Anarquía Coronada

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Tema de Velázquez y Gauna* // Santiago Azzati

Bajo el notorio influjo de González (discurridor y exornador de mitos), y del consejero áulico Spinoza (que supo conjugar el tiempo y la eternidad), imaginé este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en estas frías e inútiles tardes de julio. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 9 de julio de 2017, la vislumbro así.


La acción transcurre en un paisaje oprimido y tenaz de la Argentina: Jujuy, Chaco, o alguna provincia cuyana o patagónica… Transcurrió, mejor dicho; pues, aunque la narradora es contemporánea, la historia referida por su padre, el joven profesor y hábil combatiente Roberto Carri, ocurrió al promediar el siglo XX. Digamos (para comodidad narrativa) Chaco; digamos 1967. La narradora se llama Albertina; es la hija del joven, del heroico, del bello, del asesinado Roberto Carri, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra un lúgubre auditorio de la calle Santiago del Estero, cuyo rostro inaugura los inesperados tomos de sus obras completas, publicadas con el último aliento de una utopía libresca consagrada a la mitología argentina, que hoy yace entre ciénagas en los terrenos de la Quinta Unzué.


Carri fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza del irlandés que, desde la mítica isla, divisó y no pudo pisar la patria prometida, Carri pereció en la larga víspera de la rebelión que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer aniversario de la muerte de Velázquez y Gauna, las circunstancias de los crímenes son enigmáticas; Albertina, dedicada a la realización de una película sobre el libro de su padre, que es, a su vez, la biografía del héroe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial. Velázquez y Gauna fueron asesinados en un puente de Pampa Bandera, en circunstancias que emulan vagamente las del secuestro de sus padres; la policía chaqueña no dio jamás información sobre el delator; los formalistas declaran que el fracaso de Velázquez no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas del enigma inquietan a Albertina. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones del recuerdo, de remotas edades de la memoria. Así, nadie ignora que los coroneles que examinaron el cadáver de Velázquez, hallaron una carta cerrada en el bolsillo del pantalón, en la que le advertían de la emboscada; también Martín Fierro, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales, recibió un memorial que no supo leer, en que iba declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de Roberto, Ana María, se vio en sueños abatida por el batallón; oyó las descargas de metralla y las creyó menos poderosas que la urgentísima Remington de su marido. La víspera de sus muertes nos ha sido vedada por la historia, hecho que puede parecer un presagio de los tiempos que corren. Esos paralelismos (y otros) de la historia de sus padres y de la de Velázquez y Gauna, inducen a Albertina a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en el incansable recorrido de la memoria; en la morfología de los cuerpos que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, en el abismo en que se forjan los recuerdos. Piensa que antes de ser Roberto Carri, Roberto Carri fue Isidro Velázquez. De esos laberintos circulares la salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego la abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras que Velázquez y Gauna pronunciaron fueron prefiguradas por José Hernández en el Poema. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso, que la historia copie a la literatura es inconcebible…


Albertina se entera en 2004, tras la presentación de una de sus películas en la ciudad de Resistencia, a la que asistieron apenas siete espectadores, que hay fragmentos de la historia que continúan vedados. Un hombre que había asistido a la presentación le cuenta que a la edad de trece años su familia lo envió al monte a formarse en la guerrilla y lo único que entregaron fue un ejemplar del libro de su padre. Otro documento le revela que, pocos días antes de caer, y luego de presidir la última reunión, Roberto Carri escribió un epílogo a su libro sobre Isidro Velázquez, cuyo título ha sido borrado. Albertina investiga el asunto e imagina una película (esta película es uno de los hiatos del argumento) con la que se propone descifrar, definitivamente, el enigma. Velázquez y Gauna fueron fusilados en un puente, pero de puente hizo también la entera ciudad y los cantores fueron legión. El chamamé que coronó sus vidas, fue escrito por muchos, en muchas tardes y muchas noches. He aquí lo acontecido:

El 1 de diciembre de 1967 los bandoleros salieron de la quinta La Reducción, en Colonia Aborigen, para reunirse con el resto de los conspiradores. Todo estaba pronto; algo, sin embargo, fallaba siempre. Isidro Velázquez había encomendado a Vicente Gauna el descubrimiento del traidor. Gauna ejecutó su tarea: le anunció a Isidro, la noche antes del atraco, que la policía les preparaba una emboscada. Demostró con pruebas irrefutables que la Aguilar y la maestra los traicionarían. Entonces Gauna concibió un extraño proyecto. El pueblo idolatraba a Velázquez; su captura en manos de la policía hubiera comprometido la suerte de futuras rebeliones que ambos habían pergeñado en rigurosas noches. Propuso un plan que haría de sus muertes el umbral de su transfiguración en mito. Sugirió que ambos debían morir a manos de la policía, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Decidieron mantener el camino acordado que los dirigiría a la emboscada. Gauna, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la doble ejecución, tuvo que plagiar a Hernández y a Macedonio. Repitió algunas sextillas de Fierro y Cruz en el Poema. En aquel momento comprendió la soledad de su tarea. La pública y secreta representación duró la noche entera. Los fusilados prepararon sus mejores ponchos, Isidro el verde, Vicente el rojo; se pertrecharon por última vez y salieron a encontrarse con sus traidores. Cada uno de esos actos que harían de los dos hombres un mito habían sido prefigurados por Gauna. Todo el pueblo colaboró de alguna manera; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada del Chaco y en el chamamé de Oscar Valles. Los rebeldes arrebatados por ese minucioso destino que los redimía y que los perdía, más de una vez enriquecieron con actos y palabras improvisadas el texto que habían prefigurado. Así fue desplegándose en la noche el populoso drama, hasta que en un puente de la ruta a Pampa Bandera una anhelada perdigonada entró en los cuerpos del traidor y del héroe, que apenas pudieron articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.


En la obra de Carri, los pasajes en los que cita a Sarmiento y debate con los formalistas son los menos dramáticos; Albertina sospecha que su padre los intercaló en su libro para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que ella también forma parte de la trama… Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve alguna vez filmar una película sobre Gauna; ya su padre había publicado un libro dedicado a la gloria de Velázquez. Filma una película dedicada a la gloria del cuatrerismo; también eso, acaso, estaba previsto.

(*) Adaptación de Tema del Traidor y del Héroe, de Jorge Luis Borges

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