Anarquía Coronada

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Encuentro cercano con Luis Majul // Agustín J. Valle

Bueno, era domingo, igual que ahora que escribo esto. Ahora es la nochecita, un rato tranquilo, antes de mañana meter taca taca de productivismo, de obedecer la agenda. Dejé a mi hijo con su madre a la tarde, y ahora tengo a mi espalda unas brasas asando un pedazo de carne que espero muy especial: ayer fui con mi cachorro a buscarlo a una hora de distancia de casa. Los choris -anoche- confirmaron el merecimiento de tan modesta epopeya hedonística. Mientras el calor, guardado potencialmente en esas maderas fosilizadas, opera su química en el trozo de animal que es privilegio de esta loca tierra, oigo un jazz tranquilo pero vivaracho y me dispongo a escribir, a contar. Hace un rato casi se estropea este rato tranquilo con que concluye el día muerto de la semana, por un pelotudo al volante con quien estuve cerca de un altercado: como si faltaran problemas… En fin, por suerte no, todo en orden.

Era el post mediodía de un domingo de hace mes y pico: el otoño aún operaba sobre la fuerza influyente del verano, a diferencia de ahora que comenzó su dilución invernal. Había un sol sereno en Buenos Aires, la, a pesar de todo, amada Monstruópolis. Tenía el plan de organizar la mayor calma, el mayor descanso posible, ese día; la quimera paradójica de un descanso bien rendidor.

Tres y poco de la tarde caminaba por Warnes, a paso cansino, desde Dorrego hacia estación Paternal; iba al hipermercado de franco nombre, porque ahí venden una línea de carne que, me aseguraron, es de vacas de pastura. Con ellas pensaba demorar cálidamente el anochecer.

La zona de warnes es laboral y casi nada residencial, de modo que un domingo a la tarde está hermosa: muerta. Pero sin embargo de pronto, vida: en una esquina se ve gente, salen familias y parejitas, está cerradas al tránsito una de las calles cortadas que unen Warnes con la vía. Había una feria. Promotoras repartían hojas con la programación del día, ante puestos y algunas superficies amarillas. “Feria gastro literaria”. Mamá. Frívola, banal; una estética cuya condición de posibilidad es una brutal indiferencia hacia las condiciones del ambiente donde existe, tanto Buenos Aires y Argentina en general, donde lo mayoritario no estaría siendo un disfrute desproblematizado, como el barrio en particular, ajeno al lujo vulgar y sostenido con sudor y temblor. En medio de los fierros y los cartoneros, habían clavado una zona de todo gustitos y ¡ay qué buenísimo esto! Un golfito de placidez y sofisticación liviana: fast food chick. Varios cientos de personas se entregan al goce manso del consumo pasivo, donde el protagonismo lo tiene siempre algún especialista muy especial.

 

Pero algo rico debe haber… La derecha tiene bastante acaparada la calidad, lamentablemente. Válgame Dios, ¿lo rico es de derecha? ¡Uruguayos, la patria o la tumba! Jamás. La exclusión y el elitismo, la privatización a los comunes, son de derecha; no ese taco de cordero con vinagreta al cilantro que imagino por ahí…

Fuerzo el cuerpo a insensibilizarse, a tolerar la afección estética del lugar y su idea implícita de que experimentar en sabores tiene como cumbre un formato Disneylandia. El cuerpo se insensibiliza por mandato del paladar: la boca se hace idea de que vendrá una delicia y lo demás no importa nada. ¡Solo en el placer se funda en última instancia la resistencia!, y es por amor al placer que se intolera el dolor… La boca manda: su hambre escupe las palabras que le convienen.

 

Me introduzco pues en el tubo de la feria gastro literaria -quizá ella sea una gran boca que me engulle mientras me digo blablá-. Voy mirando los puestos, nada me sorprende todavía (propuestas pedorras, como si el “formato” de la feria le diera onda a las cosas de por sí), y en eso escucho que hay alguien hablando con un megáfono, contando cosas, la voz oficial de la feria; convoca a la multitud a “una charla con fulano mengano y Fernando Bravo sobre el asado, ahora en el escenario”. Hay mucha gente; la muchedumbre consumista me marea. Oigo la voz como abajo del agua, sin detectar su procedencia, pero me suena, me suena. Hasta que lo veo: un fulano por allá, con el megáfono arreando al rebaño ciudadano. Gestiona el orden del divertimento, la cosa tiene un plan… Lo veo, lo oigo, y entiendo: ¡es Majul, el hijo de yuta de Luis Majul! ¡Es Majul! Luis Majul ahí, no muy petacón, poco pelo ensortijado, con jeans y camisita sobre remera, todo cool, Majul animando la fiesta gastro literaria bajo el sol. ¡Hijo de puta, Majul! Me pongo tan nervioso que pierdo hasta el aggiornamiento corregido del lenguaje… Majul, lacra biológica, puñado de vileza, lacayo a sueldo de todo lo odiable en este mundo, asqueroso esclavo hablador… Acá de fiestita a trescientos metros de la estacion Paternal, tan chocho a plena luz del día, hijo de mil putas!

 

El corazón me retumba en el pecho, me suena todo el costillar; la sangre se acelera y el paso también: Majul, lacra de pella, te tengo que alcanzar… Voy acompañado y mi compañera de la mano me quiere retener; pero yo aunque gran morfador soy flaquito y tengo costumbre de habitar situaciones masivas, este enjambre de cuerpos-mentes adocenados no me va a obstaculizar; me abro paso entre los paseantes, siguiendo a la voz de glande amplificada, que avanza alejándose de mí; me acerco, pero termina la cuadra y en la esquina está el meollo: el escenario, donde ya se subió Majul. Fernando Bravo y dos cocineros lo acompañan, escuchándolo presentar una “charla sobre el buen asador”, ante un par de cientos de humanos a quienes no se les ocurre nada mejor. Mastico la bronca, mientras el cuerpo mío, totalmente crispado, es una excepción en el tono tan inquieto como adormilado del lugar… Ya fue, derrota. Nada por hacer. Allá arriba es intocable el garca oficial, no tanto por los agentes de policía, o simplemente “agentes de la Ciudad”, salpicados por todo el lugar, sino por la atención multitudinal. Adiós.

 

Se me fue el hambre pero necesito masticar. Avanzamos unos metros más, los últimos puestos antes de que la inocente callecita choque con la vía del tren. Encontramos un buen bocado, compramos, y al cordón con el culo reposar. Nervioso, les hago chistes anti macristas tanto a los cocineros vendedores, como a los “agentes de la ciudad” que vigilan esa zona de frontera del evento; ninguno se ríe.

Como, trago bronca. Mastico, agrego picante; siento una energía que se me va: no de el enojo que se me pasa, sino del cuántum de vida que este nervio me quemó. El canalla animando una fiesta de día en la calle, encima en Paternal. Peor que peor. Un infierno con sonrisa empastillada, esta ciudad.

 

Bueno, pues, a irse. De pie, caminando; pasamos por la esquina donde la platea de vejetes -de todas las edades- mira a Bravo con dos ñatos decir que “el chorizo nunca se debe pinchar”. Majul allá arriba ya no está. Ajá. Caminamos hacia Warnes, esquivando gente: está lleno. Miro, miro, camino y miro, pero no lo veo. Ya fue.

 

Faltaba poco, unos quince o veinte metros para llegar a la esquina de Warnes, desembocadura donde este golfo de felicidad zombi daba paso a los colores estables de la ciudad, cuando -ya sintiendo que nos íbamos- finalmente lo veo: Majulito ahí, conversando con dos o tres tipos, de lo más alegre y jovial. De inmediato encaro; nervioso, temblando por dentro, pero directo y sin pausa. Llego e interrumpo la charla que tenía con dos tipos, tocándole el hombro. Me mira, yo sonrío o eso intento y le digo casi al oído:

 

“Luis, Luis, disculpame… Quería decirte, que vi el reportaje que le hiciste al Presidente, a Macri, y la verdad quería felicitarte, porque no recuerdo haber visto nunca una clase más perfecta de genuflexión y obsecuencia.”

Me mira, aún callado, apenas confundido, insisto entonces: “De verdad, una clase perfecta de genuflexión y obsecuencia; en toda la historia del periodismo argentino no debe haber una muestra más clara de lo que es el servilismo”.

Los amigos enmudecen; son varios, y además un sinfín -de majulistas- nos rodea. Cerquita, muy cerca, Majul me dice:

Sabés qué… Seguro que ni siquiera la viste.

Sí, sí que la vi…

…y si la viste seguro que no la viste entera…

– Sí, la vi entera -mentí: mi estómago, obviamente, me lo había impedido-, y te digo de verdad, no recuerdo mayor ejemplo de genuflexión y obsecuencia…

¿A ver, cuánto dura, a ver? ¿Eh, cuánto dura, cinco minutos?

No, como cuarenta minutos…

Una hora dura, ves que no la viste, ves que…

Sí, sí Luis, la vi, y te digo de verdad que te felicito, porque diste una perfecta clase de genuflexión y obsecuencia -había pensado qué decirle mientras lo perseguía, decidiendo que insultarlo conduciría a una inmediata expulsión, acaso violenta, de mi cuerpo afuera de la escena, lo que me dejaría acaso mucho más amargado de lo que me amargaba verlo al garca en su fiestita callejera…

– Ah… -me dijo baboso, y el gesto, ahí, ya se le trastornó; comenzó a gritar:- ¿a quién apoyás vos, eh, a la yegua? ¿A la yegua apoyás? – La gente ya miraba.

No Luis…

Apoyo a la gente que vive sin enriquecerse a costa de otros, y ve cómo su vida se empobrece mientras los ricos se enriquecen” quise, después, haber contestado ahí, pero solo dije:

No, Luis… No la voté nunca, y solo apoyo a los que no son garcas…

La gente miraba; un viejo atrás mío dijo “bueno…”; un tipo, un paso más allá de los dos ñatos que charlaban con Luisito cuando los interrumpí, me miraba fijo, muy fijo, con ojos azules como el mar, bajo una gorrita con visera; me llamó la atención por lo fijo y serio que me miraba: no podría decir si admirándome, fascinado, o despreciándome, homicida. Majul vocifera ya sin ningún tipo de decoro, llamando la atención sin necesidad de megáfono:

– …seguro apoyás a la yegua, sos un resentido, un resentido, resentido!

– Y vos, Luis, formás parte de una máquina que va a quedar en la historia como máquina de cagar a la gente…

– ¿Sabés qué? -alza el brazo agitándolo- ¡¡Andate a la puta que te parió, andate a la concha de tu hermana!! – Tenía la cara desencajada. El de ojos azules, inmóvil, me miraba fijo; tenía una boquita chiquita, como dibujada, y me hizo acordar a Luis Machín, a quien había visto la noche anterior romperla en un unipersonal, haciendo de un viejo gay en su soliloquio final… Majul seguía: – ¡A la puta que te parió y la concha de tu hermana!

– ¡Eh, Luis! –yo había tomado un paso de distancia, por si acaso, lo que me permitía hablar también bastante fuerte manteniendo mi acting de estar muy tranquilo-, yo solo te felicitaba por la clase perfecta de genuflexión y obsecuencia que diste con el Presidente, y vos mirá cómo me insultás! Se ve que vos estás resentido, Luis, ¿sabés por qué?, porque los que para ser felices se abrazan al poder, son los más resentidos de todos…

 

  • Me di vuelta mientras Majul, crispado, aún revoleaba el brazo y gritaba insultos; me llevé en la nuca la mirada de esos ojos azules penetrantes, la intriga de si me amaba y quería emanciparse del garquismo, o bien me odiaba como el patrón feliz que ve su paz alterada por algún molesto rompebolas… La verdad es que me fui nervioso, desgastado, pensando respuestas mucho mejores que podía haber dado; pero me fui mucho menos envenenado de lo que había estado al ver que los operadores de la crueldad normalizada no solo revientan el país, sino que andan de kermés por la calle. Que al menos no caminen por la calle como si nada. Un rato después caí, y jamás sabré qué pensaba, con su mirada inolvidable, el mismísimo Gabriel Corrado.
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