Anarquía Coronada

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Para una historia de la cuarentena // León Lewkowicz

I

Hipótesis: El virus de lo absoluto de Javier Trímboli es el único libro de historia sobre la pandemia, es decir, el único que se toma en serio el problema del sujeto que salimos siendo de aquella cuarentena.

Inmediatamente estamos ante varios problemas al pronunciar una frase así. Primero, lo de “único libro sobre la pandemia” probablemente sólo revele la ignorancia de quien habla. Segundo, es por lo menos objetable que sea posible construir un libro de historia sobre este ¿período?: por reciente, por falto de límites respecto al presente, por indocumentado. Además: ¿qué sería una historia “del sujeto” en pandemia? Tercero: ¿El virus de lo absoluto como libro de historia? Basta abrir sus páginas para encontrar algo bastante distinto: lo que María Pía López llamó un “artefacto literario complejo”, compuesto de cuadernos y diarios de investigación, una “novela coral de corazón ensayístico”. Ficción, personajes, nada que ver. Última de una lista infinita de objeciones: aún si aceptamos todo lo anterior, ocurre que el libro narra la investigación de un profesor de historia sobre las vidas de Alberto Murena y Paco Urondo. ¿El COVID, Alberto, el FMI? Bien, gracias. No arrancamos bien.

Intento remontar este arranque autoboicoteado. Precisamente porque en este texto póstumo de Javier se expresan con nitidez algunas reflexiones muy originales acerca de qué es hacer historia, acerca de de qué modo se puede leer y narrar “históricamente” el presente. Brevemente, diría que el pensamiento de Javier sobre “la pandemia” que encuentra su esplendor en El virus de lo absoluto venía preparándose hace mucho tiempo. Es que el problema de “la pandemia” es, en realidad, el problema vitalista de la intensidad política. “Pandemia” es el nombre equívoco que usamos para nombrar, ante todo, una cierta disposición corporal del sujeto: desmovilizado, aislado, hundido. Y el historiador se apura a preguntarse si este asuntito recién asomó la cabeza en marzo del 2020.

 

II

Si fuera posible el proyecto de una historia de la pandemia, un asunto central versaría acerca de cuándo situar su comienzo. Una entrada posible: 15 de marzo de 2020, domingo, anuncio conjunto de Nación, Provincia y Ciudad de que al día siguiente, preliminarmente, las escuelas permanecerían cerradas. Un archivo: en el diario de nuestro investigador vemos que “no se entiende nada” pero “no hay dudas de que estamos ante una guerra civil ya no tan larvada, sin concepto”. La noticia, “el fin del mundo”, es aceptada con confusión, también con una astillita de bronca, pero sobre todo como fiesta: el lunes no se labura.

Y, sobre todo, la cuarentena es aceptada. Y continuará siendo aceptada en los meses subsiguientes: la Argentina devino “multitud estática”, como decía Ramos Mejía. Si la enfermedad es un motivo, el historiador saca a relucir el carnaval de 1871: aún con noticias sobre la fiebre amarilla, “se bailó y jodió de lo lindo”. Complicado, porque se trata de un encierro que interrumpió, entre otras cosas, la movilización que América Latina había empezado en 2019, en Chile, Ecuador, por estos lares también. Brutal triunfo del capital, vemos ahora, en 2025, y derrota nuestra en todos los frentes. Otro paisaje, atroz, con sus vigas colocadas en nombre del cuidado. Una historia de la pandemia tiene entonces que hacerse cargo de una pregunta terrible. ¿Por qué se aceptó tan mansamente todo lo que ocurrió? ¿Por qué se dispuso toda una franja de la población a la obediencia, en medio de discursos jerarquizantes, ordenancistas y absolutismos científicos? Estoy glosando acá un artículo bellísimo de Javier de junio de 2020, “Desde el pequeño algarrobo de la travesía”, publicado en la revista de la Biblioteca Nacional. Nada más incierto que saber cuántos leyeron estas advertencias. Por mi parte, sólo por arriba. Demasiado heavy, conspiranoico, prefería no sospechar de un amigo. 

Vuelvo a El virus: ¿cómo es que, de un momento a otro, el protagonista de estos diarios de investigación dice “enfundarse en responsabilidad, como Alberto y Axel, como Larreta”, festejar el tiempo libre y el Zoom, la posibilidad de tener un veranito individual para escribir el libro? El error, para el historiador de la pandemia, reside en el sintagma “de un momento a otro”, ahí parece radicar la confusión. 

Paréntesis. 25 y 26 de julio de 2019, dice YouTube, Seminario “Masas, guerras y fiestas entre el Rosariazo y el Cordobazo” en la Facultad Libre de Rosario. Trímboli cita al cura tercermundista Jerónimo Podestá, que dice algo así: “si en el 68 nos preguntábamos por qué acá no pasaba nada, en el 69 nos vimos sorprendidos de que pasó, y con creces”. Completa Javier: y esto es dicho sin problema alguno, sin saber si el 69 es producto, culminación de un largo proceso de acumulación o, por el contrario, puntapié de una ola. Con menos piedad despacha en El virus de lo absoluto a León Rozitchner, que según Noé Jitrik se la pasaba de viaje, repitiendo que “en este país no pasa nada”, a meses nomás del golpe del ‘55. Se limita a comentar Trímboli: “Mamma mia”. Pero –me soplan, la referencia es Sublunar– también era el caso del propio Javier ante la irrupción del 2001, de muchos o todos, nadie está a salvo.

El problema del umbral, entonces, parece ser el asunto historiográfico por antonomasia en estos textos. Saber cuánto hay de raíz y cuánto de tallo en lo que ocurre. Veinte veinte fue leído por nosotros como una excepción, una “externalidad”, una irrupción que dejó marcas tremendas que seguimos padeciendo. Un sacudón desde afuera de la historia que nos encajó en las pantallas, en la ultraderecha, en el asombro de “que esto no explote”. Pero es un relato liso, sin fisuras, armónico. Ser historiador “benjaminiano” –vaya si ahí se ubicaba Trímboli– implicaría entonces pasarle el cepillo a contrapelo a todo este asunto. Si estamos acostumbrados a hacerlo con los acontecimientos que no nos gustan, más aún valdría la pena hacerlo con “los nuestros”. Dice esto Javier a propósito de pensar las movilizaciones del 68 y el 69. El 2020, ¿es una imagen “nuestra” o ajena? ¿Acaso no podemos tener cada uno nuestra versión de lo que allí pasó pero sin roce alguno? O que se hizo lo que se pudo, o que faltó Vicentín, o que los libertarios nos ganaron en Twitter. Lo que no se aborda es el problema fundamental: por qué fue tan amable para todos desmovilizarnos, de qué procesos de acumulación veníamos. 

 

III

Historizar el presente, entonces, significa buscar los fundamentos de la desintensificación de la vida que no dejaron de crecer desde marzo del 2020. Aislamiento, encierro, solipsismo, fobia al otro, despolitización son entonces síntomas de un proceso de larga duración. ¿Por qué escribir sobre Murena y Urondo, entonces? A primera vista, parece que para abrir el desacuerdo entre “nosotros”, pero también para poder, lisa y llanamente, vernos a nosotros mismos. Urondo y Murena son los nombres de una historia intensa, a primera vista, que funcionan de punto de vista exterior, contrapuntean.

De un lado, 2020. Leemos en el diario del investigador: “lo único que se espera es que el Estado se haga cargo y garantice los derechos de cada una y uno, en singular y plural, no importa, para vivir la vidita somnolienta que aborrece la muerte”. Arriba a un concepto Trímboli: la vida garompa. En ella hablan intelectuales ingenuos, posibilistas, cínicos o deprimidos. Todos caen por igual: aceptan las condiciones horripilantes de vida como requisito para tomar la voz. Para cuidar la vida tal cual es, sin transformación a la vista. 

Del otro lado del ring, los sesenta, que, sin embargo, no son en El virus de lo absoluto los años felices y plenos de la cultura argentina antes del desastre. Es cierto, sí, que son vitales: Beatriz Urondo imagina a su hermano Paco “con una sonrisa burlona” viendo que en la morgue le dieron 30 años cuando cargaba ya con 46 al momento de su muerte. 2020, en el diario de investigación: “ayer en el chino, barbijo de por medio, me dieron 8 años más de los que tengo”. Sin embargo, aclara, leyendo al Murena que arma la carta de defunción de Europa y declara América mundo nuevo, “rejuvenezco con una inyección como esta; o me acuerdo que, después de todo, no vendría mal rejuvenecer”. La revolución, incluso como chifle, es un soplo de vida. 

El tipo de vitalidad que Trímboli destaca no es, sin embargo, de “felicidad” u “optimismo”. No hay llanto romántico por el paraíso perdido. Más bien puede sintetizarse en la fórmula Los penúltimos días. Es el nombre que había elegido Urondo para su novela antes de publicarla como Los pasos previos, en 1974; también es el nombre bajo el que Murena había publicado, 25 años antes, una serie de diarios en revista Sur. Si Urondo y Murena son nuestros contemporáneos, lo son como narradores de los penúltimos días. De días, entonces, en los que también rondaba “eso del fin del mundo”, pero en los que la desesperación se encauzaba menos patética, sin reconciliación: en la poesía y las novelas de Urondo, en el abismo político de su vida; en el delirio metafísico de Murena, telúrico, americanista, escatológico. Frente a la “sensación de fin”, no aceptan sino que juegan lo suyo. Urondo y Murena, entonces, como artefactos para no hundirse en el mundo presente.

Se pregunta Trímboli: “¿Estuvieron Urondo y Murena ante algo muy distinto que nosotros? En veinte veinte pero también en 1992, 1984 o 2005″. De espejo dispar  a contemporáneos. Hasta aquí leímos mal: “A la par, experimentaron M. y U. la oclusión del futuro. La lucha armada no nace de la confianza en el tiempo, de la alegría por lo que lleva en las entrañas. (…) La exacerbación de la voluntad y el ‘todo o nada’ merecen entenderse como el síntoma de esa falta de confianza, de sospecha torva ante el futuro. (…) Embretados, ante el fin del mundo y del tiempo: aislamiento, alcohol, explosiones, fugas místicas. Elles desesperaron de una manera, nosotres de otra, precavida, empastillada, amortiguada con un sinfín de entretenimientos y derechos”. La variación no radica en nuestra posmodernidad; en que, desengañados, ya no confiamos en la historia, en los grandes relatos o en lo que fuera, porque siempre fue esquiva esa cuestión. No: la diferencia de “épocas”, si existe algo así, es que estos hombres de la cultura, dice Urondo, cuando son artistas auténticos se autoperciben delincuentes. Como también lo hace Roberto Carri. Eso los junta con Murena, que “está en otra película”, afuera de la militancia y sin leer un diario; pero que sin embargo está de igual manera en oposición directa con la sociedad. 

¿Por qué se desespera Trímboli en acercar historias disímiles si no es para buscar narraciones distintas para la nuestra, tan agolpada y homogénea, sobre la que decimos todos lo mismo, aunque bien distinta es la película de cada uno? Una obviedad: porque ya estamos lejos de autopercibirnos delincuentes, en oposición a la sociedad, a menos que no estemos en nuestros cabales. Pero algo más: también hay en estas palabras de Javier un muy exigente pedido de reconsideración. ¿Y si, efectivamente, somos delincuentes, o podemos serlo? En algún momento Horacio González dijo que era preferible fracasar como romántico que triunfar como positivista. Hoy la alternativa, derrumbada, es quizás más fácil. No sabemos si todavía está abierta la hendija, pero no perdemos nada: perdido por perdido, mejor fracasar confabulando una aventura delirante a la Murena/Urondo.

Porque el rechazo a la aventura, en realidad, no tiene nada de nuevo. Siempre estuvo ahí, y es un tema recurrente de El virus de lo absoluto. Punta sesentera que se une a nuestro conformismo. A contramano de los delincuentes, Terán y Olmedo corren por pequeñoburgués a Sartre, enamorado de Hugo, que quiere hacer saltar el sistema en Las manos sucias, pero que ni a palos se pondría a laburar, a hombrear bolsas cuando la Revolución deje de ser un sueño eterno. Aventurero, delincuente, irresponsable, inorgánico, loquito que no aplaude al “personal de salud que nos cuida”. Ilegible esto, pero, dice Trímboli de Terán y su tropa: “haber cerrado filas con una sociedad, aunque se la colocara en el futuro y se la predijera flamante, igualitaria, socialista, etc., funcionó como el caballito de Troya para buscar denodadamente la reconciliación con cualquier sociedad. El alma crítica, subversiva, que atrajo a una franja que se ensanchó en los sesentas, tenía ahí su tumba”.

Entonces los sesenta no son sólo espejo de lo que a nosotros “nos falta”. El historiador finalmente nos cuenta el origen de nuestro letargo, porque lo que irrumpe en 2020 nos deja la sensación de que “siempre estaba ahí”. También lo conocían Murena y Urondo. Vuelven ellos, como “locos o fantasmas”, como una novedad, aunque venga del pasado.

 

IV

Murena y Urondo para no hundirse en el presente, para dejar de adherirse rígidamente a él, ahí se juega toda la posibilidad de comprensión histórica del presente; se juega, también, la posibilidad de vivir, porque son la misma cosa. Animados por Javier, hace un tiempo escribimos con Camila Ahuat que esta operación es también la que llevaba adelante Halperín cuando pensaba la historia reciente. Sin lo vital, claro. Hacer historia es como someter a lectura el presente; lectura que supone la producción de un exterior discursivo, una diagonal que nos despegue del presente ideológico. Producción de extrañeza para medir nuestro presente: Urondo, ¿va a votar vacunado, solemne?; Murena, ¿compra el bolsón orgánico de verdura como crítica a la modernidad? Sólo este tipo de ejercicios delirantes ponen en jaque el delirio en el que vivimos y damos por sentado.

Pero la fórmula está incompleta para la concepción de la historia que Trímboli pone en juego en El virus de lo absoluto. Murena dice: “Porque el decidido nacionalismo y el decidido internacionalismo son la cara y la nuca de un mismo animal: el avestruz”. Les juro que viene a cuento. Sigue: “El avestruz, el animal que ante el peligro oculta la cabeza e ignora la realidad. El uno consiste en hundirse en la realidad, el otro en huir de ella: ambos coinciden en ignorarla”. Flor de advertencia. No se trata solo de despegarse, sino también de no fugar. Advertencia vital –Murena escribe estas líneas enojado con un amigo que “‘se va al exterior’; a Europa, se sobreentiende”, intenta explicar por qué no hace él lo propio– pero también historiográfica. No irse, tampoco, de la problemática presente, no fugar hacia el pasado: el umbral sigue teniendo consistencia de umbral.

Bien, muy lindas las advertencias metodológicas así planteadas, livianitas. Pero de vuelta tenemos un problema: ¿en qué consistiría “no fugar” de la realidad? ¿Qué es para Javier Trímboli “leer la historia”? ¿Por qué para leerla nos acercamos al género biográfico, y, peor aún, leemos un diario ficcionado? Una respuesta está al principio de El virus de lo absoluto. La editorial se acerca a nuestro protagonista con “una propuesta de libro sobre los años sesenta en la Argentina, vida cultural, política y aledaños”. Quiere decir que no: “no me intrigan ni un poco los ‘años sesenta’, la malla es demasiado amplia, pasa cualquier cosa por ahí, sólo pescaría generalidades que alguna vez fueron ‘emancipatorias’”. Y retruca con que sólo lo hará a través de unas biografías intelectuales que puedan “desbastar la época, entrever su Zeitgeist, hacerla bullir en la carnadura que le presta un personaje y descubrir su signo”. ¿Qué hay en este retruco, sino toda una teoría acerca de la historia? A una época, ya intento ser breve, se la comprende sólo simultáneamente desde adentro y desde afuera. Desde afuera, para no ser preso de sus cegueras; desde adentro, pues sólo así, sin enviar su verdad al relativismo de la historia, puede entenderse lo que en una época fuga de ella. Entonces habría que agregar algo más: si las vidas de Urondo y Murena nos permiten entrever los 60’, la vida de este investigador –que lee a Murena y Urondo– nos alumbra el 2020. La escritura de un diario (e incluso de uno ficcionado) es parte del conocimiento histórico. Cuestión bien complicada, porque se borronea la distinción entre documento y lectura, entre archivo e historia. Pero sin él se vuelve ininteligible lo que Weber llamaba «valores que guían la investigación»: en este caso, la pregunta por la intensidad. 

Así, y más aún cuando hablamos de una historia de intensidades políticas, es inevitable el rodeo, ahora sí, por los afectos. Antes de sonrojarme por la palabrita gastada, leo a Trímboli: “Como mantra reiteran les compañeres que nosotres no odiamos, que sólo amamos; pero con la melancolía no queremos saber nada de nada, que ni de casualidad nos toque. Se le teme como a una morbilidad. Es otra forma de la peste”. Pensar la historia de nuestro presente es hacer hablar al cuerpo, callado como un niño en pos de no volvernos anacrónicos. Atravesar la verdad de todo eso que fue producido y pensado como enfermedad, pura negatividad, delincuencia sin sujeto. Sigue Trímboli: “El plan que estoy buscando, del que estoy cada día más cerca, acepta a la melancolía, se le atreve y, a punto de ser aplastado por ella, justo antes de que sea tarde, reacciona. Una manera de nutrirse de su savia amarga. El paso que sigue, luego del repliegue, es vertical y persigue la mayor lejanía”. Escucha, pero sin hundirse. Da lugar, pero como en el diván, sin consolidar. No teme nombrarlo todo porque sabe que ese caos múltiple de fragmentos se comunica con el del presente. Otra enseñanza, ahora epistemológica, del “sesentismo”: soportar, hacer lugar al piedrazo al lado de la primavera. Suben al estrado Eisejuaz, de Sara Gallardo, tristísimo relato de la derrota ya irreversible de los matacos; también el duelo de Urondo frente a la muerte en combate de Liliana Genin. 

Pero también “leer a contrapelo”, volver a Benjamin, es pensar contra una forma específica que ha tomado la cultura, que rechaza toda negatividad verdadera. Vida garompa construida sobre un imperativo de felicidad (o una fachada de odio farsesco). La “mayor lejanía”, el ascenso a lo Absoluto, algún grado de aventura política o intelectual, sólo podrá darse en la desprogramación del cálculo que, sin falta y sin error, siempre nos clava convenientemente en el presente. Volver a los sesenta es, como señala María Pía López, entonces, también “reclamar furia, o sostener el odio”. Y una historia que valga la pena, para Trímboli, no puede escaparle a la furia, a la melancolía, al amor verdadero y al humor.

Última frase hecha para cerrar el asunto: decía Benjamin, pero ya dicen todos, que todo documento de civilización es documento de barbarie. Y la historia debe hacerse cargo de este doblez archivístico. Si le hacemos caso a Trímboli, la distinción entre documento e historia ya no es operativa en la vida garompa. Encima, parece que se indistinguen también barbarie y la civilización, demasiado se parecen. Pero tenemos una punta: tocar el virus de lo absoluto, a ver si avizoramos una noción de cultura distinta. Cerrando este texto que no sé cómo cerrar, me alcanza Facundo Abramovich un salvavidas, un fragmento de “Luz de gas”, de Juana Bignozzi, flor de vida encerrada en el documento:

 

Todos pudimos apagar y encender las hogueras

digamos, las luces

los más inconscientes lo hicimos

pero yo pregunto

quién tuvo la valentía de verlas agonizar

y siguió hablando moviéndose

pensando en las celebraciones

sonriendo ante las consecuencias del cambio de estación

la luz que agoniza era una obra que amaba mi madre

en su fantasía del teatro

pero aquí no habrá salvadores

lúcidos detectives jóvenes enamorados

sólo héroes que miran cómo agonizan

y simulan vivir una vida

¿quién la llamó vida?

sin revolución

 

Así, el historiador valiente sostiene las lucecitas de un presente o del futuro, no lo tenemos en claro, en el apagón general en ciernes. Y nos dice: hablar de vida y no hablar de revolución es una canallada. Detener la simulación es la tarea historiográfica que parece tocarnos.

Materialismo ensoñado // León Rozitchner

Materialismo ensoñado - León Rozitchner

 

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Guernica y la necesidad de desactivar la violencia // Diego Sztulwark

Guernica, de Emir Kusturika

 

En estos días me cuesta distinguir a Kafka de Benjamin. Un judío sin Estado está obligado a participar de la potencia común de quienes necesitan desactivar la violencia del poder. Así lo entendieron Judith Butler (¿A quién le pertenece Kafka?, Palinodia, 2014) y, mucho antes, León Rozitchner (Ser judío, publicado en 1967 y reeditado junto a Otros textos, por la editorial de la Biblioteca Nacional, a cargo de Sebastián Scolnik, durante la gestión Horacio González). El «nuevo abogado» de Kafka, que hace del derecho un puro objeto de estudio, se encadena con la poderosa Crítica de la violencia (Walter Benjamin, 1921), en la que el orden legal del Estado, y el poder coactivo del derecho, son duramente enfrentados como producción ilegítima de poder. En un texto tremendamente inspirador -y de no fácil lectura-, Benjamin articula una perspectiva a la vez teológica -la violencia divina destruye el poder coactivo, de fundamentos míticos- y política (los argumentos de George Sorel sobre la huella revolucionaria como disolución del estado burgués). La violencia pura, divina -o revolucionaria- tiene, para Benjamin, los siguientes rasgos: es 1) no sanguinaria, 2) fulmínea y 3) purificadora. Destructora de poder, no de humanidad. Es decir: 1) ataca al poder coactivo del orden injusto y no a la vida; 2) no es gradual ni se confunde con la violencia administrada del derecho; 3) expía y desculpabiliza al desligar a las personas de la obediencia legal al orden ilegítimo. En su ensayo, Benjamin siente la necesidad de refutar un «anarquismo infantil», despreocupado por la acción real, y el significado profundo de las cuestiones colectivas. Esto la lleva a Butler a aclarar que esta «violencia no-violenta» no es una recusación inmediata de todo orden legal, sino solo de la dimensión de injusticia que se impone como destino a los oprimidos. Resulta muy esclarecedor meditar sobre estas cuestiones, en días en los que el Estado argentino decide sobre qué hacer (desalojar o no) ante el fenómeno de la toma de tierras. Días en los cuales, además, el problema de la violencia reaparece en una confusión perniciosa (asesinato de jóvenes, amenazantes huelgas policiales). La crítica de la violencia propone las condiciones para distinguir la violencia que crea y conserva poder, de aquella otra que funciona en todo caso destruyéndolo. Esta distinción (que recuerda también las ideas de Rozitchner sobre la contra-violencia no asesina) es fundamental y se hace cada vez más importante. En oposición a la violencia que mata y desposee, hay una «violencia no-violenta», que no apunta a los vivos, sino exclusivamente a impedir la coacción desgarradora del poder. Con ella ha de comprometerse sin culpa alguna quien necesita componerse con lxs demás -crear un pueblo-, para crear una vida. Ese compromiso, en Benjamin, se llama Mesías.

La poesía no es un lujo, según Audre Lorde // Agustín Valle

Este texto de Audre Lorde, “La poesía no es un lujo”, me pareció buenísimo en varias cosas. Anuda diversas líneas que me parecen muy contemporáneas -en algunos otros pasajecitos queda pegada al tono de su época, como acaso corresponda a un viviente-. Por una parte, la idea misma de que la poesía no es un lujo. Es una idea-combate. Porque si el drama sociopolítico en que vivimos se convierte en un estado de urgencia, en la urgencia lo poético queda menospreciado como un lujo evitable (lo cual es un rasgo del estado de “respuesta urgente”). Qué ostentoso hacer poesía con las cosas que están pasando… Como si lo poético fuera un campo de mero esparcimiento.

“Nuestros poemas formulan las implicaciones nacidas de nuestro ser”, dice Lorde. Lo poético sería la instancia donde puede tomar forma nuestra naturaleza. Las verdades que intuimos, lo que presentimos, nuestro “ensueño” (Rozitchner). La concepción de vida que surge de nuestra experiencia sensible (con sus parámetros, sus reglas, su deseo, su ritmo), se convierten en algo que tiene consistencia, y puede jugar en el mundo, gracias a la mirada poética, al tiempo poético. Es necesario “soportar la intimidad”. Es necesaria una “atención disciplinada”. (Tiqqun: “llamamos comunismo a una cierta disciplina de la atención”).

Más que condenar involuntariamente lo poético como un lujo, en pos del deber de la respuesta urgente, de la indignación, ¿de la militancia?, etc., esta escritora nos insinúa que es al revés: que si hay derrota en el orden político, si la atrocidad tiene lugar, es porque hemos, colectivamente, debilitado el lugar y la legitimidad de lo poético. (Lo poético entendido en este sentido abarcativo y no circunscripto a la escritura en verso, claro).

Pero además Lorde afirma que esta potencia poética es femenina. Al orden masculino lo llama el orden de “Los Padres Blancos”, responsables del “modo de vida europeo”. El modo de vida europeo, propio de los padres blancos, se caracteriza por “concebir la vida como un problema a resolver”. Ella, desde “la madre negra que todas las mujeres llevamos dentro”, afirma que “la vida es una situación que debe ser experimentada”. Creo que incluso puede ser un problema a ser experimentado. Habitado.

Los padres blancos quieren resolver. Resolver el problema, eliminarlo, y proseguir. Para los padres blancos, además, lo más importante son las ideas, y hacen de la poesía un estéril juego de palabras; nos legan una concepción de las ideas insensibilizadas -una idea insensible de las ideas-, y una concepción de la poesía como algo, en fin, lujoso -frívolo.

Lo femenino según Lorde es un cúmulo de experiencia y una naturaleza que puede obtener fuerza de lo oscuro. De lo oscuro y profundo. Algo de los atributos corporales femeninos está claramente aludido: el útero, el embarazo, esa creación lenta, casi invisible desde afuera (acaso lo importante nace siempre escondido?). Ese oscuro del que todxs venimos. Al fin y al cabo el sol siempre fue macho, el dios sol, y la tierra, hembra. El iluminismo y la razón son modelos de verdad de cuño solar, masculino: deterministas, impositivos, que proceden por certidumbres. Lo femenino, como la tierra misma, muestran que la verdad se elabora siempre con una decisiva fase de oscuridad.

También los sueños, que Lorde pondera altamente, tienen a lo oscuro como condición de posibilidad.

Oscuridad, gestación discreta, rango existencial de lo poético: ideas-combate vitales para nosotrxs, sujetos al mandato de exhibición permanente, sujetos a la iluminación constante de las pantallas; nosotrxs que caminamos por calles inundadas de la luz blanquísima de las led que nos trata como sospechosos y como pacientes: son de interrogatorio y de quirófano. ¿Guardamos aún zonas para la oscura luz poética? ¿Con qué deben luchar, para tener sitio? ¿Qué aliados encuentran? ¿Qué procedimientos sostienen vivo y dan consistencia a lo poético?

 

Desde Bestias Posibles

 
 

Engendros: «Es la convicción de que esos problemas que me llevaron a escribir no son solamente míos» // Entrevista a Pedro Yagüe

Por León Lewkowicz y Facundo Abramovich

 

Roland Barthes dice una cosa muy linda en un texto: cuando uno lee un texto cada tanto levanta la cabeza y se queda pensando en las cosas que asocia un poco lentamente con ese texto. Si se escribiera eso que se piensa cuando levanta la cabeza de forma distraída sería un ensayo. 

Eduardo Grüner

Propongo una conspiración de huérfanos. Intercambiamos guiños. Rechazamos las jerarquías. Damos por asegurado que el mundo es una mierda e intercambiamos historias sobre cómo logramos arreglárnoslas pese a todo. Somos impertinentes. Más de la mitad de las estrellas del universo son huérfanas y no pertenecen a ninguna constelación. Y transmiten mucha más luz que las estrellas que forman parte de una constelación.

Confabulaciones, John Berger

En horas se presenta el libro Engendros de Pedro Yagüe, editado por Hecho Atómico Ediciones. Es el primer libro del autor y consiste en un conjunto de ensayos que escribió tomando como excusa (y no como fin) a una serie de amigos: Barrett, Mansilla, Fogwill, Gombrowicz, Lamborghini, Carri, Asís, Viñas y Rozitchner. Se trata de encontrar en sus aperturas, tensiones, choques y afinidades un espacio desde el cual pensar. Es el ejercicio de construir las coordenadas propias, un nosotros implícito. La escritura como el modo de constituir un espacio, un lugar, que va dejando de ser utópico sobre la marcha. Quizás sean los propios enojos y fracasos con la época los que lo acorralaron en estas coordenadas.  Lo cierto es que Engendros, este pequeño y hermoso libro, merece ser discutido porque, más allá de los autores/amigos que recorre, es una reflexión sobre el estado de situación del campo intelectual, poblado de consensos, en sus «formas» académicas y no académicas, en sus «contenidos» progresistas y ultra-izquierdistas.

Decir más sería inadecuado. De aquí en más nuestro diálogo con él.

Presentan Diego Sztulwark, Silvio Lang y Pedro Yagüe

  • ¿Por qué escribiste este libro? ¿Por qué se llama Engendros?

El libro es el resultado de una serie de escrituras que empiezan en el 2013 con la revista Nuevos Trapos. La idea de la revista surgió a partir de una serie de conversaciones con Joaquín Sticotti, en las que nos dábamos cuenta de que necesitábamos crear un espacio nuevo para escribir y publicar las cosas que veníamos pensando. A partir de ahí empieza una serie de textos: algunos están ahí, otros en Lobo Suelto, la mayoría no publicados. Con el paso del tiempo empecé a encontrar un eje común en todos esos trabajos. Una pregunta en torno a la escritura pero, sobre todo, una pregunta en torno a lo que quiere decir hacer, producir algo y la relación que eso tiene con la propia afectividad. Entonces aparecieron estas figuras: Viñas, Rozitchner, Lamborghini, Fogwill, Asís, Carri, Barrett, Mansilla, Gombrowicz. En cada uno encontraba algo distinto que aprender. Y así tomó forma el laburo, la búsqueda. Entendí un poco lo que quería, lo que necesitaba, lo que me andaba faltando. El libro es un registro de ese camino. No es un laburo exegético ni erudito. Es una búsqueda de imágenes de las que alimentarme. En ese sentido, es un trabajo muy iniciático, que quizás hoy ya siento viejo. Por eso el nombre Engendros. No solo porque se confunden entre sí y se arma algo bastante impuro entre todos ellos, sino también por esa idea de engendrar que contiene la palabra. Siento que en ese camino se terminó de engendrar algo.

  • Vos estudiaste Sociología en la UBA. ¿Cómo y por qué entrás en el mundo de la literatura? ¿Por qué la política desde la literatura?

Había algo del orden de lo social y de lo político que encontraba mejor pensado en la literatura que en los textos propiamente políticos, teóricos o académicos. Esto se me apareció muy claramente cuando empecé a leer a Fogwill. Me interesó pensar hasta qué punto juega en él su formación. Pienso en él como sociólogo, en Piglia -que no está en el libro- como historiador: cada uno a su manera llevó su formación al campo literario. En los dos me encontré con una forma profunda de pensar lo histórico y lo social a partir de la literatura. La indagación de lo social a través de novelas, cuentos, poesías me parecía mucho más fructífera y estimulante que a través de papers y textos de ese estilo que tengo que leer para mi trabajo -soy becario doctoral así que, por ahora, estoy condenado a eso-. En Engendros esto aparece en muchos sentidos. La escritura de este libro fue una búsqueda, una intención de pensar por fuera de los consensos y estilos de la academia, sin que eso implique renegar de las preguntas que la academia supuestamente piensa. Ahí la literatura se me apareció como un modo de pensar desde otro punto de vista, con otro alcance, otro efecto. Hay más pensamiento, sensibilidad y comprensión en “La larga risa de todos estos años” que en cualquier texto teórico/académico sobre la dictadura. En el caso de Rozitchner, que sí es un teórico, creo que su escritura tiene algo del orden de lo ensayístico y lo poético donde sí aparecen vinculadas estas dos cosas: una afectividad propia de lo literario y una analítica propia de la teoría.

  • Da la sensación de que era un libro escrito en una época donde te costaba escribir. Ligado a eso, en todo el libro hay una idea de salir de la quietud a través de la escritura, empezar a moverse. Y en ese salir de la quietud, encontrar amigos. ¿Cuál es la idea de la amistad/enemistad en la lectura y escritura?

Me quedé pensando en lo primero, en si efectivamente era una época en la que me costaba escribir o si no era una época donde en realidad estaba empezando a pensar qué era escribir. En los primeros meses de Nuevos Trapos me acuerdo de haber escrito unos poemas realmente malos, que espero no haber mandado a nadie. Qué se yo. Era escribir y escribir para ver qué pasaba. Rozitchner dice que uno escribe para salir del entumecimiento, para movilizarse, para incomodar(se). Me parece que va por ahí. La escritura como una operación por la que uno se traslada a un espacio, a un tiempo, a un orden de la afectividad. Y ves qué te pasa. Cómo te sentís, cómo te ves ahí, si te gusta, si te dan ganas. En ese sentido, sí, siento que la escritura apareció siempre como necesidad de una movilización interna, pero al mismo tiempo con la intención de producir algún efecto, es decir, que otros lo lean y se enojen o amiguen con lo que uno dice. Sobre todo que se enojen. Lo peor que puede pasar es la indiferencia. Te soy sincero: si escribo y nadie se enoja con lo que escribí siento que hice algo mal, que pifié en algo. A veces uno cae en chicanas, en burlas fáciles de las que termina arrepintiéndose. No me refiero a eso. Sino a ese decir que pone al cinismo o la impostura del otro en evidencia. Ahí aparece la culturra de la que habla Lamborghini. Es la risa que se burla de la solemnidad de la cultura y de todo ese caretaje. En el medio de todo eso aparecen aliados, gente con la que uno comparte ganas, risas, odios. Son esos con los que uno se junta a charlar cuando a partir de lo que se dice se arma un efecto de sentido. Siempre algo diferente a lo que uno imaginaba cuando estaba empezando a escribir. Pienso a Engendros como una botella al mar. Puede no llegar a nadie o llegar a personas que uno ni se imagina. Ahora me siento en la orilla, intentando ver adónde va.

  • ¿Y lxs enemigxs?

Esos creo que existen de antemano. Los tengo muy presentes cuando escribo. Quizás demasiado. Por eso me funciona tanto la idea de Rozitchner del pensamiento como combate. Siento que hay una diferencia muy clara cuando uno escribe para uno o para publicar. Cuando era pibe, no sé, tendría 15 años, iba a jugar a Centenera y autopista un torneo de fútbol 5 con mis hermanos que tendrían, no sé, 18 y 23. Y ahí pasaban otras cosas que cuando jugaba con mis amigos. Con mis amigos boludeaba, me daba medio igual. Pero cuando jugás en un torneo, tenés una concentración, una disposición, unos amigos, unos enojos, una rigurosidad, que uno no tendría nunca sin esa «competencia». Publicar lo que uno escribe se parece a esos torneos. Uno se somete a una obligación de rigurosidad que de otro modo no tendría.

  • Esa idea de combatir para comprender de Rozitchner es hermosa. Al mismo tiempo, pareciera que es fácil de enunciar y que lleva a imágenes fáciles de lo que podemos pensar como combate, como un boxeo, y no parece ser eso lo que quiere decir. ¿Qué es, entonces, para vos, el combatir para comprender?

Es cierto. Es muy seductora la imagen de «combatir para comprender». Ya en su enunciación pareciera implicar una acción, una inestabilidad, que no necesariamente implica. Ahora… ¿Qué sería combatir? Creo que en primer lugar es incomodarse. El combate es poner el cuerpo en juego, ponerse uno mismo en juego, arriesgarse, asumir las consecuencias. Y jugar. Es salir a la cancha y bancársela. Y ver si hay riesgo: esa sensación es un buen índice para ver si uno se la está jugando, si uno se pone a uno mismo en juego. Y en todo eso surge la posibilidad de jugar, de inventar relaciones, de armar algo. Se me arma un poco así la idea de combate: arriesgarse, enfrentarse a un otro que no necesariamente está enfrente, incomodarse, llevarse a lugares donde no se sabe cómo se termina.

 

  • Lo ligaste a la pregunta anterior: ¿qué combates te diste en estas escrituras?

De nuevo voy a tener que nombrar a Rozitchner. No por pedantería, sino porque lo dijo él. Me hubiera gustado decirlo yo, pero lo dijo él. Combatir es combatirse, salir de esos núcleos de comodidad. Y en mí eso aparece en dos lugares: en la academia y en los mundillos culturales. En los dos es muy difícil encontrar discusiones reales, prima la camarilla, los grupos de amigos en el mal sentido, la autocomplacencia. No digo que todo sea así, pero es la lógica que predomina, sin dudas. Con respecto al discurso de la academia, me da la sensación de que de a poco se va agotando objetiva y subjetivamente. Subjetivamente, porque el académico ya no tiene el reconocimiento que antes tenía, ya no hay un deseo de llegar a ese rumbo, ni una productividad real que sea efecto de ese deseo. Objetivamente, lo obvio: hay menos guita. Esa decadencia tiene efectos y, probablemente, esté dando lugar a la aparición de discursos más ensayísticos, también efecto de la proliferación de plataformas virtuales donde escribir (blogs, revistas o facebook mismo). Quizás me equivoque, pero me da la impresión de que se vienen años en los que el ensayo va a crecer cualitativa y cuantitativamente.

  • Decís que ciertas formas de usar palabras son también formas de servidumbre. Y, luego, hablás del fracaso…

Sí, hay una frase de Los dueños de la tierra, de David Viñas, que dice que el fracaso es no servir. Y Viñas la repite y la repite. Entonces empecé a preguntarme por qué la repetía y si podía iluminar algo de lo actual. Ahí apareció cierta polisemia de la palabra servir: ¿el fracaso de no servir a alguien?¿El fracaso de no servir de algo? ¿El fracaso de no servir para algo? Ese miedo al fracaso de no ser útil, o de no servirle a alguien, de no ser siervo de alguien, no aparece en ninguno de los autores de los que hablo. Hay una productividad que aparece cuando uno se aleja de esos temores ligados a la servidumbre y a la utilidad. Utilidad y servidumbre, más allá de encontrarse en la palabra servir, tienen muchas cosas en común.

  • Por qué tu primer libro lo dedicás a construir una teoría de la escritura y de la lectura. ¿Cuál es la importancia?

Creo que cuando uno escribe, lee y reflexiona sobre su propia práctica, por añadidura viene una especie de reflexión sobre la lectura y escritura que vos generosamente lo ponés bajo el título de «teoría». Leía cosas que me gustaban mucho, otras que me hacían enojar y sentí la necesidad de escribir para diferenciarme. La escritura es una lógica de la diferenciación: afirmarse diciendo «yo no soy así», «yo no quiero ser así». ¿Entonces cómo? La diferencia permite encontrar un lugar propio, un espacio desde el que pararse. Los capítulos de Engendros son una especie de ética, de panfleto, que sienta las bases de un lugar desde el que me dan ganas de escribir. Lo vivo así.

  • ¿Qué ves que hay que recuperar del gesto contornista, tan parodiado? ¿Cómo se puede pensar la coyuntura sin coyunturalismo cuando, como dice Piglia,  pareciera que la memoria está ligada al presente: sólo se recuerda la situación actual?

Creo que existe un peligro cuando uno intenta recuperar un gesto: corre el riesgo de que no sea un gesto sino un tic, una repetición incontrolable, involuntaria, insoportable. Veo gente que intenta recuperar el gesto contornista. Pero recuperar el gesto no puede querer decir imitarlo. Ahí aparece lo que alguna vez leí que decía Fogwill que decía Freud: se puede o seguir a los maestros o seguir sus enseñanzas. Es decir, imitar lo que dicen o imitar eso que hicieron para poder decir algo propio. Imitar el gesto contornista no puede ser nunca imitar a Contorno. Tiene que implicar algo nuevo. Y no sé por dónde iría… Puede ser por ese lado que vos decís que yo digo. Eso de escaparle al bombardeo coyuntural. Salirse un poco de esa lectura compulsiva de las noticias, los diarios, para poder hacer una lectura sobre la coyuntura que no sea desde su propia lógica. Sí movilizado por la coyuntura, pero no teniendo que tocar F5 en InfoBae para ver sobre qué hablar.

  • Hay una cuestión con la primera persona en tu libro.. ¿Cómo la pensás?

Es un poco incómoda la escritura ensayística en primera persona, porque es muy fácil caer o en una grandilocuencia absurda o en una especie de melodramatismo autocomplaciente. Pero es necesaria. Es como cuando Rozitchner dice que Freud y los límites del individualismo burgués es un libro escrito en primera persona. Uno lee el libro y casi no encuentra un uso gramatical de la primera persona. ¿Qué quiere decir, entonces? Incluso en Materialismo Ensoñado. Rozitchner empieza diciendo «si nos tomamos en serio el carácter prematuro…». Pero si uno omite “el carácter prematuro» y lo que sigue, quedaría «si nos tomamos en serio». Hay algo muy productivo en la actitud filosófica de Rozitchner de tomarse en serio y hacer de eso un índice para la escritura. Sobre todo porque me parece que es algo que está en desuso hoy en día: prima una distancia analítica, muchas veces cínica, que te permite tener un contacto esterilizado con las palabras. Entonces uno siempre sale inmune, como si ni lo hubieran tocado. La idea de un combate es salir con alguna marca, con alguna mano bien puesta en algún lado. Voy a citar a Guillermo Moreno: “Las peleas no se tienen para ganar. Se tienen para tener”. Lo dijo una vez en lo de Mauro Viale mientras se patoteaban con Eduardo Feinmann. No es una cita de autoridad, pero la idea me gusta. Volviendo a la primera persona: me parece que está más dada por la presencia afectiva del autor que por su uso gramatical. Pero no es una primera persona que se regocije en su individualidad. Es un yo buscando un vos, digamos, buscando un diálogo. Es la convicción de que esos problemas que me llevaron a escribir no son solamente míos. Esto que me pasa frente a la academia, frente al mundo cultural es algo que nos pasa a varios. Y en ese “tomar distancia” puede aparecer la posibilidad de una apertura de un campo de teoría pensable, de experiencia posible.

  • El libro parece estar atravesado por una cierta soledad

Más que soledad, yo diría orfandad. Es una soledad distinta, una soledad sin padres. Y que justamente por ausencia de esa referencia de autoridad e identificación, arma la posibilidad de encuentros que podríamos llamar fraternos. Me parece que los últimos diez años fueron muy difíciles para crear este tipo de espacios. Al menos para mí, así lo viví yo. Los discursos estaban muy endurecidos, todo muy alineado en una dirección. No digo que ahora sea distinto. Pero sí. Hay una especie de soledad desde la cual llego a estos textos. También encontré una soledad en todos los autores que forman parte del libro. Son autores-solos (o sola, en el caso de Albertina). Es como dice Nietzsche sobre Spinoza: leyéndolo, encuentra una soledad de a dos. Suena a canción de Sabina, pero lo dice Nietzsche. Me interesa la idea de una orfandad no melancólica, no lamentosa. Una orfandad productiva: “No hay padres. Ok. ¿Qué hacemos con esto?”. Es un lindo desafío cuando la tentación actual pareciera ser amontonarse, juntarse, independientemente de lo que se quiera afirmar. Juntarse para no estar sólo: esta es la tentadora oferta del mundillo cultural. Es como la mafia: te hacen una oferta que no podés rechazar. Pero después el precio es alto. Altísimo.

Comentario a “La tragedia del althusserianismo teórico” // Laura Fernandez de la Serna

Comentario a “La tragedia del althusserianismo teórico”

 

Por: Laura Fernandez de la Serna

¿Se lo podría mencionar también como la tragedia de las trampas de la subjetividad?.

Al comenzar con la lectura no pude dejar de recordar las fotos que acompañaban aquel libro que leí con un solo ojo,  que ahora repaso en la memoria y vuelve a mí desde León (como volvió León), ya no con un solo ojo sino con cuatro (dos pulidos por el óptico y los otros dos por la vida).

Quiero comenzar el comentario por aquellas fotos, tal vez las primeras máscaras de aquél niño  ‘enmascarado en un vestidito de niña’ comenzando a construir tal vez sin quererlo el arte de la impostura. Aquellas fotos así como todo el texto me demostraron que nadie sale indemne de un “Libro”, ahora releo esta crítica con ojos nuevos a pesar del tiempo y la interpretación de León se hilvana con la mía de algún modo renovando mis ganas de escribir y demostrándome la asombrosa maravilla que se teje entre tinta/s, además de la curiosidad que me embarga al pensar cómo es que esto llegó a mí, sumado al placer de sentir que mi capacidad de asombro es siempre inaugural, que a pesar de todo sigue intacta, es que me atrevo a la consigna de este juego.

Quisiera organizar el texto enumerando algunos pasajes, pero no soy buena para enumerar y seguro que  luego del punto uno ya mis digresiones no vuelven a retomar el orden, de manera que iré escribiendo desde los hallazgos que fui realizando.

Debo reconocer en principio que a Athusser lo leí por separado, creo que me engañó a mí también, lo cual no es tarea difícil, pero siempre me quedó una inquietud en su planteo acerca de la teoría y la praxis, cuestión que seguí buscando en otros autores, y que tiene que ver con una cuestión netamente epistemológica que hoy siento esclarecida de la mano de León, esclarecida aunque no resuelta, pues mi sospecha se desprende del hecho de un principio identitario que funciona en la base de nuestro entendimiento a la hora de “atrapar” , de “aprender”, de “tomar” la intuición para el concepto, la distancia entre el concepto y la cosa, que hace fracasar todo intento de praxis. En aquellas lectura de Althusser observé el intento de dar cuenta de esto en relación a la teoría y su aplicación a la política, la ingenua lectura de aquellos tiempos me hizo pensar que la propuesta de él era  epistemológica en términos de un modo de acceso a la realidad, a los modos de comprender los fenómenos sociales, la lucha de clases, el fracaso de la revolución-bueno ya no recuerdo cuanta cosa- aunque vino bien aquella inquietud, que hoy entiendo cuando León plantea que aquel constructo teórico constituye un marxsismo sin sujeto, ya que el mismo aparece solo como soporte de las determinaciones sociales y que comprender el marxismo en términos epistemológicos necesita como condición de posibilidad la existencia de un “sujeto”, con lo cual quedamos allí nadando en los fondos ontológicos que no contribuyen a pensar la realidad inmediata, en la que cada uno está integrado, y con esto algo más, la contingencia de cada sujeto  que deviene histórico, se me ocurre un modo de dialéctica en dos direcciones, como pliegue y despliegue, despliegue histórico y pliegue en la subjetivación de dichos sujetos, (es fuerte lo que digo, no?), se me ocurre a partir de las diferencias que establece en las formaciones conscientes entre la política revolucionaria y la derecha (sin hilar fino, esto podría desarrollarse con análisis y detenimiento tal vez), tiene que ver con ´la historicidad que transitó el individuo para construirse así mismo. Se pregunta León: “¿podríamos acceder a un conocimiento cabal del sistema social que pretendemos comprender teóricamente sin proyectar, inconscientes, sobre las categorías con las que pensamos también nuestras fantasías y nuestros fantasmas y aún nuestros sueños?” y aquí la presencia de la ideología algo de lo que Louis no integró, el fundamento histórico que produjo la conciencia…el problema de la ‘objetividad’?.

Entonces doy un saaallltooo…y comienzo a comprender, intuyo la astucia de Louis en su “Porvenir… ¿ya venido?”, ejercicio que pretende en su teoría, su vació conceptual tal vez, vacío de sí , método que establece para construir su propia tragedia – nuevamente me resuenan aquellas fotos-. Y León me hace pensar en un tácito pedido de auxilio del filósofo de la “impostura”, del deseo de su madre, de su construcción desde el vació, de una madre que por lo que recuerdo cada vez que lo miraba, miraba tras de sí, a ‘aquel Louis muerto en la guerra’ (Amor verdadero igual a muerte) y suplantado por quién fue su padre… ausencia?

(..)”Althusser desgrana el fundamento “ideológico” oculto tras su elaboración científica… (En función pienso)…del sujeto ignorado y rechazado que era él mismo”. Irrumpe pues, la familia como lugar fundador del sujeto, talón de Aquiles de nuestro frágil simulador. Y nuestro?. Aquello de lo que hablábamos, la posibilidad de una vida muerta o una vida como parte integrante de lo que llamamos muerte. No creo en la inocencia del amigo gracias a León travieso debelador de máscaras, amorosamente cruel, pero profundamente comprensivo, me muestra la paradoja de Louis y tal vez su tormento, el tema de la distancia, del deseo de unidad, que tal vez pueda llamarse locura…objetividad/subjetividad y de allí todos esos pares que nos hemos/han (recuerdo tu pregunta acerca de la primera persona del plural, sé por qué lo digo) sabido codificar, desde la noche de los tiempos de cavernas griegas…

¿Podríamos pensar qué esta ópera de Althusser no es más ni menos que la puesta en marcha de un suicidio filosófico?…encubierto como corresponde “al método” propuesto en su fondo. En el fondo de esa subjetividad tirana?…

Y nuevamente mi saltoooo!…Mujer…su lado “B” Helena, la hija que debió ser hijo. Él, hijo indefinido, ella mujer y praxis…la completud de su incompletud?, nuevamente el dualismo, materia y oposición, él la teoría inacabada, ella la praxis (…) ideal teórico brotado del deseo de mi madre, de mi propio deseo …mi deseo de existir para mí…su mujer muerta?…

Tantas más anotaciones en este extenso más que comentario de este Althusser a dos tiempos al igual que su libro autobiografía y los hechos, tal vez así se resuma la vida de la impostura, la máscara de las máscaras, lo que decimos sin decir, el silencioso auxilio de la mirada del otro del que pretendemos sepa mirar/nos, las hilachas de las teorías que nos esconden y de pronto aparece un León con su feróz al tiempo que amorosa crítica, porque de eso deben tratarse las críticas…Porque “no queremos hacernos los buenos, sino poder llegar a serlo”.

Veo también la recepción de Scheller en comprender que somos seres subsidiarios, y que dramática y no trágicamente vemos nuestra decrepitud sin velos y entonces queremos llevarnos todo en ese tornado inevitable en el que un pedazo de plástico nos sobrevive, justamente a nosotros.

Veo también la irrendención del judío, la inhumanidad de lo humano y la urgencia de terminar con toda ontología capaz de separación, porque en definitiva somos lo que podemos muy a pesar de las máscaras que podamos construir.  Y luego de la lectura y la conclusión de ese bello “León”…silencio y un lagrimón en honor a lo que fuimos y estamos siendo o pudiendo ser…

 

 

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