Anarquía Coronada

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Mario Santucho

Violencia, ruptura y rebeldía // Entrevista a Mario Santucho

Por Facundo Iglesia para La tinta

Mario Santucho (1975) es argentino, investigador político, periodista y vivió en Cuba hasta sus 18 años, cuando regresó a la Argentina a estudiar sociología. Integró el Colectivo Situaciones, un grupo que unió la militancia y la academia, y que produjo algunos de los textos más interesantes en torno al estallido del 2001. Hoy en día, forma parte del colectivo editorial que comanda la revista Crisis. Su último libro narra la historia de Bombo Ávalos, un guerrillero tucumano del ERP, secuestrado por los militares en 1976, que reaparece en 2013 en su Santa Lucía natal.

Pensando en desatar algunos de los nudos de ese hilo, el de la historia de la militancia argentina desde los 70 hasta la actualidad, que pasa por los 90, el estallido del 2001 y los 12 años del kirchnerismo, vamos a romper una regla básica: esta vez, no comenzaremos desde el principio, sino que vamos a retrotraernos a 1993, cuando Mario volvía a Buenos Aires a estudiar sociología, luego de haberse criado en Cuba. La isla ya había entrado en el “período especial”, una brutal crisis económica producto de la caída del bloque socialista, un hecho que transformaría el mundo y que, en Argentina, ya mostraba una cara brutal…

—¿Qué te impactó o cuál fue tu primera impresión del Buenos Aires menemista cuando volviste al país luego de tu infancia en La Habana?

—Lo primero que me impresionó al llegar a la Argentina, luego de haberme criado en Cuba, es lo que significa el capitalismo como sociedad organizada completamente en torno al consumo: no solamente como dinámica material y económica, sino como organizadora de los imaginarios, de la cultura y de los sentidos principales del colectivo. Y había un contraste con una Cuba en una crisis material tremenda por la caída del campo socialista, que también fue una crisis ideológica por el quiebre del horizonte social. Fue un contraste fuerte y significó sumergirme en otra realidad absolutamente diferente.

Me generó un entusiasmo: no llegué con una lógica victimista. Tenía 18 años y estaba en una buena edad como para abrirme a ese tipo de desafíos. Así que, rápidamente, me inserté en los circuitos de la militancia universitaria y, poco a poco, en vínculo con los movimientos sociales que surgían, sobre todo, allí donde la crisis comenzaba a golpear con mucha más fuerza y con los organismos de Derechos Humanos… En contraste con Cuba, era un universo muy vital: de mucho estudio, mucha investigación teórica, mucha voracidad por participar de lo que, en ese momento, imaginábamos como una renovación teórica radical del pensamiento emancipador. En la isla, si bien la sociedad está más politizada, hay mucha menos vitalidad a nivel de colectivos: no hay una idea de militancia contestataria y antisistémica como acá. Y eso, para mí, fue un descubrimiento muy interesante.

—Integraste el “Colectivo Situaciones”, que produjo algunos de los textos más interesantes en torno a la crisis del 2001. ¿Hay ecos de ese estallido hoy? ¿Reflexionaste sobre el lugar del intelectual en el movimiento social?

—Los ecos del estallido del 2001 son muy fuertes, aunque no de la manera más evidente o visible. Creo que todo el sistema político del siglo XXI es una manera de responder a ese fenómeno, que fue básicamente la forma que encontró la sociedad argentina de procesar muy activamente la crisis de la representación. Y ahí, aparecen los dos principales fenómenos políticos del siglo: por un lado, el kirchnerismo como renovación de la tradición populista en Argentina, capaz de asumir algunas de las demandas más importantes que surgieron en ese movimiento de 2001 y llevarlas a cierta consagración institucional para recuperar la legitimidad política para el sistema de partidos. De todas maneras, se topó con las contradicciones y las imposibilidades estratégicas o estructurales para llevar a cabo un proceso de democratización efectiva y entró en crisis como dispositivo político. La otra fuerza fundamental es el macrismo, que se va a constituir por primera vez como representación política de un sector social: básicamente, el empresariado. Aunque es más complejo, representa específicamente las necesidades de ese sector y sus concepciones de cómo desarrollar el país. Y hoy, esa disputa, entre macrismo y kirchnerismo, todavía organiza el juego político.

—¿Hay algún pendiente de ese 2001?

—Sí, aún permanece como algo irresuelto la pregunta por la posibilidad de una nueva forma de construcción política. De una nueva forma organizativa, una nueva imagen de lo que es el cambio social y una nueva imaginación institucional para poner en juego una dinámica de la política mucho más contemporánea. Hoy por hoy, el feminismo actualiza mucho esa forma de plantear las cosas y pone en juego la necesidad de un nuevo protagonismo social.

 

Mario, también, es hijo del otro Mario Santucho, el que no lleva como sufijo una hache entre paréntesis y que fue líder del ERP, una de las mayores organizaciones guerrilleras de la Argentina, la misma a la que pertenece el protagonista de “Bombo, el reaparecido”, la última obra de Santucho (h). Y, también como Bombo, Santucho padre fue desaparecido por la dictadura en el 76. “Por qué tanta obstinación con la biografía de Bombo en lugar de reconstruir la epopeya de mi viejo (el famoso)”, se pregunta el autor en el libro. La respuesta, quizá, esté en el relato sobre la militancia de los 70 en el cual, según el autor, Bombo Ávalos no cotiza alto.

—¿Por qué no?

—La memoria colectiva y política sobre los años 70 tuvo la enorme conquista de desmentir la teoría de los dos demonios, reivindicando fundamentalmente las luchas populares y cuestionando la reacción estatal asesina, pero dejó en cierta sombra cuestiones importantes en esa época y que, quizás hoy, no sean las que más resuenen para nuestra subjetividad. Básicamente, Bombo expresa dos cosas importantes: una, cómo un sector social que, en ese momento, era minoritario y que, por lo tanto, cumplió un papel “accesorio” en la lucha y que hoy quizás esté en el centro de la problemática de la composición social y de los desafíos políticos que más nos interesan. Bombo era lo que se podía llamar, en ese momento, “un marginal”: vivía en un pueblo chico del interior tucumano, del interior del interior y, además, habiendo tenido un destino de obrero -en este caso, de la industria azucarera, muy pujante en Tucumán durante todo el siglo XX-, de repente, quedó sin horizonte laboral a partir del cierre del ingenio en torno al cual se estructuraba su pueblo, Santa Lucía. Su destino era ir a las ciudades a formar parte del precariado o quedarse en su pueblo a desplegar una vida en un margen en el que se alternaban la miseria o la sobrevivencia. Sin embargo, elige involucrarse en un proyecto revolucionario y desafiar al capitalismo. Entonces, esa pregunta muy interesante, tanto en esa época como ahora, que se ha hecho poco en la historiografía de la memoria: suele teorizarse sobre el joven de clase media que se radicaliza, sobre la figura del obrero que toma conciencia sobre su situación en el sistema y lucha por sus intereses, que son los intereses de toda la sociedad, sobre el profesional que se compromete… Pero es más difícil encontrar este tipo de figura. Y en general, en esa época, era vista por la academia con cierto recelo.

—Decías que Bombo no cotiza alto en el relato de la militancia setentista por dos razones. Una es su extracción social. ¿Y la otra?

—Por otro lado, Bombo no tiene militancia previa a la guerrilla, no participa de formas gremiales de la militancia y después se radicaliza: va directo al ERP, no pasa por el PRT. Y por lo tanto, su politización pasa directamente por la violencia, que si bien está en el centro de aquella generación, en general, suele dejarse en segundo plano al relatar aquella época. Con justicia, porque la violencia no era necesariamente el centro de la estrategia revolucionaria, pero en este caso, sí lo estaba: era la historia de la Compañía de Monte y del Bombo.

En los textos de la revista Crisis, y en la presentación de su libro en Córdoba, Santucho dejó picando una pregunta inquietante, cuya respuesta se antoja más urgente con la contundencia de los resultados de las PASO: “¿Entregarán mansamente el poder los amarillos o se reservan alguna carta capaz de torcer de voluntad popular?”. Una cavilación más que fundada, que impulsa una conversación sobre el papel de la violencia política y de una nueva imagen de revolución: sea la respuesta un sí o un no, porque la voluntad popular ya se expresó.

Hablando de la violencia política, ¿qué rol le podríamos asignar ahora (y qué forma podría tener) con una ministra de Seguridad que dice cosas como que la familia de Luciano Arruga y la de Santiago Maldonado mintieron, y que aviva masacres como la de San Miguel del Monte?


—Hay una especie de hipocresía por parte de la democracia de suponer o trasmitir que la democracia es un modo de gobierno que deja afuera la violencia: en realidad, es mayor que en los 70. Hay más armas en la sociedad. Lo que pasa es que esa violencia está despolitizada, no se tramita en los términos que se conocieron en esa época, en la que el conflicto era eminentemente político, cruzado por coordenadas ideológicas y en función de proyectos sociales antagónicos.

Hoy, la violencia es muy intensa, en los territorios populares, especialmente: hay organizaciones armadas, pero no organizaciones políticas, sino empresariales y criminales. Y la violencia estatal permanece siempre como en pequeñas partes que tienen como objetivo dejar claro que es simplemente una dosis de una violencia que puede ser mucho mayor: en caso de que se desafíe realmente al sistema, está presta a intervenir. Y es parte de lo que uno podría decir los límites, el campo de lo posible, que permite la democracia realmente existente.

—¿Y desde una violencia del contrapoder?

—Me parece que habría que distinguir dos cosas: uno es que la violencia, como dimensión de la política, siempre está presente, incluso en el contexto actual. La violencia debe ser pensada como ese momento en el cual se fuerzan los límites de lo establecido. Muchos movimientos se ven en esta circunstancia en situaciones de injusticia y de impunidad muy fuertes, cuando realmente el sistema político o las instituciones no son capaces de registrar la emergencia de necesidades. Nosotros tenemos muy claramente el caso del 2001 como un momento en cual se puso en juego este tipo de movimientos, que ponían en juego un repertorio de protesta distinto al que la democracia representativa ofrece: los piquetes, las marchas, las movilizaciones, los escraches… Una cantidad de formas de lucha que cuestionaban ese modo establecido de la discusión y la decisión política. Me parece que es importante mostrar eso, que es visto como violento: la emergencia de nuevas formas de soberanía.

Ahora bien, si bien es impensable que la lucha armada pueda ser hoy una herramienta por parte de los movimientos de oprimidos o subalternos, la violencia es un elemento de la política y tiene que ser pensado por la sociedad y por los movimientos políticos. En cierto modo, es bastante ingenuo y un signo de impotencia el pensar que puede haber un proyecto y un proceso político sin alguna vez plantearse esta discusión: ya sea que haya que hacer frente a una represión violenta por parte del Estado, ya sea que hay que forzar los consensos establecidos y, por lo tanto, ejercer niveles de violencia que van a ser mencionados como tal por los medios y por las instituciones del poder.

—Por último, ¿qué ves en la fórmula Fernández/Fernández y en los deseos de un pacto social a la Gelbard, como el del último gobierno de Perón? ¿Es posible ese acuerdo?

—Sobre todo, por el hecho de que el gobierno esté en manos de una clase social tan clara, de que, por primera vez, este sector ligado a los dueños de los principales negocios de la Argentina sea el que directamente gobierna, me doy cuenta de hasta qué punto el peronismo es la forma más lograda que ha tenido la Argentina de la posibilidad de una democracia. Una democracia en el sentido de integración social, de justicia social, con conformación de un horizonte común para la sociedad, en la que, más o menos, distintas capas se sientan integradas y parte de un proyecto colectivo. De una soberanía capaz de dar cuenta de la multiplicidad y la heterogeneidad que hay en la sociedad, con diferentes clases, diferentes subjetividades. A su vez, el peronismo también es el fenómeno político que bloquea, neutraliza y esteriliza la pregunta por una transformación más radical de la sociedad.

—Entonces, ¿cómo asumimos el proceso político?

Hay que descartar que sea un proceso lineal de acumulación política, popular y social, y que mientras más posiciones se conquistan, más vamos a estar en condiciones de avanzar en el proceso: hemos visto cómo no logra materializarse y, simplemente, es una especie de trampa que contiene la democracia como modo de gobierno. Porque lo que hemos visto es, básicamente, que no hay una democratización permanente, sino que siempre se detiene: llega un punto en el cual ya no puede ser desplegándose y, casi siempre, se retrocede y se vuelven a recrear las diferencias y las desigualdades, y a instalar las impunidades y las opresiones que uno pensaba habían quedado atrás. Es lo que vivimos durante estos cuatro años que desmintió -completa o parcialmente- la idea que había impuesto el kirchnerismo, que era que había conquistas irreversibles. Tampoco quiere decir esto que podamos pensar en el viejo axioma izquierdista de que “cuanto peor, mejor”: no creo que sea así. Y por lo tanto, creo que ni una ni la otra son respuestas válidas. Por eso, tenemos un gran desafío de innovación política y de creación. Creo que hay que recuperar esa idea de ruptura. De ruptura con el neoliberalismo y, por tanto, cierta imagen de la revolución. ¿Cómo se hace? Creo que no lo podemos responder hoy. Pero seguiremos buscando.

Por una política más allá de la “vuelta” a la política (abril de 2013) // Entrevista a Mario Santucho, integrante del Colectivo Situaciones

Operación de pinzas

Diego Sztulwark y Mario Santucho


Dos hechos comunicacionales de envergadura (no uno) condimentaron el desayuno del primer día del país macrista. Gestos que no resultan para nada anecdóticos. No sólo porque parecen fríamente calculados para marcar a fuego cabezas aún abombadas por el golpazo electoral, sino también porque afectan al nervio mismo de la vitalidad popular y democrática de las últimas décadas. Si alguna vez se pensó que Cambiemos era una plataforma política desideologizada, y que su retórica liviana evidencia un vacío conceptual, es hora de parar con el boludeo. La juerga, el bailecito, los globos y la espontaneidad calculada, son apenas espuma para la tribuna.

Nos referimos, por un lado, al sonado editorial de La Nación: No más venganza. Por el otro, a la conferencia de prensa inaugural del presidente electo, ladeado por los tres principales cuadros del PRO. La primera, una puñalada letal al corazón de las luchas que signaron el ciclo largo de la transición, y los años de gobierno kirchnerista: la política de derechos humanos. La segunda, una apelación reiterada a la reunificación nacional, al estemos todos juntos, al sin sentido del desacuerdo, como si la conflictividad social fuese un mal chiste del pasado.
Podría pensarse que estamos ante señales contradictorias emanadas del mismo comando. Tal vez se trate de la explicitación de un diferendo que pone en tensión a la nueva derecha. De un lado, una perspectiva más tradicional que vuelve una y otra vez hacia el pasado, con la intención de trastocar lo que considera una derrota cultural inaceptable.  Es cómico ver cuan en serio se toman al viejo Gramsci los reaccionarios argentinos, incrédulos ante el hecho de haber ganado una guerra en el terreno militar, para luego ser derrotados en los escritorios. De otra parte, un ímpetu posmoderno, incluso posthistórico, que se sacude los lastres del origen y se regodea, atentos a los modales básicos de la corrección política, en un presente hecho pura imagen. El propio Mauricio Macri se encargó, en la conferencia de prensa aludida, de ratificar que dejaría actuar a la justicia “libremente” en los casos de Lesa Humanidad. Este liberalismo aggiornado nos dice que la Justicia también está gobernada por una mano invisible, como el mercado, lejos de cualquier influencia política. Semejante neutralidad en la materia es, en realidad, una posición doctrinaria, cuyas consecuencias pueden preverse: diluir las responsabilidades penales de los civiles que colaboraron activamente con la dictadura y, sobre todo, refrenar los intentos actuales por determinar quiénes fueron los empresarios cómplices y beneficiarios económicos del “proceso de reorganización nacional”.    
Vale la pena, sin embargo, tomarse un poco en serio a quienes dirigen y sostienen lo que quizás sea la principal institución del liberalismo vernáculo. La pregunta es: ¿fue un simple exabrupto, que rápidamente pasará al olvido? ¿Algún dinosaurio ansioso que metió la pata y volverá mansamente a su redil, anoticiado del daño que puede hacerle al proyecto hegemónico de sus camadaras? ¿O hay algo, tal vez in-orgánico, que articula estos enunciados, una línea racional (y temporal) que los dispone como una verdadera operación de pinzas?


Tribuna de doctrina

“La elección de un nuevo gobierno es momento propicio para terminar con las mentiras sobre los años 70 y las actuales violaciones de los derechos humanos”, dice la “Editorial Abierta” de La Nación. Hay un timing específico del intelectual orgánico, pero la línea que separa la intervención virtuosa de una torpe bajada de línea a veces se evapora con facilidad. Ya había sucedido en mayo de 2003, también ante la resolución de un escenario de balotaje, cuando uno de los hijos dilectos del periódico “fundado por Bartolomé Mitre”, Claudio Escribano, dictó con tono de amenaza un pliego mínimo de exigencias al entonces recién llegado Néstor Kirchner. Las respuestas no se hicieron esperar, y el panfleto cumplió exactamente el rol opuesto al imaginado por su autor: un recetario de lo que no debería hacerse. Esta vez la reacción fue más contundente aún, pues los propios periodistas del matutino fundado en 1870, reunidos en asamblea, manifestaron su desacuerdo y hasta difundieron un comunicado de repudio, que fue publicado en la propia web del diario en cuestión.
Volvamos al contenido del artículo: las causas judiciales por violaciones de lesa humanidad son el resultado de una versión mentirosa de la historia, que se adjudica a una “izquierda ideológicamente comprometida con los grupos terroristas que asesinaron aquí con armas, bombas e integración celular de la que en nada se diferencian quienes provocaron el viernes 13, en París, la conmosión que sacudió al mundo”. En términos prácticos, el nuevo gobierno debe terminar con la venganza que puede constatarse en dos puntos concretos: “el vergonzoso padecimiento de condenados, procesados e incluso de sospechosos de la comisión de delitos cometidos durante los años de las represión subversiva y que se hallan en cárceles a pesar de su ancianidad”; y cesar la “la persecución contra magistrados judiciales en actividad o retiro”, en referencia a los cómplices de la dictadura que aún sobrevivien en el aparato judicial.
Pero la demanda central consiste en corregir la pedagogía política estatal del gobierno que se despide, para poner la lente sobre los “responsables de haber incendiado al país en los años setenta”. “Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar”, claman los dueños de La Nación, luego de una arenga verdaderamente brutal más no irracional: “La sociedad dejó aislados a esos ‘jóvenes idealistas’, mientras el terrorismo de Estado los aplastaba con su poder de fuego, sin más salvedades que las de algunas voces aisladas, sin más ley que la de la eficacia de operaciones militares que tenían por objetivo aniquilar al enemigo y sin una moral diferente, en el fondo, que la de los rebeldes a quienes combatían.”


Violencia y política

En el centro de la escena televisiva, sin embargo, las nuevas autoridades derrochan optimismo y ofrecen concordia, inaugurando un estilo descontracturado donde no hay lugar para la discordia, ni para la venganza. Ellos y sus asesores insiste en que han pasado de pantalla, instalados en pleno siglo XXI, lejos de las confrontaciones ideológicas. Pero, intuimos, hay una conexión virtual que unifica ambos eventos mediáticos.
Si La Nación se siente urgida a “poner las cosas en su lugar”, es porque junto a la “causa de los derechos humanos” lo que emerge es un problema persistente en nuestra historia pasada y presente: el de la intensificacion de la conflictividad social y junto con ella, el de la violencia política. La inminencia de la crisis, y la incertidumbre que suponen los planes de reestructuracion económica en danza, reflotan el fantasma de la violencia estructural, que no puede ser tratada exclusivamente bajo la forma de una violencia patológica a erradicar. No es casual, entonces, que se compare a las organizaciones revolucionarias de los años setentas, sin el más mínimo rigor histórico, con las recientes y repudiables acciones terroristas en París.
Quizás sea este temor secreto ante un posible resurgir de la protesta popular, el que brotó inmediatamente al confirmarse la mutación en el escenario político. No es ilógico. Una nueva derecha que se propone reformatear a la sociedad desde los parámetros empresariales, con sus criterios de éxito y su prédica emprendedora; que apuesta a construir un nuevo sistema político, mas allá del formato impuesto por el peronismo; y que añora reinsertar al país en el concierto global dominado por el neoliberalismo, no puede abstenerse de brindar una narración de la historia reciente. No alcanza con la estética y el manual de estilo. Si es cierto que no estamos ante una mera continuidad del liberalismo conservador que sembró de muerte el siglo XX argentino, con su Partido Militar como herramienta; si tampoco fuera del todo preciso comparar lo que viene con el menemismo noventista, privatizador y extranjerizante; no es sólo por una cuestión de buenas intenciones. Y la versión PRO del universo social tiende a identificar ligeramente los males que nos acosan (narcotráfico, clientelismo y corrupción), sin pensar el fondo orgánico de los conflictos y la naturaleza estructural de las tensiones sociales.
Un tema crucial salió a luz en este primer debate de la era macrista: la noción misma de democracia que supimos conseguir. Solo un pensamiento sumido en la más estricta banalidad, o una visión expresamente maniquea, ignora que la paz nunca es ausencia de guerra, sino el precario estado de equilibrio que permite tramitar los desacuerdos con arreglo a ciertos marcos. Cuando la conflictividad social se mantiene dentro de los contornos previstos por el ordenamiento republicano, no es porque tales formas institucionales contengan en sí mismo el atributo de la perfección. Y no hay que viajar a los años setenta del siglo pasado para hallar ejemplos de verdaderos desbordes destituyentes, que ponen en jaque al sistema de representación, impugnando los dictados del poder constituido.
La democracia que heredamos es, ante todo, la difícil construcción de una tregua permanente. Después del 2001, durante el kirchnerismo, y como respuesta a la experiencia insurreccional, se procuraron poner límites a la represión de la protesta y a la lógica del ajuste económico (no siempre de forma consecuente). ¿Cuál será, en los hechos, el tratamiento del nuevo gobierno que inicia el diez de diciembre respecto de la conflictividad social? La proyección discursiva, justo cuando amanecía “el cambio”, de un relato que insiste con la demonización de las antiguas políticas revolucionarias, al mismo tiempo que invita a una reunificación genérica que tiende a negar la posibilidad misma del conflicto, es un indicio de las polémicas que vendrán. Y no es momento para hacerse el avestruz.

Apuntes más allá de la neblina electoral // Verónica Gago y Mario Santucho


Escribir bajo los efectos de una derrota suele ser catártico y contraproducente. Pero puede ser también un escenario privilegiado para recobrar lucidez. Los resultados de las PASO exigen un replanteo a quienes desde distintas perspectivas desplegamos la crítica al neoliberalismo, porque la adversidad va más allá del terreno de las urnas y sustenta el éxito de las políticas que resistimos.
Cambiemos está consolidando su dominio en todo el país, gracias al apoyo de sectores cada vez más amplios de la población. El oficialismo penetró con su noción de “cambio” en casi todos los rincones del país, hasta convertirse en (la principal) fuerza federal. Ganó en provincias impensadas. Arrasó en los grandes centros urbanos. Y aunque perdió en el conurbano con la principal candidata opositora, Cristina Fernández de Kirchner, incrementó su caudal de electores (a pesar del descontento por su primer año y medio de gestión que comienza a manifestarse). Es evidente, entonces, que la maquinaria amarilla ha logrado una importante profundidad territorial. Y parece haber tomado en serio la idea de transversalidad, ya que su voto no es fácilmente encasillable por clases sociales e interpela más allá de las estructuras partidarias.
Otro aspecto significativo: el actual gobierno cuenta con dos laboratorios políticos privilegiados, en su tentativa de transformación social. El primigenio y también el más avanzado se desarrolla en la Ciudad de Buenos Aires, donde el estilo de gestión insinuado por Horacio Rodríguez Larreta (con rivetes “progres” respecto de los gobiernos anteriores de Macri), y la entronización de Elisa Carrió como candidata del PRO, consiguieron una aceptación demoledora. El otro experimento es Jujuy, donde la metodología represiva y disciplinadora para domesticar cualquier desafío plebeyo fue revalidada en las urnas con el 36 por ciento de los sufragios.
Así las cosas, el predominio de esta nueva derecha ya no puede tomarse como algo pasajero y fortuito. Por lo tanto, es fundamental comprender en qué reside su superioridad respecto del resto de las fuerzas políticas y con qué argumentos se apropió de la iniciativa para determinar el formato de la discusión.
El macrismo se piensa a sí mismo, y es percibido por las élites latinoamericanas, como la vanguardia de la lucha contra el populismo en el Continente. El movimiento político que mejor encarna la crisis del ciclo de gobiernos populares surgido a comienzos del siglo (no hay que olvidar que el PRO es una interpretación en clave empresaria del “que se vayan todos” de 2001). A diferencia de lo que sucede en Brasil, destronó al peronismo través de elecciones en 2015. En 2016 contuvo la crisis y ensayó una transición, involucrando a muchas organizaciones sociales y a buena parte de la oposición. Ahora acaba de convalidar en los comicios de medio término su condición de faro, al recibir al vicepresidente norteamericano mientras festejaba la baja del riesgo país.
La gran promesa de Cambiemos, su horizonte ideológico, es la construcción de una sociedad posperonista. Y buena parte de su proyección se debe al modo en que traduce en clave emprendedora las expectativas de progreso popular, aprovechándose del agotamiento de la principal identidad política de la Argentina. Es notable que una estructura cuyos cuadros provienen en su mayoría de empresas o del universo de las fundaciones haya conectado con las nuevas subjetividades urbanas, y sea quien mejor esté leyendo las demandas de la población.
Como telón de fondo de esta operación de lecto-captura acontece un cambio casi antropológico: la disolución del axioma dignidad = trabajo, y su reemplazo por el anhelo de consumo y mérito. A caballo de esa verdadera fuerza motriz del neoliberalismo, desde las usinas PRO interpretan el deseo de las distintas clases sociales al ritmo del “tutun tutun”. Reformulan así la noción misma de inclusión, bajo los términos de una inclusión competitiva, pero no la desechan. Y como sucedía en los gobiernos anteriores, bloquea toda crítica a los modos en que esa integración se articula (motorizada por dinámicas financieras y extractivas). Tal vez en este punto la gobernabilidad macrista encuentre un límite insuperable, pues su incapacidad para imaginar estrategias de desarrollo al interior de nuevo orden global es evidente. Lejos de la lluvia de inversiones, aferrado al salvavidas de plomo del endeudamiento, y super-eficaces a la hora de asfixiar el mercado interno, la pauperización de las mayorías parece número puesto.
Y sin embargo, la nueva derecha ha podido apropiarse simbólicamente de banderas o significantes que tradicionalmente pertenecieron a las izquierdas y el progresismo, en su diversas variantes doctrinarias. No sólo se presenta como estandarte del futuro, con lo que eso implica de fe en el progreso y la innovación contra los valores tradicionales y el conservadurismo. También hizo suyo los valores de transparencia, contra las mafias y “los políticos profesionales” que pretenden eternizarse. Trasmiten una imagen del poder más horizontal y flexible respecto del caudillismo habitual. O reivindican el valor de la incertidumbre y el riesgo, contra el posibilismo del supuesto “círculo rojo”.
Obvio que hay muchísimo de marketing. No vamos aquí a desmentir punto punto estas supuestas fortalezas. La pregunta que tenemos que hacernos es por qué funciona. Y con qué conecta. La operación de sinceramiento que propone el macrismo implica “blanquear” las prácticas neoliberales que organizan nuestro cotidiano, más allá de las ideologías que vociferemos. La generalización de la alternativa fracaso/éxito a través del emprendedorismo, inocula por abajo los valores de la meritocracia que vuelven anacrónicos formas paternalistas o redentoras de interpelar a los sectores populares. El pack de expectativas de los CEOS está ahora disponible para todos y todas, estemos en el lugar que estemos, hagamos la actividad que hagamos. Más allá de lo que se diga, apuntan a lo que se hace. Por eso no importan los lapsus incontenibles, ni los patrimonios en crecimiento meteórico. Porque quizás lo que estén ofertando es una nueva modalidad de la representación política, donde se redefine el carácter mismo de lo democrático.
La nueva República que asoma es un territorio espinoso. Donde las instituciones ya no aspiran a superar las fracturas que, por arriba y por abajo, vacían su legitimidad. Donde la conflictividad social recrudece y motiva reacciones cada vez más clasistas, sexistas y racistas. Va siendo hora de romper con el discreto encanto neoliberal. A sabiendas de que no existe vuelta atrás. 
[fuente: http://www.revistacrisis.com.ar/]

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