Gombrowicz // Pedro Yagüe
La inmadurez es lo real. Y lo real no tiene forma. La forma envuelve, oculta. Asfixia. Crea una ficción sofocante. En ese encubrimiento hay algo que se gana y algo que se pierde. La ganancia: seguridad, integración, cultura. La pérdida: inmadurez, realidad. Así, nos dice Gombrowicz, se vuelve el hombre incapaz de expresar lo interior. Incapaz de expresar su verdad. Verdad que nunca es solo suya porque nunca está solo. En Gombrowicz hay un amor por la inmadurez. Un romanticismo extraño, entrañable; una búsqueda de nuevas fuerzas en lo más profundo de uno mismo. La inmadurez es concebida como un combate insistente contra la forma. Una resistencia contra el aroma putrefacto de la cultura. Se escribe para resquebrajar un orden, para hacer salir lo que no debería. Aparece entonces una fórmula: escribir es la búsqueda de un acuerdo con lo propio, la expresión de una discordia con lo exterior. Para Gombrowicz nada de lo que le es propio debe impresionar al hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre. Gombrowicz odia la cultura. La combate, la enfrenta: su parafernalia, sus recompensas y reconocimientos, generan en el hombre un anhelo de madurez. Aparece entonces todo el circo de los escritores, los cantantes, los poetas y sus falsedades. ¿Cómo no aburrirse con todo eso? ¿Cómo no aburrirse de los cantautores y poetas, tan parecidos entre sí, tan calculadamente tiernos? Muestran su arte como quien publica en Instagram o Facebook una imagen de sus nuevas tetas. Son artistas de papelito, de brillantina. ¿Cómo no aburrirse con todo eso? Con un enorme esfuerzo. Esto lo sabe cualquiera que haya ido a ver el arte de estos personajes: la incomprensible carcajada esnob de los teatros, la atención fingida a la lectura de textos solemnes e ilegibles, la estupidez amable del aplauso a una canción, el infinito simulacro de un sentir que no se tiene. Varones y mujeres que se obligan a arrodillarse frente a la imagen que construyen de sí mismos. Asesinos de su tiempo. El sentido de la escritura se descubre cuando ésta se vuelve contra uno mismo. Escribir, para Gombrowicz, es una forma de resistencia. O mejor dicho: se escribe porque algo en uno se resiste. ¿A qué? Al maquillaje asfixiante de la cultura. Algo quiere brotar, algo que busca destruir la realidad como el sueño a la vigilia. Una fuerza que intenta salir y mostrarse como es, a cara limpia. Una fuerza incomprensible, incontrolable, impredecible. Eso es la inmadurez.