El hecho maldito. Cuarta entrega de Esquirlas del miedo // Marcelo Percia
Estas entregas no persiguen un producto ni se presentan como líneas de una elaboración en curso. Se ofrecen como anotaciones sin articular. Work in progress de un texto que marcha sin progresar. Insinuaciones de una falsa totalidad que no se completa.
Así lo inconcluso que, en sus caprichosas expansiones, hace tambalear el mundo comprendido.
Y, sin embargo, la pregunta de siempre: “¿Qué saberes puedan ayudar a pensar lo que nos está pasando, lo que mortifica la vida en común?”.
Nunca antes se vivió algo así.
Ese nunca antes revela la potencia de lo vivo en su singularidad y desemejanza.
Normalidades cancelan el nunca antes. Suprimen lo inédito, lo inimaginable, la primicia. Persuaden que, salvo algunos detalles, está pasando lo mismo de siempre.
Noticieros confunden tremendismo con sensibilidad. Compasión calculada con cercanía. Violencias del espectáculo con suavidades calladas que asisten en el desamparo.
Tremendismos se complacen mostrando buenos sentimientos ante un dolor que exhiben a la distancia.
Tremendismos actúan formas de la negación.
Clínicas insurgentes atienden aflicciones que no entienden y quieren entender, que no saben y quieren saber, que no pueden y quieren poder. Y, sin embargo, practican un estar ahí que no entiende, no sabe, no puede, no desespera.
No conviene traducir egocentrismo como atributo personal. Se llama ego a la ficción de un universo individual.
Daña la idea de un centro propio, se ponga allí al yo, al nosotros, a la patria.
Egocentrismos componen pasiones de la propiedad.
En el desconsuelo, el desamparo, la devastación, queda la confortación. Un habla callada que ahonda el tiempo. Una secreta conversación entre soledades que no piden nada, que se acarician sin darse cuenta.
Redes sociales actúan como arquitecturas carcelarias.
Pantallas generan, en voracidades cautivas, la constante sensación de estar conectadas, admiradas, ignoradas, incitadas.
La vigilancia perpetua, la ciudad panóptica -que advertía Foucault- se perfecciona.
De pronto, estallan villas, barriadas, paradores, hospitales, geriátricos, manicomios, cárceles, cementerios. También violencias, maltratos, abusos, feminicidios. Sin embargo, el sentido común refuerza y blinda sus visiones con repudios y desmentidas que dicen: “Ya lo sé, pero aun así quiero volver a mi vida normal”.
Conectividades en dispositivos remotos imponen contundencias inmunológicas y practicidades. Ganan protagonismo por sobre las crudas osamentas que expanden alientos y se frotan. Conectividades destacan ventajas de estar en las redes antes que en las calles.
Negocios de las pantallas están de parabienes.
Sensibilidades necesitan estar en un mismo espacio y tiempo para sorber cercanías y distancias. Cuando se sustrae una común presencia, imágenes animadas que no se palpan se fijan en los monitores como maquetas inmóviles, como escenografías planas que extrañan la vida.
EE.UU. acusa a China por espiar vacunas. China acusa a EE.UU. por mentir. Laboratorio francés, en caso de tener la vacuna, privilegiará a pacientes estadounidenses como retribución por el dinero recibido.
Capital, nacionalidad, propiedad, identidad, mismidad, blanden el adjetivo posesivo de la hostilidad “La vacuna: ¡mía!”.
Erosiones, desertificaciones, sequías, incendios, extinción de especies, calentamiento y catástrofes climáticas, enferman la vida.
Una común salud o nada.
No importa si el capitalismo tiene o no fecha de defunción. Urge otra cosa: practicar la deshabituación de sus maneras de hablar, pensar, actuar. Se necesita deshabituar sus modos de desatar y adormecer pasiones.
El capitalismo no se siente amenazado por utopías alternativas que se organizan políticamente para derribarlo. La inminente adversidad del capitalismo reside en su necesidad ilimitada de acumulación.
Sensibilidades incuban rabias de una común aflicción.
Vidas después de los manicomios conocen, antes del virus, el distanciamiento social. Lo padecen en la ciudad que estigmatiza. Y, a veces, lo practican para no absorber tanto dolor, tanta amenaza, tanto nerviosismo, tanta presión, tanto imperativo de éxito y rendimiento.
Sensibilidades llevan máscaras. Máscaras que aíslan y protegen. Máscaras que esconden, asustan, fascinan, infaman, dan risa, alivian timideces, ayudan a respirar. Ahora se portan barbijos como signos de miedo, fragilidad, amenaza, fastidio, cuidado.
Una común mascarada de tristeza.
Convocaron a través de las redes, hace unos días, a una marcha contra el comunismo del gobierno. El llamado revela el pánico de las derechas anti estatales cuando una decisión política prioriza la salud pública.
Peter Sloterdijk razonó, hace unos años, que si “el sistema jurídico es el sistema inmunológico de la sociedad”, no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo.
Por ahora, sistemas jurídicos del sur están lejos de componer sistemas inmunológicos confiables.
Urge una común inmunidad como condición planetaria que asegure la salud, sin fronteras privatistas de los estados nacionales.
El miedo tiene que ceder lugar a la indignación.
En toda la extensión terrestre se precisa garantizar derechos a la alimentación, a la salud, a la educación, a la vivienda, a las rarezas.
Si hay Estados que aseguren -por lo menos- eso. Si no, que no los haya.
Un animal encerrado en una jaula, transportado kilómetros, mal alimentado, hacinado durante días hasta que lo vendan, lo maten, lo coman, se encuentra estresado, con el sistema inmunitario bajo y la carga viral alta.
La civilización lo transforma en un peligro biológico.
No se trata de “barrios vulnerables”, sino de poblaciones expulsadas, heridas, abusadas. Distanciadas de las opulencias de la ciudad, condenadas a padecer amontonadas.
Exclusiones, prescindencias, descartes no ocurren de un día para otro. Tampoco abandonos y expulsiones se ejecutan de una vez. Al tiempo sin porvenir no se entra de repente. Hambres y desnutriciones maceran vidas desechables.
Al padre Carlos Mugica lo matan catorce balas en el pecho. Cuarenta y seis años después, también en mayo, a Ramona la matan doce días sin agua en el barrio que lleva el nombre de Carlos.
¿Quiénes morirán en la villa que, en un tiempo, bauticen con el nombre de Ramona Medina?
En la misma ciudad, sensibilidades estudiosas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, en colaboración con el Instituto de Ciencia y Tecnología Milstein, desarrollaron un test molecular para diagnosticar la Covid-19.
Automatismos de moda repiten que se trata de que “cada sujeto se relacione con su propio deseo”. Cuestionan el capitalismo, pero siguen creyendo en sujetos libres, dueños (en masculino, claro) de optar, entre misteriosos y apetecibles objetos.
Además de vacunas hará falta inventar algo que posibilite un común vivir que no acepte la crueldad. Concebir ideas que ayuden a soltar lastres de sufrimientos ensimismados como culpas, odios, envidias, resentimientos
Ni el capitalismo ni la crueldad se comportan como un virus.
El capitalismo no representa una peste. Aunque la metáfora conmueva, el capitalismo no equivale a una enfermedad, resulta de una decisión civilizatoria.
La crueldad no representa un mal inherente o contagioso. Se trata de un goce que solicita una decisión en su contra. Una decisión que rehúse dañar, que se abstenga de lastimar, que resista el poderío que hacen sentir actos de dominio y ensañamiento.
Rehusarse aún queriendo, abstenerse aún deseando, impedirse mortificar aún disfrutando: esa decisión se vuelve condición de un común vivir, de un común cuidar, de un común amar.
Espiar, desconfiar, delatar, expulsar, actúan como infinitivos de individualismos vecinales que confunde un común vivir con cóleras comunitarias que exaltan seguridades personales e intereses propietarios.
Cuando se cree tener más tiempo, se constata que una sola vida (ni muchas) alcanzan para hacer todo lo que se desea. Para colmo, no se puede dar un paseo o tomar un café, con otras cercanías también saturadas, para aventar, por un rato, lo inconmensurable.
Hablas del capital prefieren ansiedades, apatías, aburrimientos, antes que angustias. Prefieren medicar, entretener, fascinar, orientar, estimular, antes que perplejidades que no se medican, no se entretienen, no se fascinan, no se orientan, no se estimulan.
Angustias moran la vida sin velos.
Lo común no se reduce a las relaciones que tenemos con otros, buenas o malas. Tal vez la idea de lo común tendría que desprenderse de la idea de los unos y los otros.
Lo común modula cercanías y distancias que alojan soledades sin clasificar.
La literatura argentina comienza con una escena de tortura en la que la víctima, antes de sufrir más humillación y vejación, revienta de rabia e impotencia dejando un río de sangre.
Un elegante joven unitario, extraviado, que entra en el matadero, se encuentra con la chusma plebeya. Animales que carnean animales. Echeverría (1840) identifica la barbarie con la animalidad. Y lo popular con la irracionalidad.
El matadero relata una ciudad segmentada. La vida social como territorios paralelos que, cada tanto, se tocan por accidente, error, fatalidad.
Paralelismos se extienden como pentagramas en los que diferentes fantasmas de una ciudad cuelgan sus notas.
Para la ciudad blindada, una de las catástrofes de esta enfermedad reside en que el virus cruza todas las vallas.
Se suele designar (con el artículo y en masculino) a quien se considera otro, como el semejante. Pero se trata de sensibilidades que se aproximan y se alejan, a la vez, en sus infatigables desemejanzas.
Se suele designar (en masculino) como prójimo a quien se admite en proximidad.
Se instala la distinción entre próximos y lejanos, entre familiares y extraños, entre compatriotas y extranjeros.
Se establece el nosotros y el ellos, se opta entre la hospitalidad y la hostilidad.
La idea de un común no solo se puede pensar como lo cercano, próximo, semejante, necesita alojar, en simultaneidad, extrañezas, distancias, desemejanzas.
Se necesita desmontar, en el lenguaje, gramáticas razonadas de guerra.
Una común extrañeza no reside en compartir una misma extrañeza, sino en un común respeto por rarezas irreducibles, no agrupables, no compartibles.
Ciertos modos de hablar y nombrar lastiman la vida.
Los tiempos del virus podrían actuar como oportunidad alfabetizadora.
Se necesita aprender a vocalizar la vida como si comenzáramos por primera vez.
John William Cooke (1967) en La revolución y el peronismo, escribe: “el peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués”. A lo que agrega que el ciclo capitalista “está decrépito sin haber pasado por la lozanía”.
Ampliando una observación de Horacio González sobre el malditismo como astucia de las lecturas políticas paradojales, se podría decir que el coronavirus se presenta como hecho maldito del capitalismo planetario. Epidemia que cuestiona el mundo conocido, a la vez que lo conserva y lo afirma.