Anarquía Coronada

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el temblor de las ideas

Escribir en el caos. A propósito de El temblor de las ideas* // León Lewkowicz

Diego Sztulwark tuvo una idea temible: que yo tenía algo para decir sobre un libro que me gustó mucho y que eso que tenía para decir podía interesar a alguien. Con esos presupuestos en mente hizo una invitación y me pregunté si el temblor había llegado a estas ideas también. Sin embargo, acá estoy, así que pueden inferir con algún grado de certeza que acepté. Si lo hice, es por la amistad y la confianza que tengo en su capacidad de detectar lo inesperado y lo que se oculta al pensamiento. Entonces voy a leer lo que salió. Quiero solamente detallar algunas cosas que el libro de Diego me empujó a pensar. Divido rápido: voy a decir una cuestión sobre la escritura, una sobre la nominación o los conceptos, una sobre la vida. Brevemente, y si tuviera que terminar acá, en esos tres puntos (lo que podemos llamar drama) se nos juega la existencia en toda época, pero más en esta, y el libro de Diego es una hermosa lección sobre cómo prolongar nuestra existencia. Pero hay que justificar lo dicho y cerrar acá es un bajón, así que digo algunas cositas más.

 

I

Naturalmente, empiezo por la segunda, la cuestión del nombrar o de los conceptos. Desde su título, el tema central del libro es el problema de las ideas políticas en tanto categorías o nombres. Problema, entonces, de un lenguaje que ya no designa a su referente. Un vacío de sentido que Diego llama “trampa”. De modo que los primeros cinco capítulos del libro parecen desplegar una interrogación menos propia de Lenin que de Martínez Estrada. “¿Qué es esto?” como el pensamiento sobre una irritación. “Esto” que es algo que violenta al pensamiento: agresión, cuestionamiento y también refutación, dice Diego. Pero el valor de la formulación específica de esta pregunta radica en que no se atiene a los efectos prácticos (superestructurales) de la refutación, sino que aborda su contenido cognitivo, su capacidad para desquiciar al pensamiento en sí. Lo digo de otro modo: no es un determinado discurso sobre el mundo, sino el mundo mismo el que se ha vuelto ilegible. Símbolos desmentidos, pero no sin que el propio discurso de desmentida caiga en la volteada. La pregunta “¿qué es esto?” no parece abarcable desde el lenguaje político, ni el económico, ni el sociológico, ni el psicoanalítico…

El libro, entonces, da un paso atrás y propone un recorrido que empieza en la interrogación por los sentidos de la perplejidad —el grado cero, la inmovilización del pensamiento y la acción. La perplejidad argentina parece tener una larga historia propia, pero me da la impresión que tiene asiento propio y casi único en nuestra percepción desde la pandemia. En la perplejidad de la política, los nombres se multiplican al infinito: fascismo, posfascismo, ruptura del pacto democrático, derechización. En último término, una discusión desdramatizada que revela el fracaso de los conceptos, su impotencia para conectar con causas materiales. Sin embargo, decirle singularidad, novedad, impensable, el horror, ahora decimos nosotros, es sacarle el culo a la jeringa. Walter Benjamin decía que este tipo de asombro no está al principio de ningún tipo de conocimiento. Esto empuja, se impone como algo a ser pensado y, como tal, nombrado. La nominación aparece entonces en El temblor de las ideas como una experiencia de pensamiento, como un tránsito inevitable para evitar tanto el desquicio como la disolución.

El concepto de una situación nombra ante todo su tono afectivo —de esto voy a decir algo más adelante, ténganme paciencia que al final no es tan corto. Vuelvo: se escuchan, al promediar el libro, los ecos de 2001: estallido, implosión, catástrofe, desastre. Y ahora también —el libro sigue más allá del libro, se suman palabras, presentaciones y reseñas— “fenómeno de desecación”. Pero esta tarea de nominación, necesaria para darnos existencia, naufraga como pensamiento cuando se estabiliza, cuando se detiene creyendo haber llegado a buen puerto. Serían necesarios conceptos plásticos que nos permitan distinguir “qué sucede en lo que sucede”. Sería, entonces, necesario un oxímoron: conceptos que no capturen, que no inmovilicen, porque lo que sucede está en pleno movimiento y se prolonga más allá de sí mismo. Dice Diego que la noción de conocimiento en Marx, ligada a la praxis, requiere, más que una producción de saberes sobre el mundo, de unos presentimientos y premociones que “actúan por contigüidad de lo que se ve y se escucha”.

En El temblor de las ideas se dice que un aspecto central de Kafka es su capacidad de narración no categorial, la ausencia de conceptos en su escritura. Ahí estaría su potencia como artefacto de interpretación coyuntural en un momento en que en la coyuntura mucho pasa y nada sucede. En El temblor aparece, entonces, una promesa: una escritura desde la que es posible “arrancarle al caos pedazos consistentes”, precisamente porque en su literatura y en sus Diarios son los personajes, móviles, vitales, los que se convierten en imagen del pensamiento. Kafka aparece entonces como clave para ser escriba del desierto, narrador de la intemperie. Justamente porque no se trata de “ver” lo que no hay, sino de captar la oscuridad continua que constituye a esa nada.

 

II

¿Cómo se estabiliza algo de este caos nominativo en el pensamiento? A esta altura parece trillado hablar de la ilusión mítica de la “nada” como recomienzo, de la “tabula rasa”, de las figuraciones alucinadas del desierto como espacio de libertad o lienzo. No hace falta ir a Radiografía de la Pampa, alcanza con leer algún chiste kirchnerista sobre el “ingenuo toninegrismo”, o el desprecio por las filosofías del acontecimiento y el 2001. De acuerdo: sin embargo, intemperie hay. ¿Qué tipo de escritura puede, entonces, no ser ilusoria, o megalómana, o alucinada, o solipsista, o proyectiva? Nuevamente, Diego encuentra en su Kafka una tonalidad afectiva posible para hablar con y en el desierto. Escribir quiere decir entonces otro oxímoron: captar de qué está hecha la nada. ¿De qué está hecha la intemperie que vivimos, qué bichos horribles la pueblan? Más que a toda ilusión restaurativa o de desplome y resurrección, se parece a lo que escribió Cormac Mac Carthy en La carretera: un padre y un niño que caminan “al Sur” bajo una insoportable pregunta, “¿somos los buenos?”. No hay más coordenadas, es lo que hay. Certezas plenas de existencia y total desconcierto acerca de en qué sentido se lo hace. Hay camino, paranoia, tortura, humanoides grotescos, y mucha, pero mucha espera. Y un hilito de conversación que es lo único que sostiene punta a punta la novela. Paso, entonces, al segundo punto que me interesó de El temblor: qué tipo de escritura es precisa para vivir esta época.

Pareciera que es necesario escribir, narrar para darse la vida. “Ante la imposibilidad de escribir, escribo”, dice Kafka en sus Diarios. No es sólo una reivindicación de la persistencia, sino una observación más aguda sobre la dificultad de jerarquizar, ponderar, elegir una cosa sobre la otra, de conocer de antemano si habrá algo de común con quien lee o si, por el contrario, estaremos frente a la comprobación de lo que nos sucede es privado, incomunicable. Dificultad, entonces, para desarmar la confusión en fragmentos, como Funes, el memorioso. Deleuze y Guattari describían así a la angustia: un pensamiento que se escapa de sí mismo, una idea que se pierde, velocidad infinita que “se confunde con la inmovilidad de la nada incolora y silenciosa que recorre”. La imposibilidad parece ligarse a la sensación de un mundo excesivo, poblado de sombras infinitamente veloces, indistinguibles, que enmudecen el pensamiento y lo vuelven paranoico sobre su propia capacidad. Diego escribe imaginando el propio fracaso de su proyecto, imaginando esa angustia (la nuestra) y eso hace “que todo le salga bien, como en un sueño”, como decía Max Brod de su amigo Franz. Solo a condición de permitirnos perder nuestras ideas —de escribir nuestra pérdida— las encontramos, tal como, según Benjamin, sólo por los desesperanzados nos es dada la esperanza.

Una escritura así es para Diego una “literatura menor” que puede “abrir una entrada a la madriguera”, perforar el bloqueo a nuestras ideas, darnos aire para pensar. Permitirnos inaugurar un proyecto de vida. Un amigo le dice “consistir”. No es poca cosa, che, miremos la letra chica. Espanto ante las condiciones: una escritura así aparece, para Diego, marcada por la invención de un problema propio —donde quedó agotado el del padre— y por el borramiento del nombre, el borde con la anonimia —un autor así pasa a ser casi nada: una inicial, K. ¿Estamos en condiciones de asumir estas premisas en serio? Esto requeriría de cada uno de nosotros caminar por la cornisa, poner en juego la intimidad de problemas serios, nuestros, que, como al Ulises que imagina Kafka frente a las sirenas, no sabremos nunca si al escucharlos obtendremos nuestra salvación o nuestra locura. Al mismo tiempo, ¿estamos en condiciones de disolvernos en mero soporte o agente de una problematización colectiva? Si hay “pregunta generacional” o de época, permitámonos dudar si es que la hay, no tengo duda de que sólo puede hacerse en estas condiciones. En las posibilidades inimaginadas para asumir un dramatismo del pensamiento íntimo que se abre a otros, sin construcciones de máscaras ni retóricas. En el que los problemas no nos son dados, sino que son nuestros (personales) a formular. Sólo después de escribir sabremos si encuentran algo o alguien, o se disuelven en la nada incolora. Entonces: máximo de dramatismo individual sin resto narcisista. Fuera de época.

Horacio González recuperaba en Martínez Estrada la invención de la figura del “lector con miedo”. Se trata de aquel que en vez de leer “el Facundo o el Martín Fierro como cuentos pintorescos y divertidos” (las palabras son del propio Martínez Estrada) los podía leer como premoción de un conflicto irresuelto, de un destino terrible por venir, por contigüidad con el presente. En El temblor se postula al escritor con miedo (y su tradición): aquel que no narra la destrucción presente como escenario para un divertido y pintoresco proyecto personal, sino quien narra su propia y enloquecida premonición bajo la “pequeña y absurda esperanza” de que encuentre a un otro irresuelto.

 

III

Último, ya termino. En la que sería su última intervención pública, Javier Trímboli dijo que “no vinimos a este mundo a ser felices”. Javier no dejaba de preocuparse, como Benjamin o Adorno, aunque más al estilo de Pasolini, por la irreversibilidad de la soldadura que el capitalismo contemporáneo había ejercido entre felicidad y consumo. La búsqueda de la felicidad resultaría, paradojalmente, en un insoportable solipsismo. A la oración se la puede aproximar a la entrega militante o a la angustia existencialista. Para lo que quiero decir acá, poco importa. Miremos de cerca. La oración es privativa, negativa: a eso no vinimos. Entonces… ¿a qué? ¿Qué afecto nombra lo que vivimos hoy y lo que venimos a “hacer a este mundo”? En este sentido, y del único modo en que podría decir de qué trata, El temblor es también un mapa de los afectos de la época. De posibilidades impensadas y otras sobreestimadas. Un mapa que queda impreso a pesar de sí mismo, como apéndice de un doloroso recordatorio de algo que no fue pensado a tiempo.

La teoría política suele pensar en términos de “principios generadores” del cuerpo social. Esto equivale a decir que a una época se la comprende en sus virtudes y bloqueos sólo entrando en conexión con un tipo de deseo que la mueve hacia algún lado. Ahora, ¿qué ocurre cuando estamos, dice Diego, a la espera, entrampados? Lo que salta a la vista en este “examen de conciencia” es una profunda experiencia de la desesperación. A la luz de este problema, digamos, acerca de qué es y qué puede ser la desesperación, la velocidad de las cosas aumenta exponencialmente hacia el capítulo final del libro. Las preocupaciones de Spinoza son relevadas por Kafka. Del “rodeo por Spinoza” althusseriano para entender a Marx más allá de Hegel, pasamos al “rodeo K” para entender a Spinoza, aquel libro dos de la Ética, en tiempos de afectos desquiciados, en que la idea de autonomía encuentra su trampa. Lo que Diego llama rodeo K, si entiendo bien, es entonces también una pregunta por el optimismo con el que parecía venir la noción de potencia (y también por su cínico descarte) en una larga tradición en la que nos encontramos con amigos y amigas. La estrategia de las “pasiones alegres” parece malograr su balance. Vamos a la Ética, libro dos, y no encontramos nada: sólo está ahí definida la esperanza. Pero, como su inverso (afecto de quien “no puede ya esperar”), Diego encuentra la necesidad de describir su dinámica. Sólo tanteando en el reverso de la desesperación, de entender sus conexiones, estaremos en condiciones de entender “qué sucede en lo que sucede”.

Llegamos a los versos finales: estamos ante la ley y ante nuestro temor a cruzar la puerta. Como en un cuento de Borges, toda escena, la vida entera se vuelve Ante la ley. Se multiplican las puertas: están por todos lados. Son la gramática misma de un mundo desesperado. Me animo a agregar una, con aclaración. Al pensar este mismo problema y cómo lo pensaba nuestra cultura, Trímboli se irritaba con la “felicidad del desalienado” que aparecía festejada en la exitosa Perfect Days, de Wenders. Película sin dramatismo, sin miedo también, sin guardián. Felicidad asequible sin ningún tránsito. Si Javier tuviera razón, entonces hay que ver Vivir, de Kurosawa, como muestra un Japón inverso, territorio de la espera. Frente a la condena a muerte, el protagonista elige finalmente vivir, y solo ahí. Cruza la puerta sólo ante la posibilidad cierta de fracaso. La vida se define ahí como hija directa de la desesperación. Entonces tenemos que agregar una adenda a las coordenadas con las que pensamos nuestras vidas y la política por largos años: la desesperación y el dolor engendran procesos cognitivos colectivos. Pero sólo si es a través de la necedad y el «fracaso» que es propio de quien camina por la cornisa sin caer del otro lado.

Si el temblor desdibuja las coordenadas autonomistas, su método y lenguaje, sólo es posible “apegarse agónicamente a la autonomía”. Diego descubre en Kafka la única posibilidad de sostener un izquierdismo ante su bloqueo, sin abandonarlo: abandonar sus lenguajes y clichés para que retorne a nosotros en sus intuiciones y premoniciones verdaderas, en su indudable presente.  Y desde allí reescribe su tradición intelectual y militante: como historia de las una, dos, mil entradas posibles a la madriguera.

Hace poquito un familiar muy cercano me contó un chiste conocido, que dice que la diferencia entre un francés y un judío es que el francés se va sin despedirse y el judío se despide sin irse nunca. Si digo esto no es para pedir una columna de humor en la radio, sino para pensar por qué Diego insiste en la idea de un escritor que nace en el uso “artificial” de una lengua ajena en la que no puede no escribir. Pues bien: para el judío “sin pueblo” quizás no se trata de irse, pero tampoco de despedirse. No irnos cínicamente del lenguaje, no vivir en estado de despedida. Buscar la hendija que queda para meter un pie, guardar un huequito a ver si un día nos le animamos.

 

*Texto leído en la presentación del libro El temblor de las ideas, de Diego Sztulwark, el 27 de agosto de 2025 en La tribu. 

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