¿Nosotras somos mentirosas? // Manuela Luz Alvarez y Sofía Brihet.
Antes de afirmar intuitivamente que el universo de los Derechos Humanos sigue siendo una zona potente de creación de criterios de justicia, cabe volver a la pregunta básica: ¿qué es la Justicia? ¿Puede definirse lo justo? Está claro que no se trata de conceptos inertes: la construcción de criterios de lo que es considerado justo y la forma en que se ejerce la justicia son móviles, diferenciadas y no están exentas de conflicto.
¿Qué criterios de justicia se busca construir desde el actual gobierno nacional? Asistimos a una suerte de meritocracia del derecho. Para la ministra de seguridad, un policía que actúa como policía no debería pasar por un juzgado, aunque le haya disparado por la espalda a una persona que huye. Del otro lado, a quien le dieron el papel del ladrón, tampoco tiene la oportunidad de pasar por la justicia, porque ya está muerto. La lógica del que culpabiliza a las víctimas, aquel “algo habrán hecho”, sigue vigente en la idea de que el ladrón de algún modo merecía morir y vuelve incesantemente a la pregunta por el largo de la pollera de una chica violada.
En tiempos donde pareciera que todo es disputa semántica y espacios de opinión, importa recordar que las palabras pueden ser performativas y que los discursos envuelven acciones. La muerte es falsa en el plano de la ficción: el actor se levanta, se limpia el jugo rojo y vuelve a su casa. Todo se puede hacer y deshacer. Pero en la realidad, el cuerpo que cae no se levanta, la muerte es, y no se revierte ni se repara pidiendo perdón.
El uso de discursos ambiguos y cargados de eufemismos, que no afirman ni niegan los hechos, fue la estrategia de comunicación de quienes llevaron adelante el golpe de Estado de 1976. Videla afirmaba en una conferencia que “(…) mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Nuestro macrismo busca instalar ese tipo de discursos donde la realidad parece ser secundaria y los poderosos, amparados en la posibilidad de cometer errores, pueden hacer sin querer queriendo. En la realidad, la violencia es ejercida sobre los cuerpos. Los intentos de invisibilizarlos y de despolitizarlos no borran el miedo y el dolor que se percibe sensiblemente en un contexto de incremento de la represión con el fin de ordenar a los muchos.
Durante la última dictadura cívico-militar, tanto el terrorismo de Estado como las políticas económicas y sociales buscaron generar una atomización social, una ruptura de las solidaridades de clase y la instauración de la sospecha sobre el semejante. La continuidad de un modelo individualista y la sujeción a una productividad ubican a cada individuo en el lugar que supuestamente se merece. Si nos desidentificamos con el prójimo, el otro no puede afectarme. Frente a esta escena, la defensa de los Derechos Humanos reaparece como una posibilidad de volver a lo colectivo y de apelar a una sensibilidad empática hacia un otro con derecho a la existencia. Un otro que puede ser pobre, negro, trans, mapuche, gay, inmigrante, militante y/o mujer.
En nuestro país, las mujeres fueron pioneras en la lucha por los Derechos Humanos. Frente a la urgencia de la desaparición de sus hijos, las Madres se organizaron por fuera de cualquier canal institucional o poder establecido. Hoy las mujeres nos levantamos masivamente contra los femicidios, la violencia de género y la trata de personas. Ante la complicidad de las fuerzas de seguridad, de jueces y de políticos, se alza una lucha que nace fuera de las entrañas del poder en defensa del derecho más básico de un cuerpo a existir, con pleno derecho, con plena posibilidad. Quienes atacan hoy a la lucha feminista la tildan de ser parcial, propia de un grupo de feminazis, de adolescentes de clase media porteña, de intolerantes. Y a las Madres se las acusaba de locas. Cuando en realidad se trata de movimientos por naturaleza universales, inclusivos, plurales, que apelan a lo que todos compartimos y, sobre todo, a una sensibilidad política cuya vitalidad nos interpela a todos.
Este carácter vital se afirma en las movilizaciones del 24 de marzo, así como en las marchas del movimiento feminista. Frente a la violencia, los cuerpos salen a la calle con pañuelos blancos y verdes, bañados en glitter, bailando danza afro, murga, tocando sikus o tambores, llorando, cantando, gritando, abrazándose y dejando que corra la emoción en el cuerpo. Son marchas performáticas, donde salimos a disputar un lugar en la lucha por definir lo que consideramos justo.