Anarquía Coronada

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Sobre la “Interrupción” (notas para una conversación mantenida el 26-6-20 en la APPG) // Diego Sztulwark

Es imposible, al menos para mí, pasar por alto la coincidencia de que este encuentro se realiza un 26 de junio. Hace 18 años se producía la masacre de Avellaneda, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán -ambos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón-. Como sabemos, la matanza fue planificada por el poder político del Estado en respuesta a las demandas de normalización política provenientes del poder económico. No es mi intención, ahora, hacer el análisis de las graves implicancias políticas que este episodio tuvo en la coyuntura política, cuestión muy bien abordada por  Mariano Pacheco en Desde abajo y a la izquierda (Editorial Las cuarenta, 2019). Más bien pretendo extraer alguna orientación de esta coincidencia para nuestro encuentro de hoy.

 

El filósofo Henri Bergson afirma que hay que instalarse de un golpe en el pasado para constituir allí recuerdos, actualizando capas de pasado, virtuales que permanecen puros o en reposo, hasta que una solicitud del presente las despierta. Pero puede suceder, al contrario, que un fragmento de pasado no nos permita amoldarnos del todo al presente. Incluso cuando el presente parece haber cambiado en algunos aspectos.

 

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El título de este encuentro es pretencioso. Me doy cuenta ahora que lo releo: ¡Política y filosofía! Me gustaría aprovechar esta incrustación de un recuerdo de hace 18 años en el presente, para despejar esa pretenciosidad. Me gustaría hacerlo trayendo de mi memoria tres frases. Pertenecen a tres personas, filósofos y/o políticos, en un sentido bastante especial. La primera pertenece a Rodolfo Walsh. Y dice algo así como que en los hechos hay más riqueza que en la ficción. Los hechos merecen ser investigados y expuestos con las técnicas expresivas más avanzadas. Esos son los argumentos que Walsh le expone a Ricardo Piglia, a comienzos de los años setenta. Entiendo que se refería a una literatura capaz de comprender las virtualidades que portan los hechos, de leer en estas nuevas líneas de actualización. Una política en los hechos.

 

La segunda frase que me viene a la memoria es de León Rozitchner, y proviene de un antiguo texto, escrito seguramente en La Habana, a inicios de los años sesenta. A propósito de la invasión de Bahía de los Cochinos, Rozitchner hace su lectura del grupo atacante en Moral burguesa y revolución, concluyendo que el asesino es la verdad de ese grupo. El asesino es la verdad del grupo. Pienso en el ex comisario Franchiotti -el asesino de la masacre de Avellaneda-, y en la serie de los asesinos, portadores de una verdad más amplia, una verdad de grupo, o institucional, o de Estado. Es imposible pensar -nosotrxs latinoamericanxs, nosotrxs argentinxs-, sin mantenernos atentos a este tipo de frases. No hay asesino sin grupo. Es lo que dice hoy la antropóloga Rita Segato cuando afirma que no hay violador individual, porque toda violación se asienta en compañía de un amplio inconsciente patriarcal.

 

La tercera frase que  me viene a la memoria cada 26 de junio pertenece a otra tradición, la de la filosofía radical europea, y está escrita por un militante y pensador que aún vive y produce. Me refiero a Toni Negri. Es una frase del año 1992. Esta no la cito de memoria, sino que la transcribo literalmente. Dice así: “El ritmo de la transición de una época de desarrollo capitalista a otra se halla marcada por las luchas proletarias. Esta vieja verdad del materialismo histórico ha sido continuamente confirmada por el implacable movimiento de la historia y constituye el único núcleo racional de la ciencia política”. Las luchas proletarias, entonces, constituyen el “único núcleo racional de la ciencia política”; se trata de una verdad importante, porque no es obvia. Bajo la apariencia de una continuidad del dominio capitalista, hay crisis y transformaciones. Y la ley que las explica es la lucha proletaria. Me parece obvio el eco con lo sucedido hace 18 años. Quisiera que lo que vamos a conversar hoy, entonces, no pierda del todo de vista estos ecos. Esta fecha. Este recuerdo. Estas frases.

 

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Forzados por la pandemia y, sobre todo, por la experiencia de la cuarentena, prosperan las imágenes de la interrupción. La interrupción, en una primera impresión, choca de frente con las imágenes de la movilización. La interrupción del movimiento -es evidente- tiene algo de molesto, insatisfactorio, frustrante. Y más aún, por su vinculación con un fenómeno inédito que nos aproxima a la experiencia de la supervivencia. Es desde ahí que nos toca pensar. Pensar la interrupción no elegida. Interrupción como efecto de la circulación de un virus, y del hecho de que vivimos en unas coordenadas precisas, de un neoliberalismo radicalizado, que se hace presente, ante todo, en su desconsideración para todo lo que no aumente la ganancia. Se presenta, por lo tanto, chocando con los imperativos de cuidados que la crisis actual demanda.

 

Una primera idea, entonces, en y desde la interrupción, sería aquella que intenta pensarla como un deseo de interrupción de los automatismos con los que hemos pensado los dispositivos de dominación propiamente neoliberales. La interrupción del neoliberalismo ¿es un deseo, es un sueño, es la realidad de un colapso generalizado de las economías? Los automatismos están en el corazón del asunto. Y un pensamiento de la interrupción apunta, entonces, a plantear preguntas al respecto.

 

La doble crisis -sanitaria y económica- cuestiona hasta cierto punto los automatismos neoliberales. Por más que la información fluya y las finanzas se pretendan independientes de la producción de valor, lo cierto es que cuando las personas no pueden ir a trabajar ni pueden circular, bancos y empresas -esas entidades a las que en el neoliberalismo se les suele atribuir la fuente de toda potencia- se muestran ahora frágiles, y solicitan a los Estados apoyos y salvatajes. Su fuerza actual es completamente frágil. Bancos y empresas se presentan como la lógica del capital. Y el capital se muestra como la única vía realista de reproducción social. Por lo que el tiempo actual es también el del capital que se esfuerza por imponer y/o reforzar nuevos automatismos a la vida.

 

Pero, por otro lado, el juego de la potencia y la fragilidad afecta a la movilización popular, que ha quedado suspendida en muchas partes y que busca recomponerse de diversas formas. En síntesis, el bloqueo de algunos movimientos y de algunos automatismos nos enfrenta a la pregunta, quizás ahora con más urgencia que nunca, sobre los límites del proyecto de una recomposición de la norma neoliberal sobre la vida. Pregunta que implica su reverso inevitable: ¿qué nuevas posibilidades surgen del encabalgamiento entre crisis irresuelta del capital y tiempo de interrupción provocado por la pandemia?

 

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Traigo dos citas, dos imágenes teóricas pertenecientes a la filosofía crítica del sigo XX, para pensar la relación posible entre interrupción y potencia. Siguiendo un orden cronológico, me referiré primero a la “imagen dialéctica”, de Walter Benjamin, y luego a “la imagen-cristal”, de Gilles Deleuze. En ambos casos, el punto de partida es un rechazo del tiempo empírico, del modo como se presenta el tiempo histórico.

 

En Sobre el concepto de historia, Benjamin denuncia la experiencia del tiempo vivido como normal en el continuo histórico, por ser un tiempo hecho de derrotas de los oprimidos. Se trata de un tiempo de incesantes triunfos de las clases dominantes, de unos triunfos sucesivos que apuntan a liquidar no solo cualquier desvío en la historia, sino también cualquier recuerdo de un pasado diferente, capaz de inspirar nuevas ideas. El continuo de la historia, el triunfo de las clases dominantes, tiene por resultado la aniquilación de todo posible que no se adapte a la “norma” de los triunfadores en la lucha de clases.

 

El dominio del capital, lo que hoy llamamos el neoliberalismo, la reducción de los posibles a aquellos proyectos de existencia que ofrezcan ganancias, implica la liquidación de todas aquellas formas de vida que los oprimidos intentan e intentaron poner en juego sin suerte. El triunfo de las clases poseedoras, por lo tanto, anula todo pensamiento que tenga como premisa otra vida, otra sensibilidad, otro modo de producir, otra política.  

 

De manera simultánea, se abre otra temporalidad, un reverso del tiempo, para los sujetos que se encuentran en peligro ante el avance enemigo. Esta experiencia del peligro activa la posibilidad de visiones extraordinarias. Se trata de unas “imágenes dialécticas”, en las que las subjetividades acorraladas, amenazadas, perciben -intentando resistir un presente ominoso- o entran en contacto con aquellos “posibles” nunca realizados por sus antepasados. Es la tradición de los oprimidos. Las “imágenes dialécticas” interrumpen el continuo, reabren posibilidades insospechadas. La comunicación entre el peligro actual y posibles olvidados trastoca la experiencia del tiempo. En lugar del tiempo abstracto, homogéneo y vacío, el tiempo con el que el capital mide el trabajo como valor, aparece el tiempo mesiánico, el tiempo-ahora, un ahora cargado de un poder explosivo. El pasado irredento descubre un presente lleno de virtualidades. El futuro previsible deviene porvenir.

 

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En sus estudios sobre cine, La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, así como en sus cursos sobre el cine (publicados por primera vez por la editorial Cactus, como Cine 1, Cine 2, Cine 3, y se prevé la publicación de Cine 4, último tomo de la serie, para el año que viene), Deleuze presenta la “imagen-cristal” ligada no al tiempo empírico sino al tiempo del acontecimiento.

 

La imagen-cristal expresa la potencia de los movimientos aberrantes. Su formación se da en el preciso momento en que la imagen-movimiento se agota o bloquea. El cristal remite al reflejo y la coalescencia en que entran dos imágenes. Si la imagen movimiento se desplaza sobre un plano actual, si va de actual en actual, la imagen-cristal se constituye cuando por una imposibilidad de discurrir en el movimiento actual, ocurre una prolongación de lo actual en lo virtual. La imagen-cristal reúne la imagen actual con “su” virtual. Las nociones de “actual” y “virtual” provienen de la obra de Bergson: lo actual del presente del acto coexiste en el tiempo con lo “virtual” reflejo del acto, que conserva el instante, que constituye el recuerdo. Según explica Deleuze, el régimen cristalino supone la crisis del régimen orgánico. Hay una relación necesaria entre la imposibilidad de reaccionar a ciertas situaciones (situaciones que Deleuze llama “intolerables”, demasiado terribles o demasiado bellas) y la acentuación de la videncia, de una experiencia radical de los sentidos. La ruina de los esquemas sensorio-motrices conlleva a un descubrimiento del tiempo y el pensamiento. La interrupción del movimiento puede conducir a una suerte de “contemplación”. Contemplación del movimiento. Descubrimiento de la estructura actual-virtual del tiempo. La contemplación puede ser reflexión sobre la potencia. Eso que en los automatismos del tiempo empírico circula por los carriles previstos por los automatismos del capital.

 

Tanto en Benjamin como en Deleuze, se hace posible pensar una particular relación entre interrupción y potencia, entre cierre y apertura del tiempo histórico. En ambos casos, la interrupción, más que oponerse al movimiento, se opone a los automatismos. Y a los clichés. Son pensamientos que restituyen virtualidades al movimiento. Son pensamientos sobre la revolución en un tiempo en el que la revolución pareciera ser impensable.

 

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Durante estos primeros meses de pandemia y cuarentena en nuestro país, la lucha política no ha cesado. Se trata de una lucha política que gira alrededor de los intentos del capital por imponer sus (nuevos y viejos) automatismos. Lo vemos tanto con respecto a la cuestión de la deuda, como con las ya mencionadas presiones para que la tan cacareada intervención estatal se oriente a la salvación de las grandes empresas para el mercado. En el fondo, se trata de un enorme esfuerzo por imponer un orden ruinoso, de demostrar que los cuidados solo pueden sobrevivir en el marco de la preservación de la lógica del capital. Esto supone, como lo hemos visto, la aceptación sumisa de una determinada temporalidad, pero también la preservación de lo que podemos llamar el monopolio del vocabulario. Salvar el monopolio del léxico es un imperativo fundamental para imponer un tiempo de orden. La crisis es un desafío para el capital. Un desafío a su temporalidad y a su control sobre el lenguaje. Veamos más de cerca el problema de la temporalidad en la política actual. Luego abordaremos la cuestión del control del vocabulario.

 

En los últimos meses, hemos visto a los neoliberales pidiendo más Estado. Esto suele pasar en todo el mundo en momentos de crisis. Más que un pedido, se trata de una intervención destinada a asegurar la naturaleza del Estado como lo que es: el garante de las relaciones sociales capitalistas en su última instancia. La disputa por la temporalidad se enmarca, por lo tanto, en torno al Estado. 

 

En efecto, alrededor de las nociones de “Estado fuerte” o “Estado protector”,  hoy existe un clamor prácticamente universal (exceptuando a quienes ven en el Estado un puro dispositivo de excepción, es decir, de control, y que solo quisieran desactivar su soberanía): el panorama general se orienta a pedir más y más intervención estatal. Pero ese clamor esconde un antagonismo de muy difícil resolución. Mientras los neoliberales piden que esa intervención sea “excepcional” (el tiempo de la excepción es el tiempo delimitado, es el tiempo que solo se abre para normalizar lo que la situación tiene de anormal, bajo acción del control soberano), destinada a restituir las grandes tendencias que subordinan vida a neoliberalismo, desde el punto de vista de la reproducción social, se hace necesario que la excepción dé lugar a un nuevo tiempo, en el camino justamente opuesto: en lugar de medidas transitorias para salvar la lógica del capital (lo que en Brasil, Chile o EE.UU. conduce directamente a una “necropolítica”), es necesario un nuevo diseño institucional que priorice la reproducción de la vida humana y planetaria. En lugar de una vuelta a la normalidad es necesario señalar un nuevo punto de inflexión. La batalla por la concepción del tiempo es, entonces, uno de los puntos fundamentales, y está asociada a la radicalidad con que la experiencia de la interrupción permita ir, más allá de las normas provisoriamente suspendidas.

 

Lo mismo podemos decir sobre la lucha política por el monopolio del vocabulario. Desde que el presidente Alberto Fernández se pronunció en favor de la “vida” y la “salud” contra la prioridad de la “economía”, los neoliberales no dejaron de responder que este modo de plantear las cosas era inconsistente, y que de manera inevitable la economía se refería a la vida misma, a la reproducción de la vida. El presidente quedó así sospechado de “idealismo”, mientras que los economistas y empresarios asumieron el papel de los “materialistas”. Esto es así por efecto del monopolio del léxico político en manos de los neoliberales. Lo cierto es que hoy la salud es la zona estratégica más dinámica de la economía. Pero para afirmar esto, la propia noción de economía es la que debe ser reinventada. Al decir que se prioriza la salud, se inicia un movimiento que debe ser profundizado a través de una reforma de la economía, hasta que esta quede por completo al servicio de la reproducción de la vida. Si esto no ocurre, entonces, el riesgo de un idealismo ruinoso comienza a ser una amenaza real. Entre los virtuales que afloran durante la interrupción, está la cuestión de la diferencia entre reproducción de la economía capitalista -que no crea riquezas, sino valor- y formas de cooperación que permiten reproducir la vida. Luchas de las últimas décadas permiten hacer la diferencia. Lo que nos conduce a la última cuestión, que es la de la invención de economías. Cuando hablamos de un nuevo lenguaje, nos referimos a crear una nueva economía. Cada vez es más evidente que la reproducción social necesita nuevas economías, preexistentes o por inventar.

 

Es evidente que en estas últimas semanas, la disputa por el tiempo (excepción o nuevo tiempo), y por el vocabulario (salvataje o expropiación) se exasperan, y la clase de los poseedores vuelve a sentir la presencia fantasmal de una amenaza a la que identifica como populista, ¡a pesar de que los llamados populistas no parecen haber amenazado jamás ni la propiedad ni la ganancia! El sólo hecho que el gobierno nacional intervenga una empresa -en concurso de acreedores, que ha estafado al estado- y haya anunciado que enviaría al Congreso (en que la oposición está sobradamente representada) un proyecto de expropiación, obró como detonante para una movilización en defensa de la propiedad privada en plena cuarentena. ¿Quién cuestiona aquí y ahora la propiedad privada concentrada, al punto de que sus poseedores sientan la necesidad de defenderla en las calles? Ese fantasma tiene raíces profundas y difíciles de identificar. Se trata de un inconsciente propietario aterrado, que se expande a través de redes sociales y medios de comunicación entre sectores medios y desposeídos, por los mismos vasos comunicantes que nutren el miedo en torno a los discursos sobre la seguridad. Imposible penetrar en ese inconsciente eludiendo el acontecimiento fundamental del carácter violento y explotador que la dinámica de acumulación de capital mantuvo luego de la última dictadura y, simultáneamente, de la memoria de luchas sociales que no podemos dejar de evocar este 26 de junio. 

 

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Si antes he traído dos citas clásicas, ahora quisiera recurrir a dos citas actuales, pertenecientes a libros editados en los últimos meses. Ambos pueden resultar insumos útiles para insistir en revisar, desde la interrupción, el paradigma de la movilización. El primero de ellos es El capital odia a todo el mundo, de Maurizio Lazzarato (Eterna Cadencia, 2020). El segundo es Cine-capital. Cómo las imágenes devienen revolucionarias, de Jun Fujita Hirose (Tinta Limón Ediciones, 2020). Ambos dirigen su crítica a una cierta idealización del capitalismo como serie de “automatismos” (financieros, tecnológicos, cinematográficos). Ambos enfatizan en la necesidad de pasar de una crítica de forma a una crítica de fondo del capitalismo. El primero, Lazzarato, señalando el carácter de máquina de guerra del capital. El segundo, Fujita, señalando el borramiento de la potencia de las imágenes en provecho de un cine-capital expropiatorio.  

 

Para Lazzarato, se trata de dejar atrás el cuestionable pensamiento del 68, al que le reprocha una miseria de la estrategia. Los seguidores de Foucault, dice, han teorizado la dominación neoliberal como un conjunto de dispositivos que producen subjetividad por la vía de automatismos “biopolíticos”, a través de las finanzas y las tecnologías, ignorando por completo que el neoliberalismo es, ante todo, un acto de guerra. En lugar de la dominación objetiva de los dispositivos, Lazzarato invoca a la máquina social capitalista como una máquina de guerra asistida por subjetividades muy concretas (desde los fascistas hasta los técnicos que la reparan y reforman cada vez). En su opinión, no hay reforma de izquierda posible para el capital neoliberal, que en ausencia de amenaza revolucionaria, solo apunta a aumentar su tasa de ganancia y a declarar la guerra a las poblaciones. La única opción que queda, dice, es retomar el camino de la estrategia revolucionaria, constituyendo una máquina de guerra anticapitalista, en base a movimientos populares tal y como esos movimientos surgen, más allá del pensamiento europeo de las últimas décadas.

 

Fujita lee el ya citado estudio de Deleuze sobre el cine para descubrir allí, en la imagen-cristal, el doble papel del dinero y su íntima relación con el control sobre la temporalidad. El cine depende, como se sabe, de un flujo de capital que es siempre dinero virtual, capaz de actualizarse en imágenes. Hay una relación interna entre cine y capital. Pero, al mismo tiempo, esa actualización del dinero en las imágenes restringe al cine ya que, como todo producto del dinero, debe garantizar altas tasas de ganancia. Por eso, dice Fujita, la actualización de las potencias de las imágenes en el tiempo vienen cargadas de un poder explosivo. No tanto en el cine que muestra la pobreza, porque ya todos vemos la pobreza, sino porque en cualquier momento el poder de actualización de las imágenes podría desprenderse de los límites que le impone el dinero-capital, y pasar a mostrar imágenes sobre la fuerza nueva que podría hacer de la potencia del dinero una potencia creativa, ya no atada a su pasado capitalista.

 

Leyendo a Lazzarato y a Fujita se tiene la impresión de que la interrupción libera virtuales, pensamientos y hasta posibles nuevas relaciones, pero que esas nuevas imágenes aún no se convierten en fuerzas capaces de pasar del cuidado de la vida y del planeta, a un nuevo modo de organizar la economía y la vida colectiva. Los dos señalan el papel productivo de la crisis y la interrupción de los automatismos, pero también parecen darse cuenta de que no hay ideas claras sobre cómo retomar la acción revolucionaria sin caer en un cliché. Cine y filosofía quizás estén comenzando a plantear preguntas que la política, consumida por la gestión inmediata, no se atreve a plantear. No tanto porque sean actividades “optimistas”, sino porque su tarea es precisamente inventar posibles.

 

26 de junio de 2020

 

Argentina: Repensar una herencia. Darío Santillán a 18 años de la Masacre de Avellaneda // Miguel Mazzeo

¿Que representa hoy la figura de Darío Santillán para la militancia popular?  ¿Qué proceso histórico colectivo, qué experiencias, vivencias y saberes emancipatorios pueden percibirse en el recorte de esta figura individual? ¿Existen condiciones históricas para una proyección social amplia y efectiva de lo que representa Darío?  

De manera instantánea se nos presentan muchos elementos, todos entrelazados: un ethos popular reconstructor de relaciones humanas y vínculos comunitarios; un espacio horizontal que asume la igualdad como punto de partida (“naide más que naide”) y que está abierto a todos los debates y a todas las inquisiciones; un conjunto de prácticas generadoras de auto-estima en los y las de abajo y unos mecanismos productores de auto-respeto comunitario; un espacio simbólico articulador de experiencias de base bien diversas pero no contradictorias; la recuperación por parte de los y la de abajo de las fuerzas de la cooperación expropiadas por el poder dominante (burgués y despótico); una intensidad de los lazos políticos que no cabe en los esquemas teóricos tradicionales; un rechazo radical de los valores burgueses; un desborde de las formas de la estatalizad y una trasgresión de lo instituido; una ruptura con los procesos formadores de no-sujetos: electoralizados, carecientes, demandantes; un momento radiante y efímero de restitución de la imaginación política radical; un desafío lanzado al núcleo mismo de la dominación del capital.

Pensamos que la voz de Darío jamás ha dejado de trasmitirnos un mensaje principal que resuena en nuestros oídos más o menos así: “si se trata de rebelarse contra la injusticia, de llevar a la práctica una utopía emancipadora, de construir colectivamente una patria/matria para los y las de abajo, cuenten conmigo. Para administrar el orden de cosas existente, para recomponer desde arriba el vínculo entre el pueblo y el Estado burgués, llamen a otros y a otras”.  

Darío es el signo de una subjetividad política marcada a fuego por la rebelión popular de diciembre 2001. Un representante genuino del atisbo de una breve subjetividad revolucionaria en la desolada Argentina de la post Dictadura. La expresión de un momento de la historia preñado de posibilidades para los y las de abajo, de un instante fugaz de amor colectivo. El emblema de la politización del hambre y no de su moralización. Darío es, al mismo tiempo, chispa y pradera. El símbolo de un impasse.

Se podrá argumentar que muchos de estos sentidos remiten a aspectos micro-políticos y subjetivos, a la región de los afectos. Es cierto. Pero estamos convencidos de que en esos aspectos se dirimen las posibilidades de un proyecto radical y se juega la posibilidad de que lo colectivo se torne político. Esos aspectos son fundamentales en los procesos de politización popular. Darío también remite a un intento (fallido hasta ahora) de anclar y fundar una macro-política popular en estos aspectos micro-políticos del universo plebeyo, para que lo colectivo-político pueda trascender lo fragmentario, para proyectar y generalizar lo interno.

Consideramos que la pregunta estratégica que Darío nos dejó instalada es la siguiente: ¿Cómo hacer para que los afectos, los vínculos intersubjetivos y las praxis anticipatorias de la sociedad nueva y buena que anidan en cooperativas, huertas, comedores, merenderos, talleres, centros culturales, experiencias de comunicación alternativa, asambleas, piquetes, movilizaciones, etc., se constituyan en soporte de un proyecto político popular? ¿Cómo contribuir a la producción de una relación dialéctica entre praxis y proyecto? Todavía no hemos rozado la respuesta.

Si bien muchos de los sentidos que vinculamos con la figura de Darío aún habitan en los subsuelos y en los pliegues de la conciencia de un par de generaciones de militantes jóvenes, con desazón debemos asumir que hoy se hallan insertos en embutidos indescifrables. Han perdido terreno frente a otros sentidos y otros lazos. Otras intensidades, otros universos simbólicos, otras interacciones, atraviesan a las organizaciones populares. No estamos seguros de su productividad.

Muchas de las predisposiciones militantes actuales tienden a ser pragmáticas, centristas, “realistas”; tienden a calzarse el uniforme de representantes o  benefactores de las masas. Nos topamos con militancias que suceden en los marcos de las lenguas oficiales. Hablan clisés. Prefieren disputar las instituciones en lugar de sustituirlas. En ocasiones, estas militancias se afincan en estadios corporativos y nutren la complacencia perezosa de las dirigencias que difieren el porvenir, frenando deliberada o inconscientemente los procesos de maduración política del pueblo. O, en sus peores versiones, instituyen un “vandorismo para pobres”. Por ahí, sospechamos, no supura ni arde la herencia de Darío. 

Ya, con una mínima distancia temporal de por medio, podemos ver como el “extractivismo” operó sobre el cuerpo social de diversos modos. No sólo desde lo material, también se ensañó con algunas ideas y algunos afectos. Este vaciamiento produjo en una franja importante del activismo social y político popular un desinterés cada vez mayor por lo micro-político y lo subjetivo y, paralelamente, promovió la fetichización de la macro-política y la gestión estatal, lo que creó condiciones para la articulación de lo antagónico, para la integración subordinada de lo popular en el marco de proyectos ajenos. De a poco, muchos espacios que alguna vez funcionaron como usinas para una nueva radicalidad política, terminaron dispersos y/o subsumidos en una nueva liviandad política.

Para muchas organizaciones populares se fueron tornando menos improbables (y menos descabellados) los escenarios de vecindad con los responsables políticos del asesinato de Darío. De ningún modo estamos planteando que se trata de un efecto deseado, simplemente conjeturamos que determinadas dinámicas pueden conducir a esas inmediaciones. Sólo identificamos un riesgo derivado de una vocación de poder que se mueve en marcos estrechos y convencionales. Una vocación de poder sin horizonte emancipatorio que convierte a las identidades, a las ideologías y a los proyectos populares en rasgos accesorios de una flexibilidad infinita.    

Por su parte, los espacios donde los sentidos que unimos a la figura Darío se mantienen más productivos, tienden a escindir lo micro-político de lo macro-político, la experiencia de base del proyecto general. Por lo general, la riqueza de la experiencia micro-política no se condice con el carácter menesteroso de las opciones macro-políticas, la capacidad de invención social no se condice con la monotonía de las instituciones convencionales. Seguimos fallando en la construcción de un proyecto a la altura de las mejores construcciones de base, las más autónomas, democráticas, anticapitalistas, antipatriarcales; las que mejor prefiguran el futuro socialista. Existe el riesgo de diluir esos sentidos en las participaciones –absolutamente necesarias– en los espacios resistentes más extensos, pero también existe la posibilidad de que estos sentidos calen hondo en estos espacios.

Tal vez en el “extractivismo” arriba mencionado radique la auténtica “pesada herencia” del progresismo argentino: en las “amplias masas” que serializó, en la productividad social y política que despotenció y en el poder que le restituyó a los burócratas, a los punteros y a todos los agentes del “neoliberalismo desde abajo”; en su reemplazo de los espacios y dispositivos de experimentación política, social y cultural que se habían desarrollado espontánea y democráticamente en la sociedad civil popular por otros espacios y dispositivos típicamente estatales, mercantiles y verticales. Una forma de vaciamiento peculiar que abrió las puertas para otros vaciamientos en todas las esferas. Mientras tomó iniciativas valiosas en el nivel macro-político y hasta permitió el desarrollo de algunas lógicas estatales reparadoras, el progresismo argentino mutiló palabras claves que habían nacido para cuestionar a fondo el statu quo, silenció las voces más autónomas y disruptivas.

Por eso es una tarea imprescindible repensar el legado de Darío, los sentidos de una figura como la de Darío. Repensarlos para encontrar las formas más adecuadas de administrarlos en circunstancias históricas en que rigen tiempos políticamente uniformadores y no tiempos de impasse, unas formas que re-actualicen ese legado y esos sentidos pero que al mismo tiempo conserven sus núcleos innegociables. También para liberar a Darío de los ejercicios retóricos y estéticos, de las significaciones superficiales y oportunistas. Para delimitar la parte más auténtica de esa herencia. La parte que es memoria que trabaja para la cohesión popular y prolongada. La que es lenguaje fraternal y religante. La parte la más disruptiva. La más nuestra. La parte que espera para ser re-activada, no para acompañar los proyectos “alternativos” de la gobernabilidad capitalista en la Argentina sino para impugnarlos de raíz.  

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