Anarquía Coronada

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Lenin

Sobre la consigna política // Diego Sztulwark

Mientras tanto, cerca del palacio de Táuride, el sargento Fedor Linde leía absorto. Arrumbado en un sofá del Regimiento Preobrazhensky, no prestaba la menor atención a los ruidos que provenían de los disturbios callejeros. Afuera los cosacos disparaban furiosamente contra la multitud. De pronto una bala rompió el vidrio de la ventana y Linde se aproximó a ella. Sus ojos se detuvieron en una joven atropellada por el caballo de un cosaco. La vio resbalar y caer debajo del animal. La oyó gritar. Un grito sobrehumano que penetró en Linde: «hizo que algo en mí se conmoviera. Salté encima de la mesa, y grité salvajemente: «amigos! viva la revolución! Tomad las armas! están matando a personas inocentes!. A nuestras hermanas y hermanos». Fueron miles los soldados que reaccionando ante la voz de Linde, provocando el motín de la guarnición de Petrogrado: «dijeron que había algo en mi voz que hizo imposible resistir mi llamado; me siguieron sin darse cuenta de dónde o en nombre de qué causa iban; se unieron a mí en el ataque contra los cosacos y la policía». El 27 de febrero triunfaba la Revolución Rusa. Todos los partidos políticos se unían contra la monarquía zarista, que luego de gobernar durante siglos se desmoronaba tras ocho días de agitación.

¿Quién gobernaba entonces Rusia? En un ala del Palacio de Táuride, sede del Parlamento, funcionaba el gobierno provisional del príncipe Lvov con apoyo del partido de los liberales rusos. En otra ala mandaba el Soviet de Petrogrado, formado por diputados obreros, soldados de origen campesino, mayormente gobernados por socialistas y mencheviques. Poder formal y poder efectivo en un mismo edificio. Lvov, aliado de Inglaterra y Francia, era partidario de participar de la guerra, mientras que los soviets querían la paz. Lo bolcheviques -minoritarios en los soviets, sostenían las consignas «Paz, pan y libertad” y “todo el poder a los soviets”. Así las cosas, hasta las jornadas de julio, en los que una frustrada insurrección obrera con fuerte participación de los marineros del soviet Kronstadt resultó violentamente reprimida por el gobierno provisional. La crisis de julio provocó un brusco giro en la situación. La sustitución de Lvov por el socialista Kerensky, que contaba con el apoyo de la dirección del soviet, y el encarcelamiento y/o el exilio para cientos de dirigentes bolcheviques.

Clandestino en Finlandia, Lenin redacta un breve texto explicando cómo y porqué aquel cambio de circunstancias imponía un cambio en las consignas. Después de todo, ¿qué son las consignas, sino la dinámica de la correlación de fuerzas, relaciones de fuerzas llevadas al lenguaje? Las consignas, creía Lenin, captan en unas pocas palabras el nexo que permite discernir las alteraciones del campo social y trazar nuevas delimitaciones políticas en la lucha por el poder. En su artículo “A propósito de las consignas” escrito en julio del ‘17, el jefe bolchevique escribe que “cada consigna debe dimanar siempre del conjunto de peculiaridades de una determinada situación política”. Se trata de discernir a cada paso dónde está el poder formal y donde el efectivo y de delimitar objetivos, enemigos y aliados en cada fase del proceso revolucionario. De ahí que la validez de las consignas sea siempre fechada. Para Lenin la consigna “todo el poder a los soviets” es verdadera para el período que va del 27 de febrero al 4 de julio. La represión de julio torna imposible la revolución pacífica y fuerza al proletariado revolucionario a preparar el enfrentamiento armado. Para ello, el partido debe reorganizarse y dirigir su agitación hacia los campesinos. A ellos debe explicarles la importancia de derribar al gobierno. Tarea favorecida por las condiciones penosas impuestas por la guerra.

Al cumplirse los primeros cincuenta años de la toma del poder de octubre del 17, Isaac Deutscher dictó una serie de conferencias en la Universidad de Oxford. Allí reflexionaba sobre la paradoja de las temporalidades convergentes en los procesos revolucionarios. Si Marx había advertido sobre un cierto retraso de la conciencia colectiva respecto a la social, la insurrección obraba como adecuación, súbita traducción de las contradicciones objetivas en el sujeto bajo la forma de ideas, aspiraciones y pasiones condensadas en la acción. Esta operación de traducción supone una conexión entre duraciones y velocidades muy distintas: la del arduo gradualismo y la de la preparación de un clima moral y político y el abrupto salto hacia delante de la acción transformadora. 1917 fecha este entrecruzamiento entre tiempo procesual y ocasión histórica. Y la noción misma de traducción alude a las consignas, puesto que son ellas las que actúan llevando al lenguaje el poder transformativo proveniente de la interacción de los cuerpos y es por medio de ellas que la intervención verbal traza nuevas delimitaciones. El lenguaje entero puede ser entendido como el conjunto de las consignas en curso en un momento determinado, el poder de las palabras de expresar las mutaciones inorgánicas que recorren una sociedad, provocan a su vez modificaciones instantáneas, que pueden fecharse rigurosamente.

La potencia de las consignas consiste, entonces, en conectar internamente transformaciones provenientes de las circunstancias externas con las alteraciones producidas en las palabras mismas, poniendo al lenguaje en relación inmediata con su afuera. Esto es lo que admiraban Gilles Deleuze y Félix Guattari en lo que llaman los “enunciados leninistas”, que no se limitan a poner en juego las fórmulas marxistas de la Primera Internacional, que buscaban delimitar a las masas desposeídas como clase proletaria. Lenin produce una nueva diferenciación: produce un corte sobre el cuerpo proletario para distinguir en él un tipo particular de partido de vanguardia. Cuando el líder bolchevique escribe que la represión del cuatro de julio cesa la verdad de la consigna “todo el poder a los soviets” está produciendo una nueva determinación según la cual en tiempos de guerra ya no alcanza con proponer a las masas una dirección de clase (el Soviet). El 4 de julio anuncia esa transformación: el cuerpo del partido debe ser reorganizado.

Si Lenin pudo ser leído por Deleuze y Guattari como un maestro del lenguaje y un politizador de la lingüística es por su modo de “deducir” las variaciones verbales de la suma de particularidades de una situación política determinada, y por su modo de comprender el poder productivo que esas alteraciones verbales organizaban en términos de acción colectiva. Lo que los franceses aprenden del ruso son los procedimientos con los cuales la política trabaja a la lengua desde dentro, haciéndole variar no sólo el vocabulario, sino también la estructura de las frases. Lenin no politiza el lenguaje -que es político en sí mismo-, sino a la lingüística. No ve la lengua como estructura cerrada, sino como pragmática abierta. Por supuesto, los “enunciados leninistas” no poseen eficacia por fuera de ciertas prácticas y circunstancias precisas, que vuelven cada tanto sobre la memoria política en épocas en las que se reivindica el derecho a soñar convulsiones. Mas que optimismo, pesimismo organizado. Lo dijo en algún lugar Walter Benjamin: si aún creemos en el futuro es sólo por amor a los desesperados.

 

Entrevista a Nicos Poulantzas (1979) // Stuart Hall y Alan Hunt

Esta entrevista fue publicada originalmente en Marxism Today en julio de 1979.

 

Nicos Poulantzas fue una de las figuras más influyentes en la renovación del marxismo europeo. Nació en Grecia y fue miembro del Partido Comunista Griego (Interior). Vivió y enseñó en París durante varias décadas. Sus escritos se centraron principalmente en la teoría del Estado y en la política, en particular en Poder político y clases sociales (1973) y Las clases en el capitalismo actual (1975). Se preocupó progresivamente por los problemas de estrategia política en las diversas condiciones del capitalismo europeo: Fascismo y dictadura (1974); La crisis de la dictadura (1976) y Estado, Poder y Socialismo (1978).

 

Sus libros son ahora muy influyentes en Gran Bretaña, pero creo que podría ser útil para la gente conocer algo más sobre su desarrollo personal, intelectual y político.

Bien, déjeme decir que mi primer encuentro con el marxismo fue a través de la cultura francesa y de Sartre, como le ocurrió a mucha gente de mi posición de clase y mi edad en Grecia. Por aquel tiempo, a la edad de 17-18 años, estaba comenzando a trabajar por mí mismo. Nos encontrábamos en un contexto de posguerra civil, con un Partido Comunista declarado ilegal, lo que permaneció hasta 1974. Las condiciones para la circulación de las ideas marxistas eran extremadamente difíciles. Resultaba imposible adquirir los textos clásicos del marxismo, así que llegué al marxismo a través de la filosofía francesa y de Sartre en particular. Cuando fui a la universidad me involucré en mi primera actividad política de izquierda con el sindicato de estudiantes. Más tarde, me incorporé a la United Democratic Left (EDA), que es una forma jurídica amplia del Partido Comunista. Por aquel tiempo, sin embargo, no era miembro del Partido Comunista.

Después de estudiar derecho, vine a Europa Occidental y continué participando activamente en la EDA. El gran problema en el interior de la EDA era que algunos de los miembros eran comunistas y otros no. Era una suerte de frente popular bajo el dominio absoluto del Partido Comunista y sin autonomía real. 

Interesado por el marxismo a través de Sartre, estuve muy influenciado por Lucien Goldmann y Lukacs. Realicé mi tesis doctoral en filosofía del derecho, en la que intenté desarrollar una concepción del derecho basada en Goldmann y Lukács. Fue publicada en 1964, pero desde el instante en que fue publicada empecé a sentir las limitaciones de esa orientación en el marxismo. En ese momento, descubrí a Gramsci a través de Crítica Marxista, la revista más importante del marxismo en aquel tiempo. 

Empecé también a trabajar con Althusser, mientras seguía influenciado por Gramsci, lo que generó acuerdos y desacuerdos, desde el principio, con Althusser. Nos tomaría demasiado tiempo explicar el tipo de diferencias que tenía, que no eran tanto con Althusser como con Balibar. Con los primeros textos de Althusser, principalmente filosóficos y metodológicos, yo estaba profundamente de acuerdo. Siempre he creído que Althusser comprendía la lucha de clases y sus problemas. La cuestión con el estructuralismo fue más un problema con Balibar. En Poder Político y Clases Sociales hay diferencias evidentes entre el texto de Balibar y el mío. He hablado un poco sobre estas diferencias en Las Clases sociales en el capitalismo actual

Por otra parte, me uní al Partido Comunista de Grecia antes de la ruptura de 1968, que llegó un año después de la Dictadura de los Coroneles, y desde entonces he estado en el Partido Comunista del Interior, que se ha desplazado hacia posiciones eurocomunistas. Por otro lado, el Partido Comunista del Exterior es uno de los últimos partidos estalinistas en Europa. Lo es, quiero decir, en el sentido más fuerte: dogmatismo teórico, ausencia total de democracia interna y absoluta dependencia de la Unión Soviética.

 

Sus escritos teóricos sugieren que las alianzas políticas juegan un papel fundamental en el proyecto por un socialismo democrático. Aún así, la alianza entre el Partido Comunista Francés (PCF) y el Partido Socialista (PS) ha demostrado ser muy frágil. ¿Qué lecciones cree que podemos aprender?

Bueno, creo que el problema principal no es tanto el de las alianzas políticas entre organizaciones políticas. El problema principal, como sabemos, es la alianza política entre las clases sociales y las fracciones de clase que son representadas por aquellos partidos, porque una de las lecciones del fracaso de esta alianza en Francia es, precisamente, que ha sido vista y construida principalmente como una alianza por arriba. Uno no puede decir que fue estrictamente una alianza electoral, no lo fue porque el “Programa Común de la Izquierda” es un hecho muy significativo en la historia de la izquierda europea. No era un tipo de alianza puramente electoralista, pero, sin embargo, fue muy significativo que ninguno de estos partidos intentara construir esta alianza desde la base, es decir, entre las masas, para crear organizaciones comunes. Tuvimos algún tipo de acción común en algunas organizaciones, entre aquellas que estaban organizadas por los partidos y los sindicatos, pero nunca logramos un tipo de organización original o específica en la base que pudiera cristalizar este tipo de alianza. Esto también fue un fracaso típico del tipo de alianza del “frente popular”. En la estrategia de la Tercera Internacional, Dimitrov siempre decía que debíamos tener un tipo específico de organización de base, cristalizando este tipo de alianza. Esto no fue alcanzado durante aquel período, ni lo ha logrado el Partido Comunista de Francia o el Partido Socialista. Sin embargo, tu pregunta va mucho más lejos. Pienso que la realización de este tipo de alianza solo es posible con un cambio en el interior del Partido Comunista mismo. Está claro que mientras estés trabajando con el concepto de dictadura del proletariado no serás capaz de establecer una alianza que perdure con una pareja que sabe que será eliminada en la transición al socialismo, cuando la dictadura sea implementada. Por eso, creo que una estrategia revolucionaria hacia el socialismo democrático requiere de los cambios que se han llevado a cabo en algunos partidos comunistas de Europa Occidental, esta es una de las condiciones para lograr nuevas formas de alianzas políticas. 

Ahora llegamos al problema de la socialdemocracia, que es un problema muy específico y demuestra que esta cuestión de las alianzas tiene mucho que ver con las condiciones actuales de un país concreto. Por eso, debemos ser cautos haciendo generalizaciones, ya que vemos que la socialdemocracia interpreta roles muy diferentes en los países en los que existe. Por ejemplo, no veo ninguna posibilidad de establecer alianzas políticas con el tipo de socialdemocracia existente en Alemania Occidental o en Suecia. La situación es diferente en países donde la socialdemocracia no es un partido de gobierno, como no lo ha sido durante muchos años en Francia. Además, en la actual crisis estructural del capitalismo, podemos apreciar un viraje de la socialdemocracia hacia la izquierda, que es una de las condiciones para una alianza perdurable entre el Partido Comunista y el Partido Socialista. Pienso que nunca más podremos hablar de la socialdemocracia en general, dada esta crisis estructural del capitalismo. No podemos encontrar, desde mi punto de vista, una tendencia general de la burguesía a valerse de la socialdemocracia como solución a la crisis. La burguesía tampoco tiene el poder económico en todas las sociedades para ofrecer a la clase trabajadora los tipos de compromiso necesarios para que la socialdemocracia cumpla su función política cuando está en el gobierno, especialmente en el contexto de los programas de austeridad que tenemos en Europa. No está nada claro que una solución socialdemócrata, que implica compromisos con la clase trabajadora, pueda ser llevada a cabo por la burguesía a través de la socialdemocracia en las circunstancias particulares de cada país europeo. En estas circunstancias, la socialdemocracia no tiene otra solución que aliarse con el Partido Comunista. En este tipo de contexto específico, que es muy diferente de otros tipos de situaciones, encuentras la integración de la socialdemocracia en el aparato de gobierno, como en Alemania Occidental. Prefiero no hablar de la situación en Gran Bretaña, pero en Alemania se da una situación muy peculiar porque juega un papel dominante en el Mercado Común, por lo que todavía tiene posibilidades de comprometerse con la clase trabajadora. Este no es en absoluto el caso de Italia o Francia y, muy probablemente, tampoco el de España. No deberíamos hablar hoy en día, dada la crisis estructural del capitalismo, de la socialdemocracia en general. 

 

¿Cree que esto significa que ya no existe el problema del “reformismo” en general para la izquierda?

No, no quiero decir eso, especialmente dado el carácter ambiguo de la socialdemocracia, que está, por un lado, intentando lograr una modernización del capitalismo y, sin embargo, por el otro, tiene profundas raíces en la clase trabajadora. El problema que enfrenta la socialdemocracia es el de hacer una combinación de ambas. Teniendo en cuenta la crisis estructural del capitalismo, las contradicciones interimperialistas y los desarrollos desiguales, la situación de la socialdemocracia en Europa es extremadamente diferente de un país a otro. Este juego puede ser jugado en países europeos económicamente dominantes, como Alemania Occidental y Suiza, pero no por la socialdemocracia francesa o italiana. En tales coyunturas, creo que una de las soluciones para los partidos socialdemócratas es girar hacia la izquierda en una alianza con los partidos comunistas.

 

Ha mencionado la cuestión del Eurocomunismo. Es cada vez más evidente que no es un fenómeno aislado, sino que hay una serie de tendencias que reciben un mismo nombre. ¿Cree que es útil distinguir tendencias que pueden ser etiquetadas de “izquierda” y de “derecha”?

Hablamos aquí de tendencias generales y uno no debe, primero, personalizar y, segundo, fetichizar esta distinción en un fenómeno que es relativamente nuevo. Ahora, en la estrategia de la Tercera Internacional, que fue una estrategia de poder dual y choque frontal del Estado, el problema del reformismo era en algún sentido claro y simple. Todo era reformista, lo que no condujo a la creación de un poder dual y a lograr las posibilidades de un choque frontal con el Estado. Ahora, cuando hablamos de una vía democrática al socialismo democrático, dicha estrategia debe no solo transformar profundamente sino también mantener formas de democracia representativa y libertades que hemos llamado por mucho tiempo “libertades formales”, pero que no son solo “formales”. Esta democracia representativa tiene que ir al mismo tiempo de la mano con la creación de una democracia directa en la base. El primer punto es importante, si ya no podemos hablar de un choque repentino con el Estado, sino del mantenimiento y la honda profundización de las instituciones de la democracia representativa bajo el socialismo, la distinción entre el reformismo y la vía revolucionaria llegará a ser mucho más difícil de comprender, incluso si continúa existiendo. 

Está muy claro que en el eurocomunismo puedes encontrar una tendencia reformista, y en este sentido se puede hablar de un eurocomunismo de izquierda y otro de derecha. Por ejemplo, creo que cuando Ellenstein habla de una revolución gradual, pacífica, legal y progresiva, nos encontramos con la forma clásica kautskiana de plantear esta pregunta. Pero ¿cuál sería la distinción adecuada entre el ala derecha y el ala izquierda del eurocomunismo? Existen varias. Lo primero de todo, la importancia que se le da a la democracia directa y a los consejos obreros, lo que siempre ha sido un continuum decisivo entre la vía revolucionaria y la reformista al socialismo. El eurocomunismo de izquierda otorga más importancia a la democracia de base. Lo segundo, es el tipo de ruptura y los tipos de transformación previstos en el propio Estado: incluso si no hablamos de “aplastar el estado”, el eurocomunismo de izquierda es muy consciente de la necesidad de la transformación radical, no solo en los aparatos ideológicos del Estado, sino también en los propios aparatos represivos. Mientras que el eurocomunismo de derecha tiende a ver esos aparatos como más o menos neutrales, y, por tanto, no concede la misma importancia a su transformación. El eurocomunismo de izquierda conserva la insistencia en el momento de ruptura con el Estado, no habla de una transformación progresiva y gradual del Estado. Es muy consciente de que habrá un punto de inflexión decisivo, que no será una guerra civil pero sí una profunda crisis del Estado, con un cambio en la relación de fuerzas dentro del propio Estado. El eurocomunismo de derecha no se toma en serio evaluar esta alternativa. Para concretar, siempre que he leído a Carrillo he visto más una posición de eurocomunismo de derecha y cuando leo a Ingrao, del PCI, he encontrado una posición del eurocomunismo de izquierda. 

Creo, cada vez más, que el eurocomunismo es un fenómeno específico de las formaciones sociales capitalistas avanzadas. La problemática completa del camino al socialismo, de la vía revolucionaria al socialismo democrático, está estrechamente relacionada con esta etapa específica del desarrollo capitalista. 

 

Para ustedes y para nosotros el experimento italiano del “compromiso histórico” tiene una enorme importancia. Ahora, en esta situación, ¿qué importancia le confiere a la necesidad del establishment de algún tipo de consenso nacional?

No estoy muy seguro acerca de esta concepción del consenso nacional. Los propios comunistas italianos nunca han presentado el compromiso histórico como un tipo de transición al socialismo. En ocasiones han estado cerca de decir esto, pero la mayor parte del tiempo lo han presentado como una estrategia concreta en una coyuntura concreta en Italia. No lo han presentado como un modelo general para la transición al socialismo. Ahora tenemos una segunda cuestión, la famosa cuestión planteada por Berlinguer, después del golpe de estado en Chile, sobre la importancia de un amplio consenso nacional. Bien, soy escéptico respecto a esta posición. Hay un tipo de análisis que proviene de la tradición gramsciana, y que es uno de los puntos más discutidos en Gramsci, donde sugiere que la clase trabajadora puede tener hegemonía ideológica y política antes de alcanzar el poder político. Para mí la cuestión del consenso nacional debe verse más en el proceso del socialismo democrático en lugar de como una precondición del socialismo democrático mismo. Decir que uno necesita el 80% de la gente para construir la unidad necesaria para un gobierno de izquierda es una contradicción en términos. 

 

Usted es miembro del Partido Comunista Griego del Interior y quizás podríamos dirigir nuestra atención ahora a la situación en Grecia. En las elecciones del año pasado la coalición en la que su partido participó, encajó un serio revés electoral, particularmente a manos del Partido Comunista Griego ortodoxo. ¿Cuál es su análisis de esta experiencia y cómo explicaría el atractivo de la estrategia opositora del partido ortodoxo? ¿Qué lecciones pueden derivarse de lo sucedido?

Bueno, hay algunas razones generales y otras más concretas que tienen que ver con Grecia. Las razones generales tienen que ver con el análisis insuficiente y la estrategia insuficientemente coherente en el propio eurocomunismo. Si el punto de inflexión eurocomunista es tomado por un partido comunista constituido, no hay posible impugnación de este punto de inflexión, aparte de por la extrema izquierda. Pero si tienes una situación de división, con la mayoría del partido en una posición ortodoxa, la ausencia de un análisis suficiente de la estrategia revolucionaria por parte del eurocomunismo se vuelve mucho más crítica cuando tienes que lidiar con la fracción dogmática del partido. Después, tenemos razones específicas relacionadas con Grecia y que están conectadas a la cuestión de la guerra civil griega. Ha sido el Partido Comunista del Exterior, la mayoría de cuyos miembros fueron muy activos en la guerra civil y quienes estuvieron exiliados en otros países y han regresado después de 1974, el que ha tenido más capacidad de movilizar el imaginario popular de la guerra civil. Digamos que han tenido éxito en lo que Lister no pudo hacer en España porque, exactamente como dije antes, Carrillo ha sido capaz de dar un giro hacia el eurocomunismo en el propio Partido Comunista. También tiene que ver con las condiciones sociales en Grecia. 

La clase obrera griega es una clase trabajadora muy débil porque la mayoría del capital de Grecia no es capital nativo, es una burguesía arraigada en el área mediterránea y en una gran capital naviera, etc. Por lo que la clase obrera griega no tiene un alto nivel de conciencia de clase. Muy ocasionalmente encontrarás en Grecia una familia en la que padre e hijo sean trabajadores. Tenemos una alta movilidad social dentro de la pequeña burguesía. Hay una parte de la clase obrera que llega a ser pequeñoburguesa, emigran y se convierten en agentes internacionales de la burguesía griega. Ya sea que vienen aquí a Londres y trabajan en compañías navales o van a América. Para mí, hay una debilidad de la clase trabajadora griega que está relacionada con el éxito actual del dogmatismo en Grecia. Y por supuesto que tiene que ver con los errores del Partido Comunista de Grecia, por ejemplo, el hecho de que, durante mucho tiempo, hemos intentado buscar la aprobación de la Unión Soviética, no siendo capaces de hacer una crítica real a la Unión Soviética y no siendo capaces de establecer una alianza real para la vía democrática al socialismo, ¡porque esperábamos que la Unión Soviética eligiera entre los dos partidos! Esto ha sido un factor muy negativo en el desarrollo del Partido Comunista de Grecia del Interior. 

 

¿Podríamos pasar a algunas preguntas teóricas? Parece como si en algún momento hubo un giro decisivo con respecto al leninismo. ¿Le gustaría comentar algo sobre eso? 

¡Eso es completamente cierto! Creo que sí hay un punto de inflexión, lo he expresado en mi libro La crisis de la dictadura, y proviene de posiciones muy definidas que tomé durante el periodo de la dictadura en Grecia. Durante este periodo tuvimos dos líneas en el Partido Comunista Griego del Interior. La que era la línea de una oposición frontal (violenta o menos violenta) al régimen dictatorial de oposición frontal externa; la otra línea pensaba que se podía emplear o utilizar la contradicción interna entre las fracciones de la clase dominante y las contradicciones internas del régimen militar. 

Después de seis o siete años de dictadura comencé a comprender teórica y políticamente que esta concepción de la dictadura militar estaba asociada con algunas perspectivas marxistas acerca del propio Estado. El Estado es visto como una suerte de lugar cerrado que puede ser tomado por una estrategia externa, ya sea la estrategia frontal leninista o la estrategia gramsciana de cercamiento del Estado. En su lugar, comencé a imaginar el estado como una condensación, una relación de fuerzas. Desarrollé esta idea en Las clases sociales en el capitalismo actual. Al mismo tiempo, me di cuenta del significado que esto podría tener para una estrategia de oposición con el régimen militar. También comencé a aplicar esta concepción del Estado al problema de la transición al socialismo, que se hizo más evidente en mi último libro: Estado, Poder y Socialismo. Para mí, está claro que hay una crisis, y esa crisis involucra al leninismo como tal. 

Creo que la posición con respecto a Lenin no es exactamente la misma que la mía con respecto al leninismo. No creo que se pueda decir simplemente que Lenin solo tenía razón con respecto a la Unión Soviética. Una de las grandes ideas de Lenin, como estratega, y en la que creo, no es el centralismo leninista, es que Lenin era un partidario convencido de las bases y de la democracia directa de los soviets. A lo que se opuso Rosa Luxemburg en Lenin no fue a que fuera excesivamente centralista o demasiado opresivo con la clase trabajadora, sino a que rompió con todas las instituciones de la democracia representativa y únicamente dejó la institución de la democracia directa de los soviets. Creo que este es el Lenin que aún podemos emplear. Este es el Lenin de El Estado y la revolución, el Lenin más importante. Creo que este es el aspecto positivo de Lenin. 

El aspecto negativo involucra toda la cuestión de la aplicación y la teorización de la dictadura del proletariado que gira en torno de la destrucción total de la democracia representativa. No es correcto decir que Lenin no tuvo la capacidad de hacer nada más debido a las condiciones de la guerra civil en la Unión Soviética, ni que no pudiera hacerlo de otra manera debido a las diferentes posiciones en el interior del partido. Creo que hay algunos elementos teóricos en el propio leninismo que estaban relacionados tanto con la situación durante el período leninista, como más tarde bajo el mando de Stalin. Definitivamente hubo elementos de centralización y una concepción del partido como herramienta de concienciación para la clase trabajadora desde fuera. Esto incluye el ¿Qué hacer?, que es un aspecto del leninismo en el que ya no creo. Además, considero que esta concepción del partido conduce directamente a la concepción del “partido-Estado”, y luego al estatismo. 

 

¿Podríamos volver a la pregunta sobre Althusser? En Fascismo y dictadura haces esta crítica específica de Althusser, que él no le otorga a la lucha de clases el lugar que merece. ¿Es posible en el estructuralismo marxista de tipo althusseriano dar a la lucha de clases el lugar que merece? 

En la forma en la que ha planteado la pregunta ya ha dado la respuesta, porque ha hablado de estructuralismo. Yo no lo he hecho. Tendría que aceptar, primeramente, que hay una concepción global del althusserianismo en la que yo mismo no creo. La mayoría de nosotros tuvo muchas diferencias entre Balibar, Althusser y yo mismo, sin mencionar a otros. Teníamos enormes diferencias al principio.

Para el propio Althusser, o lo que aún se puede conservar del althusserianismo, creo que la problemática del estructuralismo es una falsa problemática aplicada a las pautas básicas del pensamiento althusseriano. No creo que sea cierto que Althusser, en sus directrices epistemológicas, realmente tenga, en la concepción teórica misma, una ausencia, debido a una imposibilidad teórica, de la historia y de la lucha de clases. Creo que hay un problema al respecto con Balibar, pero ni siquiera con todo Balibar. Por lo que diría que el estructuralismo no ha sido la verdadera esencia del althusserianismo, sino la maladie infantile. Hay algunos remanentes del estructuralismo en Althusser y en el resto de nosotros. En la coyuntura teórica en la que estábamos trabajando fue el estructuralismo contra el historicismo, fue Levi Strauss contra Sartre. Ha sido extremadamente difícil para nosotros establecer una ruptura total a partir de esas dos problemáticas. Nosotros insistimos en que para el marxismo, el peligro principal no era el estructuralismo, sino el historicismo mismo, por lo que dirigimos toda nuestra atención contra el historicismo, la problemática del sujeto, contra la problemática de Sartre y de Lukacs, y como resultado “doblamos el palo”, y por supuesto esto tuvo consecuencias en nuestra propia teoría. Por ejemplo, ha tenido consecuencias en mi libro en la distinción que hice entre “estructuras” y “prácticas”, en Poder político y clases sociales, que no discutí después en Clases sociales en el capitalismo actual. La observación que hice en Fascismo y dictadura en referencia a Althusser se refería a los aparatos ideológicos del Estado. Fue un reproche que le hice a Althusser en el contexto específico de la discusión de los aparatos ideológicos del Estado y no un reproche sobre el núcleo de la problemática que nos ocupaba en ese momento. Por lo tanto, seguiría defendiendo el papel crítico del althusserianismo en lugar del análisis sustantivo.

 

Gran parte de su obra ha estado dirigida a la cuestión del Estado y de la política, basado en el concepto de “autonomía relativa”. ¿Cuál es su valoración de la capacidad de una teoría basada en el concepto de “autonomía relativa” para lidiar con los problemas de la especificidad del Estado y la política?

Responderé a esta pregunta de manera muy sencilla porque podríamos discutirlo durante años. Es muy simple. Se debe saber si uno permanece dentro del marco marxista o no, y si lo hace, aceptar el rol determinante de lo económico en un sentido muy complejo, no de la determinación de las fuerzas de producción, sino de las relaciones de producción y la división social del trabajo. En este sentido, si permanecemos en el interior de este marco conceptual, creo que lo máximo que se puede hacer por la especificidad de la política es lo que he hecho. Lamento tener que hablar así. 

No estoy en absoluto seguro de ser un correcto marxista, uno nunca está seguro. Pero si se es marxista, el papel determinante de las relaciones de producción, en un sentido muy complejo, debe significar algo. Y si se hace, solo se puede hablar de “autonomía relativa”, esta es la única solución. Hay, por supuesto, otra solución, que es no hablar del papel en todo determinante de la economía. El marco conceptual del marxismo tiene que ver con esta cosa muy confusa llamada “relaciones de producción” y su rol determinante. Si lo abandonamos podemos hablar, por supuesto, de la autonomía de la política o de otro tipo de relaciones entre lo político y lo económico. 

 

Supongo que una forma de permanecer dentro del marco marxista para comprender la relación entre la política y la economía sin intentar derivar una de la otra, incluso de una manera muy compleja, es postular la noción de “las condiciones de existencia” que una práctica forma para otra. ¿Qué piensa de esta alternativa?

Por ejemplo, si se habla no de autonomía relativa, sino de “condiciones de existencia”, tal posición no escapa a la dificultad, todo lo que logra es traducir la misma dificultad a otras palabras. Si tú dices que algo es la condición de existencia o la precondición de existencia necesaria de otra instancia continúas estando dentro del marco de la autonomía relativa. Independientemente del tipo de formulación que le des, aún conservas el mismo problema central. ¿Creemos o no en un papel determinante de las relaciones de producción? Si lo hacemos, siempre vas a estar limitado en la autonomía de la política de cualquier manera que puedas expresarlo. El problema persiste: cómo encontrar la especificidad y la autonomía sin caer en la absoluta autonomía de la política. Este es el núcleo de la problemática marxista. Probablemente podemos formularlo mejor, pero esta cuestión de la determinación es el problema central del marxismo. 

Se planteó la pregunta sobre la relación entre economía y política, pero, por supuesto, la cuestión también nos obliga a preguntar qué entendemos por “economía”. Una vez que incluyes la lucha de clases y examinas la autonomía relativa del Estado con respecto a la clase dominante y la lucha de clases, el problema de la economía es diferente. La pregunta alberga dos términos: política y economía, que hemos esclarecido previamente. Cuando hablo de la determinación en última instancia por la economía, ya he incluido las relaciones de producción de las clases sociales y la lucha de clases. No hay una economía como tal y luego una lucha de clases en otro nivel. Entonces, cuando hablo de la “autonomía relativa de la economía”, la economía ya tiene este otro sentido que abarca la presencia de la lucha de clases. 

Además, debemos tener en cuenta un peligro adicional. Si únicamente hablamos en términos de aparatos tenemos otro peligro, el de la institucionalización. Los aparatos, después de todo, son la condensación material de las relaciones. En el famoso ejemplo, no es la iglesia la que creó la religión, es la religión la que creó la iglesia. Por lo que, si hablamos en términos de aparatos, por supuesto, podemos aclarar el debate, pero aún así lo desplazamos, porque solo podemos hablar en términos de empresas y aparatos que ya presuponen las relaciones de producción mismas. 

 

En su último libro busca desarrollar la noción de “estatismo autoritario”, la cual entiendo como la intensificación del control estatal asociado con el declive de la democracia política. ¿Es esta teoría simplemente una versión más sofisticada de la tesis leninista mucho más tradicional de que el capitalismo monopolista tiende necesariamente hacia el autoritarismo? ¿No es cierto que la realidad política de la experiencia del capitalismo europeo y norteamericano es que el control estatal intensificado se ha desarrollado junto con una expansión del área de la democracia política?

Esta pregunta plantea un problema más general: ¿podemos encontrar diferencias significativas entre formas de Estado que se corresponden con las diferentes etapas del capitalismo? Es cierto que, bajo el capitalismo monopolista, como observó Lenin, el Estado ha sufrido modificaciones muy significativas que “sobrevivieron” bajo el fascismo y también bajo el New Deal. Puedes encontrar algunas características comunes sin recurrir a una identificación “simplona” de estos regímenes. En este sentido, se puede hablar en general del Estado fascista y del Estado parlamentarista como dos formas de capitalismo de Estado. Puedes encontrar algunas características comunes junto a diferencias esenciales. Lo que trataba de decir sobre el “estatismo autoritario” tenía que ver con encontrar las características generales de una nueva fase del Estado, porque creo que estamos en un punto de inflexión en la organización del Estado capitalista. Mi objetivo era encontrar una formulación que pudiera designar las características generales de este punto de inflexión, sin identificarlo con un régimen concreto. Por lo que, cuando hablo de “estatismo autoritario” no pretendo significar que la política democrática o la democracia representativa vayan a terminar. El “estatismo autoritario” puede tomar formas extremadamente diferentes. Puede tomar una forma neoliberal, como en Francia, o adoptar una forma mucho más autoritaria como en Alemania. Sin embargo, estamos presenciando un declive de la democracia representativa en el sentido clásico, sin que esto implique que haya una tendencia al fascismo. Intenté, por lo tanto, distinguir entre “estatismo autoritario” y “fascismo”. 

 

Creo que mi angustia se puede expresar en términos de las implicaciones políticas que se derivan de su concepción del «estatismo autoritario». La transición democrática al socialismo con la que está comprometido depende de la posibilidad, anterior al avance del propio socialismo, de crear las condiciones para una democracia ampliada. Aún así, la posibilidad de lograr este avance democrático parecería estar más lejos como resultado del avance del “estatismo autoritario”.

Este es todo el problema. Es la cuestión de la ruptura. Lo que quiero señalar es que lo que requiere el socialismo democrático es una profundización y una extensión de las libertades, de las instituciones representativas, etc. Esto no puede ocurrir sin una profunda transformación de las condiciones sociales y económicas. Esta es la conclusión a la que llego: que no se pueda luchar por la expansión de los derechos políticos y las libertades, que es una posición defensiva contra la tendencia autoritaria del capitalismo actual. Creo que ya no podemos salvar la democracia sin profundas modificaciones de la estructura social y económica del capitalismo mismo.

 

¿Puedo pedirle que clarifique su idea de “estatismo autoritario”? ¿Es meramente una fase del “estado interventor” o es un nuevo y distinto tipo de Estado que sucede al Estado liberal y al Estado interventor?

No estoy del todo seguro porque hay “confusión” general sobre las etapas del capitalismo. En la concepción leninista había dos etapas, la primera del capitalismo industrial y la segunda del capitalismo monopolista. He sostenido la opinión de que en estas etapas podemos encontrar diferentes fases, pero no podemos hablar de una tercera etapa. Aunque ya no estoy tan seguro de esta posición. Dentro de este marco, el “estatismo autoritario” no podría ser una etapa diferente siempre que conservemos el compromiso con las dos etapas. Ahora creo que los problemas son mucho más complejos. Mi discusión anterior con ellos giró en torno a la teoría del capitalismo monopolista estatal y al debate en el interior del PCF sobre este asunto. Ahora creo que, incluso si hablamos de fases del Estado intervencionista, la actual transformación del Estado capitalista no es simplemente una fase, hay algo mucho más importante involucrado en la aparición del “estatismo autoritario”. 

 

Usted tiende a hablar de la etapa actual del “estatismo autoritario” en el contexto de la intensificación de los elementos generales de la crisis política, así como de la crisis económica. Esto empieza a sonar como si usted estuviera sugiriendo que el estadío final del capitalismo ha llegado.  

Si, veo el problema. Es un peligro del que no era muy consciente y que veo ahora que lo ha mencionado. Veo claramente que hay un peligro, pero quiero enfatizar que requiere que consideremos lo que queremos decir con la crisis estructural del capitalismo. En mi texto La Crisis del Estado intento analizar esta crisis estructural del capitalismo, discrepando de algunas de las concepciones del Partido Comunista Francés, e insisto en que la existencia de tal crisis no implica que no pueda resolverse. 

 

¿Cuál es la conexión entre esta discusión sobre el Estado y el énfasis que usted pone en el papel del partido de masas dominante único?

He intentado decir que incluso si no tienes un partido de gobierno dominante y masivo, lo que sí encuentras es una relación entre dos partidos que pueden intercambiar poder político entre ellos. Tenía en mente el modelo alemán o incluso el británico, donde en el núcleo del aparato estatal se podía encontrar una amalgama de fuerzas laboristas o conservadoras, de los socialdemócratas y los demócratas cristianos, que tiende a funcionar como un único partido de masas de la burguesía a pesar de las diferencias que pueden existir entre ellos. Incluso si tenemos cambios ordinarios en el gobierno en este sentido, serían cambios superficiales frente a un núcleo institucionalizado de fuerzas que pertenecen a ambos partidos. 

 

¿Podemos volver a la cuestión de su concepción del socialismo? Ahora se opone a una simple concepción leninista o vanguardista del partido. En el capítulo final de Estado, Poder y Socialismo, habla sobre la necesidad de combinar formas de democracia directa y formas de democracia representativa, pero no aclara cómo estas dos formas deberían ser articuladas o combinadas.

El problema es que estas cuestiones son extremadamente nuevas, y somos cada vez más conscientes de que no tenemos ninguna teoría positiva de la democracia en Marx. Tenemos la teoría de la democracia capitalista y la teoría de la dictadura del proletariado, pero realmente no disponemos de esta evaluación positiva ni de base teórica para la articulación entre democracia directa y representativa. Ahora bien, está claro que, mientras hablemos de democracia representativa, la separación relativa va a seguir existiendo entre la esfera pública y la privada. Esto nos lleva al problema más complejo de que la separación relativa del Estado no es simplemente una cuestión relacionada sólo con las relaciones de producción capitalistas. Si no está necesariamente ligada a las relaciones de producción capitalistas, entonces tal vez la cuestión de la separación relativa en las relaciones de producción capitalistas en sí se convierte en mucho más problemática. Este es el primer problema.

El segundo es el del partido de vanguardia. Debemos ser muy claros, en cuanto hablamos de una pluralidad de partidos en la transición al socialismo, y mientras nos tomemos en serio esta concepción, es evidente que no se puede «tener el pastel y comérselo». Es muy claro que en la tradición leninista (aunque el propio Lenin no tenía una concepción del sistema de partido único) la concepción del partido de vanguardia va de la mano de la concepción de la dictadura del proletariado y del sistema de partido único. No se puede, al mismo tiempo, decir que vamos a tener un pluralismo de partidos y mantener la concepción leninista del partido de vanguardia, porque tal concepción implica, o incluso requiere, el sistema de partido único. No se puede tener ambos.

Considerando la figura del partido, no estoy en absoluto seguro de que un partido político sea la mejor forma de organizar, incluso en sus diferencias, las nuevas formas de los movimientos sociales. Por ejemplo, no estoy en absoluto seguro de que debamos pedir a un partido político revolucionario que tome en consideración el problema ecológico, el problema feminista, etc. Así que el problema no es sólo tener un partido tan bueno que no sólo será político, sino que ocupará todas las esferas de la vida social y económica. Creo que esta concepción del partido como único centralizador, aunque sea una centralización muy sutil, no es necesariamente la mejor solución. Pienso, cada vez más, que debemos tener movimientos sociales autónomos cuyo tipo de organización no puede ser la misma que la de un partido político. Debe haber un movimiento feminista fuera del partido más ideal posible, porque el partido más ideal no puede incluir ese tipo de movimientos sociales por más que insistamos en que el partido revolucionario debe tener ciertas concepciones sobre la cuestión de la mujer. 

En segundo lugar, ¿tiene el partido un papel central? Lo tiene, claro, mientras crea que la política y el Estado tienen un papel central. Pero entonces, mientras necesitemos algún tipo de organización, debemos tener algún tipo de centralismo o de homogeneización de las diferencias si queremos poder articular la democracia representativa con la democracia directa. Si hasta ahora este papel centralizador ha sido desempeñado por el partido único, en el futuro algunos aspectos de este papel deberán ser transferidos del partido a órganos representativos, en los que distintos partidos pueden desempeñar un papel propio. Debemos ir hacia esta diferenciación, no a una identificación entre el partido y el Estado. Y si las instituciones representativas pueden realmente desempeñar plenamente su papel, el tipo de relaciones, o de articulación, no tendrá que ser transmitida como en el pasado, a través del propio partido. En Italia, por ejemplo, en las asambleas regionales con mayorías comunistas y socialistas, la coordinación entre las formas de democracia directa, los movimientos de ciudadanos, los movimientos ecologistas por un lado, y la democracia representativa por el otro, no pasa por la centralización del propio Partido Comunista.

Un problema interesante, para el que no tenemos respuestas definitivas es (y de esto estoy profundamente seguro) que el pluralismo de partidos en el camino democrático al socialismo significa, necesariamente, cambios en la función del propio partido. No se puede tener la concepción leninista tradicional del partido y simplemente decir, al mismo tiempo, que debería haber otros partidos también. Esto no funciona.

¿Cuál debe ser la diferenciación, cuál debe ser la transformación del partido? No creo que el partido deba perderse o amalgamarse con los diferentes tipos de movimientos sociales. Pero tampoco puede el partido, como aparato de cuadros, vincular con éxito los diferentes movimientos sociales o económicos. También debemos reconsiderar la visión clásica del centralismo leninista en la que todo lo político es primario y el resto es secundario. ¿Qué es el movimiento feminista, qué es el movimiento ecológico, qué son los otros tipos de movimiento social? No se trata de meros movimientos secundarios en relación con el movimiento de la clase obrera o el partido. De lo contrario, todo se vuelve secundario. Esta cuestión de las relaciones primarias y secundarias debe ser repensada. 

Si el eurocomunismo, como el propio marxismo, está en crisis, es porque estamos en una etapa experimental en la que los partidos están tratando de elaborar este tipo de estrategia diferente. Vemos lo que sucede en España, por ejemplo, o lo que sucede en Italia. Incluso en Francia estamos en crisis y es tal vez más difícil porque el PCF funciona como siempre lo ha hecho el partido francés. También es el partido el que a veces produce las mayores rupturas pero luego se echa atrás; se presenta como el partido más abierto (por ejemplo, nunca se ha visto un partido comunista tan abierto a la cuestión de las mujeres como el PCF) y como su contrario.

En este proceso hay un retroceso hacia una respuesta tradicional, lo vemos claramente en el PCF. La concepción cambiante del partido se encuentra en el corazón de estas respuestas. Hay una respuesta importante dentro de los diferentes partidos que se preguntan «a dónde nos llevan estas nuevas posiciones», y se retiran alarmados. La encuentras también en Italia, en España y en el resto de partidos. Esto no es sorprendente porque todavía no hay respuestas definitivas a estos problemas. Pero estos son los problemas a los que debemos enfrentarnos; no desaparecerán, ni podemos simplemente retirarnos a la vieja ortodoxia.

 

Traducción: Manuel Romero Fernández
Fuente: https://www.ieccs.es/2020/05/13/entrevista-de-stuart-hall-y-alan-hunt-a-nicos-poulantzas-1979/

¿Qué fue el dispositivo revolucionario? Notas sobre El huracán rojo, de Alejandro Horowicz // Diego Sztulwark

Las revoluciones se hacen con malas lecturas

Horacio González, citado en El huracán rojo 

 

Hay historias que piden a gritos ser comprendidas. No solo los acontecimientos que permanecen mudos hasta que se les aporta un sentido, sino también fenómenos demasiado perturbadores, o conmociones excesivas, que despiertan entusiasmos que asustan.  Es el caso de las revoluciones europeas de los siglos XIX y XX. Lo mínimo que se puede decir de ellas es que produjeron más sentido del que es posible consumir. Sería pueril, por lo tanto, resumir la cuestión en la sentencia obvia, según la cual, como todo lo que dura, lo propio de toda revolución es envejecer y transformarse en fantasma. Quizás suceda lo contrario: se necesita mucho tiempo para recorrer su exceso de sentido. En los años sesenta se anticiparon algunas conclusiones como las de Carl Schmitt, quien vio con pesimismo la pérdida estatal del monopolio de la decisión política –esa joya racional del derecho público europeo destinada a la regulación de la hostilidad y la violencia–, y algunas preguntas como las de León Rozitchner: si las revoluciones vencedoras parecen ratificar unas leyes invariables del decurso humano, ¿qué verdad llevan consigo las derrotadas? 

 

Lo (no-tan) nuevo, en todo caso, es el estado de ánimo –si no la tesis– que hace de las revoluciones un puñado de episodios pertenecientes a un pasado inactual, irrelevante aún cuando muchos de sus efectos continúan actuando en el presente. Más allá de los intentos de romantización o diabolización, la pretendida liquidación de la revolución plantea el problema de la perdurabilidad misma del concepto de lo político. El huracán rojo, reciente libro de Alejandro Horowicz, afronta estas cuestiones de un modo sorprendente. Si sus libros dedicados a la Argentina –al peronismo, a la guerra de la independencia y a los golpes de Estado– cautivan por la destreza de la escritura y la firmeza del método, lo que sorprende en esta última investigación es la solvencia con la que se atreve a cuestiones medulares de la historia universal, hasta ahora reservadas mayormente por la academia de los países llamados centrales. 

 

  1. La revolución y sus problemas

 

La clase, en su lucha por el poder, no necesita un instrumento de mediación general, sino muchas funciones puntuales y continuas para gestionar adecuadamente la guerra civil. 

Toni Negri, La fábrica de la estrategia

 

El título dice mucho. Se trata de pensar la revolución como un movimiento violento que arrastra y conecta espacios heterogéneos, un campo de fuerzas cuyas tensiones remiten a la construcción de mercados nacionales como parte de la dinámica de la evolución del mercado mundial; un soplido cíclico y furioso que plantea históricamente (como escribe Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, modelo de escritura de Horowicz) la tarea de ruptura, primero del bloque popular dirigido por la burguesía y luego del movimiento proletario. Ciclo o conjunto de problemas que tienden a concretarse en el triunfo de la Revolución Francesa y, sobre todo, de la Soviética. De modo que 1917 permite explicar 1789, pero solo en la medida en que 1789 plantea las cuestiones que 1917 intenta resolver a su modo, mediante el soviet. Como si les correspondiera a Lenin, a Trotsky y a sus camaradas resolver qué hacer con la cabeza decapitada de Luis XVI. La grandeza y las miserias  de la revolución bolchevique radican, en última instancia, en un mismo drama: el carácter europeo de coyunturas que debieron ser afrontadas a escala nacional. 


Me parece que las principales tesis de Horowicz sobre el fenómeno revolucionario pueden plantearse así: 

 

  • La revolución es un dispositivo que agencia ideas igualitarias en torno a cuerpos organizados, dispuestos a sostenerlas –nivel militar– y a inscribirlas en las estructuras económicas, jurídicas y políticas.  

 

  • El carácter permanente de la revolución, es decir, la tendencia de las luchas por la igualdad, dentro del marco estrechamente burgués –igualdad ante la mercancía, igual pena a igual delito y un hombre un voto–, a profundizarse en la lucha de clases por la igualdad de tipo socialista. De esto se desprende que un socialista no es más que un demócrata consecuente. Esta tensión se encuentra tan presente en la tradición republicana francesa (liberales y plebeyos), como en el bloque socialista soviético (bolcheviques, mencheviques, populistas).

 

  • La revolución es un fenómeno de doble poder –de clase– que comienza por la constitución de una legitimidad –autorictas– y tiende a afirmarse, si encuentra el modo, como poder armado –potestas–. Esta tesis se completa con la idea según la cual, al menos hasta cierto punto, es posible afirmar que, para la Europa de la época de las revoluciones, la cuestión agraria es la llave de la cuestión militar, problema central de la revolución.

 

  • La política es el campo específico de planteamiento de problemas, que no hay cómo resolver sino al interior de determinada coyuntura, y que lo propio del pensamiento revolucionario es plantear los problemas del doble poder (¿Cómo extender el principio de la igualdad hasta desbordar las categorías monárquicas o aristocráticas? ¿Cómo lograr que las mayorías populares autoricen la conversión del soviet en órgano de insurrección y gobierno?). Se trata de crear formas políticas, y para hacerlo es necesario aprender a desdoblar la clase-agente del proceso revolucionario de la tarea histórica que organiza una coyuntura (Lenin: la clase obrera debe realizar la tarea histórica de la revolución democrática, teóricamente asignada a la burguesía). 

 

  1. El “partido de dos”

Sería conveniente negarse a caer en la alternativa simplista entre el centralismo democrático y el anarquismo, el espontaneísmo.

 Félix Guattari, “Psicoanálisis y política”

 

Horowicz se ocupa de seguir las discusiones y tácticas de los socialistas entre revoluciones: de la revuelta europea de 1848 a la Comuna de París, pasando por los debates en el seno de la poderosa social democracia alemana, y de las discusiones que involucraron a Marx y a Engels, el -no tan- hermético “partido de dos”. La lectura política de El manifiesto comunista y las discusiones producidas por las posiciones del viejo Engels (luego de su importante prólogo de 1895 al libro de Marx, La lucha de clases en Francia) contienen ya los elementos que animarán el pasaje que desemboca en la polémica entre socialistas reformistas (Kautsky, Bebel, Bernstein; Plejánov y Martov) y comunistas revolucionarios (Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky) de comienzos del siglo XX. 

 

En síntesis, El manifiesto comunista expresa el momento jacobino-plebeyo, profundamente ligado a la tentativa revolucionaria de 1848, cuya derrota impone un balance y, por lo tanto, una nueva que el viejo Engels propone en los siguientes términos: el partido obrero de masas, en defensa de la legalidad como agente de constitución de hegemonía obrera dentro del bloque popular, junto al partido armado clandestino (amparado en el derecho de armarse en la defensa de la constitución). 

 

La posición de Engels se traduce en los siguientes términos político-coyunturales: el partido obrero debe tomar posición sobre la cuestión agraria dado que el factor campesino es el que decide las relaciones militares de fuerzas. Tanto en Alemania como en Rusia, el soldado es el campesino y, en general, en toda Europa, se lo instruye en el antisemitismo –“socialismo de los tontos”–.

 

Engels entrevé que el problema político esencial de la revolución en Europa se juega en torno a la transición entre democracia y socialismo. La tarea principal es romper el cerco montado alrrededor de la “democracia pura” o blindada, cuyo objetivo principal es impedir al proletariado revolucionario formar una mayoría. De allí la nueva combinación que propone entre democracia revolucionaria y cuestión militar. 

 

El “partido de dos” no fue unánime. Horowicz presenta a un Marx políticamente más inclinado a la línea jacobina-plebeya, al menos en dos ocasiones. La primera: su valoración de la Comuna de Paris: “Marx reelabora su propia lectura anterior del Estado ‘Boa constructor’ y pasa a defender la flamante experiencia del Estado-Comuna como novedoso instrumento histórico”. Ve en la Comuna la forma política específica popular, la primera experiencia exitosa de la combinación de doble poder y constitución de mayoría: ella es a la vez la forma eficaz de combate –estrategia militar proletaria– y de gobierno –moderna dictadura del proletariado–. 

 

La segunda es su relación con los llamados populistas rusos, que defendían la propiedad comunal de la tierra en Rusia como originalidad que determinaba un tránsito no convencional al socialismo, esquivando el modelo lineal que en ciertos países de la Europa occidental suponía el apoyo a la burguesía como paso previo al socialismo. A Marx no se le escapaba que la intelligentzia populista rusa –tan influyente sobre el joven Lenin– tenía el terrorismo como táctica política inmediata.

 

 

Paréntesis Latinoamericano

Un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad. 

Alberto Methol Ferré, El Papa y el filósofo

 

Este problema de la táctica revolucionaria consistente en infundir el terror conecta, en general, con el problema de la lucha armada y del partido militar clandestino que, según Horowicz, será siempre una obsesión de Lenin. En el libro, estas cuestiones solo se plantean en relación con la coyuntura europea. De allí que llame la atención que, en medio de la descripción de la correspondencia entre Marx y los populistas rusos, aparezca una referencia al líder revolucionario latinoamericano Ernesto Che Guevara. El argumento de Horowicz es el siguiente: mientras Plejánov se alínea con la perspectiva trazada por Engels, Marx disiente en privado, simpatizando con los populistas. En otras palabras, mientras Plejánov sea el jefe de la incipiente Social Democracia Rusa en formación, la cuestión agraria rusa no será estudiada a fondo (esto ocurrirá recién cuando la jefatura caiga en manos de Lenin), ni por lo tanto se planteará el problema de la lucha armada. De allí que Marx entienda el planteo de Plejánov: “Jugarse la vida en esas condiciones no puede ser otra cosa que perderla y como no es el Che Guevara no lo invita a morir”. El sujeto de enunciación de la frase de Horowicz es Marx. Y, por lo tanto, hay que entender aquí que la diferencia entre Marx y Guevara es que el segundo invita a morir.

 

Una nota al pie de El huracán rojo aclara cualquier malentendido posible. Se trata de la conocida cita de Ciro Bustos en su libro El Che quiere verte, según la cual Guevara instruyó a un grupo de combatientes entre los que se encontraba el propio Bustos: “Hagan de cuenta desde ahora que ya están muertos. Lo que vivan de acá en adelante será de prestado”. La conclusión de Horowicz es la siguiente: “La disposición a morir integra el menú de todo terrorista revolucionario en actividad”. En las conversaciones que mantuve con León Rozitchner, escuché un argumento similar, pero diferente. Rozitchner decía que el problema con Guevara era que imponía su autoridad sobre la base de su disposición a morir, pero no calificaba su política de terrorista (archivo del proyecto León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa). Esa frase solitaria da ganas de entrevistar largamente a Horowicz sobre su comprensión de la Revolución Cubana y su tentativa de continentalización.    

 

  1. El partido es un “acuerdo fechado”

El conocimiento se realiza como separación del fenómeno de la esencia, de lo secundario respecto de lo esencial, ya que sólo mediante tal separación se puede mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa.

Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto

 

Lenin es presentado por Horowicz como una suerte de síntesis biográfica entre los dos grandes afluentes del socialismo revolucionario ruso: la sensibilidad por la comuna y el valor por el voluntarismo, el estudio de la cuestión agraria y la preocupación por el aspecto armado de la insurrección; y el marxismo soviético: el estudio de El capital, la postulación de la dirección proletaria de la revolución, y la identificación de los soviets como órgano de la insurrección y de gobierno. 

 

Las 250 páginas finales –la segunda mitad del libro– es una formidable novela política y, a la vez, un ensayo informado al detalle sobre las revoluciones rusas –la de 1905, y las de febrero y octubre de 1917–, en la que se narra el papel de la policía secreta del zar; la marcha de las mujeres por la paz; el papel de los sindicatos y del Padre Gapón; las discusiones internas entre las corrientes del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso entre Bund, Eseristas, Mencheviques, Bolcheviques, Iskra, etc; el papel fundamental de la tradición de los militares decembristas en la oposición de parte del ejército al zar (afluente clave en la constitución del Ejército Rojo) y de los soviets en la flota naval (el acorazado Potemkim); el polémico pero épico viaje en tren de Lenin por Alemania; una historización detallada del papel de Trotsky y del desarrollo del Soviet de Petrogrado; y sobre todo una formidable elucidación sobre la cantidad de veces que debió reconstituirse el partido bolchevique en función de los cambios de coyuntura y los cambios de orientación que Lenin propone una y otra vez, siempre en flagrante minoría.

 

Estas y otras líneas de la coyuntura rusa y europea convergen en el cerebro de Lenin. Su interpretación de la guerra; el papel de las consignas; sus discusiones con sus compañerxs, primero con el viejo Plejánov y Martov (líder menchevique), con Rosa Luxemburgo o con Trotsky, con Kamenev y Sinoviev (históricos camaradas bolcheviques que se oponen a la insurrección de octubre); la rearticulación constante de la estrategia del bloque popular en torno al eje organización (Lenin) contra espontaneidad (Luxemburgo), que implica considerar en concreto el papel de las tendencias a la autonomía proletaria y la relación más que problemática con el anarquismo; el papel de los soviets en cada coyuntura (Lenin insiste con la conducción bolchevique; Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con la conducción del Soviet); la relación entre partido-sindicato-comando fabril y soviet (“los bolcheviques usaron los soviets contra los consejos de fábricas”); la relación entre Soviet y Duma, etcétera. 

 

Siguiendo al Trotsky escritor, el genial autor de Mi vida, Horowicz nos devuelve un Lenin que tuvo la desgracia de ser convertido en texto sagrado e ícono de los diversos stalinismos de la izquierda. Con la reconstrucción de sus decisiones singulares (empleando el método spinoziano de lectura, que consiste en conectar el texto con el conocimiento del autor y de los contextos), El huracán rojo logra demoler la hagiografía partidaria, contra la que siguen peleando por buenas y malas razones liberales y libertarios de toda clase, y reconstruye el Lenin político que sigue ofreciendo un interés notable.   

 

  1. El libro de las preguntas

El libro de las preguntas es el libro de la memoria.

  Edmond Jabès, El libro de las preguntas

 

Leer a Lenin. Hacerlo de un modo “menos superficial, menos religioso”, escribe Horowicz. Leerlo como se lee a un escritor socialista que tuvo la “pésima suerte de integrar el paquete de lecturas obligatorias”. Leer a Lenin “no es fácil”. Doble dificultad. A la señalada se agrega otra: los célebres zigzagueos del líder bolchevique, los cambios de posición que hay que seguir al detalle y de modo minucioso, si lo que se ambiciona es “mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa”, como sugiere Kosik en su Dialéctica de lo concreto. Los cambios de Lenin interesan más allá de Lenin. Interesan los cambios. Interesa la mente que se dedica a captar la evolución de las líneas de ruptura que determinan una coyuntura viva. Interesa, también, la escritura que trata de comprender lo que ocurre en esa mente. No es solo Lenin. Son los bolcheviques. Son las corrientes socialistas. Son las clases en movimiento. Y luego, claro está, son las fuerzas del orden. Pensar lo que piensan los seres tomados por la revolución. En la expresión “leninismo del movimiento”, que emplea Horowicz, se entrevé la tensión entre orientar política y organizativamente las fuerzas de ruptura hacia la insurrección (primero rusa, luego alemana y europea), junto a la tendencia a compensar las inconsistencias del despliegue revolucionario mediante una dictadura de partido. Leninismo del movimiento quiere decir determinación de quiénes son los “amigos del pueblo” (relación amigo/enemigo), estimación del sentido de la paz y la guerra, evaluación dinámica de la relación entre corrientes políticas y clases sociales, así como elucidar en cada ocasión la relación conveniente entre partido, sindicato, soviet, duma y comité de fábrica.  

 

Después de septiembre de 1917, se acelera la formación del doble poder, se activa la escuela realista de la política revolucionaria. Décadas de saberes conspirativos y luchas de masas maduran el kairós de la insurrección. Los bolcheviques encabezan la preparación militar de la ofensiva. La guerra europea deviene guerra civil. La autorictas armada del soviet (autodefensa) es el punto de partida para una insurrección armada cuyo mando militar será el partido. Es la famosa “toma del poder”. 

 

El huracán rojo es un libro de las preguntas. Busca en el “pasado revolucionario” la discusión sobre “este presente reaccionario”, en el que las decisiones de las mayorías son bloqueadas por la defensa del interés bancario. La idea de revolución desaparece luego de que el capitalismo se hubo servido de ella. Solo que si desaparece la posibilidad de transformar el presente, es la misma democracia la que pierde todo sentido. El tiempo pasado y el tiempo presente se pliegan. Sobre el final del libro las preguntas se agolpan: ¿Concreta el poder revolucionario, en medio de una despiadada guerra civil, el derecho de la mayoría revolucionaria a gobernar? ¿Qué sucede cuando la mayoría revolucionaria no es mayoría? ¿Cómo se resuelve en esas condiciones la tarea de desplegar un poder soviético sin caer en la dictadura de partido? 

 

Horowicz lee la tragedia del bolchevismo como la imposibilidad de extender la revolución al resto de Europa. La guerra de clases no podía resolverse a escala nacional ni el poder soviético podía imponer a Europa una relación de fuerzas que se correspondiera con el desarrollo político de las clases sociales del continente. Citando a Rosa Luxemburgo, Horowicz permanece fiel a la tesis según la cual la resolución de las tendencias en el nivel del mercado mundial depende de la maquinaria militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas capitalistas establecieron su triunfo sobre una Europa que desoyó el llamado de Lenin: “La guerra se desarrolló en Rusia como batalla por la tierra, y el fortalecimiento de la burguesía agraria terminó siendo una de las consecuencias calculadas de la revolución. Ahora bien, el proletariado había quedado reducido al partido del proletariado, y la reconstrucción de la sociedad de ningún modo garantizaba la reposición de una vanguardia devorada por la guerra civil y la crisis. El precio de la victoria –si la sociedad rusa debía pagarla sola– resultaba excesivo. Ese termina siendo el trágico balance del Octubre bolchevique”. Sencillamente era imposible para los bolcheviques resolver la guerra de clases a nivel continental a partir de un triunfo nacional. 

 

Ahora

La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no lo configura el tiempo homogéneo y vacío, sino el cargado por el tiempo-ahora.

Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia

 

La tentativa de liquidar la revolución posee connotaciones bíblicas. La contrarrevolución, según puede leerse en las primeras páginas de El huracán rojo, pretende extraer sus argumentos de cierta interpretación de la estructura íntima del monoteísmo según la cual “la dualidad de poderes teológicos no admite resolución pacífica”. En otras palabras, liquidar la revolución es acabar con la amenaza al principio absolutista. Es el sentido del título del primer capítulo del libro: “De la batalla por el derecho, al derecho a dar batalla”. En otras palabras, la revolución surge como irrupción de un principio alternativo basado en la responsabilidad democrática, o sea, en la extensión de formas de igualdad que solo se expanden batallando contra los dispositivos de restricción patriarcales de raíces teológico-políticas.

 

La derrota de la revolución europea trajo consigo la consolidación del principio autocrático, fundado ahora en la evolución del mercado mundial, que desembocó en la identidad entre espacio global y lógica del capital. Identidad que supone, además, una concentración inédita del poder militar. El huracán rojo puede ser leído, así, como un relato contra-teológico, un llamado a rastrear en la historia de la revolución las claves para comprender las causas profundas del actual impasse de lo político. La cita de los fenómenos libertarios del pasado carece de inocencia: pretende extraer aprendizajes para un presente que parece ser incapaz de superar la neutralización de la democracia como la de toma de decisones de las mayorías. Cualquiera que conozca a Horowicz puede entender lo que esto significa: un llamado perentorio, en tono alzado de voz, a comprender que el problema de la democracia efectiva solo ha sido planteado históricamente de modo revolucionario. 

 

En una reciente charla con militantes preocupadxs por la coyuntura, realizada semanas después de las primarias presidenciales argentinas que pulverizaron a Macri y durante las movilizaciones indígeno-populares que cuestionan las políticas de Lenin Moreno en Ecuador, el autor de El huracán rojo decía que el pensamiento revolucionario nunca fue otra cosa que el saqueo de las ideas circundantes en función de la obsesión por la transformación y, en consecuencia, un saber que se enhebra al ritmo de la lucha política. Por lo tanto, un programa –dijo allí Horowicz– no es sino un mapa de problemas nodales a resolver y, a partir de allí, un mecanismo útil para reajustar discursos políticos a la dinámica política tal y como surge de una toma de partido en favor de la cuestión democrática (que hoy se plantea como lucha de lxs trabajadores precarizados, los feminismos, lxs jóvenes, las comunidades indígenas). Lo que equivale a afirmar que el principal y más urgente desafío político consiste en retomar la iniciativa frente a los consensos discursivos que contienen, inhiben y liquidan toda expresión autónoma de la dinámica política.  

 

 

Para leer a Gramsci (y dejar de degradarlo) // Ignacio Lewkowicz

25-04-92, I.L

  1. Las únicas lecturas que están a la altura de esta crisis del marxismo son las lecturas activas, es decir, las lecturas que abran diagonales medianamente nuevas ‑por ridículas que sean. El comentario nos transforma en objetos de esta crisis. La tarea militante hoy exigida es ser sujeto de la destrucción activa del marxismo.
  2. Lo que interesa no es tanto Gramsci como pensamiento escrito sino su esfuerzo por pensar. Nos interesa mas como símbolo que como doctrina: Gramsci es «el que esta pensando» y no «el que ha pensado esto». No nos interesa hoy tanto su teoría como su actitud teórica. Tal actitud teórica se puede resumir en una frase ‑vacía como toda consigna‑ que puede servir de ayuda memoria: «en situaciones de hegemonía enemiga, buscar la inconsistencia, para sostener el antagonismo».
  3. ¿Por que carga así las tintas Gramsci con los intelectuales?. Todo depende de la diagonal de lectura. El tema ya clásico para ubicar esta diagonal de lectura para Gramsci es su «relación» con Lenin. Critico, enriquecedor, redundante o refutador, tales son las variantes «en‑si». Es decir, tales son las variantes para una lectura que cree en las relaciones en‑si entre los textos. Pero para una lectura que ya descree de la realidad sustancial del autor en «su» letra, que sostiene que las filiaciones ‑por su naturaleza imaginaria‑ están siempre en revisión, las relaciones entre dos pensamientos son siempre resultado de operaciones de lectura. Son interpretaciones, que se valoraran según los criterios que se decidan: esquemáticamente, por un lado el criterio académico de adecuación, por el otro, un criterio que valore la capacidad activa o reactiva de la lectura practicada.
  4. Simplificando mucho las cosas ‑trazando una linea de demarca­ción‑ se puede plantear que hay dos modos de situar la relación. Un modo académico y un modo militante. Los resultados son radicalmente distintos. En términos académicos, Gramsci y Lenin serian dibujados según el prototipo del teórico de las ciencias sociales. Una teoría se contrasta con otra teoría. Dos discursos sobre el mismo objeto ‑el Estado y la Política‑ tienen siempre una compara­ción posible. Del cuadro de semejanzas y diferencias se inferirá la relación de desarrollo, redundancia, refutación, o lo que sea. Pero si situamos a Lenin y Gramsci ya no como dos profesionales de las ciencias sociales, sino como dos militantes, el aspecto de su relación empieza a cambiar.
  5. Nuestra decisión para leerlos consiste en sostener que se trata de dos militantes, de dos intelectuales orgánicos del proletariado, que analizando concretamente situaciones concretas, deciden abrir lineas estratégicas distintas para inscribir históricamente la misma voluntad política antagónica. Este argumento que sigue se propone esbozar lineas para esta lectura y vislumbrar los efectos.
  6. Vuelvo, entonces, a la pregunta originaria: ¿por que Gramsci carga tanto las tintas sobre los intelectuales? Dos respuestas aparentemente contradictorias, cuyo tejido nos sitúa un Gramsci contemporáneamente activo: por un lado, porque la infraestructura no hace lazo social; por el otro, porque la infraestructura no presenta inconsistencias.
  7. Todo lazo social es efecto de un discurso. Todo lazo social es imaginario. Puede estar posibilitado desde determinadas condiciones económicas ‑ya de por si efecto de discurso‑, pero la consistencia del lazo no es proporcionada por el funcionamiento económi­co. La pregunta no dicha (?) de Gramsci es la siguiente: ¿Cual es el fundamento de los agrupamientos sociales efectivamente existentes? La respuesta esta en Rousseau, bajo la forma de respuesta a la pregunta «¿que es lo que hace que un pueblo sea un pueblo?». La voluntad general, «pues si no hubiese un punto en el cual todos concordasen, ninguna sociedad podría existir». De hecho, Gramsci viene a preguntarse por el mecanismo real de la consistencia social. Una vez levantada por Marx definitivamente, la imagen mítica del contrato social ya no puede ser nuevamente convocada. Pero de hecho funciona algo así como una especie de «efectos de un contrato». ¿Cuales son los mecanismos efectivos de este funcionamiento? El discurso hace lazo, la función‑»intelectual» es estructurante de la consistencia imaginaria del lazo.
  8. El problema del lazo social no tiene valor alguno en la coyuntura en que trabaja Lenin. No es que no valga para Lenin, sino que no cumple ninguna función en su coyuntura. Y la esencia del marxismo es el análisis concreto de situaciones concretas. Lo que concreta las situaciones no es la carga de información empírica sino la existencia de una voluntad política, de una fuerza heterogénea. Lo que hace lazo es el poder de fuego político‑militar. Lo que disuelve el lazo es otra fuerza político‑militar. Nadie hace consideraciones estratégicas sobre la debilidad proyectiva de un peón en un problema de mate.
  9. La coyuntura italiana, en cuyas cárceles piensa Gramsci, no presenta inconsistencias a nivel de la «infraestructura económica». La inconsistencia no vendrá de consideraciones del tipo eslabón mas débil, porque los deja sin política posible a quienes habitan en un eslabón consistente y pujante del funcionamiento económico del capitalismo. El campo de una lucha estrategia posible es el de la hegemonía. La lucha cultural estratégica es el lugar por el cual hacer saltar la inconsistencia de la hegemonía.
  10. Gramsci y Lenin comparten la voluntad antagónica. Lenin piensa el antagonismo en situaciones concretas de explosividad extrema. De ahí la ilusión que asocia antagonismo=virulencia, como si el antagonismo fuera un matiz, una especie de color local de la contradicción, de la unidad y lucha de contrarios. Afortunadamente, después de Mao, el concepto de antagonismo se desligo de las imágenes del antagonismo. Ya no es una especie de pintura enardecida de un odio de clases sino un concepto formal: la heterogeneidad cualitativa, la exclusión afirmativa, la imposibilidad de afirmarse en inclusión estructural: es el concepto de aquel conjunto que para postularse debe subvertir la ley de construcción de las partes del conjunto que lo «incluye». Lenin piensa ‑y practica‑ un antagonismo en situaciones explosivas, en ausencia absoluta de hegemonía enemiga, en situaciones mantenidas por la fuerza seca. Gramsci piensa ‑y practica‑ el antagonismo fuera de situaciones explosivas, donde la hegemonía enemiga, lejos de haber fracasado, se fortalece. Cambien Gramsci posee el don del mal. El mal no es cuestión de modales: no se reduce a violencia física. Es malvado aquel que se afirma
  11. El riesgo de una situación caracterizada por la hegemonía burguesa es la aniquilación de cualquier capacidad política heterogénea. Independientemente del lenguaje del mismo Gramsci, que sistemáticamente cae en simetría para concebir la lucha de clases, se puede interpretar su esfuerzo teórico en clave de voluntad de conservar la capacidad heterogénea: un principio de no‑inclusión que haga fracasar la hegemonía de la estructura. Lo practicado, pero no explicitado por Gramsci, lo no‑dicho estructurante de su labor teórica parece ser este negarse a caer en estructuras de inclusión, afirmarse quebrando las reglas de la inclusión hegemó­nica. Y si una clase es hegemónica en la medida en que conserve el monopolio intelectual, entonces la tarea militante es una labor intelectual heterogénea: dotar de consistencia a la voluntad política.
  12. Lo peculiar de nuestro gran calabozo es esta especie de terror por el bosque: lo peculiar de nuestro gran calabozo es su capacidad de inclusión, su virtud representativa, que no deja nada fuera, que todo lo encarcela. Salvo mi voluntad heterogénea ‑dice Gramsci en prisión, ignorando los destinos de su obra en nuestro gran calabozo actual‑. En esta linea: calabozo=estructura de inclusión total. La estructura que amenaza fagocitarse cualquier capacidad heterogénea es la idea burguesa de nación. ¿Que opone Gramsci a tal inclusión? Ya no un principio formal de internacionalismo. No se trata de sustituir un principio de inclusión ideológico («nación») por un principio de inclusión verdadero («clase») como se sustituye lo falso por lo verdadero cuando el predicador lleva la buena nueva. Se trata de enfrentar a una estructura de inclusión su exceso especifico. El punto de partida del antagonismo es la estructura de inclusión: solo lo que es de un todo le puede hacer obstáculo. El principio de internacionalismo se transforma en una declaración moral cuando pierde su virtud política: cuando deja de ser el exceso de una estructura de inclu­sión. Conservar la voluntad política no suele ser conservar los enunciados en que la voluntad se sostiene en determinada situa­ción, suele ser raro: conservar la consistencia antagónica librándose de los enunciados que pueden ser incluidos. Para Lenin, no existe marco de inclusión ideológica nacional. Bien puede hacerse cargo de la declaración del Manifiesto: los proletarios no tienen patria. En la situación en que «trabaja» Gramsci la inclusión nacional es la inclusión ‑empezando por la lengua nacional que establece la comunicabilidad entre los dialectos‑. El punto de partida del antagonismo es que la estructura de inclusión es nacional.

 II – PERIODISMO INTEGRAL, O TRANSFORMACIÓN DEL UNIVERSO HEGEMÓNICO.

  1. Notablemente, la construcción que Gramsci hace del periodismo integral es casi una definición exhaustiva de militancia activa. Se trata, más que de una doctrina completa del militante, de una exigencia y una tarea: una directiva teórica y política.
  2. El periodismo integral no dispone de un lector ya capturado de antemano para el combate antiburgués. El Iskra de Lenin era un órgano de discusión interna entre militantes, donde se polemizaba sore la orden del día. Pero Lenin interviene en una situación concreta de ausencia absoluta de hegemonía enemiga. Para Gramsci, en cambio, el mundo presenta otra imagen. En situación de hegemonía enemiga, el lector es ajeno y hay que salir a pescarlo. Luego, el punto de partida concreto son los hábitos culturales del lector; mientras que el objetivo estratégico es subvertirlos (y no meramente cambiarle el contenido). ¿Qué lee? ¿Cuándo lee? ¿Cuánto lee? ¿Qué titulares lo impacta? ¿Qué formato le es maleable o tentador? Todo esto se transa en función de construir una cultura alternativa, es decir, heterogénea y de masas. Caso contrario estaríamos en una disolución populista o un vanguardismo elitista.
  3. El periodista integral activo no baja línea. De manera muy distinta a los hábitos mal heredados de un leninismo hecho doctrina, nunca el problema estratégico de Gramsci es difundir la consigna justa. El periodista integral, vector de la cultura alternativa, apunta a la subversión del sentido en los signos y del modo de razonamiento. Porque ni el código ni su lógica son neutros: son función de la clase hegemónica. La batalla cultural estaría perdida si se situara a nivel de los mensajes y no a nivel del código. Los textos de Stalin y las declaraciones de Gorbachov son la prueba empírica catastrófica que debería convencer a cualquier empecinado, incluso a nosotros. Una subversión del código y su lógica son las condiciones imprescindibles para una cultura alter­nativa.
  4. Gramsci investiga los mecanismos concretísimos de producción de la ideología burguesa para ahí trabajar en función del fracaso de tal hegemonía. El lugar de producción de una identidad será el lugar de crítica de la producción de una diferencia, de resignifi­cación de una identidad.
  5. El problema de la cultura alternativa es: ¿cómo inscribir el materialismo histórico en las masas? ¿Cómo hacer que la filosofía de la praxis, materialismo histórico, se haga sentido común? (Sentido común = folclore de la filosofía.) Resignificando el sentido común transformarlo en buen sentido subvirtiendo los hábitos culturales y los mecanismos de razonamiento pero jamás sustituyendo una identidad por otra, un término por otro, etc.
  6. Las opciones parecen ser dos:

a‑ foquismo: un nuevo código completo ‑ jerga.

b‑ populismo: disolución en el viejo código.

Luego,

c‑ ni otro absolutamente nuevo ni lo mismo absolutamente viejo, sino resignificación del código viejo.

 III. OTRA VUELTA DE TUERCA.

  1. La conexión entre Mao y Gramsci es, académicamente hablando, un disparate. Lo que equivale a decir que, hablando seriamente, es una conexión necesaria. Para la academia es mezclar al más bueno de los demócratas occidentales con el más malo de los déspotas orientales. Estas distinciones de modales no valen nada para un pensamiento militante. Gramsci y Mao son las primeras huellas de un post‑leninismo por venir.
  2. En su calabozo, Gramsci piensa, para no enloquecer, la verdad del marxismo existente en su coyuntura y aun hoy sin procesar: revolución cultural. La piensa en términos sintomáticos. Pero hay desarrollos tales de tal verdad ,que otra vuelta de tuerca en nuestra lectura nos obliga a criticar las tesis de nuestro punto de partida. Habíamos partido de postular que Gramsci se interesaba en el problema de la cultura y los intelectuales porque no existía en tal; coyuntura ninguna otra chance táctico‑política de constituir una fuerza revolucionaria. Se nos presentaba como una decisión astutísima, pero puramente táctica, impuesta a la voluntad política por las condiciones particulares en que se desenvolvía tal militancia.
  3. Y bien podía ser que Gramsci se pensara de esta manera. Pero esta diagonal resultó no ser la más activa. No existe apuesta táctica que no modifique o aclare la voluntad estratégica, una vez que el pensamiento se ha desligado de la creencia en los medios y los fines. Afirmar una decisión táctica no es borrarla en el resultado. En rigor, táctica y estrategia no son medios y fines. Haber decidido que el campo cultural es tácticamente decisivo conlleva también la decisión de haber hecho del campo cultural el lugar de la estrategia: dar consistencia a una hegemonía social nueva, punto verdadero de no retorno.
  4. En este sentido la crítica gramsciana del mecanicismo y el fatalismo es clave: no es una discusión de matiz táctico sino una línea de demarcación fundamental. «A propósito de la función histórica desarrollada por la concepción fatalista de la filosofía de la praxis, se podría hacer su elogio fúnebre reivindicando su utilidad para un período histórico, pero, justamente por ello sosteniendo la necesidad de sepultarla con todos los honores del caso»._ La voluntad política marxista es destrucción del universo de significaciones burgués, revolución cultural, trastorno decisivo de «toda la superestructura jurídico‑política e ideológica». La revolución en el modo de producción es una apuesta táctica que rindió gigantescos servicios, y hoy es rigurosamente inútil. Ser gramsciano hoy, lo mismo que ser maoista es haberse enterado de la directiva política de la época: subversión de los parámetros burgueses que hoy estructuran la cultura.
  5. ¿Qué es una revolución cultural? La apertura de una nueva disposición de la experiencia humana. Una revolución cultural es la posibilidad de masas de inaugurar una nueva experiencia del mundo y del hombre. Esta es la gran política marxista: no llevar al poder a una doctrina sino abrir un nuevo horizonte a lo posible, tal la sabiduría de Marechal._ Esquemáticamente, con bestialidad canibalesca, una nueva experiencia es una nueva disposición de las preguntas kantianas. Se puede caracterizar una época o una cultura por el modo en que se sitúan respecto de las preguntas «qué debo hacer», «qué puedo conocer». «qué me es dable esperar». El modo de situarlas puede variar tanto en las respuestas como, en el sentido más decisivo, en las preguntas. Desde esta definición se sigue: revolución = revolución cultural = apertura a una nueva experiencia del ser = corte por advenimiento de nuevos principios que regulan la experiencia._
  6. Pero abrir tales nuevas dimensiones exige un lenguaje adecuado que las posibilite. El código, sus signos, las significaciones organizadas por ellos excluyen de antemano cualquier tentativa de abrir tales juegos. Es necesaria una lingüística compatible con un sujeto. Nietzsche inventó la filología activa. Gramsci el periodismo integral. ¿Qué pensar? ¿A partir de qué? «Este contraste entre el pensar y el obrar, esto es, la coexistencia de dos concepciones del mundo, una afirmada en palabras y la otra manifestándose en el obrar mismo, no se debe siempre a la mala fe. La mala fe puede ser una explicación satisfactoria para algunos individuos singularmente considerados … pero no es satisfactoria cuando el contraste se verifica en la vida de las amplias masas; en tal caso dicho contraste sólo puede ser la expresión de contradicciones más profundas de orden histórico social. Significa ello que un grupo social tiene su propia concepción del mundo, aunque embrionaria, que se manifiesta en la acción»._ Aquí claramente la acción de masas excede la comprensión de las masas porque excede por completo el saber filosófico y científico de la época.

¿Qué pensar? La acción. ¿A partir de qué? De la acción: de su carácter de exceso respecto de lo pensable en tal situación.

  1. ¿Qué significa una acción que exceda el cuadro del saber? Que por ahí está circulando algo radicalmente nuevo, para lo cual no hay palabra en la cultura. Tal acción es la verdad de la hegemonía en la medida en que indica su fracaso. La hegemonía no fracasa por el hecho de que algunas conciencias se les escapan sino porque la acción creadora de las masas la excede, aunque la conciencia de los individuos que soportan tal acción esté capturada por la hegemonía.

Si falta la palabra, tal acción no puede inscribirse en la cultura ni producir sus efectos: no puede desplegarse como experiencia nueva. Es necesario el intelectual orgánico que la inter­prete, que la descifre, que suplemente el campo de lo enunciable para darle una consistencia de exceso. Recordemos que la interpretación mínima es la consigna.

Tal acción sin palabra indica una singularidad que habrá que nominar para luego inscribir como experiencia.

  1. Así construye Gramsci la filosofía de la praxis, suturada absolutamente a la política ‑independiente de cualquier relación estructural con la ciencia‑ según el primer dictamen de Althusser . Esta construcción es equivalente a la segunda formulación del materialismo dialéctico por Althusser.  No se trata ni de una teoría del conocimiento ni de una síntesis de los resultados de la ciencia: la filosofía de la praxis piensa el discurso para una práctica que está siendo explotada ideológicamente por el código. La filosofía de la praxis enhebra las practicas ‑la «acción pura»‑ cuyo sentido desentona con el discurso en que se «sostiene». La filosofía de la praxis intenta dar consistencia de discurso a aquello que se presenta como no‑ideológico. Y en la decisión de Gramsci lo no‑ideológico en cuanto tal es el obrar. Y todo obrar es político. La función del intelectual orgánico consiste en dotar de discurso (subversivo) a las prácticas sin discurso (ideológico). La diferencia radica en que mientras Althus­ser (se) sostiene que la ciencia es lo no ideológico como tal, Gramsci sostiene que es la acción de masas la que excede la capacidad hegemónica del discurso ideológico. Pero tampoco es cuestión de entrar en un jueguito académico de diferencias Gramsci‑Althus­ser. Haciéndola corta, para una lectura militante se trata de la misma relación que la Gramsci con Lenin. En situaciones concretas distintas, la filosofía marxista apuesta siempre a dar consistencia heterogénea, critica, a lo no ideológico en cuanto tal. En situaciones concretas distintas la filosofía marxista apuesta a lo que presenta algún viso de posibilidad critica. Y se sostiene que tal practica es lo no‑ideológico en persona.

UNA VUELTA MAS DE TUERCA

  1. Lo que se va perfilando, si damos por buena esta interpretación de Gramsci, es una ruina progresiva de la concepción «ajedrezada» de la política, entendida en términos de táctica y estrategia ‑que en general remite a la relación de medios y fines. Para seguir en esta lectura, habría dos caminos, o trastornar de base las nociones de táctica y estrategia o abandonarlas definitivamente por estar inexorablemente contaminadas de metafísica.
  2. Por razones de tradición, de buena tradición, nuestra lectura decide conservar los términos, intuyendo que es posible desligarlas de las connotaciones tradicionales ‑de la mala tradición. La movida decisiva consistiría en romper la imagen de estrategia=objetivos a‑priori. En su lugar, llamar estrategia a una voluntad de afirmar lo que irrumpiere, in discernible desde hoy. No diseñar puntos de llegada sino apostar a la consistencia a‑posteriori de lo que se arranque del lugar en que el discurso dominante lo estaca. Si la acción es lo que desborda y resquebraja la hegemonía ‑y por ello apostamos a la acción‑, habrá que llamar estrategia a la quiebra de la hegemonía ‑y no a su sustitución por otra mas feliz‑. El trabajo intelectual no consistirá mas en diseñar mejores futuros. El intelectual no consentirá mas al honor de ser considerado visionario filántropo.
  3. En Gramsci suele aparecer como «objetivo estratégico» no la conquista de una posición sino la autonomía política, la cual quisiéramos leerla como quiebra de la hegemonía, como fracaso de la totalización estatal, como presentación de un Otro. La tarea que prescribe, bajo hegemonía adversaria ‑y hoy parece que toda hegemonía es adversa‑ consiste en leer la acción de masas que perturba la hegemonía. La filosofía de la praxis deberá movilizar los recursos que tiene y los que no para dotar de una consistencia racional a posterioro de la acción de masas que ya esta operando. La cristalización doctrinaria del materialismo dialéctico ‑que Gramsci llama concepción fatalista o mecaniscista de la filosofía de la praxis‑ pretende fijar a‑priori la racionalidad de las acciones por venir. Frente a este racionalismo dominante, Gramsci no opone un espontaneísmo irracionalista. Toma otra posi­ción frente a la alternativa leninista entre espontaneidad de las masas y dirección consciente.(Donde la dirección consciente ‑según la interpretación oficial‑ detentaba de antemano la razón por venir). No opone racionalidad/irracionalidad sino razón a‑priori/razón a‑posteriori. No opone razón/acción espontanea sino que sitúa a la razón como lectura de la acción espontanea de masas.
  4. Así planteado, el sentido de la política no seria la obtención de tal realidad sino la propagación de lo heterogéneo ‑y el fantasma constitutivo de su política no seria la sociedad equis sino la «autonomía política».

ILUSTRACIÓN («a»:demostración)

«El hombre activo, de masa, obra prácticamente, pero no tiene clara conciencia teórica de su obrar, que sin embargo es un conocimiento del mundo en cuanto lo transforma. Su conciencia teórica puede estar, históricamente, incluso en contradicción con su obrar. Casi se puede decir que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una implícita en su obrar y que realmente lo une a todos sus colaboradores en la transformación practica de la realidad; y otra superficialmente explicita o verbal, que ha heredado del pasado y acogido sin critica. Sin embargo esta conciencia «verbal» no carece de consecuencias: unifica a un grupo social determinado, influye sobre la conducta moral, sobre la dirección de la voluntad, que puede llegar hasta un punto en que la contradictoriedad no permita acción alguna, ninguna decisión y produzca un estado de pasividad moral; y política. La comprensión critica de si mismo se logra a través de una lucha de «hegemonías» políticas, de direcciones contrastantes, primero en el campo de la ética, luego en el de la política, para finalmente arribar a una elaboración superior de la propia concepción de la realidad».

IL – 25-04-92

La ironía y la paciencia (lecciones de 2017) // Diego Sztulwark

Parece que una parte no desdeñable de la partida se juega en el nivel de los ánimos (y las emociones), algo así como quién desmoraliza a quién o, en todo caso, quién atemoriza a quién. Las ideas adecuadas, decía Spinoza, son aquellas que captan una cierta cantidad de relaciones causales, y no se llega a ellas sin una sabia administración de las pasiones. En el fondo, la pregunta del millón es cómo sacarnos de encima cierta sensación de impotencia afectiva que bloquea la disposición a tener mejores pensamientos, aquellos que abren a nuevas posibilidades.

En un giro de ingenio, Giorgio Agamben asocia la capacidad de tener ideas políticas a la experiencia musical (o poética, arte que para los griegos antiguos formaba parte de la música) en la que el lenguaje investiga sus presupuestos no a partir de un pretendido fundamento racional, sino de las diferentes tonalidades emotivas que es capaz de registrar (“los estados de ánimo que preceden a la acción y el pensamiento se determinan y orientan musicalmente”). Nuestra sociedad, afirma el filósofo, es la primera comunidad humana que no está musicalmente afinada, y este desarreglo no está disociado del actual eclipse de lo político. En estas condiciones –las de la imposibilidad de nuestro tiempo de formular un pensamiento propio– no hay otra tarea que la de detener el flujo de las frases y los sonidos para devolverles su sentido musical.  

Con esta preocupación volvemos la mirada sobre 2017, que bien puede ser recordado como el intento, por ahora infructuoso, de componer o actualizar la relación entre ritmo callejero y discursividad política. Una hipótesis al respecto: esta fractura comunica directamente con 2001 y con la idea de una crisis irresuelta. Si toda política desde esa fecha consiste en un diálogo obsesivo con la amenaza de la crisis, aquel diciembre –aquella crisis– tuvo la extraña virtud de exponer una serie de mutaciones que hasta el día de la fecha no son acompañadas por una transformación equivalente en el plano de las ideas.

Hace dos años la presidenta Cristina se despedía de su paso por el gobierno con una Plaza de Mayo desbordada, conmovida por el presentimiento de la fragilidad de una narrativa hiperbólica sobre el papel del Estado como garante de los derechos. Algo no funcionaba en el llamado autonomista a los “empoderados” para que asumieran, mediante una rápida conversión, el papel de protagonistas en la tarea de conservar desde el llano un poder colectivo constituido en base a concepciones restringidas del liderazgo y del poder del Estado como condición de la movilización popular. Fueron los elementos de una cultura plebeya sedimentados en las organizaciones populares y en las militancias, desde grandes sindicatos hasta pequeñas agrupaciones, los que proveyeron desde entonces los recursos y saberes para la ocupación de las calles.   

2001 ya había expuesto el estallido de las condiciones bajo las cuales se había elaborado un pensamiento fundado en una cierta idea de homogeneidad (salarial, contractual, cultural) de la clase trabajadora, y un uso del Estado como monopolio de lo político. La incapacidad de innovación conceptual de las redes que se tejieron durante la crisis en torno a las organizaciones sociales, sindicales y piqueteras que protagonizaron aquellas luchas, se constituyó quizás como el límite principal de las dinámicas democráticas de estos años y, a la larga, como un obstáculo insuperable para la imaginación política de los gobiernos kirchneristas. La carencia de un esfuerzo serio por renovar los modos de pensar al ritmo de la crisis indican con precisión los puntos de fuerza del escenario político actual.

Hay algo de autolimitación generacional en esta historia. Walter Benjamin escribió que cada generación posee algo así como una débil fuerza mesiánica, una relativa capacidad de transformar las cosas por sí mismas. La voluntad de reivindicar y continuar las luchas de los años setenta requería, para inspirar desobediencias de nuevo tipo, de una invención de formas de acción colectivas capaces de actualizar una radicalidad intelectual y política adecuada a la evolución de los problemas que enfrentábamos (y aún padecemos). En lugar de eso, se impusieron formas más tradicionales de ver las cosas, una mirada de la realidad y de la movilización más bien vertical y una retórica ingenua en el modo de plantear la oposición entre Estado y mercados, público a privado e industria a finanzas. El modelo de toma de decisiones permaneció cerrado a las luchas que cuestionaban los modos de acumulación de capital y fue imposible, incluso con los más próximos, abordar la discusión sobre cuestiones tan importantes como los rasgos neoextractivos de la economía. Tal vez haya llegado la hora de plantear con claridad los puntos de contacto entre cierta abdicación generacional de aquella fuerza transformadora y la relativa facilidad con que la derecha no solo ganó un par de elecciones, sino que se apropió de la idea misma de futuro y de cambio.

Así planteadas las cosas, 2017 vuelve como tarea más que como lamento. La tarea ya comenzada es la de asumir por fin el nuevo mapa de coordenadas, la de hacer el esfuerzo por encontrar un lenguaje para problematizarlo (y encontrar un lenguaje es encontrar un mundo). Pero para pensar de otra manera es necesario sentir de otra forma. De este cambio habla Vladimir Jankélévitch en un hermoso ensayo sobre la ironía como capacidad de ausentarse, de situarse “en otra parte” para devenir capaces de hacer “otras cosas”, es decir, de adquirir otra “disponibilidad”. El irónico es “más libre” porque atenúa una “urgencia vital” y se vuelve capaz de “jugar con el peligro”: en las épocas irónicas el “pensamiento recobra el aliento y descansa de sistemas compactos que lo oprimían”. La ironía es, para Jankélévitch, el acceso a la inteligencia sutil.

También Franco Berardi, alias Bifo, repara en la ironía. En este mundo que tiende a organizarse en consonancia con signos previamente compatibilizados (el proyecto deshistorizante de informatización del lenguaje humano), “los movimientos sociales pueden ser vistos como actos irónicos de lenguaje, como insolvencias semióticas”. La ironía como acto sutil de la inteligencia allí donde se es capaz de un tiempo distendido. La paciencia y la ironía, que para Lenin eran virtudes revolucionarias, quizás resulten nuevamente disposiciones útiles, base de una “neuroplasticidad” (Bifo), instrumentos de una nueva entonación.  

¿Qué hacer con el ‘Qué Hacer’? // Javier Trímboli

Se impone la cuestión de la utilidad que obtendremos al tratar con un escrito del que nos separan más de 100 años. De la vigencia, pero esta palabra invita a la valoración monolítica, listos para cumplir y decir poco o nada. Calibrados con ecuanimidad de calendario 100 años no significan demasiado. Porque no estamos ante cualquier libro y Lenin, luego de conocer un momento -cuatro o cinco decenios- que, aunque nunca de popularidad internacionalista, sí fue de estrella favorable, que avivó el entusiasmo de minorías activísimas y el temor parejo de otras minorías decisivas; bueno, después de eso pasó a ser vilipendiado y removido por el curso de la Historia enmaridada con quienes le temían y lograron amplificar el repudio. Se lo alzó Lenin como la señal de una derrota, la de la experiencia política que se hizo con su protagonismo fundamental, la Revolución Rusa. ¿Para qué volver a un texto de un derrotado, hecho de razonamientos violentos, latigazos antidemocráticos? Recordemos su clave de bóveda: «la conciencia política de clase no se le puede aportar al obrero más que desde el exterior, esto es, desde fuera de la lucha económica, desde fuera de la esfera de las relaciones entre obreros y patrones.» Sin la intervención del partido revolucionario -de la teoría-, la clase obrera no adquirirá conciencia de su tarea mayúscula. Indecible, ni un amigo cosecharía en FB. A la vez, si ponemos al ¿Qué hacer? en la línea de tiempo para uso de periodistas cansados, estamos frente a un escrito del siglo XIX, ya que a la hora de su escritura, en 1902, el mundo, Europa en particular, no conoce el cataclismo de la Gran Guerra. Tampoco sabe de Auschwitz ni de invasiones en nombre del comunismo; de la abundancia de mercancías, de las miles de forma de diversión con las que cuenta hoy un niño promedio que, al decir de Hobsbawm, volvería gris la infancia de un príncipe contemporáneo al libro de Lenin. Además, mientras que otros exponentes del pensamiento revolucionario bajo el impulso del proletariado -Marx y Gramsci, quizás también Rosa Luxemburgo o el mismo Trotsky- gozaron de una nueva vida gracias a la apropiación universitaria, en el caso de Lenin nada de eso ocurrió. Quedó afuera de cualquier bibliografía que se precie de tal. Y tampoco pasó a ser remera o poster. Pero la pregunta que se formula en el título de este libro es casi una contraseña más o menos chistosa que circuló cantidad de veces y también circula en estos días. ¿Por dónde empezar? No obstante todo lo dicho, a este escrito que sigue le gustaría suspender la interrogación sobre la pertinencia del ¿Qué hacer? después de que tanta agua corriera bajo el puente. Suspendarla por pereza, ya que obliga a que cada afirmación llegue  envuelta por condicionales, por razonamientos hipotéticos. Demasiado molesto de escribir y pensar. Intentemos entonces este ejercicio, sin preguntarnos por cuán disparatado puede sonar todo. Que suene incluso disparatadísimo.

 

Una alegría haber comprobado en esta relectura que poco se mente al socialismo, mejor dicho, que el ¿Qué hacer? se sostenga más allá del socialismo. No se detiene Lenin a imaginar la sociedad alternativa que se edificará. Si hay esbozada alguna imagen del paraíso a conquistar, es torpe y queda sepultada por todo lo otro. Antes de ir a eso otro, aceptemos que quizás no hizo falta explicitar porque caía de maduro que el socialismo era la meta inscripta en las leyes de la Historia. Aunque no sea más que efecto de una elipsis, se ausentan los ríos de leche y miel. Un alivio porque no hubo tal cosa, no puede haber tal  cosa. Sí hubo otras, maravillosas. Tampoco las páginas se gastan en la condena a la injusticia del régimen vigente. No le corresponde a Lenin, no al menos en esta intervención. Ni una vez se habla de los pobres que un sociólogo encontraría a borbotones. Lo que sí se afirma repetidas veces es que el objetivo de la socialdemocracia rusa, de los comunistas, es el asedio y el asalto a la fortaleza del poder, del régimen autocrático. Que todo esfuerzo debe enfilarse hacia eso, nada hay más relevante. La crítica burlona a las expresiones «economistas» de la socialdemocracia obedecen a que, al priorizar la conquista de mejoras materiales para la clase obrera, han postergado la disposición para esa batalla. El argumento se reitera con uno u otro acento; la imagen de lo que hay que producir y se avecina, es simple, tiene algo de juego, con el recuerdo de fondo de la Bastilla. Retoma Lenin una expresión de Bernstein que está en la raíz del oportunismo en cuestión: «el movimiento lo es todo, la meta final nada». Ahora, la meta en ¿Qué hacer? es la «destrucción del régimen social» y el asalto al poder, no el socialismo; el culto «economista» al movimiento es el olvido de esa meta que se hace también en su nombre. Otra posibilidad: que el socialismo no haga aparición preponderante porque la tarea es democrático burguesa. No cambia. La rudeza, la falta de modales de este libro proviene de esta tensión que lo constituye. Busquemos un encuadre: unos años después -no tantos pero ya ocurrió la Gran Guerra-, José Carlos Mariátegui escribe que la nueva «concepción de la vida» que bulle es antagónica con el «pienso, luego existo» de la modernidad clásica. Ha virado en «combato, luego existo». Atrás deja al «vivir con dulzura» del siglo XIX. En ¿Qué hacer? el combate está por encima de todo. El comunista peruano entiende que el fascismo también expresa esa «concepción de la vida», lo que no podía adivinar -aunque le preste bastante atención a Henry Ford- es la potencia del «consumo, luego existo». Pero también sería erróneo desdeñar que el consumo necesita de combates, al menos en estas latitudes. Una amiga nacida al sur del Río Bravo, pero por años en el viejo continente, me sugiere que es para dudar el carácter y la contextura de un combate que sólo tenga al consumo como objetivo. Una exageración, se desinfla pronto. Quiere que desconfíe: no es la subsistencia la que está en juego como sí ocurría en 2001. No estaría mal discutir sobre la subsistencia, todo lo que ella engloba. También porque es un error entender que las clases dominantes tienen como razón de ser hambrear a los trabajadores y desocupados, privarlos de aires acondicionados o de internet. El sistema encuentra la manera, provechosa para él, de que esos beneficios lleguen a más y más hogares, así como también que viajecitos al exterior queden al alcance de la mano popular. Mi amiga, pongámosle S., en su estrabismo sigue con algo de fiebre lo que ocurre entre nosotros, le había puesto muchas fichas en contraste con lo que toca ver cotidianamente. Para alentarla le hago ver que es mucho más que una cuestión económica lo que agitó a multitudes que salieron de su desconcierto durante este 2017, con picos en marzo y diciembre, incluso en su comportamiento electoral. S. condena el razonamiento, igualmente desviado que los criticados por Lenin. Por lo demás, lo de Mariátegui sólo puede ser un tema de minorías. No quiero que saque las fichas de donde las puso: el enfrentamiento fue en la plaza pública, en repudio a lo obrado por el poder representativo por excelencia.

 

Se nos ocurre que dos son las impugnaciones fundamentales que tiene que sortear el ¿Qué hacer? en una lectura actual. Claro, del fuego amigo. Estado y democracia. Porque la situación de una y otra cosa han mutado drásticamente. Gramsci lo advirtió y propuso la diferencia entre Oriente y Occidente, guerra de movimientos y guerra de posiciones. La ausencia o la presencia de una frondosa sociedad civil, de trincheras y casamatas «culturales» que lleven a esa arena el conflicto,  que disimulan y así defienden al poder, distinguen una situación de otra. La democracia es parte central del asunto, el asunto. Sin este paisaje complejo y accidentado, se entiende la eficacia de los bolcheviques en la Rusia zarista. Pongámosle que sea así. Sobre la democracia en su conjugación con el macrismo en el gobierno nacional y haciéndose cargo del Estado se está escribiendo bastante y muy bueno. Interesa agregar algo que viene de más atrás, que puede ser útil para caracterizar la situación de la política y de la democracia realmente existentes. Hannah Arendt en un ensayo de 1971, Sobre la violencia, señala que una de las más viejas facultades humanas, la de la acción, se está retirando del mundo, en eclipse marcado. Precisamente la que se entrelaza con la política. La pesadez del edificio social, la expansión de los burocracias vuelven tarea ímproba su transformación, incluso las modificaciones que no sean más que de mera administración. La acción se las ve en serios problemas para dar lugar a momentos de libertad. Cita a Pareto, algo así como que sólo los criminales gozan aún de la facultad de acción. El capital acumulado, trabajo muerto, acrecentado como nunca, no deja resquicios por los que respirar. Diagnóstico que se hace sin conocer, por ejemplo, que la comunicación más casual se ha convertido en un campo fundamental para el capital y el control. Bueno, para Arendt hay que entender a la violencia -piensa en los Black Panthers y en los estudiantes radicalizados después del ’68- como expresión de esta desesperación ante el ocaso de la acción. ¿Dejó esto de ser así? Más bien lo contrario, se acentuó. El desvío que se produjo a partir de la crisis y los alzamientos del 2001, que el kirchnerismo continuó, hizo posible otra cosa, pero con esos límites de base. Pensar la violencia a la luz de esta situación. Una joven estudiante que participó de la movilización de la madrugada del 19 comentaba la insoportable sensación que tuvo al llegar a su casa y descubrir que eso que habían vivido y suponían, por su misma magnitud, tendría consecuencias políticas, ni siquiera había sido registrado por los medios de comunicación consumidos mayoritariamente. Entonces: es cierto que la democracia, en tanto inexistente en la Rusia zarista, es desatendida por Lenin, a no ser como el desarrollo de luchas democráticas de masas que perforen al régimen; ahora bien, la democracia hoy  realmente existente, desde ya, no sólo en la Argentina, encarna y profundiza el agotamiento de la acción a la que quiere ver muerta. Y, como contrapartida, se legitima por expresar el triunfo de la gestión. Si algo de esto se nos ha escapado, es porque del 2001 al 2015 habilitó otra cosa, quizás también porque hoy estamos viviendo la reacción violenta a ese desvío. Por lo tanto, pasado el siglo XX, con su vigencia extendida como pocas veces en el mundo, la democracia ya no es sólo un asunto que nos aleje del ¿Qué hacer? Si alguna vez volvemos a ocupar la Plaza de Mayo o la del Congreso no en son de protesta contra las políticas del poder ejecutivo o del legislativo, sino en plan festivo y hasta orgulloso por la libertad y los derechos logrados, no será gracias a un resultado electoral, ni siquiera a la suma de muchos, todo permitido por el sistema democrático. Sáquenselo de la cabeza. Esto lo dice S., por teléfono de línea, yo no estoy convencido.  

 

Tanto Judith Butler como Giorgio Agamben se interesan por un capítulo de Los orígenes del totalitarismo en el que Arendt plantea que la declinación de los Estado Nación lleva consigo al final de los derechos humanos. Porque desde la declaración de 1789, los derechos humanos tienen chance de existir y de ser respetados en tanto hay una entidad política que los garantiza. Para esta autora, usada como garrotazo fácil por la derecha neoliberal, el fenómeno se retrotrae al momento inmediatamente posterior a la Gran Guerra, con la descomposición de grandes imperios y la vasta circulación de refugiados a los que no se les reconocen derechos en los países en los que se los acepta. A mediado de la década de los noventa, al trazar el mapa de la nueva época, Hobsbawm señala que los Estados Nación, formas políticas y jurídicas fundamentales desde el siglo XIX, han perdido soberanía de manera inexorable. Por arriba, y piensa en los poderes económicos transnacionales; por abajo, piensa en los nuevos nacionalismos regionalistas. Añadamos: los nuevos dispositivos, hijos de la sociedad del espectáculo, que se aprietan a las poblaciones y que ya no son expresiones del Estado. ¿Qué quedaba entre nosotros de los derechos humanos después de la dictadura, de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, después de la amnistía? Butler, a través de Arendt, plantea que lo que está en duda es su eficacia, si tienen alguna. La política rescató a los derechos humanos, que por sí solos no encontraban más alternativa que la testimonial. La crisis del 2001 y el kirchnerismo frenaron esta acentuada tendencia. Incluso se apostó mucho al Estado como puntal de una transformación, luego de que hubiera sido prácticamente abandonado en los últimos noventa por las clases dominantes sólo interesadas en él por las oportunidades que ofrecía para hacer más negocios. Pero con poco pensamiento se acompaño esto, queremos decir, no nos dispusimos a pensar la novedad que esto significaba, tampoco los problemas. Llega a mis manos una entrevista a un colectivo de muchachos hip hoperos de Caracas, es de 2011, y leo que para ellos el comandante Chávez es un infiltrado en el Estado de Venezuela, que va a contrapelo de la historia de ese Estado, que por eso lo bancan. No nos dio para pensar en esta línea, demasiado tomados por el día a día. A diferencia de los noventa, desde diciembre de 2015 las clases dominantes y su personal más cercano se interesa como pocas veces por el Estado. Para desde él, en trama poderosa con los medios de comunicación, poco menos que decretar que sobre el kirchnerismo y la protesta social rige el estado de excepción, por lo tanto no hay ley que nos proteja. O es capciosa, extremadamente versátil. Se nos coloca, así se ha escrito por estos días, fuera del sistema. Y se trata casi de una mitad del país. A la vez, se abraza al orden económico internacional y a sus organismos, el endeudamiento lubrica este reingreso al mundo y recorta drásticamente la soberanía del Estado Nación, en la línea nuevamente de lo indicado por Hobsbawm. En ¿Qué hacer? el tratamiento que hace Lenin del Estado es muy sencillo, más bien básico. De acuerdo, es insuficiente pero recuerda su condición de clase así como interrumpe todo embelesamiento, toda ingenuidad en la percepción de lo que puede ser un Estado en el siglo XXI. Uno, además, que se recupera, con zaña, del uso que de él hicieron sus «infiltrados».

 

En el libro de Lenin todo conduce al partido, es decir, a la creación de una organización de revolucionarios profesionales que acompañe a la lucha de la clase obrera e impida que se detenga en el terreno económico sin desplegar todo su potencial. El partido como la exterioridad que aportará a la clase obrera conciencia de sus intereses más amplios y decisivos, que articulan con los del conjunto de las clases populares. Un poco más: como inteligencia colectiva que marca los tiempos de la lucha, cuánto se prolonga el asedio y cuándo es el minuto del asalto o la ofensiva, incluso cuándo el momento del repliegue. El culto al movimiento de masas, el espontaneísmo, tarde o temprano se vuelve oportunismo y defecciona de la batalla fundamental por terminar con la explotación del hombre por el hombre. ¿Qué tiene que ver esto con nosotros, ante todo pienso en quienes estuvimos estrechamente ligados a la experiencia del kirchnerismo y ahora somos parte de una resistencia mayor al macrismo? Dada la poca o ninguna atención que a esto le prestamos durante estos años largos, nada. Se adivina no obstante que voy por otro lado, casi tentado de decir que este asunto es el más importante entre los que nos trae desde no tan lejos el ¿Qué hacer?. Raúl Prada, viceministro de Planificación Estrátegica de Bolivia hacia 2009, en conversación con Bruno Fornillo, Pablo Stefanoni y Maristela Svampa, al evaluar la situación en la que se encuentra el proceso de amplias transformaciones iniciado con las guerras del agua y del gas, indica que «la tarea es desarrollar una mirada crítica y una conducción política estratégica, debemos contar con la imaginación crítica instituyente para encaminar el proceso en el sentido de su profundización.» Muy cerca de los movimientos sociales que condujeron la primera etapa de ese proceso, es decir, hasta la asunción de Evo Morales -recordemos que su gobierno fue llamado el «gobierno de los movimientos sociales»-, entiende que en su momento de reflujo se torna necesario volver a las tesis de Lenin. «Esto puede sonar a nostalgia leninista pero tiene, de todas maneras, connotación vanguardista, aunque se replantee la vanguardia de otra forma y de otro tipo, una vanguardia colectiva. Esto ocurre porque quizás este proceso nos está mostrando nuestras propias limitaciones (…) Quizás lo que esté faltando no es la figura del intelectual orgánico sino la de un intelecto general, de un intelecto colectivo.» Con los movimientos sociales no basta, cosa que se vuelve evidente en el reflujo; tampoco basta con haber puesto al Estado a favor de las transformaciones. Es muy probable que esta reflexión haya llegado más allá pero se nos escapa. Es la necesidad nuevamente del partido, aunque montado en un conjunto de singularidades y diferencias que son las del siglo XXI y la de la situación de la lucha de clases en Bolivia. Entre nosotros no circularon mayormente reflexiones de estas características. Si no lo veíamos, cuando se empieza a sospechar la derrota electoral, Cristina Fernández de Kirchner al dialogar desde los balcones internos de la Casa Rosada con una multitud de militantes -en el revés de la escena clásica de la política argentina, aunque transmitido por la Televisión Pública-, advierte sobre las acusaciones que buscarán impugnar hasta enchastrar todo lo hecho; también sobre las tantas maneras que se dispondrán para torcer compromisos militantes, en definitiva, advierte sobre la ofensiva en puerta. Sugiere entonces a los militantes que hagan como Ulises: «átense al palo». Es un consejo pero no demasiado didáctico, como se la ha burlado, porque no se preocupa por explicar con pormenores la cita. Fenómeno, pero ¿cuál es el palo? El palo como un síntoma de la ausencia -y la necesidad- del partido en la hora de reveses que llegaba, para que la ofensiva no destruya una experiencia de acumulación de fuerzas que, con sus distintas fases, se inició a mediados de la década de los noventa. Cuenta Nick Cave que cuando escuchó y vio por primera vez tocar a la banda alemana Einstuzende Neubaten tuvo la impresión de estar ante los marineros de Ulises que se resistían a ponerse cera en los oídos para impedir que el canto de las sirenas los capture, y se lanzaban sobre ellas para despanzurrarlas. Si existiera alguna vez esta posibilidad, Lenin arguiría que también en esa circunstancia es fundamental el partido. Incluso en esta otra: «es plenamente posible e históricamente mucho más probable, que la autocracia caiga bajo la presión de una de esas explosiones espontáneas o complicaciones políticas imprevistas, que permanentemente amenazan desde todas partes. Pero ningún partido político puede, sin caer en el aventurerismo, basar su actividad en la posibilidad de tales explosiones y complicaciones.»

 

Sin dudas, los errores de las organizaciones revolucionarias de los primeros años setenta funcionaron como una alerta y un freno para seguir pensando en esta línea, en el partido. Tal como si sus desvaríos hicieran preferible abdicar de toda reflexión y de toda posición de partido. Pero no es sólo esto. En el dogma comunista que se apropia de Lenin y del ¿Qué hacer?, el partido es el punto poco menos que exacto de cruce entre la clase obrera y la teoría marxista. Quedó escrito en cientos de manuales de manera parecida y si bien se trata de una simplificación mayúscula, no deja de ser cierto que para Lenin nada hay menos inseguro y volatil que el perfil del sujeto que destruirá el régimen social vigente y avanzará hacia el socialismo. Inconmovible es la presencia de la clase obrera, con destino marcado. Se podría discutir, se discute, acerca de qué es la clase obrera hoy o incluso de que otros sujetos pueden ocupar ese lugar que Lenin le asignaba a la clase obrera. Más allá de esto, no parece menor la dificultad de volver a construir la posición partido sin ese protagonismo que, en tanto también implicaba una experiencia única -de desposesión, «nada que perder» tiene el proletariado, y de trabajo colectivo y mancomunado-, invitaba a predecir el socialismo. Porque se hace cargo de este vacío y aun así insiste sobre la necesidad de la posición partido es que interesa y mucho la reflexión de Raúl Prada. La diferencia también hay que pensarla en relación con nuestra historia, en la que esa posición circuló entre distintas grupos que expresaron al «intelecto colectivo» a la hora de producir y sostener distintos episodios de «la noche triste» de las clases dominantes.Desde el arranque del siglo XIX.  

 

Me quema la oreja, y no sólo por el desacostumbrado auricular del aparato telefónico, al recordar las palabras de mi amiga, de S.. Mucho puede ser discutido, a contrapelo del modelo de partido que luego la URSS exportó por el mundo. Pero hay un punto en el que se detiene largamente Lenin en el capítulo IV del ¿Qué hacer?, sí, el de «los métodos artesanales» que conspiran contra el obrar de una organización de revolucionarios profesionales. Semejante organización, el partido, ante todo debe ser clandestina. Mientras que los sindicatos trabajan a la luz del día y se constituyen como organizaciones de masas, la tarea del partido obliga a preservar grados relevantes de secreto, de ahí que no pueda expandirse en número, de ahí que sea fundamentalmente clandestino. Incluso una parte de las vapuleadas críticas en este libro se la llevan aquellos que pretenden que una organización revolucionaria desarrolle discusiones abiertas, de cara a la sociedad sobre cuestiones de táctica y estrategia. Quieren arruinar a la revolución y S. me quiere arruinar este fin de año. Uno de los rasgos culturales más propios del capitalismo extremo del siglo XXI es que considera al secreto poco menos que como a una aberración. Quizás, retruco, lo de Lenin era tan estricto en este punto por la vigencia de un régimen autocrático en Rusia en 1902. No hace falta que me responda ella: moco de pavo era esa autocracia en comparación con los dispositivos de control que nos rodean y, para peor, a ellos nos entregamos gustosos. Despotismo amable vaticina Tocqueville mirando a EE.UU. en 1835, La democracia en América en evolución. Como sea, volver a enfocar la cuestión del partido para que una experiencia de lucha que desvió, quizás incluso interrumpió por un rato, la textura mórbida del tiempo neoliberal, no se desvanezca. Sobran indicios de que desmontar esa acumulación de fuerzas está muy lejos de ser una tarea concluida. Reconsiderar el partido para no desaprender y también para no perder la paciencia. De ahí para adelante.

EN EL COMITÉ // Roberto Jacoby

Estamos acá y también no:
la piedra no es piedra, no era y no será,
como el verano en el Comité de Guardia Vieja.
Qué calor hacía o mejor dicho:
qué calor nos goteaba a los dos
de la nuca hasta abajo en el huesito.
En semanas nadie se asomó
porque en verano hasta la Revolución
se toma días. Pero no nosotros dos.
Nosotros dos seguíamos firmes
haciéndole la venia a Lenin. Una
catarata en tu overall azul humedad y
las remeras en las sillas de plástico, blancas.
Dejamos de leer por un momento
los Cuadernos de Octubre y me dijiste:
¿qué pasa si nos torturan? A vos seguro
que te violan con lo lindo que sos.
¿Te parece?, me dijiste y te quedaste
pensando: no debe ser tan terrible,
tendríamos que hacer la experiencia.
Y ahí en el localcito nos violamos
como si fuéramos los torturadores más salvajes.
Después nos fuimos a Corrientes a comer
un helado de naranja entre los dos.

A cien años de la revolución rusa, reimaginar el cambio social. Conversación con Amador Fernández Savater

 

Conversamos con el filósofo y activista Amador Fernández Savater. Las Imágenes-zombi de las viejas revoluciones. Lo que ya está sucediendo como transformación honda e invisible. Nociones anarquistas, gramscianas y del movimiento de mujeres para pensar otros imaginarios del cambio.

Nuestro Lenin // Mariano Pacheco

¿Quién necesita una revolución? // Diego Valeriano

Sin duda alguna los guachines, que de sueltos que andan molestan por igual a caretas y piolas, necesitan una revolución contra el adultismo agobiante que hace y habla por ellos, que los quiere proteger y siempre les recabe. Necesitan una revolución para correr el camión regador en las tardes de calor, para trepar al tren en cualquier estación, para seguir haciendo cualquiera en la escuela, para no aburrirse en esos talleres tediosos, para bajar a piedrazos a los que se suben al patrullero y proyectan de manera altruista futuro, amor del más puro, cuidados y educación. Necesitan una revolución sangrienta que termine de una vez por todas con la psicóloga, el trabajador social, la secretaria del juzgado y el educador militante.

Alejandra también la necesita, antes que nada para vengar la muerte de Marquitos y Lucas, para que alguien le crea alguna vez, porque le duele y sabe quién fue. Porque ella, de sincera que es, a veces miente o fabula que no es igual pero muy pocos entienden la diferencia. Necesita una revolución y así poder juntar a todos los pibes que ranchan en las estaciones del San Martín. Necesita una casa más grande, más vínculos collage, postear su dolor, que entiendan su deambular y sus ganas de festejarle los 15 a la Mili aunque ya tenga 18.

La nena de 9 que solo quiere crecer para vengarse, los transas, los delivery, el pibe que junta los bidones de pis de las viejas, el gede que pasea perros para seguir insistiendo en la fiesta, las chicas que esperan en Zeballos, Milton que hace de campana, las turras que desertan, la parejita de pibitos que se daban besos y odiaban con la misma intensidad de Morón a Flores, los que venden pollitos pintados en la estación de José C. Paz y la doña que se hizo cargo de todo el negocio cuando el hijo le quedó preso necesitan una revolución. Pero esta vez y de una vez por todas necesitan una que sea inmediata, voraz, genuina y ante todo una fiesta, porque para sacrificios, esperas y giladas ya tienen sus días.

¿Qué Lenin hoy? // Clinämen

Diego Sztulwark reflexiona sobre qué es posible recuperar de Lenin en la actualidad. Ya no se trata de repetir citas y modelos que el revolucionario dijo o hizo -el llamado «leninismo»- sino pensar un realismo revolucionario que sea capaz de actualizar las cartografías, articulando lucha política, social y económica. Lo que nos liga a Lenin, en definitiva, es una confrontación íntima e inacabada sobre la forma política que permite la afirmación de la autonomía del trabajo vivo. “La revolución no es tanto el diseño de una voluntad como el movimiento absoluto de la tierra”.

El «gran culpable», ¿Qué Lenin hoy? // Diego Sztulwark

Serie ¿Quién necesita una revolución?

                        Diego Sztulwark                                                                         11/05/2017

Ya era una transformación incorporal la que había extraído de las masas  una clase  proletaria en tanto  que agenciamiento de enunciación, antes de  que se dieran las condiciones
de aparición de un proletariado como cuerpo.     
G. Deleuze y F. Guattari

Claridad, a nombre de la vanguardia organizada del proletariado y de la juventud y los intelectuales revolucionarios del Perú, saluda la memoria del  gran maestro y agitador ruso.  

                                                                                                        José Carlos Mariátegui

   Para nosotros, los soviets no son importantes por sus formas: lo que nos interesa realmente es la clase de la que son expresión.                                                                                                            V. I. Lenin

 

El rechazo a Lenin es un signo de los tiempos y tal vez de lo que Walsh llamó “déficit de historicidad”. No hace falta escuchar a sus refutadores más encarnizados, a aquellos que lo asimilan al “totalitarismo”, como si el credo en la libertad del individuo resolviera el escándalo de la explotación social. Alcanza con escuchar a quienes lo reivindican para entenderlo. En el medio hay de todo: el peronismo festeja el óleo del pintor Daniel Santoro, que muestra a Eva Perón castigando a un Lenin bebé desnudo sobre su regazo, mientras que para el pensador post-obrerista italiano Franco Berardi (Bifo), Lenin es el exponente de un catastrófico Cristo oriental, cuya búsqueda de pureza –procedente del espiritualismo ruso- llevó al bolchevismo a desprenderse de las pulsiones del proletariado en favor de la encarnación de una Idea. Si para el peronismo, con la exclusión desde luego de John W. Cooke y del llamado peronismo revolucionario, Lenin es un impulso extremo incapaz de centro, para el postobrerista se trata de un sujeto en colapso psíquico, de una inteligencia depresiva resuelta por la vía de una aceleración voluntarista propiamente masculina. Y hay más. La crítica libertaria acentuará su autoritarismo, el comunismo de guerra, la represión de la rebelión de Kronstadt. No es el caso de Rosa Luxemburgo -asesinada por la socialdemocracia en 1919, cuando el leninismo de Estado aun no se había desarrollado lo suficiente-, cuya polémica sobre la espontaneidad de las masas se asentaba sobre otra base de afinidades comunes. Tampoco es el caso de León Trotsky, cuya profunda admiración por Lenin está reflejada en su extraordinario libro Mi vida. También es diferente el caso de el Che Guevara, que adopta de Lenin –más que de Marx- su compresión de la revolución como excepción, pero lo critica –lo llama “el gran culpable”- cuando estudia la bibliografía de los manuales procedentes de la URSS que circulaban en Cuba en los inicios de los años 60, apuntando sobre los peligros de la teorización leninista de la Nueva Economía Política, que hacía subsistir la ley del valor en el socialismo. ¿Cuándo comenzó a pudrirse la revolución? ¿Con la estatización de los soviets? ¿Con la burocratización del centralismo democrático? ¿Con la llegada al poder de Stalin? Todas las preguntas acumuladas a lo largo del siglo XX –siglo que culmina con la restauración- ahora se levantan contra él, acusatorias.

 

Como balance del ciclo de las revoluciones subsiste un reproche. La revolución sólo fue una ilusión, lo único real parecen ser sus costos. El realismo se ha vuelto antileninista. Y se llena la boca hablando de “Estado de derecho”. Sin importar lo que hay de ilusión en sus propios razonamientos. Sin pudor por sostener un ideal democrático castrado. Un realismo sin revolución cuyo único efecto verificable es el de incapacitar a la democracia para toda actividad igualitaria. La propia izquierda asume este balance cuando lee a Gramsci sin Lenin, y olvida que Lenin era para Gramsci la hipótesis misma del “príncipe colectivo”. Es la tesis de la traductibilidad. Gramsci interesa justamente por ser un leninista agudo. Es decir, por captar en Lenin a Maquiavelo. ¿Cómo hacen los profesores de teoría política para enseñar la grandeza del florentino sin mencionar al ruso? Hasta Karl Schmitt, el pensador extremo de lo político como comunidad estatal (la política como enemistad entre los Estados), proclamaba la genialidad de su principal enemigo, el inventor de una política distinta, “partisana”, capaz de destruir la politización del Estado por la vía de la politización del antagonismo de clases.

Foto tomada el 6 de octubre de 1918, en Moscú

La cuestión de un realismo político revolucionario proviene de Maquiavelo. Se trata justamente de comprender lo político como aquello que se pierde cuando se activan la ilusión y la utopía, cuestión esta última perfectamente clara para un Gramsci o un Schmitt. Como cualquier otra, la ilusión revolucionaria conduce a la desilusión, esteriliza la estructura cognitiva propia de lucha democrática (la crisis, la lucha de masas, la revolución son también experiencias epistémicas, modos de pensar). Según el autor de El Príncipe, lo propio de los sujetos consiste en proyectar sus deseos y confiar en ellos a costa de los signos que evidencian el peso imponente del orden real que desearían transformar. De allí que la política tenga algo de difícil, una ciencia (o un arte). Maquiavelo llama “fortuna” a esa red viva de encadenamientos causales, en continua recombinación, que determina mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar. El choque entre lo continuo del deseo –ilusión- y la variabilidad de las determinaciones –fortuna- abre para Maquiavelo el saber propiamente político de la “virtud”, que no es otra cosa que la capacidad de activar una analítica parcial (fechada) y local (circunscripta) sobre aquellos movimientos que afectan la situación en el corto plazo, de modo que la acción se ajuste a los posibles que sugiere la cadena de determinaciones. ¿Y Lenin? Mediante su lectura de las luchas de fines del siglo XIX ruso y de La Lógica de Hegel y El Capital de Marx, el líder bolchevique actualiza la cartografía del saber político maquiaveliano, fundado siempre en el antagonismo, en la constitución de un “sujeto finito” -forjador de ideas de corto plazo-, y en un intenso anti-utopismo, como modo de prevenir la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico hacia un plano de trascendencia moral o teológico (“la fantasmagoría del deber ser”)[1].

 

Luego de décadas de glorificación sobrevienen décadas de demonización. La ortodoxia leninista en todas sus variantes deshistoriza en beneficio del antileninismo. Dos caras de un mismo borramiento. Salvo, quizás, que subsista una recuperación subversiva, libre y desobediente de toda mistificación, capaz de componer un Lenin más allá de todo “leninismo”. ¿Es posible concebir un Lenin cartográfico, fascinado con la espontaneidad de la lucha de masas? ¿Existió eso? Tal vez. Puede rastrearse, es solo un ejemplo, el bellísimo seminario que dictó Antonio Negri, en 1972, en el Instituto de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas de Padua, publicado bajo el título La fábrica de la estrategia. 33 lecciones sobre Lenin. Debe haber más. ¿Un Lenin autonomista? Sí. Un Lenin que apuntó a la creación de una forma política a la altura de la espontaneidad de las luchas, de la complejidad de la formación social rusa, de la articulación entre lucha económica y política, y de la afirmación de deseos y aspiraciones proletarias y populares. No se trata de la vigencia eterna de Lenin, puesto que la estrategia se ajusta a una coyuntura y a una determinada “composición de clase” (y la teoría del partido de Lenin se corresponde, según Negri, con la fase de subsunción formal de trabajo en el capital), sino de una lectura que actualiza el punto de vista revolucionario. El Qué hacer debe ser traducido nuevamente. Se ha entendido todo mal. La tesis de una vanguardia “exterior” a la clase trabajadora hizo olvidar que dicha vanguardia es obrera, que la ciencia de partido es el punto de vista de la lucha plebeya -no un nuevo positivismo vulgar-, y que en el Occidente moderno –traductibilidad gramsciana-, donde la subsunción del trabajo al capital ha llegado a ser real, el análisis teórico no tiene porqué provenir de un grupo separado sino de los mismos movimientos en lucha. El propio centralismo democrático, dice Negri, no sería otra cosa que una necesidad dependiente del contexto de la autocracia rusa. Partido de la inmanencia como transición revolucionaria en que la vanguardia deviene “vanguardia de masas”. Un Lenin contemporáneo necesita de nuestra propia contemporaneidad, es decir, de una actualización cartográfica.

 

Lenin fue leído también como potencia nominalista, una de las “mil mesetas” de Deleuze y Guattari. En A propósito de las consignas (1917) los autores encuentran “un tipo de enunciado específicamente leninista en la Rusia Soviética”. Se trata, dicen, de una máquina de enunciación propiamente literaria. Como en Kafka: escribir es adelantar el reloj: huir, sostenerse y agarrar el mundo. La política trabajando el lenguaje desde su interior. Si la Primera Internacional “inventa” un nuevo tipo de clase (“Proletarios de todos los países del mundo, uníos.”), la ruptura leninista con la socialdemocracia inventa una segunda “transformación incorporal” que extrae de la clase proletaria una vanguardia como “agenciamiento de enunciación” (“a riesgo de caer en un sistema de redundancia específicamente burocrático”). Interesados por fechar acontecimientos, los autores citan a Lenin cuando afirma que la consigna “todo el poder a los soviets” solo fue válida entre el 27 de febrero y el 4 de julio de 1917. Es decir, fue útil para el desarrollo pacífico de la revolución pero ya no para la guerra. Y es que, dice Lenin,  “toda consigna debe ser deducida de la suma de particularidades de una situación política dada”. La idea de que la actividad política es capacidad de escucha y alianza con el síntoma presente en el campo social divido en clases es quizás la más pervertida por las tecnologías de los focus group.

 

Lo que nos separa de Lenin es demasiado, aunque su nombre permanezca como representante de un realismo revolucionario peligrosamente ausente. No es que no haya aparecido nada desde entonces, pero no es tanto lo que se hizo en nombre de la revolución por fuera del lenguaje leninista. Quizás por el lado de Félix Guattari se puedan encontrar síntesis originales. Su noción de “transversalidad” (y luego la de metamodelización) permite reunir radicalidades diversas. “Ecologías” las llama. Guattari supo sostener una atención múltiple a planos de existencia de los más variados. Su “revolución molecular” se nutría de procesos activos -movimientos sociales, tecnológicos, artísticos, salud mental, mundo “psi”, partido verde, feminismo, obrerismo italiano y un largo etcétera-, en diferentes lugares del mundo como en Brasil y Japón. Toda su obra es un intento de actualización cartográfica de los flujos del capital (Capitalismo Mundial Integrado, época de la subsunción de la vida en el capital) y de subjetivaciones deseantes. ¿Hay lugar en esta proliferación para un realismo revolucionario? ¿Es aún necesaria la organización y la estrategia cuando lo que ocurre es una pluralidad heterogenética que multiplica los posibles de intervención en un campo social tomado por el caos y la complejidad? Estimo que sí, que si la “caósmosis” guattariana acaba con el postulado de una instancia política como instancia privilegiada (fetichismo de lo político), no es porque renuncie al problema principal de la revolución –el antagonismo de clases en la relación social capitalista- sino porque se deshace de estereotipos y nostalgias.

 

La proliferación de movimientos y subjetivaciones que recorrió el territorio sudamericano durante la última década corre riesgos de perderse, si no emerge un realismo revolucionario capaz de volver a trazar una correlación entre la materialidad de las luchas, las formas de reproducción material y la naturaleza de las instituciones. La revolución no es tanto el diseño  de una voluntad como el movimiento absoluto de la tierra. Movimientos tan reales como incalculables (“fortuna”). El pensamiento político y filosófico de ese absoluto (“virtud”) solo puede ser vivido como algo raro e inminente. De ahí el estado anacrónico de “preparación” en que vive el revolucionario. Prepara una figuración inédita: La de un “príncipe” (como decía del poder colectivo el comunista Gramsci; una “entidad emergente-heterogénea”, siguiendo a Guattari) capaz de dramatizar la afirmación de una autonomía que haga de lo común el fundamento de la “República”. No se trata por tanto de evocar a Lenin eludiendo toda definición sobre nuestra relación con él. No. A Lenin lo necesitamos aún cuando ya no lo asumamos como premisa, como un sistema de fidelidades, citas o esquemas a presuponer. Lo que nos liga a él es una confrontación íntima e inacabada sobre la forma política que permite la afirmación de la autonomía del trabajo vivo. Esa forma política que articula, habilita la decisión colectiva y puede ensayar formas de neutralizar la violencia represiva, sigue pesando, en su ausencia, sobre nuestra coyuntura.

 

 

 

[1] Ver Gabriel Albiac, Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza. Tecnos, Madrid, 2011.

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