Anarquía Coronada

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Duelo y amor: la palabra y sus bordes // Julián Doberti

I

Duelo y amor son experiencias que, sin confundirse, se entrecruzan, se tocan, se aproximan, construyen bordes inesperados, nos hacen soñar y nos impiden dormir, nos hacen hablar y nos confrontan con silencios abismales y deliciosos, con ráfagas de éxtasis y arrebatos de llanto, con días interminables y noches que quisiéramos interminables, disolviendo irrevocablemente cualquier posibilidad de cálculo, cualquier ideología de la estrategia, cualquier moral de la esperanza. Las experiencias del duelo y del amor, cada vez, agujerean los saberes que intentan teorizarlas, fijarlas, subsumirlas en los carriles conceptuales de lo normal y de lo patológico, de lo sano y de lo enfermo. Duelos y amores agujerean nuestras vidas, volviéndolas dignas de ser vividas.

En el psicoanálisis, ni Freud ni Lacan establecieron teorías del duelo y del amor. Se aproximaron, con sus respectivos estilos, a esos universos, y formularon lo que me interesa leer como intuiciones, sospechas, relámpagos clínicos que nos importan precisamente por su dimensión de lucidez evanescente y frágil, por momentos profundamente conmovedora.

Freud, en Duelo y melancolía, esboza una definición del duelo: “el duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces…”. La persona amada forma parte de la definición freudiana del duelo. No hay duelo sin amor. A su vez, en ese escrito, Freud introduce una distinción fundamental. Sugiere que, muchas veces, sabemos –es prácticamente imposible no saberlo- a quién perdimos, pero nos resulta tanto más difícil saber lo que perdimos con él, con ella. Sutileza que lleva al duelo muy lejos de cualquier coordenada empirista. ¿Qué perdemos cuando perdemos a alguien que amamos? El duelo no es pensable por fuera de esos matices.

Cuando, en el mismo escrito, Freud se ocupa de los delirios de insignificancia del melancólico, plantea una pregunta que importa: “quizás en nuestro fuero interno nos parezca que [el melancólico] se acerca bastante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual uno tendría que enfermarse para alcanzar una verdad así”. No sólo Freud se atreve a escuchar, en la ferocidad de los autorreproches de la melancolía, una forma particularmente atormentadora del conocimiento de sí: se pregunta por qué tendríamos que enfermarnos para alcanzar esa verdad. Creo que ahí Freud articula verdad y enfermedad, descubre que hay una dimensión de la verdad que enferma.

El duelo, entonces, no está del lado de la verdad –que lleva a la melancolía-, pero lo otro de la verdad no es la mentira. Jean Allouch destacó la importancia para el psicoanálisis de considerar la etimología griega de la palabra verdad[1] (a-leteia). En griego, verdad es no-olvido, la verdad dice la negación del olvido. En este sentido, el duelo estaría del lado del olvido, el duelo tendrá que ver con la posibilidad de que un olvido sea posible.

II

Jacques Lacan no le dedicó ningún escrito explícitamente al duelo. Sin embargo, la cuestión no estuvo por fuera del campo de su interés. Quizás podamos leer en ese abordaje desplazado, más o menos indirecto, la decisión de ajustarse a la cualidad de un asunto que no se deja tomar directamente (Freud no hacía otra cosa cuando realizaba el rodeo por la melancolía para pensar el duelo). 

Durante el seminario del 30 de enero de 1963, Lacan dice: “sólo estamos de duelo por alguien de quien podemos decir Yo era su falta” y un poco después “estamos de duelo por personas a quienes hemos tratado bien o mal y respecto a quienes no sabíamos que cumplíamos la función de estar en el lugar de su falta”.

Lacan enlaza duelo y falta, pero de un modo que suele pasar inadvertido. Cuando afirma que estamos de duelo por “quien podemos decir Yo era su falta” todo el problema recae en ese “podemos decir”: ¿cómo decirlo? ¿cómo decir esa falta? ¿cómo saber qué falta representábamos para el otro? Después reconoce que “no sabíamos que cumplíamos la función de estar en el lugar de su falta”. Si no lo sabíamos ¿ahora sabemos? A lo largo de ese seminario hay un cruce de imposibilidades, de paradojas, de ironías disfrazadas de preguntas, de callejones sin salida que, a simple vista, no parecen callejones. Porque, precisamente, el duelo nos confronta con el límite de lo que podemos decir, con el límite de lo que podemos saber. Me interesa pensar el duelo como un borde entre las palabras y lo que las excede.

Encuentro en un poema de Mirta Rosenberg estos versos:

Y ahora
quiero quedarme
sin palabras. Saber perder
lo que se pierde.

Para perder lo que se pierde es preciso quedarse sin palabras, algo muy distinto a la resignación en la mudez. Quiero quedarme sin palabras, escribe la poeta. Hay allí un querer que se abisma en el límite del discurso. En ese límite el duelo puede permitir que la falta cause un deseo que permita seguir viviendo, seguir amando.

III

El 25 de octubre de 1977 fallece Henriette Binger, madre de Roland Barthes. Al día siguiente, su hijo comienza a escribir lo que póstumamente se conocerá como Diario de duelo. En la entrada que inaugura lo que será uno de los testimonios más íntimos y desgarradores de la escritura de Barthes, leemos:

 

26 de octubre de 1977

Primera noche de bodas.

Pero ¿primera noche de duelo?

La noche de bodas, la noche de duelo. Entre ambas, un pero y una interrogación que sostiene a la segunda. Un poco después, el 29 de octubre, leemos: “En la frase: ‘Ella ya no sufre’, ¿a qué, a quién remite ‘ella’? ¿qué quiere decir ese presente?”. El diario de duelo muestra una y otra vez que el duelo es un asunto inseparable de las palabras que lo van diciendo. Por eso Diario de duelo puede leerse en el sentido del genitivo subjetivo: es el duelo el que escribe ese diario, el que se escribe a lo largo de los dos años que duran las entradas.

En septiembre de 1977 había sido publicado Fragmentos de un discurso amoroso, libro que se convertirá rápidamente en un best-seller y llevará a Roland Barthes a una figuración pública que nunca había imaginado. Tres años antes, había iniciado un seminario sobre el discurso amoroso, un espacio donde la experiencia del amor encontró la oportunidad de pensarse por fuera de los mandatos sexo-políticos de una época que, según el seminarista, desvalorizaba al amor considerándolo un sentimiento pasado de moda.

En la sesión del 19 de mayo de 1976 de ese seminario, Barthes decía: “es evidente que ‘conocerse’ psicoanalíticamente hablando no tiene mucho sentido. El psicoanálisis puede deshacer los engaños de la fantasía, pero no descubre ninguna ‘verdad’ en su lugar: el hombre es un sujeto no ‘cognoscible’, sino ‘parlante’. La crisis amorosa funciona como una cura, en la medida en que deja funcionar y desgastarse la ‘rueda libre’ del lenguaje.”

Nuevamente aparece el problema de la verdad y su desplazamiento. Si el duelo no tiene que ver con la verdad, el amor tampoco. Se trata, no de la verdad detrás de las palabras, sino de la verdad en las palabras, en su deslizamiento. Como escribió Anne Carson: “se mueve el deseo. Eros es un verbo”. Y Barthes no hizo otra cosa que escribir ese movimiento del Eros, construir las figuras que van modulando la experiencia amorosa. Experiencia en la que se trata de “subvertir la reducción operada por la lengua. Que cada uno tenga la lengua, no de su sexo, sino de su sexualidad: pasar, en la lengua, al plural de las situaciones, de las investiduras, de los deseos. Pienso que el problema no pasa en reivindicar una sexualidad contra el otro (o los dos en igualdad de condiciones), sino en pensar que no hay dos sexualidades, sino millares, toneladas de sexualidades. De ahí la utopía fundamental: cambiar la lengua (¿cómo cambiar el mundo sin cambiar la lengua?).”

Barthes soñaba con cambiar la lengua, que para él no era otra cosa que cambiar el mundo. Se lamentaba, por esos años, de un mundo en el que “ya no se puede reconocer a un enamorado en la calle. Estamos rodeados de seres de los que no podemos saber si están o no enamorados. Porque si lo están se controlan enormemente”.

Las experiencias del duelo y del amor comparten la utopía de una lengua que pueda decir el alivio y la alegría, la tristeza y la desesperación de habitar un tiempo tejido de presencias y de ausencias. Eros es un verbo, y en sus movimientos los cuerpos nacen y mueren, se hacen preguntas, se olvidan, se enamoran, sueñan, se analizan, escriben, lloran en los cines, militan, se sumergen en el mar. Hasta el próximo amor, hasta la próxima muerte.  

 

[1] Agradezco esta referencia a Alexandra Kohan

Los sueños en cuarentena: soñar el psicoanálisis // Julián Doberti

I

El poeta argentino Arturo Carrera, en un breve ensayo sobre la obra de Juan Gelman, sugiere que uno de los efectos de la poesía es el producir pausas de universo. Efecto que acerca, aunque no confunde, la poesía y los sueños. 

Freud se animó a preguntar, después de haber escrito los dos tomos de La interpretación de los sueños, de haber construido esa inmensa metapsicología soñadora que incluye los movimientos de condensación y desplazamiento, la trasposición de las representaciones en imágenes, la operatoria de la censura, etc.: ¿Por qué dormimos? 

Imagino un Freud súbitamente niño, que se detiene maravillado, levemente atemorizado, por la irrupción de una interrogación que lo atraviesa y de la que no puede sustraerse. Vuelve, entonces, sobre una cuestión esencial, sobre esa cuestión fundamental: por qué dormimos. Aclara que existen explicaciones biológico-médicas, fisiológicas; está al tanto de que el reposo es necesario para el metabolismo celular, pero desde el psicoanálisis se puede decir otra cosa (quizás esa sea una definición lúcida del psicoanálisis: un discurso que dice otra cosa, abre otra lectura sobre lo dado, causa una diferencia en la repetición agobiante de lo mismo). Para Freud dormimos porque no soportamos el mundo, porque el mundo sin interrupciones nos es insoportable, porque no toleraríamos existir sin el periódico repliegue, sin la recurrente pausa –y aquí se trata de una forma frágil de refugio- que nos provee el retorno de las catexias libidinales durante el dormir. 

Sucede que esa pausa del universo de la realidad no suspende el deseo, sino que lo hace expresarse de un modo muy particular. Del análisis de esa aproximación al deseo inconsciente en los sueños nace el psicoanálisis: experiencia deseante que alguna vez Lacan nombró erotología, cruce de Eros y el discurso, entrecruzamiento de las palabras con un silencio ardiente que las recorre, las vuelve cuerpo. 

II

¿Qué le falta al que ama? se preguntó alguna vez Lacan. ¿Qué le falta al que sueña? es una interrogación que se hace presente y recorre muchas páginas de Pontalis. Sueños y amores velan el dolor de existir; no desmienten la castración, tampoco la reprimen, son espacios donde la suavidad puede circular sin rechazar lo que nos hace falta, lo que nos hace hablar. 

Anne Dufourmantelle escribió que el sueño es una resolución erótica del compromiso neurótico. Los sueños en psicoanálisis son eróticos porque allí nos las vemos con Eros, con el cruce singular de Eros con la palabra. Así como hablamos porque fuimos hablados, soñamos porque fuimos soñados. 

Pontalis piensa que conviene alojar los sueños en un análisis tal como se alojan las palabras.  No se trata de reducir los sueños a palabras, sino del modo en que se escucha un cuerpo que habla en transferencia, una cierta manera de estar disponibles frente a lo que no entendemos, lo que se escapa cada vez. Esa escucha se acerca a lo que encuentro en un poema de Claudia Masin: “querías que escribiera palabras que pudieran/ hacer lo que hace la música:/ andar sobre el silencio sin dañarlo, ser parte/ del silencio, de las cosas que no deben ser dichas,/ de esas a las que no podemos acercarnos siquiera/ sin que escapen. Yo te dije que lo único/ que se parece a la música es tocar/ y ser tocado…”. En un análisis las palabras no dañan el silencio, nos tocan sin sentido porque el sentido, por fin, puede empezar a perderse. 

III

Estamos viviendo -¿estamos viviendo?- en cuarentena. Son días difíciles, noches en las que sobreviene el insomnio, la inquietud, la espera que devora las horas, la inminencia suspendida en cifras que adicionan muertes, contagios, peligros que acechan junto con demandas de productividad que no ceden. La soledad oprime, el tiempo se torna espeso. 

Freud y Lacan recurrieron, en distintos momentos, a figuras que asocian el deseo con algo que se mueve (entre los significantes, entre las cargas de las representaciones, entre instancias psíquicas, etc.). ¿Qué sucede con el deseo que nos mueve cuando no nos podemos mover? 

Estas semanas, en conversaciones con distintas personas, me entero de que muchos estamos soñando cuando conseguimos, finalmente, dormirnos. Suelen ser sueños que, sin llegar a ser pesadillas –aunque también-, dan cuenta de cierta perturbación que culmina en un estado de angustia leve o malestar difuso, a veces cercano a la extrañeza que puede causar lo siniestro. Despertamos sin haber descansado. 

Octave Mannoni, un psicoanalista francés muy lúcido, escribió en 1966 un bello artículo que tituló “La otra escena”. Retoma el sintagma freudiano que da nombre al texto para designar esos otros espacios que constituyen la realidad psíquica, las fantasías, los sueños: escenas que nos permiten sustraernos de la escena del mundo. Mannoni conjetura que si esos refugios se pierden caemos en el estado que llamamos locura. Dice que la fantasía, en tanto otra escena, “tiene la libertad de estar sin ser”. Quizás habitar el encierro de la cuarentena nos prive de esa libertad. ¿Cómo conseguir estar sin ser cuando proliferan los discursos que nos advierten, tan literales, sobre los peligros que acechan nuestros cuerpos, nuestra anatomía, el aire que respiramos? La otra escena solía ser “otra” en relación al mundo. Pero cuando el mundo, como cantaba Charly García, tira para abajo, ¿es mejor no estar atados a nada? Quizás algo de esa nada emerge en los sueños. 

En Al margen de las noches, libro de una sensibilidad que estremece, Pontalis lee sueños recopilados de prisioneros de campos de concentración nazis. Escribe: “encontramos lo más extraño en los sueños repetidos de un color (…) los colores son un grito frente a la muerte: el azul que protege, el azul que, en un sueño, es el de las dos manos de la madre del poeta. ‘En ese momento, tuve la certeza de que retornaría del infierno concentracional’. El verde era el color de las puertas que un día se abrirían. Y ese rojo, sobre todo, ese rojo que estalla, concentrado de energía. El rojo de las cerezas del verano, el rojo de la sangre que circula por nuestras venas. Tantos colores salvadores en la negra noche.”

Los colores soñados son salvadores en un sentido que los despoja de cualquier ingenuidad épica. No impiden la muerte, ni curan el hambre, ni abren las puertas de los campos. Sin embargo, en el encuentro con esos colores que están sin ser durante lo que dura el sueño, otro tiempo se abre, otra textura entra en la vida, otra escena irrumpe en medio del horror. Los sueños, siempre singulares, también nos hablan del universo social e histórico. 

Quizás una política que sueña sea aquella que nos permita armar espacios que funcionen como otras escenas posibles, aunque sean efímeras, aunque haya que volverlas a construir al día siguiente como castillos de arena. Habitar la fragilidad de lo onírico, de las fantasías y las ficciones con otros, en un tiempo donde los refugios que inventamos pueden acercarnos entre tanta lejanía.

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