Anarquía Coronada

Tag archive

libro

Engendros: «Es la convicción de que esos problemas que me llevaron a escribir no son solamente míos» // Entrevista a Pedro Yagüe

Por León Lewkowicz y Facundo Abramovich

 

Roland Barthes dice una cosa muy linda en un texto: cuando uno lee un texto cada tanto levanta la cabeza y se queda pensando en las cosas que asocia un poco lentamente con ese texto. Si se escribiera eso que se piensa cuando levanta la cabeza de forma distraída sería un ensayo. 

Eduardo Grüner

Propongo una conspiración de huérfanos. Intercambiamos guiños. Rechazamos las jerarquías. Damos por asegurado que el mundo es una mierda e intercambiamos historias sobre cómo logramos arreglárnoslas pese a todo. Somos impertinentes. Más de la mitad de las estrellas del universo son huérfanas y no pertenecen a ninguna constelación. Y transmiten mucha más luz que las estrellas que forman parte de una constelación.

Confabulaciones, John Berger

En horas se presenta el libro Engendros de Pedro Yagüe, editado por Hecho Atómico Ediciones. Es el primer libro del autor y consiste en un conjunto de ensayos que escribió tomando como excusa (y no como fin) a una serie de amigos: Barrett, Mansilla, Fogwill, Gombrowicz, Lamborghini, Carri, Asís, Viñas y Rozitchner. Se trata de encontrar en sus aperturas, tensiones, choques y afinidades un espacio desde el cual pensar. Es el ejercicio de construir las coordenadas propias, un nosotros implícito. La escritura como el modo de constituir un espacio, un lugar, que va dejando de ser utópico sobre la marcha. Quizás sean los propios enojos y fracasos con la época los que lo acorralaron en estas coordenadas.  Lo cierto es que Engendros, este pequeño y hermoso libro, merece ser discutido porque, más allá de los autores/amigos que recorre, es una reflexión sobre el estado de situación del campo intelectual, poblado de consensos, en sus «formas» académicas y no académicas, en sus «contenidos» progresistas y ultra-izquierdistas.

Decir más sería inadecuado. De aquí en más nuestro diálogo con él.

Presentan Diego Sztulwark, Silvio Lang y Pedro Yagüe
  • ¿Por qué escribiste este libro? ¿Por qué se llama Engendros?

El libro es el resultado de una serie de escrituras que empiezan en el 2013 con la revista Nuevos Trapos. La idea de la revista surgió a partir de una serie de conversaciones con Joaquín Sticotti, en las que nos dábamos cuenta de que necesitábamos crear un espacio nuevo para escribir y publicar las cosas que veníamos pensando. A partir de ahí empieza una serie de textos: algunos están ahí, otros en Lobo Suelto, la mayoría no publicados. Con el paso del tiempo empecé a encontrar un eje común en todos esos trabajos. Una pregunta en torno a la escritura pero, sobre todo, una pregunta en torno a lo que quiere decir hacer, producir algo y la relación que eso tiene con la propia afectividad. Entonces aparecieron estas figuras: Viñas, Rozitchner, Lamborghini, Fogwill, Asís, Carri, Barrett, Mansilla, Gombrowicz. En cada uno encontraba algo distinto que aprender. Y así tomó forma el laburo, la búsqueda. Entendí un poco lo que quería, lo que necesitaba, lo que me andaba faltando. El libro es un registro de ese camino. No es un laburo exegético ni erudito. Es una búsqueda de imágenes de las que alimentarme. En ese sentido, es un trabajo muy iniciático, que quizás hoy ya siento viejo. Por eso el nombre Engendros. No solo porque se confunden entre sí y se arma algo bastante impuro entre todos ellos, sino también por esa idea de engendrar que contiene la palabra. Siento que en ese camino se terminó de engendrar algo.

  • Vos estudiaste Sociología en la UBA. ¿Cómo y por qué entrás en el mundo de la literatura? ¿Por qué la política desde la literatura?

Había algo del orden de lo social y de lo político que encontraba mejor pensado en la literatura que en los textos propiamente políticos, teóricos o académicos. Esto se me apareció muy claramente cuando empecé a leer a Fogwill. Me interesó pensar hasta qué punto juega en él su formación. Pienso en él como sociólogo, en Piglia -que no está en el libro- como historiador: cada uno a su manera llevó su formación al campo literario. En los dos me encontré con una forma profunda de pensar lo histórico y lo social a partir de la literatura. La indagación de lo social a través de novelas, cuentos, poesías me parecía mucho más fructífera y estimulante que a través de papers y textos de ese estilo que tengo que leer para mi trabajo -soy becario doctoral así que, por ahora, estoy condenado a eso-. En Engendros esto aparece en muchos sentidos. La escritura de este libro fue una búsqueda, una intención de pensar por fuera de los consensos y estilos de la academia, sin que eso implique renegar de las preguntas que la academia supuestamente piensa. Ahí la literatura se me apareció como un modo de pensar desde otro punto de vista, con otro alcance, otro efecto. Hay más pensamiento, sensibilidad y comprensión en “La larga risa de todos estos años” que en cualquier texto teórico/académico sobre la dictadura. En el caso de Rozitchner, que sí es un teórico, creo que su escritura tiene algo del orden de lo ensayístico y lo poético donde sí aparecen vinculadas estas dos cosas: una afectividad propia de lo literario y una analítica propia de la teoría.

  • Da la sensación de que era un libro escrito en una época donde te costaba escribir. Ligado a eso, en todo el libro hay una idea de salir de la quietud a través de la escritura, empezar a moverse. Y en ese salir de la quietud, encontrar amigos. ¿Cuál es la idea de la amistad/enemistad en la lectura y escritura?

Me quedé pensando en lo primero, en si efectivamente era una época en la que me costaba escribir o si no era una época donde en realidad estaba empezando a pensar qué era escribir. En los primeros meses de Nuevos Trapos me acuerdo de haber escrito unos poemas realmente malos, que espero no haber mandado a nadie. Qué se yo. Era escribir y escribir para ver qué pasaba. Rozitchner dice que uno escribe para salir del entumecimiento, para movilizarse, para incomodar(se). Me parece que va por ahí. La escritura como una operación por la que uno se traslada a un espacio, a un tiempo, a un orden de la afectividad. Y ves qué te pasa. Cómo te sentís, cómo te ves ahí, si te gusta, si te dan ganas. En ese sentido, sí, siento que la escritura apareció siempre como necesidad de una movilización interna, pero al mismo tiempo con la intención de producir algún efecto, es decir, que otros lo lean y se enojen o amiguen con lo que uno dice. Sobre todo que se enojen. Lo peor que puede pasar es la indiferencia. Te soy sincero: si escribo y nadie se enoja con lo que escribí siento que hice algo mal, que pifié en algo. A veces uno cae en chicanas, en burlas fáciles de las que termina arrepintiéndose. No me refiero a eso. Sino a ese decir que pone al cinismo o la impostura del otro en evidencia. Ahí aparece la culturra de la que habla Lamborghini. Es la risa que se burla de la solemnidad de la cultura y de todo ese caretaje. En el medio de todo eso aparecen aliados, gente con la que uno comparte ganas, risas, odios. Son esos con los que uno se junta a charlar cuando a partir de lo que se dice se arma un efecto de sentido. Siempre algo diferente a lo que uno imaginaba cuando estaba empezando a escribir. Pienso a Engendros como una botella al mar. Puede no llegar a nadie o llegar a personas que uno ni se imagina. Ahora me siento en la orilla, intentando ver adónde va.

  • ¿Y lxs enemigxs?

Esos creo que existen de antemano. Los tengo muy presentes cuando escribo. Quizás demasiado. Por eso me funciona tanto la idea de Rozitchner del pensamiento como combate. Siento que hay una diferencia muy clara cuando uno escribe para uno o para publicar. Cuando era pibe, no sé, tendría 15 años, iba a jugar a Centenera y autopista un torneo de fútbol 5 con mis hermanos que tendrían, no sé, 18 y 23. Y ahí pasaban otras cosas que cuando jugaba con mis amigos. Con mis amigos boludeaba, me daba medio igual. Pero cuando jugás en un torneo, tenés una concentración, una disposición, unos amigos, unos enojos, una rigurosidad, que uno no tendría nunca sin esa «competencia». Publicar lo que uno escribe se parece a esos torneos. Uno se somete a una obligación de rigurosidad que de otro modo no tendría.

  • Esa idea de combatir para comprender de Rozitchner es hermosa. Al mismo tiempo, pareciera que es fácil de enunciar y que lleva a imágenes fáciles de lo que podemos pensar como combate, como un boxeo, y no parece ser eso lo que quiere decir. ¿Qué es, entonces, para vos, el combatir para comprender?

Es cierto. Es muy seductora la imagen de «combatir para comprender». Ya en su enunciación pareciera implicar una acción, una inestabilidad, que no necesariamente implica. Ahora… ¿Qué sería combatir? Creo que en primer lugar es incomodarse. El combate es poner el cuerpo en juego, ponerse uno mismo en juego, arriesgarse, asumir las consecuencias. Y jugar. Es salir a la cancha y bancársela. Y ver si hay riesgo: esa sensación es un buen índice para ver si uno se la está jugando, si uno se pone a uno mismo en juego. Y en todo eso surge la posibilidad de jugar, de inventar relaciones, de armar algo. Se me arma un poco así la idea de combate: arriesgarse, enfrentarse a un otro que no necesariamente está enfrente, incomodarse, llevarse a lugares donde no se sabe cómo se termina.

 

  • Lo ligaste a la pregunta anterior: ¿qué combates te diste en estas escrituras?

De nuevo voy a tener que nombrar a Rozitchner. No por pedantería, sino porque lo dijo él. Me hubiera gustado decirlo yo, pero lo dijo él. Combatir es combatirse, salir de esos núcleos de comodidad. Y en mí eso aparece en dos lugares: en la academia y en los mundillos culturales. En los dos es muy difícil encontrar discusiones reales, prima la camarilla, los grupos de amigos en el mal sentido, la autocomplacencia. No digo que todo sea así, pero es la lógica que predomina, sin dudas. Con respecto al discurso de la academia, me da la sensación de que de a poco se va agotando objetiva y subjetivamente. Subjetivamente, porque el académico ya no tiene el reconocimiento que antes tenía, ya no hay un deseo de llegar a ese rumbo, ni una productividad real que sea efecto de ese deseo. Objetivamente, lo obvio: hay menos guita. Esa decadencia tiene efectos y, probablemente, esté dando lugar a la aparición de discursos más ensayísticos, también efecto de la proliferación de plataformas virtuales donde escribir (blogs, revistas o facebook mismo). Quizás me equivoque, pero me da la impresión de que se vienen años en los que el ensayo va a crecer cualitativa y cuantitativamente.

  • Decís que ciertas formas de usar palabras son también formas de servidumbre. Y, luego, hablás del fracaso…

Sí, hay una frase de Los dueños de la tierra, de David Viñas, que dice que el fracaso es no servir. Y Viñas la repite y la repite. Entonces empecé a preguntarme por qué la repetía y si podía iluminar algo de lo actual. Ahí apareció cierta polisemia de la palabra servir: ¿el fracaso de no servir a alguien?¿El fracaso de no servir de algo? ¿El fracaso de no servir para algo? Ese miedo al fracaso de no ser útil, o de no servirle a alguien, de no ser siervo de alguien, no aparece en ninguno de los autores de los que hablo. Hay una productividad que aparece cuando uno se aleja de esos temores ligados a la servidumbre y a la utilidad. Utilidad y servidumbre, más allá de encontrarse en la palabra servir, tienen muchas cosas en común.

  • Por qué tu primer libro lo dedicás a construir una teoría de la escritura y de la lectura. ¿Cuál es la importancia?

Creo que cuando uno escribe, lee y reflexiona sobre su propia práctica, por añadidura viene una especie de reflexión sobre la lectura y escritura que vos generosamente lo ponés bajo el título de «teoría». Leía cosas que me gustaban mucho, otras que me hacían enojar y sentí la necesidad de escribir para diferenciarme. La escritura es una lógica de la diferenciación: afirmarse diciendo «yo no soy así», «yo no quiero ser así». ¿Entonces cómo? La diferencia permite encontrar un lugar propio, un espacio desde el que pararse. Los capítulos de Engendros son una especie de ética, de panfleto, que sienta las bases de un lugar desde el que me dan ganas de escribir. Lo vivo así.

  • ¿Qué ves que hay que recuperar del gesto contornista, tan parodiado? ¿Cómo se puede pensar la coyuntura sin coyunturalismo cuando, como dice Piglia,  pareciera que la memoria está ligada al presente: sólo se recuerda la situación actual?

Creo que existe un peligro cuando uno intenta recuperar un gesto: corre el riesgo de que no sea un gesto sino un tic, una repetición incontrolable, involuntaria, insoportable. Veo gente que intenta recuperar el gesto contornista. Pero recuperar el gesto no puede querer decir imitarlo. Ahí aparece lo que alguna vez leí que decía Fogwill que decía Freud: se puede o seguir a los maestros o seguir sus enseñanzas. Es decir, imitar lo que dicen o imitar eso que hicieron para poder decir algo propio. Imitar el gesto contornista no puede ser nunca imitar a Contorno. Tiene que implicar algo nuevo. Y no sé por dónde iría… Puede ser por ese lado que vos decís que yo digo. Eso de escaparle al bombardeo coyuntural. Salirse un poco de esa lectura compulsiva de las noticias, los diarios, para poder hacer una lectura sobre la coyuntura que no sea desde su propia lógica. Sí movilizado por la coyuntura, pero no teniendo que tocar F5 en InfoBae para ver sobre qué hablar.

  • Hay una cuestión con la primera persona en tu libro.. ¿Cómo la pensás?

Es un poco incómoda la escritura ensayística en primera persona, porque es muy fácil caer o en una grandilocuencia absurda o en una especie de melodramatismo autocomplaciente. Pero es necesaria. Es como cuando Rozitchner dice que Freud y los límites del individualismo burgués es un libro escrito en primera persona. Uno lee el libro y casi no encuentra un uso gramatical de la primera persona. ¿Qué quiere decir, entonces? Incluso en Materialismo Ensoñado. Rozitchner empieza diciendo «si nos tomamos en serio el carácter prematuro…». Pero si uno omite “el carácter prematuro» y lo que sigue, quedaría «si nos tomamos en serio». Hay algo muy productivo en la actitud filosófica de Rozitchner de tomarse en serio y hacer de eso un índice para la escritura. Sobre todo porque me parece que es algo que está en desuso hoy en día: prima una distancia analítica, muchas veces cínica, que te permite tener un contacto esterilizado con las palabras. Entonces uno siempre sale inmune, como si ni lo hubieran tocado. La idea de un combate es salir con alguna marca, con alguna mano bien puesta en algún lado. Voy a citar a Guillermo Moreno: “Las peleas no se tienen para ganar. Se tienen para tener”. Lo dijo una vez en lo de Mauro Viale mientras se patoteaban con Eduardo Feinmann. No es una cita de autoridad, pero la idea me gusta. Volviendo a la primera persona: me parece que está más dada por la presencia afectiva del autor que por su uso gramatical. Pero no es una primera persona que se regocije en su individualidad. Es un yo buscando un vos, digamos, buscando un diálogo. Es la convicción de que esos problemas que me llevaron a escribir no son solamente míos. Esto que me pasa frente a la academia, frente al mundo cultural es algo que nos pasa a varios. Y en ese “tomar distancia” puede aparecer la posibilidad de una apertura de un campo de teoría pensable, de experiencia posible.

  • El libro parece estar atravesado por una cierta soledad

Más que soledad, yo diría orfandad. Es una soledad distinta, una soledad sin padres. Y que justamente por ausencia de esa referencia de autoridad e identificación, arma la posibilidad de encuentros que podríamos llamar fraternos. Me parece que los últimos diez años fueron muy difíciles para crear este tipo de espacios. Al menos para mí, así lo viví yo. Los discursos estaban muy endurecidos, todo muy alineado en una dirección. No digo que ahora sea distinto. Pero sí. Hay una especie de soledad desde la cual llego a estos textos. También encontré una soledad en todos los autores que forman parte del libro. Son autores-solos (o sola, en el caso de Albertina). Es como dice Nietzsche sobre Spinoza: leyéndolo, encuentra una soledad de a dos. Suena a canción de Sabina, pero lo dice Nietzsche. Me interesa la idea de una orfandad no melancólica, no lamentosa. Una orfandad productiva: “No hay padres. Ok. ¿Qué hacemos con esto?”. Es un lindo desafío cuando la tentación actual pareciera ser amontonarse, juntarse, independientemente de lo que se quiera afirmar. Juntarse para no estar sólo: esta es la tentadora oferta del mundillo cultural. Es como la mafia: te hacen una oferta que no podés rechazar. Pero después el precio es alto. Altísimo.

Trímbolis y recórcholis: ¡qué novelita de verano! // Juan Pablo Maccia

Alentado por mi prima Laura, fanática de Adorno y novel peronista, dediqué todo el verano a leer un libro extraordinario (por lo extraño, lo extenso y lo zafado) llamado Espía tu vuestro cuello, memorias y documentos de trabajo (2004-2007) escrito por un tal Javier A. Trímboli, que se presenta desde las solapas como profesor de historia de la UBA y cuadro del aparato kirchnerista de la cultura vía ministerio de educación y la televisión pública.

La novela –por llamarla de algún modo- relata el aprendizaje de un historiador nacido en los últimos sesentas: clase media acomodada-Colegio Nacional Buenos Aires- coqueteo político filoperonista en el PC de Luder Vittel-docencia. Memorias de alguien que, triste, es consciente de que las instituciones que lo formaron esperaban más de él.

Aunque en el inicio puede desalentar (¿hay un lugar más trillado que la obsesión de un joven ilustrado con el peronismo montonero, justo cuando la historia garpa por ese tipo de simulacros?), vale la pena seguirla, al menos hasta la leer los cuatro capítulos que separan al primero del sexto y últimos, menos avasalladores.

Pero la segunda parte es excepcional: nuestro historiador ya no cabe en ningún discurso. Enloquecido en su propio humor se entrega –a partir de una ponencia en un curso de formación de docentes- a una narración brillante –incluso y no a pesar de lo disparatado- de historia argentina. La novela entera puede leerse como una reflexión demente sobre los años ochenta del siglo que nos antecede, desquiciada por la interlocución con Ramos Mejía y, a  través de ella, con no pocos episodios del siglo XIX en torno a los cuales se descubre el carácter de la nación añorada (como la observación crucial según la cual la batalla de La verde, en la que el propio Ramos fue militarmente derrotado, fue crucial en nuestra historia pasada por medio de la introducción del Remington, tecnología decisiva para la concreción del estado centralizado).

Se trata de un libro largamente esperado: la primera pieza escrita de una “alta cultura” kirchnerista (por eso me lo habrá reglado Lau, sabe que el kirchnerismo me aburre por lo berreta de sus voceros habituales). En él, y de un modo enteramente nuevo, se reconocen los problemas y las soluciones al interior de la estricta historia nacional. Si Beatriz Sarlo acusa a la Presidenta Cristina de aprender mal y a las apuradas la historia nacional, y Horacio González se esfuerza hasta lo indecible (llega incluso a discutir con Feinmann en un libro improbable de edición Planeta) por dotar al kirchnerismo de un poder de fundamentación dialogal, con la escritura de Trímboli nada de esto se hace necesario. No hace falta justificar nada (ni mal ni bien, ni contra ni a favor). Al contrario, alcanza con “romper el tapper” que hace de la última década un encriptado universo de sentido y volver a dar un paseo por extravagantes textos del pasado para hallar una ubicación natural en el presente.

Si por algo se destaca su escritura –burlona hasta el cansancio, sí, pero para nada banal- es por el modo en que se alivia la manía ilusoria de la argumentación. Página tras página nos adentrarnos con en comentarios de gran sutileza sobre las guerras decisivas del pasado, particularmente Malvinas, y sobre la dictadura y la herencia nefasta de los setentas; pero también sobre las capas de significación a las que hay que acudir para comprender eso que se llama historia; o sobre la calidad de las tareas que la nueva democracia dio a sus jóvenes (militantes o intelectuales, ese es el universo); y sobre el estado de perplejidad en que nos puso –y aún nos supone- el peronismo. Todo esto sin acudir un ápice a la solemnidad. ¡Al fin!

A mil kilómetros de la exposición universitaria, la afirmación militante y la retórica crítica, la oralidad del texto se vanagloria de navegar a favor de la corriente, apoyándose en todo tipo de frases y refranes de sentido común. ¿Cómo lo leerán los amigos dedicados a hacer de cada palabra un tramo clave en la batalla ideológica?

Hay algo de “proustiano”, ejem, en la escritura de la experiencia como aprendizaje del mundo (de desciframiento del tiempo); y de realismo conservador en la fina ironía con la que son desdeñados los temas y referentes actuales de la crítica política de la globalización capitalista (no da seguir a los autores que desde las europas prometen filosofías para un comunismo vitalista universal). Aún tomando en cuenta todo el patetismo que el autor encuentra en el recorrido de la generación a la que pertenece, su decisión es transparente: sólo en los hombres brillantes –y extravagantes- de la tradición nacional podremos hallar la luz necesaria para interpretar los enigmas del siglo pasado; la fuente de la cual extraer la fuerza para asumir las tareas del presente. Asunto de enigmas, pues. Porque la incapacidad proverbial  de las élites para dominar como se debe (se sabe: toda dominación instaura una relación de obligación mutua, en la que unos proporcionan protección a cambio de obtener a cambio, obediencia legítima; cuando no, el viejo Thomas Hobbes) acabó por excluir a las masas de toda posibilidad de convivencia nacional armónica. En esa falla en la voluntad de dominio sucedió lo que no debía, y sin embargo se veía venir: el peronismo.

Los puntos salientes de articulación de este razonamiento pueden ser captados, como decía antes,  no “a pesar” sino “gracias a” la desopilante fluidez con que se expone el des-encuentro entre cultura letrada y fascinación contrariada por las masas. En ese firmamento se alza la maestría de Ramos Mejía –que emerge así como autoridad fundamental -, así como el fastidio por sus herederos, el socialista Ingenieros y tras él, el comunista Ponce. Qué lejos han quedado esos nombres!

Pero bueno, ¿qué es lo que nos enseña Ramos?: que la guerra es el nervio de lo político; la locura el corazón de lo humano; el texto el elemento de la historia; y las masas una materia apasionada que jamás de los jamases hay que desdeñar, sino que como lo femenino en Maquiavelo, la fortuna, debe ser gobernada. Es este Saber el que habíamos perdido y hoy –nuestro tiempo, nuestra tarea – volvemos a reconquistar.

Novelita de verano, en la que desfilan los alucinados de toda laya que nos precedieron en ostentación de valores nobles: los hubo épicos, teólogos y racionalistas; todos ellos renegaron del comercio de los asuntos humanos, único referente atendible a la hora de esgrimir la filosófica “inmanencia”.

Gobernar – multitudes- es, pues, asunto serio. Sabe hacerlo quien aprende a leer los signos, primero en su propia vida, y luego en los otros, como Alcibíades (o nuestra Eva): el nuevo príncipe (o princesa). Y dado que en este amanecer de los pueblos está aún todo por hacerse, no cabe lugar para las reticencias. Toca a los intelectuales (léase: al nuevo historiador, mucho más que al filósofo) otorgar al Estado aquel fundamento del que carecieron nuestras clases dominantes, y que el peronismo vio frustrarse en 1976: darprotección a las masas, obtener por fin un orden vivible. No hay nación sin cobertura. Ramos, el autor de las “multitudes argentinas”, avezado lector de Le Bon, se nos anuncia, por fin, como el heraldo inesperado de un kirchnerismo aún por inventar.

¿Quién Habla? Lucha contra la esclavitud del alma en los call centers (Diciembre 2006) // Colectivo Situaciones

Para leer ¿Quién habla?: CLICK AQUÍ

Ir a Arriba