Anarquía Coronada

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Deseo y política // Entrevista con Toni Negri

 

Fuente: Traficantes de Sueños

“El nuevo Palacio de Invierno son los bancos centrales”. Entrevista a Toni Negri

por Roberto Ciccarelli

Traducción: Verónica Gago y Diego Picotto

Cuando nos sentamos alrededor de una mesa larga de su departamento en París, Toni Negri, 84 años, tiene entre manos abundantes apuntes, mirada tensa, actitud exigente. El resfrío que lo fastidia desde que regresó de un viaje a Brasil donde presentó Assembly, recién publicado en inglés por Oxford University Press (cuarta parte de la investigación común escrita con el filósofo norteamericano Michael Hardt después de Imperio, Multitud y Común) lo tiene impaciente: «No logro trabajar como quisiera», dice. Filósofo discutido a nivel mundial, ahora está trabajando en la segunda parte de su autobiografía –la primera tiene un título emblemático: Historia de un comunista. Ya está proyectado un nuevo volumen a cuatro manos con Hardt. Deseo spinozista, práctica marxista, con Negri no es tiempo de recuerdos, nos encontramos conversando al interior de una tendencia.

En una palabra como «revolución» hoy solo parecieran creer los “spin-doctor”, los agentes de propaganda pagados para confeccionar un programa electoral. Pero para vos que creíste intensamente en una revolución al punto de cambiar radicalmente tu existencia, ¿qué significa esta palabra?

Para mí significa que a la revolución no se la hace, sino que te hace. Es necesario dejar de mitologizarla: la revolución es vivir, construir continuamente momentos de novedad y de ruptura. La revolución es una ontología, no un acontecimiento. No se encarna en un nombre: Jesucristo, Lenin, Robespierre o Saint Just. La revolución es el desarrollo de las fuerzas productivas, de los modos de vida del común, el desarrollo de la inteligencia colectiva. Nunca pensé en hacer la revolución y llegar al poder el día después.

Cuando era joven pensaba que el comité obrero de Marghera habría organizado la sociedad en torno al consejo obrero y a sus ideales a partir de la fábrica. Entonces eran los años setenta. Hoy es muy distinto, sobre todo porque existe otro modo de producción: se puede organizar la sociedad a partir de la renta básica, de las nuevas figuras del trabajo, de las nuevas escuelas y de las formas asociativas, de nuevos loisirs, nuevos ocios, saliendo del aburrimiento y la desesperación en la que vivimos. Nunca pensé que la revolución fuera una cosa que te lleva al poder, sino que cambia al poder. Significa tomar el poder de manera diferente. Es una diferencia fundamental: no queremos tomarlo desde arriba, sino desde abajo.

La revolución existe cuando se es capaz de demostrar que el común emerge del modo de producción que inviste la vida. Es el/la niñx quien tiene hoy el fórceps en las manos, no el obstetra de la historia.

Respecto al lenguaje, y al imaginario que fluye en tu perspectiva es y fue, por decir poco, discordante. Siendo gentiles, usualmente, se te responde que sos optimista, utopista, visionario. La izquierda tiene siempre esa actitud oscura, realista, empeñada en el esfuerzo voluntarista de unidad o en la evocación de los sujetos que faltan. ¿Cómo te ubicas en este horizonte?

Te respondo con un episodio muy práctico. Hace pocos días Michael presentó Assembly en Londres. Se encontró con «Momentum», la red de base que apoya al laborismo y a Corbyn. Lo que es impresionante es el encuentro entre los jóvenes y los viejos corbynianos, personas que hicieron el ‘68 y las luchas de los años ‘70 y hoy están arrastrados por el entusiasmo de jóvenes que han hecho las luchas anti-globalización y de Occupy, las últimas luchas de esta generación. Falta toda la gente de entre 35 y 60 años, la generación blairiana. Aquí es donde se forma la nueva izquierda y con esta realidad hoy reencontramos y superamos los viejos bloqueos de la cultura socialdemócrata.

En el libro describen la extraordinaria, y dramática, emergencia del movimiento norteamericano Black Lives Matters. ¿Cómo se vinculan con esa fuerza que hizo que se hablara mucho de Bernie Sanders? 

Estamos en contacto con una compañera que está en la dirección del movimiento de Sanders. A partir de sus relatos comprendemos que el partido demócrata norteamericano es una máquina de poder terriblemente gubernamental, que no reacciona ante la novedad, que retoma asuntos socialdemócratas clásicos que no funcionan. Black Lives Matters es el futuro. Es la expresión de un movimiento sin leadership (liderazgo). Son muchos en el mundo y la izquierda debe comprenderlos a fondo: los movimientos indígenas, por ejemplo, que apuntan sobre la propiedad común, son experiencias formidables. Y los nuevos movimientos feministas y su fuertísima subjetividad. Es la forma misma del capitalismo que revela estas nuevas fuerzas productivas y estas experiencias de ruptura. No es solo un discurso marxista, es un discurso realista, sobre todo si se quiere salir del «siglo corto» de una vez para siempre, cortar con su agonía.

Hablan siempre desde el punto de vista de los movimientos. En Assembly analizan, sin reticencias, su crisis y sugieren no menospreciar «el poder duradero de quienes combaten y de sus derrotas». ¿Qué quieren decir?

Volvamos a la paradoja de Corbyn: los del ‘68 que se reencuentran con los jóvenes de hoy. Basta un silbido, entonces, y vuelven aquellos que fueron derrotados. Porque han aprendido en las luchas la generosidad, la cooperación, porque han hecho triunfar la solidaridad. Estos son vicios que una vez adquiridos no te abandonan más. Si se pudiese hacer una historia foucaultiana de los movimientos en Italia se comprendería de qué cantidad de «cínicos», de militantes comunistas enojados está lleno el paisaje: entiendo por esto gente que se hacía construir por la «voluntad de saber» y por la acción revolucionaria, y así amaba a lxs otrxs y a la vida.

Escriben que del 2001 a hoy los movimientos han afirmado un nuevo inicio para la izquierda, pero que evidencian «pobreza organizativa» y que no han podido estar a la altura del problema que pusieron. ¿No existe el riesgo de repetir las viejas derrotas sin avanzar un milímetro?

Es necesario, de una vez por todas, liberarse de la ilusión de que de los movimientos se deba extraer cualquier cosa. Casi siempre los movimientos expresan el fin de un discurso, no producen un acontecimiento, sino que lo terminan. El ‘68 no ha sido un acontecimiento, sino una construcción. Porque detrás estaban los años ‘60, existía desde hacía tiempo una política de masas a nivel mundial. En Italia esta política ha sido tan potente que duró diez años, pasando al movimiento de 1977. Los movimientos hoy no comprenden que deben construir, no que deben obtener algo.

Escuché compañerxs que salían de Génova, de las luchas de la universidad, decir que después de las manifestaciones era el momento de hacer una organización. Pero si no la habían creado hasta entonces, ¡no la iban a hacer jamás! Habrían sido solo identificados por la policía como personas a abatir. Es necesario romper esta idea de que el movimiento forma el partido, la coalición, un séquito. Los movimientos forman la fuerza, y esta fuerza es reconocida. Los movimientos son la estrategia. No nacen por infusión del espíritu, o por un misterio que se encarna en la sociedad, se construyen concretamente, paso tras paso, junto a miles de personas, cada uno a partir de sí. La política se construye juntxs.

Los Soviet para nosotros siguen siendo un modelo a pensar: nacidos de un modo de producción específico, ensamblando fuerzas productivas y sociales. En un mundo completamente diverso, siguen siendo un dispositivo potente.

¿Los Soviet son actuales?

 

Hoy se deben construir instituciones no soberanas y no propietarias. Funcionarían como la gestión del agua como bien común, como en la batalla contra la violencia policial en Francia o en los Estados Unidos, como en las grandes luchas indígenas en América Latina, como en las luchas feministas.

La invención de una nueva estructura política no puede nacer más que de la coalición entre estas fuerzas. La institución no nace del soberano, sino de la necesidad de estar juntxs, de producir y de vivir juntxs. Esta era la idea fundamental de los Soviet: organizar el modo en el que estar juntxs en una sociedad industrial, donde la cooperación social es avanzada y tiene la capacidad de ejercitar poder a través de la construcción política de una fuerza productiva.

Para describir esta construcción en el libro usan una expresión curiosa: «emprendedorialidad del común». ¿Qué significa?

 

En algunas reseñas anglosajonas se nos reprochó este concepto: que la empresa no puede ser arrancada al neoliberalismo. En cambio, pienso que hoy la relación entre emprendedorialidad e institución –lo instituere, lo instituyente– es una cosa que tiene que ser estudiada a fondo. El trabajo es siempre istitutio (capacidad de instituir). Esta capacidad hoy está masacrada y, dicho de otro modo, escondida bajo un falso concepto de libertad. Crear una empresa significa dejar libre a la fuerza de trabajo para organizarse. Es este el discurso político que el capitalismo secuestra a lxs trabajadorxs. Nosotros, en cambio, creemos que se empieza a hacer política cuando la fuerza de trabajo conquista la capacidad de organizarse productivamente.

¿Todo esto pasa por un partido? ¿Es esto lo que lo sostiene?

Absolutamente no. Hoy la autonomía de lo político no es más aquella leninista, hoy es el populismo. En cada época la autonomía de lo político se cualifica de un modo, si se quiere evitar asumirla en términos genéricos. Y hoy la autonomía de lo político ha sido reducida a un juego discursivo que usa las categorías institucionales y que tiene el objetivo de construir un pueblo sometido.
Leo lo que sucede en Italia donde la ley electoral ha devenido desde hace un tiempo el lugar central de este uso discriminatorio de lo político. Es una manipulación pura del pueblo y del consenso. No solo está en juego un criterio mínimo de representación, que me parece cada vez más en crisis, sino algo más profundo: se quiere impedir a las personas experimentar nuevos modos institucionales y productivos para gobernarse a sí misma.

La socialdemocracia está en crisis y muchos creen que puede ser superada por una declinación populista de ‘izquierda’. ¿Crees que Podemos o el laborismo de Corbyn pueden interpretarse de esta manera?

El de izquierda es un caso de populismo de “sustitución”. Dudo de que esta lógica, teorizada por el filósofo argentino Ernesto Laclau, pueda alguna vez reinventar fórmulas distintas a las del «socialismo nacional». En España, Podemos ha desarrollado un gran debate sobre este tema. Y ganó la tendencia nacional-popular. La controversia se dio con los movimientos sobre la función del partido: si apoyar los movimientos y crear una coalición o ser un partido clásico que inventa su pueblo. Venció el proyecto de sustitución de la socialdemocracia, no un proyecto de innovación de la izquierda.

En el otro extremo del populismo, Alice Weidel del Afd en Alemania es un caso clamoroso de inversión de las instancias de los movimientos: lesbiana, casada con una ciudadana de Sri Lanka, trabajó para Goldman Sachs y Allianz, partidaria de políticas xenófobas e islamofóbicas, está en contra de los matrimonios homosexuales. ¿Qué representa una figura como ésta?

Representa el vacío que se reproduce. Al igual que otros personajes, no es un sujeto, sino un producto. Nace invocando los peores instintos y alcanza las contradicciones más brutales respecto a lo que su vida realmente es. Esto implica, finalmente, el populismo: crear un pueblo incluso contra lo que éste es. Esta contradicción se vincula con el concepto de nación y luego, en el mismo orden, con el de pertenencia regional y familiar. Se articulan de esta manera formas de propiedad y de frontera. Y el gran riesgo es el de la corrupción. En mi vida he visto a muchísimas personas hacer cosas terribles en nombre de la familia, incluso las peores formas de corrupción. Detrás de estas afiliaciones solo hay barbarie y tribalismos.

¿Cuáles son los otros populismos?

Trump es un ejemplo clarísimo. A su manera, Macron en Francia se le parece, aunque se comporte como un tecnócrata que gestiona la centro derecha e izquierda de acuerdo con el proyecto conservador de Alain Juppé. A la derecha y a la izquierda, hay populismos «lavados». En el grupo Mediaset, en el caso de Berlusconi; en la red, en el caso del movimiento de las Cinco Estrellas. Melenchon en Francia distingue entre la soberanía popular –la de la Revolución de 1789– y el soberanismo, que sería un concepto de derecha; entre el ideal de “nación” y el “nacionalismo como etnicismo”. En éste y en otros casos –como por ejemplo en muchos de los populismos sudamericanos– no se reflexiona lo suficiente sobre el hecho evidente de que son los sectores dominantes y los ricos los que conducen el proceso y hablan en nombre de los muchos.

Incluso es posible que esta idea de “populismo” produzca un contragolpe a los movimientos, particularmente a los de migrantes, amplificando un sentido común xenófobo y racista. Un riesgo que se puede entrever, incluso, en el laborismo inglés o en la Die Linke alemana. ¿Cómo explicar esta ambivalencia?

Hay dos ideas en las que no logramos superar la socialdemocracia heredera del “siglo corto”: las ideas de propiedad y de frontera. Son una bacteria mortal, implantada hoy en el corazón de Europa, cuando se construyen muros o cuando se desplazan las fronteras a través del Mediterráneo, mandando a morir a los migrantes a Lager, en Libia. Rousseau decía que el delincuente más grande fue aquel que dijo: «Esto es mío». Pero hay un delincuente aún peor, Romulus, que dijo: «Esta frontera es mía». Son lo mismo: propiedad y fronteras.

La democracia social ha madurado esta cultura desde 1848, con la revolución romántica. Pienso en Mazzini: él fue, desde este punto de vista, el primer socialdemócrata: apoyaba la República Popular y la centralidad nacional, dos elementos que siempre han tenido una síntesis reaccionaria, nacional-popular. La segunda Internacional Socialista fue atravesada por este espíritu contra el internacionalismo comunero e intentó combinar la nacionalidad y la revolución. Por el contrario, el bolchevismo fue formidable desde el punto de vista de la revolución mundial porque unificó el comunismo, el antiimperialismo y el anticolonialismo. La tragedia del anti-colonialismo fue el retorno del nacionalismo. Esto dio lugar a un error de envergadura y aún hoy en día recurrente en las declinantes políticas centristas: pensar que la alianza del proletariado con las clases medias y progresista es un paso estratégico, y no meramente táctico. Las declinaciones del populismo actual repiten el mismo error: creen que el concepto de nación cancela el de clase. Es un problema con el que todavía tendremos que confrontar.

Cada vez más se dice que la alternativa al neoliberalismo y a la crisis es el trabajo, el pleno empleo, el keynesianismo, las nacionalizaciones. ¿Son éstas soluciones?

Son hipótesis que quedan confinadas a la agonía del “siglo corto” en el que aún nos encontramos. Todavía discutimos alternativas que se destruyen: socialismo estatal y nacional o liberalismo propietario y privado. Seguimos siendo rehenes de la distinción entre lo privado y lo público, y no vemos lo que ha pasado por abajo, y ha atravesado, el periodo que va del siglo XX al presente.

¿Qué ha pasado?

La derrota de la ideología de lo privado y de lo público debido a la transformación del modo de producción. Hay un nuevo ensamblaje de las fuerzas productivas determinado por la transformación del trabajo que lo ha vuelto común y singularizado, eliminándolo de lo privado y de lo público. Es una fuerza de trabajo que solo trabaja cooperativamente. Es decir, de una manera cada vez más común. Hoy el problema es la organización de la producción social y la distribución del ingreso, no el pleno empleo. La distinción entre trabajo/empleo y nueva capacidad laboral y cooperativa es el elemento central del debate e implica consecuencias radicales de carácter fiscal, de políticas sociales e industriales que son profundamente diferentes respecto del pasado.

La izquierda y los sectores sindicales sostienen que un Estado “innovador” será capaz de crear tecnologías revolucionarias en la green economy, en las telecomunicaciones, en la nanotecnología, en la farmacología. Las nuevas instituciones de las que hablan en Assembly van más allá del Estado, ¿en qué relación están con esta categoría que vuelve a tener éxito?

Bueno, que venga este estado, le deseo buena suerte. Sin embargo, permítaseme señalar que estos sectores no son más que el mercado, organizados como máquinas de extracción de valor producido socialmente, y en cuanto tales protegidas, incluso precariamente, por el Estado. En Assembly nos preguntamos si estas maravillas pueden estar sometidas a elecciones y decisiones democráticas. Respondemos que no. No hasta que se reconozca el sistema de explotación extractivo y propietario (patentes, rentas financieras, organizaciones monetarias) en el que operan estas industrias; y hasta que de este reconocimiento no se siga un proceso democrático de reapropiación de los bienes comunes. Ahora es el momento de reapropiación del común por parte de sus productorxs, y de reorientación democrática de la gestión del común: no es el Estado, sino que son lxs productorxs los que tienen que decir para qué sirven estas tecnologías, qué beneficios y qué desventajas conllevan.

La fuerza laboral está cada vez más organizada por plataformas digitales: Uber, Deliveroo o Task Rabbit. El poder de los «señores del silicio» es tan amplio que se puede creer que el algoritmo transmite una idea popular y transparente de la democracia. ¿A esto conduce la revolución digital?

¡En estas plataformas, lxs trabajadorxs no esperan disfrutar de un mayor grado de democracia! Luchan y resisten una explotación bestial. Es importante, sin embargo, precisar el problema: ¿es posible revertir el funcionamiento del algoritmo de comando de las plataformas digitales? Lejos de imaginar utópicas reversiones de las plataformas digitales en circuitos de cooperación, solo será posible dominar esos monstruos mediante el desmantelamiento de las condiciones políticas en las que el algoritmo es impuesto: las del derecho privado y su legitimación estatal.

Mark Zuckerberg, de Facebook, admitió la importancia de la renta básica. ¿Silicon Valley logrará lo que suele llamarse una utopía concreta?

Zuckerberg nos obliga a estudiar las formas en las que las tecnologías y la actividad laboral se entrelazan en la producción y el uso de las redes sociales. Es allí, en ese espacio, que paradójicamente se nos indica la posibilidad de reconstruir la democracia. Creo que es sobre este espacio que se va a reabrir la búsqueda de lxs revolucionarixs: es el espacio que, por ejemplo, hace 150 años Marx analizó en el primer volumen de El Capital. Es allí, donde el hombre se encuentra con la explotación de nuevas máquinas y de nuevos jefes, que renace la clase y se propone la revolución.

Entonces, ¿estás convencido de que solo una renta básica nos salvará?

Para nada, es obvio que en sí misma no puede resolver el problema. Es el elemento preliminar, y aún central, para la reorganización social basada en el común y la superación de las categorías de propiedad privada y pública. Es sobre el terreno financiero que es necesario confrontar. El problema es el comando de las finanzas. El Palacio de Invierno hoy son los bancos centrales.

[fuente: Il Manifesto, 4.11.2017]

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