Anarquía Coronada

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Diego Tatian

Por un spinozismo de la resistencia // Entrevista a Diego Tatian por Diego Sztulwark

Diego Tatian ha utilizado la fórmula “cautela del salvaje” para nombrar un rasgo paradojal de la filosofía de Spinoza: el hecho de que uno de los pensadores más radicales juzgara imprescindible recurrir a una cierta prudencia. ¿Sirve este tipo de razonamientos, que en el extremo evocan un conservadurismo revolucionario, para elaborar actitudes firmes y a la vez cuidadosas y sabias, en un momento en el que los poderes se vuelven cada vez más destructivos?

En tus textos sobre Spinoza preferís emplear la noción de democracia, siempre entendida como un proceso vivo de democratización, al de revolución. ¿Cómo pensar una radicalidad no revolucionaria y a qué ideas recurrir para concebir esa clase de democratización en las actuales circunstancias?

Diego Tatian: Hasta hace muy poco -casi diría que hasta el siglo XX-, democracia fue una palabra maldita de la que progresismos e iluminismos se mantenían a distancia, más inclinados por la idea de república. Originalmente, democracia no refiere al gobierno de la mayoría ni a una cultura de la tolerancia, como estamos acostumbrados a representarnos el término en la actualidad. Más bien expresa una forma de ejercicio del poder y un gobierno de clase –la clase de los pobres libres–. Designa el mundo de los deseos populares y plebeyos cuando irrumpen políticamente y se constituyen en una perspectiva política. En la historia de las ideas, es la palabra que desmarca la “ilustración radical” de la “ilustración moderada” (donde la democracia es considerada como una variante del despotismo) según la novedosa reconstrucción de Jonathan Israel. Y como decís, Spinoza es uno de los raros filósofos clásicos (casi el único) que hace propia la palabra democracia confiriéndole una dignidad filosófica hasta ese momento inexistente. Para Spinoza, la democracia es más radical que la revolución –entendida no aún como revolución social sino como deposición violenta del tirano– porque el tiranicidio suprime al tirano pero no las causas que hicieron posible la tiranía que por eso mismo se reproduce. Democracia es la promesa contenida en el derecho natural que procura no solo enfrentar la dominación sino también transformar las raíces de la dominación, y de ahí su radicalidad. Ejercicio colectivo ininterrumpido de una potencia instituyente indeterminada, creativa y necesaria a la vez, que nunca está ahí disponible y ya dada sino que es siempre inminente en la encrucijada del sujeto y el mundo –en la encrucijada de la virtù y la fortuna–. Aunque no disponemos de la política (no disponemos completamente de su advenimiento emancipatorio), la irrupción de una radicalidad democrática, en el siglo XVII como hoy, presupone un empoderamiento popular capaz de producir instituciones que lo expresen, lo estabilicen y lo extiendan.

En tus últimos años trabajaste en la perspectiva de un spinozismo latinoamericano. ¿Qué desafíos tiene un proyecto tal en esta coyuntura precisa?

D.T.: Durante los años de procesos populares latinoamericanos, la filosofía de Spinoza era una cantera de elementos para un constructivismo democrático sustantivo y no puramente procedimental (en conjunción con Maquiavelo y con Marx). Un spinozismo latinoamericano útil para la construcción de una democracia popular debía descentrarse parcialmente –en lo que refiere a la caracterización del Estado como poder irremisiblemente conservador, por ejemplo, o a una contraposición de Poder (potestas) y Potencia (potentia) que no considera la ambigüedad radical de ambos conceptos– del programa de lectura libertario que lleva la marca del Mayo Francés y del que el pensamiento de Negri es tal vez el heredero más importante.

Una interlocución con el spinozismo, en la experiencia política latinoamericana, no podrá prescindir de las mediaciones necesarias para afrontar motivos que se hallan en el centro de la cuestión democrática tal y como ha emergido del Terror, tales como el poder y la justicia (que, como todo lo que acontece en la vida social, Spinoza remite a una trama afectiva concreta, en este caso a pasiones como la ambición y la venganza). El trayecto spinozista en cuestión propone una lectura situada, legataria de una corriente de interpretación y de inspiración que podríamos llamar con la expresión izquierda spinociana, a la vez que en ruptura con ella, o más bien en desvío orientado a componer un nuevo capítulo –un capítulo latinoamericano– en la intermitente tradición inspirada en esa “anomalía salvaje” del siglo XVII, cuyos efectos se extienden desde los primeros libertinos hasta el programa de trabajo que de manera diferenciada inician en los años 60 Althusser, Deleuze o Matheron, y se desarrolla de una u otra manera hasta hoy. Ese capítulo latinoamericano en construcción, que tiene en A nervura do real y los demás escritos de Marilena Chaui su impulso más potente, se articula de manera viva y creativa en torno a la cuestión democrática, cuyo modo de darse entre nosotros convoca el uso inesperado de lo ya pensado y también la novedad y el riesgo de lo que aún no ha sido dicho.

Además, un spinozismo latinoamericano sería en gran medida un trabajo en y sobre la lengua, considerada en su extrema relevancia teórica y política. La tarea en curso y por venir de producir un spinozismo en lengua española y en lengua portuguesa –que no eran irrelevantes para ese filósofo– presentaría no solo una importante contribución a un cosmopolitismo spinozista babélico y plurilingüe –que además de los idiomas occidentales se compone, de manera creciente, por otros como el turco, el ruso o el chino–, sino también instituiría una perspectiva desde donde comprender los acontecimientos políticos por los que transitamos en la marcha de las democracias en la región (aún sin saber lo que puede una democracia), y desde donde abrir el mundo.

En la manifestación y la plenitud de su fuerza productiva en las batallas sociales, es posible seguir la huella de una deriva del spinozismo que encuentra un contenido filosófico en la política y un contenido político en la filosofía; que contribuye a la detección de formas concretas de dominación y considera las luchas emancipatorias que contra ellas hombres y mujeres llevan adelante en las distintas épocas a partir de su inscripción ontológica, en tanto expresión de la potencia infinita que consuma su expresión por la igualdad y la libertad. Podemos en este sentido llamar izquierda spinoziana a una comprensión de la filosofía como “toma de partido” –una de cuyas formulaciones es la que la define como “lucha de clases en la teoría”–. Una comprensión que inscribe la cuestión social en el centro de la filosofía y a la filosofía en el centro de la cuestión social.

Ese trabajo inconcluso, al menos como se venía desarrollando, queda en archivo tras el reflujo neoconservador en América Latina. De ahora en más acaso sea necesario pensar con Spinoza un arte de la resistencia frente a nuevos dispositivos posdemocráticos de dominación para los que aún no tenemos nombre. El que usaba Spinoza es imperium violentum.

Un spinozismo de la resistencia evoca el nombre de Jean Cavaillès,  quien participó en la fundación del movimiento de resistencia “Libération-Sud” y de la red militar Cahors. Fue detenido en 1942, logró escapar y, de nuevo detenido en 1943, fue torturado y finalmente fusilado por la ocupación nazi. En su breve paso por Londres le dijo a Raymond Arón: “Soy spinozista; es necesario resistir, combatir, afrontar la muerte. Así lo exigen la verdad, la razón”. Lo que como una variante del motivo althusseriano (“…Hemos sido culpables de una pasión realmente fuerte y comprometedora: hemos sido spinozistas”) podríamos llamar “una razón realmente fuerte y comprometedora” inscripta en una ontología de lo necesario (en las matemáticas como en el combate por la liberación), es lo que determina el egagément por tanto filosófico-matemático-político de Cavaillès. Su incorporación a la Résistance no fue por tanto resultado de una decisión -ni de una “pasión”- sino de la comprensión de una evidencia, a la manera como se comprende un encadenamiento matemático. El desplazamiento de la filosofía de la conciencia por una filosofía del concepto para la ciencia vale de igual modo para una teoría de la acción, que asume lo ineluctable, la claridad de lo inevitable que se impone al pensamiento. No una decisión del sujeto sino una comprensión del mundo es lo que revela las exigencias del tiempo, que se vuelven así auto-exigencias de la razón.

El spinozismo vivido de Cavaillès mantiene unidas la filosofía y la política –el pensamiento y la vida–, y encuentra en esa conjunción la respuesta a la pregunta ¿qué significa ser un filósofo spinozista?, y también –aunque no sea exactamente la misma– ¿qué es ser un filósofo para Spinoza? Acaso esta pregunta nos interpela ahora otra vez con intensidad –lo hace siempre de ese modo cuando los tiempos son adversos–, y nuevamente nos encontramos ante la necesidad de acuñar una sabiduría de la resistencia en clave spinozista –y esto significa que acompaña de una prudencia y de una calma el compromiso que es necesario sostener, no como una opción en virtud de convicciones personales sino como una claridad de las cosas mismas que vuelve inevitable dónde estar y dónde no. Un compromiso animado por una paradójica alegría de la comprensión ante la tristeza de la devastación –por una potencia del pensamiento activo (o de la acción pensante) ante la impotencia que imponen las dominaciones fácticas–. Y ante todo una experiencia de lo necesario que aloja la imprevisibilidad –como imprevisibles eran para Cavaillès las matemáticas, donde la conciencia no cuenta–.

En buena parte de la región muy ostensiblemente en Brasil y en la Argentina el bloque de poder ha recuperado de modo directo el mando del proceso político. En nuestro país, el gobierno profundiza la linea represiva y agita un clima de violencia y crueldad. (Imposible no pensar en los recientes asesinatos de Maldonado y de Rafael Nahuel.) ¿Cómo se plantea en este contexto el problema de la articulación de una resistencia activa y una cautela efectiva?

D.T.: Hay un primer sentido elemental que tiene que ver con la responsabilidad de una transmisión generacional. Los chicos y las chicas de veinte años que militan o hacen un trabajo político de cualquier tipo, crecieron y se formaron políticamente durante el kirchnerismo, o en todo caso durante los años posteriores a la recuperación democrática. Entre 2003 y 2015, la Argentina vivió años de libertad civil y política tal vez como nunca antes (sin desconocer la violencia institucional hacia los sectores marginados y en los barrios populares, que fue también ininterrumpida). Hoy esa libertad ha quedado en suspenso y hemos entrado a una Argentina diferente para la que aún no tenemos nombre –una condición posdemocrática que en ningún sentido es apropiado llamar dictadura–. Por tanto, un primer sentido de prudencia como transmisión de un cuidado que requiere de protocolos antiguos, y otros nuevos (por ejemplo en el uso de las redes). La cautela es una sabiduría de la acción y del uso del lenguaje en orden a su eficacia y en virtud de una evaluación de condiciones materiales bajo las que se ejercen la dominación y la persecución hacia todo lo que la combate. No tener miedo, tener cuidado. Un principio de crueldad, algo del orden del goce que excede al saqueo económico, ha vuelto a ser habilitado en y por las clases dominantes.

Pero otro sentido más mediato de la prudencia es recuperada por la acción política cuando asume que no se inscribe ya en una ontología de la necesidad (por ejemplo, la necesidad ineluctable de la revolución y de la emancipación humana), sino en una ontología de la contingencia (las cosas pueden ser o no ser; y de ser pueden ser de una manera o de otra). Una sabiduría práctica –que proviene de la vieja filosofía política y que las ciencias sociales dejaron de lado– se integra a la construcción de una potencia de transformación y acompaña las luchas sociales con una conversación sobre los medios y los fines. Esa conversación no obstruye –no debiera hacerlo– las nuevas formas de organización que deben ser aún halladas.

Hace un tiempo decías que hay un problema con la cultura militante “juvenilista” que impide capitalizar experiencias. ¿Podrías explicar esa sensación tuya?

D.T.: Se han aprovechado de modo muy insuficiente las potencialidades de un diálogo intergeneracional. El diálogo entre la experiencia y la experimentación, entre el entendimiento (sedimentado por la experiencia) y la voluntad que cada nueva generación trae consigo. Esa dimensión fundamental de la política fue explorada por Maquiavelo en varios pasajes.

En el Proemio al segundo libro de los Discorsi, Maquiavelo somete a crítica el elogio de los tiempos antiguos, no solo por parte de los autores que los transmiten –la mayoría de los cuales pertenecen a “la fortuna de los vencedores” y ocultan verdades que acarrearían la infamia del pasado en tanto magnifican lo que les depara la gloria–, sino también debido a un ardid de la memoria que impulsa a los viejos a mistificar lo que recuerdan haber visto durante su juventud. Es por ello que, según enseña Maquiavelo, el ejercicio de la capacidad de juzgar los tiempos, actuales y pretéritos, sucumbe al genio maligno de la historia y al “engaño” (inganno). Por haber visto los tiempos antiguos y los actuales, los viejos se arrogan pues la autoridad de compararlos y de ponderarlos. Pero es necesario, dice Maquiavelo, considerar que no solamente cambian los tiempos sino también las vidas, los apetitos (appetiti), los deleites (diletti) y las fuerzas (forze). Lo que en la juventud les parecía bueno, en la vejez les parece malo no siempre por evidencia de le cose sino por hallarse ellos presa del fastidio, que los lleva a “acusar a los tiempos cuando deberían acusar a su juicio”. La postulación de un genio maligno de la memoria y de la historia es la prudencia de la transmisión, que aconseja someter la imitación de los antiguos a la crítica del juicio (en el doble sentido del genitivo) –de la que en este caso sale confirmada–.

El motivo principal de este extraordinario texto maquiaveliano –orientado a “los jóvenes que lean mis escritos”– es el carácter político de la transmisión: la transmisión de un pasado remoto (la historia de Roma) como inspiración revolucionaria, y la de un fracaso reciente por revertir la miseria del mundo. Por una parte, Maquiavelo insta a los jóvenes a desconfiar de los viejos, quienes presentan como sabiduría y experiencia lo que no es sino impotencia, extinción del deseo, cansancio; por otra parte, asume como tarea política la importancia de la transmisión depurada del inganno; adopta para la escritura de la historia la probidad intelectual que procura colocar el pasado a resguardo de cualquier malversación edificante, a la vez que politizar los tiempos antiguos (esto es traerlos a la interlocución del presente) bajo el presupuesto de que no hay transformación de las cosas despojada de una inspiración en el pasado, pero tampoco sin una fortuna generacional que reemprenda y precipite la obra de la libertad: “Porque es deber del hombre bueno –concluye Maquiavelo– enseñarles a otros el bien que por la malignidad de los tiempos y de la fortuna no pudo hacer, para que, siendo muchos los capaces de ello, algunos de los más amados por el Cielo puedan hacerlo”.

El recurso al pasado no redunda aquí en el juicio reaccionario del presente ni en el bloqueo de la invención histórica sino en inspiración de la “audacia” que el capítulo XXV del Príncipe atribuye a los jóvenes y por la cual obtienen la amistad de la fortuna. Esta ruptura con el conservadurismo de i savii d’nostri tempi, que considera el presente como errático desvío de una presunta naturaleza perdida de la sociedad, no prescinde de la prudencia necesaria para distinguir la novedad de la pura repetición. Prudencia (retomo el tema) es lo que resguarda aquí la audacia de su captura en las artimañas del pasado, que muchas veces aparenta lo contrario de sí con el propósito de perseverar como pasado. Audacia acompañada de prudencia es la fórmula maquiaveliana para la ruptura revolucionaria, que presupone la conversación de los vivos y los muertos (¿puede esta conversación acaso prescindir de “los viejos”?), es decir, la virtù como encrucijada de la transmisión y del deseo.

Te comparto una impresión. En estos meses de recuerdo de los cien años de la revolución rusa, quizas sea posible distinguir las “funciones revolucionarias” (o las funciones necesarias para una  transformación social ) con respecto a la forma partido que inventaron los bolcheviques. Tal vez en la necesidad de crear nuevas formas de la intervención política podamos superar la distinción entre democracia y revolución. Para no pensar estas cosas en el aire te pregunto concretamente ¿cómo imaginás que se pueda pasar del desbande lamentoso del presente a una práctica de repliegue capaz de elaborar nuevas formas de politización?  

D.T.: En mi opinión, esa politización por venir deberá estar articulada por conjuntivos, no por disyuntivos de exclusión (la “y”, no la “o”). Explorar el “entre” de lo distinto que se conjunta. Los partidos políticos no agotan la política, ni acaso sean lo más importante, pero no los excluiría taxativamente de un proceso de empoderamiento popular no burocrático que -en caso de darse- deberá nutrirse de otros lados. La primera página del Tratado político proporciona una inspiración: será necesaria una equidistancia del idealismo con el que los teóricos (los filósofos) piensan la política (de manera reaccionaria, moralista, vituperando a los seres humanos tal y como son) y del realismo cínico de los técnicos, manipuladores y gestores de afectividades. Unos son ineficaces y los otros –que conocen su objeto bastante más y mejor–, artistas de la dominación. Frente a esa alternativa –contra ella–, la política spinozista procuraba, bajo el nombre de democracia, construir la perspectiva de una sabiduría maquiaveliana (no maquiavélica) que tome por punto de partida las dificultades que imponen al pensamiento y a la acción la inmediatez de las dominaciones fácticas, sin ninguna concesión moralista (“no burlarse, no lamentarse y no deplorar sino comprender…”). Y subordinar ese registro a orientaciones emancipatorias. El punto de partida es la pregunta ¿qué hay? (no lo que no hay, infinito por definición) y el registro de las posibilidades de lo que efectivamente hay (nunca la fácil insistencia en la adversidad de lo existente). Superar la distinción entre democracia y revolución conjuntándolas a ambas (“revolución democrática”; “democracia revolucionaria”) es una tarea fundamental, y también superar la idea de “hombre nuevo” para una práctica política inmanente a los seres humanos que existen.

Las cosas suceden cuando la insistencia de la virtù militante se intersecta con la fortuna de las circunstancias. No contamos con ninguna garantía de que ello ocurra.

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