Anarquía Coronada

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Oíd mortales // Lila María Feldman

Nuestro mundo jamás se ha caracterizado por la igualdad, en cuanto a su administración de bienes y servicios, ni en cuanto a Derechos y garantías, ni aun en su distribución o reparto del tiempo y el espacio. “Lo común”, podría decirse que es una declaración siempre inexacta, siempre sujeta a los efectos y condiciones desigualantes, históricos e innumerables. Pero es también una construcción y una búsqueda irrenunciable. La libertad, no es entonces un bien del que disponer, ni un derecho o acceso al consumo, ni una expresión más de la propiedad privada, ni tampoco la capacidad de imponer deseos, sino la brecha que se construye singular y colectivamente cada vez que achicamos, disminuimos, desarmamos y combatimos el predominio de la desigualación, y construimos un “común”. Esta pandemia, una vez más, y en forma exacerbada, visibilizó que la desigualdad no es un sustantivo sino un verbo, no es un dato natural y estable sino una forma de distribuir recursos, entre los cuales también se hallan el espacio, el tiempo, las certidumbres, el futuro, la salud, etc. Se conjuga en acciones, se sostiene en políticas, se decide cada día. Por ello no se saldará únicamente con la vacuna. En estos días, precisamente, a muchos de nosotros nos toca experimentar ese verbo en acciones que nos comprometen, nos interpelan en nuestras decisiones, las más personales, aun cuando entendemos que incluso ellas mismas están sujetas a decisiones políticas.
Oíd mortales: la libertad no es nuestro signo distintivo sino –en ocasiones- para tantos de nosotros al menos, la búsqueda de igualdad, la batalla por hacer de nuestro mundo el espacio de lo común, y achicar los efectos de la desigualación. En principio hacerla visible. Hablamos de la vacuna, pero estamos hablando de política.
Hoy “me tocó” vacunarme… empecé así a escribir este texto. Pero no es cierto. Hoy pude vacunarme, tuve ese privilegio, y ejercí el derecho a hacerlo. Sin embargo, estos han sido y siguen siendo días de fuertes cuestionamientos. Hoy decidí vacunarme. Con mucha emoción, con mucho alivio, también con fuertes ambivalencias. Ayer hablaba con mi amiga Delia, psiquiatra infanto juvenil, quien se ha pasado la pandemia en su cargo en el Hospital público, trabajando sin pausa. Ella aun no pudo vacunarse. Tenía un turno para hacerlo pero el mismo fue cancelado. Tampoco Carlos, psicólogo de guardia en el Hospital Ricardo Gutiérrez. El no fue vacunado aún, a pesar de estar en la primera línea durante todo este largo e intenso tiempo. No saben, ni siquiera, si podrán hacerlo, o cuándo será eso. Entonces, cuando me inscribo en la página del Gobierno de mi ciudad, ejerciendo el derecho y la libertad de hacerlo, sé que lo hago sobre capas y capas de injustísima desigualdad. Lo hice gracias a la ayuda de mi amiga Marianella, que tiene oficio y velocidad en el manejo informático, porque si por mi fuera no hubiera llegado a hacerlo antes de que volaran los turnos disponibles. En unas dos horas o menos volaron. Los que llegamos a tiempo, pasamos por la Cancha de River y recibimos la vacuna. Somos profesionales y trabajadores de la Salud. ¿Eso  basta para recibir la vacuna? ¿eso basta para merecerla? Puedo dar mis razones para haber ido, las mías tan personales. No creo que sean suficientes. No anulan el profundo malestar que tengo. Mi madre, trabajadora incansable y apasionada de la salud, en la que ha comprometido toda su vida, integrante de uno de los grupos de riesgo, también llegó a anotarse. Tantos, tantísimos otros más necesitados que yo, no lo han hecho. O por no llegar a tiempo, o por carecer de los medios. Por supuesto no habría vacunas para todos. No las hay. ¿Por quiénes empezamos?
El sistema de Salud históricamente en nuestro país lleva la marca de la desigualdad, y de la irracionalidad también. Los trabajadores de la salud en el ámbito público no necesitan aplausos. No recibieron en tantos casos ningún aumento de sueldo. Pero sí merecen ser prioridad cuando hablamos de vacunas.
Hablar de lo común implica hablar de las políticas desigualantes que lo ponen en jaque. Implica hablar de las políticas negacionistas y desestabilizadoras, por ejemplo las que cuestionan la eficacia de la vacuna. Pero también de las políticas que hacen de la injusticia y la irracionalidad, un verbo. La eficacia de las políticas me preocupa tanto más hoy que la de la vacuna.
Decidir vacunarnos fue estos días para muchos una decisión imposible. Tomada con la vertiginosidad del apuro, y el deseo de recibirla. Pero también soportando la arbitrariedad de esa injusticia. Hoy en la fila una compañera a la que reencontré me contaba de sus lágrimas cuando sin darse cuenta si era cierto o no, con la velocidad de sus dedos sobre el teclado, verificó que sí: le habían otorgado el turno y la gracia. Pensó en su mamá diabética. También pensó en ella. ¿Deberíamos no hacerlo?
Yo preferiría no tener que tomar estas decisiones. Y sentir que hay un sistema de razones y políticas que me amparan, a mí y a todos. Ese es el espacio de lo común.
Oíd mortales, mortales somos todos. Aterrados, poniendo el cuerpo algunos más que otros, algunos con más margen para hacerlo. Oíd mortales, la libertad no es la gracia de la oportunidad o de la arbitrariedad, o del poder que dan ciertos medios para disponer de ella. No es la del más fuerte, o la del más veloz. Tiene que ser de todos. Y tiene que empezar por donde lo común fue verbo. El verbo encarnado en el cuerpo de quienes trabajan por lo común.
No teman, mortales. El comunismo no se aplica en vacunas. Es responsabilidad de todos, cada día, ver qué hacemos de lo común.
 

Salud mental hoy es no acostumbrarnos // Lila M. Feldman

Primero entró el agua. No entró de golpe. Y al principio parecía que podíamos prepararnos.
Como en toda inundación, tratamos de poner a salvo lo que podíamos.
Había una cierta altura posible aún donde poner los abrazos. Los encuentros. Los mates impunemente compartidos. La ingenuidad de una mano sobre otra. Tocar el mundo libremente, y ser tocados por él. La desprolijidad y la improvisación. Un beso.
Pero hubo un momento en el que el agua nos tapó y no nos dimos cuenta. La ventana pasó a ser un límite infranqueable. La puerta el umbral que divide lo sucio y peligroso de lo limpio y a salvo. Los miedos ya no eran un problema sino un marcador de riesgo…del otro. La sospecha una herramienta. La denuncia una obligación social o un cuidado. La ilusión un escape para crédulos. El apocalipsis, el derrumbe, el tsunami y el naufragio dejaron de ser figuras de delirios, fantasmas y locuras. El sueño es nuestro último refugio. El futuro un lugar incierto para un tiempo incierto.
Lo peor fue darnos cuenta.que el agua podía taparlo todo. Nos acostumbramos a respirar bajo el agua. Seguimos aferrados a costumbres, más habitantes de las casas que nunca. La música y el sueño nos siguen transportando a los que fuimos. A veces nos calman y otras son sal en la herida. En músicas y sueños aún viajamos.
Ya no nos prometemos una fecha en la que el agua se irá, y el mundo ya no volverá a ser lo que era. Será una Pompeya de seres congelados, petrificados y polvorientos? Ya no hacemos planes, la ropa nos hace bromas desde el ropero, es colorida acumulación de inutilidades y absurdos.
La locura tendrá que inventarse otros delirios, lo imposible y las distopías parasitaron nuestra vieja cordura. 
Entonces, mientras el agua sube y con ella aumenta la potencia de lo irrespirable, habrá que inventar alguna «altura» en la que ponernos a salvo.
Adaptarnos bien es perder la cabeza. 
Salud mental hoy es no acostumbrarnos.

La narración como acto político // Lila M. Feldman*

El psicoanálisis es un lenguaje y una escritura. Es un modo de conversar, un modo de estar presente, el tono y el clima de esa conversación. Esa conversación suele tener lugar en un consultorio (otras veces en el pasillo de un hospital, hoy en la materialidad que han tomado las videollamadas, conversaciones telefónicas, cartas), o en algún otro lugar, pero también continúa entre una sesión y otra. Nos volveremos a enterar en la sesión siguiente, todo lo que esa escritura siguió escribiendo a lo largo de los días, a veces sobretodo es el paciente quien lo hace, y muchas otras el analista. 

El psicoanálisis también es una forma de la memoria. Una memoria particular, que permite que conserve vivo en mí, aunque no piense en ello durante un tiempo largo o pequeño, la historia de cada paciente y la historia del tratamiento. Nunca deja de asombrarme acordarme tanto: detalles, pequeñeces, gestos, relatos, que puedo olvidar incluso pero frente al paciente inmediatamente recupero, en “atención flotante”.

El psicoanálisis cura y crea. No cura todo, ni cura siempre, pero cura cuando crea.

Crea. Por supuesto, hablo de crear. Pero también hablo de creer. ¿En qué cree un psicoanalista?

Lxs analistas necesitamos creer, en la medida en que recibir a un paciente y embarcarse en ese viaje, implica, lo sepamos o no, realizar una enorme apuesta. Lxs analistas nos desanimamos muchas veces, pero creemos. Creemos en lo que escuchamos. Y en lo que hacemos. El psicoanálisis no es una técnica, ni un procedimiento. No hay dos pacientes iguales. Ni dos analistas iguales. Sí es un método. Sabemos desde dónde hacemos, mientras que no sabemos lo que hacemos, mientras toleramos no saberlo, o ponerlo en suspenso.

La posición del analista consiste, para mí, en recuperar lo que hicimos para pensarlo, lo que hicimos porque estuvimos disponibles. Asociación libre y atención flotante son brújulas invariables, también lo es la teoría. El resto se construye. Lxs analistas creemos porque sabemos que en algún momento arribaremos a tierra firme. Y es ese arribo lo que resignifica y sostiene todo lo anterior.

Lxs analistas creemos entonces en la escucha analítica. Y le creemos al paciente. Le creemos a sus dolores, a sus sueños, a sus errores, a sus inventos, y a sus delirios. Muchas, tantas veces, tenemos la impresión de no haber sido del todo escuchadxs por el paciente, o no saber con certeza cuánto unx (analista) escuchó. Hasta que ocurre alguna intervención que en el discurrir de asociaciones de alguna sesión, detiene las dudas e interrogantes, las vacilaciones, y confirma, sin lugar a dudas, y a veces de forma conmovedora, que allí hubo escucha.

Escuchar no es oír, es oir y leer. Es leer con la oreja y el cuerpo. Y ese leer hace escribir.

Si no escribimos, si no narramos lo que hicimos en el tiempo y en el espacio de ese encuentro, entonces el psicoanálisis sólo será una abstracción. Una declamación.

Escribimos para preservar la abstinencia. Para poder dar lugar a aquello que nos marcó fuertemente. O porque nos angustió, o porque nos emocionó, o porque nos modificó. Para que eso sea inolvidable. Para no poner a jugar esa afectación en la transferencia. Porque no somos neutrales, pero nos abstenernos. Por eso escribimos. En última instancia, lo necesitamos.

Lo ensayístico (el ensayo como método, no sólo como género literario) tiene mucho que ver con el psicoanálisis. Freud escribió la Interpretación de los sueños a partir del autoanálisis de los suyos propios. El psicoanálisis empezó siendo autobiográfico. Freud se situó como sujeto soñante y como psicoanalista. Contar la propia vida-experiencia fue entonces la manera de legitimar un camino de conocimiento. Así lo fue para Montaigne, también lo fue y lo sigue siendo para el psicoanálisis. No hay camino de conocimiento que no implique la necesidad de narrar algo propio. El coraje de narrar. Cada pensador, cada auténtico pensador, tiene que emprender “la invención de lo propio”. Dar lugar a lo más propio requiere un acto de invención-ficción.

La escucha analítica es tributaria de ese particular juego: sostener-practicar-afirmar un juicio, suspendiendo el juicio, a la vez. El par asociación libre-atencion flotante sigue la pista de ese camino filosófico.

¿Qué es ese relato que -a través de la invención-ficción va en busca del mayor apego posible a la verdad y autenticidad de una experiencia? Sabemos que la verdad es singular y cambiante, no absoluta ni definitiva. Tampoco es algo abstracto. La narración de lo singular es la mejor manera de dar cuenta de una práctica.

Lo que posibilita afirmar juicios es la propia experiencia, no simplemente un razonamiento desencarnado. Camino de conocimiento que se sostiene en la autoridad de la experiencia: decisivo para la filosofía moderna. Y para el psicoanálisis. El acceso al saber arraiga en la construcción de un método. No una técnica (acerca de esto hay mucho trabajado y escrito por Ana Berezin y Eduardo Müller, quienes sostienen que la técnica incluso puede volverse una resistencia al método). Puede ocuparse sobre cualquier asunto, no únicamente sobre lo solemne. No hay temas, ni tampoco caminos, privilegiados.

Sostenemos, y nos sostenemos, en la confianza en la palabra como operación subjetivante. En su capacidad de afectar y ser afectada, y de inaugurar o ampliar el campo de lo que puede el cuerpo en el lenguaje y lo que puede el lenguaje en el cuerpo (tomando a Meschonnic).

En Montaigne libro, o escritura, es metáfora de sujeto. Y vaya si lo es para nosotrxs. La clínica psicoanalítica no es la descripción semiológica de síntomas ni de un paciente en particular, ni la aplicación de una técnica o un protocolo, sino el relato de lo que un encuentro psicoanalítico puede. Y cómo ambos -paciente y analista- salimos de él modificadxs, afectadxs.

¿De qué se ocupa el ensayo?: de la posiblidad de narrar una transformación, un devenir, o un pasaje. “No pinto el ser, pinto el devenir” escribió Montaigne. Nosotrxs también hacemos eso: narramos un devenir. Narrando el trabajo clínico con pacientes también narramos el nuestro. Ese “devenir” es también “autobiográfico”.

“¿Por qué escribimos los psicoanalistas nuestra práctica? ¿Por qué elegimos narrarla, con todas las dificultades que ello presenta? Primero diré que para no quedarnos solos. Y luego, elijo responder con estas palabras de Pontalis: para el psicoanalista,

“[…] hacerse de un nombre debe entenderse también en un sentido literal, el de darse un nombre propio, porque, más que nadie, él se ve confiriendo, por el efecto de la transferencia, tantos nombres que no son el suyo; escribir, para él, sería un medio privilegiado para dejar de ser un ‘prestanombres’ […] Convertirse en autor también podría entenderse literalmente como aquel que quedó disponible, a lo largo del tiempo, para tantos personajes en busca de autor… En cuanto al propósito de comunicar su experiencia y sus hipótesis […] ¿Cómo podría el análisis arreglárselas sin esa prueba del tercero que viene como a asegurarle que él no es solamente la víctima de su propia fantasmática, que debe a la vez ‘divagar’ –sin lo cual no hay invención- y dar a sus pensamientos más extraños una forma bastante consistente para que el otro pueda percibir sus contornos y apreciar su validez?”.

Narrar la clínica psicoanalítica es un acto político. Narración implicada: contar qué de esa experiencia nos ha interpelado, contar cómo, de qué maneras, pusimos el cuerpo y la palabra, y como ello devino escritura-lectura nueva. Para lxs pacientes, y para nosotrxs, lxs analistas.

Hace unos pocos días me encontré con un posteo en Facebook, que me resultó primero violento, luego provocación, luego oportunidad para volver a pensar, para verme interpelada, para también interpelar. Se cuestionaba las publicaciones que divulgan fragmentos de nuestra práctica clínica. Al respecto, quiero compartir algunas apreciaciones y distinciones que considero fundamentales.

Una cosa es el acto obsceno de mostrar por demás, de exhibir, un fuera de lugar, un ataque a la privacidad que todo encuentro clínico exige, el derecho a la intimidad. Las “presentaciones de enfermos”, son un ejemplo de exhibición indigna (lúcidamente cuestionadas en un artículo escrito por Julián Ferreyra y Tomás Pal, “¿Presentación de enfermos? Psicoanálisis, enfoque de derechos y salud mental. Primera parte: la exclusión de Freud”) Otra, bien distínta, narrar. La narración, por todo el recorrido que antecede estas reflexiones, es una mezcla de ensayo-ficción-relato. Y no consiste en exhibir sino en sostener la legitimidad y eficacia de una práctica. Publicar: hacer público. ¿Qué hacemos público? Eso lo contesta cada unx desde una posición ética, con todo el respeto, cuidado y pudor que merece aquello que nos dispusimos a narrar. Pedimos autorización, desfiguramos, modificamos,  ficcionalizamos.

Narrar no es territorio del chisme o la exhibición, ni busca el aplauso, pero sí nos compromete. Es un modo de ejercer el derecho, y la responsabilidad, de autor.

Rita Segato decía, pocos días atrás, que las narrativas son territorios en disputa. Vaya si lo son. 

En lo personal, me hartan lxs psicoanalistas que exclaman acerca de lo que hay que hacer, de los que sí es psicoanálisis (legítimo, puro, verdadero) y lo que no es psicoanálisis, pero que jamás se comprometen a narrar lo que hacen, cómo trabajan, cómo se arremangan.

Al mito del analista “mudo” no lo combatimos únicamente dentro de cada sesión, en nuestras horas de trabajo con lxs pacientes. También lo combatimos porque narramos.

Está lleno de libros y escritos, en los más diversos soportes, acerca de la teoría. ¿Cuántos hay acerca de nuestra práctica clínica? El contraste habla por sí solo. Otra pregunta es si queremos ser leidxs únicamente por psicoanalistas. ¿O queremos que el psicoanálisis sea una práctica en continua difusión? Yo me inscribo en lo segundo.

Freud construyó la teoría y el método psicoanalítico también divulgando su experiencia y quehacer en la clínica. Sus avances, errores, aciertos y desaciertos, los ponía en juego. De ello aún hoy seguimos aprendiendo. También cuando escribimos.

                   *Psicoanalista y escritora.

Resonancias a partir de una pregunta de Tamara Tenenbaum y un texto de Lila Feldman // Emiliano Exposto

En conversación con Diego Sztulwark en un video filmado por la productora Fiord como motivo de las charlas en torno al libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Tamara Tenembaum se pregunta: “lxs psicoanalistas dicen salud mental es amar y trabajar. ¿Pero en qué mundo?” La sugerente pregunta de Tamara fue retomada por Lila Feldman en su texto publicado en Lobo Suelto! titulado “¿Salud mental es amar y trabajar”.

Quisiera aprovechar la oportunidad para alojar los interrogantes de Tamara. Escribí este texto rápidamente, en un rapto de entusiasmo para intentar amplificar una serie de intercambios que venimos teniendo con Lila. Con quien nos unen las consideraciones históricas en torno al psicoanálisis en general y la comprensión socio-política de lo inconsciente en particular. Las resonancias rozitchnerianas, por decirlo de algún modo. Este escrito es menos una respuesta, que el intento de hacer proliferar las preguntas.

No estoy seguro si lo que digo es una obviedad, pero sería posible trazar una distinción metodológica mínima respecto de la relación entre salud mental, trabajar y amar. Una distinción precaria y provisoria, pues en las prácticas concretas se da todo mezclado, con sus complejidades históricas y variaciones conflictivas. Por un lado, podríamos ubicar la Salud Mental (con mayúsculas, se suele escribir así) refiriendo a un campo específico de instituciones, normativas, trabajadorxs, «usuarios», violencias, mediaciones estatales y privadas, derechos (la salud como un derecho), estudios especializados, relaciones de poder y resistencia, luchas concretas, modos de organización, cambio y resolución de conflictos, etc. Por otro, remitiríamos a la salud mental (con minúscula, según es usual leerlo), haciendo hincapié en una cuestión “existencial”, de formas de vida y devenires heterogéneos, un problema “antropológico”, por decirlo de algún modo. Guattari en conversación con Oury, creo que en Psicoanálisis y transversalidad, entiendo que sugería llamarle a esto “antropología histórica” o “aspecto metafísico” en torno a dicha faceta de la SM. Esto último, señala, Lila convendría concebirlo más como un «estado» que como un ideal, fin o condición existencial adquirida de una vez y para siempre.

En ambas maneras de entender la SM, creo, estamos ante prácticas concretas (libidinales, sexuales, ideológicas, institucionales, etc.). Es decir, la SM se conforma como una relación social de producción y reproducción, con sus agentes colectivos y actores particulares en una encrucijada compleja de dinámicas semióticas, derechos, mediaciones jurídicas, disputas, modos de circulación, discursos, canales de distribución, formas de consumo, etc. De manera que acuerdo plenamente con lo escrito por Lila: las definiciones en torno a SM son políticas y los contornos socialmente negociados en inmanencia a luchas de todo tipo (teóricas, institucionales, sindicales, cotidianas, etc.). La SM, entonces, se conforma como un campo de disputas. La política propiamente dicha comienza, según entiendo lo que dice Diego en la conversación con Tamara, cuando asumimos el carácter construido (por ende, transitorio, transformable, en disputa) y el estatuto problemático (cuestionable) de aquello que socialmente llamamos SM (en ambos de los sentidos delimitados).

Hago esta distinción metodológica porque tal vez ayude a pensar la pregunta de Tamara. Al menos es el modo en que resoné con el texto de Lila. En la medida en que comprendamos la SM como un campo de instituciones, normativas, “usuarios”, profesionales, violencias silenciadas, criterios de incumbencia, prácticas jurídicas, relaciones de fuerzas en torno a los derechos democráticos, etc., la Salud Mental constituye efectivamente un trabajo; o mejor dicho, comporta varios trabajos, divisiones del trabajo en cooperación social: los trabajos y formas de explotación de los agentes que intervienen en ese campo. Aquí también es probable que el amar sea una condición ética, por decirlo de cierta forma, de las prácticas de cuidado y hospitalidad que dicho campo necesita en sus diversas relaciones (entra las cuales, la relación “usuario” y “efector de salud” es una de ellas).

Por otro lado, podríamos considerar lo que llamé, por comodidad, el “carácter antropológico” o existencial. Decir antropológico, en este punto, ya es un problema, habida cuenta de que desplaza la pregunta imprescindible por la salud en general de los modos de existencia no humanos. Y, además, escotomiza los múltiples factores no humanos que intervienen en la producción de sufrimiento. No sé cómo tendría que denominarse, pero me sirve para la argumentación. De todas maneras, acá intuyo que se complica el tema del trabajar y el amar, y su relación históricamente (sobre) determinada con la salud mental. Pues conjeturo que, si bien sería preciso estudiar críticamente el tema, el anhelo de trabajo por parte de los “usuarios” internados en diversas instituciones podría considerarse como una demanda fundamental y urgente. Aunque, como me indican mis compañerxs de la Cátedra Abierta Félix Guattari de la Universidad de lxs trabajadorxs, en ocasiones ese argumento ha traccionado prácticas en las cuales el “trabajo con las psicosis» conduce a formas de trabajo no remunerado de los “pacientes” so pretexto de que “trabajar hace bien”. No sé cuál es la solución de ese último problema. Y menos aún el modo correcto de platearlo. Hay mucha gente que hace años viene pensando la cosa y activando al respecto. Solo resueno con sus preguntas. En torno al amar, es claramente elemental alojar el deseo de amar en este punto o faceta de la SM que llame, de modo impreciso, “antropológica”. 

Ahora bien, considero problemático sostener que el trabajo es condición de salud mental en la vida cotidiana «normalizada» del capitalismo. La relación aquí entre amar, trabajar y SM, me pregunto si no precisa de una historicidad que lo situé en condiciones materiales, simbólicas e imaginarias de existencia específicas. La obra de Freud está plagada de dicotomías o dualismo: pulsión de vida y muerte, pulsión sexual y de auto-conservación, etc. Amar y trabajar es una de ellas. Correspondiendo esta última con la división desigual, jerarquización sexogenerizada y escisión específicamente patriarcal-capitalista entre reproducción social y producción señalada por los feminismos, o entre “no-valor” y “valor” según la consideración crítica de Roswitha Scholz en El patriarcado productor de mercancías. Lo que Freud llama amar, muchas veces, no es otra cosa que trabajo no pago.

El trabajo actualmente existe como tal bajo una forma determinada históricamente: la forma capitalista. Sea como trabajo asalariado, trabajo “formal” o trabajo precarizado, o bajo sus modos productivos, reproductivos, cognitivos, afectivos, “inmateriales”, etc., el trabajo en el capitalismo tiende a ser configurado como trabajo capitalista. Trabajo concreto y abstracto, según la distinción de Marx, coherente con la forma dual de la mercancía (valor de uso y valor). Trabajo social productor de mercancías realizado de manera privada e independiente, en una sociedad donde la reproducción y sostenibilidad de las vidas es definitivamente contradictoria con la producción de ganancias y acumulación de capital. Es en este marco que el trabajo capitalista, nunca está de más recordarlo, constituye una relación de explotación clasista, generizada, racializada, etc. Dejours, publicado por Editorial Topia en nuestro país, ha argumentado largamente sobre la relación (incluso etimológica) entre trabajo y sufrimiento. El trabajo capitalista y la forma valor, en nuestra sociedad, son los principales dispositivos de subjetivación social. Y el trabajo en estas condiciones históricas entonces, me parece, oficia como fuente productora de malestar social. Una relación social de mediación a partir de la cual se fundamenta y organiza la integración a la dominación capitalista. En este marco trabajar no es salud mental, incluso cuando sea anhelable o mejor dicho cuando es necesario tener un trabajo o alguna forma de reproducir la propia vida para aquellos que no tenemos otra cosa que nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir. Marx, para mí, sigue siendo una brújula cardinal en este aspecto. “No se puede politizar nuestras enfermedades y dolencias si no politizamos nuestra vida cotidiana, empezando por aquella actividad gracias a la cual nos mantenemos vivos, el Trabajo”, me decía el otro día un amigo en un intercambio por redes sociales. El trabajo no dignifica. Y tampoco se trata de liberarlo. El problema básico es abolir el trabajo capitalista en tanto relación social de explotación generadora de sufrimiento desigual en los cuerpos concretos. Toda “enfermedad mental” es política. De modo que la pregunta por el trabajo y la SM no puede abstraerse de las formas concretas de enfermedad, sufrimiento y “tratamiento”, lo cual conllevaría a poner en cuestión toda la “vida cotidiana” en la que vivimos para trabajar y trabajamos para vivir bajo el mando del capital. Esto es, no separar la politización del malestar de la puesta en cuestión radical, en un sentido emancipatorio, de las relaciones sociales del Estado, la propiedad privada, la explotación de clase, las opresiones de raza-género, las dominaciones capacitistas, etc.

El padecimiento social en líneas generales depende, efectivamente, de las formas mediante las cuales organizamos la cooperación material, es decir de nuestras relaciones sociales, sexuales, deseantes, económicos, políticas, etc. El sufrimiento nunca es una “cuestión privada”, sino el efecto complejo y desigual, contingente particularmente y necesario socialmente, de las relaciones de producción, intercambio, reproducción, consumo y distribución en las cuales estamos todxs metidxs. El capitalismo, lo sabemos hace rato, funciona como una fábrica global de mercancías y subjetividades. Una máquina indiferente al malestar que asimismo suscita, productora de muerte, crisis y enfermedad. Las personas particulares somos un momento concreto en la experiencia del sufrimiento social históricamente producido. Puesto que, en efecto, las contradicciones y antagonismos históricos se elaboran y verifican conflictivamente en los dramas concretos de los cuerpos particulares que los producen y reproducen. De allí la necesidad de vivir lo “personal” como índice de elaboración, combate y resistencia ante lo “impersonal”. La transformación permanente de las prácticas económicas, éticas, sociales, sexuales, psíquicas y deseantes de la vida en común, es el reverso ineludible de la transformación inmanente de aquello que padecemos y del modo desigual como lo padecemos. De allí la importancia, estratégica me gustaría denominarla, que una revolución del inconsciente se abra hacia el horizonte de una transformación revolucionaria de la sociedad en su conjunto.

Retomando los términos de Diego en el libro que suscito la conversación con Tamara y esté intercambio entre Lila y yo, una política comunista del síntoma en torno a la salud mental en relación al trabajo como relación social productor de malestar en el capitalismo, solo la encuentro pensable desde una perspectiva anticapitalista. La salud en general y la salud mental en particular, y en esta coyuntura se torna evidente, configuran un campo estratégico de una lucha de clases generalizada en todos los poros de la sociedad. Un campo imprescindible para las prácticas de combate político, cultural, ideológico, etc. Y allí la problematización del trabajo social como generador de “enfermedad” será obra de lxs propias trabajadorxs, o no será. La tarea creo que consiste en problematizar radicalmente, en las prácticas, las relaciones sociales que producen y reproducen el malestar y la llamada “enfermedad mental” como necesidad. Marie Langer o Franco Basaglia, entre muchxs otrxs, entendieron estos problemas hace algunas décadas. Y quizás en el campo psicoanalítico se trate, como bien se viene insistiendo un poco por todos lados, de restituir ese archivo a partir de nuestras propias preguntas, desafíos y luchas históricas.

 

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