Javier Trímboli, nosotros mismos // León Lewkowicz
Todo homenaje parece condenado al patetismo desde el instante mismo en que es así categorizado. O a lo insulso. Arriesgamos con lo primero, aunque más no sea por el hecho de que el doctor dice que es un poquito más recomendable para el marote. Si nos guardamos algo es sólo como freno de mano, tampoco para pasarnos. Tenemos que puntualizar para achicar el margen de error. Pues bien: Javier Trímboli, el hombre en cuestión, costosísimo de catalogar la relación con él, profesor, amigo, amigo de la familia, cómplice, jefe, amigo de amigos. Ya quién sabe, quizás era otro el momento de dilucidarlo. Pero no se trata esto de mí, sino de algún nosotros, el que tengamos a mano. Como escribía Javier en más de un lugar, aunque sea un nosotros angostísimo, casi indistinguible del yo.
Entre las –a cada posteo, se evidencia más acentuada esta palabra– tantas cosas que Javi hizo, dirigió en los últimos años el área de Sociales de un colegio secundario de la Ciudad de Buenos Aires. Un espacio atravesado inevitablemente por las perplejidades que imponía el densísimo aire de época. Lo que allí aconteció resultó para nosotros fundamental. Javier construyó con nosotros una bandita de docentes dedicada a pensar en qué consistía y en qué circunstancias podía darse el acto de transmisión, que de tan inhallable se nos hacía casi mitológico a quienes nunca lo habíamos visto. Reuniones permanentes, organización de programas y actividades, atención a cada detalle o desviación que pudiera acaso ser causal de un improbable entusiasmo. La cuestión era cómo suscitar el mínimo cosquilleo –aunque más no fuera la irritación– en un mar de indolencia, de que pasara algo. A algunos, ahora sí hablo por mí, se nos hacía una tarea titánica porque nos resultaba inverosímil la posibilidad de que nosotros, lo que balbuceábamos, lo que con sólo con un exceso lingüístico podríamos decir que pensábamos, e incluso la imagen penosa que dábamos pudieran constituirse en objeto de entusiasmo de alguien. Se nos hacía una quijotada, cuando estábamos solemnes y preocupados, o la mayoría de las veces sencillamente el objeto de una carcajada, de una ironía. Javier no esquivaba la ironía, más bien lo contrario, pero pensaba que ella también podría ser un precursor de revitalización, que podía estar al servicio de que suceda algo en la escuela. Tomarnos menos en serio para tomarnos más en serio, creo que puede ir por ahí la fórmula. Y abrirnos a una escucha –¿algo más gastado no tenías, no?– del aula, al desplazamiento de la oposición entre nuestra verdad y el desinterés de los estudiantes, convertido ahora en una interrogación. De pronto las escenas de interés se multiplicaban, las conversaciones dentro y fuera del aula se volvían más interesantes. Trímboli organizaba efectivamente el encuentro de lo infinitamente improbable, el clinamen. O más bien nos hacía organizarlo.
No fue sólo eso el suceso Trímboli para nosotros. A quienes, primerizos y jovencitos, hacíamos nuestras primeras armas en la docencia, la convocatoria de Javier nos significó no sólo una cesión de confianza infinita y casi irresponsable, sino la garantía de que nuestro arrojo, “el célebre desembarco” en la voracidad del aula, territorio inhóspito, se desarrollaría en esas condiciones de conversación y pensamiento grupal. Ningún rasgo de las clases o del transcurrir institucional ordinario, por obvio que fuera, se escapaba de la conversación con Javier. Todo era parte de una conversación infinita y apasionada. Lo digo más fácil: se enganchaba con la observación más pelotuda, el timing de un bostezo o los improbables lugares a donde se disparaban esas cabecitas, también las nuestras. Leí en Instagram que alguien decía que en las conversaciones del último tiempo era increíble ver cómo él se iba apagando y no dejaba de apasionarse por lo nuestro. Creo que siempre fue así, que siempre se apasionó por lo nuestro aunque ya lo hubiera escuchado mil veces, aunque fuéramos una reiteración más en el cliché docente. Porque creo que lo que más le interesaba era la verdad que surgía de la conversación, que el tópico o la currícula era una excusa, incluso quizás la docencia, como forma, también lo era. Y cuidar la conversación era una condición para que eso extraordinario pudiera aparecer. Bueno, me fui a la mierda. Vuelvo, porque la primera oración del párrafo me quedó desbalanceada, sabrán disculpar la neurosis de la que todos ustedes estimo también participan. Para los profesores establecidos, por ellos poco puedo hablar, sé que también Javier implicó un interés en sus prácticas y saberes, que buscó introducirse en sus conversaciones y amplificarlas, abrir y poner en el centro ese diálogo. Javier nos ubicaba a todos en medio del enorme desafío de la desviación: valorar dilaciones en conversaciones no convencionales, en digresiones diagonales sobre estética, microanécdotas o lo que fuera, en actividades fuera de hora de las que nos volvíamos parte del auditorio con nuestros alumnos. Hasta ahí sé, el resto lo dirán ustedes.
Javier armó un grupo, también. No, “también” no. Todo esto fue precisamente armar un grupo y eso fue lo más notable del paso de Javier por nuestras vidas en la escuela. La labor docente, es sabido, suele implicar extensas horas de soledad: preparar, dictar, evaluar, corregir. Se trata de los efectos de un dispositivo evidente: es un apellido el que aparece a cargo del curso y un apellido quien cobra por tal curso, por lo que un apellido será quien se encargue de la totalidad del proceso de trabajo (qué ordinario andar hablando de guita en un sentido obituario, disculpen el intermezzo marxistoide). Javier supo hacer de una profesión francamente solitaria una labor colectiva, comunitaria; aunque me cueste escribir esas palabras sin ruborizarme, son justas. Justamente porque pensaba que no había deterioro mayor de un espacio educativo que la imaginación solitaria. Su ética de la conversación nos tocó a todos los que tuvimos la suerte de compartir una reunión con él: consolidó, finalmente y a pesar de él, un grupo de colegas que lo sobrevive y que excedió el área que tenía institucionalmente asignada. Por todo esto Javier fue, sobre todas las cosas, un exorcismo de la soledad en la escuela.
Todas las palabras que acabo de escribir, obviamente, serán objeto de refutación por exagerado, meloso, impúdico. Finalmente, es lo que salió y de lo que imagino me arrepentiré apenas encuentre destinatarios. Pero lo que viene me parece que no, que no es exageración. Me parece que por más acotada que haya sido su trayectoria en la escuela, el efecto que tuvo entre nosotros Javier (y no sólo aquí, pero eso es harina de otro costal) no queda truncado acá. Creo que con Javi construimos un método de trabajo pero también una forma de la amistad, esa que surge entre colegas obsesionados por las nimiedades que ocurren en sus intrascendentes aulas. La conversación infinita, in continuum, de la que evidentemente nos hizo parte. La fuerza de sus marcas en la escuela, me parece, nos obliga a revisar en otro sentido las palabras con las que se cierra su libro Sublunar, pero para referirnos a él mismo. No se entiende si cita a Lenin o a Arendt, es la idea marcar el borroneo, y la cuestión es el poder del milagro en la política y el ocaso de su posibilidad en la modernidad. Creo, sí, que es Lenin, apenitas comentado: “«En la Historia, las cosas buenas suelen ser breves, pero por lo general tienen una influencia decisiva sobre lo que sucede durante largos períodos de tiempo». Veremos.”
Imagen: No esperes demasiado del fin del mundo (2023), dirigida por Radu Jude.