Anarquía Coronada

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Gramsci

Para leer a Gramsci (y dejar de degradarlo) // Ignacio Lewkowicz

25-04-92, I.L

  1. Las únicas lecturas que están a la altura de esta crisis del marxismo son las lecturas activas, es decir, las lecturas que abran diagonales medianamente nuevas ‑por ridículas que sean. El comentario nos transforma en objetos de esta crisis. La tarea militante hoy exigida es ser sujeto de la destrucción activa del marxismo.
  2. Lo que interesa no es tanto Gramsci como pensamiento escrito sino su esfuerzo por pensar. Nos interesa mas como símbolo que como doctrina: Gramsci es «el que esta pensando» y no «el que ha pensado esto». No nos interesa hoy tanto su teoría como su actitud teórica. Tal actitud teórica se puede resumir en una frase ‑vacía como toda consigna‑ que puede servir de ayuda memoria: «en situaciones de hegemonía enemiga, buscar la inconsistencia, para sostener el antagonismo».
  3. ¿Por que carga así las tintas Gramsci con los intelectuales?. Todo depende de la diagonal de lectura. El tema ya clásico para ubicar esta diagonal de lectura para Gramsci es su «relación» con Lenin. Critico, enriquecedor, redundante o refutador, tales son las variantes «en‑si». Es decir, tales son las variantes para una lectura que cree en las relaciones en‑si entre los textos. Pero para una lectura que ya descree de la realidad sustancial del autor en «su» letra, que sostiene que las filiaciones ‑por su naturaleza imaginaria‑ están siempre en revisión, las relaciones entre dos pensamientos son siempre resultado de operaciones de lectura. Son interpretaciones, que se valoraran según los criterios que se decidan: esquemáticamente, por un lado el criterio académico de adecuación, por el otro, un criterio que valore la capacidad activa o reactiva de la lectura practicada.
  4. Simplificando mucho las cosas ‑trazando una linea de demarca­ción‑ se puede plantear que hay dos modos de situar la relación. Un modo académico y un modo militante. Los resultados son radicalmente distintos. En términos académicos, Gramsci y Lenin serian dibujados según el prototipo del teórico de las ciencias sociales. Una teoría se contrasta con otra teoría. Dos discursos sobre el mismo objeto ‑el Estado y la Política‑ tienen siempre una compara­ción posible. Del cuadro de semejanzas y diferencias se inferirá la relación de desarrollo, redundancia, refutación, o lo que sea. Pero si situamos a Lenin y Gramsci ya no como dos profesionales de las ciencias sociales, sino como dos militantes, el aspecto de su relación empieza a cambiar.
  5. Nuestra decisión para leerlos consiste en sostener que se trata de dos militantes, de dos intelectuales orgánicos del proletariado, que analizando concretamente situaciones concretas, deciden abrir lineas estratégicas distintas para inscribir históricamente la misma voluntad política antagónica. Este argumento que sigue se propone esbozar lineas para esta lectura y vislumbrar los efectos.
  6. Vuelvo, entonces, a la pregunta originaria: ¿por que Gramsci carga tanto las tintas sobre los intelectuales? Dos respuestas aparentemente contradictorias, cuyo tejido nos sitúa un Gramsci contemporáneamente activo: por un lado, porque la infraestructura no hace lazo social; por el otro, porque la infraestructura no presenta inconsistencias.
  7. Todo lazo social es efecto de un discurso. Todo lazo social es imaginario. Puede estar posibilitado desde determinadas condiciones económicas ‑ya de por si efecto de discurso‑, pero la consistencia del lazo no es proporcionada por el funcionamiento económi­co. La pregunta no dicha (?) de Gramsci es la siguiente: ¿Cual es el fundamento de los agrupamientos sociales efectivamente existentes? La respuesta esta en Rousseau, bajo la forma de respuesta a la pregunta «¿que es lo que hace que un pueblo sea un pueblo?». La voluntad general, «pues si no hubiese un punto en el cual todos concordasen, ninguna sociedad podría existir». De hecho, Gramsci viene a preguntarse por el mecanismo real de la consistencia social. Una vez levantada por Marx definitivamente, la imagen mítica del contrato social ya no puede ser nuevamente convocada. Pero de hecho funciona algo así como una especie de «efectos de un contrato». ¿Cuales son los mecanismos efectivos de este funcionamiento? El discurso hace lazo, la función‑»intelectual» es estructurante de la consistencia imaginaria del lazo.
  8. El problema del lazo social no tiene valor alguno en la coyuntura en que trabaja Lenin. No es que no valga para Lenin, sino que no cumple ninguna función en su coyuntura. Y la esencia del marxismo es el análisis concreto de situaciones concretas. Lo que concreta las situaciones no es la carga de información empírica sino la existencia de una voluntad política, de una fuerza heterogénea. Lo que hace lazo es el poder de fuego político‑militar. Lo que disuelve el lazo es otra fuerza político‑militar. Nadie hace consideraciones estratégicas sobre la debilidad proyectiva de un peón en un problema de mate.
  9. La coyuntura italiana, en cuyas cárceles piensa Gramsci, no presenta inconsistencias a nivel de la «infraestructura económica». La inconsistencia no vendrá de consideraciones del tipo eslabón mas débil, porque los deja sin política posible a quienes habitan en un eslabón consistente y pujante del funcionamiento económico del capitalismo. El campo de una lucha estrategia posible es el de la hegemonía. La lucha cultural estratégica es el lugar por el cual hacer saltar la inconsistencia de la hegemonía.
  10. Gramsci y Lenin comparten la voluntad antagónica. Lenin piensa el antagonismo en situaciones concretas de explosividad extrema. De ahí la ilusión que asocia antagonismo=virulencia, como si el antagonismo fuera un matiz, una especie de color local de la contradicción, de la unidad y lucha de contrarios. Afortunadamente, después de Mao, el concepto de antagonismo se desligo de las imágenes del antagonismo. Ya no es una especie de pintura enardecida de un odio de clases sino un concepto formal: la heterogeneidad cualitativa, la exclusión afirmativa, la imposibilidad de afirmarse en inclusión estructural: es el concepto de aquel conjunto que para postularse debe subvertir la ley de construcción de las partes del conjunto que lo «incluye». Lenin piensa ‑y practica‑ un antagonismo en situaciones explosivas, en ausencia absoluta de hegemonía enemiga, en situaciones mantenidas por la fuerza seca. Gramsci piensa ‑y practica‑ el antagonismo fuera de situaciones explosivas, donde la hegemonía enemiga, lejos de haber fracasado, se fortalece. Cambien Gramsci posee el don del mal. El mal no es cuestión de modales: no se reduce a violencia física. Es malvado aquel que se afirma
  11. El riesgo de una situación caracterizada por la hegemonía burguesa es la aniquilación de cualquier capacidad política heterogénea. Independientemente del lenguaje del mismo Gramsci, que sistemáticamente cae en simetría para concebir la lucha de clases, se puede interpretar su esfuerzo teórico en clave de voluntad de conservar la capacidad heterogénea: un principio de no‑inclusión que haga fracasar la hegemonía de la estructura. Lo practicado, pero no explicitado por Gramsci, lo no‑dicho estructurante de su labor teórica parece ser este negarse a caer en estructuras de inclusión, afirmarse quebrando las reglas de la inclusión hegemó­nica. Y si una clase es hegemónica en la medida en que conserve el monopolio intelectual, entonces la tarea militante es una labor intelectual heterogénea: dotar de consistencia a la voluntad política.
  12. Lo peculiar de nuestro gran calabozo es esta especie de terror por el bosque: lo peculiar de nuestro gran calabozo es su capacidad de inclusión, su virtud representativa, que no deja nada fuera, que todo lo encarcela. Salvo mi voluntad heterogénea ‑dice Gramsci en prisión, ignorando los destinos de su obra en nuestro gran calabozo actual‑. En esta linea: calabozo=estructura de inclusión total. La estructura que amenaza fagocitarse cualquier capacidad heterogénea es la idea burguesa de nación. ¿Que opone Gramsci a tal inclusión? Ya no un principio formal de internacionalismo. No se trata de sustituir un principio de inclusión ideológico («nación») por un principio de inclusión verdadero («clase») como se sustituye lo falso por lo verdadero cuando el predicador lleva la buena nueva. Se trata de enfrentar a una estructura de inclusión su exceso especifico. El punto de partida del antagonismo es la estructura de inclusión: solo lo que es de un todo le puede hacer obstáculo. El principio de internacionalismo se transforma en una declaración moral cuando pierde su virtud política: cuando deja de ser el exceso de una estructura de inclu­sión. Conservar la voluntad política no suele ser conservar los enunciados en que la voluntad se sostiene en determinada situa­ción, suele ser raro: conservar la consistencia antagónica librándose de los enunciados que pueden ser incluidos. Para Lenin, no existe marco de inclusión ideológica nacional. Bien puede hacerse cargo de la declaración del Manifiesto: los proletarios no tienen patria. En la situación en que «trabaja» Gramsci la inclusión nacional es la inclusión ‑empezando por la lengua nacional que establece la comunicabilidad entre los dialectos‑. El punto de partida del antagonismo es que la estructura de inclusión es nacional.

 II – PERIODISMO INTEGRAL, O TRANSFORMACIÓN DEL UNIVERSO HEGEMÓNICO.

  1. Notablemente, la construcción que Gramsci hace del periodismo integral es casi una definición exhaustiva de militancia activa. Se trata, más que de una doctrina completa del militante, de una exigencia y una tarea: una directiva teórica y política.
  2. El periodismo integral no dispone de un lector ya capturado de antemano para el combate antiburgués. El Iskra de Lenin era un órgano de discusión interna entre militantes, donde se polemizaba sore la orden del día. Pero Lenin interviene en una situación concreta de ausencia absoluta de hegemonía enemiga. Para Gramsci, en cambio, el mundo presenta otra imagen. En situación de hegemonía enemiga, el lector es ajeno y hay que salir a pescarlo. Luego, el punto de partida concreto son los hábitos culturales del lector; mientras que el objetivo estratégico es subvertirlos (y no meramente cambiarle el contenido). ¿Qué lee? ¿Cuándo lee? ¿Cuánto lee? ¿Qué titulares lo impacta? ¿Qué formato le es maleable o tentador? Todo esto se transa en función de construir una cultura alternativa, es decir, heterogénea y de masas. Caso contrario estaríamos en una disolución populista o un vanguardismo elitista.
  3. El periodista integral activo no baja línea. De manera muy distinta a los hábitos mal heredados de un leninismo hecho doctrina, nunca el problema estratégico de Gramsci es difundir la consigna justa. El periodista integral, vector de la cultura alternativa, apunta a la subversión del sentido en los signos y del modo de razonamiento. Porque ni el código ni su lógica son neutros: son función de la clase hegemónica. La batalla cultural estaría perdida si se situara a nivel de los mensajes y no a nivel del código. Los textos de Stalin y las declaraciones de Gorbachov son la prueba empírica catastrófica que debería convencer a cualquier empecinado, incluso a nosotros. Una subversión del código y su lógica son las condiciones imprescindibles para una cultura alter­nativa.
  4. Gramsci investiga los mecanismos concretísimos de producción de la ideología burguesa para ahí trabajar en función del fracaso de tal hegemonía. El lugar de producción de una identidad será el lugar de crítica de la producción de una diferencia, de resignifi­cación de una identidad.
  5. El problema de la cultura alternativa es: ¿cómo inscribir el materialismo histórico en las masas? ¿Cómo hacer que la filosofía de la praxis, materialismo histórico, se haga sentido común? (Sentido común = folclore de la filosofía.) Resignificando el sentido común transformarlo en buen sentido subvirtiendo los hábitos culturales y los mecanismos de razonamiento pero jamás sustituyendo una identidad por otra, un término por otro, etc.
  6. Las opciones parecen ser dos:

a‑ foquismo: un nuevo código completo ‑ jerga.

b‑ populismo: disolución en el viejo código.

Luego,

c‑ ni otro absolutamente nuevo ni lo mismo absolutamente viejo, sino resignificación del código viejo.

 III. OTRA VUELTA DE TUERCA.

  1. La conexión entre Mao y Gramsci es, académicamente hablando, un disparate. Lo que equivale a decir que, hablando seriamente, es una conexión necesaria. Para la academia es mezclar al más bueno de los demócratas occidentales con el más malo de los déspotas orientales. Estas distinciones de modales no valen nada para un pensamiento militante. Gramsci y Mao son las primeras huellas de un post‑leninismo por venir.
  2. En su calabozo, Gramsci piensa, para no enloquecer, la verdad del marxismo existente en su coyuntura y aun hoy sin procesar: revolución cultural. La piensa en términos sintomáticos. Pero hay desarrollos tales de tal verdad ,que otra vuelta de tuerca en nuestra lectura nos obliga a criticar las tesis de nuestro punto de partida. Habíamos partido de postular que Gramsci se interesaba en el problema de la cultura y los intelectuales porque no existía en tal; coyuntura ninguna otra chance táctico‑política de constituir una fuerza revolucionaria. Se nos presentaba como una decisión astutísima, pero puramente táctica, impuesta a la voluntad política por las condiciones particulares en que se desenvolvía tal militancia.
  3. Y bien podía ser que Gramsci se pensara de esta manera. Pero esta diagonal resultó no ser la más activa. No existe apuesta táctica que no modifique o aclare la voluntad estratégica, una vez que el pensamiento se ha desligado de la creencia en los medios y los fines. Afirmar una decisión táctica no es borrarla en el resultado. En rigor, táctica y estrategia no son medios y fines. Haber decidido que el campo cultural es tácticamente decisivo conlleva también la decisión de haber hecho del campo cultural el lugar de la estrategia: dar consistencia a una hegemonía social nueva, punto verdadero de no retorno.
  4. En este sentido la crítica gramsciana del mecanicismo y el fatalismo es clave: no es una discusión de matiz táctico sino una línea de demarcación fundamental. «A propósito de la función histórica desarrollada por la concepción fatalista de la filosofía de la praxis, se podría hacer su elogio fúnebre reivindicando su utilidad para un período histórico, pero, justamente por ello sosteniendo la necesidad de sepultarla con todos los honores del caso»._ La voluntad política marxista es destrucción del universo de significaciones burgués, revolución cultural, trastorno decisivo de «toda la superestructura jurídico‑política e ideológica». La revolución en el modo de producción es una apuesta táctica que rindió gigantescos servicios, y hoy es rigurosamente inútil. Ser gramsciano hoy, lo mismo que ser maoista es haberse enterado de la directiva política de la época: subversión de los parámetros burgueses que hoy estructuran la cultura.
  5. ¿Qué es una revolución cultural? La apertura de una nueva disposición de la experiencia humana. Una revolución cultural es la posibilidad de masas de inaugurar una nueva experiencia del mundo y del hombre. Esta es la gran política marxista: no llevar al poder a una doctrina sino abrir un nuevo horizonte a lo posible, tal la sabiduría de Marechal._ Esquemáticamente, con bestialidad canibalesca, una nueva experiencia es una nueva disposición de las preguntas kantianas. Se puede caracterizar una época o una cultura por el modo en que se sitúan respecto de las preguntas «qué debo hacer», «qué puedo conocer». «qué me es dable esperar». El modo de situarlas puede variar tanto en las respuestas como, en el sentido más decisivo, en las preguntas. Desde esta definición se sigue: revolución = revolución cultural = apertura a una nueva experiencia del ser = corte por advenimiento de nuevos principios que regulan la experiencia._
  6. Pero abrir tales nuevas dimensiones exige un lenguaje adecuado que las posibilite. El código, sus signos, las significaciones organizadas por ellos excluyen de antemano cualquier tentativa de abrir tales juegos. Es necesaria una lingüística compatible con un sujeto. Nietzsche inventó la filología activa. Gramsci el periodismo integral. ¿Qué pensar? ¿A partir de qué? «Este contraste entre el pensar y el obrar, esto es, la coexistencia de dos concepciones del mundo, una afirmada en palabras y la otra manifestándose en el obrar mismo, no se debe siempre a la mala fe. La mala fe puede ser una explicación satisfactoria para algunos individuos singularmente considerados … pero no es satisfactoria cuando el contraste se verifica en la vida de las amplias masas; en tal caso dicho contraste sólo puede ser la expresión de contradicciones más profundas de orden histórico social. Significa ello que un grupo social tiene su propia concepción del mundo, aunque embrionaria, que se manifiesta en la acción»._ Aquí claramente la acción de masas excede la comprensión de las masas porque excede por completo el saber filosófico y científico de la época.

¿Qué pensar? La acción. ¿A partir de qué? De la acción: de su carácter de exceso respecto de lo pensable en tal situación.

  1. ¿Qué significa una acción que exceda el cuadro del saber? Que por ahí está circulando algo radicalmente nuevo, para lo cual no hay palabra en la cultura. Tal acción es la verdad de la hegemonía en la medida en que indica su fracaso. La hegemonía no fracasa por el hecho de que algunas conciencias se les escapan sino porque la acción creadora de las masas la excede, aunque la conciencia de los individuos que soportan tal acción esté capturada por la hegemonía.

Si falta la palabra, tal acción no puede inscribirse en la cultura ni producir sus efectos: no puede desplegarse como experiencia nueva. Es necesario el intelectual orgánico que la inter­prete, que la descifre, que suplemente el campo de lo enunciable para darle una consistencia de exceso. Recordemos que la interpretación mínima es la consigna.

Tal acción sin palabra indica una singularidad que habrá que nominar para luego inscribir como experiencia.

  1. Así construye Gramsci la filosofía de la praxis, suturada absolutamente a la política ‑independiente de cualquier relación estructural con la ciencia‑ según el primer dictamen de Althusser . Esta construcción es equivalente a la segunda formulación del materialismo dialéctico por Althusser.  No se trata ni de una teoría del conocimiento ni de una síntesis de los resultados de la ciencia: la filosofía de la praxis piensa el discurso para una práctica que está siendo explotada ideológicamente por el código. La filosofía de la praxis enhebra las practicas ‑la «acción pura»‑ cuyo sentido desentona con el discurso en que se «sostiene». La filosofía de la praxis intenta dar consistencia de discurso a aquello que se presenta como no‑ideológico. Y en la decisión de Gramsci lo no‑ideológico en cuanto tal es el obrar. Y todo obrar es político. La función del intelectual orgánico consiste en dotar de discurso (subversivo) a las prácticas sin discurso (ideológico). La diferencia radica en que mientras Althus­ser (se) sostiene que la ciencia es lo no ideológico como tal, Gramsci sostiene que es la acción de masas la que excede la capacidad hegemónica del discurso ideológico. Pero tampoco es cuestión de entrar en un jueguito académico de diferencias Gramsci‑Althus­ser. Haciéndola corta, para una lectura militante se trata de la misma relación que la Gramsci con Lenin. En situaciones concretas distintas, la filosofía marxista apuesta siempre a dar consistencia heterogénea, critica, a lo no ideológico en cuanto tal. En situaciones concretas distintas la filosofía marxista apuesta a lo que presenta algún viso de posibilidad critica. Y se sostiene que tal practica es lo no‑ideológico en persona.

UNA VUELTA MAS DE TUERCA

  1. Lo que se va perfilando, si damos por buena esta interpretación de Gramsci, es una ruina progresiva de la concepción «ajedrezada» de la política, entendida en términos de táctica y estrategia ‑que en general remite a la relación de medios y fines. Para seguir en esta lectura, habría dos caminos, o trastornar de base las nociones de táctica y estrategia o abandonarlas definitivamente por estar inexorablemente contaminadas de metafísica.
  2. Por razones de tradición, de buena tradición, nuestra lectura decide conservar los términos, intuyendo que es posible desligarlas de las connotaciones tradicionales ‑de la mala tradición. La movida decisiva consistiría en romper la imagen de estrategia=objetivos a‑priori. En su lugar, llamar estrategia a una voluntad de afirmar lo que irrumpiere, in discernible desde hoy. No diseñar puntos de llegada sino apostar a la consistencia a‑posteriori de lo que se arranque del lugar en que el discurso dominante lo estaca. Si la acción es lo que desborda y resquebraja la hegemonía ‑y por ello apostamos a la acción‑, habrá que llamar estrategia a la quiebra de la hegemonía ‑y no a su sustitución por otra mas feliz‑. El trabajo intelectual no consistirá mas en diseñar mejores futuros. El intelectual no consentirá mas al honor de ser considerado visionario filántropo.
  3. En Gramsci suele aparecer como «objetivo estratégico» no la conquista de una posición sino la autonomía política, la cual quisiéramos leerla como quiebra de la hegemonía, como fracaso de la totalización estatal, como presentación de un Otro. La tarea que prescribe, bajo hegemonía adversaria ‑y hoy parece que toda hegemonía es adversa‑ consiste en leer la acción de masas que perturba la hegemonía. La filosofía de la praxis deberá movilizar los recursos que tiene y los que no para dotar de una consistencia racional a posterioro de la acción de masas que ya esta operando. La cristalización doctrinaria del materialismo dialéctico ‑que Gramsci llama concepción fatalista o mecaniscista de la filosofía de la praxis‑ pretende fijar a‑priori la racionalidad de las acciones por venir. Frente a este racionalismo dominante, Gramsci no opone un espontaneísmo irracionalista. Toma otra posi­ción frente a la alternativa leninista entre espontaneidad de las masas y dirección consciente.(Donde la dirección consciente ‑según la interpretación oficial‑ detentaba de antemano la razón por venir). No opone racionalidad/irracionalidad sino razón a‑priori/razón a‑posteriori. No opone razón/acción espontanea sino que sitúa a la razón como lectura de la acción espontanea de masas.
  4. Así planteado, el sentido de la política no seria la obtención de tal realidad sino la propagación de lo heterogéneo ‑y el fantasma constitutivo de su política no seria la sociedad equis sino la «autonomía política».

ILUSTRACIÓN («a»:demostración)

«El hombre activo, de masa, obra prácticamente, pero no tiene clara conciencia teórica de su obrar, que sin embargo es un conocimiento del mundo en cuanto lo transforma. Su conciencia teórica puede estar, históricamente, incluso en contradicción con su obrar. Casi se puede decir que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una implícita en su obrar y que realmente lo une a todos sus colaboradores en la transformación practica de la realidad; y otra superficialmente explicita o verbal, que ha heredado del pasado y acogido sin critica. Sin embargo esta conciencia «verbal» no carece de consecuencias: unifica a un grupo social determinado, influye sobre la conducta moral, sobre la dirección de la voluntad, que puede llegar hasta un punto en que la contradictoriedad no permita acción alguna, ninguna decisión y produzca un estado de pasividad moral; y política. La comprensión critica de si mismo se logra a través de una lucha de «hegemonías» políticas, de direcciones contrastantes, primero en el campo de la ética, luego en el de la política, para finalmente arribar a una elaboración superior de la propia concepción de la realidad».

IL – 25-04-92

Leopoldo Méndez y la imagen indianizada de Gramsci // Oscar Ariel Cabezas

 

Este señor a quien no le gustaba decir “yo” fue uno de los grandes artistas de nuestro tiempo, sin duda uno de los mejores grabadores contemporáneos, el más riguroso, el que vivió con mayor plenitud. Cuenta en su haber más de 700 grabados que podrían exponerse junto con los de Kathe Kolwitz y Franz Masereel. Y sus muchos dibujos no desmerecerían junto a los de Daumier, Durero, Goya y Rembrandt.

(Elena Poniatowska, La jornada)

 

 

Leopoldo Méndez (1902-1969) es el grabadista mexicano más grande del siglo veinte.  Nació en 1902 en las entrañas de la Ciudad de México. Sus grabados son una de las más fieles expresiones de un arte plebeyo que se comprometió con los proyectos que marcaron las tensiones modernas del periodo postrevolucionario de México. El grabado de Méndez está así inscrito en la singularidad de las luchas por darle continuidad a la revolución que había puesto fin a la dictadura de Porfirio Díaz. Famoso es, por ejemplo, el grabado en que Méndez alegoriza al viejo Porfirio sentado en la silla presidencial conduciendo un Estado a punta de garras y desdén por las clases rurales.

 

“Posada in His Workshop” (Homage to Posada), 1953, Linocut in black on cream wove paper, 355 x 793 mm (image/block); 498 x 870 mm (sheet); http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/222760

 

Las ciudades modernizadas constituyeron fundamentalmente el lugar de desplazamiento o extermino de las comunidades de campesinos indígenas. Su pobreza y estado de miseria compone los signos de la historia de la modernidad del capital y de las destrezas de las masas plebeyas para producir imágenes de los abigarramientos precolombinos que fueron y han sido destruidos por la hegemonía del capitalismo colonial y poscolonial mexicano. De manera que los grabados de Méndez se abren a la expresión de las imágenes de una experiencia brutal de desplazamientos, exterminios y crueldades orquestadas por los proyectos civilizatorios de una nación que se ha venido desarrollando en medio de catástrofes sociales, de restos y fantasmas pergeñados a hacer visible la imagen de los indígenas. La propia metrópolis en la que crece y vive Méndez está acosada por los fantasmas de las comunidades indígenas y, sobre todo, por la pobreza de las clases subalternas a las que les han grabado en sus rostros las marcas e imágenes de las múltiples temporalidades de la historia.

La mirada de Méndez se formará ante las imágenes abigarradas y en la materialidad viviente de los residuos de sociedades arrasadas por el proyecto modernizador del siglo diecinueve  y antes por la desastrosa colonización imperial. En las imágenes de Méndez se puede sentir el dolor y la lucha de las formaciones sociales precapitalistas y el plano residual y palaciego al que fueron conminadas las comunidades precolombinas. A pesar de los intentos de blanqueamiento de las hegemonías culturales y “extranjerizantes” no hay ninguna posibilidad de eliminar la imagen del indio de las artes visuales con las que Méndez produce esos más de setecientos grabados que podrían ponerse, como bien dice Elena Poniatowska, junto a los de Daumier, Durero, Goya y Rembrandt[1]. En los grabados de Méndez la imagen de las clases oprimidas y, así, la imagen del indio-campesino apegada a la tierra perdura y orienta de manera temprana su obra. El indio es la verdad histórica, está en el trazo y las huellas de la historia del grabado de Méndez hasta el punto en que compone la subjetividad sensible de su temperamento. Como militante de los proyectos plebeyos y como artista destinado a expresar la lucha por la hegemonía de las imágenes no duda en hacer del grabado la expresión de las luchas sociales de México.  La materia expresiva misma de la técnica del grabado social y de lo social en el grabado le permite escudriñar desde los elementos de su arte en lo más profundo de la expresividad de México. El grabado de Méndez es un elogio a lo plebeyo que hay en cada mexicano insurrecto. No sería exagerado pensar que la frase de Paul Valery “lo más profundo es la piel” en Méndez cobra vida a través de la madera y de la tinta con la que hace temblar lo que llamaré imágenes enluchadas en el trazo. Las imágenes enluchadas refieren a la manera en que Méndez graba la historia de las luchas plebeyas de México sin olvidar que estas se dan en la densidad afectiva de los cuerpos que se duelen, se desgarran, hacen duelos, producen fantasmas y luchan. El grabado es, así, una topología en que se expresa e inscriben el trabajo del duelo y lucha.  Así, la imagen enluchada de Méndez es el modo de resistencia a la imagen visual de circulación sacrificial, de la piedad afectiva y del rostro cristiano que reduce/traduce las luchas plebeyas a la domesticación de la imagen iconográfica.

En Escritos sobre arte mexicano Jean Charlote escribió que José Guadalupe Posada “recreaba plásticamente su emoción, exaltando la anécdota hacia corolarios insospechados. Para lograr esto, tuvo que romper con la tradición algo débil del grabado mexicano, hijo dócil de la imagen piadosa española, y estableció una nueva tradición, con rasgos tan fuertes, tan raciales, que pueden parangonarse con el sentimiento comunal del arte románico”[2]. En un registro bastante parecido al del estridentista francés, Raquel Tibol enfatiza este punto sosteniendo que “[l]a obra de Posada constituye el primer rompimiento con el colonialismo cultural; su obra es el precedente más importante de la revolución artística”[3]. Por eso, Méndez reconocerá en Posada una importante fuente de inspiración como maestro del grabado. Así, lo que lo ata a Posada de manera fuerte es tanto la ruptura con la tradición de la imagen piadosa de la iconografía cristiana como la distancia y resistencia a la hegemonía del colonialismo cultural europeo y a la rapacidad del neocolonialismo de los Estados Unidos. Pero la ruptura no es exactamente un afuera o un éxodo a la iconografía, sino más bien una discontinuidad en el espacio, digamos, iconoclasta de transformar las imágenes de la dominación teológica. No sería totalmente justo decir que las imágenes de los grabadistas mexicanos son imágenes cristianas secularizadas, pero tampoco se podría decir que la iconografía cristiana le es completamente extraña. Las imágenes martirológicas, la imagen “humana demasiado humana” del sacrificio y de la piedad son metamorfoseadas en el espacio inconsciente de un devenir político y de un elogio plebeyo de la imagen que anima la lucha social disputando el ámbito de la hegemonía cultural[4]. Esta disputa se da en el pliegue interno de una memoria plebeya e indianizada por el trazo de sus dibujos y porque la técnica del grabado —su juego de sombras, sus grietas melancólicas y lúdicas en blanco y negro sobre la superficie expuesta a la expresividad del dibujo— parecieran evocar en el seno del grabado eso que la posición de Méndez resume en las frase “Ligo mi obra a las luchas sociales”.

En el artista mexicano el grabado es un arte plebeyo que busca orientar las imágenes en la lucha contra el cielo en tanto este es la expresión abstracta que se resuelve y se despliega en la lógica modernizadora del capital. Las imágenes abstractas son cristianas y capitalistas en virtud de una economía de la visión que se entrelaza a las formas abstractas e iconográficas de la producción fetichista y cultual de las imágenes. Como lo muestran algunos de sus grabados, Méndez se opuso a la posición de los Cristeros que quemaban las escuelas liberales en el periodo postrevolucionario de Plutarco Elías Calles. Pero también se opuso a las formas de articulación del pensamiento liberal encarnadas por este y expresadas en los proyectos modernizadores. En los grabados de Méndez hay una memoria visual anterior a la economía de las imágenes icono-cristocapitalistas y al mismo tiempo un compromiso del arte con las políticas populares del periodo cardenista. Méndez es un artista y un militante moderno y, sin embargo, hace posible contemplar el aura de sus grabados a contrapelo de las teologías secularizadas del progreso. La pregunta que emana de esta sospecha es en qué sentido la técnica del grabado produce imágenes enluchadas anteriores a la economía de los signos capitalista. Esta interrogación no es retórica y menos lo podría ser al tratarse de la especificidad de un arte que está inscripto en la singularidad de la historia del cuerpo múltiple de los mexicanos. La técnica del grabado atañe a la fuerza figural que la historicidad política e imaginal tiene en la cultura y las prácticas de luchas sociales indígenas del pueblo mexicano. Grabar es producir incisiones en la superficie de un objeto. El que graba también estampa impresiones. La impresión es la experiencia visual que habla a través del grabado, tal como ocurre con los hombres que inscribían en cuevas, o en los huesos de grandes animales, figuras rupestres tales como las paradigmáticas cuevas de Altamira o Lascaux. El grabadista hace heridas en el cuerpo de la madera (xilografía) o en el zinc (piedra litográfica) en el que inscribe su dibujo. La madera o el metal son la superficie, el soporte de la inscripción sobre el cuerpo de esos elementos. La incisión es la esencia del grabado. Esta procede sobre la planicie de la madera o el metal hiriendo, cortando, hendiendo, agrietando la superficie para que en el hacerse de la forma, nazcan las impresiones desde las heridas.  La técnica de grabar a partir de incisiones emula las formas en que la historia graba/inscribe en esa otra superficie que es la del cuerpo social las configuraciones, las contradicciones y las tensiones de la memoria que suplementa los modos en que las imágenes evocan pasados, presentes y porvenires enluchados.

Habría entonces que poner en juego lo inevitable que resulta el vínculo entre memoria e impresiones que ante los ojos de Méndez emanan de la experiencia de las clases subalternas y de una memoria residual que antecede, que es previa a las arqueologías plásticas de los devenires del dibujo, del grabado plebeyo con el que insoslayablemente el artista trama y destrama los traumas y avatares de la historia, inclinando la imagen del lado de los “vencidos”. Pero sobre todo, del lado del devenir plebeyo de la imagen enluchada que se pliega y repliega en los entuertos de una recóndita topología que precisa de una imagen anterior a las imágenes. A partir de la técnica del grabado hay que pensar en la experiencia colonial como el topos originario de la “guerra de las imágenes” moderna. En otras palabras, la interrogación de la circulación de las imágenes iconográficas, sus metamorfosis y, sobre todo, la resistencias a estas en las imágenes enluchadas de los artistas plebeyos o con devenires en lo plebeyo no resuelve el misterio, el secreto de lo a-temporal, de la imagen de imposible acceso que quedó sepultada en las ruinas de un mundo que no volverá.  Y, sin embargo, esa imagen que suponemos anterior —“imagen de una supervivencia”— está sin estar como imago residual de un contra-poder o del poder de aparición o reaparición de una potencia visual. Esto es, precisamente, lo que compone y recompone el tejido imaginal de las imágenes enluchadas de los grabados del artista mexicano. Los estampados y las impresiones de Méndez y antes, las de su inspirador y maestro Posada, son impresiones sobredeterminadas por aquello que con tanto acierto Miguel León-Portilla llamó Visión de los vencidos (1959)[5]. En el libro de León-Portilla la fundación de la historia mexicana está arraigada en el fenómeno de la des-aparición de esas culturas que vieron e imaginaron el mundo con los ojos de un mundo y de unas imágenes sin retorno. La visión de los vencidos es la visión de los que fueron derrotados y extinguidos en la fuerza de sus hegemonías culturales y políticas cuya alegoría suele (re)aparecer residualmente en la brutal constatación de la destrucción del templo Tenochtitlan, es decir, en la (des)aparición, fragmentación y metamorfosis de una cultura imperial. La desaparición del mundo de vida de las culturas que habitaban Mesoamérica (mexicas o aztecas, mayas, zapotecos, olmecas, náhuatls, entre otras) no pudo ser completa, así como tampoco pudieron ser completas las imágenes anteriores a las del imperio iconográfico de la mirada[6].

El trabajo de la acumulación de riquezas y destrucción capitalista no es solo la destrucción del modo de producción económica de los llamados “pueblos aborígenes” es también la destrucción de una economía de la mirada anterior a las hegemonías de la circulación iconográfica. Por eso, la pérdida de una cultura, su extinción o su derrota, es también la pérdida de su visión de mundo. El mundo que está ante la mirada es a su vez el mundo social que hace posible o no el acto de ver o no ver. La destrucción y agotamiento de los pueblos que pueblan y poblaron lo que hoy es México naturalizó la violencia con la que la economía de las imágenes, su circulación colonial y militar, marcaron la relación entre los usos de la mirada y el cuerpo sin cuerpo del capital. La modernización de la mirada es la subordinación del acto de ver a lo más intenso del fetichismo cristocapitalista. Pues en la compulsión fetichista el capitalismo halla el suplemento que modela la visión sobre los cuerpos y los objetos que componen los mundos sociales dominados por el capital. Así, se puede decir que Méndez es un gramsciano virtuoso, es decir, un gramsciano que comprende que la colonización de la mirada es lo que el grabado debe des-obrar o des-trabajar. De ahí que su (des)obra responda a la violencia cultural que las hegemonías de la mirada producidas y administrada por el poder de las sociedades modernas ejercen sobre el cuerpo de los desposeídos. Desde la mirada plebeya que trabaja con restos, con fantasmas, con imágenes estriadas que se rebelan contra la des-aparición de la mirada modernizadora que lo incendia todo a su paso, Méndez desobra las obras injustas de la modernización mexicana. Méndez nos permite pensar y contemplar la fuerza figural de un movimiento en imágenes que reacciona contra el desdén, la desaparición, el desplazamiento, la violación de los derechos de las comunidades de campesinos llevada a cabo por el “progreso civilizatorio”. Y es que en la gráfica mendeciana las imágenes reaccionan, se dan cita con una promesa de lucha que contiene y frena los incendios del poder del capital.  Nada más inscrito en los cuerpos de los mexicanos que una lógica de las cenizas y una “invisibilidad de la huella” , cuya genealogía se abraza como hielo intemporal a los incendios del “progreso” inaugurados por la violencia de la colonización y cuya contraparte se halla en la fuerza de lo plebeyo que Méndez grabará sin parar con la pasión del militante comunista y desde la memoria de la imagen anterior a la captura del complejo industrial capitalista de producción de la imagen. Las inflamaciones de largo aliento iniciadas en las entrañas de la colonización no han dejado, hasta nuestros días, de quemar el pasado, el presente y el porvenir de los mexicanos.

En la madera de sus memorias, hecha de sangre y tinta, la historicidad de México ha grabado todas las heridas venidas y venideras de una nación que no termina nunca por (des)hacerse ante la mirada de la historia de los vencidos. México es, quizá, el lugar donde con mayor intensidad las artes visuales muestran la fuerza de una historia de la circulación de la mirada inescindible de la iconografía cristiana. Pero también donde la huella intemporal de la (re)aparición de los indígenas resiste el convencional y apocalíptico concepto de muerte. Aunque, sin duda, la historicidad mexicana se ha deliberado a través de la sangre y la imagen sacrificial que funda una economía de la mirada desde que la primera espada fuera hendida en los blandos cuerpos indígenas. Esos cuerpos que el racismo cristiano inmediatamente coloreó subordinando a sus jerarquías raciales, murieron atónitos ante la imagen de la cruz del cordero sacrificado. Así, las imágenes icnográficas del mundo cristiano incendiaron los mundos sociales de pueblos precolombinos antes de que empíricamente el fuego inflamara comunidades enteras. La imagen del cordero degollado quema los ojos, promueve el shock de un rostro desfigurado por la sangre y espinas y se expande trayendo muerte, dolor y finalmente la extinción, la quema de modos de producir y mirar anteriores a occidente. Es la entrada del terror de la imagen sublimada del sangriento sacrificio cristiano, imagen que aún pesa en la conciencia, la imagen del cordero es la entrada de la muerte y la congoja de los indios por la brutalidad con la que se asienta el poder de la supremacía blanco-cristiana y su continuidad blanqueada o no en la cultura colonial y poscolonial de México. La imagen iconográfica es la entrada de México en la historia de la destrucción de una totalidad social inaccesible y que nunca más retornará. Pero en la historia de México no solo hay destrucción. Sin embargo, las imágenes del cristocapitalismo fueron metamorfoseadas, es decir, la iconografía como hegemonía de lo visual moderno halló y hallará su muro de contención en los residuos del imposible regreso de la totalidad social de mundos indígenas. La contención, el freno plebeyo y la (re)aparición indianizada en las grietas del grabado, hace imposible la imagen pura, resiste el racismo ario de los rostros de la trinidad cristiana. En los grabados de Méndez esto adquiere la forma de imágenes de resistencia, de rebelión, de  revolución y de heroísmo militante[7]. En uno de los notables grabados que hizo para la película Rio escondido (1948) destinados a formar parte del fondo de los créditos se halla uno titulado Antorcha.

 

“Antorchas, de Río Escondido» (1948), Linocut in black on cream wove paper; 305 x 417 mm (imagen); 389 x 505 mm (hoja) http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/122483?search_no=19&index=110

 

El grabado fue hecho para expresar la trama plebeya de una película orientada a la valoración de una memoria de resistencia popular como posibilidad de los cambios sociales. En la Antorcha se expresa la posibilidad de un incendio del orden opresivo. La película realizada por Emilio “Indio” Fernández narra la historia de una maestra (María Félix) que se rebela contra la tiranía del cacique que controla los recursos del pueblo y enciende el alma plebeya de los campesinos rurales para que se alcen contra el tirano. La Antorcha, especie de mural en movimiento, funciona como pliegue interno a las disputas hegemónicas de lo visual. En el primer plano, la imagen de un campesino empuña una antorcha en una mano mientras en la otra comprime con fuerza sus dedos haciendo un puño para la lucha. La mirada rápidamente se inclina —es inevitable que lo haga— a  un segundo plano en el que se ve el cuerpo de anónimos y enardecido iluminados por el fuego de las antorchas. Méndez, sin duda, decide expresar su arte de movilización política en la imagen enluchada del fuego de las antorchas de un pueblo erguido. Esta decisión busca mostrar que el grabado o, en este caso, mural en movimiento solo puede revelar su potencia en la guerra plebeya de las imágenes que muestra una supervivencia en el clamor de esos invisibles cuerpos que  invisibilizados por las injusticias del poder no tienen otra opción que no sea aquella de la contra-violencia del alzamiento plebeyo. El devenir de las antorchas no es sólo un deliberado intento de rotular el círculo virtuoso de las imágenes iconográficas del fetichismo del rostro que de la trinidad aria a las hegemonía visual de la propaganda Nazi y continuando han dominado la cultura tardo occidental y criolla, sino también la iluminación de los rostros anónimos a través de esa luz-fuego de la dignidad de la contra-violencia de esta singular imagen enluchada. Ante las antorchas que graba Méndez, las cenizas de la historicidad de los “vencidos”  no son más que un efecto de la destrucción provocada por la guerra colonial-capitalista. Pero estos efectos, buscan encender la posibilidad mediante el poder de las antorchas que frenan. Así, Méndez hace de las cenizas y de las huellas invisibles del pasado indígena la tinta y el combustible para encender antorchas que detengan las injusticias. La imagen enluchada puede aquí interpretarse como una respuesta a las hogueras teológico-católicas que impusieron las imágenes del mundo colonial-capitalista y que se perpetua en ese convulsionado siglo veinte que habita a Méndez.

En el México que graba Méndez el mundo colonial no ha desaparecido, más bien es lo que no deja de (re)aparecer. Este (re)aparecer ocurre en medio de las proximidades de la revolución de Zapata y Villa, de las guerras cristeras y también de los años de lucha antifascista. La estética colonial-teológica que suplementa el poder de la imago del siglo veinte es una presencia insoslayable. Por eso, en su historia de grabadista Méndez no olvida que ante la visión de cronistas, evangelizadores y colonos españoles las culturas indígenas fueron leídas desde la primacía de imago poder de la iconografía. Pero también desde la imagen a priori que los colonos europeos traían como determinación visual de su modo de estar y habitar el mundo. El indígena es el otro para la mirada de los colonos europeos. En el interior de la imagen a priori y en tanto otro, el indígena puede haber tenido la forma del salvaje o de un monstruo. Tal como lo ha demostrado el estudio de Roger Bartra, El mito del salvaje, lo otro des-formado ante la conciencia y la visión aparece como salvaje, bárbaro o monstruoso; un mito de las sociedades europeas. Bartra analiza las condiciones de aparición del hombre salvaje identificando que la genealogía de este se halla en la literatura y el arte del siglo doce. Así, siguiendo la interpretación del pensador mexicano, el otro de Occidente está desplegado en la interioridad de su propia cultura, es decir, en el pliegue inmanente del imaginario óptico que antecede a la idea del descubrimiento de lo otro. La colonización europea no habría descubierto a un otro empírico, digamos corpóreo, porque éste ya estaba en la maquinaria abstracta de su inconsciente visual. Pero, en el contacto cara a cara y, por tanto, en el proceso imaginal de indianización de los rostros aborígenes la mirada imperial europea se despliega como máquina óptica de traducción de lo visual aborigen a lo visual europeo. La máquina de traducción visual, sin embargo, no puede traducir sin que los elementos  residuales provenientes del “mundo de los vencidos” no contaminen los procesos iconográficos en la formación de la modernidad-capitalista de México. De hecho, toda la reflexión weberiana sobre el ethos de la modernidad-capitalista que Bolívar Echeverría hace para desocultar los arcanos de las imágenes de la blanquitud y mostrar que la identidad de las naciones, incluso aquellas que su pigmentación cultural es no-blanca, está fundada en la hegemonía visual de la imagen icónica de lo “blanco”[8]. En este marco de referencia de la ficción racial europeo-colonial el grabado de Méndez es el modo en que resistiendo la operación de traducción abre la imagen no tanto a su expresión no-blanca como polo dialéctico de una visón que vería solo en dos dimensiones la guerra de las imágenes. En el seno de la cultura mexicana y acoplándose en las metamorfosis que se dan dentro del espacio mismo de la visión iconográfica traída por los colonizadores europeos Méndez graba imágenes de resistencia que empujan mundos posibles e inmanentes a los procesos de la modernidad capitalista. Se trata, sin duda, del paso de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones como, precisamente, posición del devenir de la imagen plebeya o enluchada en el pliegue interno del dominio y la disputa por fisurar el orden cristo-burgués de la iconografía moderna.  

El libro escrito por Juan de la Cabada Incidentes melódicos del mundo irracional, inspirado en la cepa misma de las leyendas orales y escritas del pueblo maya, recrea del mundo precristiano con ilustraciones de Méndez. El grabadista compone para este libro una de las imágenes serpiente más expresivas y, a su vez, anfibológica .

 

«La serpiente de cascabel» (1945), wood engraving in black on grayish ivory China paper, 135 x 135 mm (image); 249 x 177 mm (sheet);
http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/131144?search_no=7&index=28

 

Es incuestionable la condición anfibia del grabado y el uso de la imagen de la serpiente que regresa a la imaginación del lenguaje de los códices precolombinos. La percepción de que en los grabados de Méndez no habría nada parecido a elementos residuales de una imagen anterior a la imagen iconográfica no solo es cuestionada por la imagen serpiente, sino que, además, el grabado redime a la serpiente de la imaginería cristiana. Es inevitable aquí no pensar en los modos en que Aby Warburg pensó la relación del arte y sus imaginarios no-occidentales. En El ritual de la serpiente piensa en los pueblos indígenas en el que el mundo de la lógica y el de la magia no se hallan escindidos como el contrapelo a la imagen occidental de la serpiente. El reptil que organiza la topología originaria del mal en el relato cristiano es analizado como un símbolo intercultural del miedo, es decir, del repliegue en la comunidad de salvación cristiana. La serpiente exiliada del paraíso respondería, según Warburg, a la pregunta por el origen del mal, la muerte y el sufrimiento del mundo[9]. La Serpiente como causalidad mitológica será olvidada por el ingreso de las comunidades de salvación en el interior de la modernidad tecnológica. Sin embargo, la Serpiente en el grabado de Méndez retorna desde la interioridad de la cultura producida por el mundo occidental, dicho retorno se abre a la diferencia del reptil que simboliza el origen del mal. La serpiente de Méndez está, en sentido warburgiano, hibridizada, indianizada en las marcas agrietadas del cincel que produce en la imagen el correlato visual de los “incidentes melódicos del mundo irracional”. Así, la serpiente de Méndez des-obra de manera profana al reptil originario del mal, restándolo a la circulación de la iconografía cristiana. Lo pagano, lo profano, lo plebeyo son retratados por un reptil que abre su boca para que emerja un hombre que posiblemente danza sobre el aliento de una serpiente. Sin duda es imposible no pensar en Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, como el origen de toda la cultura mesoamericana y cuya figuración simbólica se resta, haciendo temblar las diferencias, al retrato maléfico de la serpiente exiliada del paraíso.

La anterioridad de Quetzalcóatl es el inconsciente óptico de Méndez que lo hace cincelar la madera para junto a la sensual y curvada cola de la serpiente grabar a Doña Caracol esposa del señor ardilla, ambos engañados por un zopilote que en Incidentes melódicos del mundo irracional será ajusticiado por el pueblo. La afectividad del grabado de Méndez produce la imagen sensual y sonora de un retorno que ya no tiene otra existencia que no sea la del pasado prehispánico en el presente de la modernidad capitalista. Así, la imagen serpiente, sensual y sonora, se opone a la colonización de la mirada y, al mismo tiempo, a través de los contornos visuales de la hegemonía occidental de la serpiente, corrobora que el relato y la iconografía cristiana son la mayor empresa teológica conocida en la historia de Occidente. En otras palabras, no hay ninguna posibilidad de entender el régimen de circulación visual, su dominio hegemónico y fetichista, sin el programa de “acumulación de almas” del proyecto imperial español. Pero tampoco se puede negar que en las manos de los grabadistas mexicanos —de Posada al Taller de Gráfica Popular— las imágenes, como nos advierte en clave gramsciana Didi-Huberman, toman posición y se politizan contra el inconsciente óptico de la colonización cristiana. No es nada casual que, en su ensayo, “Caminos de nacionalidad”, José Revueltas sugiera que la imagen del indio centellea en la piedra terrenal desde la cual emana el origen del indio:

 

Todavía el rostro de nuestros indios [nos dice Revueltas] es el mismo semblante geológico de las antiguas deidades.  Todavía es el mismo misterio y la misma  “falda de serpientes”; en ellos se retrata el tiempo, el tiempo eterno y duro, el tesón, la espera, la angustia y el asombro de la espera (…). El rostro de ídolo se remonta al recuerdo de una gran pérdida, reproduce la nostalgia por esa gran perdida, por esa gran muerte. Tal vez piensen que para ellos ya ha pasado todo, pero quizá también piensen que nada ha pasado y que después del sufrimiento vendrá la resurrección[10].

 

En un espacio de memoria afectiva, Revueltas imagina no dialectizar la resurrección del ídolo casi al modo en que Charles Baudelaire imagina que el fetiche mexicano “es el Dios verdadero”[11].  En el grabadista mexicano y en particular en la ilustración que graba para Incidentes melódicos del mundo irracional lo que está en juego es el misterio de la imagen incognoscible por la inconmensurabilidad de mundos sociales. Se trata, posiblemente de imágenes a las que sin renunciar —y Méndez, como artista y militante, no renuncia— no tenemos ni tendremos nunca la llave de acceso. Pero no debemos confundir la llave de acceso ni menos aún lo invisible en la huella de la imágenes con su inexistencia. De hecho, hay en toda imagen visible una que no lo es, es decir, una que no ha tomado lugar aún y que por no tomar “su” lugar insiste más allá de la pérdida o de una imposible y utópica resurrección tardocristiana.

En efecto, la imagen invisible funciona como pre-texto, es decir, como icono anterior a la operación de escritura y de imágenes iconográficas. Digamos entonces que lo que Revueltas sugiere, no es otra cosa que la invisibilidad del rostro en la piedra primigenia que dio y vio nacer a los indios. El rostro de ídolo anterior a la circulación de la hegemonías visuales de occidente no es exactamente lo que vemos, sino más bien, lo que no vemos en lo que vemos. Esto que no vemos, quizá, es la paradoja de esa minucia imaginal que abre los mundos de vida precolombina a una resurrección no-cristo-capitalista o, quizá, a su completa destrucción en el despeje de su revelación. El misterio constitutivo de las resistencias anticoloniales de las que nos habla Revueltas se consuma en lo que la madera agrietada de los grabados de Méndez dirán o, sobre todo, en lo que no harán inmediatamente visible. Los dibujos del grabadista más grande del siglo veinte nunca cedieron a la compulsión fetichista de lo indígena. Por el contrario, en la plasticidad del lenguaje del grabado entendido desde algo así como un Gramsci visual, ese rostro de ídolo fenecido o fantasmal, ese rostro invisible en la huella colonial y, aún más, en la huella postcolonial es expresado por Méndez y el TGP  en términos de guerra de posiciones a través de las imágenes. Las imágenes del grabadista se posicionan, toman partido por los “vencidos” e ingresan al espacio de la batalla por la disputa estética y política de la modernidad. No será exagerado decir que en  la guerra por la posicionalidad de las imágenes la madera hace mimesis con la memoria de los indígenas. En la oposicionalidad de imágenes que luchan contra la topología hegemónicas del moderno capitalismo mexicano, el cincel de Méndez graba, hace heridas a la madera, regresa y vitaliza la lucha de aquellos que fueron antes de que se consumara “la visión de los vencidos”. En un contexto marcado por las guerras mundiales, por el Nacional Socialismo de Hitler y por la Guerra Fría la lucha de la gráfica mendeciana es la lucha de las imágenes enluchadas, imágenes de la pérdida sin pérdida de objeto psicoanalítico porque las imágenes que graba Méndez son oposicionales, es decir, se mueven en el círculo abierto y virtuoso de la posibilidad de hegemonía.  En lo más hondo de sus arcanos, el capitalismo es cristiano y, como tal, es el lugar de invención de las jerarquías faciales que recorren toda la historia de esa poderosa “mitología blanca” a la que llamamos Occidente. En América Latina, toda genealogía del racismo es sin duda el correlato histórico de los fenómenos coloniales y postcoloniales de acumulación capitalista. Y el racismo es visual y, como tal, hay que buscarlo en el triunfo imperial de la iconográfica del cristianismo. En términos visuales, el cristianismo es todavía la historia de los vencedores. Los grabados de Méndez, de esta manera, son oposicionales en sentido gramsciano, es decir, en el sentido de la guerra de posiciones. Pero también son guerra de imagen-movimiento porque fueron concebidos como suplemento, como acoplamiento a las luchas sociales. Se trata de la deconstrucción de una visualidad dominante y hegemónica. Así se podrá entender que el racismo y la lucha de clases, como correlato interno del capitalismo, están profundamente atadas a la imagen afectiva y sacrificial de la iconografía cristiana. Leída en clave cristiana, la resurrección pura de los indígenas no es otra cosa que la consumación del romanticismo secularizado de una poderosa teología residual en las que el cuerpo social, la imagen viviente del indio se sumergen, ya definitivamente, en lo cultual capitalista, es decir, en la mera fabricación fetichista del racismo facial como discriminación positiva. México es el mejor lugar para entender que el devenir de los rostros es inventado y reinventado por los pigmentos con los que la mirada cristiana ha venido jerarquizando y hegemonizando la circulación de lo visual en el interior del sistema de representación pictocutáneo desde la modernidad-colonial. Pero también, lo sabemos, México es el mejor lugar para entender que las formas de la mirada son históricas y que estas están sobreterminadas por elementos culturales e ideológicos; la mirada está sujeta a metamorfosis. La producción de los grabados de Méndez expresa el deseo de discontinuidad, ruptura y escape de la dominación afectiva de la imagen teológica habiéndose hecho un artista de las metamorfosis del grabado. Por eso, más que tratarse de imágenes militantes por su sincera filiación en el PCM o por haber estado inspirado por los hermanos Flores Magón, sus imágenes más bien se hallan desinscritas de esa otra teológica que fue la del realismo socialista. El juicio del gran ensayista mexicano Carlos Monsiváis respecto de la militancia del artista en el realismo socialista es implacable:

 

[L]a militancia de los pintores y grabadores de México tiene muy poco que ver con el realismo socialista en arte y literatura. Como lo ratifica la obra de Méndez, la preocupación estética es un requerimiento ético, una derivación de la política entendida de manera totalizadora. Mientras los realistas socialistas mezclan el conformismo, la lírica fracasada y los personajes que (des) animan causas y convicciones (…)[12].

 

La posición estética del grabador no es solo la sospecha a la convicción ciega en los aparatos doctrinales, sino también la posición a-posicional de una ética del grabado que está más allá del puro comercio de las imágenes o de la pura posición del artista en la estética de la crítica-visual aristocratizante. Es la ética de la posición a-posicional lo que orienta la fidelidad de las artes del grabado de Méndez, deconstruyendo en sus dibujos los banales sermones (onto-teo-lógicos) de la retórica de partido o la del realismo socialista. El trabajo con la invisibilidad de la huella y el trazo firme de la imagen enluchada componen en Méndez una estética de las metamorfosis y un elogio profano de la imagen plebeya. Es esto lo que, a fines de los años treinta, le permite abrir la metamorfosis del arte del grabado a la guerra de posiciones. Por lo que tempranamente va a ilustrar revistas tales como Norte, Ruta de Veracruz e incluso uno edición del libro Los de abajo de Mariano Azuela y un linóleo de Los olvidados de Luis Buñuel. Junto al TGP  a mediados del siglo veinte la obra de Méndez resulta de una enorme productividad en materia de enlaces y entrelaces con el soporte visual de la cultura mexicana. Tibol describe distintos  momentos de la historia del grabadista[13]. Estos momentos son lo que dan cuenta de que Méndez es el Gramsci visual de la historia del siglo veinte mexicano. Así las imágenes de Méndez son las imágenes de Gramsci hasta el punto en que el propio Gramsci es una imagen de Méndez.

 

«Antonio Gramsci» (1942), woodcut on paper, 160 x 190 mm; http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/49569?search_no=13&index=102

 

No sería inoportuno señalar aquí que el retrato de Gramsci tiene el aura indianizada de eso que Lezama Lima llamó con tanto acierto “la expresión americana”. Podemos, así, conjeturar y concluir que el retrato grabado del preso de Turin tiene las virtudes de lo eterno profano. En la data necrológica Méndez tacha, borra para que el grabado mismo de Gramsci pueda sólo ser reconocible como icono profano. Este icono es el que se halla en Los cuadernos de la Cárcel que publicó la editorial Era en la década de los ochenta del siglo pasado. ¿Quién no ha visto el icono profano de Méndez? Su Gramsci es elevado a la singularidad de una figura fantasmal y universal que orienta el pensamiento de las imágenes enluchadas. En el interior de esa imagen indianizada se halla también la data de Méndez como legado y herencia de un Gramsci visual sin fecha de senectud. Le debemos a Leopoldo Méndez la imagen del preso de Mussolini como huella europea y no-europea. Y es que Méndez grabó la imagen posteuropea y descentrada de las matrices onto-teo-lógicas del marxismo doctrinario.

    

*Este texto es parte del libro Imágenes de Gramsci (Ediciones La cebra) editado por Alejandra Castillo.

 

[1] Elena Poniatowska, La Jornada, México (24 de mayo, 2002).

[2] Jean Charlot, “José Guadalupe Posada, grabador mexicano”, en Escritos de arte Mexicano. Editado por Peter Morse y John Charlot. http://www.jeancharlot.org/writings/escritos/charlotescritos.html (El subrayado es mío)

[3] Raquel Tibol, “José Guadalupe Posada: Puente entre dos siglos”, Elvira Concheiro y Víctor Hugo Pacheco (comps.) Raquel Tibol. La crítica y la militancia, México, Cemos, 2016, pp. 33-50.

[4] Véase, por ejemplo, los grabados del periodo del Taller Popular de Gráfica (TPG) orientado a producir imágenes plebeyas comprometidas con el programa de Lázaro Cárdenas.

[5] Miguel Portilla-León, Visión de los vencidos, México, Fondo de Cultura Económica, 2013.

[6] Oscar Ariel Cabezas, “Tecnoindigenismo. Efectos de rostro”, Elixabete Ansa-Goicoechea y Oscar Ariel Cabezas (eds.), Efectos de imagen: ¿qué fue y qué es el cine militante?, Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2014.

[7] Un caso paradigmático de destrucción e intento de hacer desaparecer en nombre de la modernización a un pueblo entero es el caso de los Yaquis. El lector interesado puede consultar el ensayo de Paco Ignacio Taibo II, Yaquis. Historia de una guerra popular y de un genocidio en México, México, Planeta, 2013.

[8] Bolivar Echeverría, Modernidad y blanquitud, México, Ediciones Era, 2010.

[9] Aby Warburg, El ritual de la serpiente, trad. Joaquín Etorena Homaeche, México, Sexto Piso, 2008, p. 60.

[10] José Revueltas, “Caminos de nacionalidad” (1945), Ensayos sobre México, México, Ediciones Era, México, 1985, p. 29.

[11] Citado en “¡Atención: ruinas mexicanas! Dirección única y el inconsciente colonial”, John  Kraniauskas, Políticas literarias: poder y acumulación en la literatura y el cine latinoamericano, México, FLACSO, 2012, p. 34.

[12] Carlos Monsiváis, Leopoldo Méndez y su tiempo. El privilegio del Dibujo, México, Ediciones RM, 2009. p. 29.

[13] Como director de La Estampa Mexicana, Hannes Mayer vigiló las siguientes ediciones con obras de Méndez: 25 Grabados de Leopoldo Méndez (1943), Incidentes melódicos del mundo irracional (1944), 40 grabados en madera y scratch board que ilustraron cuentos de Juan de la Cabada, Río Escondido (1948), diez grabados en linóleo hechos en 1947 para la película del mismo nombre. Otras películas para las que Méndez aportó estampas, que se utilizaron como soporte visual para los créditos, fueron: Pueblerina, 1948, linóleo; Un día de vida, 1950, linóleo; El rebozo de Soledad, 1952, madera; La rosa blanca, 1953, linóleo; La rebelión de los colgados, 1954, linóleo; Un dorado de Pancho Villa, 1966, litografía. También colaboró en la versión de 1950 de Memorias de un mexicano. Entre un crédito y otro las estampas lucían a toda pantalla. Seguramente la reproducción de ellas nunca tuvo mejor oportunidad Méndez lo sabía y se esmeró sobremanera tanto en la composición como en la variedad, sentido y emotividad de los cortes. Raquel Tibol, “90 años de Leopoldo Méndez”. revista Proceso (25 de Julio, 1972). http://www.proceso.com.mx/159826/90-anos-de-leopoldo-mendez

Año nuevo // Antonio Gramsci

Cada mañana, cuando me despierto otra vez bajo el manto del cielo, siento que es, para mí, año nuevo. De ahí que odie esos año-nuevos de fecha fija que convierten la vida y el espíritu humano en un asunto comercial con sus consumos y su balance y previsión de gastos e ingresos de la vieja y nueva gestión.
Estos balances hacen perder el sentido de continuidad de la vida y del espíritu. Se acaba creyendo que de verdad entre un año y otro hay una solución de continuidad y que empieza una nueva historia, y se hacen buenos propósitos y se lamentan los despropósitos, etc., etc. Es un mal propio de las fechas. Dicen que la cronología es la osamenta de la historia; puede ser. Pero también conviene reconocer que son cuatro o cinco las fechas fundamentales, que toda persona tiene bien presente en su cerebro, que han representado malas pasadas. También están los año-nuevos. El año nuevo de la historia romana, o el de la Edad Media, o el de la Edad Moderna.
Y se han vuelto tan presentes que a veces nos sorprendemos a nosotros mismos pensando que la vida en Italia empezó en el año 752, y que 1192 y 1490 son como unas montañas que la humanidad superó de repente para encontrarse en un nuevo mundo, para entrar en una nueva vida. Así la fecha se convierte en una molestia, un parapeto que impide ver que la historia sigue desarrollándose siguiendo una misma línea fundamental, sin bruscas paradas, como cuando en el cinematógrafo se rompe la película y se da un intervalo de luz cegadora.
Por eso odio el año nuevo. Quiero que cada mañana sea para mi año nuevo. Cada día quiero echar cuentas conmigo mismo, y renovarme cada día. Ningún día previamente establecido para el descanso. Las paradas las escojo yo mismo, cuando me siente borracho de vida intensa y quiera sumergirme en la animalidad para regresar con más vigor.
Ningún disfraz espiritual. Cada hora de mi vida quisiera que fuera nueva, aunque ligada a las pasadas. Ningún día de jolgorio en verso obligado, colectivo, a compartir con extraños que no me interesan. Porque han festejado los nombres de nuestros abuelos, etc., ¿deberíamos también nosotros querer festejar? Todo esto da náuseas.
Espero el socialismo también por esta razón. Porque arrojará al estercolero todas estas fechas que ya no tienen ninguna resonancia en nuestro espíritu, y si el socialismo crea nuevas fechas, al menos serán las nuestras y no aquellas que debemos aceptar sin beneficio de inventario de nuestros necios antepasados.

Publicado originalmente el 1º de enero de 1916 en el periódico “Avanti!

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