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Guerra, capitalismo, ecología: ¿por qué Bruno Latour no puede entenderlo? // Maurizio Lazzarato

Ante la guerra que ha estallado en Ucrania, el filósofo ecologista se encuentra perdido, abrumado por los acontecimientos, “no sabe cómo sostener ambas tragedias”, la de Ucrania y la del calentamiento climático. Lo único que dice es que el interés por uno no debe primar sobre el interés por el otro. No logra comprender su relación y, sin embargo, están estrechamente vinculados porque tienen el mismo origen. Latour aún tendrá que admitir la existencia del capitalismo, que es el marco en el que surgen y se desarrollan las dos guerras.

La guerra entre Estados y las guerras de clase, de raza y de sexo han acompañado siempre el desarrollo del capital porque, a partir de la acumulación primitiva, son las condiciones de su existencia. La formación de clases (de trabajadores, esclavos y colonizados, mujeres) implica una violencia extraeconómica que funda la dominación y una violencia que la preserva, estabilizando y reproduciendo las relaciones entre ganadores y perdedores. ¡No hay Capital sin guerras de clase, raza y género y sin un Estado que tenga la fuerza y los medios para librarlas! La guerra y las guerras no son realidades externas, sino constitutivas de la relación de capital, aunque lo hayamos olvidado. En el capitalismo las guerras no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.

La guerra y las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final. En el capitalismo provocan catástrofes y extienden la muerte de forma incomparable con otras épocas. Pero hubo un momento en la historia del capitalismo, a principios del siglo XX, en el que la relación entre la guerra, el Estado y el capital se entrelazó tanto que su poder destructivo, que es una condición de su desarrollo (su motor, como lo llamó Schumpeter, la “destrucción creativa”), pasó de ser relativo a ser absoluto. Absoluto porque pone en juego la existencia misma de la humanidad así como las condiciones de vida de muchas otras especies.

 

La Primera Guerra Mundial y la destrucción absoluta

Los defensores del Antropoceno discuten sobre la fecha de su inicio: el Neolítico, la conquista de América, la revolución industrial, la gran aceleración de la posguerra, etc. Todos evitan cuidadosamente enfrentarse a la ruptura que supuso la Primera Guerra Mundial, cuyas consecuencias verdaderamente nefastas siguen actuando en nuestra actualidad.

El gran cambio que afectó para siempre a la máquina bicéfala Estado/capital en el siglo XX se produjo mucho antes de la crisis financiera de 1929, durante la guerra de 1914. La gran guerra es una novedad absoluta porque resulta de una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica. La cooperación de todos estos elementos que trabajan juntos para construir una megamáquina de producción para la guerra cambia profundamente las funciones de cada uno: el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.

Ernst Junger, el “héroe” de la Primera Guerra Mundial, la describe menos como una “acción armada” que como un “gigantesco proceso de trabajo”. La guerra es la ocasión de implicar a toda la sociedad en la producción ampliando una organización de la producción que sólo concernía a un número muy reducido de empresas. “Los países se transformaron en gigantescas fábricas capaces de producir ejércitos en cadena de producción para poder enviarlos al frente veinticuatro horas al día, donde un sangriento proceso de consumo, ahora completamente mecanizado, desempeñó el papel de un mercado (…)”.

La implicación de todas las funciones sociales en la producción (lo que los marxistas llaman la subsunción de la sociedad en el capital) nació en este momento y estuvo marcada, y lo estará para siempre, por la guerra. Toda forma de actividad, “incluso la de un patrón doméstico que trabaja en su máquina de coser”, está destinada a la economía de guerra y participa en la movilización total.

“Junto a los ejércitos que se enfrentan en los campos de batalla, surgen nuevos tipos de ejércitos, el ejército del transporte, de la logística, el ejército de la industria armamentística, el ejército del trabajo”, el ejército de la comunicación, los ejércitos de la ciencia y la tecnología, etc. La logística de la guerra es más eficiente que la logística comercial del capital.

Es en este sentido que la guerra es “total”. Requiere la movilización de la economía, la política y la sociedad, es decir, una “producción total”. Entre la guerra, los monopolios y el Estado, se crea un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar, ni siquiera el neoliberalismo podrá devolver el mercado de la oferta y la demanda y la libre competencia.

El nacimiento de lo que Marx llamó el General Intellect (la producción que depende no sólo del trabajo directo de los trabajadores, sino de la actividad y la cooperación de la sociedad en su conjunto, de la comunicación, de la ciencia y la tecnología, etc.) tiene lugar bajo el signo de la guerra. En el General Intellect marxiano no hay guerra, mientras que en su aplicación real es la guerra la que completa el conjunto. El capitalismo inaugurado por la guerra total es diferente al descrito por Marx. Hahlweg, el erudito alemán que publicó las obras completas de Clausewitz, resume perfectamente este cambio que afecta al capitalismo en la transición del siglo XIX al XX: en el caso de Lenin, las guerras han ocupado el lugar de las crisis económicas de Marx.

Keynes, a su vez, afirmaba que su programa económico sólo podía realizarse en una economía de guerra, porque sólo en este caso se llevan todas las fuerzas productivas al límite de sus posibilidades.

Esta formidable máquina en la que se entrelazan la guerra y la producción acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción. Por primera vez en la historia del capitalismo la producción es “social”, pero es idéntica a la destrucción. El aumento de la producción se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción.

Se inició una loca carrera por nuevos inventos y descubrimientos que buscan aumentar el poder de destrucción: destruir al enemigo, su ejército, pero también a su población y las infraestructuras del país. Este proceso se completó con la construcción de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, máxima expresión de la creatividad y la productividad del ser social, amplía radicalmente el poder de destrucción: a partir de ahora la bomba atómica pone en cuestión la propia supervivencia de la humanidad.

Günter Anders señala a este respecto: si hasta la Primera Guerra Mundial las personas eran individualmente mortales y la humanidad inmortal, a partir de la construcción de la bomba atómica la identidad de producción y destrucción amenaza de muerte directamente a la humanidad. Por primera vez en su historia, la especie humana está en peligro de extinción gracias al poder de una parte de los hombres; los capitalistas, los hombres de Estado, las clases poseedoras, etc., que la componen.

Este salto en la organización político-económica de la máquina bicéfala del Estado/capital fue una respuesta al peligro del socialismo que acechaba a Europa y una acción preventiva contra las guerras de clase, de raza y de sexo que el socialismo rumiaba en su seno (a pesar de las organizaciones que lo estructuraron) y que se desarrollaron a lo largo del siglo XX.

 

La gran aceleración

La acción de esta nueva organización de la máquina Estado/capital no se detendrá con el fin de los combates, ya que la “movilización total” para la “producción total”, la gestión de la emergencia, la concentración del poder ejecutivo y del poder económico, a partir de situaciones temporales y excepciones ligadas a la urgencia de la guerra, se transforman en normas ordinarias de la gestión capitalista.

Los ecologistas llaman al período posterior a la Segunda Guerra Mundial la gran aceleración, dentro de la cual se encontrará intacta la identidad de producción y destrucción que se afirmó durante las dos guerras totales, arraigada en el trabajo y el consumo cotidiano del “boom” económico.

La máquina productiva integrada no se desmanteló, sino que se invirtió en la reconstrucción. Más tarde se verá que la reparación de los daños causados por la guerra determinará una nueva y más formidable destrucción: con la gran aceleración hemos dado un gran paso hacia el punto de no retorno en la degradación del equilibrio climático y de la biosfera.

El capitalismo de posguerra sigue explotando la integración que tuvo lugar durante las guerras totales produciendo tasas extraordinarias de crecimiento y productividad a las que corresponden tasas igualmente extraordinarias de destrucción de las condiciones de habitabilidad del planeta. La especie humana está amenazada de extinción por segunda vez (junto con muchos otros seres vivos). Ya no es la “naturaleza” la que “amenaza” a la humanidad, sino las clases que “dirigen” esta máquina económico-política.

La identidad de producción y destrucción continúa en el marco de una “paz” cuyas condiciones de posibilidad están siempre dadas por la guerra, fría en el Norte y muy caliente en el Sur, donde se concentra la “guerra civil mundial”, anunciada por Hannah Arendt y Carl Schmitt en 1961. Sólo una ilusión eurocéntrica puede pensar en los “treinta años gloriosos” como un período de paz.

La gran aceleración es inconcebible sin el consenso del movimiento obrero, que refuerza su integración con el capitalismo y el Estado iniciada con el voto de los créditos para la guerra de 1914. En el Norte del mundo, el compromiso fordista de posguerra entre el capital y el trabajo se basa en un hecho tácito que vela la identidad de producción y destrucción que la “movilización total” para la “producción total” ha legado al funcionamiento del capitalismo. El movimiento obrero se limitará a exigir salarios y derechos de los trabajadores, dejando todo el poder a la máquina del Estado-capital para decidir el contenido del trabajo y los objetivos de la producción. Un acuerdo opera como si la identidad de la producción y la destrucción sólo se refiriera al período de guerra, mientras que cuestiona el concepto de trabajo y de trabajador. Gunter Anders esboza una primera revisión de estos conceptos a la luz de la nueva realidad del capitalismo. “El estatus moral del producto (el estatus del gas venenoso o el estatus de la bomba de hidrógeno) no afecta a la moralidad del trabajador que participa en la producción. Es políticamente inconcebible “que el producto en cuya fabricación se trabaja, incluso el más repugnante, pueda contaminar la propia obra”. El trabajo, como el dinero del que es condición, “no tiene olor”. “Ningún trabajo puede ser desacreditado moralmente por su finalidad.

Los fines de la producción no deben preocupar en absoluto al trabajador, porque, y “éste es uno de los rasgos más desastrosos de nuestra época”, el trabajo debe ser considerado “neutro con respecto a la moral (…) Cualquiera que sea el trabajo que se realice, el producto de este trabajo permanece siempre más allá del bien y del mal”.

Los sindicatos y el movimiento obrero hicieron un “juramento secreto” de “no ver o más bien no saber lo que (el trabajo) estaba haciendo”, de “no tener en cuenta su finalidad”.

En las condiciones contemporáneas del capitalismo la situación se ha radicalizado aún más, cualquier trabajo (no sólo el que produce “gas venenoso o bombas de hidrógeno”) es destructivo; cualquier consumo (no sólo el de los vuelos comerciales) es destructivo. Ahora es indecidible si el trabajo y el consumo producen el ser o lo destruyen, porque son a la vez fuerzas de producción y fuerzas de destrucción.

En el capitalismo, los individuos son al mismo tiempo “cómplices”, a su manera, de la destrucción, ya que la producen trabajando y consumiendo, y también víctimas de la explotación y la dominación, ya que se ven obligados a fabricar la catástrofe. No hay otra alternativa que romper estos lazos de subordinación que nos hacen objetivamente cómplices y sustraernos de estas relaciones de trabajo y consumo, es decir, llevar el rechazo del trabajo y del consumo hasta su conclusión lógica.

 

El denominado “neo-liberalismo”

La estrategia de la máquina Estado/Capital asume sin reparos la consigna de “movilización total” para la “producción total” que el compromiso capital-trabajo había practicado, pero no reconocido. La matriz económico-política sigue siendo la dibujada durante la primera guerra mundial, cuya nueva mundialización, la intensificación de la financiarización y la concentración del poder económico y político no hacen sino aumentar su dimensión productiva y destructiva, exaltando sus características autoritarias y antidemocráticas.

El neoliberalismo no sólo nace de las guerras civiles en América Latina, sino que se alimenta de todas las guerras que los estadounidenses y la OTAN han declarado en todo el mundo, primero contra un enemigo que ellos mismos habían contribuido a crear (el terrorismo islamista) y luego contra las potencias surgidas de las guerras de liberación del colonialismo (el verdadero objetivo de la guerra actual es China).

La mundialización contemporánea es muy diferente de la que se produjo entre los siglos XIX y XX. Esta última tenía como objetivo el reparto colonial del mundo; la actual ya no puede contar con un Sur sumiso a Occidente. Por el contrario, las antiguas colonias son potencias económicas y políticas que hacen vacilar al Norte, el que carece de toda idea de cómo establecer su hegemonía, si no es por la fuerza de las armas. El Sur global plantea dos nuevos problemas. Las formas de neocapitalismo adoptadas por las antiguas colonias no harán sino aumentar la extensión de la producción/destrucción, al demostrar que la acción de la máquina Estado-capital del centro no puede extenderse al resto de la humanidad: el capitalismo mundializado lleva a un punto de irreversibilidad la devastación que la gran aceleración ya había incrementado en la posguerra.

La afirmación de su potencia (paradójicamente provocada por la mundialización, que debería, por el contrario, haber asegurado el inicio de un nuevo siglo americano) ha reavivado los enfrentamientos entre imperialismos que EE.UU. planea desde hace años transformar en una guerra abierta. Cegado por un delirio bélico, al Norte del mundo le cuesta advertir que ahora es una minoría no sólo desde el punto de vista demográfico (incluso en relación con la guerra actual, la mayoría de los países no se han alineado con las posiciones del Norte porque saben quiénes han sido y son el objetivo del dominio yanqui).

Hay otra sorprendente similitud con el pasado: la violencia que Europa había ejercido sobre las colonias había retornado finalmente al continente con guerras totales y fascismos. Aimé Césaire solía decir que lo que se le reprochaba a Hitler no eran sus métodos “coloniales”, sino su uso contra los blancos. Después de treinta años de guerras lideradas por Estados Unidos y la OTAN en todo el mundo, la violencia armada está volviendo a Europa, impuesta por Estados Unidos y aceptada por los Estados y las élites locales que están completamente sometidos a la voluntad estadounidense. La guerra está preparada para permanecer, porque los estadounidenses no dejarán de ejercer presión armada hasta que logren construir el imposible Imperio, un proyecto tan suicida como homicida. La desgracia de la humanidad para los próximos años está contenida en la frase de Biden “trabajar para que Estados Unidos vuelva a gobernar el mundo”, que es la verdadera agenda de su presidencia. La proclamada oficialmente durante la campaña presidencial para resolver la guerra civil latente se ha ido abandonando.

Estas palabras de Keynes se ajustan a la tragedia de la guerra, así como a la catástrofe ecológica: la hegemonía del capital financiero que condujo a la Primera Guerra Mundial contenía una “regla autodestructiva” que regía “todos los aspectos de la existencia”, una regla financiera de autodestrucción que sigue funcionando en la actualidad. La violencia que desatan los capitalistas y el Estado ya contiene la catástrofe ecológica porque para garantizarse la ganancia, la propiedad y el poder son “capaces de apagar el sol y las estrellas”.

 

La guerra entre potencias y la guerra contra “Gaia” tienen el mismo origen

Creer que Rusia es la causa de una posible tercera guerra mundial es como creer que el bombardeo de Sarajevo fue la causa de la primera. Pereza intelectual y política.\

Hace un siglo, Rosa Luxemburgo ya había captado la imposibilidad del resultado de la globalización del capital y, por lo tanto, la inevitabilidad de la guerra entre los imperialismos: El capital “en su tendencia a convertirse en una forma mundial, se descompone ante su propia incapacidad de ser esta forma mundial de producción”. No puede convertirse en capital global porque depende del Estado-nación tanto para la realización de la plusvalía y su apropiación (la propiedad privada está garantizada por sus leyes y su fuerza), como para su “regulación” porque, sin el Estado, el capital enviaría sus flujos a la luna, dicen Deleuze y Guattari.

La máquina de acumulación y su tendencia a expandirse constantemente (mercado mundial) se basa en una tensión entre el Estado y el capital, aunque ambos participen plenamente de su funcionamiento. El capital expresa una “tendencia a devenir mundial” que no puede conseguir porque no tiene ni la fuerza política ni  militar para sus ambiciones. El Estado, en cambio, ejerce estos dos poderes, pero su base es territorial, con fronteras, Estados rivales. No hay necesidad de oponer el Capital (con su relativa inmanencia) y el Estado (con su soberanía muy real), ya que actúan en conjunto.

El fracaso de la mundialización contemporánea es muy similar al fracaso de la mundialización anterior, entre finales del siglo XIX y principios del XX, y no puede conducir más que a la guerra, porque, una vez que el capital financiero se ha derrumbado, los Estados y sus ejércitos se presentan para luchar por la hegemonía sobre el mercado mundial.

El actual “desorden” mundial (una multiplicidad de centros de poder constituidos por grandes áreas, pero en cuyo centro están siempre los Estados), que los estadounidenses quisieran reducir a un orden imperial imposible porque ya ha fracasado, corre el riesgo de conducir a un caos aún mayor, gane quien gane.

La gran mundialización, en lugar del cosmopolitismo, sólo podía producir lógicas identitarias, ya que el capital, tras la debacle financiera de 2008, tuvo que anidar bajo el ala protectora del Estado, que sólo puede vivir de la identidad: nacionalismo, fascismo, racismo, sexismo, para no derrumbarse y llevarse consigo la “civilización” capitalista.

En el capitalismo, las diferencias no se diferencian produciendo novedades imprevisibles (como afirma ingenua o irresponsablemente la filosofía de la diferencia), sino que se polarizan (desigualdades de renta, riqueza, educación, salud, etc.) hasta convertirse en contradicciones. Si no se convierten en oposiciones a la máquina Estado-capital, se fijan en identidades en cuyo centro siempre encontramos al hombre blanco. Las identidades nacionalistas, racistas y sexistas son las condiciones, ampliamente desarrolladas, para la producción de subjetividades para la guerra. La histeria anti Rusia desatada por los medios de comunicación, el odio racista con el que distinguen entre guerras y víctimas (los blancos y  los otros), han sido preparados durante mucho tiempo por esta destrucción “simbólica” de la subjetividad que ha cultivado un futuro fascista dispuesto a entusiasmarse con la guerra.

Estamos viviendo la realización de un proceso, iniciado hace algo más de un siglo y acelerado a finales de los años 70, de cierre de todo “espacio público” y de saturación de la cuota de propiedad privada en todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Se trata de un proceso de alcance completamente diferente al de la “dictadura sanitaria” (Agamben). El estado de emergencia es la normalidad que debe acompañar necesariamente a la identidad de la producción y la destrucción porque ha estado progresando desde principios del siglo XX, enraizada en la máquina del Estado-Capital cuyas promesas de paz y prosperidad sólo duran lo que dura una “bella época”.

Basta un análisis superficial del capitalismo y de su historia para comprender que, tras brevísimos periodos de euforia (la belle époque de principios de siglo y de los años ochenta y noventa) en los que el capitalismo parecía triunfar sobre todas sus contradicciones, sólo le quedaba la guerra y el fascismo para salir de sus atolladeros.

La prosperidad para todos se ha convertido en una enorme concentración de riqueza para unos pocos, una devastación financiera y una lucha a muerte por la hegemonía económica y el acceso a los recursos. La salvaguarda de la vida a cambio de obediencia que, desde Hobbes, debe garantizar el Estado frente a los peligros de la “guerra de todos contra todos” queda doblemente desmentida: ya sea por la organización de las masacres de las guerras industriales como  por la extinción de la especie humana, que ya está muy avanzada.

La biopolítica (“hacer vivir y dejar morir”) revela todo su contenido “ideológico” frente a la realidad de la máquina capital/Estado que desencadenó la violencia económica del primero y luego desató la violencia armada del segundo. Dos violencias que, combinadas, están muy lejos de la pacificación gubernamental que supone el “laissez vivre”.

La posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica que Günther Anders predijo en los años 50 se reaviva ahora por la “violencia difusa” del calentamiento climático, la degradación de la biosfera, el agotamiento del suelo, la sobreexplotación de la tierra, etc. Dos temporalidades diferentes, la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado que proviene de la misma fuente: la identidad de producción/destrucción. En la actual guerra de Ucrania vivimos bajo la doble amenaza (la atómica, que nunca había desaparecido) y la “ecológica”. Lo que Latour no ve, la actualidad se ha encargado de demostrárnoslo. La guerra, al menos, habrá servido para eso, para revelar la inconsistencia de gran parte del pensamiento ecológico y de sus intelectuales más prestigiosos.

 

Post Scriptum: Crisis de la ontología

La identidad de producción y destrucción determina una crisis en la concepción del ser cuyo poder productivo afirma la filosofía: el ser es creación, un proceso continuo de expansión, la construcción del mundo y del hombre. Esta larga historia del ser se ve interrumpida por la Primera Guerra Mundial, ya que la autoproducción del ser coincide con su autodestrucción.  Las filosofías de los años sesenta y setenta no reconocen en absoluto esta nueva situación. Por el contrario, hacen demasiado hincapié en el poder de invención, proliferación y diferenciación del ser. El negativo de la destrucción es expulsado del pensamiento en el momento en que el ser, con la producción total, es comparable a una fuerza “geológica” capaz de modificar la morfología del terreno, al tiempo que destruye las condiciones de habitabilidad. La crítica de lo negativo se centra en la dialéctica hegeliana, mientras que se olvida problematizar la negación absoluta que conlleva el nuevo capitalismo. En un momento en el que el ser parece enriquecerse con la producción continua de nuevas singularidades, se consume, se agota e incluso está amenazado de extinción. Se trata de una situación inédita que la filosofía evita como la peste.

La identidad de la producción y la destrucción nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser. Las guerras totales y la aceleración conjunta de la acción del capital, el Estado, la ciencia/tecnología y el trabajo han hecho inoperante la oposición marxista entre fuerzas productivas y relación de producción, porque las fuerzas productivas son al mismo tiempo fuerzas destructivas. En el siglo XIX, el trabajo y su cooperación, la ciencia y la tecnología parecían constituir una potencia creadora aprisionada por las relaciones de producción (principalmente la propiedad privada y el Estado que la garantizaba). Era necesario liberarlos de las garras de estos últimos para que pudieran desarrollar sus poderes productivos, limitados por el beneficio, la propiedad privada y las jerarquías de clase. En las condiciones del capitalismo de posguerra, es indecidible si el trabajo es producción o destrucción, ya que es ambas cosas a la vez. Por eso no puede haber una ontología del trabajo. Por eso hay que repensar las modalidades de la acción política.

Las luchas, los rechazos, las revueltas, las cooperaciones, las actividades de “cura”, las solidaridades, las revoluciones siguen estando a la orden del día, la ruptura con el capitalismo es aún más necesaria, ya que lo que está en juego es la vida misma de la especie, pero en un marco radicalmente modificado por la existencia de la destrucción que es como la sombra de la producción.

Artículo en francés elaborado por el autor para Revista Disenso

Traducción: Iván Torres Apablaza y Tuillang Yuing Alfaro

Fuente: Tinta Limón

Otra vez Gaza, otra vez la política de la masacre sistemática

quñéLa derecha que gobierna Israel nos hace saber, una vez más, qué se propone en Gaza. La CNN registra fotográficamente las postales de la masacre en curso. Hamas había exigido horas antes que la policía israelí se retirara de la mezquita Al Aqsa, en Jerusalén, “donde cientos de palestinos resultaron heridos”. Durante semanas, informa la CNN, ultranacionalistas israelíes venían provocando a los creyentes musulmanes, con la activa complicidad de la policía local. Recién entonces Hamas dispara cohetes contra la ciudad de Ashkelon, cohetes que no causan víctimas israelíes. El sistema de defensa Iron Dome los intercepta el 10 de mayo. No alcanza. Un ataque aéreo contra Khan Yunis, en el sur de Gaza, arroja 20 víctimas mortales. Una serie de fotos muestra el impacto, mientras integrantes de la defensa civil palestina remueven los escombros. Esta es una escalada que recién empieza. Con el correr de los días los muertos, de ambos pueblos, no cesan. Tienden a incrementarse respetando la misma asimetría militar. Cohetes contra ataques aéreos.

¿Hasta cuándo? ¿Para qué?

Hace demasiado tiempo que el general Itzhak Rabin fue asesinado. El 4 de noviembre de 1995 murió uno de los dos firmantes del Acuerdo de Oslo. El socio de Yasir Arafat cayó, y junto con el primer ministro israelí murió la chance de una paz posible. En julio de 1995, Benjamín Netanyahu encabezó una falsa procesión fúnebre con ataúd y soga, donde los manifestantes corearon «Muerte a Rabin». En el mismo sentido, sin rodeos, se pronunciaron rabinos fascistas. De acuerdo con la ley judía, debe ser asesinado quien, advertido de su delito (entregar tierra santa a infieles), se niegue a obedecer. Rabin fue advertido y asesinado por los mismos que hoy gobiernan Israel. Pasó hace más de 25 años.

Las personas que firmamos abajo, judías y no judías, exigimos la inmediata detención de los bombardeos a Gaza y el respeto al derecho internacional público, para restablecer el imprescindible acuerdo de paz entre palestinos e israelíes; al tiempo que responsabilizamos al gobierno de Netanyahu por crímenes imprescriptibles contra el pueblo palestino.

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La performatividad del Coronavirus // Eduardo Medina

1.
Un extraño virus aparece en una ciudad de China y empiezan a morir personas. Es una nota de color. El virus al parecer se produjo por la ingesta de murciélagos. Wuhan se llama la ciudad. Un mercado de ahí parece ser el epicentro de todo. La noticia no es el virus, sino que en China comen murciélagos. Pero el virus escapa al factor murciélago y empieza a propagarse en diversas regiones de China y de otros países al rededor. Con el transcurrir de las semanas la noticia cobra más espacios en canales de televisión, medios online e impresos, pues organismos internacionales han hecho declaraciones al respecto afirmando la seriedad y mortalidad del virus. El virus tiene nombre, se llama “Coronavirus”. ¿Por qué ese nombre? Ahora está en un crucero, el Coronavirus parece que está allí. Hay infectados, un barco amarrado a un muelle por la fuerza. Y hay argentinos. En el crucero hay argentinos que también podrían tener el Coronavirus. La noticia nos es lejana aun. Pero China se ha blindado. El Estado de ese país toma medidas, restringe la circulación, amuralla Wuhan y los médicos e investigadores entran en acción en los distintos laboratorios. Finalmente el Coronavirus llega a Europa a través de la globalización, viajes comerciales y demás. Hay muertos en Europa, infectados, declaraciones al respecto de distintos mandatarios. ¿Puede llegar ese Coronavirus a Latinoamérica, a la Argentina por ejemplo? ¿Cuándo? ¿Nos debemos preocupar? En las redes sociales empiezan a circular chistes del Coronavirus, memes, videos, gif y stickers en Whatsapp. Una noticia grave sale por todos los medios: hay un infectado en el país y otros posibles contagiados. Son personas que vinieron de Europa. Es marzo de 2020. El Coronavirus ha llegado hasta nosotros. Está entre nosotros. Van a empezar a cerrar lugares, cortar el tránsito, tomar medidas drásticas. Van a anunciar una cuarentena, aparentemente obligatoria. Habla Alberto Fernández. La cuarentena está decretada. Todos en sus casas. ¿Qué es el Corona-virus?

 

2.
Como registro (libre) de una noticia, el Coronavirus es una más de tantas. Pero para los argentinos, luego de la última dictadura cívico-militar, solo la cruenta Guerra de Malvinas tuvo un efecto parecido. Allí hay un clásico y muy comentado estudio de Lucrecia Escudero Chauvel, Rumores y estrategias de guerra. La historia del submarino Superb, sobre la supuesta llegada a las costas del país de un temible y poderoso submarino ingles llamado “Superb”, construido a través de las noticias pero que nunca siquiera salió del puerto británico en donde se encontraba. Lo que finalmente sí llegó fue la guerra, que dejó muertos, heridos y un saldo traumático que aun no se pudo suturar para todos los que participaron en ella y para la sociedad en su conjunto. En ese trabajo Escudero Chauvel se pregunta, además de cómo se construye un rumor y de su forma práctica, cuáles son las distinciones mediáticas y socioculturales que permiten que un rumor, luego de una semiósis social, llegue a tener un valor o estatus ontológico, de “verdad”, es decir, de “verdad” para el que lo lee. Para la autora, en los medios de comunicación, ante la dicotomía Verdad/Falsedad, los mismos intervienen con una lógica propia que se da a través de la generación de “mundos posibles”, de un “irrealismo eficaz”, creando de este modo una “verdad mediática”. En el consumo y tráfico de información, ante la imposibilidad física y técnica de la comprobación o verificación, se hace imprescindible una eficacia simbólica capaz de dar confianza y credibilidad en los medios que la difunden, pero también un orden al mundo de los signos que nos circundan, que nos envuelven y de los que nosotros somos dinámicos reproductores y ahora, en los últimos tiempos, también ávidos productores. 

Es claro que el estudio de Escudero Chauvel tiene como condición temporal de producción las décadas del `80 y del `90, a donde la Internet era casi inexistente y la explosión de las redes sociales aun ni se vislumbraba. Hablamos de una circulación  de la comunicación descendente, es decir, de los medios de comunicación hacia la sociedad. En la actualidad esa circulación ha cambiado, se ha trastocado. Ahora existe, además de la circulación comunicacional descendente, la horizontal y la ascendente.  En donde la horizontal no tiene casi mediación temporal, es instantánea, a través de grupos en redes sociales, páginas web y blogs. Y la ascendente es la que producen los sujetos desde sus hogares o distintos espacios, no ya en papel o ni siquiera a través de una computadora, sino en los teléfonos celulares, usando las redes sociales como plataformas, pero también los comentarios en diarios online o hashtag. No un tweet, sino el comentario de un tweet puede ser la noticia que “levanta” un medio online o el noticiero de un canal de aire, estableciendo así un pasaje entre dos formas de discursividad distintas.

Lo que el Coronavirus pone en cuestión como noticia y como discurso es la circulación, el valor que tiene la circulación del discurso en una sociedad, frente a los miles y miles de estudios y papers que han puesto por apatía (y tal vez por facilidad) el foco tanto en la producción como en la recepción de dichos discursos. Es claro que la circulación no es un ente conceptual sencillo de apresar, pues juega con la instantaneidad como su condición más fiel de permanencia y persistencia. Si los medios masivos y las redes sociales habían puesto en jaque a los analistas e investigadores sociales, la semántica de una pandemia y la performatividad del significante llamado Coronavirus, directamente han desbaratado las herramientas teóricas con las que contamos. 

 

3.
¿Qué es el Corona-virus? ¿Es algo que podemos testear, verificar, comprobar por nosotros mismos? ¿Cuántos de nosotros tenemos amigos contagiados o muertos por este virus? Lo que nosotros tenemos es una construcción sociocultural del virus, llamado “Coronavirus”, pero que lentamente va produciendo el desplazamiento a su originario pero más sofisticado nombre “COVID 19” (todo en mayúsculas).

Nada de esto implica desconocer bajo ningún aspecto las declaraciones y mandatos de las autoridades nacionales y mundiales sobre esta problemática, ni mucho menos ignorar las innumerables muertes producidas en los distintos países a raíz de un mismo diagnóstico: Coronavirus. Es bueno hacer esa aclaración. Lo que intentamos es posicionarnos críticamente frente al significante Coronavirus y tal vez empezar a socavar a tiempo los elementos que componen esa significación.

¿Qué hay adentro del Coronavirus? Muerte, miedo, aislamiento, Estado, política, información, humor, enfermedad, Presidente, respiradores, China, Italia, España, Bolsonaro, Trump, barbijos, abuelos, estornudos, tos, calle, calle-vacía, encierro, soledad, angustia, etc. etc. ¿Quién puso todo eso ahí adentro? Como titularía Borges, todos y ninguno. Incluso a diferencia de otros significantes que no tienen correlato en el mundo fáctico, el Coronavirus guarda para sí la instancia de que puede vérselo o al menos hay personas que pueden verlo, como los médicos que seguramente podrán observarlo a través de microscopios en los laboratorios. Entonces tiene una existencia positiva, real, pero para nosotros, ciudadanos de a pie, el virus es una consecuencia, un efecto de algo que no vemos ni podemos ver, que no podemos comprobar. Y hacerlo, comprobarlo, posiblemente sea nuestra muerte o la muerte de un familiar o ser querido. Por lo tanto es posible discursivamente llamarlo “enemigo” como lo han hecho entre muchos otros Emmanuel Macron, presidente de Francia, o Alberto Fernández, el presidente argentino. Y la palabra “enemigo” en la política tiene un peso muy particular. Que todos y ninguno sean los responsables de lo que significa el Coronavirus y que el mismo goce de algún estatus real, permite deslindar culpas o atribuirlas, desentenderse o hacerse cargo, visibilizar el problema o no hacerlo, infundir el miedo o la calma, pero fundamentalmente esta construcción permite darle el carácter de verdad necesario para la acción, en principio contra el propio virus. Es como decir, “No importa que no lo hayas visto o no sepas, el Coronavirus existe porque hay una comunidad científica que sí lo vio. Y la OMS y el Estado le creen a esa comunidad”.

 

4.
En este punto del problema, queda la certeza de que las diversas instituciones y el Estado siguen teniendo una clara influencia sobre distintos procesos sociosemióticos, no ya como antaño en donde discursos alternativos al oficial, clandestinos o “ilegales”, muy de vez en cuando le ganaban la batalla. El Estado ya no pelea solo contra medios de comunicación. Hoy la sociedad (¿civil?) juega sus fichas en la circulación de la información. Y hasta podría decirse que los medios monopólicos han empezado a trazar ciertas alianzas con esa sociedad en desmedro del Estado y sus políticas públicas a través de esos pasajes entre distintas discursividades que más arriba mencionábamos. Tal vez la salud pública sea el último reducto o esfera de la praxis en donde el Estado cuenta con legitimidad para actuar y provocar acciones como las que estamos viendo hoy en día.

La salud pública o su reverso, la pandemia que ahora nos invade, parecen tener un efecto político que pocas veces se había podido observar. Un presidente ordenando a los ciudadanos retirarse a sus casas para aislarse, perdiendo la “libertad” garantizada por las constitución y afianzada por la costumbre, sin dudas que es un hecho sin precedentes, mucho más por el acatamiento generado. ¿Qué es lo que produce ese acontecimiento? Hay un trasfondo institucional que parecía perdido (felizmente) desde la última dictadura cívico-militar, que es el uso legítimo de la violencia. Las fuerzas de seguridad desplegadas en las calles resguardando que las medidas se cumplan. Como bien habíamos visto en las últimas décadas, el Estado había perdido parte importante de este atributo a partir de la prerrogativa de que usar la fuerza pública garantizaba un orden coyuntural, pero a la vez restaba legitimidad al gobierno que lo usase. Por otro lado, la pandemia tiene el trasfondo, no de la muerte, sino del miedo a la muerte. Por lo que el ciudadano, al desplazarse, se encuentra ante dos temores que lo acechan complementándose en la efectividad del fin deseado por el Estado.

El Coronavirus opera la irrupción de lo Real en nuestras vidas. Porque el temor está en el cuerpo y es una de las tantas pasiones o sensaciones de las que no podemos escapar mediante un juego simbólico cotidiano. Es lo que finalmente no se puede nombrar. A donde no hay universo simbólico que nos salve, que ponga palabras en su reemplazo. Y es ahí a donde el Estado parece hacerse cargo de nuestra angustia a través de su institucionalidad, de su edificio, de su facticidad. El Estado asume un saber que no tenemos, y ahora es él el que sabe y nosotros no, cuando por años hablamos de que el Estado era el atraso, la inoperancia y la ignorancia. ¿Será que cambió y ahora sabe, o lo hemos re-significado? Esa re-significación, en todo caso ¿será transitoria o permanente? ¿Para la salud pública solamente o para las demás prácticas sociales? Tenemos en ese punto un hecho positivo, pero también una posibilidad.

 

5.
En efecto, la salud pública, o más precisamente el Coronavirus, es el aleph desde donde el Estado está pudiendo encontrar una forma de observar y posicionarse frente a problemáticas sociales de múltiple índole. Ese lugar desde donde el Estado ve a través del Coronavirus es su acción más potente en años. Nunca había tenido todos los temas más acuciantes simultáneamente en agenda como ahora. Porque lo que revela la pandemia es un sistema de salud deficiente, un sistema de educación atrasado tecnológicamente, una economía endeble que se derrumba ante el primer traspié, la pobreza, la exclusión, la marginación, la falta de una comunicación confiable entre el Estado y los ciudadanos, la violencia de género que se agudiza en la cuarentena, el drama de la vejez, del trabajo en negro, etc., etc. En definitiva, la desigualdad que el aparato estatal por su propia historia y naturaleza ha querido y debido reproducir desde que se formó. Algo que en menor escala pasó en Estado Unidos con el Huracán “Katrina” en el año 2005. Todas problemáticas estructurales que no pueden ser atribuidas a un solo gobierno, pero que sí se le deben marcar al conjunto social y a la clase política en particular.

 

6.
Entonces tenemos por un lado un Coronavirus para la ciudadanía y, por otro, uno para el Estado y los distintos estamentos gubernamentales (Nación, provincia y municipios). El significante no opera de la misma manera, más allá de que, en la práctica, el discurso de un presidente, Alberto Fernández en este caso, o de cualquier gobernador o intendente, parezca igualar el problema en el valor que tenga el término “Coronavirus” y las problemáticas que arrastra. El saber, el conocimiento, la información que se registran alrededor del Coronavirus son operadores fundamentales. Lo que en el Análisis del Discurso se llama “extratextualidad”, “saberes extratextuales”, trabajan en el universo cognoscitivo de una manera desmedida, formando mayas o redes de información a donde atrapar el significante “Coronavirus”, para así convertirlo o re-convertirlo diariamente en un significante cada vez más monstruoso. Los saberes que despliega el significante temporal y espacialmente parecen agolparse ante nuestros ojos y sentidos de una forma caótica, casi imposibles de procesar y categorizar. Hasta la vida intima parece mediada por el significante Coronavirus, trazando distancias reales y convirtiendo a la virtualidad en la incompletud de la incompletud.

El discurso del Gobierno opera esa extratextualidad todo el tiempo. La escenificación del pote de alcohol en gel en los estrados o escritorios desde donde los distintos representantes difunden información y pautas, es el cruce y a la vez la distancia que marca la significación del Coronavirus. De un lado estamos Nosotros, del otro Ustedes, pero nos une este objeto que aquí está y que pasa a representar el problema y el grado de cercanía que tenemos. No es ya un Estado paternalista, tampoco un amigo, pero sin dudas que el virus ha impuesto una relación Estado-Sociedad mediada por un discurso volcado a la salud, al cuidado, al respeto, a la seguridad y a la prevención, que deberá encontrar su nombre en los próximos  tiempos.

Todo esto también implica que no se está discutiendo el poder del Gobierno, ni las medidas que toma. De a ratos ni siquiera se debaten las formas o los modos, como se acostumbra hacer en la llamada “patria panelista” de los canales de televisión. Ni siquiera se está discutiendo el valor que el Gobierno le asigna al Coronavirus como problemática social. ¿Cómo puede ser posible eso? Es como si nadie quisiera estar ahí, asumiendo todo ese universo de problemas que la pandemia dispara, ni siquiera del lado crítico. Si hasta incluso Patricia Bullrich, virtual líder de la oposición, escribió un tweet luego de la conferencia del Alberto Fernández  el domingo 29 de marzo diciendo: “Presidente, apoyaremos la cuarentena y trabajaremos, como oposición responsable, junto al Gobierno y a todos los argentinos para lograr el mejor resultado como país”. Sin un ápice de ironía, sarcasmo o distancia, el breve posteo de Bullrich puede ser el de cualquier gobernador del PJ o de un líder sindical aliado al Gobierno. ¿Cómo se produce un desplazamiento semejante en una sociedad marcadamente antagonista?

 

7.
El Coronavirus marca lo que en semiótica puede llamarse como “esfera de guerra”. Una instancia social, histórica, temporal, en la que el significante obliga a su aceptación plena o a la exclusión de quien lo rechaza. En los meses que duró la Guerra de Malvinas, el actor o individuo que no apoyaba a las Fuerzas Armadas (Gobierno de facto en ese momento) era poco menos que un enemigo, un apátrida, un traidor. Si en un autobús de línea se identificaba a un negador de la “gesta”, rápidamente se procedía a bajar al mismo de ahí a los insultos, cuando no a los golpes. Lo mismo sucedía en canchas de futbol, escuelas, universidades. El que repudiaba o criticaba la iniciativa de “recuperar las Malvinas” se convertía en un paria.

Pero una “esfera de guerra” no se consigue solo con la llegada de un  “enemigo” y su obvia identificación. Se necesita de todo un sistema de operaciones simbólicas para lograrlo. Y esas operaciones a veces llevan semanas o meses de preparación, dependiendo más del azar y de sucesos acontecimentales que de la manipulación o planificación de acciones, como a los fanáticos de las teorías conspirativas les gustaría pensar.

Las palabras “enemigo”, “excepción”, “guerra”, “lucha”, “preparación”, acondicionan el campo semántico necesario para una guerra. Pero hace falta que el sujeto, la población, el ciudadano, se sienta en esa guerra, asuma una posición, identifique a sus aliados, pero principalmente a ese “enemigo”, a esa otredad, y también a la línea que lo separa de unos y de otros. ¿A dónde está esa línea que nos confronta con el Coronavirus? ¿A dónde están mis aliados? ¿Puedo confiar en el de al lado? ¿O mi vecino puede estar infiltrado el enemigo?

Solamente en una guerra una sociedad puede ser tan operada por un significante. ¿Cuál es la diferencia sociosemiótica entre un contexto bélico y uno como el que actualmente vivimos? La condición del enemigo al que nos enfrentamos, su identificación, su nombre, su materialidad. El enemigo Coronavirus, como ente, puede circular entre nosotros, pues ha cobrado una existencia óntica merced a la circulación sincrónica y diacrónica del saber de su existencia. Ya existe fuera de nosotros. La relación con otros elementos del discurso le han dado un valor, una identidad. En cuanto a su ontología, es un saber al que nos da miedo  llegar, pero del que queremos apropiarnos. En tiempos de lo pos y de la interminable y solapada condena a las ideologías y los grandes relatos, podemos afirmar que la verdad, la vieja y bella Verdad, sigue ejerciendo su seducción como siempre lo ha hecho. El Coronavirus nos muestra su semblante, nos asusta descubrirlo, pero conjuramos ese incordio con el humor, con la reflexión veloz basada en el dato cotidiano, con el consumo de la información que le sigue dando forma continua, con la conversación virtual custodiada por su presencia. 

 

8.
La pandemia impone orden y control, pero no lo hace con la cohesión de la fuerza ni con un relato abierto, tampoco con la amenaza de un enemigo real. No es por solidaridad que el ciudadano se “guarda”, ni por cuidado de sí y de los otros (más allá de que luego esa sea la justificación pública de su acción). Es la soberanía del significante, como decía Foucault, lo que nos compele a aislarnos. No sabemos qué hacer ante el poder de los signos. La aparición de un elemento constitutivo del discurso del Coronavirus puede llegar a infundirnos el más profundo de los temores. El signo de la pandemia puede estar en un taper, en la ropa, en la vereda. Soñamos dormidos y despiertos con el contacto que no llega, con la posibilidad de su ingreso en nuestro cuerpo. ¿Tiene todo esto algo que ver con las filosofías de lo bio, de lo tecno, de lo pos? Nada. En absoluto. El Estado no se ha movido de su lugar. Las instituciones públicas y privadas, si no están cerradas, han reducido al máximo su influencia. El presidente no decidirá la muerte de nadie, más no sea por la omisión infructuosa de alguna medida de salud. No, nada de todo eso. El poder de sujeción de los cuerpos ha cambiado de lugar, pero lo ha hecho a un sitio que no estaba previsto en las filosofías contemporáneas

El Coronavirus parece ser más soberano que cualquier atributo estatal. Su infinita semiósis lo impregna todo. Compite con la política en ese acaparamiento, y también compite con el poder financiero en la velocidad de su desplazamiento.

Las amplias secciones de noticias dedicadas a la pandemia se basan en historias de vida, fotos, amplia dependencia de lo ocurrido en Europa y, por supuesto, la contabilidad diaria, minuto a minuto, de los muertos, tanto en Italia como en España, Estados Unidos y ahora en Francia. El número de muertos es clave para entender la construcción. El virus es muerte, hoy la muerte es el Coronavirus. Las muertes por accidentes de tránsito, violencia de género o asaltos a mano armada han perdido el estatus que tenían. Nadie parece morir sino no es por el virus que anda, que está entre nosotros, que circula. Por ese enemigo invisible que nos obliga a aislarnos, guardarnos, mantener las distancias, reservar el saludo, ser solidarios, consecuentes con lo que disponen las autoridades, etc.

Como antes dijimos, orden y control que no está viniendo de poderes instituidos o emergentes, sino de la tiranía de un poderoso significante. Desatado y tan letal como los efectos que produce en los cuerpos que toca. Ese des-encadenamiento se da en el marco de una sociedad que parece no poder ya controlar, seleccionar y redistribuir con los viejos procedimientos los discursos producidos, tal como había hipotetizado Foucault. Y por lo pronto y ante el latiguillo repetitivo “no se sabe mucho de él”, tampoco las filosofías actúales pueden dar con el concepto capaz de conjurar sus poderes y peligros, dominar los acontecimientos aleatorios que nos invaden y esquivar la temible materialidad en las que nos vemos envueltos.

 

Mientras tanto, nosotros acá, no hemos hecho más que seguir alimentando al monstruo.     

 

 

Paraná, 3 de abril de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

La Guerra Neoliberal: Militarización de la Seguridad Interior. Carta a lxs hermanxs argentinxs // Dawn Marie Paley

Carta a los hermanos y hermanas argentinxs:

Tratar de resumir los horrores de la guerra en México durante los últimos 12 años parece ser un ejercicio fútil. ¿Por dónde empezar? ¿Por las estadísticas que nos muestran que por la violencia ha descendido la expectativa de vida de hombres mexicanos, o por las tasas de homicidio que se han duplicado o por las 35,000 desapariciones que se han denunciado -es decir, sin contar aquellas de las que no se habla? ¿Por dónde empezar? ¿Recordando eventos con reconocimiento internacional, como la masacre de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa en Guerrero el 26-27 de septiembre del 2014? O expresando lo que difícilmente se habla: cientos de miles de personas desplazadas, cientos de miles de restos humanos quemados y botados en los desiertos, miles de cuerpos bajo tierra dispersos a lo largo y ancho del país en sitios que se prestan al entierro. No hay forma de resumir los traumas intergeneracionales, la destrucción de entramados comunitarios y la violencia desplegada en medio de la confusión y el miedo, separa y estigmatiza a las víctimas y a sus familias.

No podemos, ni queremos argumentar que México fue un país pacífico antes del arranque de la guerra en diciembre del 2006. Pero desde entonces, nos encontramos viviendo la transformación del estado mexicano en un estado que se basa en el terror y la violencia más que en las dos caras de tutela y despojo que perduraron en la estela de la revolución mexicana.

Al nivel del discurso, esta violencia extrema, prologada e imposible de resumir apareció con palabras que parecieran neutras, casi de cajón. Desde el primer día de su mandato, el ex-presidente de México Felipe Calderón dejó en claro que la seguridad iba a ser una prioridad durante su sexenio. No fue un tema importante en su campaña, pero lo dio prioridad al momento de investidura: “Una de las tres prioridades que voy a encabezar en mi Gobierno es, precisamente, la lucha por recuperar la seguridad pública y la legalidad; las instituciones responsables de la seguridad pública requieren transformaciones profundas para incrementar sustancialmente su eficacia…”

A diez días de iniciar su presidencia, anunciaron la Operación Conjunta Michoacán, que consistía en el despliegue de 4,260 soldados, 1,054 marinos y 1,400 policías al estado de Michoacán, supuestamente para combatir la delincuencia organizada. Operación Conjunta Michoacán abrió el camino para la militarización de muchas más regiones del país, y también para la profundización de procesos de paramilitarización por parte de los llamados “carteles de la droga”.

A casi doce años del primer discurso de Calderón como presidente, México es un país en guerra, un país herido, y un país donde el capital transnacional ha florecido. Por eso, leemos la militarización y la paramilitarización del país, además de las políticas de austeridad y privatización puestas en marcha durante este tiempo, como huellas de una guerra neoliberal. La guerra neoliberal produce opacidad y confusión, y a pesar de beneficiar al capital transnacional y al poder represivo del estado, es despolitizada en los discursos oficiales que centran drogas, carteles y criminales como su objetivo. Se despliega a partir de la militarización formal, con crecientes presupuestos militares y policiacos. Y su forma es la contrainsurgencia ampliada, en la cuál son las diversas colectividades constituyentes del mundo popular y comunitario quienes terminan siendo los blancos de la desaparición forzada y la masacre.

Hace pocos días, supimos que Macri anunció que las fuerzas armadas iban a volver a tener un papel en la seguridad interior de Argentina. Sus palabras, al igual que las de Calderón, fueron bien medidas, como si fueran inocuas. “Los argentinos vivimos en una zona de paz y estabilidad, pero somos parte de ese mundo complejo donde las amenazas, los riesgos y los desafíos que afectan a los estados requieren de una coordinación y una articulación eficiente. Necesitamos que nuestras fuerzas sean capaces de enfrentar los desafíos del siglo XXI, pero tenemos un Sistema de Defensa desactualizado, producto de años de desinversión y de la ausencia de una política de largo plazo. Seguimos conservando un despliegue territorial para amenazas antiguas”, dijo Macri desde el Campo de Mayo.

Lo que esta haciendo Macri con este discurso y con la llamada reforma en el Sistema de Defensa Nacional es asentar las bases para imponer la guerra neoliberal en Argentina. Tendrá otras particularidades nacionales, por cierto, pero se viste en palabras muy similares a las de Calderón: hay que modernizar las fuerzas armadas, transformarles, hacerles más eficientes. Desde la experiencia en México, sabemos que la amenaza futura a que alude Macri es la fuerza de lo comunitario-popular en lucha, de las mujeres y su energía desplegada, de los movimientos sociales con fuerza creciente para defender y disputar la riqueza material en las urbes y en los territorios… Se amenazan las redes y tramas que sostienen la vida y dotan de capacidad a las luchas.

En su discurso en el Auditorio Nacional en la Ciudad de México el primero de diciembre del 2006, Calderón dijo: “Sé, que restablecer la seguridad no será fácil ni rápido, que tomará tiempo, que costará mucho dinero, e incluso y por desgracia, vidas humanas”. Entonces no imaginábamos los niveles de violencia, de matanza, de terror a los cuales iba a llegar el país. Por eso, escuchar a Macri decir “Sabemos que esta transformación no va a ser fácil, los cambios profundos nunca lo son” al final de su discurso, llamando a la participación de las fuerzas armadas en la seguridad interior nos da, desde México, escalofrío y pavor extremo. Les hemos visto marchando contra el anuncio de Macri, y les mandamos mucha fuerza: no pasarán.

 

Dawn Marie Paley, Puebla, México

 

Dawn Marie Paley es autora de Capitalismo Antidrogas: Una guerra contra el pueblo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El significante errante // Henri Meschonnic

Traducción: Raquel Heffes[1]
En las ideas recibidas, en la mundanidad del pensador estrella de cada época, hay violencia. Que no es vista como violencia. El aire del signo sofoca. Aun cuando la inmensa mayoría vive en él sin pensarlo. Rechazarlo es encarnar mi tiempo. Violencia contestataria que en cambio es visible y vista como violencia. De inmediato y desde hace una treintena de años, catalogada como polémica.
En un sentido, en el consenso reinante, no es un problema. Aun teniendo que repetir tantas veces como sea necesario que la crítica no es polémica. Que la crítica es búsqueda de estrategias, de funcionamientos, de historicidades. Heredera, en algún sentido, de la “búsqueda de verdad”. No búsqueda de poder. Diferencia radical con la polémica, que sólo quiere poder. Poder sobre la opinión. En primer lugar silenciando al adversario. Diferencia ética y diferencia epistemológica. La confusión, cuando es interesada, y no beneficia más que a la polémica, pasa a ser un procedimiento polémico.
Silencio que produce una forma de utopía. Como condición de época para la crítica. Pero el poema también tiene su política. El poema termina por poner el silencio de su lado. Es al menos la utopía del poema. De hecho, ése es su trabajo. El ritmo hace el suyo. Y el poema va.
La cuestión de la crítica es un tema difícil. No se eligen las cosas más importantes. No se elige estar o no en el poema. No se elige tal o cual discurso en la medida en que se está comprometido. Hay que distinguir entre varios tipos de polémicas. Hay una polémica periodística, una polémica de ideas, una polémica por las posiciones de poder que proviene de la confusión mantenida entre el plano de las ideas y el plano del poder, poder también en el sentido de la conquista de posiciones en Universidades, publicaciones…  Diferentes estilos de polémica que implican varios niveles de compromiso. Hay una polémica que se puede elegir por poder y otra que no se elige, cuando se trata, precisamente, de oponerse a los poderes, y a la confusión entre autoridad y control.
A modo de epígrafe en Critique du Rythme[2] puse la frase de Mandelstam: “En la poesía, siempre hay guerra.” Válida también para la teoría. Que es la reflexión sobre lo desconocido. En el pensamiento, siempre hay guerra. Basta con situarse en la historicidad, en el advenimiento de lo nuevo, de lo imprevisible, para estar conminado a la lucha contra los poderes de opinión. La negación de la polémica implicaría que no hay guerra. Sería una visión ahistórica del pensamiento, del arte, de la literatura, una ingenuidad insoportable. Decir que no hay polémica, es también ponerse del lado del poder. Crédulos aparte, es sólo desde el punto de vista del poder que no hay lugar para cuestionar las posiciones alcanzadas. Por lo tanto, la impugnación o la subversión, o mejor: la lucha por respirar, legitima la polémica. Que del punto de vista de representantes de las posiciones establecidas haya silencio, no asombra. ¿Cómo se hace? No hay elección. Si me sitúo del lado del significante, en la apertura de lo que hace sentido en el infinito y la historia, no puedo más que resistirme a todo lo que se sitúa en el signo, en tal o cual componenda con la historia, donde la historicidad se engloba íntegramente en el pasado y ya no se abre más a la utopía.
 
La utopía es una paradoja. Tiene varios sentidos. Puede ser en efecto la ausencia de un lugar, un refugio fuera del lugar y del tiempo: dos inseparables. Pero la utopía también puede ser un paso a la conquista del lugar y del tiempo.
Aquí hay una difícil relación con la mística. Por la que el mismo Gershom Scholem resulta ambiguo. Eligió ser historiador, posicionado en la crítica bíblica y la historia de las religiones. Está afuera. La mística es su objeto científico. Pero al mismo tiempo está adentro, y en cualquier momento puede decir que está afuera. No es místico pero puede serlo. No es una crítica: la relación que se puede tener con la historia de la mística, judía en todo caso, no puede no ser ambigua, y la manera más atea de posicionarse en relación a la religión, es estudiar su historia, una manera de seguir en la religión, o en lo religioso. Como la ambigüedad respecto de la teoría es consagrarse sólo a la historia de la teoría.
Hay diferentes maneras de posicionarse en relación al mesianismo. Es el problema tan de moda de recurrir a procedimientos intralingüísticos propios de la cábala que tienen sentido sólo en hebreo y en su propia historia. El problema del valor de demostración de tales operaciones sobre el lenguaje, es que se reducen a lo teológico-retórico. Una forma de solipsismo. El grado sacro, sublime, del solipsismo.
Como si la alternativa fuese el afrancesamiento, la asimilación siglo XIX. Perfectamente ilustrada por la traducción del rabinato de 1899. Desde una veintena de años atrás, una reacción, del todo sociológica, enfrenta a asquenazíes y sefaradíes. Y prácticamente identifica al judaísmo con los últimos. Oposición mitológica entre Oriente y Occidente, entre teología y política. Un nuevo dualismo. Entre un pasado (asquenazí) y un futuro. Sefaradí. Por ir más lejos.
Es la importancia del plural no externo sino interno. Es así que son las lenguas judías. El judío siempre fue al menos bilingüe si no trilingüe. El hebreo y el arameo datan ya de la época bíblica. Y otras lenguas incluso. Con Esther, los judíos que vivían en Persia hablaban esa tercera lengua, la del país. Es importante sobre todo no desembocar en monolingüe. Hay que considerar la condición de metecos.
 
La posibilidad de una cultura, es la de la utopía, la necesidad misma de la utopía para pensar la historia judía, el presente y el futuro. Una utopía no como refugio, sino como agresividad hacia el presente y el pasado. La cultura judía es una utopía en la medida en que su mayor problema es el religioso.
Históricamente, el judío no sería pensable sin lo religioso. Pero ahora es una cuestión vital pensarse no ya en lo religioso sino en relación a lo religioso. Lo que conlleva tantas trampas como lo religioso. Porque todos los conceptos que se emplean aquí son los de Occidente del siglo XIX, el “laicismo”, por ejemplo, que es un concepto cristiano. Y que no tiene otro sentido claro que la separación de la Iglesia y el Estado. La noción misma de laicismo está a un costado de lo que hay que inventar dentro de la historia judía. “Historia judía” por no decir “judaísmo”, porque esta noción antepone precisamente lo religioso.
Pero no sé si se pueden tener ideas claras sobre un problema como éste. Más implicado se está, como sujeto de enunciación, menos puede ser que se vea claro. Sobre todo si hay poema. El poema pone en juego tantos elementos que no se dominan, que es quizá sólo después, que ilusoriamente quizá también se tienen ideas claras. Me parece que la cultura está en nosotros desde siempre. Puede ser más o menos activa, puramente etnográfica –pero también transformadora. No hay más que diferencias de grado entre todas esas maneras de vivir una cultura. Consiste para mí en ese punto donde nace y tiene lugar la tensión entre lo religioso y lo no religioso, entre el pasado y el futuro, entre el aquí-ahora y la utopía, entre  “Oriente” y “Occidente”, entre el signo y el poema.
Daría a creer que allí tiene lugar el discurso sionista, pero es místico de otro modo. Y se sitúa en un plano que no es el de la cultura. Implica desde luego un vínculo muy fuerte con la cultura por el que, por otro lado, el problema de la lengua no se plantea ya que es en hebreo como lengua nacional. Es bastante reciente que en Israel se retomó el interés por el idish. Hasta entonces, la elección del hebreo invertía los términos, y pasaba por el desprecio del idish. Como también de la cultura sefaradí y judeo- árabe.
Históricamente, es un hecho, el sionismo político es esencialmente asquenazí. Inevitablemente, toda una parte de su historia, es monocultural. De donde, en parte, los problemas actuales de Israel. No ha sido la postura  de todos los pensadores sionistas. Ahad Aham, con mucha anticipación, veía también el problema de la relación con los árabes y la cultura árabe. Pero la razón de ser del sionismo es lo político, y una espiritualidad de la tierra.
No una anti-utopía. Una utopía. Paradójicamente, la utopía de la tierra. Santa. Además. Y tres veces santa, para una tierra, es mucho. La utopía es un politopo. No es el no-lugar, ni la negación del espacio. Puede ser también una pluralidad de lugares. Hay que considerar la utopía como politopo, aunque pueda parecer un juego de palabras. Y no olvidar a Ahad Aham o Buber. Pero no tengo que identificarme con el sionismo. Lo que no puedo aceptar tampoco, es todo lo que lo disfraza. Por eso, no necesito ser sionista.
El significante errante recuerda al judío errante. Que está ya en los antiguos fondos, bíblico y abrahámico. Esa errancia es a la vez poética y política. Sobre ella se plancha y se intenta identificarla con la idea cristiana de que es una condena. Es algo muy distinto. En el caso de los fondos bíblicos implica la no fijación en sí mismo, la relación con la tierra y la historia. Esencialmente, el mestizaje. El judío es poéticamente meteco. Necesita reconocerse en la pluralidad de sus culturas, de sus lenguas. Como cualquier otro, siempre. Siempre que hay incidencia de lo nuevo, hay mestizaje, pluralidad. Por el contario, las ideologías racistas y puristas son mono culturales. Lo totalitario es mono, en primer lugar. Lo que hay de histórico en el judío es la pluralidad. Una pluralidad vital, que no es en sí misma una condena. La condena cristiana es propia de la historia del cristianismo.  Pero la idea de paso está inscripta, ya etimológicamente, en el hebreo– ‘ivri.
 
Abraham está en camino, Moisés está en camino. Va hacia el lugar. Quizá lo importante no sea llegar sino ir. Estar en camino no es una condena metafísica. Es un hecho de historia.
Lo metafísico, es darle un sentido a la historia. Cada vez que hay vectorización de la historia, hay al mismo tiempo una prescripción y una trascendencia. Situándome en lo radicalmente histórico, sólo las unidades tienen sentido. Las unidades empíricas y no trascendentes. Los discursos tienen un sentido, las vidas tienen un sentido…
Es verdad que estar en camino y estar aquí parecen contradictorios. No estoy en el exilio. Una vez más, es necesario volver a la contradicción entre dispersión y centralidad. Ubicarlas en su teología, con lo que ella tiene de teológico-político. Empíricamente, históricamente, la centralidad es un nuevo comienzo indefinido, y múltiple. Sin finalidad ni la ventriloquia de lo teológico, el sentido de la historia.
Hablar de finalidad, es meterse de lleno en la teología. Sin embargo el punto de vista teológico es tanto la fuerza más grande como la debilidad más grande. Se encuentra allí el supremo dualismo de la cultura y de la historia judías, el contraste entre el sentido y el no sentido, lo teológico y lo histórico. Lo histórico no es la errancia en el sentido del azar desprovisto de sentido. Y el punto de vista teológico es maravilloso: la seguridad absoluta –si no eso sería un caos. Lo teológico opone permanentemente el orden, su orden, al caos. Es necesario recusar esa trampa tendida por lo teológico, la misma trampa de lo sagrado que representa lo profano como la destrucción de valores, el desorden, la ausencia de sentido. El “infinito malo” de Hegel. Empíricamente, no es cierto que la ausencia de lo teológico sea ausencia de sentido. Simplemente porque las unidades de sentido no son trascendentales en la historia.
En cuanto a la famosa supervivencia del llamado pueblo judío, sí, hay un sentido, en la supervivencia. Supervivencia, extraña palabra por cierto: parece hacer del judío un sobreviviente. Es viviente, no sobreviviente. El primer sentido es muy simple: para el judío, es estar vivo. Lo que tiene sentido. Para él. La vida no necesita un sentido trascendente a ella misma. Que haya una historia tal que el pueblo judío sigue estando vivo, es una paradoja sólo desde un punto de vista exterior a los judíos. La enunciación hace al que vive. En eso, ninguna paradoja. Cada vez que hay una continuidad de la enunciación hay vida, tanto en el plano individual como colectivo. Hay individuos sólo porque hay colectividad. Y sólo hay colectividad si hay individuos.
Una colectividad que hace, de su propia historia, su sentido, o varios sentidos, con lo que eso conlleva de utopía. Entonces, la utopía misma forma parte de la historia concreta. Es la relación misma entre la historia y el sentido, el otorgamiento de sentido. La trascendencia es una de las formas que se le hace tomar a la historia.
Potencia de la nada, y de lo inaudible, paradójicamente. Lo decía Manès Sperber: “El judaísmo se salvó porque de ahí en más no estaba ligado a ningún lugar ni institución, porque no estaba atado a nada que pudiera perderse[3]”. Pensándose “descreído”(p.18) y « herético », pero hasta el “rechazo de toda idolatría” (p.19)
 
 
[1] L’utopie du juif, Desclée de Brouwer, Midrash, 2001 (N.T.)
[2] Critique du Rythme, anthropologie historique du langage, Verdier, 1982
[3] Manès Sperber, Être Juif, préface d’Élie Wiesel, éditions Odili Jacob, 1994, p. 18 (texte de 1978).

 

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