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Héctor Libertella: la literatura a seis mil pies de altura // Gastón Fernández

Es ya famosa esa frase de Fogwill -un poco altisonante, un poco chanta- en la que dice “escribo para no ser escrito”. Se volvió una suerte de lugar común, de frase fácil. Es, en cualquier caso, una respuesta posible a una pregunta siempre acechante, siempre capaz de estirarse, de ponerse en abismo: la pregunta de quién está hablando en un texto, quién habla a través de nuestra voz ¿el discurso, nuestra subjetividad, nuestra época, etc.? En realidad, la respuesta más certera es la que tira por la borda esa pregunta, la que se despacha con una ocurrencia centelleante, la que cristaliza en una frase, un gesto o una acción su desinterés por las reflexiones excesivamente profundas. Así funciona -y por eso gusta- esta frase de Fogwill.

La literatura de Libertella –sus críticas, sus ideas repetidísimas, sus obsesiones, sus chistes, sus slogans- parece deslizarse sobre ese tipo de preguntas y brindar una respuesta precisa. Sabe balancearse entre el juego y el análisis severo, entre la definición finísima y la ocurrencia disparatada, entre la lectura de la letra y el abordaje teórico o de género.

Una manera de entrar a su obra, una manera como cualquier otra, es señalar que Libertella siempre tiene grandes salidas, siempre te sale con alguna idea fascinante, plena de humor e ingenio. Unas ideas siempre arbitrarias, que solo reconocen al capricho del que habla como índice de verdad, una arbitrariedad que desconoce el imperio del signo, que no le interesa encontrar entre la práctica de escribir y la de leer (o de ser escrito) un intercambio comunicativo, una producción de sentido. Simplemente se propone la escritura de su pasión, la aceptación de una patología como la principal fuerza para enfrentar los miedos y las conveniencias, para conseguir una voz que pueda “transmitir sin comunicar”.

El que habla siempre es uno y habla porque sí, porque esa es su verdad.

 

 

Vivir atormentado de sentido

En estos tiempos de desesperación por alcanzar consensos y balances, en medio de esta crisis de sobreproducción de sentidos -que se intenta paliar con incentivos a la comprensión- se hace imperioso destacar su apuesta por la singularidad, su esmero por desmembrar los presupuestos culturales que pretenden acercarnos, que quieren convencernos de que no hay más remedio que entendernos. Y esa confianza en la comunicación se sostiene en una concepción del signo que hay que desbaratar. Libertella insistía en que la literatura es eso que siempre guarda resistencia a la interpretación, que siempre tiene un resto y que por lo tanto no es asimilable al pensamiento. Es por eso que su lector ideal no está del lado del lector culto y racional, capaz de descubrir todas las referencias de un texto, sino del que puede realizar en el acto de leer una experiencia propia. Es algo que solo recuerda haber observado en su infancia, cuando a los 10 años escribió su primera novela y la dio a leer a sus amiguitos que participaban de “un mundo un poco salvaje, sin lectura literaria, sin interpretación culta”. Esos son los lectores deseados, en los que deberíamos convertirnos. Es lo que busca el mismo Libertella: llegar a leer como un niño, leer como un mono, estar a la altura de su mito de origen: “a aquellos monos me debo, a esa manera de leer sin la prótesis de la opinión o la doxa”.

Esa inocencia, ese encuentro con la materialidad de la letra, es la que se impone en tiempos donde reinan las relativizaciones. De modo que si el ejercicio de la lectura ya no se limita a la búsqueda fría del punto de vista más certero y adecuado para comprender, sólo puede entenderse el sostenimiento de ciertas costumbres como un ritual absurdo, una hermenéutica de monjas de clausura (de sentido), esa pantomima solemne que viene a rellenar lo que no se ha dicho, un medida de salud pública que traduce la letra enferma, incomprensible.

Estas costumbres son, en los diferentes libros de Libertella y en nuestra actualidad: las decisiones editoriales, la crítica académica, los suplementos culturales, los grupos de estudio, los disidentes, los transgresores. En fin, se trata de cualquier forma de leer que procese textos para producir consensos, que fuerce el texto a decir eso que todos tenemos en común y no está dicho, que crea que lo no dicho es lo que hay que inventar y no el blanco sobre el que se escribe. Y se trata a la vez de esa impostura que se esmera en elaborar el interés y el entusiasmo que la lectura ya no genera por sí misma: “Un amigo me decía que leer ya le dolía un poco. ¿Acaso leer intensamente ya duele un poco porque pasó a ser una tortura que sólo cumple su disciplina física en los ghettos, en los patios cerrados de algún salón literario o en el seno de la Academia, como decir, sino, en los verdes campos de Treblinka?” Libertella no se sonroja al decir que este modo de leer (ni al sugerir que quizás todos) es aburrido. Estas lecturas ya no divierten a nadie –siempre solemnes niegan el carácter lúdico, siempre centrando no juegan el juego de las diferencias-. Solo pueden entenderse como el esfuerzo impostado de integrar comunidades, de tolerar bodrios para pertenecer a la cultura.

Frente a este tipo de posturas, impone su abordaje inocente, que parte de pequeñas iluminaciones, que encuentra en el barroco de Lezama y Sarduy un origen para entender lo latinoamericano y que arma su corpus con Puig, Lihn y Zelarrayán. Así responde a los grupos homologadores de sentido, esos que escarban en la hondura del signo para lograr abrirlo, interpretarlo y completarlo. Allá donde otros se buscan el cobijo de la cultura, Libertella propone una confianza en las pulsiones propias,  aunque uno termine leyendo su patología. Porque quien lee confiando en sus impulsos sabrá encontrar eso que la letra no dice y está en uno, esa diferencia que habita en uno mismo.

Cultivás tu aire ausente y despreocupado

Por eso en sus últimos libros se acerca a una escritura más fragmentaria. Como en El árbol de Saussure o Zettel, donde abandona la argumentación y la narración, de los que ya estaba cansado por ser funcionales al sistema de la comunicación, por considerarlas “una práctica tan esforzada que hoy por hoy ya genera aburrimiento (a mí; a mí ya me genera aburrimiento)”. Y por ser las características de esos géneros estancos dados en llamar teoría y literatura. Para desechar esa racionalización de la letra, se entrega a una lógica de mera yuxtaposición, de pequeños destellos, pequeños fogonazos que iluminan con una lógica particular ciertas partes del texto para oscurecer otras, para espesarlas.

Libertella decía que escribir bien o escribir mal son “dos fantasmas teológicos”, que se basan en “la eficacia mercadológica”, en el movimiento de oferta y demanda. Pero así como cuestiona el hecho de que toda publicación está condicionada por estos fantasmas, también sostiene la idea de que hay que saber para quién se escribe. El escritor debe pensar cuáles serán los efectos de su trabajo y debe elegir su papel en el mercado: “si aquí todo modo de la práctica se incorpora como una presencia ya prevista por el mercado, entonces toda mirada crítica –por materialista- lo registra y lo discierne en tanto ingenuo o deliberado, pasivo, violento, seductor…”

El señalamiento fulminante es que no es posible escaparse de la literatura. Que el mercado fagocita todo circuito escritor-lector, que tiene un lugar para la vanguardia porque todo posicionamiento puede capitalizarse. Repetía “allí donde hay un interlocutor, uno solo, se constituye un mercado”. Es, por lo tanto, abstracta y teórica cualquier formulación del afuera de la literatura, porque no puede sustraerse a la forma de circulación, al modo en que se determina su valor de cambio. Toda búsqueda de instalarse en un afuera implica una intención de esconderse de la literatura. Toda transgresión es, finalmente, lumpen. Porque se enorgullece de su marginalidad fingiendo desconocer que sus textos serán absorbidos por el mercado y porque no comprende la necesidad de llevar adelante la disputa por el sentido, de luchar por imponer nuestra verdad y no sentarse a esperar que otros lo hagan.

Por supuesto que la disputa no es frontal, que no están dados los medios para imponerle una voz al mercado. Pero lo que sí es posible, dice Libertella, es singularizarse, encontrar cómo decir a través de la astucia. Usa la imagen del caballo de Troya (esa imagen con la que comienza el género novela): poder entrar al terreno enemigo para desde allí desplegar nuestras ideas. La salida no es la transgresión para romper con el discurso que habitamos, sino la asunción del lugar que ocupamos, de nuestro lugar en el mercado. Se trata de una reivindicación del ghetto, porque en la afirmación estratégica de un lugar, en la práctica intensiva de una escritura personal, se puede trasmitir con más potencia y alcance: “si hay límite, acaso es una división que sólo estimula su deseo de pasear lo más extensamente adonde le esté permitido. Y hasta es posible que, según el tamaño de ese deseo, el ghetto sea más grande que la Aldea Global como conjunto”. Es, finalmente, un intento, en línea con Barthes, de hacerle trampas al mercado, hacerle trampas a la lengua.

Algunas huellas ya son la piel

Su interés por el barroco y las vanguardias explica su preferencia por el hermetismo, una característica central que le permite hacer pasar su idea de la literatura. En ese gesto hermético, consigue darle volumen al texto, mostrar un secreto siempre presente, en el que la comprensión siempre se posterga, donde la claridad nunca llega. Una apuesta sincera y genuina por señalar los límites del lenguaje y de la comunicación, por mostrar la turbia densidad del signo de la que nada puede salir claro y prístino. Un rechazo frontal a lo que llama “la histeria de la transparencia”, ese enamoramiento del sentido y del referente, esa somnolienta creencia en las mediaciones entre lenguaje y realidad. Libertella sostiene casi como programa un tipo de escritura que escape a la comunicación digerible “prescripta por el capitalismo”.

Por momentos sus textos se vuelven densos, repetitivos (a veces al punto de repetirse literalmente), con ciertos giros característicos. Es una literatura que se afirma en su yeite de narrar, que insiste en su capricho. Aun sabiendo que no siempre sea atinado, aunque no termine de cuajar, insiste sin temor al error. Es, en última instancia, una reivindicación de lo arbitrario: “no leemos como podemos sino como queremos y elegimos. Y arbitrario es hacer lo que nos viene en gana con todo capricho”. En tanto que no hay comunicación posible, en tanto que toda ideología no es más que una topología en relación al Mercado que domina la circulación de discursos, la manera de hacerse escuchar es decir lo más propio de cada uno, sin condescender al reino de las opiniones, sin poner en duda la autonomía de la voz. Y en esa escritura arbitraria y microscópica surgen esos destellos, esas ocurrencias, esa viveza criolla del bahiense Libertella.

En el cuento “Conejo, serpiente” aparece un ejemplo extraordinario de su método de trabajo. Partiendo de una imagen sencilla, y sin ahondar en explicaciones, muestra sus ideas sobre la identidad y el tiempo. Allí habla de una vida en la que su cordón umbilical es como un resorte que se estira para atravesar la niñez, la juventud, la adultez y la vejez, pero que en todo momento si se lo suelta se vuelve a la placenta. Esa es la ética libertelliana, la que por un lado asume un pathos y para expresarlo utiliza figuras sin pretensión de trasparencias. Y por otro lado también es una concepción del tiempo. Ya no el tiempo progresivo, no los acontecimientos que se suceden, sino la posibilidad de un instante que resignifique toda una vida, de plegar cada momento de la vida al vientre materno. Una idea del tiempo intensivo que hace convivir la idea de progresión con la de simultaneidad.

De allí que Libertella confronte con una forma de comprender la realidad entregada al orden de lo inteligible, de lo comunicable, esas formas que van de la autocomplacencia intelectual y la camarilla académica al buenondismo cultural. Es una propuesta original, caprichosa, empecinada, una escritura gozosa que se niega al orden, que esquiva las preguntas rimbombantes de cierta crítica cultural, que no se pregunta tanto por qué y dónde está parada, sino que pisa con fuerza y asume su lugar, su historia, su tiempo. Una literatura que enfrenta y desprecia a los paracaidistas del presente, los amantes de la coyuntura, que busca valiente y obstinadamente evitar esa bajeza adaptativa, ese vuelo bajo, idiota, que evita contagiarse de esa “desgracia de los sincrónicos: vivir el presente.”

Frente a ellos, consigue severo y risueño transmitir su voz, con plena confianza, sin exceso de psicoanálisis, sin peroratas filosóficas, sin extravagancias intelectuales. Sencillamente dándonos a conocer eso que aprendió: “aprendí que la literatura es ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió. Como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, tal vez el escritor sólo escribe por escribir.”

Tal vez Libertella solo escribió para no ser escrito.

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