lo Uno, como la redeterminación de lo Uno en tanto que múltiple. Paolo Virno lo dice con admirable sencillez: lo Uno como premisa, no ya como promesa.

6.

Ya lo recordamos: Spinoza rechazó la enseñanza pública. No quería verse limitado por un poder que le ofrecía protección. Pero su rechazo tuvo dos razones: una de ellas es, efectivamente, su rechazo a verse limitado en la exposición de sus pensamientos. La otra suele ser menos citada: la enseñanza obstaculiza “mi propia formación filosófica”, argumenta el holandés que concibe por actividad intelectual fuera de toda restricción académica. El pensamiento como dinámica de investigación ininterrumpida desplaza toda medida para la mera acumulación de conocimientos y supone una experiencia existencial única de la pregunta.

Michael Hardt y Colectivo Situaciones

Diciembre de 2006

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