Anarquía Coronada

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Mayo 68

El 68’ y la metafísica de la juventud // Sergio Villalobos-Ruminott



Nuestra lucha por la responsabilidad se desarrolla contra un enmascarado. La máscara del adulto se llama «experiencia». Siempre igual, inexpresiva, impenetrable. Este adulto ya lo ha vivido todo: la juventud, los ideales, las esperanzas, la mujer. Y todo era sólo una ilusión. A menudo estamos intimidados o amargados. Es posible que tenga razón el adulto. ¿Qué podemos nosotros contestarle? Todavía no tenemos experiencia.

 

Walter Benjamin, “Experiencia” (1913)





En una serie de textos tempranos que van desde 1910 hasta 1916 y que han aparecido en español bajo el sugerente título Metafísica de la juventud (1993), encontramos varios artículos cuyo objetivo central es, precisamente, pensar la juventud y su problemática relación con la experiencia, más allá del uso vulgar o filisteo de dicha noción. Recordemos que Benjamin usa la palabra ‘filisteo’ para referir el predominio de una religiosidad plana y convertida en cliché desde el que se concibe la noción de experiencia como una cáscara vaciada de todo contenido. El que los adultos usen la ‘experiencia’ como una argucia o máscara para reprochar, desde su supuesto saber, el verdadero sentido de la vida a los jóvenes, no constituye más que una estrategia filistea que teme confrontarse con el verdadero contenido de la experiencia, a saber, su inmanencia abismante, el hecho de que no haya un saber que nos prepare para ella, que nos permita anticiparla, controlándola. El miedo a la experiencia no es una negación de la experiencia, sino su anticipación y su vulgarización desde la atalaya del “yo también fui joven, también tuve esa experiencia”. En última instancia, la exhortación benjaminiana consiste en instigar a los jóvenes a hacer sus propias experiencias, más allá del comando de la sabiduría filistea, pues lo que está en juego en la experiencia es la verdad como nombre de una nueva relación con la historia. Esa nueva relación, podríamos decir ahora que conocemos mejor la intensidad de las intuiciones del joven Benjamin, no es otra cosa que aquella que se abre con la destrucción de la metafísica de la juventud. En efecto, la metafísica de la juventud es la representación filistea del joven como aquel ser sin experiencia, embrionario, en proceso, que debe ser comandado por un saber, por un principio de razón, para que confirme el mundo que los adultos, esos que ya han tenido experiencias, lograron construir. La metafísica de la juventud es el presupuesto vinculante de toda racionalidad pedagógica orientada a privar a los jóvenes de la posibilidad de elaborar sus propias relaciones con la historia.

 

He elegido esta referencia porque ya acá se ve la predisposición del carácter destructivo benjaminiano, aquel que no se conforma con seguir las pautas asignadas para su existencia y que indaga mediante sus propios medios, posibilidades inéditas para la vida. El carácter destructivo no se deja subordinar a la organización facultativa del sujeto moderno, ni como adulto ni como ciudadano, pues vive al borde de un precipicio, dispuesto a saltar antes que asumir los presupuestos de una moral que le viene asignada; vive, en otras palabras, según un moralismo salvaje que ‘donde otros ven muros, él ve caminos’, y está por eso convencido ‘no de que la vida es valiosa, sino de que el suicidio no merece la pena’ (El carácter destructivo 1931). La juventud, desatada del mandato filisteo, solo puede ser concebida en relación con este carácter destructivo, porque lejos de confirmar la mediocre experiencia vaciada que los adultos le presentan como historia, quiere hacer sus propias experiencias, cambiando sus relaciones con dicha historia. No es casual que sea precisamente la juventud, en su potencialidad abismal, la que constituye el objetivo de diversas políticas públicas y prácticas pedagógicas organizadas indefectiblemente desde el presupuesto de la formación, de la liberación o de la habilitación. Si es verdad lo que Rancière le hace decir a Jacotot, “nadie educa a nadie” (El maestro ignorante, 2013), entonces también lo es el hecho de que “nadie emancipa a nadie” como el mismo Rancière le enrostra a la tradición iluminista, y así, “nadie es más que nadie” como presupuesto básico de una suspensión de toda transferencia y de toda articulación hegemónica.

 

Sin embargo, el carácter destructivo y su resistencia a las tecnologías de la domesticación sigue siendo un problema capital, como lo observó el mismo Pier Paolo Pasolini quien, confrontando las transformaciones históricas del fascismo italiano de la post-guerra, no se demoró en acuñar la sugerente idea de una ‘mutación antropológica’ llevada a cabo por los ordenes de la educación y la televisión, cuyo objetivo central era, por fin, confirmar la metafísica de la juventud como organización jerárquica y facultativa de los sentidos, produciendo un ser humano privado de comprensión y vaciado de experiencias. La mutación antropológica se daba mediante la insensibilización general precipitada por un adormecimiento de los sentidos sometidos al dispositivo mediático y comunicacional, que complementaba el comando filisteo y la pedagogía formativa. El adormecimiento general, como realización anestésica de la estetización general de la cultura, remitía la materialidad del sensorium (que Benjamin identificaba con la vida estudiantil) a la organización jerárquica y facultativa de un subjectum que venía a confirmar las operaciones de inscripción de la misma metafísica occidental y su regulación de la vida bajo los campos de la ética, la política y la estética. La potencialidad abismante del joven, de su materialidad sensorial antes de ser “educada”, era precisamente una amenaza para todo el edificio metafísico y su investimento en la moderna teoría de la subjetividad, en la que tanto liberales como marxistas convencionales parecían coincidir. En este sentido, la juventud, de-sujetada de su amarra filistea, más allá de la metafísica que la inscribe como inmadura, irracional o irresponsable, constituye la posibilidad destructiva contra la misma mutación antropológica inaugurada ejemplarmente por el fascismo como estetización general de la política, proceso del que tanto Benjamin como Pasolini fueron testigos privilegiados.



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Nos encontramos llamados hoy a pensar otra vez la inédita relación entre juventud y experiencia, a partir de los eventos del año 68’ en México. Hoy, cuando se cumplen 50 años de dichos eventos, estaríamos enfrentando no solo un mundo en el que la mutación antropológica se homologa con la predominancia sin resistencia de las masmediatización total y su mundialización. O, para retomar la intuición benjaminiana sobre el carácter filisteo de la cultura mediática, nos preguntamos otra vez por el 68’ en el contexto en que la mundialatinización se expresa sin reparos. Esta masificación del sustrato cultural cristiano-romano de Occidente, potenciada por la misma articulación global de los procesos de acumulación capitalista, complementa las figuras del adulto y del ciudadano con las del funcionario, en la medida en que la misma operación formativa pedagógico-metafísica no consistiría sino en imponer su Paideia monumental sobre la “fragilidad” de los jóvenes. Se trata, como se sabe, de una Paideia sin historicidad, vaciada, convertida en protocolo y derecho, producida en la misma traducción romana de la formativa experiencia griega, como advierte Heidegger en su seminario Parménides (2010). Este vaciamiento de la experiencia producida por una traducción imperial privó a la educación de su substrato material, haciendo que su objetivo no sea la posibilidad de experiencia, sino la acumulación de información útil para una buena performance política. Ese es el reverso de la metafísica de la juventud, es decir, el hecho de que la mundialatinización y su adormecimiento del sensorium se expresen hoy en día ya no como producción de adultos responsables y buenos ciudadanos, sino también como multiplicación de una subjetividad funcionaria ilimitada. Somos funcionarios adormecidos, dispuestos a ejecutar el mandato de un principio de razón que no alcanzamos a comprender, como los anónimos trabajadores de la discontinua y absurda Muralla china en el famoso relato de Kafka.

 

Si esto es así, entonces Benjamin parece apuntar a una cierta dislocación entre la juventud (su irresponsable volcamiento a la experiencia) y el mundo de los adultos, racionales y responsables. Solo un procedimiento destructivo, que no por causalidad es destructivo de la metafísica de la juventud como de toda metafísica, nos permitiría entender la singularidad de la juventud como potencia abismal que amenaza el edificio de las convicciones en el que nos refugiamos y al que, como buenos funcionarios, protegemos. ¿Qué significa esto? Significa que no podemos atender a la singularidad histórica de la revuelta del 68’ sin haber sometido a riguroso cuestionamiento la serie de presupuestos con los que se intenta enmarcar dicha revuelta. En efecto, la cuestión de cómo pensar el 68’ hoy en día no debería tomarse como una pregunta trivial, ni tampoco debería impulsar una toma de postura partisana, lejos de todo eso, pensar la serie de sucesos que se dan entre los meses de junio y octubre del año 1968 en México implica ya una pregunta sobre las formas de representación y de enmarcamiento del carácter intempestivo o espontáneo de la revuelta, y así, implica la suspensión de todo criterio de racionalidad que intente comandar desde una atalaya trascendental los hechos, dándoles sentido, donándoles razón de ser.

 

No se trata de un problema menor, pues en él se dan cita una serie de interrogantes relativas a la relación entre acontecimiento y narración, entre historia y razón, entre revuelta y revolución. Hace algunos meses, en este mismo Museo (Museo Universitario de Arte Contemporáneo, MUAC) pudimos asistir a la muestra Sublevaciones, curada por Georges Didi-Huberman, en la que gracias a un montaje inteligente (y advertido de las resonancias de la palabra montaje en el pensamiento de Benjamin) se presentaban imágenes de sublevaciones, motines, revueltas que traían a la espacialidad neutra del Museo la huella de una intempestividad ya perdida. La muestra y su misma disposición en el museo ya habían sido objetadas inteligentemente por Jacques Rancière quien sugería cómo una sublevación (la expuesta en el museo) podía ocultar otra (la que ocurrió en realidad). La sospecha de Rancière apuntaba a la problemática relación entre el Museo, dispositivo arquitectónico y espacial central en la institucionalidad transnacional del arte, y el tiempo inverificable de la sublevación, tiempo que consistía en la suspensión de todo relato organizador. La sublevación, por así decirlo, rompe con la Gestell, con el marco, con la economía referencial del ergon y el parergon, dislocando toda referencialidad ajena a su propia dinámica. ¿Para qué representarla entonces en el museo? Se pregunta Rancière. Didi-Huberman contesta apelando a una complejización de la misma noción de representación, atendiendo al hecho de que el montaje, como disposición espacial, también implica una posible apertura al tiempo, pero no al tiempo de la narración y sus reconstrucciones intencionadas, sino a un tiempo desatado de la conjugación historicista y lineal con la que leemos la revuelta, ya siempre como indicio de un proceso fracasado. En otras palabras, confrontados con la imposibilidad de representar la revuelta en su pura inmanencia, nos vemos ante la disyuntiva de callar frente a su dignidad nouménica, o de encontrar estrategias de narración y visibilización que, sin albergar una pretensión de verdad académica, habiten la apertura que ésta inflige a un tiempo, ‘homogéneo y vacío’, regido por las políticas oficiales de la verdad histórica. El montaje de la revuelta nunca logrará captar la inmanencia de ésta, pero predispone al espectador a su inminencia. Es aquí, en la tensión entre inmanencia e inminencia, donde se jugaría una nueva relación con la historia, relación que demanda una desorganización radical del subjectum moderno, esto es, que demanda una anarquía indomesticable de los sentidos, más allá de las apelaciones emanadas desde los discursos de la liberación, del saber y de la ley.



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En este contexto, quisiera enfatizar lo siguiente: frente a las revueltas de 1968 nos encontramos confrontados con las mismas alternativas. Y no solo nosotros, la larga historia del 68’ contiene una inverosímil producción novelística, periodística, testimonial, historiográfica, dramatúrgica, etc., que dispuesta a contar lo que ocurrió no deja de expresar las mismas dinámicas complejas entre el carácter inmanente de la revuelta y los criterios de racionalidad utilizados para leerla. Desde La noche de Tlatelolco de Elena Poniatokska escrita en 1971, pasando por La imaginación al poder. Una historia intelectual del 1968, escrita por Jorge Volpi en el año 1998, hasta El 68. La tradición de la resistencia, escrita por Carlos Monsiváis el año 2008, contamos en el campo literario y testimonial con sendas monografías hábiles en captar la especificidad de dichos eventos. Sin embargo, más allá de la indesmentible calidad de estos trabajos, sigue pendiendo sobre nosotros la narración atípica y de primera mano realizada en la Cárcel de Lecumberri y publicada hace 47 años de Los días y los años escrita por Luis González de Alba. Su carácter único consiste en que se posiciona desde dentro de los sucesos, pero no solo porque su autor fuera un activo estudiante de la UNAM y miembro del Consejo Nacional de Huelga, aquel grupo que ‘encabezó’ los eventos del 68’, sino porque en su narración se aprecia una particular atención a lo que podríamos llamar una fenomenología de la revuelta. En efecto, la narración, casi emulando las viejas relaciones de hechos o crónicas, pone atención a los hechos según fueron sucediéndose, eliminando cualquier atribución causal a algún tipo de plan o racionalidad que les de sentido. González de Alba, sin saberlo necesariamente, había logrado, con su fenomenología de la revuelta, estar a la altura de los hechos, sin traicionarlos según un verosímil que los extorsione y los organice; de una u otra forma, su relato participa del mismo criterio que Furio Jesi utilizó para entreverarse con la singularidad de la Revuelta Espartaquista (Spartakus. Simbología de la revuelta, 2015)

 

En consecuencia, se trata de una fenomenología que pone en suspenso el principio de razón que organiza los relatos maestros del pasado, y en este sentido, se trata de un registro casi topográfico de los temblores de la historia, más allá de la lógica lineal de su supuesto movimiento. Al hacer esto, González de Alba desoculta la dinámica inherente de la revuelta, lo que algunos llaman su espontaneidad, mostrándonos que los eventos del 68’, lejos de toda racionalidad convencional, no tienen ley, se auto convocan en un espacio-tiempo sin arché y por tanto sin teleología. Son un acontecimiento negativo y huérfano, no porque sean únicos, sino porque en su condición profana se restan de toda metafísica de los grandes eventos. En otras palabras, digamos que el relato de González de Alba no es importante por su pretensión testimonial ni menos por su pretensión teórica, por el contrario, su especificidad e importancia consiste en suspender la estructuración archeo-teleológica y sacrificial del tiempo histórico caído a la lógica del historicismo, para mostrarnos que la ‘lógica’ inanticipable de la revuelta apunta a la posibilidad de despabilar el sensorium de la juventud que se resiste a claudicar frente a las políticas anestésicas del progreso y la modernización. La revuelta del 68’ aparece así como una dislocación de la metafísica de la juventud, justamente en las calles, es decir, en el lugar donde la experiencia cotidiana abisma la organización planificada de las conductas y de los deberes. Los días y los años entonces escribe la dinámica enrevesada de un interregnum, esto es, una interrupción de la historia, y al igual que el Diario de Moscú (2015) de Walter Benjamin, escrito entre fines de 1926 y comienzos del 27, justo en un momento indecidible, donde los aires de la Revolución de octubre todavía se apreciaban en el desorden callejero y las primeras medidas del Estalinismo todavía no decidían el decurso lamentable de la misma revolución, los sucesos relatados por González de Alba nos permiten comprender la dinámica misma del 68’, sin someterla a una racionalidad que la extorsiona, encerrándola en el paréntesis oficial de una historia en la que la palabra revolución ha perdido su fulgor, quedando convertida en un repetido adjetivo policial que adorna a los discursos estatales.

 

No es por casualidad que el crítico británico, Gareth Williams, en su libro The Mexican Exceptions (2011), nos presente una interpretación rigurosa de la singularidad de este proceso basada en la narración presentada por González de Alba. Lo que Williams hace a partir de esta narración, sin embargo, es fundamental porque nos muestra las relaciones que el 68’ tiene con las protestas contra la ley mordaza con la que el gobierno había desactivado las huelgas de ferrocarriles a fines de los 50s y, a la vez, nos muestra la estrechez analítica de cientistas sociales y partidos políticos para comprender las dinámicas de las protestas. Esa incapacidad para entender las dinámicas insurreccionales de la juventud, esa parsimonia filistea y criminal de los adultos responsables del progreso y de los Juegos Olímpicos, no hace sino anticipar el giro brutal del gobierno de Díaz Ordaz quien, al viejo estilo del Porfiriato, concentra autoritariamente los poderes de la ciudad y de la historia.

 

A esto se debe el hecho de que luego de la revuelta del 68’, de su interrupción de la estructuración metafísica de la historia, de su suspensión del relato maestro y vaciado de la revolución, viniera la represión y la muerte, viniera la ‘prosa de la contrainsurgencia’ y la metafísica de la juventud, viniera otra vez la revolución como discurso y como agenda, sosegando a la juventud y acusándola de irresponsable y de falta de experiencias. El 68’ entonces no solo sería un momento de desujeción o despertar donde el sensorium se toma la calle contra el sujeto ciudadano y funcionario, sino también una demostración de la potencia abismal de la juventud, que solo pudo y puede ser acallada con muerte y represión. Quizás aquí reposa el secreto vínculo entre las generaciones que fueron y la nuestra, entre Tlatelolco y Ayotzinapa, en el vértigo de una experiencia que no puede ser acallada por el estado policial y sus funcionarios.  

 

Para pensar la singularidad de esta revuelta y sus múltiples repeticiones, se requiere una suspensión de todas las demandas ejercidas desde el principio de razón, solo así podría uno pretender un acceso ya no a la inmanencia de la revuelta, sino a la inminencia de la historia. La revuelta, como suspensión del tiempo del progreso, ya no puede ser pensada ni como negación ni como confirmación de un determinado plan secreto de la naturaleza o de la historia. La demanda marxista clásica que extorsiona las insurrecciones enrostrándoles su falta de direccionalidad estratégica, acá ya no tiene sentido, porque la lógica misma de la revuelta no puede ser capitalizada desde los presupuestos de una cierta orientación transformacional. Como en La noche de los proletarios (Rancière 2010), en la revuelta los actores no interpretan un papel previamente asignado, no encarnan el guion de una historia sacrificial e identitariamente organizada, sino que se liberan, en un acto casi ritual que consiste en disolver sus identidades en la convergencia colectiva de un gozo sin culpa. En este sentido, la revuelta, tal cual es pensada acá, no solo interrumpe el tiempo del progreso y el principio de razón, sino que desactiva la lógica hegemónica y la organización identitaria de la política, obligándonos a reiniciar siempre la escena de escritura con las máximas precauciones, después de todo, como decía Benjamin, los vencedores del pasado no han dejado de vencer. Frente a esto, no se trata de elaborar la historia romántica de una resistencia cuya continuidad siempre resulta de una poderosa voluntad narrativa, sino estar atentos al despertar de los sentidos. Esa es la tarea que la destrucción de la metafísica de la juventud debe darse, la posibilidad de recuperar la experiencia de un goce sin culpa, más allá de la mala conciencia filistea. En eso se juega la posibilidad, nunca segura, de una política de la inminencia, más allá de las demandas trascendentales del saber y sus lógicas.









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