Anarquía Coronada

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Piedra a «Berni» // Agustín J. Valle

Es mucho más que el hombre así llamado lo que se nombra, hoy, con la palabra Berni. El kirchnerismo tuvo entre sus banderas fundantes dos pilares democráticos, con los que recogió lo que, en 2003, eran demandas plantadas por la movilización popular: no al ajuste ni a la represión. La protesta social no se responde con palos, balas, gases; la crisis no se encara con privatización, deuda, achicamiento del poder adquisitivo de las clases trabajadoras. Esto lo distinguía del menemato, pero más aún, del largo ciclo posdictatorial. De La Rúa tuvo que irse por neoliberal; Duhalde, por la represión asesina. En cambio con Néstor, bajando el cuadro y pidiendo perdón en nombre del Estado, y Néstor en Campo de Mayo, ante centenares de milicos formados, gritándoles “¡no les tengo miedo!”, se abría una forma de Estado, una estatalidad, que se alejaba del Terror. Ahora el Estado no solo reprimió, no solo protegió con palos, balas y gases la propiedad de los ricos y poderosso, no, más aún: el Estado fue y prendió fuego las casillas, incendió las viviendas hechas a mano, a cuerpo, a pulmón. Dejó cenizas. El fuego es un mensaje de terror.

Obviamente el Terror ejercido no tiene comparación con la desaparición sistemática de personas -pero fue con el telón de fondo de la desaparición y asesinato de Facundo Castro, con Berni mintiendo descaradamente a la madre y a la sociedad, que el Estado volvió a presentarse como una formación de monstruos que destruyen con gas y fuego la vida, la comunidad organizándose.

En el 2005 lo tuve cerca a Berni un día, y lo vi mentirle a la que en los papeles era su jefa, Alicia Kirchner, ministra de Desarrollo Social. Fue en una fábrica recuperada por un movimiento de trabajadores desocupados, donde estaban montándose emprendimientos productivos (receptores de subsidios estatales), sobre los que el coronel le informaba a la pingüina mentira tras mentira. Él era nexo del Gobierno con los movimientos sociales. Después pasó a ser el “segundo” de otra mujer que también boicoteaba, Nilda Garré, y tomó el mando de la Seguridad para deponer aquella bandera de la no represión a la protesta social. Ilustra mucho, ese desplazamiento, de la gestión de iniciativas de trabajo con los laburantes desocupados, a su Espectáculo represivo. “Los que cortan la Panamericana no son trabajadores, son energúmenos”, decía ya en 2013: demasiado parecido a una voz de patrón enojado… Pero aún hay compañerxs bienintencionados que arguyen firuleos, o gritan sintagmas, logrando disimularse que en el riñón de su espacio se destaca un militar ostentando violencia institucional contra quienes mellan la gran propiedad.

Guernica ilustra una soltada de mano a las pretensiones del costado izquierdo del frente social sobre el que se erigió el gobierno. Porque la resistencia y la lucha contra el macrismo no la protagonizó el FdT, ni el FpV; la lucha feminista, la lucha docente, la lucha de derechos humanos (por Santiago Maldonado, contra el 2×1, o para defender a Hebe cuando quisieron apresarla), la lucha contra la Previsional, etcétera. Fue y es un amplio espectro social amplio y rico (¿cuántas, de las miles de personas expulsadas de la tierra en Guernica, votaron el año pasado a Alberto y Crisinta?), que mostró su escala, descomunal, la tarde y noche de la asunción de Alberto y Cristina. Esa noche maravillosa donde el teatro de la política hizo climax (“Alberto, ellos son el pueblo, ante ellos te transfiero mi liderazgo, ellos son los que pueden defenderte si lo necesitás…”).

El peronismo tiene una ambivalencia sempiterna: hay argumentos empíricos para amarlo, y también para detestarlo. Arriesgo hipótesis: el peronismo tiene una condición deinterfaz, entre los movimientos democratizantes de la sociedad, y lo que Horacio González suele llamar la razón de Estado o razón de gobierno. Por eso tienen razón los compañeros cuando dicen que el que implementa algo de beneficios para el pueblo es el peronismo, y también los camaradas cuando dicen que el peronismo en el fondo viene a preservar la gobernabilidad capitalista. Por supuesto, la razón de gobierno es razón de orden. En circunstancias de tensión deviene pasión de orden, se crispa como odio a lo revoltoso, y goza con tener poder y pegarle.

Quizá estemos viendo cómo la faz del orden avanza y prima sobre la faz moviente y justiciera del peronismo.

Como me señaló un amigo -lo llamaremos Ruso-, la decisión de reprimir, y de aplicar imágenes de terror, hay que contextualizarla con la carta que publicó días antes Cristina. Allí dice que, “nos guste o no nos guste”, es necesario generar un acuerdo con todos los sectores políticos, económicos y mediáticos. Pero antes también dice que el antiperonismo del empresariado argentino es incomprensible, que no tiene razón de ser porque con sus gobiernos ganaron mucha guita, y que este insensato anti peronismo empresarial resulta uno de los principales problemas del país. Algo muy parecido había ya planteado en aquel acto en Parque Norte en 2008 cuando el enfrentamiento con los ruralistas: “Nosotros no estamos en contra de la ganancia de los empresarios; nosotros inventamos la alianza entre capital y trabajo”, dijo aquel día.

El día nefasto en Guernica, el principal diario oficialista dedicó su tapa a ponderar una ronda de encuentros del Presidente con Bulgheroni, Rocca, Pérez Companc, Coto, etc, realizada “para tranquilizar la economía”. A los multimillonarios no se les pudo sacar ni un pesito demás; a los sin techo se les cayó con la más terrorífica cara de la Ley. Después de las movilizaciones -físicas y emocionales- del 17 y el 27 de octubre, vemos esta tendencia, ordenancista y no justiciera, de la que Berni no es más que la cara más obvia; quiero decir que es un desplazamiento contra los sectores más democrático-populares, para empezar, del frente propio.

A propósito del 19 y 20 de diciembre // Entrevista a Diego Sztulwark

En dialogo con Sergio Tagle en el programa Bajo el Mismo Sol , Diego Sztulwark analizo el escenario político actual.

La Fernandización de Cristina // Agustín J. Valle

León Rozitchner decía algo así como que la potencia movilizada de la clase trabajadora argentina había encontrado en Perón un vehículo, y también un límite: un Padre Militar, en cuyo cuerpo “oficial” se aglutinaba la fuerza transformadora, fuerza que así se fetichizaba cuando, en rigor, es multitudinal. Las ganancias sobre todo en el plano de la distribución del ingreso, por parte de la clase trabajadora, implicaba una entrega de las capacidades más hondamente políticas, es decir de creación de posibles y modos de organización del lazo y la producción social en torno a refundaciones del deseo y los valores…

Pero ese vínculo masa-líder, que también fue problemático en tanto la sacralización del nombre sirvió para que bajo su rótulo se llevaran adelante diversas políticas,  incluso contrarias a los intereses materiales de los laburantes, era superado, decía Rozitchner en 2010, había quedado superado por el dúo Kirchner.

Pareja civil de hombre y mujer en igualdad profesional, la pareja sureña vino a decirle al gran Fierro del Estado “no les tenemos miedo”. Vino a decirle a la multitud argentina “somos los hijos de las Madres de Plaza de Mayo”, abriendo, así, una clave de fraternidad, en torno ya no de la obediencia al General militar, sino en torno al origen amoroso de nuestra vida, las madres. Este nuevo liderazgo abría la capacidad de vehiculizar deseos emancipadores sin castrar al sujeto popular colectivo.

Después, acaso en proceso comenzado con la muerte de Néstor, y acicateado por la artillería de los sectores más rancios de la sociedad, el liderazgo de Cristina devino en jefatura idolatrada. Los militantes se transformaron en soldados (“militar es militar…”); incluso los trabajadores que osaban enfrentar las políticas gubernamentales eran nuevamente reprimidos -tras años de sostener la decisión política de no zanjar la protesta social por vía represiva- y, lo que acaso sea peor, descalificados como “energúmenos” (Berni); y la movilización social espontánea, que había abierto el espacio de impugnación anti-neoliberal derribando al gobierno de la Alianza, fue condenada (“no necesitamos más patrullas perdidas de 2001”). Fueron años donde el kirchnerismo, fustigando los agites desautorizados, hiperideologizando la propia tropa, y crispando discursivamente a los sectores más rancios, le hizo juego a la derecha.

Y lo que pasa ahora es interesantísimo y abierto: la decisión de Cristina de correrse, pero no demasiado, habilita un pluriliderazgo. O una suerte de espacio de liderazgo flotante, donde Alberto Fernández no se presenta como un mero monigote. Por decisión de Cristina, Cristina no concentra sola el mando. En la decisión está sin dudas su inteligencia estratégica, pero, quizá, esté también su condición femenina: hay que ver si un hijo del patriarcado rechazaría la tentación de llevar el bastón de mando.

No es un renunciamiento histórico porque no hay un macho por encima de ella; absurdo es también comparar la escena con el esquema de Cámpora y Perón, ya que el general ni siquiera estaba en el país: la presidencia del médico expresaba una ausencia del Jefe, mientras que Cristina eligió un modo de presencia.

Lo cierto es que el espectro social que se encolumna detrás de ella, ahora puede prescindir -al menos en parte- de su figura consagrada. La energía multitudinal que tanto cristalizaba en la jefa muestra capacidad de fluir. Quizá esto se gestaba ya desde el 9 de diciembre de 2015 cuando nació el cantito “vamos a volver”, que, a diferencia del “luche y vuelve”, se enuncia desde una primera persona plural y abierta, como me señaló entonces Rubén Mira. Los deseos de frenar el ajuste, los deseos de que la cosa pública se piense con al menos alguna dosis de criterio local (y no solo desde lo que el gato vil llama “el Mundo”, es decir la razón financiera global), no requieran una figura totémica cristalizada, que el liderazgo pueda eventualmente recaer en alguien o alguien más de modo variable, es una novedad no menor de la hora. Los efectos son incluso de renominación de la propia Cristina: tan llamada ka ka ka, ahora con Alberto vuelve a ser Fernández.

La falta de mística de Alberto está por eso entre los motivos de su elección primera, la dedocrática y preelectoral. No se apasiona demasiado, no se enoja tanto ni parece tan enamorado de algo trascendente; es un hombre razonable que puede poner orden y volver a la normalidad -justo esas dos palabritas compartidas por los campos semánticos tanto del kirchnerismo como del macrismo. Nada de mística: calma, diálogo, política como palabra y tejido. Un hombre de leyes; el viejo lenguaje de lo jurídico que viene a salvar al Estado del descalabro de la pura razón de los negocios. Más que un líder emplazado como causa, es un líder puesto como cauce -para que vehiculice una fuerza que lo precede. No trae, Alberto, una convicción legitimada por su épica; trae señalamientos de realidad objetiva. “Los hechos”.

Es el opuesto de Elisa Carrió que,  en cierto sentido, circense como es, funge de corazón de la acotada vitalidad de Cambiemos. Con su ridiculez y arbitrariedad, pone donde está un deseo fundado en su propia convicción, más allá del bien y del mal, certidumbre por pura presencia. Dosis de fe posmoderna en el gélido reino de los gerentes. Para los de afuera es entre hilarante e indignante, pero se ha visto que su estilo intentó ser copiado por el Presidente, en las inyecciones de euforia con que cerró discursos y alimentó memes. Alberto en cambio parecería incapaz de salirse de la raya, de exceder la razón. Distinto en eso también a Menem, quien con su canalla picaresca de “no se sabe lo que mi cuerpo puede” cosechó tracción aspiracional.

 

Ordenar y normalizar: Alberto no viene a alterar, a trastocar, a terminar, ni siquiera a reformar. No debe asustarse nadie. ¿Es posible que no tengan miedo ni las clases trabajadoras ni las elites? Tal es la línea de la moderación. Bordes humanos para el neoliberalismo. Alberto llegará al sillón porque el gobierno de Cambiemos fracasó. Un estado de movilización social que resistió sus políticas es insoslayable causa de ese fracaso. Por ejemplo, no pudieron implementar la reforma laboral. Tampoco trasladar a las facturas de gas la totalidad de lo que las empresas “perdían en dólares por la devaluación”, aunque sí se los pagó el Estado; también fracasó su proyecto en AFA de convertir a los clubes de fútbol en sociedades anónimas; fracasó el intento de beneficiar con el 2×1 a los genocidas; fracasó el intento de detener a Hebe de Bonafini… Movilizaciones sociales que incluso parecían derrotadas, como la lucha docente, desgastaron el ethos gobernante. Muchas y muchos pagaron la resistencia con ojos perdidos por las balas de goma, con cárcel.

El Gobierno acudió al FMI por un motivo doble: para buscar salvavidas financiero para su desmadre económico, y para buscar apoyo político en los patrones del norte. Así es el modelo de liderazgo cambiemita: líderes relativamente “suaves” en la medida en que asumen Patrones Mayores -el Realismo del Capital como patrón básico- a los que no solo ellos sino todos debemos obedecer. Patrones que Macri llama con el eufemismo de “el mundo”. Por eso, aunque la implementación de sus políticas es mucho más autoritaria que las del gobierno anterior, no dejan de criticar a los líderes “populistas” en tanto “autoritarios”.

La fórmula electoralmente ganadora capitaliza el deterioro del gobierno que fue producido por un estado oscilante pero intenso de movilización social. (Insisto: también la “crisis económica” del macrismo hay que entenderla como crisis de su gubernamentalidad política). Movilización social: el movimiento feminista, los movimientos sociales (los trabajadores de la economía informal), los movimientos de derechos humanos, corrientes de ánimo multitudinal expresados en el cantito MMLPQTP, los ríos de memes y grafitis…

El Frente de Todos resulta vehículo electoral de un espectro social mucho más amplio, de cuyas movilizaciones no fue un protagonista central. Hay un hiato entre movilización y herramienta electoral. Se verá si Alberto es más influenciable por el orden cuyas reglas son incuestionables (ya dijo que no se revisa ni la anulación de la Ley de Medios ni la fusión Fibertel Telecom…), o por los movimientos sociales que plantaron la intolerancia triunfante contra el macrismo. Al fin y al cabo, como dice Deleuze, no hay gobiernos de izquierda, sino gobiernos más o menos permeables a las demandas democratizantes. Allí es donde el gesto de CFK, de correrse, es una puerta oxigenante y abierta: está claro que Alberto no es más que aquello que lo vota. Está claro que CFK es insuficiente. Fue significativa la presencia de Máximo en el acto de festejo de las PASO: fue el primero en hablar; ante todo, un Kirchner. Su cuerpo asegura presencia del linaje apellidista y de su mística -aunque el principal movimiento multitudinal del presente, el feminista, no necesita apellidos fetichizados para sacudir al mundo (como tampoco los necesitó la revuelta del 2001 para impugnar al neoliberalismo por quince años).

¿Podrá existir un espacio -más que una organización- capaz de rotar liderazgos instrumentales para una movilización social que delega pero no enajena su fuerza? Liderazgos cuya figura no afirme implícitamente que nosotros no podemos sino solo Él o Ella. Liderazgos que asuman que los líderes son los empoderados por la multitud, más que lo contrario.

Fuente: https://socompa.info/politica/la-fernandizacion-de-cristina/

Entrevista al colectivo Situaciones (Diciembre 2010) // Radio La Tribu

Algunos integrantes del Colectivo Situaciones se reunieron con Toni Negri, en el año 2000, en Italia. El filósofo italiano acababa de publicar su libro Imperio y se mostró muy interesado por la realidad argentina. Escuchó atento el diagnóstico ofrecido y disparó: “Si lo que ustedes cuentan es verdad, se está acelerando un proceso insurreccional”. Los jóvenes argentinos, sin embargo, no confiaron demasiado en el pronóstico de Negri. “Éste es un teórico loco, que observaba revoluciones en todos lados”, pensaron. Aunque también reconocen que, ya en ese momento, “sí éramos concientes de que el corte de ruta se había masificado, de que aquellos movimientos que habían surgido en las puebladas estaban avanzando sobre la ciudad. Y de que había una clase media urbana que estaba negando una activación política, que durante el neoliberalismo había quedado inexistente”. Una década más tarde, reunidos en el barrio de Chacarita, recuerdan aquella anécdota y despiertan, en sus memorias, los momentos previos al 19 y 20 de diciembre de 2001.

El Colectivo Situaciones surgió, a fines de los años noventa y principios del nuevo siglo, como un grupo de “investigación militante”, que se proponía –y se propone- visibilizar y poner en común aquellos puntos de “potencia política” que tenían los distintos movimientos sociales. En sus primeros años, eran un grupo de jóvenes que venían del MATE, una agrupación de izquierda, autónoma de los partidos tradicionales, que tenía como base las facultades de Ciencias Sociales y de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

“Un grupo de compañeros nos empezamos a cuestionar, en el 2000, cierta idea dominante que existía en la militancia -al menos en la que estábamos nosotros-, de que la acumulación social tenía que dar un salto a lo político”, señalan. Comenzaron a poner en tensión ese pensamiento –hegemónico desde la perspectiva de la militancia tradicional- de que los escraches de H.I.J.O.S contra los genocidas de la dictadura, los piquetes y los cortes de ruta de los movimientos de desocupados, las puebladas, mostraban que lo social estaba activo, pero que había que “dar un salto a lo político”. Es decir, esa idea que pensaba a “lo social” y a “lo político” como instancias separadas. “Cortamos con esa visión y tratamos de problematizarla, planteando que no existía ‘lo social’ sino que había un nuevo protagonismo en la sociedad de ese momento, que había una nueva radicalización en lo social, y que había elementos políticos en ‘lo social’. Por tanto, no era necesario ir a ‘la política’”, rememoran.

En esa búsqueda,  comenzaron a relacionarse con los Movimientos de Trabajadores de Desocupados (en especial, el de Solano), con el Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero (MOCASE), con el Grupo de Arte Callejero, con la agrupación H.I.J.O.S., entre otros colectivos. También publicaron La Hipótesis 891-Más allá de los piquetes, Contrapoder, y 19 y 20 apuntes para un nuevo protagonismo social, fundamentales para entender lo que sucedía en la Argentina en los años previos y posteriores a 2001. Luego lanzaron su propio sello, Tinta Limón, que apunta a “orientar el pensamiento en la labor cotidiana de forjar experiencias de construcción”. En esta tarde de diciembre de 2010, en el departamento de Chacarita, Verónica, Diego, el Ruso y Andrés de Situaciones se disponen a reflexionar sobre la genealogía y las aperturas que implicaron esas jornadas fundantes.

 

¿Qué potencialidades nuevas veían que estaban resonando en lo social en el 2001?

CS: Nuestra idea era mostrar qué estaban haciendo los campesinos del MOCASE, pero no desde una mirada de víctima, sino desde su potencia política. O mostrar que H.I.J.O.S no operaba desde el lugar de víctimas sino que estaban configurando una actividad de condena social que el estado había dejado de lado. O visibilizar que el movimiento piquetero no eran desocupados pidiendo trabajo, sino que se estaba cosiendo una cultura de red y de ocupación del espacio que era nueva, y que más que ser representada políticamente, anticipaba rasgos. Nunca nos propusimos armar con esos grupos algo organizado, sino que pensábamos que, si cada movimiento podía mostrar su cara de elaboración política, la esfera pública que se iba a armar iba a ser muy rica, porque era una potencia política que se construía por fuera de las burocracias políticas de izquierda. Ése era el objetivo del colectivo y, en parte, lo sigue siendo.

CS: En aquellos territorios que habían sido victimizados, no había sólo hambre: había una creatividad política, una relectura del pasado, de los setenta, de las formas políticas previas, y una búsqueda por encontrar un principio de eficacia organizativa y social a partir de plantearse los territorios de otra manera. La sola invención del piquete -que tampoco era una invención de cero, sino una reactualización de otras formas-, ponía en el corazón del escenario argentino el tema de la interrupción de la circulación de mercancías y de personas, y visibilizaba todo aquello que era condenado como victimizado. Otra cuestión importante era que había una dinámica del contrapoder, y una dinámica de la radicalización política en las experiencias. Es decir, no sólo la capacidad de antagonismo, sino fundamentalmente que nuevos valores y nuevas formas organizativas se iban construyendo en territorios concretos.

Además del piquete, ¿en qué otras prácticas se visualizaban esas nuevas formas sociales y políticas?

CS: Por ejemplo, en el ensayo de una economía paralela que pudiese resolver ciertas cuestiones urgentes del hambre, pero que, al mismo tiempo, replantease la cuestión de la moneda, del consumo, de la producción a partir de nuevas formas.

CS: En el caso del movimiento de Solano, se veía el reemplazo de los punteros en el territorio concreto. Había una disputa directa con esa organización tradicional en la distribución de recursos.

En ese sentido, ¿cómo observaban esa relación entre los movimientos y el rol del Estado?

CS: El punto fundamental es que la gente pasó de no poder luchar a hacerlo, porque no había un modelo. Eso fue fundamental, porque mostraba que uno podía hacerse cargo de su vida, de sus luchas colectivas y de plantear lo que tuviera que plantear sin tener la idea de que había un modelo socialista -o un modelo equis- que los iba a unificar a todos, y que alguien iba en algún momento a hacerse cargo de ese lugar. Eso permitió hacerse cargo de las cosas de manera más intensa que las formas de politización pasadas, donde existía muy claramente la delegación, o la idea de que en el futuro se iba a resolver una cantidad de cosas que en el ahora había que dejar cómo pospuestas. De repente había que hacerse cargo de cosas que tienen que ver con la vida cotidiana, y que estaban completamente incluidas en la forma de politización, no era que estaba la política de un lado y lo demás por otro.

¿Qué representaba ese elemento nuevo?

CS: Implicaba una madurez de las fuerzas sociales de entender que el neoliberalismo desbancaba la cultura política moderna y la promesa del progreso. Marcaba, también, una nueva relación entre el lenguaje y el mundo. Eso fue bastante general y transversal, y sigue muy activo. Sigue operando como trasfondo de las formas políticas y estatales inclusive hoy. Con respecto al Estado, lo que nos planteábamos, en una discusión bastante intensa, era desarrollar la premisa zapatista de no tomar el poder. Era un poco la discusión de que la obsesión o la centralidad de la política en torno al Estado había dado muestras de muchos fracasos, no sólo en la Argentina sino en toda la historia moderna. Nos parecía que esa idea de que el socialismo se iba a hacer a partir de controlar el aparato del Estado había que declararla nula. A través de la experiencia de la Aníbal Verón, planteábamos que los movimientos sociales experimentaban al menos tres formas de relación con el Estado.

¿Cuáles eran?

CS: Una, la indiferencia, cuando el Estado no te daba bola y vos no necesitabas entrar en relación con el Estado para tu construcción. Dos, la colaboración, cuando se tomaban planes sociales. Tres, el enfrentamiento. Y las tres eran formas simultáneas. Había una suerte de pragmatismo en la autonomía, que consistía en que el Estado no era ni un proyecto, ni el enemigo a secas. Había que poder ver la simultaneidad de las tres formas. Entonces, se podía cobrar el plan y construir dándole la espalda al Estado. Y, al mismo tiempo, cagarte a palos en un piquete. Y todo en la misma semana. Eso era un poco lo que pasaba en la experiencia.

¿Cuándo se empieza a preanunciar el 19 y 20?

CS: Creo que empieza en agosto de 2001, con la única acción coordinada por todos los movimientos piqueteros del país: el bloqueo de todas las bocas de entrada y salida a la Ciudad de Buenos Aires. Ahí, la ciudad se enteró de que había una presión social enorme. En ese momento, se vio venir que el déficit cero que proponía De la Rúa se iba a caer, por más blindaje que tuviera. La Alianza, que había traído oxígeno con respecto al menemismo, se comenzaba a deshacer con una velocidad enorme. Y que el tipo de protagonismo social que empezaba a achicar la legitimidad del gobierno, no provenía del PJ. Cualquiera que tuviera contacto con lo que estaba pasando en los territorios, se daba cuenta que lo que ocurría no estaba en las coordenadas de la disputa de los partidos políticos. Ese nivel operaba, pero había otro nivel, que tenía una novedad muy fuerte y que desde el gobierno no se sabía cómo tratar.

CS: Algo interesante es que, previo al 19 y 20, se empezó a dar una mutua referencialidad de experiencias, que antes no había existido. Había una especie de guiño mutuo entre un montón de experiencias diversas, que iban desde el MOCASE hasta los movimientos piqueteros autónomos, el Grupo de Arte Callejero o los movimientos de derechos humanos. Un montón de experiencias empezaron a auto reconocerse entre sí, como una especie de red autónoma.

 

 

FUERZA COLECTIVA

¿Qué recuerdos tienen de los días previos al 19 de diciembre?

CS: Nosotros trabajábamos con compañeros que estaban en un asentamiento en Moreno, y llegando al 2001, escuchábamos los relatos que nos hacían sobre los camiones que empezaban a dejar comida en los barrios para que la gente no se levantara, y que ya ni siquiera podían entrar a los propios barrios. A los territorios, no los controlaban ni los propios intendentes del PJ. De hecho, el intendente de Moreno, Mariano West, dijo en los días previos al 19, “vamos todos a Capital”, pero porque ya no podía estar en su distrito.

CS: Recuerdo que, para el 19 de diciembre, estaba planificado un escrache en Villa Urquiza, organizado por H.I.J.O.S. Pero cuando la gente empezó a concentrarse, los pibes de H.I.J.O.S se pusieron a debatir qué hacer, porque el rumor del estado de sitio era muy poderoso. Decidieron posponer el escrache, con esa lógica militante de guardarse ante el clima represivo que se venía. Nadie preveía que iba a salir toda la gente a la calle.

¿Qué hicieron?

CS: Yo había ido al escrache de H.I.J.O.S,  y mucha gente tenía bronca porque se había levantado. Me fui a mi casa y empecé a escuchar un ruido en la calle. Pensé que era la murga del barrio, que cada vez que llega esa época, se ponen a tocar. Pero era el cacerolazo. Empecé a llamar por teléfono a algunos compañeros, y también pasaba lo mismo en otros barrios.

CS: Yo pensé: “Si De la Rúa declara el estado de sitio y la gente sale a la calle, ganamos”. Es decir, ganamos con respecto a 1976 e, incluso, a los saqueos del final de Raúl Alfonsín. Si la gente salía a la calle, la represión se interrumpía. Salimos con la cacerola y nos sorprendimos.

CS: En Álvarez Thomas y Lacroze ya había un montón de gente y muchos decían: “Vamos al centro, al centro, al centro”.

CS: Pasó algo interesante con muchos sectores de la clase media -acostumbrados a buscar cobijo en el Estado y en las clases dominantes contra los de abajo-, que se encontraron tan desamparados por el poder que dijeron: “O nos juntamos con estos o nos comen”. Y por unos meses funcionó ese encuentro. Yo lo disfruté mucho, fue uno de los momentos más democráticos que debe haber vivido el país.

¿Qué sensaciones les despertaba estar junto a esas multitudes en las calles?

CS: La noche del 19, cuando llegué a avenida Corrientes, sentí algo que no tenía explicación. Recuerdo las caras de felicidad de todo el mundo. No fue un momento oscuro, fue una fiesta completa, la gente golpeando ollas, todos caminando y cantando. Pensé que nunca iba a ver una cosa así. La experiencia nuestra era estar en piquetes, con cierta organización, pero acá era algo anónimo, no sabías con quién estabas.

CS: Más que la cantidad de gente, fue el carácter insurreccional lo que me impresionó. El carácter caótico en la ciudad y la idea de que eso no era gobernable ni controlable. No estaban adelante ni siquiera Hebe de Bonafini, ni Víctor De Genaro, ni nadie. De repente, era muy interesante cantar todas esas consignas frustradas de 1983.

CS: Era una organización espontánea, democrática, nadie le daba una orden a nadie. Pero, a su vez, dialogaba con formas de organización más reciente, como el piquete y el escrache, por ejemplo.

CS: Me emocionó mucho más la indiferencia ante la Casa Rosada, que un posible intento de tomarla. Hubiera sido una decepción entrar ahí y ver que en ningún lugar había nada que nos diera poder.

 

 

EL FIN DEL MIEDO

¿Qué recuerdos tienen de los días posteriores al 19 y 20?

CS: Estuvo buenísimo, era la experimentación de una alegría colectiva, también por el hecho de ver que ciertas cosas que veníamos pensando, de golpe, se veían materializadas en la calle, de una manera increíble. Aunque, por otro lado, no teníamos nada…

CS: Sentíamos alegría, pero también miedo, porque te dabas cuenta que se había desbaratado el estado de sitio y nadie se imaginaba un golpe al estilo clásico, pero tampoco se sabía muy bien qué venía. Había cana de civil operando en la calle, era tremendo.

CS: Recuerdo que una compañera de González Catán llamó por teléfono y nos dijo: “Acá estamos todos los vecinos con armas en la calle, con mucho miedo, porque dicen que vienen desde distintas villas”. Había terminado la llamada fiesta-guerra y en el conurbano se estaba viviendo algo muy pesado, que no sabíamos cómo iba a terminar. Desde el poder, se plantearon dos estrategias: donde no había organización social, hacían circular esos rumores de que venían de acá y de allá a saquear; y, donde había organizaciones más fuertes, rodeaban el barrio con gendarmería.

¿Qué discusiones políticas tenían?

CS: Muy rápidamente sacamos una comunicación del Colectivo, uno o dos días después, que se llamaba “La fuerza del ¡»NO» !”. Allí decíamos que el 19 y 20 manifestaba el rechazo de la gente a ser gobernada de un modo neoliberal. La gente había dicho que no a algo. Y ese no había sido tan eficaz en su rechazo que abría un abanico enorme en términos de posibilidades, porque nos parecía que había algo de irreversible en esa manifestación.

Algunos señalaban que marcaba el fin de la dictadura…

CS: Básicamente, se terminó el miedo, con la gente en la calle enfrentando abiertamente la represión. Ése era uno de los condimentos que hacía más irreversible la situación, el sistema político ya no iba  a poder contar a su favor con los efectos de la dictadura, por lo menos con los más inmediatos. Y nos pusimos a escribir el libro 19 y 20. Apuntes para un nuevo protagonismo social, que salió en abril de 2002.

¿Cuáles fueron los puntos de partida de ese libro?

CS: La idea era que una cantidad tan grande de gente que se animaba a discutir y a desestabilizar el poder del Estado, ya no era más gobernable con los mecanismos del miedo. Eso nos abría un panorama nuevo, que nosotros ya veníamos evaluando con la aparición de H.I.J.O.S a partir de 1996, con un cambio generacional en la manera de pensar el tema de la resistencia con respecto a Madres y Abuelas, y que se mezclaba de un modo nuevo con otros movimientos sociales. Había dos genealogías del 19 y 20.

¿Cuáles eran?

CS: Una, las puebladas protagonizadas por quienes padecían los efectos directos del neoliberalismo. La otra, una innovación en las luchas por la justicia y la memoria. Cuando cuajó el asunto, hubo una suerte de narrativa transversal para luchas muy diversas.

La izquierda tradicional caracterizaba al 19 y 20 como una insurrección de tipo clasista. Otros decían que era una manifestación de clase media. Y también estaban quienes sostenían que los intendentes del PJ habían movilizado todo, ¿qué pensaban ustedes?

CS: Nosotros veíamos protagonismo social que venía desde abajo. Hablábamos de insurrección de nuevo tipo. Es decir, sin situación revolucionaria, que no estaba organizada en torno a la toma de poder. Hablábamos de una multiplicidad de sujetos de este nuevo protagonismo social, que incluía ahorristas y piqueteros, y enfatizábamos mucho que no se podía reducir a la manipulación del PJ, ni que obedecía a los esquemas de la izquierda militante.

CS: Era una fuerza colectiva que se construía a pesar del lugar de origen de cada uno, disolviendo un poco el interés inmediato personal.

 

 

ANTICIPACIONES

Luego del 19 y 20 hubo una explosión de asambleas populares, en especial, en la Ciudad de Buenos Aires. ¿Cómo veían ese fenómeno?

CS: Muchos enunciados, que habían surgido de situaciones muy concretas y que tenían un significado muy específico, empezaron a circular muy abstractamente. La autonomía y la horizontalidad, que eran dos conceptos muy operativos en situaciones concretas, se empezaron a tomar como modelos. Algo de eso era preocupante. Desde nuestra perspectiva, la horizontalidad nunca fue un modelo político, sino una trama productiva.

CS: De todas formas, era muy impresionante ver cómo se hablaba sobre esos términos. Aunque también empezó a surgir el problema de qué hacer con esa gente que se acercaba a las experiencias que ya venían desplegando este tipo de prácticas.

CS: Fue un momento muy importante porque circularon y se mezclaron en la ciudad gente de los movimientos de desocupados y vecinos de distintos barrios en una dinámica de debates políticos permanentes. A muchos sectores sociales se les abrieron posibilidades de acción social y urbana que, de otro modo, no hubieran aparecido. Creo que eso fue lo más rico de ese proceso.

¿Qué era lo que les resultaba “preocupante” del movimiento asambleario?

CS: Participamos en algunas de las primeras asambleas que se hicieron, porque tuvimos la reacción militante de pensar que, si nosotros reflexionábamos sobre estas cosas y en la esquina había una asamblea, teníamos que estar ahí. Aunque veíamos también esa especie de poder simbólico-cultural de la clase media, que puede borrar el protagonismo social anterior y ponerse en el centro del asunto, y dimensionar todo desde ahí. En ese sentido, en los MTDs había mucha desconfianza, porque pensaban que la clase media se movía por el bolsillo y no por otro motivo. Nuestra preocupación era que no creciera esa desconfianza y que se apostara a la articulación. Pero el foco de nuestro interés estaba puesto más en los movimientos de desocupados autónomos que en una lectura recortada sobre las asambleas.

CS: Nuestro propio colectivo era una fuente de experiencias, porque nosotros en ese momento empezamos a trabajar con Brukman, con algunos MTDs, con la Mutual Sentimiento. Había compañeros que participaban también en las asambleas. Una experiencia siempre muy importante para nosotros, desde el 2000, fue un taller sostenido durante años con gente de la escuela Creciendo Juntos, de Moreno. De una manera que aun extrañamos, discutíamos todo tipo de cuestiones ligadas a la crisis del mito del progreso, del trabajo, de los modelos y las normas, de la vida de los pibes y los adultos. Y sobre el esfuerzo continuado de apostar a la conversación como modo de producir lazos sociales. Todo eso que, por suerte, pudimos registrarlo en el libro Un elefante en la escuela.

¿Las empresas recuperadas también fueron una síntesis del cambio del neoliberalismo?

CS: Fueron un actor relevante y varios de esos procesos aún están en marcha, aunque tal vez se depositó demasiada expectativa en esas experiencias. Pero no se pueden analizar las fábricas recuperadas sin volver a pensar en esta distinción que reaparece entre lo social y lo político.

CS: Yo sintetizaría que el horizonte político del 2001, en todos los movimientos, es que tienen la autonomía como premisa o como horizonte, y no como doctrina. Así pensado, hay  una eficacia mayor en lo que los movimientos sociales logran construir más que en la sistematicidad discursiva a partir de la cual se los juzga. Si las fábricas recuperadas y si algunos movimientos sociales empiezan a pautar relaciones que excluyen la cruda dominación de la ley del valor y la competencia, están construyendo algo que es post neoliberal. No digo de superación del neoliberalismo, pero sí algo que no es neoliberal. Hay coexistencia de dinámicas que son neoliberales y dinámicas que no son neoliberales. Además, en ese camino que se abrió en 2001, el gobierno de Kirchner tomó muy en cuenta ciertas cuestiones, como esa bajada de plata para todo tipo de emprendimientos. Con respecto a las fábricas recuperadas, lo que les interesaba a los compañeros de los movimientos piqueteros con los que conversábamos no era volver a las fábricas, sino contar con plata para hacer lo que estaban haciendo. Recuerdo que un día estábamos en Brukman y un compañero dijo: “¿Vamos a dar la vida por una fábrica o queremos una cultura post fábrica?

CS: En las propias fábricas se daban procesos de experimentación interesantes, como que la asamblea fuese parte central del proceso y que no quedara en una lateralidad con respecto al proceso de trabajo. O con respecto a la articulación con otros movimientos, el armado de redes, etc. Pero ahí el tema era que mucha gente tenía cierto erotismo con la fábrica, porque se imaginaba la vuelta del movimiento obrero organizado por fuera del sindicalismo tradicional.’

CS: En ese sentido, lo más interesante de las fábricas recuperadas es cómo fueron resignificadas por esta dinámica cultural y de red. Hoy, si vas a una fábrica recuperada y tiene un bachillerato o un centro cultural, se ve un reconocimiento de esa perspectiva. Las fábricas recuperadas son una suerte de índice de algo muy importante, porque no en toda América Latina existe esa experiencia de que sean los propios trabajadores quienes se autoorganizan. En Venezuela, por ejemplo, muchas veces se bajaba plata a las fábricas, pero no se avanzaba, porque no había una subjetividad obrera capaz de autorganizarse. Entonces, todas esas experiencias fueron anticipaciones de la agenda post neoliberal, y que dieron muchas claves a la gobernabilidad actual, de por dónde pasaba una salida del primer neoliberalismo.

 

 

ESTADO DE EXCEPCIÓN

¿Qué análisis hacen sobre el accionar de los movimientos sociales en los últimos años?

CS: Hasta junio de 2002, las asambleas estaban atravesadas por la incertidumbre de no saber en qué iban a transformarse. Es decir, si iban a convertirse en un nuevo modelo político para la Argentina, o si serían una forma de organización más liviana y disuelta. Cuando sucedió lo del Puente Pueyrredón hubo una presión muy grande para ordenar los términos de la cuestión. Algunos querían transformar a los piqueteros en una vanguardia revolucionaria y movilizar a todo el movimiento de las asambleas detrás de eso. Fue muy paradójico, porque Duhalde quiso resolver de modo tradicional lo que Kirchner después entendió que no se podía resolver de esa manera. Incluso hasta la ruptura de la Coordinadora Aníbal Verón, que fue un momento clave, se veían esas tensiones sobre la asunción o no de ese lugar de vanguardia, y si se entraba o no en una dinámica de acumulación más clásica, cuantitativa y direccionada verticalmente, o si seguía abierta esa búsqueda de la autonomía.

CS: En ese sentido, hubo de nuestra parte poca imaginación política para pensar lo que esta dinámica tenía de excepcional, que no fuera desde el modelo revolucionario. ¿Cómo sigue políticamente el desarrollo de este movimiento si no se trata de una revolución exitosa ni fracasada? Se trataba de no pensar que era una revolución social lo que estaba pasando, en el sentido clásico de la izquierda y, por tanto, reflexionar sobre qué estrategia política se debía encarar. Hubo poco espacio para eso, fue todo muy rápido.

¿Por qué fue tan rápido ese proceso?

CS: El 19 y 20 fue esa ambivalencia entre la felicidad y la experimentación en el vacío. Pero no hubo formas de transitar a escala de masas ese vacío, y al no desarrollar una imaginación sobre cómo prolongar esos esfuerzos productivamente, se empezó a secar el proceso. Las organizaciones continuaron en su camino, pero no siguió ese acompañamiento masivo de y en las organizaciones. Hubo un fenómeno de normalización.

CS: De todas formas, quiero aclarar que no creo que ese proceso se terminó muy rápido, sino que, en ese momento, empezó algo muy nuevo, en lo que todavía estamos. En ese sentido, el 2001 es menos la acumulación de un período anterior que se frustró, y más el inicio de un período en el cual la politización reubica a los actores de otra manera. Por ejemplo, el Estado puede tener mayor o menor presencia en el centro de la dinámica llamada “política”, pero no está en el centro de las dinámicas colectivas. La dinámica del estallido plantea que desde el 2001 estamos en estado de excepción permanente. Claramente, y para todos, hubo una disolución del sueño neoliberal. Y el kirchnerismo es la primera experiencia política del ciclo que se abrió en 2001. Por eso, no estamos a diez años del 2001, sino que son diez años de 2001.

¿En qué sentido?

CS: Son diez años de excepcionalidad, y de un fatigoso intento de gobernar en estas condiciones. Gobernar hoy cualquier cosa es mucho más quilombo que gobernar antes del 2001. Creo que el kirchnerismo se atribuye cosas que le corresponden parcialmente, porque el 2001 gestó y marcó una cantidad enorme de condiciones. Me refiero a límites con los que el kirchnerismo trabajó pudiendo no haberlo hecho, y en ese aspecto, tiene un mérito y una eficacia indiscutible. Pero el 2001 empezó algo que todavía se mantiene y no hay subjetividad política vigente que no sea atravesada por el 2001.

 

 

EN EL FONDO DE TODAS LAS COSAS

¿Qué replanteos en las búsquedas de la horizontalidad y la autonomía provoca la irrupción del kirchnerismo?

CS: La autonomía es una premisa y una visión en simultáneo, pero no una ideología. Es, en todo caso, un anudamiento de contrapoderes en situaciones concretas, una práctica que es capaz de problematizarse por sí misma. Nunca nos identificamos con un autonomismo doctrinal o ideológico. Ya en ese momento sabíamos que era iluso pensar que el Estado pudiese no existir en la sociedad contemporánea. Por eso, no se trata tanto de tener la ilusión de que el estado desaparezca –que fue la ilusión de toda utopía revolucionaria-, sino de aumentar la dosis de autonomía colectiva que una sociedad con Estado puede soportar. Este tipo de problemas son los que para nosotros se siguen vinculando con el 2001.

¿Cómo entienden esa convivencia de procesos contradictorios?

CS: No es que pasa esto o lo otro, sino que ahora pasa esto y lo otro. Es la ultra complejización de la escena social que no permite dividir entre poder y contrapoder de modo destilado, puro. Uno de los temas que sería útil replantear en la coyuntura de los últimos años es el riesgo de una nueva separación entre “lo político” y “lo social”. Porque cuando esta distribución del espacio colectivo se congela, sucede que lo político se erige en parte activa y tiende a subordinar lo social, construyendo una parte baja, gobernada, subordinada (lo social). Esta es una tendencia creciente, que va resignificando las palabras políticas clave. Por suerte existe todo tipo de resistencia a esta tendencia más oscura que se observa ante casos de represión que se van sucediendo ante tomas de tierras, casos de gatillo fácil, que son luchas contra la dimensión más reaccionaria de las fuerzas represivas y contra algunos de los rasgos menos tolerables del modelo desarrollista en curso. Esta conflictividad no es del todo nueva, pero adquiere sí un nuevo sentido en el contexto actual.   En la fase anterior los efectos de estas luchas eran destituyentes respecto de la dinámica neoliberal, las instituciones neoliberales, el régimen neoliberal. La situación cambió bastante y la palabra destituyente misma tuvo otros usos, un significado más reactivo, completamente diferente.

 

¿El kirchnerismo abre una tensión sobre las formas previas de pensar la política?

CS: La política “vuelve”: hay partidos, sindicatos y todo. Pero hay una infrapolítica que aparece por momentos y recoge esta corriente atea de 2001-2002, que fue siempre lo que más nos interesó de la política.

¿A qué se refieren con esa dimensión “atea”?

CS: A esa dimensión infrapolítica, que aparece cada tanto, donde queda bastante claro que el protagonismo popular es la última palabra. Es decir, que este protagonismo, con sus movimientos oscilantes, es la explicación última de los procesos sociales y políticos. En ese sentido, la restitución del Estado, en los últimos años, tiene una parte muy interesante que es la consagración de derechos y ciertas dinámicas de reconocimiento. Pero, a su vez, corre el riesgo de activar esa división entre lo social y lo político de la que hablábamos.

CS: Este riesgo de subordinación de lo social se nota en cómo se ha ido devaluando el término movimiento social que antes designaba un actor político y ahora parece quedar reducido a un sujeto de demandas.

¿Cuál fue el devenir de los idearios anarquistas que estuvieron muy presentes en el 2001?

CS: El tono libertario de las prácticas es una herencia del 2001, que no encuentra traducción política directa pero aparece reiteradamente a partir de diferentes luchas sociales y se filtra en buena parte de la cultura política. Notamos en este sentido una ampliación de lo que podríamos llamar una sensibilidad autónoma en lugares que tradicionalmente la hubiesen rechazado. Habrá que seguir esta genealogía viva del 2001 bajo el signo de cierta excepcionalidad, y de esta sensibilidad más libertaria que está como fondo de los procesos más interesantes del presente.

Después del neoliberalismo. A 10 años del 2001 (diciembre de 2011) // Colectivo Situaciones

¿Qué hay después del neoliberalismo? Esta pregunta –es una hipótesis– encuentra un comienzo de respuesta en los efectos de aquellas luchas que, a partir de haber creado espacios colectivos, contribuyeron de modo significativo a deslegitimar y quebrar su hegemonía. En la Argentina actual, a 10 años de la crisis de legitimidad del neoliberalismo, esta discusión se encuentra en ebullición. ¿Pervive aún el neoliberalismo bajo otras formas?, ¿son los mismos sujetos que cuestionaron su legitimidad los que pueden proponer otro orden de cosas?, ¿cómo nombrar la complejidad, llena de oscilaciones entre “cierres” y “aperturas” de la fase iniciada a partir de 2003, caracterizada por un gobierno que toma como tarea propia la gestión de esta realidad gestada por la crisis? No pretendemos responder estas cuestiones –abiertas, difíciles– sino proponer una lectura de la última década en esta clave comprensiva, afirmando, en todo caso, las formas más paradojales de la presencia de lo que podríamos llamar efectos de movimiento sobre la situación actual, signada por una dinámica ambivalente en la cual las novedades y los arcaísmos tienden a yuxtaponerse bajo la forma de una praxis activa, investigativa, en el impasse. En la medida que el proceso parece cerrarse y se reabre a cada paso, fuerza a un nuevo y continuo arte de la problematización y a la construcción sutil de las vías de su profundización.

 

  1. Diez años de 2001: ¿cómo dura lo que dura?

A diez años de la crisis de 2001 que combinó la crisis de modelo económico con una multitudinaria (heterogénea y sostenida) resistencia en las calles y que acabó con la legitimidad política del neoliberalismo en Argentina[1], preferimos hablar de diez años de 2001: no pura «rememoración» o aniversario de una década que cambió el país, sino efectuación continua de esos procesos de subjetivación visibilizados durante la crisis. Postulamos que algo de ese tiempo aún dura -a pesar de los cambios vertiginosos que no dejan de sucederse- lo que nos permitirá soltar la fecha para aferrarnos a esa duración.

La herencia salvaje de 2001 es la creación práctica de una noción de autonomía nueva. Ya no «autonomía relativa» (con “respecto a”, por ejemplo, el estado) o «autonomismo» (moral y doctrina), sino convergencia de rasgo y horizonte, lucha y modo de vida. Simultáneamente premisa-horizonte, la autonomía surge no como adscripción a un lenguaje o tendencia particular, sino como “rasgo” de un ciclo de luchas que podemos caracterizar como “destituyentes” (en relación a la legitimidad del neoliberalismo puro y duro). Este rasgo dominó (no sólo en Argentina) las dinámicas de resistencia durante la década pasada. ¿Podemos suponer que sobrevive tal cual o bien que se ha disuelto?

La hipótesis que nos planteamos es la siguiente: estas formas de politización pueden considerarse por el modo específico que tienen de desarrollar efectos (siempre paradojales) sobre la totalidad de lo político. En la época de la crisis abierta, sus efectos fueron radicalmente destituyentes (como el “ya basta” zapatista o, sobre todo, la consigna omnipresente del 2001 argentino: “que se vayan todos”) y combinaban un rechazo del estado de cosas junto a una desarrollada capacidad de trazar ciertas líneas de irreversibilidad (en torno a las disposiciones represivas del estado y del lenguaje del “ajuste”). La pregunta que nos formulamos hoy es: ¿de qué manera, en este nuevo contexto, podemos identificar algo de estos modos de producir efectos, de señalar umbrales de intolerabilidad y líneas de defensa que determinan los modos de hacer y percibir a la vez que abren la pregunta por una gubernamentalidad más democrática, desafiando las pesadas tendencias de normalización-representativa del escenario habitualmente percibido como de poscrisis?

  1. Impasse

El impasse del horizonte autónomo se hizo evidente a partir de mitad de la década cuando los interrogantes de los diversos movimientos en torno al trabajo, el consumo, la tierra, la justicia, etc. fueron interpretados por los nuevos gobiernos –a veces con una efectividad considerable- como demandas a resolver, y como deudas pendientes a reparar, proponiendo así la base de constitución de una nueva legitimidad. Se trata de una modalidad limitada del reconocimiento que impactó significativamente en la medida que acompañó el desgaste que traían los movimientos  a la hora de dar formas más contundentes a sus perspectivas. Una vez convertidas en demandas, muchas de estas cuestiones fueron retomadas por el estado desde arriba: planes sociales, activación del consumo, etc. La detención del despliegue de la autonomía como forma política que se desarrollaba desde abajo y la convocatoria, desde el gobierno, a la constitución de un espacio efectivo de reconocimiento –aún si muy insuficiente en muchos aspectos– desplegó las condiciones del impasse de un horizonte político autónomo. Ese impasse perdura menos como derrota, liquidación o disolución de los rasgos autónomos, y más como un cambio de fase: de las micropolíticas de la crisis (momento destituyente), al momento actual en el que la reactivación de las diversas micropolíticas se expanden sin un horizonte autónomo común, en el contexto de una polarización política entre el gobierno (con todas sus contradicciones) y una oposición reaccionaria.

El impasse se revela como condición nueva para la dinámica de lo político: proponemos el término de promiscuidad para denominar el espacio en el que circulan sin un orden predefinido, bajo una mezcla –aunque no híbrida-, elementos lingüísticos, culturales, comunicacionales formando un territorio abigarrado que no reconoce sentidos a priori[2]. Las nuevas politizaciones emergen de este terreno y tienen por desafío producir nuevos sentidos sin aspirar a gobernar o a ordenar la complejidad de la que surgen.

  1. Rasgo y duración

Hablamos de nuevas politizaciones en el marco del impasse en la medida en que captamos la simultaneidad de algo que continúa junto a algo que muta. La fusión de premisa y horizonte que la fuerza destituyente tendía a producir es lo que persiste al punto de comprender hasta dónde ha mutado. El propio impasse resulta inseparable de los esfuerzos por redeterminar los trazos de continuidad y de mutación a los que asistimos: la desactivación de la escena caracterizada por la centralidad de una máquina social destituyente dio lugar, junto a una tendencia normalizadota de poscrisis, a un movimiento de diseminación-proliferación de modos más extensos y menos reconocibles de desestabilizar las formas de hacer y de pensar que afectan al conjunto de lo político.

Mientras el impasse se caracteriza por la coexistencia entre unas posibilidades que surgen de la praxis colectiva y una incapacidad de desbloquear las formas reaccionarias de representarlas y de constituir espacios propios, persiste un proceso de rasgos autónomos que puede rastrearse en unas micropolíticas de nuevo tipo[3] que guardan, a pesar de las evidentes mutaciones del cuadro general, una comunicación interna (resonancias) que las ligan por derecho propio a algunos de aquellos rasgos de de 2001.

Para comprender esta comunicación es preciso, ante todo, resistir las tentativas de separar exteriormente estas fases diferentes del proceso de politización a partir de quebrar en dos los rasgos autónomos fundamentales, que sólo la captación de una sinuosa temporalidad mutante nos muestra.

En efecto, desde una perspectiva formalista tiende a interpretarse el desenlace actual del proceso político a partir de una derrota del proyecto de una plena afirmación de las micropolíticas destituyentes de la crisis, expresadas en los movimientos que las protagonizaron. Bastaría echar un simple vistazo a las características de la vida política argentina contemporánea para confirmar que la excepción[4] positiva que los movimientos expresaron durante la crisis está prácticamente aniquilada. Y que en su lugar se desarrollan procesos “populistas” de coordenadas más comprensibles y previsibles.

Contra este tipo de simplificaciones proponemos tomar en serio la persistencia de rasgos autónomos de politización, que tienden a desbordar las categorías y formas organizativas en una dinámica problematizante que escapa a los marcos de toda normalización, replanteando una expectativa emancipatoria anidada en aquel rasgo.

El rasgo, entonces, persiste y muta[5]. En tanto que persiste, ofrece una genealogía,  una perspectiva, para la cuestión del trazado del horizonte (la ruptura con un núcleo pedagógico/jerárquico y con toda preexistencia cristalizada de sentidos-consignas; una orientación a la apertura y un tono libertario para tratar las diversas situaciones), en lo que Raquel Gutiérrez denomina el dibujo de un «horizonte común»: un movimiento de totalización sin síntesis institucional definitiva.  En tanto que muta, en cambio, inventa formas en las nuevas las condiciones activando procesos de cuestionamiento en torno a la vida urbana, el trabajo, los recursos naturales, las políticas sobre los medios de comunicación, la identidad, la distribución del ingreso, medio-ambientales, las políticas anti-represivas, o sobre género, racismo, etc.

Cuando insistimos en la recreación del rasgo, de este vínculo interno entre micropolíticas diversas, entre premisa y horizonte, enfrentamos  una interpretación del proceso político en curso que enfatiza, al contrario, la escisión de esta unidad compleja en, por un lado, «rasgo» autónomo que sería algo así como la “infancia” de los movimientos en la fase radical de sus demandas, es decir, en su condición pre-política, objeto de cierta sociología de los movimientos sociales, y el “horizonte”, comprendido (en su desconexión respecto de sus premisas materiales) como una dimensión meramente utópica, carente de toda perspectiva estatal seria.

En tanto que componentes de un proceso abierto, premisa y horizonte constituyen las dimensiones de una interrogación viva de la praxis y no, como a veces se pretende, un caso cerrado, en relación al impasse  de lo político

  1. La “vuelta” de la política

El efecto actual de estos diez años de 2001 redunda en la imposibilidad de un cierre, de una desconfianza activa a cualquier traducción final de lo social en lo político y en la congénita fragilidad de los discursos que intentan hacer eje en la rehabilitación de los modos más reaccionarios de gestión política. Es cierto que ya no estamos ante la proliferación de micropolíticas de la crisis -si bien en cierto modo no hemos abandonado nunca del todo esa situación-.  En todo caso, nuestra pregunta es: ¿cómo realizar el pasaje de aquellas micropolíticas de la crisis que forzaron la deslegitimación de las instituciones neoliberales a una micropolítica efectiva en un contexto diferente (siempre dentro de las coordenadas sudamericanas y en particular argentinas), signado tanto por el impasse de lo político, como por una tentativa de salida que se funda en una recomposición del juego de la macropolítica?

La complejidad de la situación presente está dada por la convivencia, como trama de la apertura, de las politizaciones desde abajo (con los rasgos ya apuntados) junto con el llamado «retorno de la política«, entendido como «retorno del estado» y el “conflicto de intereses”, cuyo punto de verdad y de eficacia consiste en asignar las responsabilidades históricas de la crisis al mercado y a las grandes corporaciones financieras, al tiempo que se rehabilita al estado nacional (locus de la política) como alternativa deseable y necesaria. El estado se vuelve así pieza clave de pretensiones diversas, inflacionando su presencia discursiva, y desplazando de su terreno toda otra posibilidad constituyente.

Este “retorno de la política” ha experimentado una considerable extensión material-simbólica. Entre sus méritos se encuentra el hecho de reproponer la cuestión política en el debate público, ligada a una reivindicación de derechos postergados. Entre sus límites, la elusión de la travesía necesaria en torno al impasse de lo político y sus causas (la dinámica de la acumulación capitalista y, en el frente opuesto, el concierto de las resistencias de los llamados movimientos sociales durante las últimas décadas).

Resume bien esta situación la posición del politólogo argentino Ernesto Laclau  que identifica populismo de izquierda con una teoría de la política como democracia radical a partir de considerar lo social como conjunto de demandas articuladas en una lógica de equivalencias simbólicas, como parte de la constitución de un juego provisorio de las hegemonías aleatorias.

Esta lectura de la activación de la política goza hoy de todo su prestigio en la medida en que se la recibe como contestación respecto de las doctrinas neoliberales, aún si se hace evidente que la política populista de Laclau contiene una cara puramente ordenancista que parte de considerar/convertir los conflictos en demandas (representación de carencias destinadas al orden cerrado que debiera aunque sea oírlas, o bien orientadas a un gobierno democrático que las atiende), calcando su modelo político de las teorías formalistas del lenguaje e identificando “populismo” con los procesos nacional-populares burgueses de los años ´60 y, por tanto, “congelando” –como lo ha señalado recientemente León Rozitchner– procesos  originales en curso, en condiciones diferentes y con perspectivas –por suerte– más abiertas.

Las filosofías de la hegemonía puramente simbólica vuelven a proponer un interés en la política, pero lo hacen restringiendo toda consideración sobre las condiciones subjetivas y materiales de los procesos en su originalidad y actualidad y substrayendo, sobre todo, lo que los sujetos en juego aportan de modo directamente productivo.

El problema que nos planteamos es mucho menos el de bloquear o refutar estas pretensiones de un reverdecer de la política –particularmente vistoso en Sudamérica– como el de abrir aún más las posibilidades, las politizaciones efectivas, que puedan desplegarse en este nuevo contexto.

  1. Las politizaciones más allá de la (vuelta de la) política

Una perspectiva infrapolítica traza una genealogía propia y trabaja a (cierta y fundamental) distancia de la discursividad institucional, aunque coexistiendo –y vinculándose de mil modos- con ella en la tentativa de reorganizar nuevas posibilidades y confrontaciones. En este sentido, no se ampara ni se equipara con una política de grupo, refugiada, ensimismada.

Nuevas politizaciones, aventuramos, nombra los modos impropios, bárbaros, innovadores, de vivir lo público. Da cuenta, en otras palabras, de un campo de experimentación de lo común que insiste en sus rasgos de autonomía, que se fortalece en su sensibilidad desobediente y que inventa desde abajo otras formas de la organización cotidiana. La activación de esta pluralidad de formas y lenguajes vuelve insuficiente toda tentativa de simplificar esta riqueza al mero encuadramiento (macropolítico). Confiamos en estas nuevas politizaciones como forma de sostener la apertura en términos de una profundización democrática.

Estos modos de politización parten menos de una coherencia discursiva y/o ideológica y más de una serie de luchas (de visibilidad oscilante) que toman como punto de partida las condiciones y los modos de vida[6]. Lucha contra la ampliación de la frontera sojera y los desplazamientos de los campesinos, luchas contra la precarización y tercerización del trabajo, lucha contra el uso intensivo y sin control de los llamados recursos naturales, luchas contra el gatillo fácil, el racismo y la guetificación urbana (y contra sus políticas de «seguridad»), etc.
Es evidente que estas dinámicas de politización han variado mucho desde el 2001 a la fecha. Si durante la fase «destituyente» los movimientos sociales atacaban al estado neoliberal constituyendo prácticas capaces de confrontar con el estado en áreas como el control de la moneda (trueque), de la contraviolencia (piquete) y del mando político sobre diversos territorios (asambleas), una parte de esos mismos movimientos enfrentan el dilema sobre los modos de participar (cuándo y cómo) de la nueva gubernamentalidad, expresando así uno de los rasgos característicos de esta nueva fase del estado.

Y, sin embargo, las formas difusas y permanentes de una cierta movilidad social atraviesan todas estas modalidades. El desborde, como dinámica de apertura, renueva la autonomía como premisa y horizonte en el que promover una interlocución sensible, permeable a diversos problemas que no se agotan en una discursividad «neo-desarrollista» (una discursividad, ésta, tan eficaz como pobre en sus fundamentos: el consumo como sentido primordial de las vidas, la cultura del trabajo como fundamento de la dignidad, los recursos naturales como recursos económicos, el Estado como racionalidad superior, etc.).

  1. Apertura y excepción

2001 inauguró en nuestro país la excepción como condición de época, como terreno concreto de la política. Como debilitamiento de la lógica republicana-representativa y como imposibilidad de dar por sentada la obediencia a la regla. Como desafío que dio lugar a un tratamiento gubernamental no convencional de la excepción: convivir con ella sin maximizarla pero, al mismo tiempo, sin acabar de conjurarla. La excepción se perpetúa en tanto que la soberanía del Estado, aún cuando se habla sin cesar de su vuelta, no es capaz de monopolizar la organización del entramado social, territorial, cotidiano, de millones de personas. Ni de dotarla de sentido. La excepción, entonces, como condición de época obliga a una invención de dispositivos de gobierno de nuevo tipo, lo cual supone incorporar los enunciados y los métodos producidos desde abajo en la gestión misma de lo social, habilitando simultáneamente toda una serie de reconocimientos y de perversiones. Así, es probable que en la relación entre momento de apertura y excepción se juegue algo fundamental del orden de la intensidad democrática. Y de la explicitada necesidad de su profundización.

Es imposible dejar de lado el mapa latinoamericano. En aquellos países donde hubo movilizaciones que trastornaron los pilares del sistema de representación (Venezuela, Ecuador y Bolivia), un mismo tipo de maquinaria política fue implementada por los gobiernos que le siguieron: una combinatoria de redes extensas y difusas que canalizan y traducen la energía popular con mandos explícitos y personalizados que concentran la capacidad de decisión e iniciativa. El acierto de estos gobiernos se vincula estrechamente con el hecho de haber reconocido la incompetencia de ciertas estructuras partidarias e institucionales (aún cuando en los hechos cueste replantear el problema de la organización política en términos alternativos a la de los partidos políticos con imbricaciones en el aparato del estado). Sin embargo, esta incapacidad para construir mecanismos que confíen plenamente en la democratización de las decisiones y de los recursos, los ubica en una posición de perpetua debilidad.

Entre el ejercicio cotidiano de la gestión gubernamental y los impulsos autónomos de organización popular no logran gestarse instituciones políticas de nuevo tipo. Los intentos se han multiplicado: asambleas constituyentes, políticas sociales cuasi universales, partido único de la revolución, transversalidades electorales, concertaciones partidarias; expresiones, todas, de esta tentativa a escala continental de creación de nuevas dinámicas institucionales.

Pero los resultados son escasos y demasiado ambivalentes. No es casualidad, en este marco, que ese espacio propiamente público donde se dirimen las hegemonías y se prueban los discursos haya sido ocupado por los medios de comunicación que disputan palmo a palmo las alternativas de estos procesos.

  1. Micropolíticas

Entre los años 2008 y 2010[7] se recrea una nueva dinámica micropolítica propiamente kirchnerista, sobre todo a partir de diversas redes sociales que asumen su propia politización bajo las banderas de una defensa del gobierno frente a los ataques de las fracciones de la élite que no acepta las reformas planteadas.

Estos procesos forman parte, junto con muchos otros, de la mutación de la que venimos exponiendo en el tono de la politización y, en tanto tales, incorporan una serie de interrogantes al proceso. ¿Cómo se puede compartir transversalmente estas politizaciones que asumen la coexistencia y el roce mas próximo con los procesos de cierre que se dan en el propio espacio de apoyos al gobierno con aquellos que por diversas razones no parten de la premisa de defender al gobierno?; ¿cómo se replantea la relación con el mundo simbólico ligado a la historia de las militancias de las últimas décadas que afecta hoy el sentido[8] mismo de lo que se entiende por “militancia” y “politización”?, ¿cómo fortalecer mutuamente estas politizaciones en comunicación estrecha con la proliferación de una extendida infrapolítica que enfrenta de modo directo los rasgos menos alterados del proceso de acumulación de capital que hace eje en la exportación de materias primas (neo-extractivismo), lo cual abarca el extendido proceso de luchas medioambientales y de los pueblos originarios contra la minería, la contaminación, la extensión de la frontera agraria, pero también las formas de represión social a los jóvenes de los barrios, a las poblaciones desplazadas del campo, etc.?

Se trata menos, entonces, de pensar si adherir o no a los espacios ligados a una micropolítica kirchnerista y más de elaborar las formas de extender una politización abierta, capaz de poner en común (y no de enfrentar) luchas de una naturaleza democrática compartida, que acompañan, cada una a su manera, la cuestión problemática del horizonte autónomo como momento de reanimación del conjunto del proceso de ruptura con el neoliberalismo, y no meramente de construcción de un “neoliberalismo nacional distributivo” fundado en el paradigma neodesarrollista que el mercado global nos destina.

  1. Desafíos

Coexisten en el país, entonces, al menos dos dinámicas que organizan territorialidades diferentes. Por un lado, el plano de reconocimiento de derechos de inclusión (que mixturan políticas asistenciales con nuevas formas de ciudadanía) y de consolidación de conquistas simbólicas sobre la memoria y la justicia vinculadas a los crímenes de la dictadura. En este plano se incluye el axioma que inhibe la represión estatal del conflicto social, una de las conquistas más profundas en lo que hace a las nuevas formas de gobernar en presencia de movimientos y de luchas sociales. Las inconsistencias en la aplicación de este axioma (asesinatos y aprietes en manos de bandas sindicales que atacan a trabajadores tercerizados, guardias armadas por terratenientes, policías provinciales y locales de gatillo fácil, así como la creciente presencia de la gendarmería en villas y barrios) obligan a profundizar y extender su potencia y alcance.
Por el otro, se afirma una tendencia de alcance regional: la reconversión de buena parte de la economía a un neo-extractivismo (minería, extensión de la frontera de la soja, disputas por el agua, los hidrocarburos y la biodiversidad) que incorpora de manera directa a diversos territorios al mercado mundial y de cuyas actividades surgen los ingresos que sostienen fiscalmente a muchas de las economías provinciales y políticas sociales, así como la imagen de una nueva modalidad de intervención estatal[9]. La imbricación de estas dos territorialidades es evidente. Ambas convergen para configurar los rasgos de un patrón de concentración y acumulación de la riqueza que se articula, en la primera de las dinámicas, con rasgos democráticos y de ampliación de derechos.
A la polarización política de los últimos años se le sobreimpone, ahora, un nuevo sistema de simplificación dual: cada una de estas territorialidades es utilizada para negar la realidad que aporta la otra. O bien se atiende a denuncias en torno a la nueva economía neo-extractivista, o bien se da crédito a las dinámicas ligadas a los derechos humanos, la comunicación, etc. Como si el desafío no consistiese, justamente, en

articular (y no en enfrentar) lo que cada territorio enuncia como potencial democrático y vital. La riqueza de los procesos actuales se da, al contrario, en la combinación de los diferentes ritmos y tonos de las politizaciones, abandonando las disyunciones campo-ciudad, interior-capital, etc., y asumiendo las premisas transversales a las luchas por la reapropiación de recursos naturales, así como de los diferentes procesos de valorización de los servicios, de la producción, de las redes sociales como fuentes de la riqueza común. Estas combinaciones son las que permiten valorar la calidad inmediatamente política de las luchas que evidencian la trama colonial y racista en la redistribución excluyente de poder territorial, jurídico y simbólicos en villas y haciendas, en talleres y barrios que se extiende a los lugares de trabajo bajo el modo de contratación en blanco y en negro, estables y precarizados, etc.
La politicidad emergente resulta casi imperceptible en su materialidad si no se asume la complejidad de esta trama, si no se crean los espacios concretos de articulación de esta variedad de experiencias. Y su radicalidad es inseparable de la exigencia de elaborar para cada una de estas situaciones un sentido preciso de lo que significa la dinámica de desborde y apertura que se juega en cada momento

El neoliberalismo no es simplemente un modelo económico de rasgos definidos, sino una estrategia dinámica de dominación cuyo fundamento es una disposición/apropiación de los bienes comunes y, por tanto, un proceso de producción de modos de vida. El paso de una fase a otra dentro de esta racionalidad no puede resultar suficiente, incluso si trae aparejadas algunas ventajas. El desafío de los movimientos (nuevas politizaciones) consiste, creemos, en radicalizar los replanteos a fondo, seaacompañando desde una perspectiva autónoma y crítica todo aquello que toque festejar y defender de esos gobiernos y, al mismo tiempo, experimentando nuevas estrategias propias capaces de revisar los términos mismos que restringen las conquistas de mayores libertades comunes.

[1] No es este el lugar para retomar una descripción del protagonismo colectivo y sus figuras más emblemáticas (movimientos de desocupados, cortes de rutas, asambleas de vecinos/as, fábricas recuperadas, redes del trueque, “cartoneros”, y otras formas de acción directa como los “escarches”. Para un desarrollo de estos procesos de subjetivación colectivos durante la crisis se puede consultar la edición norteamericana de 19 y 20 y del libro de escraches )

[2] Para desarrollar esta discusión, ver las intervenciones/discusiones que El Colectivo 2 de La Paz realiza al texto “Inquietudes en el impasse”, en revista Nº 3 de El Colectivo2, marzo de 2010.

[3] Las micropolíticas actuales, que llamamos “infrapolíticas”, operan de otro modo. Surgen por debajo de las grandes líneas de representación de la macropolítica, pero no pueden desentenderse de ellas. No poseen el poder destituyente de entonces, pero tienen, en cambio, un vigor de replanteo más maduro al interior de procesos locales de sentido que pugnan por interpelar públicamente.  Como las micropolíticas de la crisis, poseen capacidad de negociación y de conquista de ciertas fronteras de irreversibilidad, así como el común cuestionamiento de la legitimidad del núcleo pedagógico, del discurso de mando, del ajuste y de la represión.

[4] Cuando nos referimos a una “excepción positiva” lo hacemos en un sentido preciso. Las luchas democráticas que durante la última década alteraron la fisonomía de una parte del Cono Sur tuvieron, entre sus efectos, la neutralización relativa de las políticas de “estado de excepción” securitista que se activaron sobre todo luego del 11-S. En el mismo período –segunda mitad del 2001– la insurrección argentina presionaba por desmantelar un escenario represivo como salida a la crisis. La excepción, para el caso sudamericano, no tiene entonces el sentido negativo (tratamiento schmittiano de la excepción) que buena parte de la bibliografía actual da al considerarla como “estado de excepción”, “global” y “permanente” (en parte de Europa y los EE.UU.),  sino un sentido positivo en tanto fuerza que empuja a la invención de derechos y nuevas formas de la praxis colectiva.

[5] Aunque no sea este el momento para desarrollarlo, el rasgo autónomo de las luchas no resulta una excepción en la historia contemporánea argentina. Como lo muestra la historia del clasismo durante fines de los años 60 y comienzos de los años 70, la tendencia al desborde colectivo respecto las formas de la hegemonía política (liderazgos y representaciones de naturaleza heterónoma) no es exclusividad del 2001. Tal vez estas cumbres de autonomía política y social, y de grandes crisis, deban ser entendidas menos como rarezas espontáneas, y más como convergencias a gran escala de procesos singulares de autonomía que se recrean de modo continuo y de diversas formas en el cuerpo colectivo.

6 Incluimos muy especialmente en estos procesos de politización la creación de pensamiento y de práctica de un modo no separado. Aún si no es este el momento para desarrollar este punto, dejamos sentada la nada evidente cuestión relativa a la politización de la producción de conocimientos.  Efectivamente, como parte de los procesos en que estamos implicados hay que contar la innovación –a diez años de 2001– de una tentativa sostenida por ligar actividad de investigación y actividad política, actividad de edición de textos y de imágenes junto con procesos de composición social, producción de conceptos y de afectos no como parte de dos espacios diferentes, cuya relación deseada siempre se nos escapa, sino, al contrario, como uno de los momentos efectivos de subjetivación colectiva.

[7] Fechas que delimitan una impresionante aceleración del proceso político, que arranca con la larga rebelión victoriosa de los productores y exportadores de granos (sobre todo, aunque no exclusivamente soja, que en aquel momento cotizaba a precios exorbitantes), a la derrota electoral de medio término del gobierno a mediados del 2009, pasando por la fulminante reacción de éste último con medidas muy esperadas como la ley de desmonopolización de los medios de comunicación, la asignación de planes sociales a menores de edad, la estatización del sistema de pensiones y el llamado a paritarias salariales, celebración multitudinaria del bicentenario nacional con un contenido cultural y narrativo abierto, incluyente y popular, hasta la conmocionante muerte de Néstor Kirchner como presidente de la Unsaur en octubre del 2010.

[8] Durante la fase que llamamos micropolíticas de la crisis la memoria de las luchas de los años setentas fueron retomadas por una nueva generación que buscaba recrear las formas de la intervención política radical. Durante el gobierno de Kirchner esa herencia se volvió más compleja cuando fue incorporada como política de estado. Entre el homenaje y el recuerdo (memoria del pasado), y la inspiración para invenciones por venir (imaginación política) hay un conflicto en curso que concierne a las politizaciones actuales.

[9] Ver al respecto los trabajos recientes de Eduardo Gudynas. Por ejemplo, “Más allá del nuevo extractivismo: transiciones sostenibles y alternativas al desarrollo, en El  desarrollo en cuestión, Ivonne Farah y Fernanda Wanderly (coordinadoras). CIDES y Plural, La Paz, 2011.

De aperturas y nuevas politizaciones (06/12/10) // Colectivo Situaciones

El desborde

Un momento de apertura política está marcado tanto por la dificultad de nombrarlo de modo fácil y preciso como por la pluralidad de significados que despierta. De allí su fuerza para trastocar la escena. Aquello que se abre también se escapa de foco: hace visible simultáneamente varios planos, en un tiempo desigual y combinado. A ese momento de apertura se lo vive con cierta perplejidad: la falta de definiciones no es, sino, efecto de lo que se resiste a ser encuadrado. Tal vez una imagen posible, a la altura de esa indefinición, sea la del desborde. Toda una secuencia de hechos históricos pueden caracterizarse por ese fugarse de lo previsto. Es esa dinámica lo que vuelve a estos hechos momentos irreversibles y únicos, capaces de reinventar el almanaque. Doble fuerza del desborde, entonces: la de salirse del cauce (como lo hace el agua) y superar las previsiones, pero también la de hacer visible una vivencia de exaltación colectiva, una demostración intensa de sentimientos.

 

La plaza de Mayo que se pobló tras la muerte de Kirchner (y los días siguientes) tuvo esa impronta de desborde. Tal vez su sentido más evidente haya sido defensivo: dejar claro y constatar entre los muchos que allí nos encontramos que no se admitirá un retroceso. Esto es: ni la imposición de escenarios represivos (esbozados ante todo en el criminal asesinato de Mariano Ferreyra) ni la marcha atrás de medidas de gran relevancia popular, ya asumidas colectivamente como derechos adquiridos. La convocatoria resultó sorpresiva y diversa. Imposible sería adjudicar esas presencias a la capacidad organizativa de los grupos más consolidados. Necesario resulta comprender hasta qué punto ese torrente desdibuja y rebasa todo tipo de polarización prefabricada o maniquea de los sentires. Al contrario, la fuerza de esa plaza fue la de exhibir una voluntad de profundización democrática: una nueva explicitación de esa potencia activa e intangible, sin traducción lineal, pero poderosa y decisiva que se hace presente en la calle para otorgar o retirar legitimidad a quienes ocupan el sistema político. Hay quienes llaman a esto espontaneidad. Se trata, creemos, de un efectivo sentido de la urgencia y un decidido ejercicio de la fuerza social.

 

La excepción

Las resonancias y las diferencias con aquella plaza de fines de 2001 son múltiples aunque no obvias. Si por entonces también se desarmó la salida represiva ya en marcha (imposición del “Estado de sitio” y asesinatos a decenas de manifestantes y militantes en esas jornadas), era evidente que la masiva convocatoria que puso fin a la legitimidad neoliberal adoptó, en plena crisis, la forma de una destitución salvaje. Sin embargo, aquel movimiento inauguró algo que el kirchnerismo supo advertir desde el comienzo: la excepción como condición de época, como terreno concreto de la política. Como debilitamiento de la lógica republicana-representativa y como imposibilidad de dar por sentada la obediencia a la regla. Como desafío que dio lugar a un tratamiento no convencional de la excepción: convivir con ella sin maximizarla pero, al mismo tiempo, sin acabar de conjurarla. La excepción se perpetúa en tanto que la soberanía del Estado, aún cuando se habla sin cesar de su vuelta, no es capaz de monopolizar la organización del entramado social, territorial, cotidiano, de millones de personas. Ni de dotarla de sentido.

La excepción, entonces, como condición de época obliga a una invención de dispositivos de gobierno de nuevo tipo, lo cual supone incorporar los enunciados y los métodos producidos desde abajo en la gestión misma de lo social, habilitando simultáneamente toda una serie de reconocimientos y de perversiones.

Así, es probable que en la relación entre momento de apertura y excepción se juegue algo fundamental del orden de la intensidad democrática. Y de la explicitada necesidad de su profundización.

 

 

Complejidades

Es imposible dejar de lado el mapa latinoamericano. En aquellos países donde hubo movilizaciones que trastornaron los pilares del sistema de representación (Venezuela, Ecuador y Bolivia), un mismo tipo de maquinaria política fue implementada por los gobiernos que le siguieron: una combinatoria de redes extensas y difusas que canalizan y traducen la energía popular con mandos explícitos y personalizados que concentran la capacidad de decisión e iniciativa. El acierto de estos gobiernos se vincula estrechamente con el hecho de haber reconocido la incompetencia de ciertas estructuras partidarias e institucionales (aún cuando en los hechos cueste replantear el problema de la organización política en términos alternativos a la de los partidos políticos con imbricaciones en el aparato del estado). Sin embargo, esta incapacidad para construir mecanismos que confíen plenamente en la democratización de las decisiones y de los recursos, los ubica en una posición de perpetua debilidad.

Entre el ejercicio cotidiano de la gestión gubernamental y los impulsos autónomos de organización popular no logran gestarse instituciones políticas de nuevo tipo. Los intentos se han multiplicado: asambleas constituyentes, políticas sociales cuasi universales, partido único de la revolución, transversalidades electorales, concertaciones partidarias; expresiones, todas, de esta tentativa a escala continental de creación de nuevas dinámicas institucionales.

Pero los resultados son escasos y demasiado ambivalentes. No es casualidad, en este marco, que ese espacio propiamente público donde se dirimen las hegemonías y se prueban los discursos haya sido ocupado por los medios de comunicación que disputan palmo a palmo las alternativas de estos procesos.

 

 

Las politizaciones más allá de la (vuelta de la) política

Del “¡Qué se vayan todos!” de las plazas de fines de 2001 al ejercicio de un reconocimiento popular hacia el actual gobierno (y a la figura de la presidenta en particular) de las plazas de fines de 2010 no hay una inversión literal. Ni, como se insistió, un camino sin más de la crisis del sistema político a su resurrección. Ni la evidencia gratificante del pasaje del infierno a la salvación. Más bien, ambos momentos pueden leerse como situaciones de alerta social en extremo sensible a los “signos de cierre” (signos de cierre provenientes de todas las fracciones ordenancistas con fuerza dentro y fuera del partido de gobierno, que se querrán llevar adelante en nombre del bien de todos, con el lenguaje del partido, del sindicato, del estado, de los pobres, de los trabajadores, de la militancia popular, etc).

De allí la complejidad de la situación presente; una situación en la que conviven, como trama de la apertura, las politizaciones desde abajo (y sus rasgos autónomos) con el llamado “retorno de la política”, entendido como  “retorno del estado”. Este “retorno”, podría decirse, tiene el mérito indiscutido de actualizar la cuestión de la política. Sin embargo, corre serios riesgos de hacerlo en términos de una discursividad que no supera el reestableciento del orden institucional y sus actores predilectos: partidos, sindicatos, intelectuales. En este sentido, la politización (en una perspectiva infrapolítica) traza una genealogía propia y trabaja a (cierta y fundamental) distancia de la discursividad institucional, aunque coexistiendo con ella en la tentativa de reorganizar nuevas posibilidades y confrontaciones.

 

 

Aperturas

Nuevas politizaciones, aventuramos, nombra los modos impropios, bárbaros,  innovadores, de vivir lo público. Da cuenta, en otras palabras, de un campo de experimentación de lo común que insiste en sus rasgos de autonomía, que se fortalece en su sensibilidad desobediente y que inventa desde abajo otras formas de la organización cotidiana. La activación de esta pluralidad de formas y lenguajes vuelve insuficiente toda tentativa de simplificar esta riqueza al mero encuadramiento. Confiamos en estas nuevas politizaciones como forma de sostener la apertura en términos de una profundización democrática.

Estos modos de politización parten menos de una coherencia discursiva y/o ideológica y más de una serie de luchas (de visibilidad oscilante) que toman como punto de partida las condiciones y los modos de vida. Lucha contra la ampliación de la frontera sojera y los desplazamientos de los campesinos, luchas contra la precarización y tercerización del trabajo, lucha contra el uso intensivo y sin control de los llamados recursos naturales, luchas contra el gatillo fácil, el racismo y la guetificación urbana (y contra sus políticas de “seguridad”), etc.

Es evidente que estas dinámicas de politización han variado mucho desde el 2001 a la fecha. Si durante la fase “destituyente” los movimientos sociales atacaban al estado neoliberal constituyendo prácticas capaces de confrontar con el estado en áreas como el control de la moneda (trueque), de la contraviolencia (piquete) y del mando político sobre diversos territorios (asambleas), una parte de esos mismos movimientos enfrentan el dilema sobre los modos de participar (cuándo y cómo) de la nueva gubernamentalidad, expresando así uno de los rasgos característicos de esta nueva fase del estado.

Y, sin embargo, las formas difusas y permanentes de una cierta movilidad social atraviesan todas estas modalidades. El desborde, como dinámica de  apertura, renueva la autonomía como premisa y horizonte en el que promover una interlocución sensible, permeable a diversos problemas que no se agotan en una discursividad “neo-desarrollista” (una discursividad, ésta, tan eficaz como pobre en sus fundamentos: el consumo como sentido primordial de las vidas, la cultura del trabajo como fundamento de la dignidad, los recursos naturales como recursos económicos, el Estado como racionalidad superior, etc.).

 

 

Desafíos

Coexisten en el país al menos dos dinámicas que organizan territorialidades diferentes. Por un lado, el plano de reconocimiento de derechos de inclusión (que mixturan políticas asistenciales con nuevas formas de ciudadanía) y de consolidación de conquistas simbólicas sobre la memoria y la justicia vinculadas a los crímenes de la dictadura. En este plano se incluye el axioma que inhibe la represión estatal del conflicto social, una de las conquistas más profundas en lo que hace a las nuevas formas de gobernar en presencia de movimientos y de luchas sociales. Las inconsistencias en la aplicación de este axioma (asesinatos y aprietes en manos de bandas sindicales que atacan a trabajadores tercerizados, guardias armadas por terratenientes, policías provinciales y locales de gatillo fácil, así como la creciente presencia de la gendarmería en villas y barrios) obligan a profundizar y extender su potencia y alcance.

 

Por el otro, se afirma una tendencia de alcance regional: la reconversión de buena parte de la economía a un neo-extractivismo (minería, extensión de la frontera de la soja, disputas por el agua, los hidrocarburos y la biodiversidad) que incorpora de manera directa a diversos territorios al mercado mundial y de cuyas actividades surgen los ingresos que sostienen fiscalmente a muchas de las economías provinciales y políticas sociales, así como la imagen de una nueva modalidad de intervención estatal. Los asesinatos de los pobladores de la comunidad toba en Formosa que se oponían al desalojo de sus tierras son parte de un modelo de despojo (de la tierra) y desposesión (de recursos) que está en el centro de esta tensión.

La imbricación de estas dos territorialidades es evidente. Ambas convergen para configurar los rasgos de un patrón de concentración y acumulación de la riqueza que se articula, en la primera de las dinámicas, con rasgos democráticos y de ampliación de derechos.

A la polarización política de los últimos años se le sobreimpone, ahora, un nuevo sistema de simplificación dual: cada una de estas territorialidades es utilizada para negar la realidad que aporta la otra. O bien se atiende a denuncias en torno a la nueva economía neo-extractivista, o bien se da crédito a las dinámicas ligadas a los derechos humanos, la comunicación, etc. Como si el desafío no consistiese, justamente, en articular (y no en enfrentar) lo que cada territorio enuncia como potencial democrático y vital. La riqueza de los procesos actuales se da, al contrario, en la combinación de los diferentes ritmos y tonos de las politizaciones, abandonando las disyunciones campo-ciudad, interior-capital, etc., y asumiendo las premisas transversales a las luchas por la reapropiación de recursos naturales, así como de los diferentes procesos de valorización de los servicios, de la producción, de las redes sociales como fuentes de la riqueza común. Estas combinaciones son las que permiten valorar la calidad inmediatamente política de las luchas que evidencian la trama colonial y racista en la redistribución excluyente de poder territorial, jurídico y simbólicos en villas y haciendas, en talleres y barrios que se extiende a los lugares de trabajo bajo el modo de contratación en blanco y en negro, estables y precarizados, etc.

La politicidad emergente resulta casi imperceptible en su materialidad si no se asume la complejidad de esta trama, si no se crean los espacios concretos de articulación de esta variedad de experiencias. Y su radicalidad es inseparable de la exigencia de elaborar para cada una de estas situaciones un sentido preciso de lo que significa la dinámica de desborde y apertura que se juega en cada momento.

 

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 6 de diciembre de 2010

¿La vuelta de la política? o sobre los modos de transitar el impasse sin caer en falsas dicotomías ni estériles nostalgias (13/02/07) // Colectivo Situaciones

1.

En las últimas semanas, a partir del rechazo de las cuatro entidades patronales del campo a una medida del gobierno nacional (retenciones móviles a ciertas exportaciones), hemos asistido a una coyuntura conflictiva entre diversos actores. Como parte de este activismo han circulado una serie de análisis y posicionamientos sobre las coordenadas de la situación actual anunciando, en muchos casos, una “vuelta de la política”.

Nosotros, en cambio, percibimos un impasse, a partir del atascamiento de las dos dinámicas más novedosas que pusieron en crisis la legitimidad del neoliberalismo puro y duro. Nos referimos, por un lado, a las nuevas experiencias colectivas surgidas en torno a los movimientos sociales (desde fines de los 90 al estallido del 2001) y, por otro (a partir del 2003), a la tentativa del gobierno nacional de interpretar algunos de los núcleos instalados por estos movimientos.

Estamos entonces ante el debilitamiento de la compleja variedad de interrogantes sociales que formularon las luchas, tanto en su irrupción como en sus repliegues y persistencias: preguntas en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y empresas, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria y la lucha contra la impunidad y la represión. Paralelamente enfrentamos la crisis del modo en que el gobierno reconoció estas preguntas —si bien en términos reparatorios: es decir, bajo la forma de demandas a compensar—, al tiempo que subsisten, en muchos aspectos, los mismos actores y dinámicas del largo período de la introducción y difusión del neoliberalismo.

El efecto más visible de este impasse es que la participación callejera, el recurso a la asamblea y el cuestionamiento a la mediación política hoy no vienen de parte de quienes pugnan por crear modos de reapropiación de los bienes comunes, sino de quienes defienden (por acción u omisión) la captura privada de la renta global. Y que en esta coyuntura intervienen directamente en la definición de una nueva gobernabilidad pensada menos como la disputa del aparato del estado y más como el gobierno de los procesos concretos (ya sea a través del control de los circuitos económicos como de la gestión de las subjetividades).

En el fondo está en juego el modo mismo de plantear la cuestión democrática, más allá de los términos economicistas (que hacen del aumento del consumo el único indicador de su contenido), pero también de su reducción institucionalista. Todas estas variantes, igualmente interiores al paradigma liberal, excluyen la perspectiva de la reapropiación social de lo común surgida de la agenda de los movimientos a nivel regional.

Constatamos así la paradoja de una «vuelta de la política» junto a una despolitización de lo social: en el mismo momento en que se evocan referentes éticos de las luchas transformadoras como parte de un movimiento mayor de legitimación estatal, se devalúan los diagnósticos que estas experiencias pueden ofrecer como perspectiva de comprensión de la «situación actual».

En lo que nos toca de manera directa, verificamos el atascamiento de la dinámica constructiva de los espacios autónomos de enunciación, capaces de desestabilizar y antagonizar con el neoliberalismo. Pero tal constatación no tiene el sentido de esperar, nostálgicos, un “retorno” del protagonismo de aquellos movimientos. Más bien busca reafirmar los puntos de apertura y conflicto que sigue mostrando el escenario político a partir de insistir en las prácticas que mantienen un horizonte de reapropiación de los bienes colectivos.

Así, en estas semanas vimos aparecer públicamente la cuestión de la soberanía alimentaria que los movimientos campesinos vienen desarrollando desde hace años, lo que da cuenta de la existencia de un acumulado de saberes y experiencias como virtualidad posible de ser convocada y aprovechada. Pero, al mismo tiempo, se advierte la dificultad de traducir estas iniciativas en políticas concretas.

2.

El actual contexto sudamericano exige valorar sin ambigüedades sus novedades. No hay lugar para la indiferencia cuando las elites tradicionales amenazan los procesos de democratización social. La situación de Bolivia es, al respecto, paradigmática.

Ya es un lugar común destacar que América del Sur vive una suerte de anomalía en relación al contexto reaccionario de muchos de los gobiernos de otros continentes. Pero esta singularidad suele adjudicarse más al signo de los gobiernos que al proceso –mucho más rico, interesante y prometedor– abierto por los nuevos sujetos sociales. De allí que toca a los gobiernos de la región evitar toda tendencia al cierre sobre sí mismos, olvidando las redes comunitarias que son el origen de su legitimidad, el principal recurso de recomposición de lo social, y fuente de nuevas posibilidades.

Si leemos el actual conflicto a partir de estas coordenadas podemos distinguir en qué sentido las retenciones a las exportaciones no necesariamente conllevan una distribución de la riqueza. No se trata de confiar en la voluntad del gobierno o descreer de sus buenas intenciones, sino de explicitar que sólo la reapropiación social de la decisión y el control sobre lo que se produce, puede dar lugar a un cuestionamiento del modo de acumulación neoliberal. Sin este reconocimiento, la mencionada apelación a la soberanía alimentaria surgida de las luchas campesinas no dejará de ser una teatralización fallida e instrumental.

Todo problema recibe las soluciones que se merece en virtud del modo como ha sido planteado. La sobreactuación de la «vuelta del estado» como sinónimo de la vuelta de la política transformadora, conlleva una renegación de la experiencia de los movimientos y se muestra completamente insuficiente a la hora de comprender y enfrentar los fenómenos de degradación actual de lo social.

La verdad de esta «vuelta» del estado ha quedado a la vista: un gesto que se presenta como voluntad redistributiva abre un conflicto que pone en tela de juicio la propia autoridad estatal. Una mirada del trasfondo de la situación política actual nos permite resituar los términos de la conflictividad entre, por un lado, los aparatos de captura y mediación del valor social (con particular visibilidad en la acción de los medios de comunicación, a la que ha apostado acríticamente el gobierno todos estos años) y, por otro, las redes que —en sus ensayos de recomposición de lo social— constituyen una fuente virtual de prácticas alternativas de elaboración de sentidos e instancias organizativas.

Hasta ahora, el equipo de gobierno ha sabido leer los signos de una sociedad lastimada tras décadas de neoliberalismo, terror e impunidad. Y ha operado por la vía de una reparación simbólica y, hasta cierto punto, económica. Esta reparación se ha efectivizado en un doble sentido. Ha habilitado una narración «curadora», tras una historia de muerte e hipocresía, pero ha implicado también un «licenciamiento» del protagonismo social que se fue instituyendo en sucesivos ciclos de luchas, en la medida en que se pretende «gobernar» en su nombre. Las lecturas reactivas de los sucesos del 2001 que reniegan de la capacidad material de reinvención social son más un factor de debilidad que un gesto de fuerza política, en la medida en que omiten una potencia decisiva —virtualidad real, micropolítica, adyacente a toda realidad cotidiana— que no puede ser plenamente concebida sin superar la fase «reparatoria».

3.

Las preguntas que la sociedad se autoformuló a comienzos de la década siguen pendientes y requieren de una vuelta real, efectiva, de lo político, que no se percibe actualmente por fuera de la escena mediática.

El escenario, el lenguaje y los modos expresivos involucrados en este drama significan tanto o más que las palabras pronunciadas. Por eso resulta vital señalar la comodidad política que supone aceptar el monopolio mediático de la producción de enunciados, cuestionando sólo sus contenidos ideológicos. La democratización social no puede limitarse a la dimensión del consumo, ni se construye con gestos e intervenciones completamente afines a la racionalidad del espectáculo.

La mediatización es la causa y el sostén de una «vuelta de la política» que tiene como paradójico efecto la despolitización, pues centraliza la atención social y difunde «posibles» prefabricados. No se trata sólo de la preponderancia alcanzada por lo medios de comunicación masiva más concentrados, sino también de la devaluación de los lugares de producción de prácticas y pensamientos que exigían, al discurso político, la creación de colectivos de enunciación.

El límite más evidente que constatamos en el escenario actual es precisamente la inexistencia de un cauce para la movilización y el pensamiento que no sea el que dispensan los grupos encuadrados en la política de gobierno, o el que está siendo articulado por las redes de una nueva derecha pretendidamente post-ideológica.

4.

No hay sitio para la nostalgia. Nuestra imagen de la recomposición de lo social no puede quedar ”fijada” a las formas que cobraron visibilidad durante diciembre de 2001. Del mismo modo que los discursos y estilos de los movimientos revolucionarios de los años setenta no deberían inhibir el surgimiento de nuevas maneras de comprender lo político. Estas dos secuencias de la historia reciente son un reservorio de imágenes y recursos colectivos para las luchas por venir. Todo lo contrario sucede cuando el pasado deja de ser un punto de partida para volverse horizonte insuperable.

Entonces: ¿cómo atravesar un momento de impasse sin recurrir a falsas (y fáciles) polarizaciones ni a imágenes nostálgicas? ¿Cómo discernir en este estado de suspensión la disposición silenciosa del pensamiento y las luchas como signos de politicidad?

El movimiento de reapropiación de lo común existe en las prácticas colectivas de enunciación capaces de retomar, de una manera nueva, las preguntas referidas al trabajo (y a la explotación social: precarización y condición salarial), la gestión urbana (ghetificación y privatización) y la representación política (en base a la gestión de los miedos y las angustias productoras de nuevas jerarquías). Estos interrogantes se traman hoy en la coexistencia problemática de una retórica pro-estatal y una persistente normatividad neoliberal capaz de reglar los procesos productivos (mundo laboral, usufructo de los recursos naturales, privatización de los espacios públicos).

En el reverso de esta trama se constituye el territorio conflictivo de elaboración (efectiva y potencial) de nuevos sujetos políticos.

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 13 de febrero de 2007

La ironía y la paciencia (lecciones de 2017) // Diego Sztulwark

Parece que una parte no desdeñable de la partida se juega en el nivel de los ánimos (y las emociones), algo así como quién desmoraliza a quién o, en todo caso, quién atemoriza a quién. Las ideas adecuadas, decía Spinoza, son aquellas que captan una cierta cantidad de relaciones causales, y no se llega a ellas sin una sabia administración de las pasiones. En el fondo, la pregunta del millón es cómo sacarnos de encima cierta sensación de impotencia afectiva que bloquea la disposición a tener mejores pensamientos, aquellos que abren a nuevas posibilidades.

En un giro de ingenio, Giorgio Agamben asocia la capacidad de tener ideas políticas a la experiencia musical (o poética, arte que para los griegos antiguos formaba parte de la música) en la que el lenguaje investiga sus presupuestos no a partir de un pretendido fundamento racional, sino de las diferentes tonalidades emotivas que es capaz de registrar (“los estados de ánimo que preceden a la acción y el pensamiento se determinan y orientan musicalmente”). Nuestra sociedad, afirma el filósofo, es la primera comunidad humana que no está musicalmente afinada, y este desarreglo no está disociado del actual eclipse de lo político. En estas condiciones –las de la imposibilidad de nuestro tiempo de formular un pensamiento propio– no hay otra tarea que la de detener el flujo de las frases y los sonidos para devolverles su sentido musical.  

Con esta preocupación volvemos la mirada sobre 2017, que bien puede ser recordado como el intento, por ahora infructuoso, de componer o actualizar la relación entre ritmo callejero y discursividad política. Una hipótesis al respecto: esta fractura comunica directamente con 2001 y con la idea de una crisis irresuelta. Si toda política desde esa fecha consiste en un diálogo obsesivo con la amenaza de la crisis, aquel diciembre –aquella crisis– tuvo la extraña virtud de exponer una serie de mutaciones que hasta el día de la fecha no son acompañadas por una transformación equivalente en el plano de las ideas.

Hace dos años la presidenta Cristina se despedía de su paso por el gobierno con una Plaza de Mayo desbordada, conmovida por el presentimiento de la fragilidad de una narrativa hiperbólica sobre el papel del Estado como garante de los derechos. Algo no funcionaba en el llamado autonomista a los “empoderados” para que asumieran, mediante una rápida conversión, el papel de protagonistas en la tarea de conservar desde el llano un poder colectivo constituido en base a concepciones restringidas del liderazgo y del poder del Estado como condición de la movilización popular. Fueron los elementos de una cultura plebeya sedimentados en las organizaciones populares y en las militancias, desde grandes sindicatos hasta pequeñas agrupaciones, los que proveyeron desde entonces los recursos y saberes para la ocupación de las calles.   

2001 ya había expuesto el estallido de las condiciones bajo las cuales se había elaborado un pensamiento fundado en una cierta idea de homogeneidad (salarial, contractual, cultural) de la clase trabajadora, y un uso del Estado como monopolio de lo político. La incapacidad de innovación conceptual de las redes que se tejieron durante la crisis en torno a las organizaciones sociales, sindicales y piqueteras que protagonizaron aquellas luchas, se constituyó quizás como el límite principal de las dinámicas democráticas de estos años y, a la larga, como un obstáculo insuperable para la imaginación política de los gobiernos kirchneristas. La carencia de un esfuerzo serio por renovar los modos de pensar al ritmo de la crisis indican con precisión los puntos de fuerza del escenario político actual.

Hay algo de autolimitación generacional en esta historia. Walter Benjamin escribió que cada generación posee algo así como una débil fuerza mesiánica, una relativa capacidad de transformar las cosas por sí mismas. La voluntad de reivindicar y continuar las luchas de los años setenta requería, para inspirar desobediencias de nuevo tipo, de una invención de formas de acción colectivas capaces de actualizar una radicalidad intelectual y política adecuada a la evolución de los problemas que enfrentábamos (y aún padecemos). En lugar de eso, se impusieron formas más tradicionales de ver las cosas, una mirada de la realidad y de la movilización más bien vertical y una retórica ingenua en el modo de plantear la oposición entre Estado y mercados, público a privado e industria a finanzas. El modelo de toma de decisiones permaneció cerrado a las luchas que cuestionaban los modos de acumulación de capital y fue imposible, incluso con los más próximos, abordar la discusión sobre cuestiones tan importantes como los rasgos neoextractivos de la economía. Tal vez haya llegado la hora de plantear con claridad los puntos de contacto entre cierta abdicación generacional de aquella fuerza transformadora y la relativa facilidad con que la derecha no solo ganó un par de elecciones, sino que se apropió de la idea misma de futuro y de cambio.

Así planteadas las cosas, 2017 vuelve como tarea más que como lamento. La tarea ya comenzada es la de asumir por fin el nuevo mapa de coordenadas, la de hacer el esfuerzo por encontrar un lenguaje para problematizarlo (y encontrar un lenguaje es encontrar un mundo). Pero para pensar de otra manera es necesario sentir de otra forma. De este cambio habla Vladimir Jankélévitch en un hermoso ensayo sobre la ironía como capacidad de ausentarse, de situarse “en otra parte” para devenir capaces de hacer “otras cosas”, es decir, de adquirir otra “disponibilidad”. El irónico es “más libre” porque atenúa una “urgencia vital” y se vuelve capaz de “jugar con el peligro”: en las épocas irónicas el “pensamiento recobra el aliento y descansa de sistemas compactos que lo oprimían”. La ironía es, para Jankélévitch, el acceso a la inteligencia sutil.

También Franco Berardi, alias Bifo, repara en la ironía. En este mundo que tiende a organizarse en consonancia con signos previamente compatibilizados (el proyecto deshistorizante de informatización del lenguaje humano), “los movimientos sociales pueden ser vistos como actos irónicos de lenguaje, como insolvencias semióticas”. La ironía como acto sutil de la inteligencia allí donde se es capaz de un tiempo distendido. La paciencia y la ironía, que para Lenin eran virtudes revolucionarias, quizás resulten nuevamente disposiciones útiles, base de una “neuroplasticidad” (Bifo), instrumentos de una nueva entonación.  

¿Qué hacer con el ‘Qué Hacer’? // Javier Trímboli

Se impone la cuestión de la utilidad que obtendremos al tratar con un escrito del que nos separan más de 100 años. De la vigencia, pero esta palabra invita a la valoración monolítica, listos para cumplir y decir poco o nada. Calibrados con ecuanimidad de calendario 100 años no significan demasiado. Porque no estamos ante cualquier libro y Lenin, luego de conocer un momento -cuatro o cinco decenios- que, aunque nunca de popularidad internacionalista, sí fue de estrella favorable, que avivó el entusiasmo de minorías activísimas y el temor parejo de otras minorías decisivas; bueno, después de eso pasó a ser vilipendiado y removido por el curso de la Historia enmaridada con quienes le temían y lograron amplificar el repudio. Se lo alzó Lenin como la señal de una derrota, la de la experiencia política que se hizo con su protagonismo fundamental, la Revolución Rusa. ¿Para qué volver a un texto de un derrotado, hecho de razonamientos violentos, latigazos antidemocráticos? Recordemos su clave de bóveda: «la conciencia política de clase no se le puede aportar al obrero más que desde el exterior, esto es, desde fuera de la lucha económica, desde fuera de la esfera de las relaciones entre obreros y patrones.» Sin la intervención del partido revolucionario -de la teoría-, la clase obrera no adquirirá conciencia de su tarea mayúscula. Indecible, ni un amigo cosecharía en FB. A la vez, si ponemos al ¿Qué hacer? en la línea de tiempo para uso de periodistas cansados, estamos frente a un escrito del siglo XIX, ya que a la hora de su escritura, en 1902, el mundo, Europa en particular, no conoce el cataclismo de la Gran Guerra. Tampoco sabe de Auschwitz ni de invasiones en nombre del comunismo; de la abundancia de mercancías, de las miles de forma de diversión con las que cuenta hoy un niño promedio que, al decir de Hobsbawm, volvería gris la infancia de un príncipe contemporáneo al libro de Lenin. Además, mientras que otros exponentes del pensamiento revolucionario bajo el impulso del proletariado -Marx y Gramsci, quizás también Rosa Luxemburgo o el mismo Trotsky- gozaron de una nueva vida gracias a la apropiación universitaria, en el caso de Lenin nada de eso ocurrió. Quedó afuera de cualquier bibliografía que se precie de tal. Y tampoco pasó a ser remera o poster. Pero la pregunta que se formula en el título de este libro es casi una contraseña más o menos chistosa que circuló cantidad de veces y también circula en estos días. ¿Por dónde empezar? No obstante todo lo dicho, a este escrito que sigue le gustaría suspender la interrogación sobre la pertinencia del ¿Qué hacer? después de que tanta agua corriera bajo el puente. Suspendarla por pereza, ya que obliga a que cada afirmación llegue  envuelta por condicionales, por razonamientos hipotéticos. Demasiado molesto de escribir y pensar. Intentemos entonces este ejercicio, sin preguntarnos por cuán disparatado puede sonar todo. Que suene incluso disparatadísimo.

 

Una alegría haber comprobado en esta relectura que poco se mente al socialismo, mejor dicho, que el ¿Qué hacer? se sostenga más allá del socialismo. No se detiene Lenin a imaginar la sociedad alternativa que se edificará. Si hay esbozada alguna imagen del paraíso a conquistar, es torpe y queda sepultada por todo lo otro. Antes de ir a eso otro, aceptemos que quizás no hizo falta explicitar porque caía de maduro que el socialismo era la meta inscripta en las leyes de la Historia. Aunque no sea más que efecto de una elipsis, se ausentan los ríos de leche y miel. Un alivio porque no hubo tal cosa, no puede haber tal  cosa. Sí hubo otras, maravillosas. Tampoco las páginas se gastan en la condena a la injusticia del régimen vigente. No le corresponde a Lenin, no al menos en esta intervención. Ni una vez se habla de los pobres que un sociólogo encontraría a borbotones. Lo que sí se afirma repetidas veces es que el objetivo de la socialdemocracia rusa, de los comunistas, es el asedio y el asalto a la fortaleza del poder, del régimen autocrático. Que todo esfuerzo debe enfilarse hacia eso, nada hay más relevante. La crítica burlona a las expresiones «economistas» de la socialdemocracia obedecen a que, al priorizar la conquista de mejoras materiales para la clase obrera, han postergado la disposición para esa batalla. El argumento se reitera con uno u otro acento; la imagen de lo que hay que producir y se avecina, es simple, tiene algo de juego, con el recuerdo de fondo de la Bastilla. Retoma Lenin una expresión de Bernstein que está en la raíz del oportunismo en cuestión: «el movimiento lo es todo, la meta final nada». Ahora, la meta en ¿Qué hacer? es la «destrucción del régimen social» y el asalto al poder, no el socialismo; el culto «economista» al movimiento es el olvido de esa meta que se hace también en su nombre. Otra posibilidad: que el socialismo no haga aparición preponderante porque la tarea es democrático burguesa. No cambia. La rudeza, la falta de modales de este libro proviene de esta tensión que lo constituye. Busquemos un encuadre: unos años después -no tantos pero ya ocurrió la Gran Guerra-, José Carlos Mariátegui escribe que la nueva «concepción de la vida» que bulle es antagónica con el «pienso, luego existo» de la modernidad clásica. Ha virado en «combato, luego existo». Atrás deja al «vivir con dulzura» del siglo XIX. En ¿Qué hacer? el combate está por encima de todo. El comunista peruano entiende que el fascismo también expresa esa «concepción de la vida», lo que no podía adivinar -aunque le preste bastante atención a Henry Ford- es la potencia del «consumo, luego existo». Pero también sería erróneo desdeñar que el consumo necesita de combates, al menos en estas latitudes. Una amiga nacida al sur del Río Bravo, pero por años en el viejo continente, me sugiere que es para dudar el carácter y la contextura de un combate que sólo tenga al consumo como objetivo. Una exageración, se desinfla pronto. Quiere que desconfíe: no es la subsistencia la que está en juego como sí ocurría en 2001. No estaría mal discutir sobre la subsistencia, todo lo que ella engloba. También porque es un error entender que las clases dominantes tienen como razón de ser hambrear a los trabajadores y desocupados, privarlos de aires acondicionados o de internet. El sistema encuentra la manera, provechosa para él, de que esos beneficios lleguen a más y más hogares, así como también que viajecitos al exterior queden al alcance de la mano popular. Mi amiga, pongámosle S., en su estrabismo sigue con algo de fiebre lo que ocurre entre nosotros, le había puesto muchas fichas en contraste con lo que toca ver cotidianamente. Para alentarla le hago ver que es mucho más que una cuestión económica lo que agitó a multitudes que salieron de su desconcierto durante este 2017, con picos en marzo y diciembre, incluso en su comportamiento electoral. S. condena el razonamiento, igualmente desviado que los criticados por Lenin. Por lo demás, lo de Mariátegui sólo puede ser un tema de minorías. No quiero que saque las fichas de donde las puso: el enfrentamiento fue en la plaza pública, en repudio a lo obrado por el poder representativo por excelencia.

 

Se nos ocurre que dos son las impugnaciones fundamentales que tiene que sortear el ¿Qué hacer? en una lectura actual. Claro, del fuego amigo. Estado y democracia. Porque la situación de una y otra cosa han mutado drásticamente. Gramsci lo advirtió y propuso la diferencia entre Oriente y Occidente, guerra de movimientos y guerra de posiciones. La ausencia o la presencia de una frondosa sociedad civil, de trincheras y casamatas «culturales» que lleven a esa arena el conflicto,  que disimulan y así defienden al poder, distinguen una situación de otra. La democracia es parte central del asunto, el asunto. Sin este paisaje complejo y accidentado, se entiende la eficacia de los bolcheviques en la Rusia zarista. Pongámosle que sea así. Sobre la democracia en su conjugación con el macrismo en el gobierno nacional y haciéndose cargo del Estado se está escribiendo bastante y muy bueno. Interesa agregar algo que viene de más atrás, que puede ser útil para caracterizar la situación de la política y de la democracia realmente existentes. Hannah Arendt en un ensayo de 1971, Sobre la violencia, señala que una de las más viejas facultades humanas, la de la acción, se está retirando del mundo, en eclipse marcado. Precisamente la que se entrelaza con la política. La pesadez del edificio social, la expansión de los burocracias vuelven tarea ímproba su transformación, incluso las modificaciones que no sean más que de mera administración. La acción se las ve en serios problemas para dar lugar a momentos de libertad. Cita a Pareto, algo así como que sólo los criminales gozan aún de la facultad de acción. El capital acumulado, trabajo muerto, acrecentado como nunca, no deja resquicios por los que respirar. Diagnóstico que se hace sin conocer, por ejemplo, que la comunicación más casual se ha convertido en un campo fundamental para el capital y el control. Bueno, para Arendt hay que entender a la violencia -piensa en los Black Panthers y en los estudiantes radicalizados después del ’68- como expresión de esta desesperación ante el ocaso de la acción. ¿Dejó esto de ser así? Más bien lo contrario, se acentuó. El desvío que se produjo a partir de la crisis y los alzamientos del 2001, que el kirchnerismo continuó, hizo posible otra cosa, pero con esos límites de base. Pensar la violencia a la luz de esta situación. Una joven estudiante que participó de la movilización de la madrugada del 19 comentaba la insoportable sensación que tuvo al llegar a su casa y descubrir que eso que habían vivido y suponían, por su misma magnitud, tendría consecuencias políticas, ni siquiera había sido registrado por los medios de comunicación consumidos mayoritariamente. Entonces: es cierto que la democracia, en tanto inexistente en la Rusia zarista, es desatendida por Lenin, a no ser como el desarrollo de luchas democráticas de masas que perforen al régimen; ahora bien, la democracia hoy  realmente existente, desde ya, no sólo en la Argentina, encarna y profundiza el agotamiento de la acción a la que quiere ver muerta. Y, como contrapartida, se legitima por expresar el triunfo de la gestión. Si algo de esto se nos ha escapado, es porque del 2001 al 2015 habilitó otra cosa, quizás también porque hoy estamos viviendo la reacción violenta a ese desvío. Por lo tanto, pasado el siglo XX, con su vigencia extendida como pocas veces en el mundo, la democracia ya no es sólo un asunto que nos aleje del ¿Qué hacer? Si alguna vez volvemos a ocupar la Plaza de Mayo o la del Congreso no en son de protesta contra las políticas del poder ejecutivo o del legislativo, sino en plan festivo y hasta orgulloso por la libertad y los derechos logrados, no será gracias a un resultado electoral, ni siquiera a la suma de muchos, todo permitido por el sistema democrático. Sáquenselo de la cabeza. Esto lo dice S., por teléfono de línea, yo no estoy convencido.  

 

Tanto Judith Butler como Giorgio Agamben se interesan por un capítulo de Los orígenes del totalitarismo en el que Arendt plantea que la declinación de los Estado Nación lleva consigo al final de los derechos humanos. Porque desde la declaración de 1789, los derechos humanos tienen chance de existir y de ser respetados en tanto hay una entidad política que los garantiza. Para esta autora, usada como garrotazo fácil por la derecha neoliberal, el fenómeno se retrotrae al momento inmediatamente posterior a la Gran Guerra, con la descomposición de grandes imperios y la vasta circulación de refugiados a los que no se les reconocen derechos en los países en los que se los acepta. A mediado de la década de los noventa, al trazar el mapa de la nueva época, Hobsbawm señala que los Estados Nación, formas políticas y jurídicas fundamentales desde el siglo XIX, han perdido soberanía de manera inexorable. Por arriba, y piensa en los poderes económicos transnacionales; por abajo, piensa en los nuevos nacionalismos regionalistas. Añadamos: los nuevos dispositivos, hijos de la sociedad del espectáculo, que se aprietan a las poblaciones y que ya no son expresiones del Estado. ¿Qué quedaba entre nosotros de los derechos humanos después de la dictadura, de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, después de la amnistía? Butler, a través de Arendt, plantea que lo que está en duda es su eficacia, si tienen alguna. La política rescató a los derechos humanos, que por sí solos no encontraban más alternativa que la testimonial. La crisis del 2001 y el kirchnerismo frenaron esta acentuada tendencia. Incluso se apostó mucho al Estado como puntal de una transformación, luego de que hubiera sido prácticamente abandonado en los últimos noventa por las clases dominantes sólo interesadas en él por las oportunidades que ofrecía para hacer más negocios. Pero con poco pensamiento se acompaño esto, queremos decir, no nos dispusimos a pensar la novedad que esto significaba, tampoco los problemas. Llega a mis manos una entrevista a un colectivo de muchachos hip hoperos de Caracas, es de 2011, y leo que para ellos el comandante Chávez es un infiltrado en el Estado de Venezuela, que va a contrapelo de la historia de ese Estado, que por eso lo bancan. No nos dio para pensar en esta línea, demasiado tomados por el día a día. A diferencia de los noventa, desde diciembre de 2015 las clases dominantes y su personal más cercano se interesa como pocas veces por el Estado. Para desde él, en trama poderosa con los medios de comunicación, poco menos que decretar que sobre el kirchnerismo y la protesta social rige el estado de excepción, por lo tanto no hay ley que nos proteja. O es capciosa, extremadamente versátil. Se nos coloca, así se ha escrito por estos días, fuera del sistema. Y se trata casi de una mitad del país. A la vez, se abraza al orden económico internacional y a sus organismos, el endeudamiento lubrica este reingreso al mundo y recorta drásticamente la soberanía del Estado Nación, en la línea nuevamente de lo indicado por Hobsbawm. En ¿Qué hacer? el tratamiento que hace Lenin del Estado es muy sencillo, más bien básico. De acuerdo, es insuficiente pero recuerda su condición de clase así como interrumpe todo embelesamiento, toda ingenuidad en la percepción de lo que puede ser un Estado en el siglo XXI. Uno, además, que se recupera, con zaña, del uso que de él hicieron sus «infiltrados».

 

En el libro de Lenin todo conduce al partido, es decir, a la creación de una organización de revolucionarios profesionales que acompañe a la lucha de la clase obrera e impida que se detenga en el terreno económico sin desplegar todo su potencial. El partido como la exterioridad que aportará a la clase obrera conciencia de sus intereses más amplios y decisivos, que articulan con los del conjunto de las clases populares. Un poco más: como inteligencia colectiva que marca los tiempos de la lucha, cuánto se prolonga el asedio y cuándo es el minuto del asalto o la ofensiva, incluso cuándo el momento del repliegue. El culto al movimiento de masas, el espontaneísmo, tarde o temprano se vuelve oportunismo y defecciona de la batalla fundamental por terminar con la explotación del hombre por el hombre. ¿Qué tiene que ver esto con nosotros, ante todo pienso en quienes estuvimos estrechamente ligados a la experiencia del kirchnerismo y ahora somos parte de una resistencia mayor al macrismo? Dada la poca o ninguna atención que a esto le prestamos durante estos años largos, nada. Se adivina no obstante que voy por otro lado, casi tentado de decir que este asunto es el más importante entre los que nos trae desde no tan lejos el ¿Qué hacer?. Raúl Prada, viceministro de Planificación Estrátegica de Bolivia hacia 2009, en conversación con Bruno Fornillo, Pablo Stefanoni y Maristela Svampa, al evaluar la situación en la que se encuentra el proceso de amplias transformaciones iniciado con las guerras del agua y del gas, indica que «la tarea es desarrollar una mirada crítica y una conducción política estratégica, debemos contar con la imaginación crítica instituyente para encaminar el proceso en el sentido de su profundización.» Muy cerca de los movimientos sociales que condujeron la primera etapa de ese proceso, es decir, hasta la asunción de Evo Morales -recordemos que su gobierno fue llamado el «gobierno de los movimientos sociales»-, entiende que en su momento de reflujo se torna necesario volver a las tesis de Lenin. «Esto puede sonar a nostalgia leninista pero tiene, de todas maneras, connotación vanguardista, aunque se replantee la vanguardia de otra forma y de otro tipo, una vanguardia colectiva. Esto ocurre porque quizás este proceso nos está mostrando nuestras propias limitaciones (…) Quizás lo que esté faltando no es la figura del intelectual orgánico sino la de un intelecto general, de un intelecto colectivo.» Con los movimientos sociales no basta, cosa que se vuelve evidente en el reflujo; tampoco basta con haber puesto al Estado a favor de las transformaciones. Es muy probable que esta reflexión haya llegado más allá pero se nos escapa. Es la necesidad nuevamente del partido, aunque montado en un conjunto de singularidades y diferencias que son las del siglo XXI y la de la situación de la lucha de clases en Bolivia. Entre nosotros no circularon mayormente reflexiones de estas características. Si no lo veíamos, cuando se empieza a sospechar la derrota electoral, Cristina Fernández de Kirchner al dialogar desde los balcones internos de la Casa Rosada con una multitud de militantes -en el revés de la escena clásica de la política argentina, aunque transmitido por la Televisión Pública-, advierte sobre las acusaciones que buscarán impugnar hasta enchastrar todo lo hecho; también sobre las tantas maneras que se dispondrán para torcer compromisos militantes, en definitiva, advierte sobre la ofensiva en puerta. Sugiere entonces a los militantes que hagan como Ulises: «átense al palo». Es un consejo pero no demasiado didáctico, como se la ha burlado, porque no se preocupa por explicar con pormenores la cita. Fenómeno, pero ¿cuál es el palo? El palo como un síntoma de la ausencia -y la necesidad- del partido en la hora de reveses que llegaba, para que la ofensiva no destruya una experiencia de acumulación de fuerzas que, con sus distintas fases, se inició a mediados de la década de los noventa. Cuenta Nick Cave que cuando escuchó y vio por primera vez tocar a la banda alemana Einstuzende Neubaten tuvo la impresión de estar ante los marineros de Ulises que se resistían a ponerse cera en los oídos para impedir que el canto de las sirenas los capture, y se lanzaban sobre ellas para despanzurrarlas. Si existiera alguna vez esta posibilidad, Lenin arguiría que también en esa circunstancia es fundamental el partido. Incluso en esta otra: «es plenamente posible e históricamente mucho más probable, que la autocracia caiga bajo la presión de una de esas explosiones espontáneas o complicaciones políticas imprevistas, que permanentemente amenazan desde todas partes. Pero ningún partido político puede, sin caer en el aventurerismo, basar su actividad en la posibilidad de tales explosiones y complicaciones.»

 

Sin dudas, los errores de las organizaciones revolucionarias de los primeros años setenta funcionaron como una alerta y un freno para seguir pensando en esta línea, en el partido. Tal como si sus desvaríos hicieran preferible abdicar de toda reflexión y de toda posición de partido. Pero no es sólo esto. En el dogma comunista que se apropia de Lenin y del ¿Qué hacer?, el partido es el punto poco menos que exacto de cruce entre la clase obrera y la teoría marxista. Quedó escrito en cientos de manuales de manera parecida y si bien se trata de una simplificación mayúscula, no deja de ser cierto que para Lenin nada hay menos inseguro y volatil que el perfil del sujeto que destruirá el régimen social vigente y avanzará hacia el socialismo. Inconmovible es la presencia de la clase obrera, con destino marcado. Se podría discutir, se discute, acerca de qué es la clase obrera hoy o incluso de que otros sujetos pueden ocupar ese lugar que Lenin le asignaba a la clase obrera. Más allá de esto, no parece menor la dificultad de volver a construir la posición partido sin ese protagonismo que, en tanto también implicaba una experiencia única -de desposesión, «nada que perder» tiene el proletariado, y de trabajo colectivo y mancomunado-, invitaba a predecir el socialismo. Porque se hace cargo de este vacío y aun así insiste sobre la necesidad de la posición partido es que interesa y mucho la reflexión de Raúl Prada. La diferencia también hay que pensarla en relación con nuestra historia, en la que esa posición circuló entre distintas grupos que expresaron al «intelecto colectivo» a la hora de producir y sostener distintos episodios de «la noche triste» de las clases dominantes.Desde el arranque del siglo XIX.  

 

Me quema la oreja, y no sólo por el desacostumbrado auricular del aparato telefónico, al recordar las palabras de mi amiga, de S.. Mucho puede ser discutido, a contrapelo del modelo de partido que luego la URSS exportó por el mundo. Pero hay un punto en el que se detiene largamente Lenin en el capítulo IV del ¿Qué hacer?, sí, el de «los métodos artesanales» que conspiran contra el obrar de una organización de revolucionarios profesionales. Semejante organización, el partido, ante todo debe ser clandestina. Mientras que los sindicatos trabajan a la luz del día y se constituyen como organizaciones de masas, la tarea del partido obliga a preservar grados relevantes de secreto, de ahí que no pueda expandirse en número, de ahí que sea fundamentalmente clandestino. Incluso una parte de las vapuleadas críticas en este libro se la llevan aquellos que pretenden que una organización revolucionaria desarrolle discusiones abiertas, de cara a la sociedad sobre cuestiones de táctica y estrategia. Quieren arruinar a la revolución y S. me quiere arruinar este fin de año. Uno de los rasgos culturales más propios del capitalismo extremo del siglo XXI es que considera al secreto poco menos que como a una aberración. Quizás, retruco, lo de Lenin era tan estricto en este punto por la vigencia de un régimen autocrático en Rusia en 1902. No hace falta que me responda ella: moco de pavo era esa autocracia en comparación con los dispositivos de control que nos rodean y, para peor, a ellos nos entregamos gustosos. Despotismo amable vaticina Tocqueville mirando a EE.UU. en 1835, La democracia en América en evolución. Como sea, volver a enfocar la cuestión del partido para que una experiencia de lucha que desvió, quizás incluso interrumpió por un rato, la textura mórbida del tiempo neoliberal, no se desvanezca. Sobran indicios de que desmontar esa acumulación de fuerzas está muy lejos de ser una tarea concluida. Reconsiderar el partido para no desaprender y también para no perder la paciencia. De ahí para adelante.

Sublunar: entre el kirchnerismo y la revolución // Clinämen

El historiador Javier Trímboli analiza qué implicó trabajar en el Estado durante el kirchnerismo y analiza el escenario actual: ¿Un Nosotros en repliegue o en desbande?

Apuntes más allá de la neblina electoral // Verónica Gago y Mario Santucho


Escribir bajo los efectos de una derrota suele ser catártico y contraproducente. Pero puede ser también un escenario privilegiado para recobrar lucidez. Los resultados de las PASO exigen un replanteo a quienes desde distintas perspectivas desplegamos la crítica al neoliberalismo, porque la adversidad va más allá del terreno de las urnas y sustenta el éxito de las políticas que resistimos.
Cambiemos está consolidando su dominio en todo el país, gracias al apoyo de sectores cada vez más amplios de la población. El oficialismo penetró con su noción de “cambio” en casi todos los rincones del país, hasta convertirse en (la principal) fuerza federal. Ganó en provincias impensadas. Arrasó en los grandes centros urbanos. Y aunque perdió en el conurbano con la principal candidata opositora, Cristina Fernández de Kirchner, incrementó su caudal de electores (a pesar del descontento por su primer año y medio de gestión que comienza a manifestarse). Es evidente, entonces, que la maquinaria amarilla ha logrado una importante profundidad territorial. Y parece haber tomado en serio la idea de transversalidad, ya que su voto no es fácilmente encasillable por clases sociales e interpela más allá de las estructuras partidarias.
Otro aspecto significativo: el actual gobierno cuenta con dos laboratorios políticos privilegiados, en su tentativa de transformación social. El primigenio y también el más avanzado se desarrolla en la Ciudad de Buenos Aires, donde el estilo de gestión insinuado por Horacio Rodríguez Larreta (con rivetes “progres” respecto de los gobiernos anteriores de Macri), y la entronización de Elisa Carrió como candidata del PRO, consiguieron una aceptación demoledora. El otro experimento es Jujuy, donde la metodología represiva y disciplinadora para domesticar cualquier desafío plebeyo fue revalidada en las urnas con el 36 por ciento de los sufragios.
Así las cosas, el predominio de esta nueva derecha ya no puede tomarse como algo pasajero y fortuito. Por lo tanto, es fundamental comprender en qué reside su superioridad respecto del resto de las fuerzas políticas y con qué argumentos se apropió de la iniciativa para determinar el formato de la discusión.
El macrismo se piensa a sí mismo, y es percibido por las élites latinoamericanas, como la vanguardia de la lucha contra el populismo en el Continente. El movimiento político que mejor encarna la crisis del ciclo de gobiernos populares surgido a comienzos del siglo (no hay que olvidar que el PRO es una interpretación en clave empresaria del “que se vayan todos” de 2001). A diferencia de lo que sucede en Brasil, destronó al peronismo través de elecciones en 2015. En 2016 contuvo la crisis y ensayó una transición, involucrando a muchas organizaciones sociales y a buena parte de la oposición. Ahora acaba de convalidar en los comicios de medio término su condición de faro, al recibir al vicepresidente norteamericano mientras festejaba la baja del riesgo país.
La gran promesa de Cambiemos, su horizonte ideológico, es la construcción de una sociedad posperonista. Y buena parte de su proyección se debe al modo en que traduce en clave emprendedora las expectativas de progreso popular, aprovechándose del agotamiento de la principal identidad política de la Argentina. Es notable que una estructura cuyos cuadros provienen en su mayoría de empresas o del universo de las fundaciones haya conectado con las nuevas subjetividades urbanas, y sea quien mejor esté leyendo las demandas de la población.
Como telón de fondo de esta operación de lecto-captura acontece un cambio casi antropológico: la disolución del axioma dignidad = trabajo, y su reemplazo por el anhelo de consumo y mérito. A caballo de esa verdadera fuerza motriz del neoliberalismo, desde las usinas PRO interpretan el deseo de las distintas clases sociales al ritmo del “tutun tutun”. Reformulan así la noción misma de inclusión, bajo los términos de una inclusión competitiva, pero no la desechan. Y como sucedía en los gobiernos anteriores, bloquea toda crítica a los modos en que esa integración se articula (motorizada por dinámicas financieras y extractivas). Tal vez en este punto la gobernabilidad macrista encuentre un límite insuperable, pues su incapacidad para imaginar estrategias de desarrollo al interior de nuevo orden global es evidente. Lejos de la lluvia de inversiones, aferrado al salvavidas de plomo del endeudamiento, y super-eficaces a la hora de asfixiar el mercado interno, la pauperización de las mayorías parece número puesto.
Y sin embargo, la nueva derecha ha podido apropiarse simbólicamente de banderas o significantes que tradicionalmente pertenecieron a las izquierdas y el progresismo, en su diversas variantes doctrinarias. No sólo se presenta como estandarte del futuro, con lo que eso implica de fe en el progreso y la innovación contra los valores tradicionales y el conservadurismo. También hizo suyo los valores de transparencia, contra las mafias y “los políticos profesionales” que pretenden eternizarse. Trasmiten una imagen del poder más horizontal y flexible respecto del caudillismo habitual. O reivindican el valor de la incertidumbre y el riesgo, contra el posibilismo del supuesto “círculo rojo”.
Obvio que hay muchísimo de marketing. No vamos aquí a desmentir punto punto estas supuestas fortalezas. La pregunta que tenemos que hacernos es por qué funciona. Y con qué conecta. La operación de sinceramiento que propone el macrismo implica “blanquear” las prácticas neoliberales que organizan nuestro cotidiano, más allá de las ideologías que vociferemos. La generalización de la alternativa fracaso/éxito a través del emprendedorismo, inocula por abajo los valores de la meritocracia que vuelven anacrónicos formas paternalistas o redentoras de interpelar a los sectores populares. El pack de expectativas de los CEOS está ahora disponible para todos y todas, estemos en el lugar que estemos, hagamos la actividad que hagamos. Más allá de lo que se diga, apuntan a lo que se hace. Por eso no importan los lapsus incontenibles, ni los patrimonios en crecimiento meteórico. Porque quizás lo que estén ofertando es una nueva modalidad de la representación política, donde se redefine el carácter mismo de lo democrático.
La nueva República que asoma es un territorio espinoso. Donde las instituciones ya no aspiran a superar las fracturas que, por arriba y por abajo, vacían su legitimidad. Donde la conflictividad social recrudece y motiva reacciones cada vez más clasistas, sexistas y racistas. Va siendo hora de romper con el discreto encanto neoliberal. A sabiendas de que no existe vuelta atrás. 
[fuente: http://www.revistacrisis.com.ar/]

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