Anarquía Coronada

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Gastón Fernandez

Héctor Libertella: la literatura a seis mil pies de altura // Gastón Fernández

Es ya famosa esa frase de Fogwill -un poco altisonante, un poco chanta- en la que dice “escribo para no ser escrito”. Se volvió una suerte de lugar común, de frase fácil. Es, en cualquier caso, una respuesta posible a una pregunta siempre acechante, siempre capaz de estirarse, de ponerse en abismo: la pregunta de quién está hablando en un texto, quién habla a través de nuestra voz ¿el discurso, nuestra subjetividad, nuestra época, etc.? En realidad, la respuesta más certera es la que tira por la borda esa pregunta, la que se despacha con una ocurrencia centelleante, la que cristaliza en una frase, un gesto o una acción su desinterés por las reflexiones excesivamente profundas. Así funciona -y por eso gusta- esta frase de Fogwill.

La literatura de Libertella –sus críticas, sus ideas repetidísimas, sus obsesiones, sus chistes, sus slogans- parece deslizarse sobre ese tipo de preguntas y brindar una respuesta precisa. Sabe balancearse entre el juego y el análisis severo, entre la definición finísima y la ocurrencia disparatada, entre la lectura de la letra y el abordaje teórico o de género.

Una manera de entrar a su obra, una manera como cualquier otra, es señalar que Libertella siempre tiene grandes salidas, siempre te sale con alguna idea fascinante, plena de humor e ingenio. Unas ideas siempre arbitrarias, que solo reconocen al capricho del que habla como índice de verdad, una arbitrariedad que desconoce el imperio del signo, que no le interesa encontrar entre la práctica de escribir y la de leer (o de ser escrito) un intercambio comunicativo, una producción de sentido. Simplemente se propone la escritura de su pasión, la aceptación de una patología como la principal fuerza para enfrentar los miedos y las conveniencias, para conseguir una voz que pueda “transmitir sin comunicar”.

El que habla siempre es uno y habla porque sí, porque esa es su verdad.

 

 

Vivir atormentado de sentido

En estos tiempos de desesperación por alcanzar consensos y balances, en medio de esta crisis de sobreproducción de sentidos -que se intenta paliar con incentivos a la comprensión- se hace imperioso destacar su apuesta por la singularidad, su esmero por desmembrar los presupuestos culturales que pretenden acercarnos, que quieren convencernos de que no hay más remedio que entendernos. Y esa confianza en la comunicación se sostiene en una concepción del signo que hay que desbaratar. Libertella insistía en que la literatura es eso que siempre guarda resistencia a la interpretación, que siempre tiene un resto y que por lo tanto no es asimilable al pensamiento. Es por eso que su lector ideal no está del lado del lector culto y racional, capaz de descubrir todas las referencias de un texto, sino del que puede realizar en el acto de leer una experiencia propia. Es algo que solo recuerda haber observado en su infancia, cuando a los 10 años escribió su primera novela y la dio a leer a sus amiguitos que participaban de “un mundo un poco salvaje, sin lectura literaria, sin interpretación culta”. Esos son los lectores deseados, en los que deberíamos convertirnos. Es lo que busca el mismo Libertella: llegar a leer como un niño, leer como un mono, estar a la altura de su mito de origen: “a aquellos monos me debo, a esa manera de leer sin la prótesis de la opinión o la doxa”.

Esa inocencia, ese encuentro con la materialidad de la letra, es la que se impone en tiempos donde reinan las relativizaciones. De modo que si el ejercicio de la lectura ya no se limita a la búsqueda fría del punto de vista más certero y adecuado para comprender, sólo puede entenderse el sostenimiento de ciertas costumbres como un ritual absurdo, una hermenéutica de monjas de clausura (de sentido), esa pantomima solemne que viene a rellenar lo que no se ha dicho, un medida de salud pública que traduce la letra enferma, incomprensible.

Estas costumbres son, en los diferentes libros de Libertella y en nuestra actualidad: las decisiones editoriales, la crítica académica, los suplementos culturales, los grupos de estudio, los disidentes, los transgresores. En fin, se trata de cualquier forma de leer que procese textos para producir consensos, que fuerce el texto a decir eso que todos tenemos en común y no está dicho, que crea que lo no dicho es lo que hay que inventar y no el blanco sobre el que se escribe. Y se trata a la vez de esa impostura que se esmera en elaborar el interés y el entusiasmo que la lectura ya no genera por sí misma: “Un amigo me decía que leer ya le dolía un poco. ¿Acaso leer intensamente ya duele un poco porque pasó a ser una tortura que sólo cumple su disciplina física en los ghettos, en los patios cerrados de algún salón literario o en el seno de la Academia, como decir, sino, en los verdes campos de Treblinka?” Libertella no se sonroja al decir que este modo de leer (ni al sugerir que quizás todos) es aburrido. Estas lecturas ya no divierten a nadie –siempre solemnes niegan el carácter lúdico, siempre centrando no juegan el juego de las diferencias-. Solo pueden entenderse como el esfuerzo impostado de integrar comunidades, de tolerar bodrios para pertenecer a la cultura.

Frente a este tipo de posturas, impone su abordaje inocente, que parte de pequeñas iluminaciones, que encuentra en el barroco de Lezama y Sarduy un origen para entender lo latinoamericano y que arma su corpus con Puig, Lihn y Zelarrayán. Así responde a los grupos homologadores de sentido, esos que escarban en la hondura del signo para lograr abrirlo, interpretarlo y completarlo. Allá donde otros se buscan el cobijo de la cultura, Libertella propone una confianza en las pulsiones propias,  aunque uno termine leyendo su patología. Porque quien lee confiando en sus impulsos sabrá encontrar eso que la letra no dice y está en uno, esa diferencia que habita en uno mismo.

Cultivás tu aire ausente y despreocupado

Por eso en sus últimos libros se acerca a una escritura más fragmentaria. Como en El árbol de Saussure o Zettel, donde abandona la argumentación y la narración, de los que ya estaba cansado por ser funcionales al sistema de la comunicación, por considerarlas “una práctica tan esforzada que hoy por hoy ya genera aburrimiento (a mí; a mí ya me genera aburrimiento)”. Y por ser las características de esos géneros estancos dados en llamar teoría y literatura. Para desechar esa racionalización de la letra, se entrega a una lógica de mera yuxtaposición, de pequeños destellos, pequeños fogonazos que iluminan con una lógica particular ciertas partes del texto para oscurecer otras, para espesarlas.

Libertella decía que escribir bien o escribir mal son “dos fantasmas teológicos”, que se basan en “la eficacia mercadológica”, en el movimiento de oferta y demanda. Pero así como cuestiona el hecho de que toda publicación está condicionada por estos fantasmas, también sostiene la idea de que hay que saber para quién se escribe. El escritor debe pensar cuáles serán los efectos de su trabajo y debe elegir su papel en el mercado: “si aquí todo modo de la práctica se incorpora como una presencia ya prevista por el mercado, entonces toda mirada crítica –por materialista- lo registra y lo discierne en tanto ingenuo o deliberado, pasivo, violento, seductor…”

El señalamiento fulminante es que no es posible escaparse de la literatura. Que el mercado fagocita todo circuito escritor-lector, que tiene un lugar para la vanguardia porque todo posicionamiento puede capitalizarse. Repetía “allí donde hay un interlocutor, uno solo, se constituye un mercado”. Es, por lo tanto, abstracta y teórica cualquier formulación del afuera de la literatura, porque no puede sustraerse a la forma de circulación, al modo en que se determina su valor de cambio. Toda búsqueda de instalarse en un afuera implica una intención de esconderse de la literatura. Toda transgresión es, finalmente, lumpen. Porque se enorgullece de su marginalidad fingiendo desconocer que sus textos serán absorbidos por el mercado y porque no comprende la necesidad de llevar adelante la disputa por el sentido, de luchar por imponer nuestra verdad y no sentarse a esperar que otros lo hagan.

Por supuesto que la disputa no es frontal, que no están dados los medios para imponerle una voz al mercado. Pero lo que sí es posible, dice Libertella, es singularizarse, encontrar cómo decir a través de la astucia. Usa la imagen del caballo de Troya (esa imagen con la que comienza el género novela): poder entrar al terreno enemigo para desde allí desplegar nuestras ideas. La salida no es la transgresión para romper con el discurso que habitamos, sino la asunción del lugar que ocupamos, de nuestro lugar en el mercado. Se trata de una reivindicación del ghetto, porque en la afirmación estratégica de un lugar, en la práctica intensiva de una escritura personal, se puede trasmitir con más potencia y alcance: “si hay límite, acaso es una división que sólo estimula su deseo de pasear lo más extensamente adonde le esté permitido. Y hasta es posible que, según el tamaño de ese deseo, el ghetto sea más grande que la Aldea Global como conjunto”. Es, finalmente, un intento, en línea con Barthes, de hacerle trampas al mercado, hacerle trampas a la lengua.

Algunas huellas ya son la piel

Su interés por el barroco y las vanguardias explica su preferencia por el hermetismo, una característica central que le permite hacer pasar su idea de la literatura. En ese gesto hermético, consigue darle volumen al texto, mostrar un secreto siempre presente, en el que la comprensión siempre se posterga, donde la claridad nunca llega. Una apuesta sincera y genuina por señalar los límites del lenguaje y de la comunicación, por mostrar la turbia densidad del signo de la que nada puede salir claro y prístino. Un rechazo frontal a lo que llama “la histeria de la transparencia”, ese enamoramiento del sentido y del referente, esa somnolienta creencia en las mediaciones entre lenguaje y realidad. Libertella sostiene casi como programa un tipo de escritura que escape a la comunicación digerible “prescripta por el capitalismo”.

Por momentos sus textos se vuelven densos, repetitivos (a veces al punto de repetirse literalmente), con ciertos giros característicos. Es una literatura que se afirma en su yeite de narrar, que insiste en su capricho. Aun sabiendo que no siempre sea atinado, aunque no termine de cuajar, insiste sin temor al error. Es, en última instancia, una reivindicación de lo arbitrario: “no leemos como podemos sino como queremos y elegimos. Y arbitrario es hacer lo que nos viene en gana con todo capricho”. En tanto que no hay comunicación posible, en tanto que toda ideología no es más que una topología en relación al Mercado que domina la circulación de discursos, la manera de hacerse escuchar es decir lo más propio de cada uno, sin condescender al reino de las opiniones, sin poner en duda la autonomía de la voz. Y en esa escritura arbitraria y microscópica surgen esos destellos, esas ocurrencias, esa viveza criolla del bahiense Libertella.

En el cuento “Conejo, serpiente” aparece un ejemplo extraordinario de su método de trabajo. Partiendo de una imagen sencilla, y sin ahondar en explicaciones, muestra sus ideas sobre la identidad y el tiempo. Allí habla de una vida en la que su cordón umbilical es como un resorte que se estira para atravesar la niñez, la juventud, la adultez y la vejez, pero que en todo momento si se lo suelta se vuelve a la placenta. Esa es la ética libertelliana, la que por un lado asume un pathos y para expresarlo utiliza figuras sin pretensión de trasparencias. Y por otro lado también es una concepción del tiempo. Ya no el tiempo progresivo, no los acontecimientos que se suceden, sino la posibilidad de un instante que resignifique toda una vida, de plegar cada momento de la vida al vientre materno. Una idea del tiempo intensivo que hace convivir la idea de progresión con la de simultaneidad.

De allí que Libertella confronte con una forma de comprender la realidad entregada al orden de lo inteligible, de lo comunicable, esas formas que van de la autocomplacencia intelectual y la camarilla académica al buenondismo cultural. Es una propuesta original, caprichosa, empecinada, una escritura gozosa que se niega al orden, que esquiva las preguntas rimbombantes de cierta crítica cultural, que no se pregunta tanto por qué y dónde está parada, sino que pisa con fuerza y asume su lugar, su historia, su tiempo. Una literatura que enfrenta y desprecia a los paracaidistas del presente, los amantes de la coyuntura, que busca valiente y obstinadamente evitar esa bajeza adaptativa, ese vuelo bajo, idiota, que evita contagiarse de esa “desgracia de los sincrónicos: vivir el presente.”

Frente a ellos, consigue severo y risueño transmitir su voz, con plena confianza, sin exceso de psicoanálisis, sin peroratas filosóficas, sin extravagancias intelectuales. Sencillamente dándonos a conocer eso que aprendió: “aprendí que la literatura es ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió. Como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, tal vez el escritor sólo escribe por escribir.”

Tal vez Libertella solo escribió para no ser escrito.

El enigma moral: nuevas formas del género policial // Gastón Fernandez

 

El género policial suele contar con la simpatía del espectador, tal vez por la manera en que lo interpela y lo necesita para realimentar la intriga, por la plasticidad que sabe tener para adaptarse a distintas formulaciones o quizás por las respuestas que el género sabe dar a las inquietudes de una época. Lo cierto es que a lo largo de su historia atravesó distintas transformaciones: del policial clásico al policial negro, luego a uno más psicológico y al thriller. De una u otra forma, siempre logró renovarse y sostener su popularidad.

Hoy vemos reaparecer y reconfigurarse nuevamente el género de las maneras más extravagantes: el programa de TN y la colección de libros de Ricardo Canaletti, la serie y la película sobre la familia Puccio, la obra de teatro pronta a estrenar de los periodistas de policiales de C5N Mauro Szeta y Paulo Kablan. Evidentemente, el policial resiste trasposiciones a otras artes y reelaboraciones de su estructura narrativa, lo que supone un género que es permeable y sabe adecuarse a las más diversas demandas del espectador.

A esta lista heterogénea de propuestas le sumamos las que me interesa abordar, tres series documentales policiales que se adaptan a nuevas formas de consumo audiovisual, brindan nuevos acercamientos al modo de hacer un policial y, al mismo tiempo, dan muestra de cuáles son las preguntas actuales que motivan estas nuevas versiones del género. Esas tres series son The Jinx, de HBO, Making a Murderer y The Confession Tapes, ambas de Netflix.

The Jinx es una mini serie documental de HBO dirigida por Andrew Jarecki del año 2015 que narra la historia de Robert Durst, extravagantísimo hijo mayor de la familia Durst, dueña de una de las más grandes empresas de bienes raíces en New York, quien a lo largo de veinte años estuvo de una u otra manera relacionado con la desaparición de su esposa, la muerte de una amiga y el asesinato y descuartizamiento de un vecino. En los tres casos fue interrogado, en alguno investigado, estuvo preso y estuvo prófugo, pero fue siempre declarado inocente. En el año 2010 el director Jarecki realiza una ficción, All good things, donde cuenta esta misma historia, cambiando solo algunos detalles. Después de su estreno recibe el llamado del propio Robert Durst invitándolo a entrevistarlo para darse a conocer y brindar su versión. The jinx reconstruye la historia de Durst, con testimonios de familiares, amigos y policías, con material de archivo y con peritos para verificar las pruebas. Pero la serie llega al punto más alto en la entrevista maravillosa e inquietante con el protagonista, donde se lo puede ver responder impávido sobre cualquiera de los tres casos y contar su tortuosa historia familiar, mientras vemos una catarata de gestos y tics que se le imponen y no logra controlar, un personaje cínico y carismático a la vez, un extraordinario malo de película.

En esta serie Jarecki consigue trabajar dos ámbitos centrales del policial de no ficción. Uno es el de la investigación: con los testimonios, peritos, pruebas y la determinante entrevista con Bob Durst logra, como alguna vez hizo Walsh, resolver el caso. Y en el plano de la narración logra articular de excelente manera los distintos registros, sabe utilizar con prudencia las dramatizaciones de los casos, consigue una fotografía impecable,  sus apariciones en cámara llevando adelante la búsqueda lo transforman en un narrador en primera persona, sigue testigos para conseguir pruebas y consigue con sutileza y consistencia construir el clímax hasta el momento final, donde la narración se condensa en una línea y el caso se resuelve. Al día siguiente de la emisión del último capítulo, la policía detiene a Robert Durst por los tres casos de homicidio.

Making a murderer es una serie documental de Netflix filmada durante más de diez años que trata la historia de Steven Avery, quien pasó 18 años preso por una violación e intento de homicidio que no cometió. Tras ser liberado por una prueba de ADN y demandar al estado, en 2005 lo acusan y detienen por el asesinato de una fotógrafa que estuvo en su propiedad horas antes de su muerte. El documental reconstruye con pruebas, archivos y entrevistas los dos casos para mostrar el modo en que la policía convierte a un inocente en un criminal en dos ocasiones. Allí se pueden ver todas las pruebas que señalan a un tal Allen como sospechoso nunca investigado del primer crimen. También se muestran pruebas de que la policía plantó el ADN de Avery para inculparlo del segundo crimen. Uno de los momentos más impactantes –posiblemente la inspiración de The confession tapes– es el video de la confesión del sobrino de Avery, implicado también en el segundo caso, donde se puede ver como el adolescente con retraso madurativo es apretado por la policía para incriminar a su tío.

The confession tapes es otro policial de no ficción con el que Netflix insiste en el género. Se trata de capítulos unitarios que cuentan seis casos donde se acusa y juzga injusta e ilegítimamente a sospechosos presumiblemente inocentes con la única o principal prueba de una confesión filmada, siempre forzada por la policía. Los casos son diversos pero suelen coincidir en que la acusación cae sobre las minorías étnicas o sociales y/o sobre las familias de los muertos. Los testimonios y las reconstrucciones de las investigaciones dan muestra del cinismo y la burocracia policial, solo interesada en resolver rápidamente el caso.

Ambas series comparten el tópico y el formato documental, aunque difieren en ciertas características narrativas. En el caso de Making a murderer lo que resulta impactante desde la producción es el seguimiento de Avery y su familia durante diez años, gran parte de la fuerza del documental se centra allí. En lo que se refiere a lo estrictamente narrativo, el punto de vista del documental busca plegarse al de la familia, por eso son centrales sus entrevistas. Pero la serie resulta algo tediosa, la dificultad de narrar los sucesivos fallos judiciales negativos de Avery de forma sistemática la vuelven necesariamente repetitiva (sobre todo en los últimos capítulos). Es en este sentido que The confession tapes, donde cada capítulo cuenta una historia,  puede considerarse como una agilización narrativa del género que practica Netflix. La narración es la absolutamente clásica del documental, en la estructura, en el encadenamiento de los testimonios y las pruebas, pero sobre todo en el tono seco, aséptico, con el recurso de las placas negras que reponen información y la idea de un narrador omnisciente y silencioso que edita testimonios.

Estos casos nos permiten ver la forma en que el nuevo policial se va puliendo y va descartando sus elementos residuales. En ese sentido me interesa destacar algunos cambios estructurales del género que se pueden entrever en estas series: una progresiva pérdida de la idea de la elaboración narrativa en favor de una mostración de lo real, una primacía de lo documental en tanto garantía de verdad, la pérdida de la figura del investigador que encarna esa búsqueda, aquel que pone la cara y sienta posición, en favor del documentalista que solo monta entrevistas y archivos. Esto supone una reformulación de la idea clásica del género, aquella que señala que en todo policial la policía está atravesada por la ineptitud, la desidia o el autoritarismo obcecado, y por eso se hace necesario que aparezca algún actor externo para resolver el problema y restaurar el orden y la razón. En los casos de las dos series de Netflix, solo se sostiene la premisa de la ineptitud y el autoritarismo policial. Lo que no aparece allí es la figura del investigador (ni el racional Dupin, ni el cínico Marlowe, ni  el comprometido Walsh), solo un director o un editor que trabajan con los materiales de la realidad y muestran hasta qué punto logra avanzar el abuso policial sin conseguir siquiera mermarlo. Frente a la inoperancia policial (su odio, su estigmatización, su siniestro desinterés) no queda más que resignarse, que reafirmar lo irremisible de su triunfo y su impunidad: sólo queda indignarse.

Hay entonces un pasaje, una reestructuración del género en términos de documental de no ficción que apunta a otra sensibilidad del espectador, que lo pone en una posición de desconcierto y tensión con un hecho de la realidad, busca la empatía con el falso acusado y la indignación con la corrupción policial. A partir de allí su desarrollo, su argumentación, es una demostración de la inocencia del acusado. Se busca algo así como reparar la inversión de la carga de la prueba que realiza la policía, con el objetivo no de resolver el crimen y encontrar el culpable, sino de deshacer las condenas injustas.

Esta nueva estructura se juega de modos distintos en las tres series. En The jinx hay un tratamiento estético y narrativo que lo acerca a la estructura más clásica del policial de no ficción: la elección de un caso resonante, la figura del periodista investigador, el hecho de poner el cuerpo para conseguir pruebas y testimonios y su aporte decisivo que resuelve el caso. Es cierto también que la figura siniestra de su protagonista, su voz, su cotidianeidad, la impunidad con que se mueve estando prófugo, su oscura gracia durante la entrevista provoca una atracción determinante. Pero hay varias decisiones del director que la convierten en una gran serie, intervenciones más o menos nobles, más o menos polémicas, más o menos oportunistas (la decisión de Jarecki de realizar la entrevista con un personaje siniestro, la decisión de no entregar la prueba por la que meten preso a Durst, de la que la policía solo se entera al emitirse el último capítulo en HBO) que suponen una voluntad de intervenir sobre lo real. Ninguna moralización, ningún deber periodístico: oportunismo total, saber jugar con las cartas que le tocan. Jarecki logra al mismo tiempo cumplir a la perfección su rol de investigador -resuelve el caso- y su rol de realizador.

Si partimos de este punto las diferencias con las otras dos series son rotundas. Tanto en Making a Murderer como en The confession tapes la forma en que trabajan los casos reales es mucho más llana y distanciada, sobre todo en términos narrativos. Making a murderer propone una narración cronológica, no aparece un narrador, solo se montan testimonios y entrevistas con pruebas y material de archivo. Aunque no se puede soslayar que el hecho de filmar y documentar durante diez años el caso acompañando la familia ya supone un gesto destacable, una serie de diez capítulos no puede sostenerse solo con el recurso de la empatía. En lo que se refiere estrictamente a lo policial se trata de un caso en el que los testimonios y las pruebas dejan claro la intencionalidad de la policía para con Avery, pero no logra determinarse quién es el autor del segundo crimen, no logra resolverse el segundo caso. Es decir ninguna efectividad, ni narrativa, ni policial.  En el caso de The confession tapes se trata de una estructura tautológica en tanto que nada se resuelve y solo se reafirma la suposición de que el acusado es inocente porque no están las pruebas suficientes para asegurar lo contrario o porque se evidencia la corrupción y la intencionalidad policial. Es cierto que en el caso de The jinx se trata de mostrar que el acusado es culpable y en estos casos se trata de mostrar que el condenado es inocente, lo que presenta más dificultades. Pero hay capítulos en The confession tapes donde aparecen otros sospechosos, ya sea en el capítulo “True East” donde aparece la hipótesis del islamismo, o en el capítulo “A Public Apology” donde aparece un sospechoso que no se investiga, solo vemos cómo un vecino va hasta la puerta de la casa y lo llama a los gritos por la ventana, con la cámara escondida en el auto. El documental no avanza sobre esa pista, no se involucra. El gesto es el de la denuncia de una injusticia y no el de la resolución del caso.

Puede verse allí una cierta forma de la resignación. Frente al oportunismo de The Jinx, la resignación a la indignación moral, a la impotencia sobre lo real. De manera que la diferencia no es solamente  artística, narrativa o genérica, sino que hay diferentes formas de captar una sensibilidad de la época, de responder a una demanda de consumo (Netflix sabe de esto), de mesurar cuáles son los temas que afectan nuestra sensibilidad y de qué modo queremos enfrentarlos. La respuesta de estas series parece ser en primer lugar que el policial ya no se trata de una lectura de divertimento que culmina en la restauración del orden, sino de un consumo liberador y seriado como forma de participar y relacionarse estéticamente con las problemáticas de lo real. En segundo lugar se trata de un consumo en la intimidad de la casa de una serie de capítulos que estimulen el apetito de modificar la realidad para luego adormecerlo a través la saciedad moral.

En estas nuevas series policiales presenciamos el pase del lector de policial que intenta resolver junto al narrador el caso –para ver restaurarse el orden y la normalidad, pero también para sentirse él mismo capaz de resolver el caso y sentirse parte de esa normalidad- , a un espectador indignado, que solo puede anhelar un orden ideal que nos falta, la justicia que debiera haber, un espectador que padece profundamente y mastica su bronca frente al hostigamiento de esas dos entelequias: la inseguridad y la injusticia. En el recorrido que hay entre The Jinx y The confession tapes podemos ver el pasaje de un investigador que enfrenta al sospechoso y logra resolver el caso a un documentalista neutro, que solo monta testimonios -a lo sumo de manera sugerente-. Ya no hay para el espectador nada que resolver, no hay acción posible que produzca un cambio en lo real, no hay resolución del crimen ni reconstrucción del orden (no queda ni el consuelo burgués). En su lugar aparece una apelación a la compasión del espectador, la activación de una compensación simbólica de orden moral como nueva forma de devolver un orden y una estabilidad. Si para Borges en la literatura policial el lector debe tener todos los elementos para seguir el razonamiento del detective, aquí eso se achata: la premisa es que el espectador tenga el tono necesario para compartir el pathos y la indignación del montajista. Es posible entonces pensar estos nuevos policiales como síntoma, como una huella a seguir en el camino de enfrentarnos a una característica central de cierta sensibilidad de nuestro tiempo: la predilección por no operar sobre lo real sino sobre el aterciopelado terreno de lo moral.

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