Resonancias a partir de una pregunta de Tamara Tenenbaum y un texto de Lila Feldman // Emiliano Exposto
En conversación con Diego Sztulwark en un video filmado por la productora Fiord como motivo de las charlas en torno al libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Tamara Tenembaum se pregunta: “lxs psicoanalistas dicen salud mental es amar y trabajar. ¿Pero en qué mundo?” La sugerente pregunta de Tamara fue retomada por Lila Feldman en su texto publicado en Lobo Suelto! titulado “¿Salud mental es amar y trabajar”.
Quisiera aprovechar la oportunidad para alojar los interrogantes de Tamara. Escribí este texto rápidamente, en un rapto de entusiasmo para intentar amplificar una serie de intercambios que venimos teniendo con Lila. Con quien nos unen las consideraciones históricas en torno al psicoanálisis en general y la comprensión socio-política de lo inconsciente en particular. Las resonancias rozitchnerianas, por decirlo de algún modo. Este escrito es menos una respuesta, que el intento de hacer proliferar las preguntas.
No estoy seguro si lo que digo es una obviedad, pero sería posible trazar una distinción metodológica mínima respecto de la relación entre salud mental, trabajar y amar. Una distinción precaria y provisoria, pues en las prácticas concretas se da todo mezclado, con sus complejidades históricas y variaciones conflictivas. Por un lado, podríamos ubicar la Salud Mental (con mayúsculas, se suele escribir así) refiriendo a un campo específico de instituciones, normativas, trabajadorxs, «usuarios», violencias, mediaciones estatales y privadas, derechos (la salud como un derecho), estudios especializados, relaciones de poder y resistencia, luchas concretas, modos de organización, cambio y resolución de conflictos, etc. Por otro, remitiríamos a la salud mental (con minúscula, según es usual leerlo), haciendo hincapié en una cuestión “existencial”, de formas de vida y devenires heterogéneos, un problema “antropológico”, por decirlo de algún modo. Guattari en conversación con Oury, creo que en Psicoanálisis y transversalidad, entiendo que sugería llamarle a esto “antropología histórica” o “aspecto metafísico” en torno a dicha faceta de la SM. Esto último, señala, Lila convendría concebirlo más como un «estado» que como un ideal, fin o condición existencial adquirida de una vez y para siempre.
En ambas maneras de entender la SM, creo, estamos ante prácticas concretas (libidinales, sexuales, ideológicas, institucionales, etc.). Es decir, la SM se conforma como una relación social de producción y reproducción, con sus agentes colectivos y actores particulares en una encrucijada compleja de dinámicas semióticas, derechos, mediaciones jurídicas, disputas, modos de circulación, discursos, canales de distribución, formas de consumo, etc. De manera que acuerdo plenamente con lo escrito por Lila: las definiciones en torno a SM son políticas y los contornos socialmente negociados en inmanencia a luchas de todo tipo (teóricas, institucionales, sindicales, cotidianas, etc.). La SM, entonces, se conforma como un campo de disputas. La política propiamente dicha comienza, según entiendo lo que dice Diego en la conversación con Tamara, cuando asumimos el carácter construido (por ende, transitorio, transformable, en disputa) y el estatuto problemático (cuestionable) de aquello que socialmente llamamos SM (en ambos de los sentidos delimitados).
Hago esta distinción metodológica porque tal vez ayude a pensar la pregunta de Tamara. Al menos es el modo en que resoné con el texto de Lila. En la medida en que comprendamos la SM como un campo de instituciones, normativas, “usuarios”, profesionales, violencias silenciadas, criterios de incumbencia, prácticas jurídicas, relaciones de fuerzas en torno a los derechos democráticos, etc., la Salud Mental constituye efectivamente un trabajo; o mejor dicho, comporta varios trabajos, divisiones del trabajo en cooperación social: los trabajos y formas de explotación de los agentes que intervienen en ese campo. Aquí también es probable que el amar sea una condición ética, por decirlo de cierta forma, de las prácticas de cuidado y hospitalidad que dicho campo necesita en sus diversas relaciones (entra las cuales, la relación “usuario” y “efector de salud” es una de ellas).
Por otro lado, podríamos considerar lo que llamé, por comodidad, el “carácter antropológico” o existencial. Decir antropológico, en este punto, ya es un problema, habida cuenta de que desplaza la pregunta imprescindible por la salud en general de los modos de existencia no humanos. Y, además, escotomiza los múltiples factores no humanos que intervienen en la producción de sufrimiento. No sé cómo tendría que denominarse, pero me sirve para la argumentación. De todas maneras, acá intuyo que se complica el tema del trabajar y el amar, y su relación históricamente (sobre) determinada con la salud mental. Pues conjeturo que, si bien sería preciso estudiar críticamente el tema, el anhelo de trabajo por parte de los “usuarios” internados en diversas instituciones podría considerarse como una demanda fundamental y urgente. Aunque, como me indican mis compañerxs de la Cátedra Abierta Félix Guattari de la Universidad de lxs trabajadorxs, en ocasiones ese argumento ha traccionado prácticas en las cuales el “trabajo con las psicosis» conduce a formas de trabajo no remunerado de los “pacientes” so pretexto de que “trabajar hace bien”. No sé cuál es la solución de ese último problema. Y menos aún el modo correcto de platearlo. Hay mucha gente que hace años viene pensando la cosa y activando al respecto. Solo resueno con sus preguntas. En torno al amar, es claramente elemental alojar el deseo de amar en este punto o faceta de la SM que llame, de modo impreciso, “antropológica”.
Ahora bien, considero problemático sostener que el trabajo es condición de salud mental en la vida cotidiana «normalizada» del capitalismo. La relación aquí entre amar, trabajar y SM, me pregunto si no precisa de una historicidad que lo situé en condiciones materiales, simbólicas e imaginarias de existencia específicas. La obra de Freud está plagada de dicotomías o dualismo: pulsión de vida y muerte, pulsión sexual y de auto-conservación, etc. Amar y trabajar es una de ellas. Correspondiendo esta última con la división desigual, jerarquización sexogenerizada y escisión específicamente patriarcal-capitalista entre reproducción social y producción señalada por los feminismos, o entre “no-valor” y “valor” según la consideración crítica de Roswitha Scholz en El patriarcado productor de mercancías. Lo que Freud llama amar, muchas veces, no es otra cosa que trabajo no pago.
El trabajo actualmente existe como tal bajo una forma determinada históricamente: la forma capitalista. Sea como trabajo asalariado, trabajo “formal” o trabajo precarizado, o bajo sus modos productivos, reproductivos, cognitivos, afectivos, “inmateriales”, etc., el trabajo en el capitalismo tiende a ser configurado como trabajo capitalista. Trabajo concreto y abstracto, según la distinción de Marx, coherente con la forma dual de la mercancía (valor de uso y valor). Trabajo social productor de mercancías realizado de manera privada e independiente, en una sociedad donde la reproducción y sostenibilidad de las vidas es definitivamente contradictoria con la producción de ganancias y acumulación de capital. Es en este marco que el trabajo capitalista, nunca está de más recordarlo, constituye una relación de explotación clasista, generizada, racializada, etc. Dejours, publicado por Editorial Topia en nuestro país, ha argumentado largamente sobre la relación (incluso etimológica) entre trabajo y sufrimiento. El trabajo capitalista y la forma valor, en nuestra sociedad, son los principales dispositivos de subjetivación social. Y el trabajo en estas condiciones históricas entonces, me parece, oficia como fuente productora de malestar social. Una relación social de mediación a partir de la cual se fundamenta y organiza la integración a la dominación capitalista. En este marco trabajar no es salud mental, incluso cuando sea anhelable o mejor dicho cuando es necesario tener un trabajo o alguna forma de reproducir la propia vida para aquellos que no tenemos otra cosa que nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir. Marx, para mí, sigue siendo una brújula cardinal en este aspecto. “No se puede politizar nuestras enfermedades y dolencias si no politizamos nuestra vida cotidiana, empezando por aquella actividad gracias a la cual nos mantenemos vivos, el Trabajo”, me decía el otro día un amigo en un intercambio por redes sociales. El trabajo no dignifica. Y tampoco se trata de liberarlo. El problema básico es abolir el trabajo capitalista en tanto relación social de explotación generadora de sufrimiento desigual en los cuerpos concretos. Toda “enfermedad mental” es política. De modo que la pregunta por el trabajo y la SM no puede abstraerse de las formas concretas de enfermedad, sufrimiento y “tratamiento”, lo cual conllevaría a poner en cuestión toda la “vida cotidiana” en la que vivimos para trabajar y trabajamos para vivir bajo el mando del capital. Esto es, no separar la politización del malestar de la puesta en cuestión radical, en un sentido emancipatorio, de las relaciones sociales del Estado, la propiedad privada, la explotación de clase, las opresiones de raza-género, las dominaciones capacitistas, etc.
El padecimiento social en líneas generales depende, efectivamente, de las formas mediante las cuales organizamos la cooperación material, es decir de nuestras relaciones sociales, sexuales, deseantes, económicos, políticas, etc. El sufrimiento nunca es una “cuestión privada”, sino el efecto complejo y desigual, contingente particularmente y necesario socialmente, de las relaciones de producción, intercambio, reproducción, consumo y distribución en las cuales estamos todxs metidxs. El capitalismo, lo sabemos hace rato, funciona como una fábrica global de mercancías y subjetividades. Una máquina indiferente al malestar que asimismo suscita, productora de muerte, crisis y enfermedad. Las personas particulares somos un momento concreto en la experiencia del sufrimiento social históricamente producido. Puesto que, en efecto, las contradicciones y antagonismos históricos se elaboran y verifican conflictivamente en los dramas concretos de los cuerpos particulares que los producen y reproducen. De allí la necesidad de vivir lo “personal” como índice de elaboración, combate y resistencia ante lo “impersonal”. La transformación permanente de las prácticas económicas, éticas, sociales, sexuales, psíquicas y deseantes de la vida en común, es el reverso ineludible de la transformación inmanente de aquello que padecemos y del modo desigual como lo padecemos. De allí la importancia, estratégica me gustaría denominarla, que una revolución del inconsciente se abra hacia el horizonte de una transformación revolucionaria de la sociedad en su conjunto.
Retomando los términos de Diego en el libro que suscito la conversación con Tamara y esté intercambio entre Lila y yo, una política comunista del síntoma en torno a la salud mental en relación al trabajo como relación social productor de malestar en el capitalismo, solo la encuentro pensable desde una perspectiva anticapitalista. La salud en general y la salud mental en particular, y en esta coyuntura se torna evidente, configuran un campo estratégico de una lucha de clases generalizada en todos los poros de la sociedad. Un campo imprescindible para las prácticas de combate político, cultural, ideológico, etc. Y allí la problematización del trabajo social como generador de “enfermedad” será obra de lxs propias trabajadorxs, o no será. La tarea creo que consiste en problematizar radicalmente, en las prácticas, las relaciones sociales que producen y reproducen el malestar y la llamada “enfermedad mental” como necesidad. Marie Langer o Franco Basaglia, entre muchxs otrxs, entendieron estos problemas hace algunas décadas. Y quizás en el campo psicoanalítico se trate, como bien se viene insistiendo un poco por todos lados, de restituir ese archivo a partir de nuestras propias preguntas, desafíos y luchas históricas.
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La lengua revuelta // Lila María Feldman
«En un sentido, ver cosas es ocioso. Es necesario que un proyecto o una pregunta nos ligue a ellas».
La mujer rota. Simone de Beauvoir.
Se trata del surgimiento de palabras nuevas, o de palabras viejas que adquieren nuevos significados, y armarán la trama de constitución de determinadas representaciones sociales y representaciones psíquicas.
Resumen una historia de luchas que se cristalizan en una movilización y ampliación de sentidos.
Se trata de palabras y frases que cobran relevancia, y se afianzan, en tanto constituyen un nuevo sujeto político: en este sentido, algún tiempo atrás, la palabra «grieta» -en mi opinión, mucho más que ubicar diferencias partidarias, o engendrar un nuevo conflicto- construyó y organizó un nuevo sujeto político, iluminando, dando visibilidad, a un conflicto ya existente: el de los medios de comunicación y sus tensiones, desnaturalizando el juego de sus propios intereses y los modos en los que ellos impactan y participan en la vida y la agenda política. También construyó un sujeto-lector de los medios distinto, tanto menos pasivo e ingenuo. Un ejemplo de hoy: los modos en los que se nomina la violación de cinco hombres a una piba de 14, y el relato, inadmisible y brutal en algunos casos, que cada medio realiza de ello.
Feminismo mediante, a partir del «Mirá como nos ponemos», las víctimas de abusos y maltratos ya no son sujetos que padecen tan silenciosa, culposa y avergonzadamente. Consolidaron la toma de la palabra. El «Mirá como nos ponemos» despertó, y lo sigue haciendo, todo un campo de interrogaciones, movilizando la biografía singular de las mujeres, al tiempo que refuerza la pertenencia al campo colectivo del mundo femenino. «Sororidad» es otra palabra para mencionar. «Escrache», con toda su polémica complejidad. El término más amplio del «lenguaje inclusivo», la lucha todavía inconclusa, (pero poseedora de una fuertísima solidez en cuanto a su fundamentación, todo un campo extenso de palabras en contraposición a las paupérrimas e hipócritas fundamentaciones de los mal llamados «pro vida», en verdad defensores del aborto clandestino) por la legalización del aborto, etc.
Sin embargo, no son únicamente las mujeres quieres se reubican y reformulan, también los hombres, y los mismos vínculos. La adolescencia también se transforma y hoy el armado laborioso de la construcción de identidad, por empezar la de género, se realiza de otras maneras, con mayores grados de libertad y complejidades bien diferentes que no tanto tiempo atrás. Por momentos no parece tan imperioso definir orientación sexual, tipo de elección de objeto, la exploración y el tiempo para ello son terreno ganado, pero sí parece mucho más una necesidad psíquica, la de constituirse en sujetos de derechos. Muy en especial las mujeres. Niñas, adolescentes y adultas. Y en particular, es impactante los cambios en las adolescencias y su capacidad de ligarse a nuevas categorías: «heteroflexible», «pansexual», y algunas otras, que les constituyen como sujetos capaces de ejercer nuevos derechos y libertades. O que buscan que elles sean reconocidos y legitimados. Se visibilizan y expresan conquistas. El lenguaje es un territorio donde se consolida lo ganado, donde se disputan batallas, y donde se avanza.
En otro terreno, en el campo de la Salud Mental, es interesante pensar los efectos de algunas palabras. Por ejemplo, «Desmanicomialización»: término que inauguró nuevas prácticas y teorías de enorme potencia transformadora, fue y sigue siendo una palabra que designa no solo la búsqueda de salida al encierro represivo del padecimiento psíquico grave, sino que localizó representaciones arraigadísimas al ponerlas en jaque: la figura del loco, del paciente internado en instituciones psiquiátricas no como alguien a excluir y aislar, sino a escuchar e integrar. Reformuló en gran medida, aún inacabadamente, el lugar social de la enfermedad mental, los tratamientos posibles, sus consecuencias singulares y colectivas, por resumir en breves líneas un recorrido tan valioso, extenso y complejo. Es decir, la desmanicomialización, como nominación, esclareció, tornó visibles, las prácticas manicomiales, más allá incluso de los muros institucionales, y todo un andamiaje representacional manicomial, lamentablemente aún vigente. Las palabras son territorio de luchas.
Estas revoluciones del lenguaje se oponen, tienen como elemento antagónico, a los clises «banalizadores», o «banalizaciones lenguajeras», que alivianan una palabra hasta vaciarla (siguiendo a lo planteado por Eduardo Muller). En las macropoliticas y en las micropoliticas de la vida cotidiana.
¿Qué es, entonces, para el Psicoanálisis, estar a la altura de la época? Un Psicoanálisis que incorpora y repiensa categorías, dispuesto a renovar los modos de pensar, o más bien a preservar su capacidad de pensamiento y su lugar de vanguardia en la historia. O volverse anacrónico… Freud gestó al psicoanálisis con la literatura, la filosofía y cultura de su tiempo. Sus mismos cimientos se edificaron en la tensión singular-colectivo, como modo de dar cuenta del funcionamiento y constitución psíquica. ¿Qué sería entonces saber leer (en lugar de recitar- repetir)?: Poder pensar la herencia teórica junto con el diario de hoy, y en relación directa a una experiencia propia.
Yo defiendo, sostengo y concibo al psicoanálisis que no piensa a lo epocal como contexto o «ropaje» anecdótico, que reviste las cuestiones estructurales y fundamentales. Sino al psicoanálisis que considera que el tiempo histórico también es constitutivo y subjetivante. Un psicoanálisis no que se ubica del lado de los sastres cómplices que confeccionan «el traje nuevo del emperador», en alianza con algún poder, sino un psicoanálisis que se posiciona del lado de la niña que grita, riendo: «el rey está desnudo!» y así desenmascara una verdad, y el pacto de mentira que la negaba.
Yo diría que el lenguaje se modifica y se amplía cuando permite visibilizar y desnaturalizar alguna opresión. Una lucha eficaz es la que permite nombrar de otro modo. Establece un antes y un después. Es acontecimiento tanto en las múltiples historias con minúscula, como en La Historia, con mayúscula. Algo ya existía pero al ser nombrado existe de otro modo, y reordena el conjunto de significaciones y problemas.
Las intervenciones psicoanalíticas eficaces también son las que reordenan, transforman sentidos. Hay palabras que advienen a la escena psíquica a nombrar algo nuevo o a nombrar algo viejo de un nuevo modo. Éstas intervenciones sorprenden, ocurren. No sé planifican, no son operaciones prefabricadas, aún cuando se desprendan de un trabajo anterior, aún cuando tengan una historia de construcción. No son slogans ni clises.
«Se va a caer», «Lo patriarcal», «Mirá como nos ponemos», «Ni una menos», «Escraches»: Palabras- frases que fuerzan una toma de posición. Palabras que reordenan todo el sistema del lenguaje. ¿Pueden los consultorios quedar al margen de esto?
El poder, por supuesto, resiste. La Real Academia. Los monopolios. Los grupos de poder. El psicoanálisis vetusto también. El poder psiquiátrico. Los grandes intereses económicos. Los laboratorios. Los señores feudales. La iglesia y los sistemas religiosos en general, en particular los grupos evangélicos -nuevos actores sociales-, es decir, el conjunto heterogéneo y férreo de los sectores conservadores que históricamente se caracterizan por silenciar o mantener el statu quo.
Entonces, una verdadera revolución, empieza, concluye, y se instala definitivamente, en el lenguaje. Lenguaje que habita nuestros cuerpos, representaciones indisociables de afecto.
No conocemos los alcances y el punto de llegada, pero sí que no tiene vuelta atrás.
Lo que queda claro, lo insoslayable, cada vez más, es que la vida es política. Tomando las palabras del comienzo, de Simone de Beauvoir, somos responsables de pensar que frente a, o mejor dicho, dentro de las cosas que ocurren, y nos ocurren, nuestra posición implica situarlas desde las propias preguntas, y desde determinados proyectos. Nunca en abstracto.
Lo sepamos, lo pensemos, lo nombremos, o no.
Lila María Feldman.
Psicoanalista.
2 de enero de 2019.
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