Anarquía Coronada

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Aprendizaje insignificativo // Julián Ferreyra*

La soledad no se encuentra, se hace.
Marguerite Duras

 

En vacaciones o en cualquier tiempo similar, puede llegar a suceder algo más que un idiotismo intelectualoide-escapista o un culto por la inmediatez del consumo: al menos por momentos, puede acontecer también una desconexión, mejor dicho, una conexión distinta con y del conflicto: eso que es el corazón materialista-espiritual de la neurosis.

En ese instante opera un trance que va del purismo desenfrenado de la satisfacción a la potencia apacible de la satisficción. Menos sublimación ─noción pretenciosa si las hay─ que arrojo calmo. Se trata de un movimiento, del reverso de la pedagogía, que Piglia nos enseñó desde Borges: dejar de fiscalizar vía papers cómo está la realidad en la ficción, para atreverse entonces a experimentar cómo está la ficción en la realidad. Un viaje de vuelta circular.

***

Estando de vacaciones Freud experimentó el sueño más famoso de la historia [del psicoanálisis], “la inyección de Irma”, y aprendió algo tan inesperado como añorado: los sueños pinchan el cuerpo desde el alma. Despertó para tomar coraje y dejó de tragarse los sapos de la medicina rigurosa y desopilante de su tiempo, la cual negaba al alma con el fin de aplastar al hecho carnal, sexuado y mortal. Intuyó que lo más interesante de un sueño es el momento de un despertar.

Luego, en Estudios sobre la histeria conocimos a Katharina[i], una joven que Freud escuchó mientras estaba en otro descanso, esta vez en las montañas. Como estaba de vacaciones se permitió relajarse y, así, sustituir la supuesta profundidad que la hipnosis garantizaba por la apuesta de “mantener una simple plática”, arribando igualmente a efectos no sólo terapéuticos y de alivio, sino analíticos.

Desde esta peripecia Freud comenzó a tomarle el gusto a lo que se convertiría en el único principio rector del psicoanálisis, la asociación libre. Porque si bien no existe un correlato directo de la asociación libre para quien psicoanaliza, una escucha no relajada atentaría contra la misma. De más está decir que esa relajación de la que hablamos no es ociosa, perezosa o pasiva, sino por el contrario una ardua posición activa: no hay nada más activo que simplemente escuchar.

Cuando se aprende a nadar se debe primero aprender a flotar. En este orden se fundamenta la “atención parejamente flotante”: flotar para no ahogar el nado del decir, que es siempre un Nadar de noche (Juan Forn).

Viajar y vacacionar no son necesariamente análogos, y solemos recordárselos a nuestros analizantes viajeros: se puede viajar sin estar de vacaciones, y viceversa. En el mismo sentido, poco interesante es viajar, descansar, o comenzar un análisis, presumiendo a priori cuál será el efecto, qué se pretenderá encontrar, etc. Buscar y encontrar, tanto como viajar y vacacionar, son dos actos diferenciados que eventualmente coinciden. Dicha coincidencia, más que eventual, remite en todo caso a la contingencia de una elección.

Parafraseando al Cromwell de Freud, nunca se llega tan alto como cuando no se sabe hacia dónde vamos: por ello no hay tal cosa como un “psicoanálisis sin lágrimas”, las cuales no son necesariamente tristeza.

***

Esos momentos tan gloriosos como llanos donde uno aprende, descubre, o quizás simplemente enuncia algo que era anhelado con fervor, pero con fervor apagado. Se reaviva un poco, o bastante, un fuego muerto harto conocido, un calor íntimo pero estropeado con la humedad compulsiva del intelecto, del rendimiento y de lo que garpa.

En el silencio, allí donde suele haber sonidos con pretensión de ideas, tan geniales como (in)utilitarias, aparecen chorros amablemente centrífugos de música. Cualquier música, la que a uno más le guste, eso da igual. Escuchamos eso de nuestras verdades reveladas y obvias que, a decir verdad, chorreaba falsedad; o al revés, oímos en nuestro cuerpo que allí, en esos sortilegios cotidianos y engañosos de sí, existía una verdad tan dura como confortable puede resultar la arena.

En este momento, o quizás hace un rato, aprendí o perfeccioné sin esfuerzos una minucia técnica de natación; luego perfeccioné mi forma de limpiar la hoja de afeitar, y ahora aprendí a escribir sin pensar. Nada del otro mundo, y justamente por ello, por mundano, el asunto es tan fascinante.

Un descubrimiento más acá de sí; todo lo contrario a aquello de lo cual se ocupan los llamados “especialistas”, esos exégetas de vidas ajenas que postulan una existencia compartimentalizable en individualidades, coartada de un neoespiritualismo del desentendimiento. EspeCIAlistas de un “radicalismo cerebral” ─a.k.a. Facundo Manes─ o bien de un inconciente hippie (bella provocación de J. Alemán).

Si de vaticinar se trata, mucho más interesante la adivinación de un pasado, que nunca es propio ni todo verdadero.

Freud atinó muy bien que “la verdad al cien por ciento es tan rara como el alcohol al cien por ciento”, y uno de sus interlocutores epistolares, Stefan Zweig, sentenció amablemente que “la teoría de Freud se ha mostrado irrefutablemente verdadera, en el sentido creador, según la frase inolvidable de Goethe: <Solamente es verdadero lo que es fecundo>”. La verdad se escapa, afortunadamente, de la pretensiosa completud de lo verdadero, y para ello se vale de ciertos elementos no tan significativos: esos que para otros y para la propia neurosis son degradados en “falsedades”.

***

Los Elige tu propia aventura contenían al principio una “Advertencia” que incluye un pasaje crucial: “no leas de corrido (…) de tanto en tanto, mientras leas, se te va a pedir que tomes tus propias decisiones…”. Gran consejo sobre el vivir, el leer o el analizar para quien no lo pidió: leer es siempre escribir, y escribir no se hace de corrido sino siempre eligiendo. Al leer conviene posicionarse como si estuviéramos encarnando una novela de iniciación: se aprende como efecto indirecto de una experiencia.

Freud también dijo alguna vez que la única manera de hacer importantes descubrimientos era disponiendo todas las ideas exclusivamente enfocadas en un interés central: en un psicoanálisis ese interés es lo insignificante. Una pasión shakespeariana: “soy tuyo entero pues veo en ti todas las imágenes que amé”[ii]. Más o menos esto es lo que llamamos transferencia.

Se trata de algo similar a la intuición; por ende, deseo. La intuición es efecto de una extrospección precisa. Eso mismo: lo que no se busca, lo que se encuentra, por ejemplo, al conversar con lo que escribo. Algo mucho más acá. Una soledad construida, una proximidad tan cierta e inminente como necesariamente conjetural: un aprendizaje insignificativo.

Eso.

 

*Autor de #PsicoanálisisEnVillaCrespo y otros ensayos (2019)

 

[i] Katharina se llamaba Aurelia Öhm (de soltera Kronich), y se encontró con Freud en 1893.

[ii] Soneto XXXI de la compilación traducida por Mujica Lainez.

Individualismo cerebral // Julián Ferreyra

En este escrito se discuten los pormenores de condicionar la abogacía y lucha por los derechos desde lo propio del “cerebralismo”, criticando la “indivisibilidad del sujeto”, sus derivas hacia el individualismo cerebral, y sus consecuencias en los modos de construcción de ciudadanía. Neurocientismos que no culminan simplemente en efectos clínicos o sanitarios, sino que derivan en diversas escenas y sucesos de la vida cotidiana y comunitaria.

Partiremos del término ciudadanía biológica formalizado por Nikolas Rose para reflexionar sobre una de sus variantes contemporáneas, la ciudadanía cerebral, desde diferentes conceptualizaciones y a la luz de las particularidades históricas del campo de la salud mental (SM) en Argentina. Para dicho autor se trata de modos en que la constitución biológica puede volverse un tema de debate político, de exclusión o reconocimiento de demandas sociales. En este sentido, el acto de modular, regular o mejorar su condición biológica sería la tarea central de la vida del ciudadano actual, fundamentado en “las creencias acerca de la existencia biológica de seres humanos en cuanto individuos…” [i]. Alguien es de determinada manera por algún rasgo en su cerebro.

Dicho modo de ciudadanía torna factible que un cerebro ─sea su imaginarización social, su versión conceptual naturalista de sentido común académico─ pueda ser el destinatario de derechos. Una suerte de contrafuga de cerebros. No obstante, la vivencia de sí como “sujeto cerebral” ha requerido y requiere de determinadas condiciones socio-históricas; una toma de conciencia de aquella subjetivación, a partir de la crítica sobre sus condiciones sociales e institucionales, en la dirección de prácticas con enfoque de derechos, recuperaría una concepción de sujeto activa, social y agente del derecho a la salud[ii].

Se considera a una persona como sujeto de derecho ─presente tanto en diversas normativas vigentes como en las reivindicaciones de distintos grupos de usuarixs ligados a SM y discapacidad─ con la intención de ponderar a la “diversidad” como ordenadora de las prácticas en SM, evitando así cualquier clase de sufijación más o menos obligatoria, tal como “neurodiversidad” o “psicodiversidad”. Pero lo anterior resulta inviable desde una ciudadanía cerebral, la cual es fatalmente afín a la idea de emprededurismo de sí y a formas posmodernas de la clásica sociedad de control.

 

Rendimiento y vida cotidiana

La subjetivación cerebral implica un modo de vivirse a sí que pretende ser hegemónico dentro del campo de la SM, de corte naturalista y asociado a diversas modalidades del individualismo. Analizar críticamente dicho modo de subjetivación implica, entre otras, la crítica filosófica al sentido común de algunos neurocientistas y su marco epistémico reduccionista en la conceptualización de prácticas de SM. No obstante, dicho modo de subjetivación va más allá de las relaciones clínicas o de las llamadas neuroascesis, y tiende a ser hegemónico como creencia en buena parte del sentido común de la población.

A modo de ejemplo: el antidepresivo –su utilización acrítica, sin mediación clínica– es una tecnología del yo en tanto aplana la pregunta por la subjetividad, quitando los avatares del sufrimiento y angustia subjetivas, constituyéndose en una neuropolítica[iii]. En las agendas neoliberales se instituye una suerte de higienización psíquico-afectivo, que además de institucionalizar el individualismo de mercado introduce estéticas coloniales, favoreciendo lazos mediados por comportamientos securitistas como expresión de salubridad común[iv]. Cuestión analizada, desde otra perspectiva, por Pitts-Taylor[v] en torno a la relación entre neoliberalismo y el neuronal self.

Se tomará el constructo “rendimiento” como ordenador, ya que permite recortar un horizonte socio-político para la discusión que sigue: el neoliberalismo como construcción política, el cual tiende a una subjetivación regida por el imperativo a la eficiencia homogeneizante.

Desde el discurso capitalista de Jacques Lacan, una forma de discurso que redobla la apuesta del Amo clásico, ya no resulta necesario que alguien, el Esclavo, sepa algo. Aún en su insostenibilidad dicho discurso se consuma al tiempo que se consume[vi]. Así, “…el corolario de esta situación está dado por la búsqueda de la performance de cada individuo en tanto ser hablante, y que como sujeto sea siempre más (…) se ‘exige’ que su ‘unidad’ sea casi indestructible”[vii]; siendo el cerebro el summum de dicha unidad. El imperativo de rendimiento, a una mejor performance socio-afectiva, requiere de una concepción de sujeto ligada a la unicidad. Se trata es de una indiferencia a la escisión cartesiana, o quizás por el contrario de una consecuencia directa del dualismo: una de sus modalidades, el naturalismo.

Esta pretendida unidad torna necesario e imperante clasificar y evaluar, justamente para darse cualidad de existencia[viii]. Evaluación y clasificación que, en tanto tecnologías del yo, producen una concepción de sujeto y no al revés, con efectos en el sentido común de gran parte de la población. Una búsqueda de unidad que puede leerse como la más elaborada doctrina de la individualidad y, por ende, cara al individualismo. Pero ya no más una individualidad psicológica o mental, sino lisa y llanamente cerebral.

Al ponderar a la evaluación y a la clasificación se evita pensar clínicamente en términos de asistencia, promoción, prevención y cuidados.

            Se produce así un borramiento cada vez más inteligente y sutil de la conciencia [de clase], constituyendo sujetos sintientes: un modo de ciudadanía centrado en expresiones afectivas personalizadas pero sin contexto alguno, y que frente al conflicto recurre a soluciones privatizadas sin apelar a las condiciones históricas de su posibilidad[ix]. Desde Ahmed[x], la formación global de agendas narcisistas propias de la cultura terapéutica del neoliberalismo, las cuales ofrecen la fetichización acrítica de las heridas como identidades políticas atomizadas, instando así a la desmovilización popular por la vía de la desideologización de lo íntimo.

De esto último podemos efectuar al menos dos reflexiones: estrictamente hablando, lo clínico como acto en salud y relación social no es lo propio del neoliberalismo sino lo antitético, y que esto último se enlaza a la concepción de la identidad como átomo puesto a la adaptación.

 

 

El mito individual del ciudadano

 

Dicha evocación imperativa a la unicidad como condición para un cada vez más alto y requerido rendimiento culmina, lógicamente, con la producción de un sujeto pasivo. En el mejor de los casos, la única agencia posible para dicho sujeto es la de la ciudadanía biológico-cerebral.

Resulta pertinente resituar la discusión en torno al rendimiento como imperativo, o lo propio del discurso capitalista, desde lo más profundamente rechazado por dicha discursividad o modo de subjetivación: considerar a las personas como sujetos de derechos. La relación social y el modo de subjetivación propios de un sujeto de derechos están signadas por la categoría de conflicto que, la cual contrapondremos a la idea de rendimiento.

Retrotraer todo testimonio del hecho subjetivo a meras formas de la individualidad atenta contra el lazo social; y mucho más aún sobre valores como la solidaridad, relacionada ésta con otros como la búsqueda del bien común o incluso la justicia social. Es decir, una solidaridad que va más allá de la defensa de intereses sectoriales. Ejemplos de último los encontramos tanto en las asociaciones de usuarixs y familiares de SM emparentadas con la defensa de la Ley Nacional 26.657, como en las luchas del feminismo popular: en ambos casos no se trata de reivindicaciones focalizadas sino de una enunciación que apunta a la ampliación y resguardo de derechos de toda la población. En sendos ejemplos hablamos de colectivos que pugnan por derechos y políticas de corte universales.

Se trata de una superación crítica de la concepción liberal clásica que instituye que “mis derechos terminan donde empiezan los derechos del otro” desde un enfoque de derechos humanos en el campo de la salud[xi]. Resulta obvio: la posibilidad de agenciar un derecho requiere necesariamente superar el mito de la individualidad, es decir, superar el sectarismo propio a cualquier grupo-objeto. Una persona no se constituye en sujeto de un derecho desde el aislamiento ontológico, sino siempre en función de otros y, por supuesto, no sin el Estado. No obstante, la petición de derechos desde subjetivaciones individualistas, como la cerebral, poco o nada de margen ofrecen para que dichos actores se consideren parte de un “nosotros” más amplio y necesariamente tomado por la heterogeneidad y la diversidad.

De lo anterior puede también, cual síntoma, retornar una ciudadanía biológico-cerebral auto-delimitada desde la “neurodiversidad”.

 

 

Neurontologías

 

Si determinada afección o malestar remite a un problema “del” cerebro, habrá entonces escasa posibilidad de una implicación personal, relacional; desaparece la categoría “persona”. Muchos actores sociales rechazan la psicologización del padecimiento subjetivo en pos de un cerebralismo. Existen personas, y por ende formas de ejercicio de la ciudadanía, neurotípicas o neurodiversas. Esto es compatible con la alusión de Rose a la idea de biosocialidad de Rabinow, que refiere a colectivos formados alrededor de una concepción biológica de identidad compartida, relacionados con formas habituales del “activismo”, en defensa de un lugar identitario. Consecuentemente, buena parte del campo de la SM ─discusiones, prácticas, dispositivos y políticas públicas─ se ve compelido a reducir el malestar a un signo reductible a dichas identidades biológicas.

El punto problemático reside justamente allí donde lo susodicho implica necesaria y paradójicamente una desubjetivación: el rasgo identitario sería “propio”, estaría en una suerte de interioridad, pero como un a priori cerebral. La mera particularización de un universal. O en simultáneo, ser diverso será meramente en función de tener un “cerebro diverso”.

Por ejemplo, “el autismo que somos” en vez “del que tenemos” plantea la coherencia del biologismo, de la subjetivación cerebral. Lo paradójico es que la tesis reduccionista/naturalista, tematizada en la neurologización de autismo, la bipolaridad u otros, representa una suerte de empoderamiento de la cultura de la diferencia, que incluso puede ir en contra de la homogeneización producida por la biologización “clásica”. Este ejemplo no pretende constituirse como universal, sino que simplemente muestra que las perspectivas no dan lugar a versiones de “sí mismo” homogéneas. No obstante, su correspondiente forma de ejercicio de ciudadanía remitiría indefectiblemente a la conquista de derechos de corte focalizados, a causa de la fuerte impronta de la identidad biológico-cerebral como condicionamiento al acceso a derechos. Neurontologías que producen derechos identitarios, pero nunca universales.

Una de las consecuencias de lo anterior en nuestro sistema sanitario es la producción de condicionamientos ontológico-performativos para la accesibilidad de las personas usuarias a servicios, prestaciones, sistemas de apoyo o incluso medicación.

 

 

Diversidad ciudadana

 

Es propicio discutir qué versiones de “diferencia” o de “diversidad” resultan como efecto de dicho modo de subjetivación; y en relación a esto, qué efectos en el ejercicio de ciudadanía y acceso a derechos.

Muchas veces se plantean discusiones falaces: “o a la patología y su estigma o a una identidad biológico/cerebral”. Va de suyo que una persona o colectivo preferirá evitar el nominalismo de la locura, el déficit o la enfermedad mental, considerando quizás más atractivas y dignas cualquier clase de explicación ─científica y/o de sentido común─ que sitúe la propia coyuntura y existencia como un modo identitario…cerebral. Pero el problema se sitúa en que dicha falacia lleva a la falsa antinomia “derechos de la patología Vs. derechos de la identidad”, siendo los segundos en apariencia mucho más prometedores, pero igualmente cuerdistas.

 No debe omitirse que los derechos no pueden ni deben basarse en ninguna clase de naturalismo biológico ─sea lombrosiano, de la nosología psiquiatría clásica o del neurocientismo─ ya que las normas tienen y han tenido siempre otro origen y devenir, conflictiva mediante; no hay deber ser que pueda reducirse a la actividad cerebral. Si se postula una matriz biológica para la abogacía y proclama de derechos, se culmina en la emergencia de derechos condicionados por el reconocimiento de la diferencia en términos ontológico-cerebrales, o peor… Y al mismo tiempo, en una degradación del concepto de diversidad o diferencia a un estadio naturalista.

Marcos normativos como la Ley Nac. de Salud Mental nos recuerdan que una persona debe situarse ante todo y sin condición alguna como sujeto de derecho; y estar en situación de tratamiento o utilizar servicios de SM simplemente convierten a esa persona en usuaria de dichos servicios, nada más. Resulta ético que alguien goce incondicionadamente de sus derechos por el mero hecho de ser persona, teniendo esto a su vez efectos clínicos. Claro está, si eventualmente lo desea, una persona puede autopercibirse y nominarse como neurótico, autista, esquizofrénico, bipolar, neurotípico, neurodiverso, etc. Pero alterar este orden y que, por ejemplo, la neurodiversidad haga las veces de condición para acceder a prestaciones esenciales o servicios, deviene indigno.

Sujeto de derechos es una categoría socio-jurídica y política que permite situarse en el marco de prácticas sociales concretas, como las del campo de la SM; posibilita el ejercicio de derechos sin ninguna clase de condición [biologicista]. Por el contrario, encontramos una naturalización y vaciamiento en la subjetivación cerebral, por obturar el hecho social, histórico, político, e incluso psicológico.

La incompatibilidad entre sujeto cerebral y de derechos quizás pueda ser finalmente ilustrada a través de un ejemplo: en casos de “muerte cerebral” no hay posibilidad de un sujeto cerebral, pero habría igualmente un sujeto de derecho, quien por directivas anticipadas podría acceder al derecho a una muerte digna.

El cerebro es condición para pensarnos y sentirnos desde una u otra identidad; pero de ningún modo ésta se encuentra en nuestro cerebro. De esto último es que se desprenden consecuencias en prácticas sociales en general, en formas de la vida cotidiana, y no sólo en lo atinente a dispositivos en salud o SM.

La diferencia positivizada, la diversidad como un ordenador crucial para abordar el sufrimiento y el malestar, remiten a complejas relaciones, ya que la subjetividad emerge desde la resistencia de los cuerpos, nunca de manera aislada e individualista, sino en un complejo dinámico en el cual se concatenan las resistencias de otros cuerpos[xii]. Diversidad y subjetividad son categorías que implican personas, relaciones, dispositivos e instituciones. Siguiendo a Paul B. Preciado[xiii], y ante las complicaciones del concepto de identidad, resultan convenientes las nociones de diferencia o margen: concebir al sujeto y agente político no como centro autónomo de soberanía y conocimiento, sino como una posición inestable, efecto de constantes re-negociaciones estratégicas de la identidad.

 

Descerebrar la salud mental

 

Que el soma o el cerebro tengan efectos sobre las identidades no es independiente sino dependiente de complejas relaciones: entre personas y con ello que habla más allá de mí mismo. Alguien “es diverso” por el efecto que su cuerpo o su cerebro tienen sobre sí y sobre otros, en un momento histórico y social determinado; de lo contrario la biología será, una vez más, destino.

La ciudadanía se degrada en como si [neo]liberal allí donde no emerge la singularidad puesta hacia lo común, diversidad y conflicto.

¿Será que debamos descerebrar el campo de la SM? “Neurociencias = neoliberalismo” es una igualación perezosa e imprecisa. Se trata de rectificar el lugar del saber neurocientífico, criticar su aplicacionismo acrítico y unicausal, admitiéndolo al mismo tiempo válido por lo incompleto, al igual que los otros saberes que intervienen en nuestro campo. Ensayar interdisciplinariamente puntos de encuentro en las prácticas, profundizando la discusión epistemológica allí donde se avizora inconmensurabilidad.

Excede a este escrito, pero resulta pertinente no omitir las derivas del cerebralismo ─su juntura con el individualismo, el rendimiento y la retórica neoliberal─ en torno a la construcción de ciudadanía y de agendas socio-culturales, multimediáticas, gubernamentales y electorales. En ese sentido, evitando exageraciones paranoides, preocupa igualmente la paradoja de que una forma de ciudadanía, la cerebral, pudiera terminar implosionando a la categoría de ciudadano tal como la conocemos, con un desenlace peor, más sofisticado, más sutil, que cualquier futurismo distópico: un cientificismo sin lugar para ficción alguna.

 

 

Este escrito incluye algunos pasajes de “¿Neurodiversidad? Cerebralismo, ciudadanía y vida cotidiana”, capítulo incluido en Neurocientismo o Salud Mental: discusiones clínico críticas desde un enfoque de derechos (Miño y Dávila, 2020), compilado por el autor y J. A. Castorina.

 

 

[i] Rose, N. (2012). Políticas de la vida: biomedicina, poder y subjetividad en el Siglo XXI. La Plata: UNIPE (p. 270).

 

[ii] Ferreyra, J. A. y Castorina, J. A. (2020). “La hegemonía del ‘sujeto cerebral’ en el campo de la salud mental. Análisis crítico de sus implicancias epistemológicas, clínicas y políticas”. Revista Salud Mental & Comunidad (UNLa). Año 7, Nº8 | agosto de 2020 (pp. 12-33).

 

[iii] Martínez Hernáez, A. (2015). “Antidepresivos y neuronarrativas en la era del sujeto cerebral”. Interrogant, Nº 13 (pp. 53-56).

 

[iv] Cuello, N. (2019). “Presentación: El futuro es desilusión”. En Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. CABA: Caja negra.

 

[v] Pitts-Taylor, V. (2010). The Plastic Brain: Neoliberalism and the Neuronal Self. Health 14 (6): 635–52. [PubMed]

 

[vi] Lacan, J. (1972). Conferencia de Milán (12 de mayo de 1972), traducción de Olga Mater para El Sigma.

 

[vii] Ferreyra, N. (2013). La práctica del análisis. Ediciones Kliné: Buenos Aires (p. 57).

 

[viii] Ibid.

[ix] Cvetkovich, A. (1992). Mixed Feelings, Feminism, Mass Culture, and Victorian Sensationalism. Nuevo Brunewick: Rutgers University Press.

[x] Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría. CABA: Caja negra.

 

[xi] Stolkiner, A. (2010). Derechos Humanos y Derecho a la Salud en América Latina: la doble faz de una idea potente. Medicina Social, Vol. 5, nº 1 (pp. 89-95).

 

[xii] Agamben, G. (2005). Profanaciones. Buenos Aires: Hidalgo Editora.

 

[xiii] Preciado, P. B. (2019[2002]). Manifiesto contrasexual. Humahuaca, Jujuy: Editorial La Bicha.

El malestar en la cooltura // Julián Ferreyra

A propósito de los 90 años del texto freudiano: vigencia, críticas, urgencias.

       

 

El porvenir del malestar

El malestar… fue también el malestar de Freud. Lo escribió luego de un período de receso de escritura, probablemente a causa de su enfermedad. Fue hace 90 años, paradójica e inmediatamente después de concluir El porvenir de una ilusión. El anudamiento entre porvenir, ilusión y malestar resulta crucial para que el abordaje de este último no se degrade en control o normalización.

La apuesta freudiana es la construcción íntima y a la vez común de alguna clase de porvenir para el malestar, dignificándolo como lo más propio del ser hablante: el malestar de cada quien y de los pueblos incluye historia(s) y conflicto; nos confronta con lo que no está hecho para funcionar como una máquina: el deseo.

Es freudiano afirmar que no hay escisión entre deseo y malestar. Un “completo bienestar” sería únicamente homologable a la muerte, a un ideal demasiado mortífero.

 

Felicidad y malestar

El título original era “La infelicidad en la cultura”. Al no existir una traducción literal al inglés, en esa lengua fue publicado como Civilization and its Discontents, trayendo así un problema, un síntoma, estrictamente freudiano: equiparar cultura a civilización. En este sentido la anécdota permite esbozar algunas preguntas interesantes: ¿infelicidad es sinónimo de malestar? ¿No podría haber malestar aun estando-feliz? ¿hay hecho cultural sin malestar? ¿qué dispositivos sociales, comunitarios, afectivos y políticos para su tratamiento?

Dichos problemas son freudianos, aun cuando lo que él entendiera por cultura, o la cultura de su tiempo, incluya matices, cambios y diferencias cruciales con “nuestra” cultura. Otra época, otro tiempo, no obstante preguntas y problemas que incluyen rasgos humanos fundamentales.

El malestar… está vigente porque es una pregunta que interpela. Esto último es condición necesaria y deseada para la vigencia del psicoanálisis en su conjunto.

 

Sociología freudiana

Es un texto con horizonte social, una sociología freudiana: empresa fallida, pero que igualmente causó el deseo de un público mucho más amplio que los psicoanalistas o el “campo psi”. Freud produce una discusión en torno al hecho cultural, introduciendo una cuestión que a su juicio implicaba un antagonismo irremediable: las exigencias pulsionales, diríamos “individuales”, y las restricciones impuestas por la cultura. Por ello es que dicha sociología freudiana ─que implicaba también su propia neurosis e ideología─ aunque polemizara con las categorías de masa, individuo y sociedad les otorgaba al mismo tiempo consistencia. Se trataba de una curiosa forma de liberalismo, y de una aspiración contractualista un tanto ingenua.

En ese impasse inconciliable entre pulsión y cultura Freud ubica un denominador común: en ambas dimensiones se impone una exigencia, cuestión que le permite trazar cierto paralelismo que encuentra un cruce en la noción de Superyó: ese representante de la conciencia moral, que es al mismo tiempo tan íntimo y familiar como también testimonio de una determinada época.

Un Ideal que plantea reclamos y exige, importando esto menos una discusión moral que una pregunta ética con plena vigencia: ¿no será el malestar, acaso, un signo de cómo una determinada cultura exige, demanda y normaliza? Y si así fuera, ¿se trataría de eliminar el malestar, acallarlo, tornarlo dócil, funcional a determinados parámetros?

 

Ilusión o estupidez

Freud tenía una ilusión del hecho cultural y humano en la cual el Bien podría salir del Mal mediante alguna clase de proceso, natural en tanto psíquico. Una ilusión maniquea, neurótica; pero una ilusión que le permitió trazar un porvenir, incluyendo un tratamiento posible: el psicoanálisis. Porque para Freud las ilusiones son poderosas. Quienes dicen “no te hagas ilusiones” suelen ser los estúpidos, a quienes difícilmente un análisis cure. Recordemos que para Freud la estupidez resulta tanto o más costosa que la enfermedad. ¡Premisa demasiado vigente!

En un psicoanálisis se operan ilusiones, sobre todo la más difícil de soportar: la (des)ilusión amorosa y su relación al malestar. El psicoanálisis dignifica por ver y escuchar ficción y drama allí donde simplemente había miseria.

 

Nove(r)dad

Resulta tentador descubrir malestares específicos de nuestra época, pero quizás convenga abstenernos de esta actitud, en tanto comporta la necesidad por la novedad. Exigir novedad, originalidad o unicidad es justamente una exigencia nueva pero al mismo tiempo antigua. Un vino nuevo en un odre viejo, diría Freud.

¿Esto quiere decir que el malestar no adopta nuevos ropajes, nuevas configuraciones? Por supuesto que no. El malestar se actualiza en formas sutiles, sofisticadas, siendo una de ellas su propia renegación. Me refiero a esas formas del malestar que se presentan como su aparente contrario: los ideales de salud perfecta, de felicidad continuada y obligatoria, de productividad a como dé lugar.

 

Individualismo enfermo

El malestar… resulta urgente para evitar que el propio psicoanálisis ─o cualquier discurso psi─ devenga medicalizante, ya que no todo sufrimiento o dificultad implica trastorno, déficit o (psico)patología. Urge recordar esta cuestión en este tiempo pandémico: expresar malestar puede ser también un signo de salud.

Lo último es correlativo a una lectura crítica del texto freudiano, esto es, el problema de reducir el malestar a un asunto individual. Freud describe al menos tres fuentes de sufrimiento: el propio cuerpo y su decadencia, el mundo exterior y su eventualidad implacable, y las relaciones con los semejantes. Claro está, el individualismo como modo de subjetivación permitiría un subterfugio a esta última, pero no sin consecuencias: evitaría el sufrimiento que el otro, sobre todo el diferente, me implica, pero rechazando cínicamente toda forma de lazo. Ahorrándose el sufrimiento, diría Freud, se relega el placer de estar en comunidad.

De nuevo en pandemia, vale reivindicar las políticas y protocolos en salud mental que intentan cuidadosamente sostener ciertos encuentros con los prójimos en momentos de dolor, tales como los rituales y ceremonias en torno a la muerte de seres queridos. Esa reivindicación es también freudiana.

 

Malestar sobrante

Hay vidas más duras de vivir que otras, y al malestar intrínseco al hecho cultural es lícito y necesario agregar lo que Silvia Bleichmar planteara como malestar sobrante, particularizado en diversos colectivos y poblaciones. Además de la inexorabilidad del existir, se produce sufrimiento a causa de relaciones de poder y sujeciones históricas.

Quien ejerce el psicoanálisis debe, como invitaba Lacan, estar a la altura de la subjetividad de su época en este sentido. Un/a psicoanalista que no critica su realidad y la de quienes lo rodean no dista mucho de convertirse en un coach: aquel que pregona una neutralidad que le permite recostarse sobre laureles artificiales en la torre cómoda de la apoliticidad.

 

Resianálisis

La trampa de algunos discursos de época, individualistas y afines al neoliberalismo como modo de subjetivación, es persuadir de que lo injusto es necesario y que la respuesta “adaptativa” y valorada frente a ello debiera ser cualquier forma de la llamada “resiliencia. Resiliente sería quien se hubiera perjudicado con neurótica docilidad, sepultando la potencia de su malestar.

La apuesta ética del psicoanálisis no se estaciona cómodamente en una mera “aceptación” de lo injusto, sino en la posibilidad de quebrar cualquier forma del statu quo, transformándolo. Esto último, claro está, si y sólo si quien conduce un psicoanálisis dota a su práctica de una ética en este sentido. Lamentablemente existe un ejercicio cínico del freudismo que podríamos nombrar resianálisis.

 

Coolpa o solidaridad

No omitamos hablar entonces del malestar en la cooltura: nuevas culpas de viejas exigencias, modos new age con aparente signo positivo, coolpas. Porque no hay nada más culpógeno que el imperativo “¡viví sin culpa!”. Un superyó aggiornado que exige gozar, un hipsteryó afín a sofisticados dispositivos de control: por ejemplo, el emprededurismo de sí. Esta cuestión es central, ya que desde el texto freudiano la culpa constituye el problema más importante del desarrollo cultural.

En tiempos de profundas transformaciones socioculturales, políticas y sexuales, hay una idea fuerza de El Malestar en la Cultura que resulta casi indispensable: asumir y abrazar el hecho de que “ninguna regla vale para todes”. De esta manera, evitaremos generar un sufrimiento miserable y objetivante allí donde simplemente había malestar.

Este horizonte ético recuerda que no será desde la inoculación de culpas ni su aparente contrario, coolpas, el camino hacia un porvenir del malestar. Quizás tengamos una pista en una antigua más no por ello vieja idea, la solidaridad: eso que va más allá de una mera identificación, que no se reduce a altruismo ONGista ya que incluso atañe a la propia supervivencia.

Solidaridad es un concepto freudiano, ya que la felicidad no será sin los otros.

 

Julián Ferreyra escribió #PsicoanálisisEnVillaCrespo y otros ensayos (La Docta Ignorancia, 2020).

 

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/292576-el-malestar-en-la-cooltura

Histética: arte y subversión en Freud // Julián Ferreyra*

Fue en la oscuridad del tiempo entre guerras del siglo pasado cuando el movimiento psicoanalítico conquistó el mundo. Un momento triunfal para el freudismo, el cual comenzaba a ser considerado “higiene de vida” o “moral civilizada” no sólo por los díscolos psiquiatras dinámicos sino también por toda clase de vanguardias, sobre todo escritores. Doble moral victoriana, la Belle Époque; luego los años mortíferos, que incluyeron también una pandemia, y esa “bella década del veinte” que, al tiempo de insinuar suntuosamente toda clase de revoluciones, producía su más allá [del principio de placer]. Una década ganada.

Los surrealistas habían sido interpelados y valoraron lo que los “científicos” no vieron ni de casualidad. Pero a Freud le interesaban los segundos, y por ello no les dio ninguna importancia a los primeros. Idealizaba a estos, que lo detestaban, al tiempo de degradar a esos que lo admiraban. Soldadura entre rechazo, obstinación y la más llana falta de entendimiento por las vanguardias. Me interesa enfatizar lo último, pero sin reducirlo al hecho artístico de vanguardia, ni tampoco a lo que usualmente se entiende por vanguardia. Me refiero a la dificultad freudiana de ir más allá de sí, de la dificultad estética para ceñir, pensar y eventualmente utilizar los efectos en la cultura que éste producía y produce. Sin rodeos, una dificultad en torno a lo popular ─que no es sinónimo de “masa” ─. Allí donde Freud se popularizaba, se reforzó la “extraterritorialidad” del psicoanálisis. Ante la (im)popularidad, una respuesta elitista. Ante la divulgación, la burrocracia universitaria. Ante la política, el nihilismo. Tecnicismos en vez de modestia artística.

Un genuino síntoma, que torna al psicoanálisis vanguardista y conservador al mismo tiempo, subversivo y demodé.

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Masotta escribió una célebre ponencia sobre la estética freudiana[i] en la cual trabajaba ese curioso intento de Freud por disolver la relación con la obra de arte en su propia obra. ¡Disolver una obra dentro de otra obra! Pues bien, había igualmente allí un esbozo de prudencia, ya que no hay un saber a ofrecer desde el psicoanálisis en torno al arte; mejor dicho, no hay un saber en psicoanálisis en relación con prácticamente nada. Ni el arte ni el psicoanálisis comportan saberes terminados. ¿Serán arte y psicoanálisis elogios a lo sin término, lo inconcluso, fragmentario, transitorio?

Así en el arte como en la histeria[ii], interesa la relación con el deseo. Histeria como cuadro pictórico sincrético. Ello incrustado en el soma, una articulación, un jirón del discurso que llama a su reconstrucción, su restauración, su intervención (¡artística!). Para Freud un deseo se realiza en la fantasía del artista, esto es, en su obra[iii]. En el sueño, en la obra de arte, el deseo no se presenta como objeto en sí, sino articulado, mediado, diferido, indirecto. El deseo sería el más allá de la obra. ¡Qué loco! Entonces el problema, el síntoma, del psicoanálisis en torno a su presente, su porvenir, sería en torno a su deseo.

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Con todo, no habría según Masotta una perspectiva unívoca en Freud frente a la obra de arte. Uno podría decir que el psicoanálisis le hace frente al arte, y no mucho más ─ni mucho menos─. Esto es lo que nos advierte y convoca a la abstinencia de cualquier clase de aplicacionismo psicoanalítico del arte, que sería lo propio del más burdo, aunque rococó, psicoanálisis silvestre. Malos ejemplos freudianos al respecto: el Poe de M. Bonaparte, las giladas sobre Da Vinci, la degradación de la castración en el cuento de E. T. A. Hoffmann dentro de Lo ominoso y, en menor medida, el delirio freudiano sobre la Gradiva de Jensen. Con Hamlet o Schreber, es un matiz, lo que sucede es más bien el intento de Freud por valerse, auxiliarse, del arte para probar sus propias tesis metapsicológicas. Todos contraejemplos, o ejemplos contrafreudianos: allí Freud sí hizo consistir un saber, propio del psicoanálisis y del arte, en sí.

Asocio: se trata de ir más allá del psicoanálisis, a condición de servirnos de su arte. Cuando las personas psicoanalistas intervenimos y lo que acontece no parece psicoanálisis, aun cuando sería exagerado decir que estamos haciendo arte, al menos vamos por muy buen camino. Lo tautológico y la autorreferencia, en psicoanálisis o en las artes, es de mal gusto.

Asocio, recuerdo: dijo Federico Klemm en su nunca bien ponderado programa “El Banquete Telemático» ─millennials googleen─: “el primero que dijo ‘tus labios son como una flor’ es un genio; el último, un estúpido”. Klemm intuía que se trata devolverle al neurótico su capacidad artística, cura de la estupidez.

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Así las cosas, desde un Freud standard, tomado en su literalidad, se deduce: (1) paralelismo entre arte y neurosis en torno a las tendencias en la realización del deseo; (2) paralelismo entre goce estético y funciones sexuales infantiles; (3) arte como mediador entre realidad y fantasía. Esta última sería, siempre, la ilusión freudiana en torno al domeño de las pulsiones, entre lo “individual” y “colectivo”: la neurosis del propio Freud. Pero Masotta no toma a Freud en su literalidad ni al pie de la letra. No omite ni reniega de su confesada profanidad en torno al arte, o de su incapacidad para algo más allá del contenido racionalista, pero recuerda que Freud, aun con sus numerosas limitaciones, era un maestro de la retórica. Lo propio de un registro que no es ni el de la verdad ni el de la mentira. La verdad como un lugar plausible de ser ocupado por casi cualquier cosa. El Freud de Masotta es uno interesado en la exposición, la instalación artística, la performance, el happening.

Ficción freudiana: una retórica de lo bizarro.

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El deseo del analista, tematizado en su discurso, es lo propio del artista. Retornando a Freud, Masotta ciñe, y yo modestamente acuerdo, una retórica del convencimiento. A Freud le interesa siempre convencer, persuadir. En ese sentido Freud es muy peronista, me refiero a la retórica propia de Conducción política. Su estrategia, literaria antes que científica, comienza por conceder, no sin asumir su ignorancia, para luego inmediatamente imponer amablemente una pizca de verdad propia de su demostración. ¡¿Acaso no es así como obramos en un análisis?! En la retórica freudiana se asume la ignorancia y desde allí se enuncia un saber. Poner en suspenso, incluir el enigma por el locus en torno al saber, por su localización o lugar de pertenencia. “¿De dónde habla el genio?”: he aquí la estrategia, la pregunta freudiana.

Psicoanálisis y estética: más allá del saber. Lugares que no están constituidos al nivel del saber. El que “sabe” psicoanálisis no debería tentarse a decir “claro” lo que la obra “oscurece”. No aclaramos, oscurecemos. Freud utiliza al arte allí donde sus especulaciones metapsicológicas eclosionaron con lo enigmático; por ejemplo, utiliza el arte de la retórica para esas maravillosas conferencias de introducción al psicoanálisis. El arte sería el subterfugio freudiano para soportar y sostener el enigma. Y un enigma es justamente algo que exige una respuesta: “una pregunta sobre el deseo”, según Masotta.

Hablamos de estética, histeria y Freud: hablemos de una histética.

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Concluyendo, en esos gloriosos años veinte “Freud seguía aferrado al mundo de ayer y más aún a la manera como había concebido ese mundo al aportarle una revolución cuyo alcance, es indudable, no apreciaba. Extraña contradicción, soberbiamente freudiana”[iv]. Y si es muy freudiana, la misma no culmina en la persona de Freud quien, aunque hable, ha muerto. El problema está vivo, y justamente la dificultad, el escollo, está en matarlo. O peor: en enterrarlo vivo. Si recogemos la vitalidad del problema tendremos un interesante síntoma. ¿Para qué? Aunque no sea la mejor pregunta en relación a un síntoma, diremos que para contribuir a lo genuinamente revolucionario, esto es, una revolución que incluye el conflicto, lo fragmentario, lo que resta y divide. Una revolución provista de una estética de lo bizarro, histética. Y si antes no me refería a la vanguardia en sentido clásico, tampoco lo haré con revolución. Diré entonces que la estética freudiana puede aportar a una revolución centrada a la vida cotidiana. Y no me refiero a esa idea despolitizada de “cada uno aportando su granito de arena desde su lugar”, idea masiva más no por ello popular. Ni romantizar ni psicopatologizar la vida cotidiana: politizarla.

Estuvimos hablando de contradicciones soberbiamente freudianas. Llegó la hora de un psicoanálisis más contradictorio y menos soberbio.

 

*autor de #PsicoanálisisEnVillacrespo y otros ensayos (La Docta Ignorancia, 2020).

Imagen: fotografía del happening “El helicóptero” de Oscar Masotta.

 

[i] Se trata de Freud y la estética, leído en la Fundación Miró, Barcelona, en noviembre de 1976, e incluido en Papeles de la Escuela Freudiana de la Argentina, N°1, Buenos Aires: Ediciones Paradiso.

 

[ii] Siguiendo la ponencia de Masotta: Freud crea una “Estética de la disolución de la obra de arte en un discurso donde nada engloba nada y donde la estética entera es arrastrada a una rara analogía con la histeria. El destino de la desaparición del saber para que haya incrustaciones, sujeto del inconciente, por donde el objeto, causa del deseo, se articula con el soma. Nada más”.

 

[iii] Freud, S. (1908 [1907]). “El creador literario y el fantaseo”. En: Obras Completas, tomo IX. Buenos Aires: Amorrortu.

 

[iv] Roudinesco, E. (2015). “La guerra de las naciones”. En: Freud en su tiempo y en el nuestro. Buenos Aires: Debate (p. 224).

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