Anarquía Coronada

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Lo insoportable y la transformación // Diego Sztulwark

 

¿Gregorio Samsa ya no soportaba ser un humano cuando se transformó, repentinamente, en una suerte de escarabajo? Difícil saberlo. Por de pronto, ninguna instancia subjetiva consciente obró en él algo así como una toma de decisión al respecto. Simplemente despertó una mañana en su cama, luego de un sueño inquieto, transformado. Quizás, hastiado de ser un vendedor viajante, de someterse a su jefe para pagar deudas familiares y de vivir la vida burguesa de su familia (de la que era su sostén económico), un buen día su cuerpo decidió por él (mientras soñaba).

Si así fuera, el relato de Kafka (que Borges correctamente llamaba «La transformación», aunque sus editores titularon «La metamorfosis») bien podría ser leído como un relato sobre la lenta formación de una auto-conciencia que tarda en comprender la mutación que ya le ha sobrevenido. Su biógrafo, Max Brod, cuenta que el escritor leía en voz alta fragmentos del relato a sus amigos entre risas. El humor como asimilación de lo inusual. Porque, a diferencia de lo que habitualmente se supone, en Kafka es el cuerpo quien actúa de modo veloz, mientras que la conciencia resulta un procesador demasiado lento. Se entera siempre tarde de lo que ya le ha ocurrido.

 
 

Por un par de meses, Samsa descubre su cuerpo de insecto y retiene recuerdos de humano. Se entusiasma cuando su querida hermana deja en el suelo un plato con su alimento preferido -leche dulce con pan-, que sin embargo ya no logra saborear. Ahora le repugna y, en cambio, le encanta el queso podrido. La memoria de haber tenido otro cuerpo retarda la consumación plena del proceso transformativo. Pero la transformación es inexorable. Al cambio del cuerpo (caparazón, patitas ligeras) le corresponde un cambio de afectos (ya no le gusta lo que le gustaba, sino lo que antes despreciaba) y de percepciones (Gregorio ahora disfruta de ver a su familia desde el techo).

En Kafka la mutación no parte de la reflexión intencional del sujeto, y lo insoportable se impone como condición de cualquier elección. La aparición de un nuevo deseo, así como la muerte del deseo anterior, no ocurren sino en un cuerpo nuevo y bajo el influjo de una redistribución de las potencias. En otro relato, un poco posterior, Un informe para una academia, el protagonista, un conferenciante, trata sobre su “simiesca vida anterior”. El proceso de transformación es aquí más avanzado, puesto que el mono de la academia no sólo habla sino que es, además, capaz de narrar las mutaciones que ha atravesado durante los cinco años que lleva ya el proceso de su propia transformación. Herido por cazadores humanos en la selva, atrapado y trasladado en un barco, Pedro el rojo -así lo llamaron sus captores- no tardó en comprender que debía desprenderse de sus recuerdos de juventud si quería encontrar una salida: “Es a propósito que no digo libertad”, puesto que sobre ella “los hombres frecuentemente se engañan”. Y así como la libertad es uno de los sentimientos más elevados, “también el correspondiente engaño es de los más elevados”. Rojo parece venir a aclarar lo que en Samsa -seguramente por haber hecho el trayecto inverso, perdiendo junto a la forma humana la capacidad de narrar- no podía ya explicar. Y es que el deseo de quien se transforma no es exactamente un deseo humano. Dice rojo: “No; yo no quería libertad; solamente una salida”. Sólo que en sus circunstancias, esa salida no podía conquistarse por medio de la fuga. De haber sido “un partidario de la ya mencionada libertad, seguramente habría preferido el océano a la salida que se me mostraba en las turbias miradas de esos hombres”. ¿Y Cuál era esa salida? Imitar a los humanos, adquirir su lenguaje: “cuando se quiere encontrar una salida se aprende”. Y el único medio de salir de la jaula fue para Rojo hacerse “un Europeo”.

 

 

La animalidad humana, iluminada por Kafka como la dimensión material del deseo entrampado que no cede, es la búsqueda desesperada de un camino posible ahí donde precisamente ya no queda ninguno. Al punto que quizás pueda afirmarse que no hay gran distancia entre un deseo político y el modo mismo en que el mundo se nos vuelve en ciertos contextos intolerable. Y que mientras haya tolerancia, dígase lo que se diga en el plano de las retóricas, no habrá realmente una novedad transformadora. Todo lo cual puede ser pensando efectivamente, dicho sea de paso, no sobre fondo de un crudo desastre sino sobre la base de una comunidad cultural movilizada que se ocupe del sentido de los cambios -de la metamorfosis del campo social- a partir de un entramado artístico y literario imposible de sostener sin salas de cine, de teatro, de bibliotecas, de universidades y una amplia infraestructura pública que los sostenga a partir de una intensa apoyatura colectiva. Es también en relación a la defensa de esa trama que hablamos aquí de lo insoportable, de Kafka y de la transformación.

 

Guernica y la necesidad de desactivar la violencia // Diego Sztulwark

Guernica, de Emir Kusturika

 

En estos días me cuesta distinguir a Kafka de Benjamin. Un judío sin Estado está obligado a participar de la potencia común de quienes necesitan desactivar la violencia del poder. Así lo entendieron Judith Butler (¿A quién le pertenece Kafka?, Palinodia, 2014) y, mucho antes, León Rozitchner (Ser judío, publicado en 1967 y reeditado junto a Otros textos, por la editorial de la Biblioteca Nacional, a cargo de Sebastián Scolnik, durante la gestión Horacio González). El «nuevo abogado» de Kafka, que hace del derecho un puro objeto de estudio, se encadena con la poderosa Crítica de la violencia (Walter Benjamin, 1921), en la que el orden legal del Estado, y el poder coactivo del derecho, son duramente enfrentados como producción ilegítima de poder. En un texto tremendamente inspirador -y de no fácil lectura-, Benjamin articula una perspectiva a la vez teológica -la violencia divina destruye el poder coactivo, de fundamentos míticos- y política (los argumentos de George Sorel sobre la huella revolucionaria como disolución del estado burgués). La violencia pura, divina -o revolucionaria- tiene, para Benjamin, los siguientes rasgos: es 1) no sanguinaria, 2) fulmínea y 3) purificadora. Destructora de poder, no de humanidad. Es decir: 1) ataca al poder coactivo del orden injusto y no a la vida; 2) no es gradual ni se confunde con la violencia administrada del derecho; 3) expía y desculpabiliza al desligar a las personas de la obediencia legal al orden ilegítimo. En su ensayo, Benjamin siente la necesidad de refutar un «anarquismo infantil», despreocupado por la acción real, y el significado profundo de las cuestiones colectivas. Esto la lleva a Butler a aclarar que esta «violencia no-violenta» no es una recusación inmediata de todo orden legal, sino solo de la dimensión de injusticia que se impone como destino a los oprimidos. Resulta muy esclarecedor meditar sobre estas cuestiones, en días en los que el Estado argentino decide sobre qué hacer (desalojar o no) ante el fenómeno de la toma de tierras. Días en los cuales, además, el problema de la violencia reaparece en una confusión perniciosa (asesinato de jóvenes, amenazantes huelgas policiales). La crítica de la violencia propone las condiciones para distinguir la violencia que crea y conserva poder, de aquella otra que funciona en todo caso destruyéndolo. Esta distinción (que recuerda también las ideas de Rozitchner sobre la contra-violencia no asesina) es fundamental y se hace cada vez más importante. En oposición a la violencia que mata y desposee, hay una «violencia no-violenta», que no apunta a los vivos, sino exclusivamente a impedir la coacción desgarradora del poder. Con ella ha de comprometerse sin culpa alguna quien necesita componerse con lxs demás -crear un pueblo-, para crear una vida. Ese compromiso, en Benjamin, se llama Mesías.

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