Anarquía Coronada

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Preguntas para compartir (A propósito de la desaparición de Julio López) (23/10/2006) // Colectivo Situaciones

  1. ¿Qué significado otorgarle a la desaparición de Julio López? ¿Cambió algo luego de este suceso siniestro?

 Si comenzar una reflexión con preguntas se ha vuelto ya una costumbre es porque la desorientación radical es el punto de partida de cualquier preocupación –y quizás también de cualquier intervención– política.

  1. La desaparición de López no es un hecho aislado.

 El conjunto de amenazas y de operaciones de intimidación –algunas de las cuales no se han hecho públicas– a quienes participan activamente en los juicios contra los involucrados en la represión dictatorial ofrece un primer marco explícito. No se trata sólo del significado simbólico que conllevan estos avances judiciales como realización del histórico reclamo de los organismos de derechos humanos. Está en juego también la novedad de que los señalados esta vez sean los cuadros medios ejecutores de las políticas genocidas, los que gestionaron los campos de detención y tortura e integraron las bandas operativas: caras y nombres que han guardado cierto anonimato y que por lo mismo poseen hoy mayor efectividad que los altos mandos de la dictadura. Es precisamente su inserción en los aparatos de seguridad –tanto estatales como privados– lo que les permite reaccionar con eficacia.

 Pero la desaparición de López no puede ser aislada de otras dimensiones de la realidad. La reanimación de las tendencias sociales más reaccionarias, elitistas y excluyentes encuentra en el boicot a los juicios una oportunidad para re-articularse e intentar ganar terreno político. Guardando las diferencias de escala y de contexto, diversas estrategias de desestabilización buscan detener hoy el avance de la voluntad democratizadora que emana de las luchas de todo el continente: ya sea a través de políticas abiertamente golpistas como en Bolivia y Venezuela o de campañas ultra agresivas para recuperar capacidad de maniobra como en Brasil, o combinando efectivos fraudes electorales con una represión feroz, como en México.

Entre nosotros, si bien las derechas no están ausentes del propio aparato de estado, su ofensiva actual no parece destinada sólo a ganar presencia en el gobierno. Procura, sobre todo, bloquear las políticas más democráticas (como las de derechos humanos) y fortalecer el control sobre la situación social. Incapaces por el momento de elaborar alternativas enteramente propias, recurren con desesperación a su histórico repertorio de recursos, procedimientos y retóricas –“mirar al futuro”, “combatir la inseguridad”, “pacificación”– para recuperar influencia.

 Sin embargo, percibimos dos modos de plantear el problema que se desvían de aquello que nos parece importante resaltar: de un lado, cuando se reduce la discusión a una polémica puramente legal, que se desarrolla en los espacios ya consagrados a los derechos humanos; por otra parte, cuando se subsume todo a la división entre oficialistas y opositores. En ambos casos se pierde de vista lo principal: la posibilidad de un retroceso efectivo de las luchas sociales que cambiaron en los últimos años nuestra realidad política. La construcción de la condena social a un tipo de ejercicio del poder intolerable tanto por su forma como por su contenido no puede aislarse o reducirse al reclamo sectorial de familiares, víctimas o excombatientes, pues constituye un componente fundamental e interior a las luchas sociales que lograron replantear la cuestión general de la justicia.

  1. ¿Cómo se presenta este retroceso?

 Como el desmoronamiento de un “final feliz”, en el que la justicia institucional y el reconocimiento oficial coronaban la ardua labor de aquellas luchas por la memoria, decretando la superación de toda complicidad colectiva con respecto al genocidio. La facilidad con que las operaciones clandestinas de los últimos días consiguieron desactivar esta escena desmiente la ilusión de un final definitivo y justo, pues señala precisamente la impotencia de las instituciones estatales para inscribir, sostener y garantizar por sí mismas las conquistas sociales. El retorno de razonamientos perversos y de las miradas más torvas son índices inquietantes de lo ingenuo que resulta querer dar por cerrado lo que constituye un asunto más complejo.

Así, ha quedado al desnudo la torpeza de un gobierno que suele apelar al pasado de un modo estrechamente retórico, aislándolo de las dinámicas actuales con las que inevitablemente aquellos recuerdos se articulan. Por el contrario, las luchas de la memoria se desarrollan en múltiples niveles y se entrelazan con los más variados movimientos anti-represivos. Es en el vínculo con las resistencias al “gatillo fácil”, a la violencia doméstica, al trabajo esclavo y el racismo con los migrantes; en la apertura a dinámicas que desafían los códigos que reglan la convivencia urbana y la gestión estatal de la pobreza; en el encuentro con las luchas que consiguen politizar “tragedias” como la de Cromañón o cuestionar formas de “desarrollo” esencialmente destructivas de los recursos comunes… donde aquellas modalidades de la memoria se encarnan, se enriquecen y contribuyen a un proceso de democratización real de la existencia. Esta multiplicidad y esta actualidad es la que se inhibe cuando se convierte cada conflicto en la teatralización simbólica de una polarización rígida, montada sobre un exacerbado protagonismo gubernamental.

El golpe que implica la desaparición de López es más doloroso aún en tanto sorprende a un cuerpo social que ya no esperaba sucesos como éstos. Lo que parecía una discusión socialmente saldada, un balance colectivo, un piso común alcanzado, corre el riesgo de evaporarse. Pero el verdadero riesgo es el de intentar resolver este desgarro apelando a una polarización y un enfrentamiento que ha perdido su vigencia. Para evitar este retroceso en el tiempo, es preciso indagar cómo estas preguntas se vuelven sobre nosotros mismos: ¿cuándo y cómo comenzamos a acomodarnos a esta imagen de “un final feliz”, siendo que jamás habíamos creído en ella? ¿Qué tipo de “pereza” es la que en estos casos nos domina y distrae? ¿Qué tipo de dinámica puede sacudirnos de esta “modorra”?

  1. ¿Por qué nos afecta tanto esta re-polarización?

Precisemos la sensación que nos recorre. Cuando la posibilidad de una solución justa y definitiva al terrorismo de estado se deshace por el resurgir de una polarización que creíamos conjurada, más que ante un retroceso estamos ante el retorno de situaciones y peligros que pertenecen a otras épocas. Esta convivencia de lógicas y temporalidades muy distintas es lo que nos descoloca.

De un lado, al recordar los términos del enfrentamiento pasado la discusión queda encerrada –otra vez– en un escenario ocupado sólo por los involucrados directos. Ya sea que se imagine un arreglo “entre ex–combatientes” o que se acepte una idea de la justicia estrechamente ligada a la reparación de las víctimas.

Por otra parte, la posibilidad cierta de que aquel enfrentamiento político que tuvo lugar en los años setenta sea actualizado amplifica la magnitud del anacronismo, renovando la distancia entre quienes enfatizan la persistencia de una añeja polarización y quienes constatan la discontinuidad de los nuevos problemas y preocupaciones. Los caminos se bifurcan entre quienes sienten que es hora de volver a ocupar sus puestos en el combate y quienes no pueden dejar de percibir que se trata de una contienda que ha perdido sentido. Los primeros parecen pelear contra los fantasmas del pasado y los segundos aseguran que no creen en tales fantasmas, aún si no cesan de mortificar sus noches.

Un presente así escindido pierde el hilo de contemporaneidad que permitiría aprehenderlo. Se trata del estallido de una linealidad del tiempo en la que se supone que lo viejo debe descansar en paz para que lo nuevo pueda progresar. Quizás sea hora de asumir que si hay algo común en nuestra experiencia social es precisamente un pasado que no cesa de reabrise en un presente que no cesa de quebrarse.

  1. Pero, ¿cómo hacer para que la reapertura del “tiempo” no nos traslade literalmente al pasado? ¿Cómo inventar un modo contemporáneo de convivir con ese retorno?

Estos días hemos escuchado que los sucesos presentes traen a la memoria –sin que la elección sea conciente– alternativas que conocimos en décadas anteriores. Así como hubo quienes vivieron el 25 de mayo de 2003 como una segunda asunción de Cámpora, la desaparición de Julio López recrea situaciones como las vividas en los meses previos al golpe militar del 76 –donde las luchas cada vez más se encerraban en los límites de un enfrentamiento entre bandas fascistas y grupos armados–; o como las que siguieron a los juicios a los comandantes que tuvieron lugar en la década del ochenta, en un contexto de plena vigencia de la teoría de los dos demonios, cuando la demanda de justicia de los organismos de derechos humanos fue contestada y maniatada por los levantamientos carapintadas.

Se trata de recuerdos dignos de ser escuchados, en tanto constituyen el anuncio de que estamos en peligro. Y el peligro consiste en el hecho mismo de que la situación se polarice a la vieja usanza. Si esto sucede, lo sabemos por experiencia propia, la degradación puede ser inminente, pues la consigna de «pacificar» puede diseminarse como deseo mayoritario por toda la sociedad. No es sólo, entonces, el resurgir del miedo o la actualidad de aquel terror militar lo que nos preocupa, aunque este último no deje de resonar como antecedente inmediato de las nuevas modalidades represivas. Es sobre todo la despolitización del problema de la justicia, que tan bien expresa la moral cristiana y progresista cuando clama arrepentimiento y reconciliación como condiciones para toda apertura al futuro –reponiendo así una versión débil pero no menos eficaz de la teoría de los demonios.

Sin embargo, instalarnos demasiado en estos recuerdos, adoptarlos como prisma para interpretar lo que sucede, quizás impida entender la singularidad de la situación actual. Si el contexto presente no es de pura amenaza es porque su trasfondo también está tramado por las luchas que plantearon de un modo enteramente nuevo la cuestión de la memoria y la justicia. Es en esta otra fuente de recuerdos -opuesta a la de los fantasmas que aterrorizan– dónde quizás encontremos la inspiración para eludir, atravesar o conjurar esta vez el peligro, resistiendo la despolitización que implica reducir esta multiplicidad a un esquema de enfrentamiento simple.

  1. ¿Se puede condenar y saldar cuentas con las lógicas genocidas del pasado desde un hoy tramado por formas de poder que han heredado mucho de aquellas, incluyendo buena parte de su “personal”?

Si la desaparición de Julio López nos descoloca no es sólo por su forma –que de por sí no hemos olvidado– sino por el tipo de actualidad que adopta esa forma en un contexto presente que queríamos imaginar evolucionado, maduro. Lo que desorienta no es tanto lo inusitado del suceso como el hecho de que aquello que suponíamos excepcional –porque históricamente situado– se vuelve posibilidad latente en todo tiempo y lugar. En el mismo sentido, se trata de algo siniestro: es precisamente el ejercicio tenaz de una memoria densa –y no su déficit– el que nos muestra, como su reverso tétrico, el mal que pretende conjurarse.

Sólo asumiendo que esta oscilación es la condición más íntima de un presente quebrado se podrá resistir el miedo y revertir la impotencia. Porque lo que trágicamente nos recuerda todo esto es que la justicia es algo más complejo y evanescente que las sentencias de los jueces y las hegemonías de turno. Y esto es más verdadero hoy precisamente porque aplaudimos y apoyamos esas sentencias y nos vemos representados en ciertos aspectos que han sido reconocidos y asumidos por el gobierno actual.

La singularidad de la situación nos obliga a combinar planos diferentes en un mismo momento: al mismo tiempo que corroboramos que no hay una justicia definitiva, apoyamos como nunca –con la continuidad de los juicios– estos momentos provisorios. En el preciso instante en que vemos con toda claridad que lo político no se resuelve en decidir si “apoyar” u “oponerse” a los gobiernos, comprendemos lo necesario que resulta la continuidad e incluso la profundización de la política actual de derechos humanos.

Quizás haya sido el escrache la práctica que mejor entendió que la justicia es todo lo contrario de un final feliz, precisamente porque encontró el modo de convivir con el “mal” sin la más mínima concesión hacia él. Lejos de desaparecer, los torturadores siguen viviendo en los barrios, trabajando en agencias de seguridad, desarrollando su guerra contra “la pobreza” y “la inseguridad”. Paralelamente, quienes pensaron, legitimaron y explicaron el terrorismo de estado se esfuerzan en identificar a los “nuevos demonios”, definiendo sus rasgos actuales, instigando las nuevas cacerías.

Conviene entonces recobrar aquella pista: porque asumimos que la justicia es algo que no se resuelve de una vez y para siempre, porque depende de la construcción cotidiana y del roce permanente con las ambivalencias de nuestra realidad social, es que nos preocupa la polarización. Y es que la polarización nos deja sólo dos alternativas: o bien forzamos la resolución definitiva del problema, llevando al máximo un enfrentamiento que deja mucha realidad afuera –es la película setentista y su reflejo en la izquierda clásica que exige radicalizar esa inercia–; o bien, como suele suceder cuando el antagonismo no se resuelve dialécticamente y más bien se retuerce y pierde el sentido, llega la hora de la reconciliación, que es siempre la de un punto final cínico ajustado al juego de las relaciones de fuerza y a las negociaciones que inevitablemente supone.

Esto no significa en ningún caso restar importancia a los juicios. La cárcel común y efectiva para todo quien estuvo implicado en la represión genocida es un piso mínimo y aún un objetivo que demandará mucho esfuerzo. De hecho, estos ataques fascistas coordinados con una derecha que no duda en aprovecharlos para reorganizarse, constituyen una invitación a involucrarnos más en su desarrollo. Insistimos: se trata de comprender que sólo se avanza realmente si se elude la tentación de reducir el problema de la justicia a una polarización simple, retórica y simbólica. Y si, por otra parte, desconfiamos lo suficiente de una solución fácil como para preocuparnos en serio de la protección de quienes más directamente están involucrados, acudiendo a todos los recursos al alcance, incluyendo los que provienen –esta vez– del estado.

Justicia, condena social, construcción pública y resistente de los recuerdos colectivos y una capacidad efectiva para cuidarnos, son elementos de una política de la memoria que no ha cesado una y otra vez de ocupar las calles, de discutir abierta y creativamente, de comprometerse con las injusticias presentes y con las luchas actuales en el más amplio de los sentidos.

Buenos Aires, 23 de octubre del 2006

Colectivo Situaciones

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