Anarquía Coronada

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Escribir en el caos. A propósito de El temblor de las ideas* // León Lewkowicz

Diego Sztulwark tuvo una idea temible: que yo tenía algo para decir sobre un libro que me gustó mucho y que eso que tenía para decir podía interesar a alguien. Con esos presupuestos en mente hizo una invitación y me pregunté si el temblor había llegado a estas ideas también. Sin embargo, acá estoy, así que pueden inferir con algún grado de certeza que acepté. Si lo hice, es por la amistad y la confianza que tengo en su capacidad de detectar lo inesperado y lo que se oculta al pensamiento. Entonces voy a leer lo que salió. Quiero solamente detallar algunas cosas que el libro de Diego me empujó a pensar. Divido rápido: voy a decir una cuestión sobre la escritura, una sobre la nominación o los conceptos, una sobre la vida. Brevemente, y si tuviera que terminar acá, en esos tres puntos (lo que podemos llamar drama) se nos juega la existencia en toda época, pero más en esta, y el libro de Diego es una hermosa lección sobre cómo prolongar nuestra existencia. Pero hay que justificar lo dicho y cerrar acá es un bajón, así que digo algunas cositas más.

 

I

Naturalmente, empiezo por la segunda, la cuestión del nombrar o de los conceptos. Desde su título, el tema central del libro es el problema de las ideas políticas en tanto categorías o nombres. Problema, entonces, de un lenguaje que ya no designa a su referente. Un vacío de sentido que Diego llama “trampa”. De modo que los primeros cinco capítulos del libro parecen desplegar una interrogación menos propia de Lenin que de Martínez Estrada. “¿Qué es esto?” como el pensamiento sobre una irritación. “Esto” que es algo que violenta al pensamiento: agresión, cuestionamiento y también refutación, dice Diego. Pero el valor de la formulación específica de esta pregunta radica en que no se atiene a los efectos prácticos (superestructurales) de la refutación, sino que aborda su contenido cognitivo, su capacidad para desquiciar al pensamiento en sí. Lo digo de otro modo: no es un determinado discurso sobre el mundo, sino el mundo mismo el que se ha vuelto ilegible. Símbolos desmentidos, pero no sin que el propio discurso de desmentida caiga en la volteada. La pregunta “¿qué es esto?” no parece abarcable desde el lenguaje político, ni el económico, ni el sociológico, ni el psicoanalítico…

El libro, entonces, da un paso atrás y propone un recorrido que empieza en la interrogación por los sentidos de la perplejidad —el grado cero, la inmovilización del pensamiento y la acción. La perplejidad argentina parece tener una larga historia propia, pero me da la impresión que tiene asiento propio y casi único en nuestra percepción desde la pandemia. En la perplejidad de la política, los nombres se multiplican al infinito: fascismo, posfascismo, ruptura del pacto democrático, derechización. En último término, una discusión desdramatizada que revela el fracaso de los conceptos, su impotencia para conectar con causas materiales. Sin embargo, decirle singularidad, novedad, impensable, el horror, ahora decimos nosotros, es sacarle el culo a la jeringa. Walter Benjamin decía que este tipo de asombro no está al principio de ningún tipo de conocimiento. Esto empuja, se impone como algo a ser pensado y, como tal, nombrado. La nominación aparece entonces en El temblor de las ideas como una experiencia de pensamiento, como un tránsito inevitable para evitar tanto el desquicio como la disolución.

El concepto de una situación nombra ante todo su tono afectivo —de esto voy a decir algo más adelante, ténganme paciencia que al final no es tan corto. Vuelvo: se escuchan, al promediar el libro, los ecos de 2001: estallido, implosión, catástrofe, desastre. Y ahora también —el libro sigue más allá del libro, se suman palabras, presentaciones y reseñas— “fenómeno de desecación”. Pero esta tarea de nominación, necesaria para darnos existencia, naufraga como pensamiento cuando se estabiliza, cuando se detiene creyendo haber llegado a buen puerto. Serían necesarios conceptos plásticos que nos permitan distinguir “qué sucede en lo que sucede”. Sería, entonces, necesario un oxímoron: conceptos que no capturen, que no inmovilicen, porque lo que sucede está en pleno movimiento y se prolonga más allá de sí mismo. Dice Diego que la noción de conocimiento en Marx, ligada a la praxis, requiere, más que una producción de saberes sobre el mundo, de unos presentimientos y premociones que “actúan por contigüidad de lo que se ve y se escucha”.

En El temblor de las ideas se dice que un aspecto central de Kafka es su capacidad de narración no categorial, la ausencia de conceptos en su escritura. Ahí estaría su potencia como artefacto de interpretación coyuntural en un momento en que en la coyuntura mucho pasa y nada sucede. En El temblor aparece, entonces, una promesa: una escritura desde la que es posible “arrancarle al caos pedazos consistentes”, precisamente porque en su literatura y en sus Diarios son los personajes, móviles, vitales, los que se convierten en imagen del pensamiento. Kafka aparece entonces como clave para ser escriba del desierto, narrador de la intemperie. Justamente porque no se trata de “ver” lo que no hay, sino de captar la oscuridad continua que constituye a esa nada.

 

II

¿Cómo se estabiliza algo de este caos nominativo en el pensamiento? A esta altura parece trillado hablar de la ilusión mítica de la “nada” como recomienzo, de la “tabula rasa”, de las figuraciones alucinadas del desierto como espacio de libertad o lienzo. No hace falta ir a Radiografía de la Pampa, alcanza con leer algún chiste kirchnerista sobre el “ingenuo toninegrismo”, o el desprecio por las filosofías del acontecimiento y el 2001. De acuerdo: sin embargo, intemperie hay. ¿Qué tipo de escritura puede, entonces, no ser ilusoria, o megalómana, o alucinada, o solipsista, o proyectiva? Nuevamente, Diego encuentra en su Kafka una tonalidad afectiva posible para hablar con y en el desierto. Escribir quiere decir entonces otro oxímoron: captar de qué está hecha la nada. ¿De qué está hecha la intemperie que vivimos, qué bichos horribles la pueblan? Más que a toda ilusión restaurativa o de desplome y resurrección, se parece a lo que escribió Cormac Mac Carthy en La carretera: un padre y un niño que caminan “al Sur” bajo una insoportable pregunta, “¿somos los buenos?”. No hay más coordenadas, es lo que hay. Certezas plenas de existencia y total desconcierto acerca de en qué sentido se lo hace. Hay camino, paranoia, tortura, humanoides grotescos, y mucha, pero mucha espera. Y un hilito de conversación que es lo único que sostiene punta a punta la novela. Paso, entonces, al segundo punto que me interesó de El temblor: qué tipo de escritura es precisa para vivir esta época.

Pareciera que es necesario escribir, narrar para darse la vida. “Ante la imposibilidad de escribir, escribo”, dice Kafka en sus Diarios. No es sólo una reivindicación de la persistencia, sino una observación más aguda sobre la dificultad de jerarquizar, ponderar, elegir una cosa sobre la otra, de conocer de antemano si habrá algo de común con quien lee o si, por el contrario, estaremos frente a la comprobación de lo que nos sucede es privado, incomunicable. Dificultad, entonces, para desarmar la confusión en fragmentos, como Funes, el memorioso. Deleuze y Guattari describían así a la angustia: un pensamiento que se escapa de sí mismo, una idea que se pierde, velocidad infinita que “se confunde con la inmovilidad de la nada incolora y silenciosa que recorre”. La imposibilidad parece ligarse a la sensación de un mundo excesivo, poblado de sombras infinitamente veloces, indistinguibles, que enmudecen el pensamiento y lo vuelven paranoico sobre su propia capacidad. Diego escribe imaginando el propio fracaso de su proyecto, imaginando esa angustia (la nuestra) y eso hace “que todo le salga bien, como en un sueño”, como decía Max Brod de su amigo Franz. Solo a condición de permitirnos perder nuestras ideas —de escribir nuestra pérdida— las encontramos, tal como, según Benjamin, sólo por los desesperanzados nos es dada la esperanza.

Una escritura así es para Diego una “literatura menor” que puede “abrir una entrada a la madriguera”, perforar el bloqueo a nuestras ideas, darnos aire para pensar. Permitirnos inaugurar un proyecto de vida. Un amigo le dice “consistir”. No es poca cosa, che, miremos la letra chica. Espanto ante las condiciones: una escritura así aparece, para Diego, marcada por la invención de un problema propio —donde quedó agotado el del padre— y por el borramiento del nombre, el borde con la anonimia —un autor así pasa a ser casi nada: una inicial, K. ¿Estamos en condiciones de asumir estas premisas en serio? Esto requeriría de cada uno de nosotros caminar por la cornisa, poner en juego la intimidad de problemas serios, nuestros, que, como al Ulises que imagina Kafka frente a las sirenas, no sabremos nunca si al escucharlos obtendremos nuestra salvación o nuestra locura. Al mismo tiempo, ¿estamos en condiciones de disolvernos en mero soporte o agente de una problematización colectiva? Si hay “pregunta generacional” o de época, permitámonos dudar si es que la hay, no tengo duda de que sólo puede hacerse en estas condiciones. En las posibilidades inimaginadas para asumir un dramatismo del pensamiento íntimo que se abre a otros, sin construcciones de máscaras ni retóricas. En el que los problemas no nos son dados, sino que son nuestros (personales) a formular. Sólo después de escribir sabremos si encuentran algo o alguien, o se disuelven en la nada incolora. Entonces: máximo de dramatismo individual sin resto narcisista. Fuera de época.

Horacio González recuperaba en Martínez Estrada la invención de la figura del “lector con miedo”. Se trata de aquel que en vez de leer “el Facundo o el Martín Fierro como cuentos pintorescos y divertidos” (las palabras son del propio Martínez Estrada) los podía leer como premoción de un conflicto irresuelto, de un destino terrible por venir, por contigüidad con el presente. En El temblor se postula al escritor con miedo (y su tradición): aquel que no narra la destrucción presente como escenario para un divertido y pintoresco proyecto personal, sino quien narra su propia y enloquecida premonición bajo la “pequeña y absurda esperanza” de que encuentre a un otro irresuelto.

 

III

Último, ya termino. En la que sería su última intervención pública, Javier Trímboli dijo que “no vinimos a este mundo a ser felices”. Javier no dejaba de preocuparse, como Benjamin o Adorno, aunque más al estilo de Pasolini, por la irreversibilidad de la soldadura que el capitalismo contemporáneo había ejercido entre felicidad y consumo. La búsqueda de la felicidad resultaría, paradojalmente, en un insoportable solipsismo. A la oración se la puede aproximar a la entrega militante o a la angustia existencialista. Para lo que quiero decir acá, poco importa. Miremos de cerca. La oración es privativa, negativa: a eso no vinimos. Entonces… ¿a qué? ¿Qué afecto nombra lo que vivimos hoy y lo que venimos a “hacer a este mundo”? En este sentido, y del único modo en que podría decir de qué trata, El temblor es también un mapa de los afectos de la época. De posibilidades impensadas y otras sobreestimadas. Un mapa que queda impreso a pesar de sí mismo, como apéndice de un doloroso recordatorio de algo que no fue pensado a tiempo.

La teoría política suele pensar en términos de “principios generadores” del cuerpo social. Esto equivale a decir que a una época se la comprende en sus virtudes y bloqueos sólo entrando en conexión con un tipo de deseo que la mueve hacia algún lado. Ahora, ¿qué ocurre cuando estamos, dice Diego, a la espera, entrampados? Lo que salta a la vista en este “examen de conciencia” es una profunda experiencia de la desesperación. A la luz de este problema, digamos, acerca de qué es y qué puede ser la desesperación, la velocidad de las cosas aumenta exponencialmente hacia el capítulo final del libro. Las preocupaciones de Spinoza son relevadas por Kafka. Del “rodeo por Spinoza” althusseriano para entender a Marx más allá de Hegel, pasamos al “rodeo K” para entender a Spinoza, aquel libro dos de la Ética, en tiempos de afectos desquiciados, en que la idea de autonomía encuentra su trampa. Lo que Diego llama rodeo K, si entiendo bien, es entonces también una pregunta por el optimismo con el que parecía venir la noción de potencia (y también por su cínico descarte) en una larga tradición en la que nos encontramos con amigos y amigas. La estrategia de las “pasiones alegres” parece malograr su balance. Vamos a la Ética, libro dos, y no encontramos nada: sólo está ahí definida la esperanza. Pero, como su inverso (afecto de quien “no puede ya esperar”), Diego encuentra la necesidad de describir su dinámica. Sólo tanteando en el reverso de la desesperación, de entender sus conexiones, estaremos en condiciones de entender “qué sucede en lo que sucede”.

Llegamos a los versos finales: estamos ante la ley y ante nuestro temor a cruzar la puerta. Como en un cuento de Borges, toda escena, la vida entera se vuelve Ante la ley. Se multiplican las puertas: están por todos lados. Son la gramática misma de un mundo desesperado. Me animo a agregar una, con aclaración. Al pensar este mismo problema y cómo lo pensaba nuestra cultura, Trímboli se irritaba con la “felicidad del desalienado” que aparecía festejada en la exitosa Perfect Days, de Wenders. Película sin dramatismo, sin miedo también, sin guardián. Felicidad asequible sin ningún tránsito. Si Javier tuviera razón, entonces hay que ver Vivir, de Kurosawa, como muestra un Japón inverso, territorio de la espera. Frente a la condena a muerte, el protagonista elige finalmente vivir, y solo ahí. Cruza la puerta sólo ante la posibilidad cierta de fracaso. La vida se define ahí como hija directa de la desesperación. Entonces tenemos que agregar una adenda a las coordenadas con las que pensamos nuestras vidas y la política por largos años: la desesperación y el dolor engendran procesos cognitivos colectivos. Pero sólo si es a través de la necedad y el «fracaso» que es propio de quien camina por la cornisa sin caer del otro lado.

Si el temblor desdibuja las coordenadas autonomistas, su método y lenguaje, sólo es posible “apegarse agónicamente a la autonomía”. Diego descubre en Kafka la única posibilidad de sostener un izquierdismo ante su bloqueo, sin abandonarlo: abandonar sus lenguajes y clichés para que retorne a nosotros en sus intuiciones y premoniciones verdaderas, en su indudable presente.  Y desde allí reescribe su tradición intelectual y militante: como historia de las una, dos, mil entradas posibles a la madriguera.

Hace poquito un familiar muy cercano me contó un chiste conocido, que dice que la diferencia entre un francés y un judío es que el francés se va sin despedirse y el judío se despide sin irse nunca. Si digo esto no es para pedir una columna de humor en la radio, sino para pensar por qué Diego insiste en la idea de un escritor que nace en el uso “artificial” de una lengua ajena en la que no puede no escribir. Pues bien: para el judío “sin pueblo” quizás no se trata de irse, pero tampoco de despedirse. No irnos cínicamente del lenguaje, no vivir en estado de despedida. Buscar la hendija que queda para meter un pie, guardar un huequito a ver si un día nos le animamos.

 

*Texto leído en la presentación del libro El temblor de las ideas, de Diego Sztulwark, el 27 de agosto de 2025 en La tribu. 

Relato de viaje en fuga de Milena Jesenská // Cynthia Eva Szewach

                                                                               Mi corazón latía en su jaula  

                              M. J.     

 

Esa mirada a través de la ventana, una mirada directa, resuelta, que no ve ni los techos ni los árboles, ni el cielo ni los caminos abajo, esa mirada que se lanza como una primera flecha, como un respiro de la angustia, ¿qué es sino el deseo de huir hacia el vasto mundo?”

Así comienza un artículo poético de Milena “Un coeur en rodage[1]. Un corazón en marcha, que busca lo desconocido, un recomenzar, un estado de soledad, a través del viaje, que narrará al modo de diario. Intenta partir a nuevos caminos, encontrar otro lado. Partir, partir, partir, escribe.

Aproximadamente en 1920 Kafka justamente escribe “La partida”, un cuento breve. El personaje monta su caballo. Su sirviente le pregunta a dónde va. El patrón responde:  -“No lo sé, simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta. – ¿Así que usted conoce su meta? -preguntó. Sí -repliqué-te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta». Al preguntarle al patrón por las provisiones, responde que no lleva, porque es un viaje largo, por lo tanto, no habrá opción tendrá que conseguir en el camino para no morir de hambre. “No hay provisión que pueda salvarme. Por suerte es un viaje realmente interminable.”

Milena realiza su búsqueda para retirarse de un tiempo de desasosiego de asfixia.  Ensaya en el texto un diálogo con su corazón, que personificado, lo imagina cerrar la puerta a todo lo que hay aquí y empezar de nuevo allá. Es una manera de salir de sí.  Aquí todo se derrumba, dice, allá existe una oportunidad de salvación.  Tiene que haber algo más, en otro lado.  Irse a lo nuevo y lo lejano.

Sin embargo, finalmente se trata del “regreso a casa”, aquello que creía una esperanza de salida, en hermosos lugares, no parecía funcionar. No le interesarán más los monumentos, aclara.  Sentía el corazón terriblemente oprimido… “Nunca me sentí tan abandonada como al imaginar que estaría obligada a permanecer en esa ciudad (aunque fuera maravillosa como París, Padua, Pisa)” No encontraba lo que creía, incluso olvidó qué buscaba. No fue un vagabundear en una errancia desértica, ni una forma de ahuyentar el tedio.  El corazón tenía miedo. Se sentía entre el hogar y lo extranjero y con lo extranjero se llenaba de temor. Contaba las leguas de distancia con su ciudad.  El mundo más vasto de lo que imaginaba, pero también fragmentado en jornadas, plagado de velocidades (…) “en toda esa inmensidad, no hay ni el mínimo pequeño refugio para no sé qué nuevo comienzo, para vidas nuevas¨”. Kafka, sin embargo, sabía de antemano que el viaje era interminable y, “que a partir de cierto punto no hay retorno, y ese es el punto a alcanzar”

Milena continúa afectada por una sublevación que no ve: el ser humano, “no grita, no llora, no desespera porque siente vergüenza: así que come, duerme, se viste, se lava, hojea periódicos, como si nada pasara…”  La vergüenza, un sentimiento que tantas veces Kafka padece en las cartas que le escribe, miedos, con un corazón estrujado, entre llegar y no llegar, soñarla, amar sus palabras.  Del viaje ella retorna a su casa llena de angustia aún así le sorprende que las cosas siguen ahí. Escribe que tiembla luego de soportar lo que llama una “prueba”. Vuelve al primer gesto: mirar por la ventana. Allí, más allá de los tejados, más allá del cielo y de la calle, se extiende el amplio mundo. “Hoy es tan desconocido, tan tentador y atractivo como el día en que partí. Pero yo, aquí, de pie junto a la ventana, empobrecida por la experiencia, como engañada por mi descubrimiento: ese mundo ahí afuera, aunque fuera diez veces más grande, no encierra nuevos comienzos”.

Se pregunta qué vale la pena como experiencia y si acaso valió la prisa. ¿Cómo suponer una experiencia que empobrezca? Ella nació en Praga, también vivió un tiempo en Viena, volvió a Praga…

Concluye; la cuestión es que no se trata de una fuga: “La vía hacia un nuevo mundo interior pasa por una sola cosa: el coraje de mirar de frente el colapso del antiguo. Para empezar, sería necesario que este colapso fuera total: es ese colapso total, ese trastorno y esa ruina es lo que habría que soportar”

Soportar la ruina… los escombros de los propios derrumbes, aunque hay otras ruinas que advendrán, in progress.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1]  El título en francés es: “Un coeur en rodage” no se pudo en principio ubicar en otros idiomas. La fuente es la versión francesa “Vivre” Bibliotheques 10/18 París. El artículo no lo encontramos aún tampoco en checo, su original. Puede traducirse, como un corazón en ablande, en rodaje, en camino, en circulación, en tránsito.

 

Lo insoportable y la transformación // Diego Sztulwark

 

¿Gregorio Samsa ya no soportaba ser un humano cuando se transformó, repentinamente, en una suerte de escarabajo? Difícil saberlo. Por de pronto, ninguna instancia subjetiva consciente obró en él algo así como una toma de decisión al respecto. Simplemente despertó una mañana en su cama, luego de un sueño inquieto, transformado. Quizás, hastiado de ser un vendedor viajante, de someterse a su jefe para pagar deudas familiares y de vivir la vida burguesa de su familia (de la que era su sostén económico), un buen día su cuerpo decidió por él (mientras soñaba).

Si así fuera, el relato de Kafka (que Borges correctamente llamaba «La transformación», aunque sus editores titularon «La metamorfosis») bien podría ser leído como un relato sobre la lenta formación de una auto-conciencia que tarda en comprender la mutación que ya le ha sobrevenido. Su biógrafo, Max Brod, cuenta que el escritor leía en voz alta fragmentos del relato a sus amigos entre risas. El humor como asimilación de lo inusual. Porque, a diferencia de lo que habitualmente se supone, en Kafka es el cuerpo quien actúa de modo veloz, mientras que la conciencia resulta un procesador demasiado lento. Se entera siempre tarde de lo que ya le ha ocurrido.

 
 

Por un par de meses, Samsa descubre su cuerpo de insecto y retiene recuerdos de humano. Se entusiasma cuando su querida hermana deja en el suelo un plato con su alimento preferido -leche dulce con pan-, que sin embargo ya no logra saborear. Ahora le repugna y, en cambio, le encanta el queso podrido. La memoria de haber tenido otro cuerpo retarda la consumación plena del proceso transformativo. Pero la transformación es inexorable. Al cambio del cuerpo (caparazón, patitas ligeras) le corresponde un cambio de afectos (ya no le gusta lo que le gustaba, sino lo que antes despreciaba) y de percepciones (Gregorio ahora disfruta de ver a su familia desde el techo).

En Kafka la mutación no parte de la reflexión intencional del sujeto, y lo insoportable se impone como condición de cualquier elección. La aparición de un nuevo deseo, así como la muerte del deseo anterior, no ocurren sino en un cuerpo nuevo y bajo el influjo de una redistribución de las potencias. En otro relato, un poco posterior, Un informe para una academia, el protagonista, un conferenciante, trata sobre su “simiesca vida anterior”. El proceso de transformación es aquí más avanzado, puesto que el mono de la academia no sólo habla sino que es, además, capaz de narrar las mutaciones que ha atravesado durante los cinco años que lleva ya el proceso de su propia transformación. Herido por cazadores humanos en la selva, atrapado y trasladado en un barco, Pedro el rojo -así lo llamaron sus captores- no tardó en comprender que debía desprenderse de sus recuerdos de juventud si quería encontrar una salida: “Es a propósito que no digo libertad”, puesto que sobre ella “los hombres frecuentemente se engañan”. Y así como la libertad es uno de los sentimientos más elevados, “también el correspondiente engaño es de los más elevados”. Rojo parece venir a aclarar lo que en Samsa -seguramente por haber hecho el trayecto inverso, perdiendo junto a la forma humana la capacidad de narrar- no podía ya explicar. Y es que el deseo de quien se transforma no es exactamente un deseo humano. Dice rojo: “No; yo no quería libertad; solamente una salida”. Sólo que en sus circunstancias, esa salida no podía conquistarse por medio de la fuga. De haber sido “un partidario de la ya mencionada libertad, seguramente habría preferido el océano a la salida que se me mostraba en las turbias miradas de esos hombres”. ¿Y Cuál era esa salida? Imitar a los humanos, adquirir su lenguaje: “cuando se quiere encontrar una salida se aprende”. Y el único medio de salir de la jaula fue para Rojo hacerse “un Europeo”.

 

 

La animalidad humana, iluminada por Kafka como la dimensión material del deseo entrampado que no cede, es la búsqueda desesperada de un camino posible ahí donde precisamente ya no queda ninguno. Al punto que quizás pueda afirmarse que no hay gran distancia entre un deseo político y el modo mismo en que el mundo se nos vuelve en ciertos contextos intolerable. Y que mientras haya tolerancia, dígase lo que se diga en el plano de las retóricas, no habrá realmente una novedad transformadora. Todo lo cual puede ser pensando efectivamente, dicho sea de paso, no sobre fondo de un crudo desastre sino sobre la base de una comunidad cultural movilizada que se ocupe del sentido de los cambios -de la metamorfosis del campo social- a partir de un entramado artístico y literario imposible de sostener sin salas de cine, de teatro, de bibliotecas, de universidades y una amplia infraestructura pública que los sostenga a partir de una intensa apoyatura colectiva. Es también en relación a la defensa de esa trama que hablamos aquí de lo insoportable, de Kafka y de la transformación.

 

Guernica y la necesidad de desactivar la violencia // Diego Sztulwark

Guernica, de Emir Kusturika

 

En estos días me cuesta distinguir a Kafka de Benjamin. Un judío sin Estado está obligado a participar de la potencia común de quienes necesitan desactivar la violencia del poder. Así lo entendieron Judith Butler (¿A quién le pertenece Kafka?, Palinodia, 2014) y, mucho antes, León Rozitchner (Ser judío, publicado en 1967 y reeditado junto a Otros textos, por la editorial de la Biblioteca Nacional, a cargo de Sebastián Scolnik, durante la gestión Horacio González). El «nuevo abogado» de Kafka, que hace del derecho un puro objeto de estudio, se encadena con la poderosa Crítica de la violencia (Walter Benjamin, 1921), en la que el orden legal del Estado, y el poder coactivo del derecho, son duramente enfrentados como producción ilegítima de poder. En un texto tremendamente inspirador -y de no fácil lectura-, Benjamin articula una perspectiva a la vez teológica -la violencia divina destruye el poder coactivo, de fundamentos míticos- y política (los argumentos de George Sorel sobre la huella revolucionaria como disolución del estado burgués). La violencia pura, divina -o revolucionaria- tiene, para Benjamin, los siguientes rasgos: es 1) no sanguinaria, 2) fulmínea y 3) purificadora. Destructora de poder, no de humanidad. Es decir: 1) ataca al poder coactivo del orden injusto y no a la vida; 2) no es gradual ni se confunde con la violencia administrada del derecho; 3) expía y desculpabiliza al desligar a las personas de la obediencia legal al orden ilegítimo. En su ensayo, Benjamin siente la necesidad de refutar un «anarquismo infantil», despreocupado por la acción real, y el significado profundo de las cuestiones colectivas. Esto la lleva a Butler a aclarar que esta «violencia no-violenta» no es una recusación inmediata de todo orden legal, sino solo de la dimensión de injusticia que se impone como destino a los oprimidos. Resulta muy esclarecedor meditar sobre estas cuestiones, en días en los que el Estado argentino decide sobre qué hacer (desalojar o no) ante el fenómeno de la toma de tierras. Días en los cuales, además, el problema de la violencia reaparece en una confusión perniciosa (asesinato de jóvenes, amenazantes huelgas policiales). La crítica de la violencia propone las condiciones para distinguir la violencia que crea y conserva poder, de aquella otra que funciona en todo caso destruyéndolo. Esta distinción (que recuerda también las ideas de Rozitchner sobre la contra-violencia no asesina) es fundamental y se hace cada vez más importante. En oposición a la violencia que mata y desposee, hay una «violencia no-violenta», que no apunta a los vivos, sino exclusivamente a impedir la coacción desgarradora del poder. Con ella ha de comprometerse sin culpa alguna quien necesita componerse con lxs demás -crear un pueblo-, para crear una vida. Ese compromiso, en Benjamin, se llama Mesías.

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