Anarquía Coronada

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Forma de vida // Diego Sztulwark

Ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable
que nos pueda ocurrir.
Rilke
El problema de la forma de vida, de cómo vivir, recorre por dentro la historia de nuestros saberes. Filosofía y vida se han encontrado cada vez que un discurso conceptual estrechó lazos con disposiciones no discursivas, abriendo en el pensamiento un espacio de ejercitación espiritual orientado a decidir sobre los asuntos más difíciles de la existencia. Y al contrario, ese lazo ha vuelto a romperse cada que vez que el discurso conceptual trató de autonomizarse de esas disposiciones mundanas (los morosos asuntos de la vida práctica), dejándose llevar por sus propias ansias de renovación.
Dado que la cuestión del modo de vida se juega en el tipo de articulación que pueda alcanzarse entre discurso conceptual y dimensión no discursiva de los saberes, toda filosofía práctica implica una determinada política de la existencia. Ni el discurso teórico, ni la política como sistema, ni el mero gregarismo dan por sí mismos respuesta al problema de esta articulación. Las políticas de la existencia apuntan a resolver el problema del buen gobierno de las pasiones humanas y al logro de alguna experiencia de la felicidad. En ocasiones estas políticas de la existencia se organizan como verdaderas políticas de poder.
Una rápida mirada a la coyuntura permite distinguir al menos dos modalidades visibles de articulación.[1] Desiguales entre sí, ambas pueden considerarse representativas de una voluntad de poder ligada a la estabilidad y al orden, aún si su atractivo surge de una notoria apelación a la creación, o bien al rechazo de aspectos de la situación actual. Por un lado están las políticas de la inmanencia que enseñan el entusiasmo por el mundo tal y como es. Se trata de evitar una vida frustrada, neurótica o patologizada por medio de una serie de propuestas laicas y positivas que apelan –siempre al interior de la hegemonía neoliberal, a la cual no cuestionan- a la creatividad personal (en clave emprendedora). Su punto fuerte es su cuestionamiento al miedo al mundo tal cual es, al refugio ideologista que justifica la inacción de modo moralista y al encierro en posiciones reactivas frente  a la vida. La idea, en definitiva, de que toda gran salud consiste en aprovechar, con convicción, los posibles que ya están dados. 

A pesar de su exaltada apelación a la inventiva, este tipo de lazo inmanente es de naturaleza fuertemente adaptativo y no va nunca más allá de una redundancia respecto de los dispositivos maquínicos que organizan el presente como tal. Esta apelación a superar el miedo es ambivalente, porque en esencia extrae su seguridad de una aceptación de la situación estructural que sería riesgoso cuestionar. La propia idea de inmanencia resulta así empobrecida, en la medida en que se la coloca al servicio de una pura lógica de valorización neoliberal.
Una de las respuestas más fuertes a este tipo de ateísmo liberal vuelto modo de vida hedonista -un individualismo sin trascendencia- la ofrece una cierta teologización de la existencia que retoma, a partir de la fe, los valores comunitarios y de salvación que la política de tipo inmanente desprecia. Se trata de una política de la existencia de tipo trascendente, que tiende a organizar la experiencia en torno a la creencia de una realidad otra, cuyas premisas -religiosas- no surgen de las potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las religiones convencionales, esta política de la existencia presenta una lectura determinista de la realidad social, que escapa a todo cotejo con lo social-histórico y en la que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular su conducta según una óptica moral que no permite superar las formas de terror que limitan sus posibilidades vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente victimista).
A diferencia de otros momentos en los que las militancias políticas y el mundo intelectual de las izquierdas lograban poner en juego políticas de la existencia disidentes capaces de desanudar el sistema de la obediencia, en la situación actual actitudes como el encierro en círculos narcisistas sin confrontación productiva con los otros, o la reducción de la actividad política a una confrontación que pasa casi exclusivamente por el plano de la comunicación -discursos e imágenes- revelan una débil voluntad de poder de las posiciones que antaño se identificaban con la crítica. Sin embargo, si la situación es de todos modos abierta y dinámica, se debe a la subsistencia de una tradición insurgente y callejera,[2]que no ha dejado de renovarse, incluso en las peores condiciones, y que se ha mostrado capaz, una y otra vez, de elaborar el miedo y de retomar aspectos libertarios y comunitarios por fuera de los dispositivos de obediencia en que hoy son capturados.
2.

¿Puede la filosofía terciar en este orden de cosas? De Sócrates a Nietzsche la filosofía ha sido concebida por muchos como una forma de vida no fundada en la obediencia. ¿Quiénes serían los filósofos contemporáneos? ¿Dónde están los buscadores de nuevas articulaciones entre pasiones, discursos y actitudes colectivas? Preguntas como estas surgen inevitables de la lectura de La filosofía como modo de vida, un libro de conversaciones que mantuvo el filósofo Pierre Hadot con sus colegas Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson.
Hadot ha dedicado su vida a la filosofía antigua. Entre sus libros traducidos al castellano se encuentra Plotino o la simplicidad de la mirada, una bellísima narración de la mística neoplatónica presentada como un elevado ejercicio de contemplación, capaz de brindar acceso a una sutil disponibilidad, y a una intensa capacidad de atención a sí mismo y a los otros que se revela como una dulzura hacia el mundo.
Su trayectoria personal comienza en la Iglesia Católica francesa, que lo acogió durante dos décadas, hasta que arriba al Collège de France, invitado por Michel Foucault. Siempre le agradeció a la Iglesia su completa formación intelectual, aunque rompió con ella en los años cincuenta a causa de su sobrenaturalismo, es decir: “la idea según la cual el comportamiento puede modificarse sobre todo a través de lo sobrenatural, y que la confianza ciega en la omnipotencia de la gracia permite hacer frente a todas las situaciones”, lo que en la práctica ha significado -cuenta Hadot- la tolerancia con la pedofilia dentro de sus filas. Frente a esos casos, la Iglesia se ha ocupado más de cuidar la conexión del sacerdote con dios que del destino de sus víctimas. Admira a Foucault como historiador de acontecimientos, aunque le reprocha su idea de los “cuidados de sí” entendidos como estética de la existencia: percibe allí un desdén por la dimensión colectiva de la vida filosófica, y el riesgo de un nuevo “dandismo”.  
En La filosofía como modo de vida, Hadot se remonta a la distinción antigua entre «filosofía» y «discurso filosófico». Si bien no hay filosofía sin discurso, la filosofía ha sido en su origen algo más, una “elipse que tiene dos polos: un polo de discurso y un polo de acción, exterior, pero también interior”. Hadot recuerda la burla de que eran víctimas los filósofos de discurso que no sabían vivir. Lo que hoy llamaríamos “filósofos de cátedra”. ¿Cómo entender esa burla? ¿Tiene interés volver a idealizar al filósofo y atribuirle unos saberes –¡imposibles!- sobre qué es la vida y cómo vivir? Más sugerente sería leer esa burla como una sanción a  la automatización del discurso, a la pereza filosófica que no se esfuerza ya por articularse con disposiciones existenciales (dando lugar a eso que hoy se denomina “subjetividades”). Menos un problema de verdad –o de novedad- y más uno de búsqueda, de ejercicios.
El filósofo que busca redescubrir el mundo, piensa Hadot, se dice a sí mismo frases capaces de producir un efecto “ya sea en los otros, ya sea en uno mismo”, en unas circunstancias concretas y con relación a unos fines determinados. Su discurso es ante todo un ejercicio “espiritual” (hay que tener muy en cuenta que en la antigua filosofía griega estos ejercicios no eran de orden religioso; el cristianismo de los primeros siglos se los apropió para plantear desde sí una forma de vida que hizo retroceder las posibilidades de una vida propiamente filosófica).
Hadot entiende por ejercicios espirituales una práctica voluntaria de transformación de uno mismo y una preparación por medio del pensamiento para afrontar las dificultades de la vida (examen de conciencia, confesión de faltas cometidas, escucha de nuestro monólogo interior, modos de enseñanza, meditación sobre la muerte, técnicas de escritura dirigidas a modificar el propio yo, formas de limitación del deseo).  Muchos de estos ejercicios, explica Hadot, se inspiraban en la conciencia de pertenecer a un cuerpo colectivo, como sucede, por ejemplo, con el ejercicio consistente en prestar atención a los otros como vía de transformación de uno mismo (opuesto al gobernarse a sí mismo para aprender a gobernar a los otros, que fascinaba a Foucault). Hadot destaca que estos ejercicios, promovidos por las antiguas escuelas, produjo efectos sobre la política y el derecho de su tiempo.
Los ejercicios espirituales –la búsqueda de una ruptura con el cotidiano, el deseo de acceder a una experiencia descentrada respecto del yo y de las preocupaciones inmediatas- nunca han desaparecido del todo. Luego de su absorción en el cristianismo durante la Edad Media, prosiguieron su marcha a través de las filosofías modernas que buscaron desplazar la percepción hacia la naturaleza y el cosmos (Hadot admira particularmente las filosofías de la percepción de Bergson a Merleau-Ponty). Desde entonces los ejercicios se fueron despojando de su ropaje religioso hecho de “imágenes, personas, ofrendas, fiestas, lugares consagrados a Dios y a los dioses”, hasta retomar su fisonomía propiamente filosófica. Las meditaciones cartesianas dan testimonio de este recorrido (Valéry escribió que con Descartes se inicia la novela moderna que narra el drama de las ideas, más que el de los personajes). Luego Spinoza y Kant realizan una crítica “depuradora” de la religión. Ni siquiera la mística pertenece por derecho propio a la religión: Plotino y Bataille -dice Hadot- nos enseñan la experiencia de una comunicación no religiosa con fenómenos místicos.
3.

Esta bella reivindicación de la filosofía como modo de vida va más allá de la filosofía misma en la medida en que plantea un problema que nos concierne a los no filósofos. El propio Hadot permanece cauto con respecto a la capacidad de la filosofía contemporánea para retomar la riqueza espiritual de las antiguas escuelas griegas (una relación más viva entre personas –no tanto entre ideas-, un intento de hacerse presente para uno y para los demás, un aspecto nítidamente terapéutico). Los antiguos filósofos, dice Hadot, escribían sus frases menos para perfeccionar sus sistemas que para influenciar su propio yo.
Hadot nos aproxima a una filosofía situada más allá de la propia filosofía, a una forma de vida que consiste en la constitución de un espacio de pensamiento capaz de decidir activamente las cuestiones mundanas vinculadas a nuestra existencia. Desprovistos de expectativas en la filosofía como tradición, los no filósofos podemos entrever en Hadot una indicación productiva que incluso va más allá de su propia trayectoria: se trata de hacer una vida en la intensificación de ciertas lecturas fuertes, como parte de un ejercicio ético. Más que aceptar las prescripciones de la filosofía antigua (el propio Hadot considera que de los antiguos debemos heredar la ejercitación, no la “neblina ideológica” que la acompañaba), se trataría de preguntar, al modo de un ejercicio introductorio, en qué punto se está en relación con ese espacio propio de evaluación y decisión sobre lo que somos, que es el corazón mismo de la pregunta por la forma de vida. 

No se trata de una pregunta formulada en el aire sino en circunstancias bien determinadas por los conflictos y por la amenaza de guerra que conllevan, en torno a los modos de vida (qué es vivir, se vive cómo; y su reverso, la cuestión de las necropolíticas) que recorren de punta a punta la geografía del occidente capitalista. Circunstancias dominadas tanto por el fastidio –como el que siente Hadot- por la esterilización de los discursos autonomizados, como por la necesidad de ejercicios que ayuden a vencer el miedo.


[1]Seguramente se pueden encontrar más fórmulas de articulación de políticas de existencia. Ahora mismo, cuando miramos los cambios que se dan a nivel mundial, la emergencia de una derecha empresarial que cuestiona aspectos de la globalización obliga a afinar este tipo de caracterizaciones.
[2] De la última dictadura militar para acá, han sido los movimientos de derechos humanos, de trabajadores desempleados, de campesinos indígenas y de mujeres los más eficaces para politizar malestares, retomar aportes de las diferentes izquierdas militantes, y problematizar los dispositivos de extermino y obediencia. La labor de los grupos –en la cultura, las ideas, y las militancias- se redime con relación a los momentos insurreccionales que orientan y dan curso a políticas existenciales.

El materialismo amputado // Diego Sztulwark

Notas sobre La evolución de la Argentina, de Alejandro Rozitchner


1.

El último libro de Alejandro Rozitchner, La evolución de la Argentina, expresa un modo de pensar y un anhelo de ser adoptado por la elite derechista, rica y católica –los compañeros del colegio Cardenal Newman- que hoy gobierna el país. Es probable que ni la vergüenza del origen ni la auto supresión gozosa de su papel de intelectual como conciencia oscura de su tiempo, le alcancen para ser aceptado en tan selecto club. Esta doble renuncia desvaloriza sus ideas y echa a perder el impulso y la inteligencia que las sostiene. Casi no es posible leerlo sino como parte de un ejercicio intelectual que consiste en presenciar un espectáculo lamentable: el de un espíritu de un tiempo que se cree derrotado; la pobreza existencial del guión con el que se forman los cuadros de empresas y la recuperación de una contracultura laica y libertaria, fundada en el disfrute propio y de los otros, convertida en elemento disolvente de toda problematización histórica del presente.


La falta de valor crítico de sus ideas, sin embargo, constituye un propósito reivindicado por el autor. La tesis central del libro es verdadera y da la razón a todas sus posiciones: existe un diferencial de eficacia en favor del tipo de subjetivación de las micropolíticas neoliberales –que operan sobre hábitos y afectos- por sobre las culturas críticas y argumentativas que sustentan posiciones progresistas sobre el plano de lo simbólico (los procesos de articulación de demandas, teorizados con rigor conceptual por Ernesto Laclau, resultaron mejor efectuados por las técnicas de marketing y comunicación del menos argumentoso Jaime Durán Barba).

La estrategia de AR se despliega en dos movimientos: la declaración según la cual el dispositivo crítico ha sido derrotado y solo retorna como espectro melancólico que bloquea el desarrollo de las fuerzas productivas; la propuesta de un dispositivo sustituto fundado en el “entusiasmo”, una actitud completamente diferente y positiva que no cree que la realidad tenga la estructura de una trampa a desentrañar, sino la de una oportunidad vital a desarrollar. 
La posición de AR, en resumen, consiste en la promoción de una aceptación sin reservas del escenario dispuesto por la reestructuración del capital, como único lugar efectivo donde desplegar proyectos de vida y proporcionar las disposiciones subjetivas para coronar con éxito esta indispensable adecuación actitudinal. Como cada vez que un discurso refuerza la realidad, se trata de disfrutar del mundo real y de reprochar severamente toda desviación patológica hacia la crítica, la historia o la rebelión.
2.
No estamos, por tanto, ante un discurso filosófico, sino ante un discurso de poder  –el saber-poder del coaching– que solo aspira a reforzar la realidad. Pretende trabajar sobre los síntomas de época de un modo directo y efectivo, asegurando así que todo movimiento del deseo permanezca enlazado a la aceptación de la realidad. Si el tono del discurso de AR es más bien agresivo o desenfadado –dando así la impresión de no ser un mero conformismo- se debe a que su programa existencial se encuentra en disputa abierta por el materialismo de las subjetividades. Solo un modo de “vidas de derecha” (expresión  de Silvia Schwarzböck que le calza perfecto a AR), único triunfal y deseable, puede desplazar la pretensión de las izquierdas (que en la Argentina abarca a una zona del peronismo) de articular los modos de vida (sensibilidades, afectividades, modalidades de percepción, juegos lingüísticos, hábitos, códigos comunicativos, diseños, formas de conocimiento y hasta de erotismo) que constituyen el corazón de las fuerzas productivas del capitalismo en su fase posfordista.
En otras palabras, el desafío gira en torno a la interpretación del síntoma, es decir, al modo de atravesar la crisis de la materialidad misma de los discursos teóricos y políticos. Se trata de un problema clave de la coyuntura neoliberal, que ha desencadenado fuertes críticas incluso desde el punto de vista de la estabilidad y el orden. En efecto, dentro del campo conservador, siempre preocupado por el gobierno de las fuerzas productivas, se encuentra la posición clásica de la pastoral católica severamente crítica del ateísmo liberal, al que considera como el exponente de una vida hedonista y de un individualismo sin trascendencia. Apegada a la fe y a los valores comunitarios y de salvación, las pastorales religiosas proponen un lazo de tipo trascendente capaz de organizar la experiencia en torno a la creencia de una realidad otra, cuyas premisas no surgen de las potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las religiones convencionales, esta política de la existencia presenta una lectura determinista de la realidad social, que escapa a todo cotejo con lo social-histórico, y en la que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular su conducta según una óptica moral que no permite superar las formas del terror que limitan sus posibilidades vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente victimista).
¿Están tan enfrentadas las posiciones del catolicismo y las filosofías del entusiasmo? No solo las aproxima la situación –la común preocupación de enfrentar la crisis de legitimidad del orden desde una perspectiva conservadora- sino también un cierto aire de familia que el coaching arrastra respecto del sacerdote-pastor. En ambos casos se trata de establecer un enlace de control entre mundo y vida (aun cuando el coaching no apela a un más allá), que opera produciendo redundancias entre la instancia discursiva y las disposiciones  no discursivas. En rigor, para hacer una genealogía del saber –secularizado- del “coaching ontológico”, conviene evocar la “función psi” denunciada actualmente por analistas como Jean Allouch. Esta función subordina toda analítica del deseo a un saber sobre la salud y el orden. El coaching detecta el síntoma y moldea el ánimo para evitar la caída en las pasiones tristes, pero lo hace al modo de las “funciones psi”, es decir, desecha la necesidad de ir más allá de los posibles que se nos ofrecen, la necesidad de crear posibles que confronten la estructura misma de la oferta. El coaching complementa subjetivamente la tecnología de control de la diferencia en la que se juega la suerte del mundo empresa.
Claro que las políticas del síntoma se desarrollan también desde posiciones nada conservadoras, cuestionando la identidad entre realidad y dominación. De Franco Berardi a Suely Rolnik y de Santiago López Petit a Peter Pal Pelbart, el autonomismo de izquierda plantea el problema de una nueva comprensión del carácter terapéutico de la política y la filosofía, no como un “poder terapéutico”, fundado en un supuesto saber y preocupado por inscribir el deseo en la estructura del orden, sino como una analítica del deseo. No se trataría de un control sobre el síntoma, sino de afrontarlo desde una escucha y un despliegue de su verdad intrínseca. Conocemos esta “función psi” o “poder terapéutico” que ha permitido a los psicólogos convertirse en una especie de redoblamiento perpetuo de todo funcionamiento institucional (¿no será la hora del coaching en cada escuela y en cada centro de salud?). Muy por el contrario, dice Allouch, el analista –Freud para acá- es quien toma partido por el síntoma, no por la norma. El análisis es un modo de cuidado de sí que se inicia  cuando el encanto del síntoma informa sobre el estado calamitoso de los cuidados de sí seguidos hasta entonces. Cuando Freud se alía a las histéricas, inventa una manera inédita del cuidado de sí, un modo de escucha del síntoma cuya genealogía Foucault remitirá a los antiguos ejercicios espirituales, y que Deleuze y Guattari –luego de El Antiedipo– rescatarán como función deseante al interior de los grupos militantes, las máquinas de guerra amenazadas por una compleja axiomática capitalista.    
3.
En AR hay un nuevo e irritante llamado a adorar las cadenas del presente. Nuevo, porque lejos de la austeridad, la culpa y el apego a la regla, el fundamento de este llamado esta realizado desde una ética del disfrute. E irritante porque esta apelación al disfrute se nutre de toda una argumentación proveniente de la experiencia de las izquierdas libertarias y del rechazo de estas de toda trascendencia moral o religiosa. La tarea de AR se revela en este sentido como la de un traficante de saberes de las contraculturas de los años setenta y ochenta: del rock al psicoanálisis, de la marihuana a la crítica sensualista del racionalismo cristiano, de la irreverencia de las vanguardias a las más ateas de las filosofías. Este es su aporte efectivo a la reformulación de la comunicación política de unas derechas que desean presentarse como posdictatoriales y posperonistas. Este aporte apunta a identificar lo innovador y creativo con el mundo de la empresa como lugar privilegiado para encauzar la potencia; a postular subjetividades flexibles y descontracturadas como ideal de auto-regulación; y a  aniquilar todo aquello que permanece activo en el imaginario popular, como ligado a núcleos duros de antagonismos auténticamente productivos.
Si semejante transacción puede ser realizada a la luz del día se debe fundamentalmente al desprestigio bien ganado del “intelectual de izquierda”, propietario de retóricas antes que de curiosidades investigativas, y totalmente ajeno a la materialidad afectiva sobre la que se asientan las estrategias de resistencia en diferentes ámbitos. La tarea que realiza AR consta de tres operaciones simultáneas: por un lado declara la derrota del pensamiento crítico (es decir, de las fuerzas subversivas de la sociedad, una versión muy propia del “dios ha muerto” de Nietzsche); por otro, denuncia las pretensiones ilegítimas del espectro de esa izquierda del pasado (el duelo interminable; el hombre intentando ocupar el lugar del dios muerto) y, finalmente, se trata de retomar toda la producción de elementos vitales y resistentes capaces de nutrir un nuevo tipo de rebelión, para informar con ello una cultura de poder fundada en el hedonismo, en la ecuación sin trascendencia ni comunidad, en “más poder = más placer”.  Se trata –¡cuándo no!- de acabar con el resto, con el fantasma de la rebelión. La meta: aceptar la realidad sin nostalgias.
Un motivo adicional de irritación procede precisamente del hecho de que quien trafica estos contenidos y fuerza un duelo sin resto sea el hijo del padre, es decir, un orgulloso portador del apellido de quien fuera una de las expresiones más interesantes de un tipo de filósofo que podía elaborar la derrota histórica sin renunciar al pensamiento insurgente en torno del cual se pudieran organizar las resistencias intelectuales y populares que se produjeron luego de la dictadura. 
4.
Lo notable del autor (y de su libro) es la solvencia -o el desparpajo, según como se lo vea- con que asimila y vuelca sus lecturas teóricas sobre el plano político. Un modo de leer se vuelve un modo de comunicar y de vivir. Y hay un programa de lecturas, que se inició en la UBA a comienzos de los años ochenta, con la introducción de la obra de pensadores laicos y libertarios como Foucault y Deleuze. AR es el lector mas histriónico y arbitrario que haya producido el más fascinante de los libros de Deleuze: Nietzsche y la filosofía. Un libro destinado a atacar la hegemonía de la dialéctica hegeliana en los medios intelectuales de la Francia próxima al 68, reinterpretado varias décadas después por AR como base filosófica para la justificación de un gobierno de empresarios, intentando desarmar la herencia populista y los últimos brotes de rebeldía provenientes de 2001.
Deleuze se proponía con este libro la renovación y el lanzamiento de la crítica como objeto más propio de la filosofía. Su enemistad con la modalidad “dialéctica” de la crítica tenía que ver fundamentalmente con la abstracción del movimiento real –los devenires- implicada en las ideas de negación y superación. El proyecto de Deleuze era refundar la crítica sobre una nueva base enteramente positiva: ya no la contradicción, sino la diferencia diferenciante. En otras palabras, la renovación deleuziana de la crítica buscaba en Nietzsche la fuerza afirmativa para la acción de un pensamiento destructor de los valores dominantes a partir de nuevas experiencias de valoración del mundo. La tesis central en esta nueva crítica pasaba por aprender a formular lo real como un juego abierto entre sus modalidades actuales y virtuales, siendo estas últimas producción de dobles deformes o diferenciantes, materia de nuevos posibles, opciones de constitución de nuevas tierras para la vida y el pensamiento. 
Con deslumbrante contundencia comunicativa, AR adopta la refutación deleuziana de la crítica negativa para volverla el único modelo de crítica posible. Adopta solo el motivo destructivo, y secuestra –o mejor “castra”, como decía su padre- el propósito esencial de constituir una crítica vitalista fundada en la experimentación de modos de vida. La evolución de la Argentina es meramente un libro de propaganda de un gobierno, a cargo de un alto funcionario, pero es al mismo tiempo una lectura esterilizadora del intento más sofisticado que la filosofía intentó para renovar la crítica de izquierda. Deleuze veía en Nietzsche la invención de un nuevo modo de pensar y de vivir sin negación (o donde la negación solo era la representación abstracta de una débil voluntad de afirmación). Esta tesis, que en AR se convierte en una actitud pro-positiva, era en Deleuze el más complejo de los problemas que se presentaban al pensamiento posnietzscheano: dado que solo hay modos de afirmar ¿cómo seleccionar aquellas afirmaciones cuyas verdades nos convienen, nos permiten zafar de la obediencia a los modos dominantes de vida y crear los territorios existenciales que necesitamos?  El pensamiento, con Deleuze, deviene crítica y clínica, es decir, introducción de modos de evaluar en función de nuevos modos de existencia. Es en este terreno de selección que se juega la polémica de fondo con AR.
5.
La astucia de AR consiste en decir “sí” al mundo luego de haber suprimido toda posibilidad de una afirmación diferente. El “sí” de AR es el “sí” del asno que tanto divertía a Nietzsche: dice sí con su cabeza solo porque es incapaz de decir “no”. Se trata de un “sí” incapaz de afirmar nada realmente. Mera consagración de lo que hay. En este sentido, La evolución de la Argentina es un libro transparente que no se priva de explicitar los referentes prácticos de sus ideas, de Mauricio Macri a Patricia Bullrich, de Marcos Peña Braun a Jorge Triaca (h). No hay modo de confundirse.
El “sí” de AR es un mero revestimiento de procesos económicos y culturales. Un efecto más del “funcionamiento” de dispositivos “maquinismos”, a los que solo agrega la burla a la intelectualidad llamada “progresista”, a la que le reprocha (con razón) haberse reducido a una retórica argumentosa. Solo en estos señalamientos alcanza cierta gracia, que de todos modos lo condenan a vivir de la impotencia ambiente.
Su materialismo está teñido de la vergüenza de sí y de todo lo que en él hay de amputación genital. Su renuncia al combate del pensamiento, a la búsqueda del peligro en lo que triunfa, es absoluta. No importa que Nietzsche recomendara enfrentar solo a las fuerzas que no paran de vencer (para evitar la propia mediocrización). Si algo “funciona” en AR es su denuncia del moralismo de las izquierdas en el sentido más amplio del término. Nadie precisa tanto como él cómo en este mundo las izquierdas permanecen hundidas en su discursivismo, sin encontrar el camino para romper con las sucesivas derrotas. Pero ni siquiera esos momentos de mayor gracia lo salvan de la miseria de la supresión, que lo conduce siempre a colocar los obstáculos en el campo adversario. Inmensa malversación de un legado como el de su padre, que afrontaba el obstáculo en las izquierdas para superarlos, creando nuevas articulaciones insurgentes entre el materialismo de la producción, de las fuerzas sociales, de las formas de vida. De una generación a otra se advierte toda la distancia entre un materialismo ensoñado, que parte de lo que se es para encontrar el modo de acceder a la transformación individual y colectiva, a un materialismo avergonzado que parte de las premisas del enemigo victorioso al que le pide adopción para salvarse y existir en un mundo en el que ya no habrán combates decisivos.
AR representa todo aquello que no puede triunfar ni en el plano ético, ni en el político, ni en el intelectual: la renuncia a producir un nuevo estilo de crítica a las fuerzas del capital global. AR plantea una idea “técnico-comunicativa” del pensar que no busca abrir nuevas tierras, y se apoya en una noción del disfrute completamente narcisista, donde el mundo común pierde toda potencia constituyente. Si una parte de la intelectualidad kirchnerista se esmeraba en presentar a los gobiernos de Néstor y Cristina como opositores a la lógica del poder global (sin profundizar en los modos de superar los límites efectivos que esos poderes les imponían), AR pretende mucho más: mostrar que la mansa y ruinosa adaptación al mercado mundial que expresa Cambiemos es, en realidad, una irreverente revolución cultural. La apuesta de AR es en cierto sentido más ambiciosa: abdicar a la creación de nuevas posibilidades de existencia para hacer de su propia renuncia al pensar, la muerte de todo pensamiento; la adaptación egocéntrica y productivista al mundo de la empresa. No es suficiente con señalar su defección. Falta aún sentir más a fondo la vergüenza por la propia posposición de un nuevo lugar para la crítica.

«Permanentemente hay producción de subjetividad disidente» // Entrevista a Diego Sztulwark

Foto: Martín Nieva

En la diaria conversamos con el argentino Diego Sztulwark, investigador, docente, militante y autor de publicaciones en distintos medios, además de formar parte de la editorial Tinta Limón, el blog Lobo Suelto! y el Instituto de Investigación y Experimentación Política. En 2000 fue uno de los fundadores del Colectivo Situaciones, que se orientó hacia la “investigación militante” y la profundizó en el marco de la crisis de 2001. Hablamos de micropolítica, tiempos de crisis, sujetos emergentes, política en femenino, poder, contrapoder y lucha social en Argentina.

–¿Cuál es la historia del Colectivo Situaciones y de lo que llaman investigación militante?
-El colectivo se formó a partir de un grupo de personas que veníamos de una militancia fuerte juntos en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Teníamos la cabeza llena de preguntas y de una fuerte inclinación a lecturas teóricas, pero la pulsión dominante era la activista e investigadora. Comenzamos haciendo talleres con movimientos y organizaciones. Nos metíamos todo lo que podíamos en una serie de conversaciones planteadas por las prácticas de insubordinación que recorrían la sociedad en ese momento: con el movimiento de trabajadores desocupados de Solano, piqueteros de la zona sur del conurbano o la comunidad educativa Crecer Juntos, de Moreno. La investigación militante implica una complicidad intensa con luchas sociales, no como la investigación académica, que aspira a conquistar una “distancia” de su “objeto”. Queríamos radicalizar la crítica, tanto de la academia como de las militancias de partido. 2001 nos agarró en esa aventura y aceleró todo, porque de pronto se vio con mucha nitidez la fuerza de un nuevo protagonismo social, que era capaz de innovar en el plano de la lucha y de problematizar seriamente aspectos hasta entonces no cuestionados de la estructura social y política.
El colectivo Situaciones no era un grupo dedicado al análisis de lo que pasaba, sino que pretendía intervenir fuertemente, por medio de una investigación entre personas metidas en prácticas, en territorios, en escuelas o en el movimiento piquetero, gente que estaba recreando el arte callejero, o la experiencia de los escraches contra los genocidas impunes. Fueron años de mucha experimentación micropolítica. La idea era producir un discurso radical, una teoría radical y alguna forma de organización que vehiculara todo eso, pero partiendo de luchas muy concretas, sin centralizar nada. Nunca tuvimos la idea de partir de categorías sociológicas de análisis.
En 2007-2008 se hizo visible que la situación en la que el colectivo se había desarrollado había cambiado mucho. Apareció una nueva militancia, kirchnerista, y se produjo una conversión de los movimientos sociales y los territorios en un sentido muy diferente al que habíamos intentado darle durante la crisis. Terminó primando una idea de reposición muy fuerte de la centralidad del Estado, una separación bien tradicional entre investigación y lucha social. El espacio político se polarizó entre peronismo y liberalismo de una manera nueva, y se redujo mucho la posibilidad de una imaginación autónoma. Se evidenció la sequía de movimientos sociales autónomos con capacidad de producir escenas propias. Siempre hubo grupos y prácticas de todo tipo, pero por muchos años no hubo capacidad de participar desde allí en el espacio público de manera determinante. Se disolvió el colectivo como tal, porque veíamos que nuestro trabajo ya no estaba sirviendo; seguimos trabajando, pero tratamos de inventar otras formas, como la editorial Tinta Limón, que habíamos creado en 2003. Pero cada quien empezó a interesarse por cuestiones diferentes, manteniendo siempre una especie de complicidad o de amistad.
–¿Qué dirías que pasó en la crisis de 2001?
-Para mí fue un momento ejemplar, porque se logró deslegitimar de manera muy contundente y duradera el discurso político neoliberal. El gobierno de los Kirchner no habló de ajuste, de privatizaciones ni de represión (aunque haya habido bastante), por los efectos de impugnación del 2001. Hasta que llegó [a la presidencia Mauricio] Macri, los políticos argentinos no podían utilizar lenguaje neoliberal, aunque siguieran desarrollándose políticas neoliberales. Pero el tiempo de la crisis es muy distinto del tiempo de la normalidad. Es un tiempo de apertura, cargado de una explosividad y de una capacidad de imaginar posibles mucho mayor. No es sólo el tiempo de la angustia, la represión y el hambre; es también el de la proliferación de estrategias y la acción directa generalizada. El de subjetividades que ponen en acción otro tipo de de poder colectivo. Tal vez nosotros pensamos que el tiempo de la crisis iba a ser más largo, y que por sí mismo -si lográbamos prolongarlo- iba a garantizar transformaciones más radicales. No pudimos o no supimos (nosotros ni nadie) determinar un tipo de funcionamiento de un contrapoder capaz de actuar en tiempos de normalización, de mantener una relación y una distancia con la nueva forma estatal. La imposibilidad de elaborar una posición como esa, que hacía falta, dio lugar a toda una dispersión, a una cantidad de divisiones dolorosas llenas de incomprensiones. Seguramente hubo, de nuestra parte, falta de madurez para entender los problemas que se venían.
Quizá todas estas experiencias micropolíticas tienen la tentación de decir que lo macropolítico es una suerte de obstáculo. Y por ahí el desafío es pensar de otra manera: asumir que entre las macropolíticas no neoliberales y las instancias micropolíticas hay siempre una invención que hacer, una articulación que lograr, puesto que no dejan de ser, ambas, dimensiones de una misma realidad.
–¿Qué te queda como lo más fuerte de aquel momento?
-En Argentina suele primar un relato de 2001 protagonizado por la clase media a la que los bancos le expropiaron sus ahorros. Es una historia verdadera, pero contada desde la capital federal, desde el centro de las ciudades, desde las capas sociales que tienen la palabra. A nosotros nos tocó ser testigos de una experiencia muy diferente, que fue la insubordinación de las barriadas populares, clave para comprender lo que pasó. La crisis empieza en el interior del país y después en la periferia de las ciudades. Es imposible comprender su radicalidad sin prestar atención al levantamiento de la gente sin trabajo, despojada por las privatizaciones, por el cierre de ramales ferroviarios, por el cierre de empresas públicas e industrias. Sin la aparición de los barrios. Había una organización comunitaria de gente sin trabajo que era también una experiencia de antagonismo con el peronismo y el Estado.
¿Qué decía la sociología?: que las acciones colectivas pertenecían al mundo de los trabajadores ocupados, mediante sus sindicatos. El desocupado era percibido como alguien aislado en el territorio, sin lazos de clase, culpabilizado, sin redes con otros. Acá se inventó una política desde la desocupación, desde la marginación, desde los desaparecidos del neoliberalismo, desde las poblaciones a las que se daba por exterminadas y en las que nadie reparaba. En lugar de aceptar ese lugar pasivo e indigno, los movimientos organizaron un momento excepcional de lucha, de creación, de producción muy fuerte. Eso fue lo que nos conmovió: un protagonismo popular de los barrios más pobres, capaz de un desafío inédito al pensamiento, incluso de las izquierdas. Un desafío que creo que nunca terminó de ser pensado. Eran desocupados que ponían en el centro la dignidad. Y la dignidad no es una demanda de inclusión en el futuro, sino una capacidad de lucha aquí y ahora (en cada asamblea, olla popular o corte de ruta). Creo que ahí hubo una semilla de un contrapoder, un elemento comunitario muy subversivo, algo que la historia posterior tapó un poco con el objetivo de restaurar estructuras laborales y, sobre todo, formas tradicionales de poder político.
–¿Qué formas de movilización usaba ese tipo de movimiento?
-No podían hacer huelga, pero podían cortar la ruta; cortar la circulación de mercancías y discutir el mando político sobre el territorio. En la práctica se afectaban aspectos fundamentales de la producción.
–¿Cómo se articulaba, en los colectivos con los que trabajaban, la tensión entre lo micro y lo macropolítico?
-Me acuerdo, por ejemplo, de la experiencia de la escuela: ¿qué es una escuela cuando no hay ninguna clase de futuro para los pibes? ¿Qué es una escuela si no hay trabajo? ¿Qué hace una escuela en medio de saqueos de los vecinos a los supermercados? Había preguntas que la realidad ponía muy directamente. Por supuesto, circulaba todo tipo de interpretaciones sobre lo que estaba pasando. Hubo una confrontación teórico-política, tanto con la izquierda marxista tradicional (que buscaba el protagonismo obrero y se guiaba por estrategias de toma del poder) como con parte de los movimientos más nacional-populares, con esa idea de inclusión social que terminó convergiendo en el gobierno de los Kirchner. Lo que nosotros decíamos era que el llamado “excluido” ya estaba incluido: es decir, no era que el sistema se olvidara de él, sino que lo producía en esas condiciones. Cuando se hacen políticas sociales, se sigue produciendo a esas personas en determinadas condiciones que no se cuestionan. La idea nuestra era que, más que seguir pidiendo inclusión y cierta mejora en el modo de ser tratado (que claramente era necesaria y urgente), había que aprovechar ese cuestionamiento tan amplio para pensar todo de nuevo. Por ejemplo, el cuestionamiento de la gente más joven al trabajo: no era un deseo de incluirse en trabajos precarios, pésimos, sino una experiencia de otro tipo, que fue subestimada. Hay que entender lo que pasa, aún hoy, con los pibes jóvenes que escapan del trabajo y entran en economías informales. La cosa era, y es: pensemos la lucha como una potencia política y no como un delito. No la pensemos como un déficit de la realidad, sino como una posibilidad. ¿Qué pasa si, en vez de conseguir trabajo precario para todos, se organizan las experiencias populares que puedan cuestionar quién tiene derecho a la riqueza y en nombre de qué? Evidentemente no dio, no dieron las relaciones de fuerzas; esa experiencia se acabó, pero ahora hay otras, muy interesantes, que siguen trabajando los mismos temas con otros lenguajes.
–¿Qué es y qué hace la crisis actual?
-Creo que la situación es bien complicada ahora, porque en aquellos años los movimientos sociales producían la crisis desde abajo, empujaban en favor de la crisis; la gente no aceptaba subordinarse a sostener la estabilidad, simplemente porque ya no tenía vida posible en esas condiciones. Ahora es el poder el que la agita: a los movimientos se los extorsiona con la idea de que va a haber una crisis, como algo disciplinante. En nombre de esa amenaza se bajan salarios, se cortan ingresos, se echa gente. En aquel momento, la gente decía “sabemos vivir en la crisis, podemos crear estrategias -como el trueque- para surfearla”. Ahora funciona al revés; pertenece por entero al discurso amenazante del orden. El poder negativiza siempre el tiempo de la crisis.
En cuanto a los sujetos sociales, durante el kirchnerismo también hubo mucha movilización y aparecieron figuras nuevas. Se podría pensar así: el movimiento piquetero tiene la fuerza de mostrar la desindustrialización, es la muestra de que el movimiento obrero como sujeto clásico ya está fracturado. El piquetero es un proletario, plebeyo sin empleo estable. El problema de la fractura del mundo del trabajo siguió siendo el mismo: con 30% o 40% de la gente sin empleo formal, la normalización de una clase trabajadora integrada y de un empleo de calidad resultó impracticable para el kirchnerismo. Ahora esa realidad toma el nombre de “economía popular” y gira en torno a la legitimidad que brinda Jorge Bergoglio vuelto papa. El empleo masivo de calidad es una promesa que ni Macri ni Bergoglio tienen cómo cumplir, porque demanda un cambio radical de estructuras. El correlato de esta situación, por abajo, es un sujeto plural, heterogéneo, que aparecía ya en 2001 y no ha abandonado la escena a pesar de todo. Es necesario hacer un balance duro de la frustración que fueron los gobiernos progresistas acá (pero ojo: un balance de izquierda, no la mentira organizada y mezquina de la derecha y las élites). No funciona la idea de que la crisis era temporaria y el capitalismo podía volver a ofrecer una inclusión sostenida. Para hablar hoy de la crisis, tenemos que conectar con la multiplicación de sujetos sobre el territorio: migrante, feriante, formal-informal, pibes en los barrios, mujeres, movimientos campesinos. El discurso nacional-popular es totalmente insuficiente para dar cuenta de esta realidad. La propia presencia entre los trabajadores de una dinámica migrante, y por lo tanto transnacional, es un elemento contundente que hay que tomar muy en cuenta. También es insuficiente porque el Estado depende de procesos globales, y porque su imaginario es completamente patriarcal. Hoy vemos hasta qué punto el movimiento social no se recompone desde la organización sindical clásica, sino desde el fenómeno de Ni Una Menos y la movilización por el Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo, que fue espectacular. El imaginario nacionalista es desbordado por la nueva composición popular. El paro de mujeres expresa con una claridad absoluta cómo la violencia sobre el cuerpo de las mujeres constituye el paradigma de la violencia y la explotación de todo el campo social; es el movimiento más interesante, cuestionador y dinámico, el que mejor retoma las cuestiones planteadas en 2001. Finalmente, hay otro sujeto que desborda el imaginario nacional-popular, que es la población de varones jóvenes de los barrios pobres, adolescentes y de piel oscura, contra la cual se dirige una guerra sistemática desde el Estado. Una guerra que viene de lejos y no ha cesado nunca, pero que se ha intensificado durante el gobierno de Macri. Entonces, no creo que haya un sujeto sino muchos sujetos populares. Y aunque a todos ellos conviene pensarlos desde la dimensión común del trabajo, eso no puede hacerse desde una imagen estrechamente laboralista. Sería tan errado como querer englobarlo todo en una visión estrechamente nacionalista. Economías populares y violencia patriarcal, clasista y racional, son dos enfoques que permiten comprender la estructura de la explotación y del movimiento de lucha, al menos en las ciudades. Además, por supuesto, hay una conflictividad creciente, y creo que muy dinámica, en el mundo productivo y dentro del mundo sindical, y hay un mundo de conflictos, algunos muy importantes, que tienen que ver con la tierra y con los llamados recursos naturales. Todos esos conflictos tienen en común el papel extractivo del capital financiero sobre los bienes comunes. Ahí están todas las luchas a nivel regional contra la ocupación de la tierra por parte de empresas agroexportadoras. Y también en la ciudad: en algunos lugares de Buenos Aires es súper dinámica la lucha por la tierra de forma de valorizar terrenos, luchas por el territorio, ocupación de tierras.
La lucha social nunca dejó de ser fuerte: permanentemente hay producción de subjetividad disidente, y lo que no logramos es construir un marco de interpretación que supere al estado nacional-popular. Eso se intentó en 2001 y quedó interrumpido. Cómo poner límites a la avanzada de las políticas neoliberales y cómo se arman procesos de decisión colectiva son preguntas de 2001 que siguen planteadas.
–En esos procesos de decisión colectiva, ¿cómo se pueden evitar a la vez la burocratización y la desorganización?
-Cuando aparecen movimientos sociales importantes se termina produciendo una clase de mixtura entre segmentos muy desorganizados y otros muy organizados, y me parece que hay que aceptarla, incluso como una riqueza. Eso tiene riesgos, pero a veces los más organizados pueden ser permeados por una dinámica mucho más horizontal, y también puede ser que la dinámica más horizontal necesite acudir a estructuras sólidas (siempre y cuando haya alguna garantía de que lo que se está discutiendo es cómo poner límites al enemigo común). Si pensamos en la situación política argentina, creo que es lo mejor que podría pasarnos. El paro de mujeres o el sindicato de trabajadores informales son experiencias que interpelan a las estructuras sindicales.
La pregunta por la investigación militante se hace clara desde este ángulo: ¿cómo se hacen talleres en donde los nuevos sujetos puedan elaborar nuevas categorías?, ¿cómo se arman estrategias que potencien esa imaginación colectiva? Me parece que esa es la pregunta de luchadores, militantes, artistas e intelectuales desde una perspectiva de contrapoder. Y es muy desestructurante, porque los artistas e intelectuales queremos ser los que enseñen, y cuando aparecen sujetos de este tipo no hay lugar para diseños tan narcisistas como los que solemos imaginar. Es muy interesante, son estrategias más sucias, más frescas, más territoriales, que nos generan mucha sospecha pero que nos interpelan: “Ustedes que son tan imaginativos, ¿cuánto se pueden organizar con un grupo de contrapoder laboral, territorial?”.
Nos toca luchar sin modelos. Tenemos que pensar más a fondo el paro de mujeres. Las chicas están participando en esas experiencias desde un reconocimiento, desde una variación con respecto al miedo. Me parece muy interesante y con muchas preguntas, también; ¿a dónde va a ir eso?, ¿va a durar o no? Hay muchísima gente que desconfía de ese tipo de movimiento, lo ve todo muy light, como muy de clase media. Las cosas que yo conozco muestran que eso no es cierto. La mexicana Raquel Gutiérrez afirma que lo que está surgiendo es una “política en femenino” que desestabiliza todas las categorías, no es política para un grupo. Que el cuestionamiento a la violencia patriarcal pueda atravesar desde la vida en un barrio hasta la familiar y la laboral muestra que no se trata de algo acotado, sino que tiene un inmenso potencial. Y a muchos de nosotros, los varones que tenemos discursos sobre las cosas, nos plantea una pregunta sobre qué actitud tomar ante lo que se plantea como un movimiento de mujeres. ¿Quién es el violento?, ¿qué es lo que pasa a través nuestro? La imposibilidad de tener un discurso rápido sobre estas cuestiones es muy auspiciosa, hace pensar que el movimiento es realmente muy eficaz y que está poniendo preguntas reales: ¡está molestando! Ahí hay algo. Esperemos que no se recueste sobre una dimensión de sector o específica, que pueda atravesar y recorrer todo el campo social. Tenemos que ayudar a que ocurra eso. No hay sitio que no esté estructurado por la llamada violencia patriarcal, que es un estructurante de la economía neoliberal. No podemos perdernos esos enlaces fundamentales.
–¿Cómo ves la relación entre este tipo de transformaciones y la democracia?
-Yo creo que la democracia liberal sólo trata de neutralizar y desactivar, le hace pases al patriarcalismo y al neoliberalismo. Ofrece ideas de lo posible e impide que creemos otras nuevas, nuestras. Otra cosa es cuando uno se enfrenta a la palabra “democracia” a secas. O sea, estamos obligados a imaginar cómo se puede transformar a la democracia liberal en otra cosa que sí sea una democracia en el sentido que le daba, por ejemplo, [Baruch] Spinoza: la articulación libre de la potencia común. Pienso que podríamos pensar la democracia en términos de un trabajo muy fuerte para combinar diferentes subjetivaciones del campo social, en vistas a un cambio de estructuras. Me parece que eso destroza las ideas de mayoría y minoría, de lo público y lo privado, del voto y del representante, y nos fuerza a pensar de otra manera los mecanismos colectivos. Pero salir de esta democracia liberal es dificilísimo; está súper instalada en el corazón mismo del capitalismo.
Nadia Lartigue, Juan Francisco Maldonado, Lucía Naser y Esthel Vogrig. Esta entrevista es parte de la investigación Manifestación A Futuro (MAF), sobre movilización social y coreografía.

2 x 1 (Quien entrega historicidad se regala) // Diego Sztulwark


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Hace siglos, Spinoza escribió que la paz no es ausencia de guerra y que los estados no podían confiar en tratados de paz sin verificar cómo se modificaban las circunstancias materiales a favor de alguno de los firmantes. Si se rompía el equilibro de fuerzas que había llevado a concebir el tratado sería inevitable que los favorecidos invadieran. Es decir que a la larga, la relación de fuerzas modifica (reinterpreta, destruye y crea) realidades jurídicas.
El reciente fallo de la Corte Suprema -modificada con los dos jueces propuestos por Macri y aprobados por el Senado- es un nuevo capítulo de la historia de estas traducciones de relaciones de fuerzas del plano material al jurídico. El fallo no innova en la reinterpretación de nuestra historia ni cuestiona las sentencias contra los genocidas (porque las relación de fuerzas no nos es tan desfavorable, aun cuando nos quieran hacer creer lo contrario). Lo cierto es que marinos como el Tigre Acosta, Alfredo Astiz o José Radice podrían incumplir sus penas sin que la justicia presente una sola duda sobre sus acciones como carniceros de la ESMA. Las mutaciones reaccionarias siempre se presentan como espirituales, y en este caso, al 2 x 1 hay que entenderlo como una manifestación espiritual de una señora y dos señores supremos. Y como en toda epifanía de ese orden, la Iglesia Católica juega un papel visiblemente central. Carniceros y espiritualistas. Así estamos, una vez más.  No es solo Macri. Es también el trípode Poder Judicial, Iglesia y Fuerzas Armadas. Mejor tenerlo en cuenta. 
Claro que esto tiene una historia. Durante la posdictadura y luego de los juicios a los genocidas, el alfonsinismo encarnó una política de resignación ante la relación de fuerza. Nacieron así las políticas estatales de impunidad: las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final. Cuando Kirchner asumió el gobierno en 2003, la legitimidad popular de la lucha contra la impunidad provenía de las luchas populares. Era tal la importancia de esa legitimidad, que el nuevo gobierno decidió comprometerse con ella como parte de una agenda que no le era propia. ¡Hasta Rodríguez Sáa estuvo tentado de desarrollarla! La gran mayoría del país hizo un esfuerzo para ver allí una nueva época, en la que los gobiernos supieran llevar a cabo los mandatos populares y democráticos que emergían bien de abajo. O sea que 2001 fue, no una “crisis” (lenguaje mistificador que no quiere leer lo que allí ocurrió de importante para la política), sino unmandato”. Y un mandato que quedó incumplido. Comprender esto implica saber dónde golpea hoy la derecha política organizada.
Aquel mandato fue el más temible luego de los que se organizaron en 1945 y 1969, es decir, con las masas en la calle. En el caso de 2001, los derechos humanos obraron como superficie sensible para articular esas luchas (desocupados, trabajadores, mujeres, jóvenes de los barrios). Como tal, la lucha por los derechos humanos se desdobló en dos: la demanda propia de juicio y castigo, y la superficie de composición para las luchas sociales. Consagró un modo de hacer política –como lo hace hoy el movimiento de mujeres-, desde abajo y a pesar de todo: de los partidos, del Estado, de las derechas, de los milicos, de los aparatos mediáticos. Fue la expresión más noble que tuvimos de una política que articula afectos e ideas, situando en su centro la vida de los cuerpos y no su explotación. Es el ejemplo más perdurable de una política que exige bloquear ya la violencia asesina, clasista, racista y patriarcal. Sin esa sensibilidad y esa memoria, la Argentina no tendría ya nada de democrático. Porque toda democracia se corrompe si se desoyen los mandatos.
Los derechos humanos deben ser reinventados, para escuchar la necesidad de frenar la violencia asesina que recorre toda la sociedad (y no desde que llegó Macri, que la aumentó, ¡sino desde siempre!). Quienes intentan restringir los derechos humanos al kirchnerismo destruyen historicidad. Y quien entrega historicidad se regala (sucedió con los defensores de izquierda de Milani: cada claudicación en la lucha la cobra el enemigo). La lucha por los derechos humanos no es una demanda más entre otras, sino el espacio sensible que logra componer y formular mandatos populares de un modo límpido y constituyente. Por eso es que ataca ahí la derecha, porque saben que si quiebran esta superficie podrán avanzar a fondo. 

Tratado sobre la vergüenza // Diego Sztulwark

Comentario sobre el libro de Bruno Bosteels, Marx y Freud en América Latina.[1]

Como en la carta-confesión de Óscar del Barco, lo que Rozitchner llama una versión cristianizada del mandamiento ético de Lévinas (“No mataras”) ha llegado a terminar con la posibilidad misma de la militancia política. En este contexto, finalmente, parecería completamente apropiado y comprensible buscar un retorno a la ética borgiana de la honestidad textual, sin la pretensión imposible de una ética de la liberación. La pregunta con la que me gustaría terminar, sin embargo, es si no deberíamos considerar también la posibilidad de que hoy sería quizás más urgente liberarnos de la ética
B. Bosteels.
I
Bruno Bosteels ha decidido mirar de frente el estado fantasmal que envuelve a las izquierdas del continente luego de los años de fervor de los 70, de los intentos de revolución, y luego de las sucesivas derrotas. Y para ello ha resuelto seguir la pista más fuerte: el itinerario de Marx y Freud en nuestra región desde los tiempos mismos de la admiración de José Martí por el barbado de Tréveris pasando por José Revueltas y el 68 mexicano, hasta llegar a los capítulos argentinos centrados en León Rozitchner y Ricardo Piglia y la crisis del 2001. El libro propone una lectura sintomática de los desencuentros–expresión tomada del gran libro de José Aricó, Marx y América Latina– que acompaña a la tentativa misma de revolucionar la sociedad y producir en simultáneo una nueva subjetividad individual. Bosteels lo hace bajo el supuesto –ya presente en su libro anterior publicado en castellano, Badiou o el recomienzo del materialismo dialectico-[2]de que una política emancipadora, hoy día, debe admitir el agotamiento de la política leninista y desplegarse en clave de procesos inmanentes de subjetivación. 
A la enumeración del subtítulo del libro –Política, psicoanálisis y religión en tiempos de terror-, bien hubiera podido sumarse “literatura y crítica”. Aun así, nos seguiríamos preguntando por la expresión “tiempo de terror”, que tiende a justificar la conjunción entre Marx y Freud y que conlleva una pregunta sobre la naturaleza de esa temporalidad violenta, que por momentos adjudicamos al terrorismo de Estado de la última dictadura, solo para advertir que esa violencia es aún más estructural y permanente. No porque el terrorismo de Estado sea solo la síntesis más perfecta de reconversión de la sociedad –sería así el opuesto exacto de la idea misma de revolución-, sino porque esa violencia contrarrevolucionaria, por así llamarla, se constituye extendiéndose en el tiempo, como ocurre hoy con el gobierno elegido por la vía electoral en la Argentina. 
América Latina vive en tiempos de terror y la política, el psicoanálisis y la religión (así como la literatura y la crítica) se nos abren como campos de elucidación de esa vivencia. El libro de Bosteels restituye una tesis tan sencilla como certera: hay una violencia esencial propia de los procesos de inclusión en el mercado mundial capitalista. Se trata de una violencia histórica que comienza con la espada y la cruz durante la conquista, sigue con la picana y con la cruz durante la dictadura, y se consolida con la exclusión social (y con la cruz) durante los tiempos del capitalismo global y neoliberal. La influencia de la obra de León Rozitchner es fuerte en este tipo de enfoques. Tiende a “desentrañar” (una expresión muy suya) la subsistencia del terror como condición de institución de la acumulación de capital, como lógica represiva consolidada en el nivel del Estado y como esencia de la separación que se transmite en el campo imaginario vinculado a la religión.
II
En 1965, el Che Guevara publica, en el semanario Marchade Uruguay, “El socialismo y el hombre en Cuba”, texto en el cual plantea el papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y objetivo, material y moral, cuantitativo y cualitativo, son los términos de una dialéctica que resuelve proponer el problema del hombre nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el instrumento adecuado con que cuenta el poder revolucionario para esa transición, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.
Solo un años después de esta publicación, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico, de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contreponía dos modelos humanos a partir de dos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas en tanto que ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben estar conectados para que entre ideas y prácticas surja una praxis, una transformación del sujeto. La tarea de crear un hombre nuevo y unas masas revolucionarias no era tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades Rozitchner se pone a trabajar sobre la obra de Freud.
III
Unos años después, en 1972 y ya muerto el Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una contraposición entre modelos humanos antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que sólo la organización para la lucha torna eficaz”.
El revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación de las categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura”, y así se liga con la de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.
Todo lo contrario de lo que, según Rozitchner, ocurre en el plano religioso en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema “con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”. Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como modelo de “encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como modelo de “descubrimiento”, siendo los modelos dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones sociales que toda forma humana conlleva.
En efecto, para Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos asumen su tiempo sin modelos verdaderos  y deben enfrentar, por tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece “del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.
Esta distinción le permite a Rozitchner explicitar el “carácter político que asume, aquí en Freud, el superyó colectivo. Si toda forma humana no es sino aquella en la cual el sistema histórico se hace evidente en su contradicción, si en cada hombre la contradicción del sistema está interiorizada, sin que se pueda salir de ella a no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces Freud nos muestra aquí que la única posibilidad histórica de cura es el enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las únicas formas de humanidad posible”.
El Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Este modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de producción capitalista, abre –dice Rozitchner- “para los otros el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.
IV
La Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo, y Rozitchner había comprendido muy tempranamente en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío –textos que Bruno Bosteels conoce bien-, que esa polémica abarcaba una confrontación filosófica y política en el campo imaginario dominado por la religión. Marx y Freud eran invocados, desde América Latina, para desarrollar una nueva concepción de la subjetividad revolucionaria.
Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la teología de la liberación de fines de los setenta. “La Iglesia –dice Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado”.[3] Ahora bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”.
Una Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos sensibles.
V
No deja de resultar ilustrativo del actual estado de cosas –gracioso, si no fuese también doloroso- que ese neoliberalismo sea declamado en el presente por el hijo de León Rozitchner, autor de discursos del presidente Macri. El neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad esas estructuras simplemente resultan inexistentes- ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o revolucionaria alguna (solo reconoce la empresa y la competencia como dinámicas colectivas legítimas). Se trata de un ateísmo sin trascendencia –en palabras de Ferré- aunque dispone de saberes prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación.  
La polémica de la Iglesia -preocupada por la comunidad, la pobreza y el carácter divino, y por lo tanto sin historicidad de las estructuras humanas- con los neoliberales sudamericanos se desarrolla, sin embargo, sobre un cierto marco común, expresivo de ese tiempo de terror al que alude el libro de Bosteels. Ese marco común es la exclusión de eso que Marx y Freud habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e individual, da lugar a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo que solo se accede mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el sujeto de la investigación militante.  El pastorado –vaticano o neoliberal- vuelve a fijar al sujeto a su condición natural, orgánica y creada. Lo fija a una salud fundada en la estabilidad y lo envuelve con una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto impotente respecto de los fenómenos de violencia que hoy vemos intensificarse en el cuerpo de las mujeres, de los pibes y pibas en los barrios y en la represión política. Una vez más, la teología política es una: la propiedad privada (respecto de la cual solo se discuten sus abusos y excesos) que la política incluso progresista no se atreve a cuestionar, sin advertir hasta que punto su persistencia es subjetivante.
A Bosteels no se le escapa el 2001 argentino, esa emergencia de “máquinas de guerra” sin política socialista, que constituyó la última tentativa de investigación militante –hasta la emergencia reciente de Ni una menos– como recurso de una subjetivación política inmanente. Como muchos de nosotrxs, se pregunta si la apuesta a la inmediata reversibilidad del poder en contrapoder –como escribimos en Colectivo Situaciones por aquellos años, pensando en la historia de las insurrecciones argentinas pero también, señala el autor, bajo la influencia de la filosofía de Toni Negri, inspirada en Foucault y en la historia del obrerismo italiano- no conduce a la impotencia política, por cuanto la fuerza del orden global tiende a absorber todo gesto de autonomía. Bosteels desconfía con razón de las filosofías del “complot” que –como sucede en el libro Imperio– dan lugar a un “optismismo ontológico y unas “irrefutables figuras del saber”, aunque rescata de aquellas posiciones la tesis de la anterioridad de la resistencia al poder que las fundamenta. Quizás sea esa desconfianza lo que haya que pensar a fondo. Menos como un sistema de refutaciones y mas como una ética (en sentido spinoziano) que se niega –como lo hacía Nietzsche- a proyectar saberes o expectativas propias sobre procesos de naturaleza incierta. Bosteels formula preguntas que abren el espacio de ese balance necesario. El libro tiene páginas muy interesantes sobre el papel de la vergüenza como fuerza revolucionaria en los inicios del movimiento obrero y sobre el papel de la vergüenza como duelo interminable tras la derrota, que impone un repliegue, y un goce del repliegue respecto de lo político. Los espectros andan sueltos. Se hace necesario, al libro de Bruno Bosteels experimentar una nueva relación con la vergüenza. Alguna vez el gran pensador italiano Paolo Virno de paso por Buenos Aires se refirió a la vergüenza como la experiencia propiamente humana de no saber que hacer con uno mismo, de no coincidir con la realidad. Una vergüenza que revela, en esa no coincidencia, el camino de la invención posible, de una profunda historicidad.  

[1] Bruno Bosteels, Marx y Freud en América Latina. Política, psicoanálisis y religión en tiempos de terror, Akal, Buenos Aires, 2017.
[2] Bruno Bosteels, Badiou o el recomienzo del materialismo dialéctico,  Editorial Palinodia, Santiago de Chile, 2007.
[3]Alberto Methol Ferré, Alver Metalli, Francisco, el Papa y el Filósofo, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2013.

La educación de la sensibilidad militante // Diego Sztulwark

1. Semana Santa como coyuntura

Los militares argentinos, formados en una compresión católica integrista de la patria, concibieron su acción represiva como un acto de soberanía nacional orientado a normalizar situaciones anómalas: indios, gauchos, anarquistas, comunistas, judíos, peronistas, subversivos, negros, piqueteros, putos y putas fueron alternativamente construidos como enemigos internos de quienes había que salvar a la Nación. La obra de exterminio que coronó en el terrorismo de Estado vinculado a la última dictadura no se explica sin los militares, pero tampoco se explica sólo por ellos. La influencia rectora y pedagógica de la Iglesia argentina sobre las Fuerzas Armadas fue absolutamente determinante. Tampoco es posible comprender el papel de los militares durante la década de los años setenta sin estudiar, además, la coyuntura mundial de la guerra fría y la emergencia del neoliberalismo en Inglaterra y en los Estados Unidos.  Aunque el hecho más determinante haya sido, quizás, la decisión del gran capital de resolver la intensificación recurrente de la lucha de clases por la vía del terror. La guerra de Malvinas, lejos de retomar la tradición de liberación del ejército de los Andes, consagró una concepción militar elaborada a partir de la racionalidad del terrorismo de Estado: la destrucción de cuerpos disidentes (ESMA) y la entronización de una idea de soberanía nacional que no partía de la movilización de las fuerzas populares –principio sólo expresado por las Madres de Plaza de Mayo durante la dictadura- sino de una idea espiritualiza, blindada y desvalorizante de toda experiencia de poder democrático colectivo.
La victoria de Alfonsín sobre el peronismo de Luder y Lorenzo Miguel de 1983 no se entiende sin el movimiento de reconfiguración del espacio político, en términos de un antagonismo entre democracia y dictadura. Los juicios a la Junta Militar y la imposibilidad de replantear la estructura de la dependencia –expresada en el mecanismo del endeudamiento externo- determinó el proceso de la llamada “transición a la democracia”. Según el periodista Horacio Verbitsky, los juicios a la cúpula de las Fuerzas Armadas fueron pactados en un almuerzo con los llamados “capitanes de la industria”, quienes condicionaron su apoyo a cambio de imponer al nuevo gobierno los lineamientos de una “economía de guerra”. Pero ¿aceptarían las Fuerzas Armadas, que habían derrotado a las organizaciones revolucionarias y populares y transformado en un sentido reaccionario al país, ser sacrificadas en nombre de un tiempo de buenos negocios y de una ilusoria paz social fundada en el recitado de la Constitución Nacional?
El alfonsinismo fue un fenómeno “hegemónico” (como dicen los lectores de Laclau): teñía el significante democrático cuyo contenido esencial era la derrota popular. De modo que su idea de democracia apenas desbordaba los límites de una concepción parlamentaria de la forma de gobierno. Fueron años de “cretinismo parlamentario” (como dicen los lectores de Lenin). El radicalismo había sido uno de los partidos políticos -no el único, ni mucho menos- que más cuadros había aportado a la dictadura. “Democracia”, durante los años ochenta, quería decir ausencia de violencia o de conflicto. Parecían convencidos de que la sociedad entera aceptaría cerrar sus antagonismos y cuestionamientos en un clamor por el equilibro y la moderación generalizada. Su célebre teoría de los dos demonios racionalizaba esa concepción aplicada a concebir un mundo sin lucha de clases ni horizonte alguno de transformación social. El alfonsinismo fue el primer intento fracasado de constituir un ultracentrismo político por la vía de exclusión de todo actor considerado inadecuado para el espacio procedimental de república (el peronismo y los sindicatos, los militares y la derecha católica, las izquierdas y las organizaciones sociales). La consigna “democracia o dictadura” permitía ligar el repudio al terrorismo de Estado con un disciplinamiento de todo desborde social, pasivo de ser acusado de desestabilizador. Esa racionalidad política, que se acodaba en una idea resignada y defensiva de la democracia, fue la que preparó y viabilizó las políticas de impunidad a los genocidas y las políticas de ajuste apoyadas en la legitimidad de las urnas, experimento que el menemismo luego extremó con un sentido único de la perversión.
Los carapintadas constituyeron un desafío a la hegemonía alfonsinista proveniente de un actor disminuido en el bloque de poder. La humillación de Malvinas, el juicio a las Juntas Militares, la ruptura de las cadenas de mando inherente al Estado terrorista y el desprestigio en que habían caído unas Fuerzas Armadas a las que Alfonsín quería fuera del juego político, alimentaron un movimiento de rebelión castrense ante el que Alfonsín se conmovió al llamarlos “héroes de Malvinas” (esa misma incapacidad de sobreponerse a la prepotencia de las Fuerzas Armadas volvió a hacerse presente de modo trágico durante la toma del regimiento militar de La Tablada). Pero no se trató solo de Alfonsín.  Con Cafiero y Menem, la renovación peronista -agotada cuando el segundo venció en una interna al primero en 1988- asumía los elementos básicos de la narración alfonsinista y solo los organismos de derechos humanos y un puñado de corrientes de izquierda asumieron sin claudicación el programa elaborado durante años de lucha por la verdad, la memoria y la justicia. Esa derecha “revolucionaria” no logró influenciar seriamente al peronismo. Recuerdo haber asistido a la expulsión una columna de carapintadas por parte de militantes sindicales peronistas en una  movilización –¿año 90, 91?- gigantezca de la CGT de Ubaldini
2. Semana Santa como aprendizaje 

La crisis de Semana Santa –¿esa santidad habrá estimulado a los cruzados del Crislam?- marcó el retorno de los militares a la acción política reivindicando lo actuado durante el terrorismo de Estado, pero también la fuerza de una enorme reacción popular que trascendió por mucho la legitimidad de las conducciones políticas de los principales partidos políticos. Esto forma parte de los primeros recuerdos internos de la vida política de muchos de los que hoy tenemos cierta edad. Los canales de televisión, todos bajo gestión estatal, trasmitían en cadena nacional consignas en defensa de la democracia. Los militares parecían haberse dividido en dos: “rebeldes” (carapintadas) y “leales” (dispuestos a responder la orden de represión del gobierno civil). Las plazas (la de Mayo y la de los Dos Congresos) reunían a todos aquellos dispuestos a rechazar en la calle el retorno del terrorismo de Estado, pero la idea de “defender la democracia” empezaba a fallar, puesto que muchos de los que allí la cuestionábamos por estrecha, abatida y formalista, aun así la preferíamos –porque en su marco podríamos disputar en mejores términos su contenido- antes que cualquier rebrote de poder genocida que temíamos y creíamos todavía posible. Marchábamos –como lo hicimos siempre después- contra la pervivencia del terrorismo de Estado y al mismo tiempo contra una democracia diseñada sobre fondo de ese poder genocida. Ese modo de estar en la plaza fue corporizado por las Madres de Plaza de Mayo con su consigna “no hay rebeldes, no hay leales, los milicos son todos criminales”. Esa disposición a decir la verdad, a no claudicar, esa decisión de abrir un espacio político no violento pero activo e insumiso fue un gesto decisivo en la formación de la sensibilidad política de parte de una generación.
Las Madres de Plaza de Mayo representaron el reverso de la dictadura, pero también de la democracia de la derrota. Su negativa radical a aceptar una normalidad fundada en la desaparición de aquellos a quienes el Estado se llevó vivos coronaba en una exigencia excepcional: no habrá  legalidad legítima hasta que no aparezcan con vida.  Es decir: no hay transacción posible con la herencia del terrorismo de Estado. Esa sigue siendo la principal enseñanza de la generación de los padres de los desaparecidos. Como luego lo explicó el filósofo León Rozitchner, el terrorismo de Estado sobrevive en la concentración de la propiedad privada y  en la destrucción de los cuerpos indóciles. En torno a las luchas por los derechos humanos –abuelas, madres, sobrevivientes, luego hijos-, se formó el único contrapoder capaz de ligar luchas sociales en torno a un programa que apuntaba a invertir esta fusión perversa entre terror y represión. Esa lección, el legado imperecedero de las Madres, tuvo un capítulo central en aquel fin de semana largo de 1987. Y en su nombre hemos gritado que el ascenso de Milano –ahora detenido por causas de lesa humanidad- era el correlato de la renuncia a avanzar sobre los pilares de la concentración del capital. En nombre de ese legado sabemos que se precisa hoy de nuevos organismos de derechos humanos, ligados estrechamente a la violencia en los territorios, y al salvajismo que introduce la dinámica financiera y rentística de la acumulación de capital. 
La Semana Santa activó un sistema de alertas en las militancias. El retorno del terrorismo de Estado hubiese sido un fracaso completo para los movimientos populares y la muerte segura para muchos cuadros y militantes que buscaron reaccionar ante la mediocre respuesta del sistema político (la famosa Ley de Obediencia de Vida). El posterior disciplinamiento de las Fuerzas Armadas vino de la mano de Menem y de su alineamiento con el gobierno de la familia Bush. Por lo que en la década de los años noventa, las Fuerzas Armadas dejaron de ser la expresión de una amenaza real y el aparato del orden y la represión interna transmutó. La hegemonía neoliberal de aquellos años implicó una modificación micropolítica de la sociedad que incluyó la generalización de la tarjeta de crédito y la socialización de las prácticas de control. Las instituciones políticas que surgieron de estas articulaciones colectivas se aliaron con prácticas difundidas de racismo, patriarcalismo y clasismo, sobreviviendo la racionalidad del genocidio más en la economía y en el filamento de los vínculos que en la retórica de la seguridad sublimada. Y aunque el alineamiento de los organismos de derechos humanos con el gobierno de los Kirchner restó vigencia al sistema de resonancias entre derechos humanos y luchas sociales que se había cristalizado en 2001 mientras eclosionaba el sistema político, hubo de su parte un intento (que es preciso evaluar en su complejidad, porque hizo convivir avances institucionales con barbarie policial y empresarial) de llevar esos discursos al propio Estado. Aquella sensibilidad militante gestada en aquella Semana Santa sigue siendo el capital más importante con que cuentan los sectores populares para desanudar la perpetuación de la fusión neoliberal de Propiedad y Terror (entre deuda y criminalización que estudia hoy día el historiador Bruno Napoli), a condición de volver a invertirla en la articulación de nuevas luchas sociales cuyos lenguajes son otros. La lección de la Semana Santa de 1987 es el rechazo a una concepción estrecha de la democracia.

Contracoherencia // Diego Sztulwark


Se anuncia hoy en los diarios una nueva ofensiva del gobierno nacional y los sectores conservadores de la política, el empresariado y la Iglesia Católica contra las conquistas y la simbología de los derechos humanos. Desde el último 24 de marzo esta tentativa fue constante y negacionista. Así lo muestra la estúpida discusión sobre el número de desaparecidos. Esto fue así hasta que 500.000 personas rechazaron en las calles el fallo de la Corte que aplica el 2 x 1 a un genocida. ¿Qué pretenden los impugnadores de los movimientos de derechos humanos? 

Una primera respuesta es que el gobierno de Macri considera los derechos humanos una bandera del kirchnerismo, adversario político a quien desea debilitar. Se trata de una respuesta escuálida y miope, no importa lo difundida que pueda estar entre unxs y otrxs. Si una premisa efectiva se verifica en esta historia es que los derechos humanos constituyeron la única respuesta certera contra el terrorismo de estado, que no es cosa del pasado sino fundamento del orden económico y político vigente durante la posdictadura. 

Lo que llamamos derechos humanos en la Argentina es, como todos sabemos, el tejido de una densa historicidad urdida por familiares, sobrevivientes y activistas de toda clase que durante décadas hicieron un trabajo ético fundamental en torno a la memoria, la verdad y la justicia. Lo que está en cuestión, en ese tejido, es su capacidad de extenderse a trevés de diferentes capas de la sociedad, acogiendo diferentes luchas -como sucedió con el movimiento piquetero y las demás figuras de la crisis del 2001. 

Ese tejido, principal experiencia democrática en la vida del país durante las últimas cuatro décadas, ha dado muestras de una cierta irreversibilidad (¿no es esa, al menos, la impresión al ver a los hijos de los represores comenzando por fin a decir en público su verdad?). Quizás haya derecho a creerlo, después de todo estos más de 40 años de grandes manifestaciones colectivas de justicia se hicieron desde posiciones minoritarias, y la enorme mayoría del tiempo contra los partidos políticos y el estado.  

Lo primero a comprender, entonces, es porqué se ataca ahora esta experiencia colectiva de justicia. Imposible responder sin incluir en el razonamiento el modo en que los últimos años se discute la cuestión de los derechos humanos como ligada al kirchnerismo. El kirchnerismo es un capítulo innegable en esta historicidad, fue la compleja experiencia de articulación, en una zona común, entre gobierno y buena parte de los organismos. En lo que de esa zona aparezca como sospechoso para el paradigma de transparencia empresarial persecutoria, el gobierno actual previsiblemente golpeará con contundencia. 

El símbolo mayor de esa estrategia es la prisión de Milani que se produjo durante el actual gobierno y no cuando correspondía: durante el gobierno de Cristina, cuando era jefe del ejército y se lo acusó en causas de Lesa Humanidad. Por innegable que el kirchnerismo sea en esta historia (el apoyo a los juicios, la exEsma, etc) no conviene confundir los términos y hacer de esa parte (el kirchnerismo) un todo (el movimiento de derechos humanos). Esa operación de reducción de un proceso siempre más complejo, rico y abierto a uno de sus momentos es exactamente la operación que lleva a cabo el macrismo. ¿Quién sino el gobierno actual se interesa más por esta sustitución que encierra el potencial de las luchas de los derechos humanos en una expresión política particular? 

Si a alguien le interesa plasmar la ecuación derechos humanos igual kirchnerismo es al propio macrismo. Es preciso entonces enderezar el razonamiento: el verdadero enemigo de la derecha argentina no es el kirchnerismo, sino esta historicidad de las luchas por la memoria, la verdad y la justicia y su capacidad de expandirse a las luchas sociales. Es a esta historicidad a la que se apunta y a la que se quiere quebrar. Lo que se pretende desmontar es la dinámica abierta desde una sensibilidad apta para reunir diferentes luchas populares en torno a un mandato común frente al estado.

La plaza contra el 2 x 1 –tan conectada con la marcha del 3 de junio ni una menos- ha corroborado que ese fenómeno de sensibilización se encuentra vigente a pesar de todo (¿más vigente que nunca, incluso?). 

No es contra el kirchnerismo que apunta el gobierno, sino contra esta historicidad. Y la razón de este ataque es, después de todo, bastante clara: el neoliberalismo -que no es, por cierto, patrimonio del marcismo- es centralmente competencia, exclusión, empresarialidad, goce centrado en el narcisismo y violencia. Su instauración pone en acto lo que Rita Segato ha llamado una “desensibilización” de las personas respecto de lo otrxs y por tanto de lo colectivo como tal. 

La percepción que las derechas (no solo el macrismo, por supuesto) tienen del peligro de las luchas de la memoria, verdad y justicia y su poder de expansión es correcta y no obedece solo al pasado sino sobre todo al presente. Su intento de desactivarlas guarda una profunda coherencia. La plaza contra el 2 x 1, la marcha del 3 de junio muestran la vitalidad de una contracoherencia que no se las hará nada fácil.

Contracoherencia micropolítica // Diego Sztulwark

El odio fascista llegó a ser en su tiempo estetizante y suicida, un deseo de movilización total para una conflagración sin transformación en la que el fin era la propia muerte.
El fascismo de hoy, fascismo del último hombre, carente de toda voluntad, ya no es lo que era. Se trata de una epidemia propiamente neoliberal que ataca a poblaciones aterrorizadas por la diferencia vivida como amenaza de las jerarquias en nombre de las cuales se está dispuesto a matar y se mata. No es creíble oponer el Amor a tal Odio, como ocurre en ciertas iglesias (las pasiones con mayúscula se convierten en términos trascendentes, teológicos). El odio como el amor son ambas pasiones igualmente necesarias y dependientes entre sí. Sin ellas los cuerpos quedan desposeídos de los medios para su reconocimiento. ¿O no hay acaso odios absolutamente necesarios, que alimentan rechazos vitales? ¿Y desde cuando los amores que cuentan se dirigen al cielo y no a naturalezas bien concretas?.
La puesta de Silvio Lang musicaliza, canta y baila la trivialidad asesina, la desensibilización general que crece entre nosotros. «Diarios del odio» debe ser otra cosa que autocomplacencia sobradora para conciencias progresistas. Es parte de un programa de investigación militante sobre los modos del goce de las imágenes del crimen con que lo neoliberal crece entre los adoquines. Desentrañar ese tejido, resistirlo al nivel de los ritmos y las fibras es la base de una contracoherencia desafiante, micropolítica, a la altura de la amenaza que sufrimos.

[fuente: http://campodepracticasescenicas.blogspot.com.ar/]

Preguntas a Franco “Bifo” Berardi // Diego Sztulwark


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El último libro de Franco “Bifo” Berardi publicado en Buenos Aires1 conecta con aspectos decisivos de los procesos de sujeción que determinan nuestros modos de vida y nuestra coyuntura política. Su planteo central consiste en describir la transición de un mundo en el cual la relación entre cuerpos y signos era procesada a través de la sensibilidad -concatenación conjuntiva- a un régimen en el que solo operamos con signos ya codificados, con combinaciones preestablecidas por una previa compatibilización -concatenación conectiva-. Esta transformación obedece a la revolución informática producida en las últimas décadas en el semiocapitalismo -el capital que se valoriza en la producción de signos- y se debe tanto a un cambio tecnológico como a una ruptura ontológica que consiste en la pretensión de autonomía del signo con relación a su referente (en el lenguaje: significante/significado; en las finanzas: dinero/trabajo). En otras palabras, el animal humano sufre las consecuencias de su acción sobre el entorno -la info-esfera, poblada ahora de flujos de información que circulan a velocidad del vértigo- al que ha modificado de un modo irreversible y ahora sólo aspira a adaptarse a él. El infinito de la emisión de la información deviene incompatible con la capacidad de recepción-metabolización del cerebro individual y social: imposible para la mente humana. Esta transformación del entorno resulta así inseparable de una mutación antropológica que el autor describe tanto desde el punto de vista de los nuevos patrones tecnológicos, como desde el nuevo poder de las finanzas y las patologías que asolan a los sujetos.
La revolución digital trastorna el modo en que se vincula el cuerpo con los signos. La concatenación conjuntiva era capaz de captar signos no verbales y asociarlos según dinámicas de creación sensible de la experiencia. La concatenación conectiva, en cambio, se caracteriza por un aumento sin precedentes de la capacidad de manipular signos en velocidad, siempre que esos códigos sean previamente compatibilizados y esté disponible uno de ellos para vincularlos. El efecto de esta mutación en los modos de concatenación tiene para Bifo un efecto de pérdida de sensibilidad, de sensitividad (táctil), de sensualidad (placer-dolor). Pérdida de todos los componentes productores de empatía. La desensibilización general neutraliza el poder crítico de la cultura y anula la disposición del tiempo necesario para los vínculos eróticos, ambos componentes fundamentales de los contrapoderes. La derrota de la sensibilidad es inseparable de una derrota posible que no es achacable a la innovación técnica sino al hecho de desarrollarse bajo las condiciones definidas por grandes corporaciones capitalistas.
Este fenómeno de desensibilización (que abarca una desensualización, una desensitivación) repercute en otra dimensión de la experiencia del pasaje en curso: la consolidación de una disposición evolutiva-adaptativa de la mente al entorno cambiante y la pérdida de un sentido de lo histórico y de lo político fundados en el papel de las facultades exaltadas por el viejo humanismo como lo fueron la voluntad de transformación, la interpretación de la realidad y el poder la decisión. En lugar de voluntad transformación, el paradigma conectivo ofrece códigos para la integración compulsiva, acompañada de toda clase de patologías (fatiga, stress, depresión, pánico); en lugar de la interpretación experimentamos un aumento incesante de la complejidad sin caósmosis (palabra con la que Guattari denominaba la emergencia de una nueva consistencia producto del aumento de la complejidad; la caómosis posibilita nuevas subjetivaciones, no nuevas sujeciones!); en lugar de decisión (elemento central de la política revolucionaria) ordenación de lo caótico por la vía del algoritmo (nueva teología matematizada). 
El semiocapitalismo digital -captado con el método “operaista” de la lucha de clases como “composicionismo” (lectura de las variaciones de los aspectos técnicos y subjetivos de la cooperación proletaria)- resulta inseparable del poder de las corporaciones sobre la programación y los mecanismos de sometimiento del “intelecto general” (del que hablaba Marx). No se plantea para Bifo, por tanto, la cuestión de un deseo de retorno al pasado (nostalgia de la explotación fordista de la fuerza de trabajo) ni una fobia a la tecnología. La única fobia que el texto registra se dirige al capital, y es expresada en términos estéticos como el rechazo al purismo de raigambre teológica que prepara el espacio liso en el cual el signo se deslinda del cuerpo sensual y productivo y se entrega al código, conectividad sin resto al que se subordinan las formas de trabajo y sobre el fondo del cual reina el poder financiero. Este purismo, curiosamente, ha afectado a su más serio oponente, el leninismo, cuya pureza revolucionaria (vinculada por Bifo a una expresión del cristianismo ortodoxo ruso) ha conducido a un voluntarismo catastrófico. De manera que ya no contamos con la política revolucionaria clásica para rechazar el dominio semiocapitalista actual, ¿con qué responderemos entonces para evitar el colapso?
Preguntas a Bifo
- Partir de una lectura en dos bloques homogéneos de la época “conjuntiva” y de la “conectiva”, ¿no produce un efecto demasiado contundente? Si la transición es tan plena y lograda, ¿no se nos pierden matices y posibilidades necesarios? Por ejemplo, ¿no cabe preguntar por la presencia de lo sensible al interior del mundo organizado por el paradigma conectivo? Y esta sensibilidad, ¿cómo se da en el mundo actual? ¿Se presenta solo de modo patológico?
- ¿El fin de la política tal y como la tomamos de Lenin implicaría el fin de toda política? Siguiendo esta vía, ¿no se corre el riesgo de idealizar el pasado de una cultura humanista como si ella no hubiera sido también la más deshumanizante?

- En el contexto de la Argentina de la posdictadura, contamos con tres grandes momentos públicos reconocibles de sensibilización en medio del terrorismo de Estado, el neoliberalismo más crudo y la brutalidad patriarcal del paradigma conectivo: las Madres de Plaza de Mayo; el movimiento piquetero de 2001 y el movimiento actual de mujeres. ¿Cómo leer este potencial de contrapoderes en la época de la conectividad?

Tiempo histórico y traductibilidad // Diego Sztulwark


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Sobre el libro “Huellas, voces y trazos de nuestra memoria”.
“...un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente 
entre las generaciones del pasado y la nuestra”.
Walter Benjamin
I.
El poeta Henri Meschonnic distingue historia de historicidad. El historicista encuentra el sentido en las condiciones de producción de sentido, mientras que la historicidad reivindica lo intempestivo, es decir, la capacidad indefinida que tiene la creación de sentido de seguir actuando más allá de su propia situación. Esta distinción poética nos ayuda a entender un tipo de disputa que se ha abierto en nuestro país en torno al tiempo histórico.
El último 24 de marzo las organizaciones convocantes a  la marcha leyeron un documento en el que se recordaba a las organizaciones revolucionarias de los años setentas. De inmediato, el aparato comunicacional del orden interpretó ese recuerdo como una reivindicación lineal de las prácticas guerrilleras.  Más allá del aspecto canallesco que tienen estas operaciones interpretativas que buscan criminalizar todo acto autónomo de la memoria, queda la pregunta de: ¿cómo entendemos ese recuerdo? Me parece un tema interesante, importante y hasta urgente de abordar.   
Durante la misma marcha del 24 de marzo, muchos dirigentes políticos cuestionaron la consigna “Macri, basura, vos sos la dictadura”, con un previsible reconocimiento de que Macri era un presidente electo por los votos y que por ende había que ayudarlo a terminar su gobierno. Es la pobre idea de democracia que sostiene la enorme mayoría de nuestra dirigencia política y sindical.  Por supuesto que tenemos muy claro que el gobierno de Macri corresponde a un régimen parlamentario. La derecha ha creado por fin su propio partido político y ha llegado al gobierno. No hay confusión al respecto. Pero no es ésta la cuestión. De nuevo: ¿qué recordamos cuando recordamos la dictadura? 
II.
Cuando decimos “Macri es la dictadura” estamos hablando de la historia. Del enorme esfuerzo fallido de las clases dominantes de este país a lo largo de siglos por imponer un orden definitivo, en el que las clases populares  se hagan presentes sólo para obedecer. La última dictadura será recordada por lo sangrienta, pero ella no es sino un momento particularmente concentrado de esfuerzos históricos más dilatados. La historia de la Iglesia y las fuerzas de defensa y seguridad del país, la historia del empresariado de este país deben ser revisadas una y otra vez para tomar conciencia de las relaciones internas que existen entre endeudamiento financiero, represión y criminalización interna y centralidad de la iglesia sosteniendo espiritualmente a los custodios del orden. Cuando vemos cómo se aplica hoy un programa neoliberal recargado, habría que ser muy desmemoriado para no ver -en otras condiciones que claramente preferimos-, las continuidades con el programa del terrorismo de Estado.  Más aún: la llamada democracia abierta en la postdictadura tiene aún hoy al terrorismo de Estado como fundamento.  Cuando hablo de terrorismo de Estado como fundamento del orden democrático me estoy refiriendo a la íntima relación que se establece entre violencia del poder y concentración de la propiedad privada.
A esta historia, que recordamos y estudiamos, y que a pesar de eso, por momentos sentimos que vuelve a repetirse como una pesadilla, se opone la “historicidad”. En ella no se trata sólo de conocer lo que pasó antes para entender lo que pasa ahora. Sino que al conocimiento de los contextos históricos se suma la necesidad de hacer un ejercicio de lo que podemos denominar “traducciones”. ¿En qué sentido traducciones? (no lo había pensado antes, pero precisamente Meschonnic, además de poeta es un eminente traductor). A ver si soy capaz de aclararme en este aspecto. Decíamos con Meschonnic que hay una historicidad que remite a aquello que sigue actuando más allá de su propio tiempo. Hay ahí algo de mucho interés. Cuando los organismos de derechos humanos “recuerdan” a las organizaciones revolucionarias no intentan repetirlas al pie de la letra. Su relación con ellas es de otro orden, y en ningún caso se trata de desconocer las diferencias de contextos históricos. Hace falta entender otra cosa ahí. Tal vez podamos decirlo así: lo que se trata de recuperar es lo que hay de intempestivo en la acción de ruptura del tiempo de la dominación que intentaron las organizaciones revolucionarias. Su tentativa suponía salir del orden que organizaba las miserabilidades de su tiempo. Y en ese punto podemos encontrar su acción. También hoy queremos eso, podemos imaginarlo, quienes acompañamos a los organismos de derechos humanos cada 24 de marzo. Ahí hay una primera posibilidad para la operación de “traductibilidad”. Un mismo deseo de intempestividad o rebelión respecto a la época. Podemos conectar una idea, una acción y un pensamiento de otra época precisamente para salirnos de nuestro propio tiempo. Podemos hacerlo porque ya esa acción y ese pensamiento desobedecían a su propio contexto histórico. Hoy podemos escuchar y recordar mucho de aquellos años  para alimentar, desde nuestra perspectiva y en nuevas creaciones políticas, lo que rechazamos de este presente.
La relación entre historicidad y “traductibilidad” (la expresión es de Antonio Gramsci). Me refiero al singular espacio político creado por los organismos, lxs sobrevivientes y lxs activistas a partir del 77. Pienso sobre todo en las Madres de Plaza de Mayo. Al pedir, en plena dictadura, por los cuerpos secuestrados y desaparecidos, al ir construyendo el repudio a la tortura y al asesinato cobarde, al defender una ciudadanía que debía partir desde la preservación de los cuerpos (como recordará León Rozitchner en su libro sobre Malvinas) se fue creando una sensibilidad antagónica al tipo de soberanía del terrorismo de Estado. Al comienzo, Massera se reía de los familiares. Los veía como el espectro inofensivo del enemigo derrotado. Sin embargo, ese espacio, caracterizado por un nuevo poder de sensibilización colectiva, no hizo sino crecer. A lo largo de cuatro décadas se convirtió en la pedagogía  de un contrapoder de masas. De los pañuelos blancos a los cortes de ruta piqueteros de 2001 se corona, de un modo extraordinario, un derrotero muy rico de enseñanzas. En torno a la sensibilidad expandida alrededor de la lucha por la memoria, verdad y justicia se construyó un espacio para que las luchas populares se reconozcan, se articulen y formulen demandas comunes ante el Estado. Y precisamente aquí aparece esta segunda idea de traducción que nos interesa valorar. Traducción de luchas populares diferentes entre sí, sin que una lucha principal las aplaste a las demás. Traducción más que principio hegemónico. Esa traducción no se dio en el aire sino en un espacio sensible, que hace posible reconocer lo común entre las diferencias. Ese espacio de traducción, sobre fondo de un sensible expandido, parte de las madres y se extiende, en toda la postdictadura argentina, por todo el campo social. Y a mí me parece muy evidente que la derecha argentina -y cuando hablo de la derecha argentina no me refiero sólo a Macri, sino que incluyo, por lo menos, a la Corte Suprema de Justicia, a los otros dos poderes del Estado, a buena parte de la dirigencia política de otros partidos, a buena parte del empresariado pero también al Episcopado Católico Argentino, por no decir a la Daia y otros actores menores-  quiere pegar ahí, en esa capacidad de traducción propia de la historicidad que está en la constitución de los grandes momentos de las luchas populares. Ven bien, esa es su coherencia histórica. 
III.
La reacción popular al fallo de la Corte Suprema del 2x1 a favor del represor Muiña activó este principio de historicidad. Medio millón de personas en la calle obligaron a los tres poderes del Estado a retractarse. La temporalidad de la calle interrumpió y le puso claros límites a la temporalidad del Estado, que habitualmente es la de la impunidad. Siempre es posible decir que la lucha focalizada en los derechos humanos de los setentas no alcanza. Que mientras se logra frenar el 2x1, el país adquiere deuda externa de un modo impúdico y que nos tocará a generaciones soportar esa carga. Y es cierto! Pero no deja de ser cierto que la marcha del 2x1 conecta con la marcha del 3 de junio (la de Ni una Menos). Y que previo a esa marcha un grupo de mujeres activistas hicieron una manifestación ante el Banco Central diciendo “desendeudadas nos queremos”. No se trata sólo de tener claro el vínculo entre deuda y violencia, finanzas y represión a nivel intelectual. Además de eso, es preciso crear “traducciones” muy concretas y nuevas en ese espacio sensible común que abre la lucha por los derechos humanos.
Y creo que hoy estamos en ese punto: la lucha contra el terrorismo de Estado, como fundamento perdurable del orden político, se traduce bien en la lucha contra el patriarcado como fundamento actual de la economía. No se trata de demandas parciales o aisladas, sino de secuencias de historicidad. Cada una de ellas retoma por su cuenta una misma trama sensible que pone en el centro de las luchas el cuidado de los cuerpos y su deseo desobediente como lugar desde el cual antagonizar con la insensibilización general de las vidas que nos propone “lo neoliberal” (como explica tan bien la antropóloga argentina Rita Segato). Cada una de estas luchas barre entero el campo social proponiendo un ejercicio de traductibilidad, con el horizonte puesto en destruir un orden basado en la propiedad privada concentrada y sustituirlo por una experiencia diferente, fundada en el juego de lo común. Los relatos conmovedores -textos e ilustraciones- contenidos en Huellas, voces y trazos de nuestra memoria nos muestran de qué materia emotiva está hecho este camino (en el libro se leen las siguientes frases, pertenecientes a los lxs seis autorxs, hijxs de desaparecidos: “¿Así se escribirá el silencio”?; “De mis viejos aprendí que el mundo necesita de cada uno de nosotros si queremos hacerlo más feliz”; “sistema autoproclamado democrático sobre las tumbas ausentes de esta generación”; “aceptar los términos de una reconciliación es renunciar a reconocer los motivos que produjeron la ruptura en primera instancia. Aceptar que lo mejor que se puede hacer es este Estado, esta sociedad, este cementerio”; “El tiempo cae donde tiene que caer. Nadie puede escapar de su historia”; “profunda necesidad de escapar”; “El contacto piel a piel con mi bebé, me generó esa memoria corporal primaria y germinal, mostrándome y recordándome que yo también tuve esos primeros abrazos ese primer contacto con la piel de mi madre y mi padre; esas horas a su lado, mirándolos, escuchándolos, hablándoles, conviviendo. Por más que haya durado poco, sé que esos momentos existieron y fueron fundamentales para ser quien soy hoy, y para poder escribir estas líneas”; “comencé a divergir de los caminos aceptados socialmente. Poco a poco me sumergí en el enojo hacia las normas y los mandatos e inmediatamente me sentí atraído por algunos movimientos contraculturales, principalmente por la escena punk- harcorde del Buenos Aires de los noventa. Con esta nueva rebeldía emergiendo afloró en mí un sentimiento complejo”; “Hay historias difíciles, que no se cuentan o que se cuentan poco. Creo o aseguro que esta es una de ellas. No lo digo porque sea la mía, porque lo que te voy a contar les pasó a muchos otros chicos también. Lo digo porque duele un poco, y a veces un poco mucho. Pero siempre, siempre, al final del día lo que queda es el amor”; “Aprendí a refugiarme en el dibujo, antes de conocer mi historia”). Son historias que conocemos, pero necesitamos seguir contando. En ellas las primeras palabras -mamá, papá, abuelas, abuelo- están cargadas de sentido político inmediato. Son esas figuras familiares las que operan la traducción, la historicidad. El epígrafe de este texto -la cita de Benjamin, tomada del libro- nos advierte sobre esta carga intergeneracional: todas las generaciones van a una cita perdida, a encontrarse unas con otras. Y el hecho de que la cita esté olvidada no hace que dejamos de acudir. El pasado está en el presente. Ya no es la memoria nostalgiosa la que aquí conmueve sino el amor que resiste y sensibiliza, que se ofrece -incesante- a las operaciones de traducción entre luchas de distintos tiempos, entre los intentos de desobedecer el presente.

Nuevas viejas canalladas // Diego Sztulwark

Hace dos años leí el libro de Gabriel Levinas y compañía en que se pretendía demostrar que Verbitsky era un doble agente. Sólo encontré un amalgama de lo inverosímil y lo canallezco (reseña que entonces escribí).
Entonces, se trataba de acallar al principal crítico de Bergoglio. Pero ahora ¿de qué se trata?, ¿de evitar que se sepa qué pasó con Maldonado? Al menos eso es lo que parece explicar la denuncia de ayer de Levinas aparecida en La Nación, en la que repite los mismos argumentos basados en los mismos «documentos» sobre los que armó su libro –su operación anterior. Evidentemente, la derecha argentina prefiere descalificar a Verbitsky antes que responder a sus investigaciones. Es útil recordar al ya fallecido fundador de este género (acusar a Verbitsky de espía), el agente Carlos Manuel Acuña, autor de «Verbitsky, de la Habana a la fundación Ford», cuyas tesis –no por patéticas– resultaron menos inspiradoras del facilismo con que trabaja cierto periodismo de masas de nuestro país. En resumidas cuentas decía que la fundación Ford habría respaldado la acción de Verbitsky cuya tarea sería debilitar los pilares de la soberanía nacional: la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Según sus enemigos de ayer y hoy, Verbitsky trabajaría alternativamente en favor y en contra de los militares argentinos, la única invariante del género consiste en evitar tomar en cuenta el rigor de sus investigaciones sobre la dictadura (y la Iglesia!), de sus peores colaboradores y de quienes hoy repiten sus métodos en democracia. Va abajo una brevísima nota del propio HV.
Reciclado
Por Horacio Verbitsky
Gabriel Isaías Levinas acaba de reciclar, ahora desde el diario La Nación, sus diatribas en mi contra, alegando que fui colaborador de la dictadura. Esta vez admite que lo hace por “el malestar que le genera que Verbitsky, a cargo de un organismo de derechos humanos, aparece ‘detrás de temas como los de Milagro Sala y Santiago Maldonado, pidiendo la intervención del Sistema Interamericano de Derechos Humanos’”. Esto es parte de la respuesta del gobierno a esas denuncias y a la investigación que publiqué el domingo pasado sobre la fortuna no declarada del presidente  Maurizio Macrì. GIL dijo hace dos años que encontró entre los papeles del Comodoro Juan José Güiraldes las memorias del Instituto de Historia Aeronáutica Jorge Newbery, en las que se afirma que fui contratado para escribir un trabajo titulado “La Aeronáutica Argentina, ayer, hoy y mañana”. Como conté antes de la publicación de su libelo, ayudé a  Güiraldes a ordenar sus viejos folletos en defensa de la línea aérea de bandera en el libro “El poder aéreo de los argentinos”, que sólo trata de rutas aerocomerciales y aviones y no tiene nada que ver con la dictadura. El propio Güiraldes, viejo amigo de mi padre, le preguntó por escrito a Julio Ramos por qué a partir de nuestra relación me acusaban a mí de colaborar con la Aeronáutica y no a él de montonero. A pedido de Güiraldes también preparé el bosquejo de una biografía de Jorge Newbery, un pionero civil del vuelo en globo y aviones, que murió hace 103 años, y ese material no satisfizo al instituto que lleva su nombre. No puedo saber si alguien cobró algún dinero usando mi nombre, por un libro que no existe, según un contrato que no firmé. Lo mismo le pasó a varios periodistas y medios que aparecieron cobrando contratos con los gobiernos de las dos Buenos Aires, que en realidad encubrían pagos ilegales a Fernando Niembro. Pedro Güiraldes, hijo del fallecido aviador, tampoco explica por qué las actas del Instituto que mencionan esos pagos aparecieron en el archivo de su padre. La única novedad que aporta ahora GIL es que encontró más copias de las mismas memorias de aquel instituto y el explícito reconocimiento de su motivación: mis actividades en defensa de una presa política y un detenido-desaparecido bajo el actual gobierno.

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