Anarquía Coronada

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Diego Sztulwark - page 4

Marx, sin eufemismos

(sobre La cocina de Marx. El sujeto y su producción, de Sandro Mezzadra) [1]
por Diego Sztulwark



“El sueño de una cosa”

La vigencia del proyecto de la crítica de la economía política como racionalidad inmanente a una política comunista o de liberación encuentra una potente deriva en la breve e intensa lectura de Marx que propone Sandro Mezzadra en La cocina de Marx. El sujeto y su producción (Tinta Limón Ed., Bs-As, 2014).

El método de la crítica es simple de enunciar y se remonta, cuanto menos, hasta la Europa del siglo XVII, donde se recorta la figura de Spinoza, en un arco que, en Foucault, se extiende hasta nuestros días. Y, entre ellos, Marx. Mostrar el funcionamiento como forma de combatir trascendencias: de eso se trata. Nombres que no son sino máscaras de una potencia de la crítica que encuentra en el autor de la Ética las primeras imágenes de pensamiento capaces de combatir toda trascendencia teológico-política hasta el final y, en Foucault, una forma de  análisis que con extrema agudeza y a partir de algunas nociones claves como biopolíticay neoliberalismo visibiliza claves de los procesos más actuales de producción de subjetividad. En ese marco cobra un sentido específico y potente la invitación a meterse en la cocina de Marx, en los talleres en los que fue labrando sus métodos, puliendo sus conceptos, en el intento por dar cuenta de cierta racionalidad y regularidad del proceso de producción de subjetividad en el capitalismo. Así, elpoder de la crítica es para Marx –tanto como para Spinoza o Foucault– pura filosofía práctica para el presente.

Y en la misma línea se inscribe el profesor de filosofía política y activista del postobrerismo italiano, Sandro Mezzadra a partir de su operación de rescate del pensamiento de lo común más importante de los últimos siglos. Demasiado tiempo llevaba la potencia crítica marxiana secuestrada por el marxismo: neutralizada su historicidad radical –tal como decía Gramsci–, el célebre barbudo de Tréveris fue convertido en ese enano feo y deforme que lo postmoderno no quiere ni ver y que, como en la escena del ajedrecista autómata de las Tesisde Benjamin, orienta desde lo invisible el poder de la crítica. Curioso: allí donde Benjamin escondía a la teología se guardaría hoy al comunismo. 

Se trata, en definitiva, de (re)encontrarse con Marx sin tabúes ni eufemismos; de trazar una relación cartográfica y genealógica con la elaboración de la crítica y de captar las tensiones constitutivas de categorías marxianas fundamentales –como “trabajo abstracto” y “mercado mundial”– sobre las que Mezzadra compone su lectura.[2]  

A diferencia de sus antecedentes franceses más obvios (Etienne Balibar en La filosofía de Marx y Daniel Bensaid en Marx intempestivo), el texto aquí reseñado no es un libro de historia del pensamiento, ni un nuevo intento de demostrar la vigencia del marxismo tras la “postmodernidad”. Es, más bien, el ejercicio positivo de replantear problemas políticos de actualidad, en el contexto del fin de la centralidad europea y asumiendo lo que en su carta a Ruge Marx llama “el sueño de una cosa”.

Un Marx sin marxismo

Sin despreciar la tradición de lucha identificada a lo largo de un siglo con las ideas de Marx y sus legítimos herederos, Mezzadra lee su obra por fuera de las coordenadas con que las diversas variantes del movimiento comunista internacional lo han retratado. Se trata de “ser totalmente libres con respecto a Marx”, razonaba Foucault.

Pero ser libres no basta. La obra de Marx abarca, como lo advertía Oscar del Barco en su exilio mexicano, “un conjunto de discursos que podrían caracterizarse, según la terminología de Guattari, por su transversalidad”.  Más allá de la liberación de Marx, entonces, hace falta definir una estrategia capaz de dar cuenta de un Marx mal conocido y “postmetafísico”, que ya señalaba la imposibilidad de pensar el capitalismo como un todo cerrado.

Porque es sabido: Marx escribió una obra paralela que, en su forma fragmentaria e inédita, mayormente compuesta por notas en cuadernos, no solo está dotada de similar riqueza que su contraparte conocida y valorada, sino que permite iluminar los recorridos de un pensamiento en busca de un objeto, la lógica del capital como sistema total, que se le escapaba una y otra vez de las manos. Esa fuga que del Barco sigue en Marx y que Toni Negri, uno de los maestros de Mezzadra, aborda en su Marx más allá de Marx, ya tiene décadas. Había que conectar ahora, como en su hora Spinoza o Foucault, renovación teórica con pulsión política.  

Esa conexión guarda las claves de un empeño propiamente geopolítico de Marx y, con él, la posibilidad argentina y/o sudamericana de comprender la producción de subjetividad como proceso situado y específico. Una línea que supo proyectar hace ya casi un siglo José Carlos Mariátegui y quedó debilitada tras su muerte. Y no es que no haya habido apropiaciones filosófico-políticas de envergadura en la región. Cooke o Guevara son nombres claves de esta preocupación por la producción de subjetividad política, una reflexión mucho más significativa que la de la tradición de los eruditos marxianos en las universidades e, incluso, hoy día en los gobiernos de la región. Esos nombres (Mariátegui, Cooke, Guevara) revelan hasta qué punto el vigor y la vigencia de Marx queda hipotecada si no se la imagina como un atravesamiento de la derrota de los setentas y los rasgos de un nuevo proyecto revolucionario.   

La liberación, método de la frontera y apertura del archivo

Lo que está en juego, entonces, es la salud del proyecto de “liberación”, noción clave en La cocina de Marx. A diferencia del benemérito pensamiento de la “emancipación”, que reduce el problema a la esfera de lo político autonomizado, y de la “redención”, en la que el sujeto que redime es otro que el sujeto a redimir, la liberación es el acto por el cual el sujeto explotado y dominado rompe sus ataduras, incluso y sobre todo, aquellas que lo constriñen bajo la forma de articulaciones económicas y consignas de efectividad no discursivas. El punto de partida de la liberación remite a una serie de problemas políticos específicos y apunta a los procesos de subjetivación sobre la base de una comprensión desplazada en la que ya no es trata de detenerse en el jugar de lo jurídico-político sin desafiar al poder de mando del capital y al estado.  

Y bien, el punto de vista de una política de la liberación, común a Marx y a Mezzadra, requiere, según el último, de una “epistemología de la frontera” capaz, por un lado, de trastocar la dialéctica entre universales y particulares tal y como se vino planteando a partir de las teorías de la hegemonía –las populistas entre ellas–; y, por el otro, de dar cuenta de la muy estratégica noción de “mercado mundial” que, en nuestra coyuntura, es afectada por una profunda mutación: el declive tendencial de la preponderancia occidental al interior mismo del sistema global capitalista.

Igualmente indispensable en la reconstrucción de una política libertaria es la apertura del archivo marxiano. Marx “sin marxismo”, queda dicho, no implica que la tradición pueda ser descartada o deshecha. Mejor sería robarles la expresión a Deleuze y Guattuari y referirnos a un “marxismo menor”, hecho de citas de Lenin, Marcuse, Korsch, Gramsci, Lukács, Tronti, Du Bois y Rosa Luxemburgo. Una apertura tal apunta a desactivar las reglas de enunciación y los procedimientos que han regido al marxismo como sistema de pensamiento.

“Deseo de liberación”, “epistemología de las fronteras” y “apertura de archivos” son disposiciones y recaudos metodológicos que conducen a replantear el gran error del marxismo mayoritario: la tentación lógica de deducir –homogéneo y dialéctico– al sujeto antagonista del capital, sin advertir a tiempo que el sistema de la deducción aplasta las determinaciones histórico-concretas y bloquea la comprensión del tapiz de las resistencias. El marxismo fundado en los posibles teóricos proyectados a partir de la lógica del capital ha ignorando olímpicamente la efectiva subjetividad del trabajo que se recrea en una pluralidad sujetos y enunciaciones.

Para una teoría materialista y subversiva de la subjetividad

De las alternativas políticas enunciadas (redención, emancipación) sólo la “liberación” conecta, en Mezzadra, con el problema material de la producción de subjetividad. El problema se plantea según tres las claves genealógicas que llevan a una comprensión materialista y subversiva.

La primera clave se despliega en los textos de Marx escritos a partir de 1845 (desde La ideología alemana, al 18 Brumario de Luis Bonaparte pasando por las Tesis sobre Feuerbach) y queda sintetizada en la fórmula “los hombres –y las mujeres– hacen su historia, pero en condiciones no elegidas por ellos. Sólo se es “sujeto” en la historia en una tensión constitutiva, a partir de condiciones “no subjetivas” de la subjetividad.

La segunda clave se encuentra en la reflexión foucaultiana en torno de la “producción de subjetividad” como un proceso en equilibrio inestable, reabierto una y otra vez, a partir de las tensiones entre unos dispositivos de sujeción (“condiciones no subjetivas de la subjetividad”) y unas prácticas de subjetivación (el “sujeto”) que actúan dentro, contra y a veces mas allá (“excedencia subjetiva”) de las reglas de que regulan los dispositivos.

La tercera clave proviene de los aportes más recientes del obrerismo italiano (de Toni Negri, pero no solo) en que el pensamiento de Mezzadra se ha formado y en lecturas de los últimos trabajos del filósofo spinozista Pierre Macherey. En ambos casos se trata de concebir la producción de subjetividad como un proceso en el que se juega en simultáneo una comprensión de comportamientos (“subjetivos”) específicos junto a una capacidad (igualmente “subjetiva”) de producir riquezas.
Es la gramática fundamental que organizan estas claves la que permite pensar la cuestión fundamental de los sujeto de la liberación.

El nacimiento de la “crítica”

La preocupación por elaborar una reflexión en torno de la subjetividad ocurre, en Marx, tempranamente, desde sus textos críticos de la Filosofía del derecho a La cuestión judía, de 1844 (apenas si pasaba los 25 años de edad). Las premisas de la crítica de la religión contienen las premisas de toda crítica, escribe, mientras pergeña su refutación tanto a la autonomía de las formas jurídicas y políticas como a la mediación social del estado y la propiedad privada. A partir de allí, Marx se dedicará a construir su “crítica de la economía política”, fórmula recurrentemente usada como título para los borradores de los manuscritos del ‘44, como subtítulo de los Grundrisse, como nombre de un libro publicado en 1859 y como subtítulo, nuevamente, del primer tomo de El capital editado por Marx en 1867.

Retomemos el momento en que, según nuestro autor, Marx alcanza la madurez respecto de este punto: 1845, la Ideología alemana (borrador escrito con Engels y conocido públicamente recién durante el siglo XX) y unos apuntes célebres, conocidos como “Tesis sobre Feuerbach”. Mezzadra afirma que en estos textos se plasma la dialéctica específica entre condiciones subjetivas y no subjetivas de la propia subjetividad que luego caracterizará sus mejores escritos, del 18 Brumario a El capital. Y que la posterior tensión dentro del marxismo entre un polo estructural-objetivista-cientificista y otro voluntarista-subjetivista no es sino efecto de una cierta incomprensión sobre la dinámica de la dialéctica marxiana, en la que no hay nunca una escisión definitiva entre condiciones objetivas y sujeto. Estructura y voluntad no son entidades independientes ni separadas, sino desgarros internos de un mismo proceso que reproduce tanto las condiciones “no elegidas” de la subjetividad como los antagonismos internos constitutivos de subjetividades subversivas.

Imposible, entonces, separar la praxis concreta del hombre y la mujer de las condiciones no subjetivas de ese hacer. El 18 Brumario de Luis Bonaparte es el libro que mejor explica ese desgarro en la acción histórica de los sujetos en el plano político; del mismo modo que en El Capital toda la constitución de las categorías de la crítica de la economía política estarán cargadas por un poder objetivo-fantasmático, pero también antagonista y subversivo.

Si alguien como Ernesto Laclau pudo elaborar su filosofía de la hegemonía, de la subjetividad y el populismo a partir de una crítica postmarxista de Marx (entendiendo que estructura y sujeto no encontraban articulación posible y abandonando, por tanto, toda reflexión sobre la renovación de las estructura como substrato de la racionalidad del mando y de las resistencias a tal mando como punto de partida a partir de las cuales comprender la capacidad subversiva de los sujetos), en otra línea, los actualísimos Laval y Dardot –autores de La nueva razón del mundo– muy citados por Sandro Mezzadra en la primera mitad del libro, resultan criticados por actualizar el polo voluntarista de larga tradición a partir de la filosofía de Karl Korsch.

Mas que asumir esta aporía entre el momento de voluntad revolucionaria y el de las grandes determinaciones objetivas, Mezzadra se propone pensar positivamente. Es decir, lo que la mayoría de los autores tienden a presentarse como una  disyunción irresuelta entre estos polos, decidiendo en general a favor de alguno de ellos, o abandonando Marx en nombre de alguna versión de “dispersión” subjetiva o de disolución de lo real, en el autor del texto reseñado esta situación queda planteada como una tensión característica de la producción de subjetividad.

El método de la “tensión constitutiva” de la subjetividad, recuerda Sandro Mezzadra, posee nobles antecedentes en la tradición política, a partir de Maquiavelo, para quien lo político sólo puede comprenderse –como lo recuerda Claude Leford– a partir de la continua división de lo social. Aun cuando desde el punto de vista de la política estatal moderna se aspire a la unidad como razón, la reflexión maquiavélica de lo político que Sandro atribuye Marx adopta como punto de partida la lucha y el antagonismo, el desgarro y la división como método y posición que nos lleva va más allá del estado mismo.

La representación política y el capital

Como decían Gilberto Mathias y Pierre Salama en El estado sobre desarrollado: si toda crítica apunta a mostrar un funcionamiento, la de la economía política persigue un proceso secuencial de derivación cuyo desarrollo va del valor a mercancía, de mercancía a dinero, de dinero a capital y del capital a estado, hasta alcanzar al mercado mundial. Lo “concreto” de la actividad humana que produce valores de uso aparece determinado por lo “abstracto” expresado como valor monetario y financiero.[3] Este carácter abstracto que adquiere lo real en el capitalismo nos aproxima a la particular comprensión que Mezzadra hace –siguiendo a Isaac Illich Rubín–de la noción de “trabajo abstracto”, conformada tanto de la genérica capacidad de cooperación social de la especie, como de los modo específicos de trabajo que el mando del capital impone a esta cooperación a través de la producción de dispositivos de captura del valor[4].

El problema de la subjetividad se plantea en este nivel. Por un lado, está el capitalista (no confundir con la figura particular histórica del burgués) en cuanto “personificación” de las condiciones objetivas y “máscara escalofriante”. La noción de “persona” remite a la representación, tanto en el sentido teatral de adoptar un papel como jurídico de volverse representante de otros. De origen teológico y consistencia fantasmal, la “personificación” se adhiere al cuerpo de las mercancías, que en el capitalismo abarca a la fuerza de trabajo, es decir, a los humanos. La “forma” mercancía de la que habla Marx es aquella en la que el producto del trabajo humano representa la substancia común de su valor frente a otra mercancía, hasta que el valor se abstraiga en la forma dineraria, equivalente general, medio de valorización y de acumulación y capital en proceso.

Una originalidad del trabajo de Sandro Mezzadra consiste en identificar una fuente hobbeseana en esta línea de constitución de la subjetividad. En efecto, al pensar la subjetividad capitalista a partir del concepto de “persona”, cuya doctrina es central en la constitución del pacto soberano en el Hobbes de El Leviatán, Mezzadra localiza, en el nivel mismo de la producción de capital, una dimensión de constitución del derecho y un nexo interno y necesario entre las categorías de “dominación” y “explotación”, sobre cuya diferenciación se intentó más de una vez refutar a Marx.

La crítica se vuelve inmediatamente política y subversiva. En efecto, así como la constitución política del hombre (de otro modo “lobo del hombre”) requiere de un contrato mediante el cual se aliena en la soberanía estatal a la que da nacimiento, un proceso rigurosamente equivalente se produce en el nivel de la producción social dominada por el capital. Si en la célebre secuencia hobbeseana se da la transición de un estado de naturaleza caracterizada por la presencia de la Multitud hacia el Pueblo –representado en, personificado por– el soberano que lo unifica; en Marx se pasa de los trabajos concretos-singulares a la representación/personificación/unificación del trabajo por medio del “trabajo abstracto”, con la enorme ventaja –a favor de Marx– de sostener la lógica secuencial de la derivación hasta llegar a la categoría de “capital global”, instancia que vela por el interés general del capital y no se identifica con ninguna fracción en particular.

El “capital global” precisa continuamente de figuras de representación: empresas comerciales, carteles industriales, organizaciones patronales, bancos de inversión, instituciones financieras globales. No importa cuánto pesen sobre los estados nacionales y los acuerdos regionales: esta representación es siempre, en virtud del antagonismo que los desequilibra desde su interior, estructuralmente precaria. Abstracción y constitución se engendran, entonces, de modo simultáneo y lo social capitalista se produce en paralelo al pacto jurídico que da origen al estado. A partir de allí, cada trabajador desarrollará su existencia en medio de una equivalencia reglada por la medida del valor, de modo que la singularidad de su trabajo le será enajenada. Si el a priori de la soberanía en Hobbes es el contrato que organiza las relaciones sociales entre individuos privados, en Marx la soberanía se desdobla y junto a la del estado emerge la fábrica del valor como mercancía, es decir, la producción de una “soberanía del dinero”.

En ese marco, el pasaje por la teoría política burguesa –que Negri ya había recorrido en Anomalía salvaje y El poder constituyente– permite a Mezzadra comenzar a trazar una teoría de la subjetividad antagonista constituida como resistencia al interior del dispositivo de producción del trabajo abstracto. Las implicancias de esta deriva no son menores (y es posible ver aquí también como Mezzadra desarrolla con genio propio algunas tesis de Negri sobre los Grundrisse): lejos de luchar por lo concreto y contra la abstracción a la que se ve sometido el trabajo por el capital, es la abstracción misma el campo de batalla. En otras palabras, es la constitución de una potencia social del trabajo al interior de la que la resistencia deviene subjetividad antagonista y producción de excedencia o sujeto, contra las reglas de captura y mando del capital.  

Lo abstracto y su potencia   

Ya a partir de sus manuscritos de la segunda mitad de la década del ‘50, los llamados Grundrisse, Marx se sumerge en la potencia de lo abstracto. La subjetividad tal y como puede ser reconstituida por este nuevo materialismo histórico se refiere al “trabajo vivo”, momento externo/interno al capital que produce valor. El carácter vivo y subjetivo de ese trabajo impide pensar al capital como un todo lógico y autosuficiente, al tiempo que abre a la comprensión del capital como una relación social antagonista. “Dentro y contra”, puesto que el trabajo vivo se encuentra simultáneamente reunido y reglado por el mando del capital, antagonizando con él en determinadas circunstancias.

Caro a la tradición más reciente del obrerismo italiano, el pasaje intitulado “Fragmento sobre las máquinas”, del que muchísimo se ha escrito, explica esta tensión en términos de una impactante modernidad: una recomposición del cerebro humano colectivo sólo es posible si se subvierten las normas que rigen la cooperación productiva. Se trata, de nuevo, del sentido de la escisión continua (a determinar siempre histórica y situacionalmente) entre subjetivación y condiciones no subjetivas de la subjetividad.

Tensión, ésta, que también expresa el concepto de “trabajo abstracto”. Se trata para Mezzadra de captar la ambivalencia de Marx, menos como una oscilación ruinosa, y más como un proceso en tensión y esfuerzo –para algo se nos mete en su cocina– por articular la doble dimensión ya señalada de toda concreción histórica de la subjetividad.

En este punto Mezzadra se apoya en la larga reflexión de otro de los referentes intelectuales del obrerismo militante: Paolo Virno. En su Gramática de la multitud la noción misma de “fuerza de trabajo” –tan próxima a la primera definición de “trabajo abstracto” de Marx– contiene la paradoja según la cual su potencia genérica difiere por naturaleza de los actos correspondientes ejecutados en la jornada laboral. Se trata aquí de comprender la máxima proximidad y, al mismo tiempo, la máxima distancia entre las dos definiciones de “trabajo abstracto” (potencia y medida).

Peculiar mercancía la fuerza de trabajo que es inseparable –incluso en el proceso de intercambio– del cuerpo y de la vida misma a la que por fuerza va adherida. En la medida en que se la considera mercancía y se paga por su valor bajo la forma del salario, el costo de su reproducción, la superviviencia de la fuerza de trabajo, equivale al trabajo pasado que se le agrega para su subsistencia. Lo que indica el hecho de que, en tanto que trabajo vivo, potencia de producción, la fuerza de trabajo crea un valor enteramente nuevo (y no pagado). Este es el núcleo de la explotación: la apropiación de un excedente subjetivo constitutivo.

El hecho que la fuerza de trabajo vuelta mercancía sea inseparable de la vida conlleva el problema del disciplinamiento y el control (para Paolo Virno en esta línea se resume el entero problema foucaultianos de la biopolítica), pero también el del antagonismo. Y esto vale, incluso, si es necesario apoyar la critica que Sandro Mezzadra realiza a los vestigios liberales de la mente de Marx, cuando piensa el contrato de sujeción labora como “libre”, siendo que son demasiadas las veces que tales dispositivos de captura funciona de modo “forzoso”.

El capitalismo realmente existente se define entonces tanto por una multiplicidad de “encuentros” (entre dinero y fuerza de trabajo); por una pluralidad de dispositivos de captura de la fuerza de trabajo –excedente subjetivo–; por el poder del dinero –que es el poder de controlar el tiempo de los otros. La simetría entre poder y potencia se hace evidente.

Clase y poder 

Y sin embargo el poder de explotación y dominio del capital sobre el trabajo funciona de un modo aun más complejo: porque el poder de control sobre el tiempo de trabajo, que es tendencialmente inseparable del tiempo de la vida, es el poder de formar una fuerza combinada de trabajo cuya potencia cada vez mayor –más intensa y más abstracta– acaba por imponérsele a cada trabajador/a singular de un modo extrañado. Es en este modo impositivo en que se forma la propia fuerza de trabajo que reside el carácter despótico del capital, su capacidad de obrar como norma de trabajo, medida del valor y mando político.    

La experiencia de antagonismo de las masas trabajadoras, que ha consistido en conjugar las capacidades de la especie en torno a figuras colectivas no extrañadas, las experiencias de rechazo al trabajo y la fuga ha logrado superar los confines de la fábrica y, de cara al conjunto social, ha creado al mismo tiempo las condiciones para un poder más abstracto y voraz del capital, que Carlo Vecellone en “Crisis de la ley del valor y devenir renta de la ganancia” [5]llama devenir renta de la ganancia, en referencia al hecho de que el capital deja de organizar directamente la producción, pero se esfuerza al máximo por crear mecanismos jurídicos y financieros para apropiarse del valor socialmente producido. Se trata de la actualización del problema de la subsunción formal y la subsunción real aplicada, ahora, al conjunto de lo social, es decir, de las formas absolutas y relativas de extracción de plusvalía-sociedad a través de la intensificación de dispositivos de obediencia política y de intensificación de la sujeción.

En estas circunstancias la producción de subjetividad se torna al mismo tiempo terreno privilegiado de la producción y campo íntegramente recorrido por el antagonismo. ¿Cómo sostener, en este nuevo contexto, la noción de clase sin hacer de ella un mero campo  lógico definido por una polaridad simple?

Como bien sabemos, ambos polos del campo clasista se encuentran estratificados. 
El polo del trabajo, en particular, lo está a partir de marcas de género y de raza investidas intensamente en los cuerpos, de modo que la constitución subjetiva como clase sigue siendo asunto irresuelto. Esta densidad subjetiva desaconseja el recurso a la “conciencia de clase” como criterio de politización, y empuja a sofisticar los índices de comprensión de procesos abiertos de constitución de sujetos colectivos. La clase, más que una estructura de conciencia plena sería, como la entiende Goran Therbon,  una “brújula”.   

Política comunista   

El problema de la liberación queda bloqueado si no aparece forma política común capaz de resolver el proceso de constitución de clase. Eso es lo que se presenta a Marx como cuestión de pensamiento propiamente político.

¿Qué es para Marx entonces una política comunista? En la medida en que el capital determina más o menos inmediatamente al estado y a la política moderna como dispositivos de sujeción, lo político antagonista se define sólo a partir de los movimientos proletarios capaces de desmarcarse de tales dispositivos, al mismo tiempo que se intensifica el problema de la liberación. Las luchas sindicales y económicas en este sentido se encuentran en un vínculo transversal posible (dado que toda lucha puede activar el potencial de ruptura con los dispositivos de sujeción), pero cada vez menos asegurado, con las políticas de liberación. En efecto, la critica de la economía política no parte de una concepción sociológica de la clase obrera (históricamente representada en torno a su peso en la fábrica), sino del proletariado en tanto que figura propiamente política.

Se trata de la lección de la Comuna de París, figura histórica que le aparece a Marx como forma adecuada a la expansión de las potencias antagonistas al capital, más allá del estado. La política comunista se enfrenta desde entonces –y no se deja confundir– con el partido y el estado moderno, en cuyo fundamento se elaboran las conexiones entre derecho, economía y aparato represivo. La política comunista es, por el contrario, movimiento de auto-liberación contra los dispositivos de la representación (partido-estado).   

¿Quiere decir esto que para Mezzadra se trata de construir movimientos sociales contra los partidos, incluso de izquierda y de los gobiernos, incluso progresistas? Miradas de este tipo no faltarán nunca entre los defensores izquierdistas de las políticas de la representación, al estilo Emir Sader.[6] Y, sin embargo, esto no es del todo exacto: se trata menos de oponer instancias formales y más de estimar, en situaciones concretas, qué formas políticas son las que promueven y desbloquean al movimiento de liberación sin encerrarla en el corset de la política del capital.[7] 

Al sur y al este

Pasada la primera mitad de la década del ‘60 se produce en Marx un desplazamiento. La fecha coincide con la publicación del primer tomo de El Capital. Se trata de un giro de su atención hacia el este y hacia el sur. Entre otros investigadores, José Aricó trabajó intensamente sobre este giro (la célebre correspondencia de Marx con Vera Zázulich, editada hace veinticinco años en el Cuaderno 90 de Pasado y Presente –“Escritos sobre Rusia II. “El porvenir de la comuna rusa” es uno de los más interesantes, pero no el único, documentos que así lo atestigua).   

El movimiento proletario del que participó Marx fue internacional y geopolítico desde el comienzo. La noción de “mercado mundial”, dice ya en los Grudrisse, es premisa y resultado del proceso de producción de capital. Y el capitalismo es, desde el principio, coordinación mundial. Lo que a Mezzadra le interesa en los nuevos intereses de Marx (lo que lo lleva a hablar de Marx en Argel, donde veraneó de viejo, por consejo médico) es la posibilidad de captar, en la constitución misma de la crítica de la economía política, el interés por la llamada acumulación originaria, por los procesos de conquista y colonización a través de los cuales el capital se abre violentamente nuevos espacios para su reproducción. El hecho de que ese movimiento originario no quede atrás, en la prehistoria del capital, sino que el movimiento sea continuo abre la posibilidad de comprender de un modo no eurocéntrico (es decir, perimido) las determinaciones histórico-concretas del mercado mundial.

Interesado en participar críticamente del debate de los llamados estudios postcoloniales, Mezzadra distingue en la constitución de la noción estratégica de “mercado mundial” dos componentes igualmente estratégicos: el primero, la tendencia universal del capital a subordinar la producción al intercambio, y a la producción de capital. La segunda, la necesaria y nunca resuelta confrontación con unos “límites” –momento particularizante del capital– que no dejan de retornar y que se encuentran en la base profunda de la configuración evidentemente heterogénea –tanto geográfica como social– del mundo capitalista. Del mismo modo que la acumulación originaria del capital deviene incesante, los límites “exteriores” al capital  devienen en un interior alienado, vivido como exterior.

Es allí que entra a jugar la noción inestimable de la “comunidad” y de los medios comunitarios de propiedad. Identificadas una y otra vez por el capital como “exterior” a superar o “afuera” a incluir, la producción de capital provoca procesos generalizados de desposesión y dispositivos de cerrojo y clausura, incitando a lo comunitario, muchas veces, a tornarse base de las resistencias.

Epílogo: ¿Vuelve lo teológico político?

Marx entre nosotros, menos como asunto de marxistas y marxólogos, y más como premura libertaria, en una coyuntura en la cual Europa se constituye como retaguardia y archivo y Sudamérica se confronta con discusiones históricas de fuste. La “grandeza de Marx” (título del libro que Deleuze escribía antes de morir) no puede ser planteada con independencia del papel que lo teológico político, o mejor, lo religioso secularizado, juega en la constitución de la subjetividad –como plantea Agamben en su bello El reino y la gloria, en relación al problema de las continuidades entre cristianismo y economía política. Este tipo de indagaciones se muestran cada vez más relevantes para comprender el problema que en La cocina de Marx se plantea como el asunto central de la producción de lo humano por lo humano. Si El capital, aconsejaban Negri y Hardt en aquel enorme manifiesto que fue hace unos años Imperio, debía ser leído junto a Mil mesetas; quizás hoy haya que leerlo –al menos en lo que atañe a la relación interna entre producción de trabajo abstracto y lo humano como subjetividad devaluada– en paralelo a La cosa y la cruz, de León Rozitchner.

[1] Este texto debe demasiado a las continuas discusiones mantenidas con Diego Picotto, traductor de La cocina de Marx. El sujeto y su producción.
[2] Sobre este Marx sin eufemismo conversamos con Sandro Mezzadra en Buenos Aires, a fines del 2014, en Clinamen, fm la tribu. La conversación se puede escuchar en:  http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2014/10/clinamen-marx-sin-eufemismos.html
[3] “Para medir valores de cambio de las mercancías por el tiempo de trabajo en ellos contenido, los diferentes trabajos deben ser referidos a un trabajo sencillo, homogéneo, de la misma forma, en una palabra, que un trabajo que siendo el mismo en calidad no se distinga más que en cantidad. Esta reducción parece ser una abstracción pero es una abstracción que se realiza cotidianamente en el proceso de producción de la sociedad. La resolución de todas las mercancías en tiempo de trabajo no es una abstracción mayor; es tan real como la de todos los cuerpos orgánicos en gas. El trabajo así medido por el tiempo no parece, de hecho, pertenecer a sujetos distintos; por el contrario, los diferentes individuos que trabajan parecen ser mejores simples órganos de trabajo”; Karl Marx, Crítica de la economía política, Bs-As, Claridad, 2008  (p. 18).
[4] El trabajo abstracto es el que crea valor: “es el gasto de energía humana en una forma determinada (…) es el gasto de energía humana como tal, independientemente de las formas dadas. Definido de ese modo, el concepto de trabajo abstracto es un concepto fisiológico, desprovisto de todo elemento socia e histórico” (p. 186); sin embargo, “la teoría del trabajo abstracto de Marx en su totalidad” depende, para su plena comprensión “de la sección sobre el “fetichismo de la mercancía” y a la “Crítica de la economía política”, textos en los cuales se aclara perfectamente el carácter social (es decir, no solo fisiológico) de la abstracción. El trabajo abstracto “incluye la definición de las formas sociales de organización del trabajo humano”, es “técnico, material y social” (p. 195) y finalmente el trabajo abstracto surge “en la sociedad mercantil” como “única relación social entre unidades económicas independientes y privadas” realizada de un múltiple intercambio y la igualación de los productos de las más variadas formas de trabajo”, la abstracción “de las normas concretas de trabajo, la relación básica entre productores separados de mercancías, es lo que caracteriza al trabajo abstracto” (p. 197).   Isaac Rubin, Ensayo sobre la teoría marxista del valor; Cuaderno 53 de Pasado y Presente, México, 1979.
[5] En La gran crisis de la economía global, A. Fumagalli, S Lucarelli, C. Marazzi, A Negri y C. Vercellone, Traficantes de sueños, Madrid, 2009.
[6] http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-260930-2014-11-30.html
[7] En efecto, no se trata aquí sólo de la crítica que podamos hacer a los partidos políticos y gobiernos autodenominados progresistas por el tipo de ensamblaje entre partido/estado/modelo de “desarrollo” que llevan adelante en nombre de la lucha contra el neoliberalismo, sino más bien de preguntarse en qué condiciones puede haber una dialéctica positiva que tome como punto de partida la perspectiva que hemos definido como “de liberación”; ver  http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2014/11/anatomia-politica-de-la-coyuntura.html

¿Quién lleva la gorra? Juguetes Perdidos y la filosofía del raje

por Diego Sztulwark

Cuando elogio el raje no es simplemente a partir de una visión desde las alturas, para mí se trató siempre de una manera de laburar
J. Ranciére
La línea de raje es una forma de tomarse el palo. Los franceses no saben muy bien lo que es eso. Por supuesto, como todo el mundo, se las toman, pero piensan que rajarse, o bien es escaparse del mundo, mística o arte, o bien es una especie de cobardía, una manera de eludir los compromisos y las responsabilidades. Pero el raje no significa, ni muchísimo menos, renunciar a la acción, no hay nada más activo que un raje”.
G. Deleuze
Es posible que me las pique, pero mientras dure mi raje, buscaré un arma
G. Jackson
I.
La filosofía no morirá mientras alguien fugue, todo lo demás es interpretación. Juguetes Perdidos juega en ese tablero: todo lo que huela a máquina universitaria de producción será rudamente apartado. No es desprecio por la reflexión teórica, sino una nueva comprensión de lo teórico como tal: menos como sistema de saberes acumulados y más como relación con lo que aún no sabemos pensar.
En ¿Quién lleva la gorra? (Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2014), la última década transcurre de nuevo ante nuestros ojos. Es notable advertir cómo se retuerce una escritura que se evade de lo político mayoritario cuando actúa bajo presión de la coyuntura. Página a página desfila una procesión de figuras mutantes nacidas tras la llamada crisis del 2001: de la miserable barriada al mundo de la batalla por el consumo; de la auto-organización a la vida loca. Más allá de lo que se discuta en torno a lo que se puso en juego durante esta década larga, lo cierto es que el paisaje social resultó trastocado.
La única actualidad que importa es aquella en la cual nos enteramos de lo que estamos dejando de ser y entramos en contacto con las fuerzas que nos reconfiguran. Nada que ver con el tiempo-ahora del periodismo que no comunica sin castrar el acontecimiento, para que “se entienda”. Ni con la militancia, esa niña bonita de una Argentina adecuadamente inserta en el mercado mundial vuelta oficio de administrar las ilusiones aceptables de la sociedad. Antes bien, se sale a la búsqueda de una complicidad para darse valor y afrontar las propias opacidades. Toda fuga parte del lado oscuro de la ciudad y aspira, arma en mano, a hacer vida en tierra nueva.
Este punto de partida, el viaje en intensidad, dará lugar a una ciencia nueva. Una sofisticada sociología del raje capaz de registrar dispositivos, flujos y figuras tales como “realismo engorrado”, “nuevos barrios”, “vidas mulas” y “pibes silvestres”. En vano será consultar en la academia de las Ciencias Sociales: las jergas y berretines que afectan la escritura deberán elucidarse a fuerza de lectura.
II.
Por caótica e “insustentable” que nos pueda parecer, la ciudad es conjunto afinado de dispositivos de orden y comunicación. Convulsiones abismales como la ocurrida en diciembre del 2013, con autoacuartelamientos policiales, cortes de luz y batallas campales en las puertas de los supermercados, nos recuerdan el valor de la gestión normal y razonable de los flujos sociales.
Nada que objetar. Salvo que la proliferación de maná caído del cielo de las exportaciones de soja y minería, amén de las muy desarrollistas exportaciones de autos a Brasil, regulada a partir de un nuevo tipo de presencia estatal, dio lugar a un ensamble de dispositivos cada vez más rígido, y nunca, ni en sus mejores tiempos, del todo desprovisto de fuertes cargas de racismo clasista. Precariedad es el nombre que los JP usan para ligar con esas vidas que se debaten en torno a  las líneas duras a la que los vecinos y vecinas, gente buena, intentan aferrarse a los codazos y en torno a las cuales se pone en juego una violencia que la filosofía política identifica con la ruptura del pacto que nos rescata del estado de naturaleza.
III.
En la medida en que nos recostamos en una representación del capitalismo como proliferación de flujos, no hay lugar para pensar lo subversivo del raje. Efectivamente, ¿qué lugar positivo puede ocupar el raje, si no es más aceleración de flujo entre flujos, no es más de lo mismo? Puede que no, pero para pensar esta posibilidad tenemos que alterar la idea del capital como pura proliferación.
En los hechos, el capital es una axiomática de flujos, cada vez una fracción de las clases dominantes hace pasar el conjunto de los flujos sociales a través de su propia organización. Según explican en las frondosas páginas de Mil mesetas Deleuze y Guattari, no habría que confundir la “conjunción” de flujos, en la que el más abstracto de los flujos se coloca de modo tal que hace de suelo de los demás para territorializarlos y aplicarles sus propios códigos (tal la operación a cargo de la fracción más desterritorializada del capital, actualmente las finanzas); con la “conexión” de flujos, definida como el mutuo relanzamiento entre los flujos en posición de fuga. No hace falta ser demasiado perspicaces para detectar en esta sutil distinción la operatividad del raje.
IV.
Si en Por atrevidos (Juguetes Perdidos, Tinta Limón Ediciones, 2011) el protagonismo, desde la tapa misma del libro, refería al desacato de “Pibes”, en ¿Quién lleva la gorra? ese protagonismo se vuelve territorial: se descubren los “nuevos barrios” y aparece el horizonte de una adultez “pilla”.
No hay inocencia en este desplazamiento. Cada vez más se rodea a “los pibes” de los barrios pobres con un lenguaje que apunta, o bien a santificarlos, o bien a sacrificarlos. Sean los “ni-ni” a incluir, o los pibes chorros a aniquilar, su eufemística centralidad en el discurso público no resulta comprensible por fuera de un mapeo más complejo a través de un nuevo paisaje social. Sobre todo en una coyuntura como la presente, en la que se juega el endurecimiento de las fronteras de demarcación clasista y racista de la articulación social de las mutaciones ocurridas estos años.
Para comprender las tensiones en este proceso de articulación, antes que la discusión estratégica militante, importa reparar en la generalización de unos estilos masivos de consumo, así como en la emergencia de las llamadas “nuevas clases medias” (un significante más que discutible), y en el modo en que, como parte de estas transformaciones, se configuran los “nuevos barrios”, vinculados a una nueva imagen de la pobreza.
Como parte de la lucha por inscribir vida y propiedades en las líneas duras del dispositivo securitista en las zonas en las que éste resulta más precario, se generaliza un realismo barrial, un movimiento vecinal orientado a reforzar la seguridad por mano propia. Si el “engorrarse” subraya el gesto pro-policial de los conatus a la búsqueda por consolidar la ecuación de ampliación del consumo junto a una intensificación seguridad, el raje de los pibes, raje que opera como un contra-realismo feroz, supone la más incómodas de las preguntas: ¿y si la “vida mula” y su continuo no fuese sino precariedad totalitaria?
V.
“Sin terror no hay sociedad”, se dice en ¿Quién lleva la gorra? Es de suponer que un terror que hace sociedad no se agota en el poder de matar, sin prolongarse, como decía León Rozitchner, en las categorías de la economía política (es decir, de la estructura de la propiedad privada). Es la entera subjetividad la que es tramada por categorías del terror social.
Ya no es –sólo– la dictadura. “Nuestra época incubó su propio terror”, dicen. “La precariedad, un terror anímico”, rematan. A diferencia de las generaciones que soñaban con –y estaban dispuestas a dar la vida por– la revolución, “nuestros muertos queridos no oprimen como una pesadilla los cerebros de los vivos”. El terror anímico de la precariedad totalitaria se vincula menos con la represión y más con lo que Ignacio Lewkowicz llamó angustia del “des-existir”; menos como amenaza de muerte justa o injusta, y más como condena a una vida devaluadapor la fuerza de cosas.
Des-existir es menos –o más– que morir. Pero para entender esto hay que partir del hecho de que la ciudad-empresa, a partir de sus dispositivos, opera produciendo zonas de valorización/devaluación de la existencia. Valorización y devaluación de la vida: es el lenguaje de la lucha de clases en la ciudad gobernada según la razón neoliberal.
“La precariedad” es un “suelo”, hecho de todo aquello que “se arma para vivir (relaciones, redes, amores, trabajos, consumo)” cuando “no es posible pararse” sobre superficies más aseguradas. En esas condiciones dicen los JP “cualquier roce puede generar quilombo; y esto sí es un axioma casi inevitable: cualquier cosa puede desarmar el frágil equilibrio cotidiano”.
El quilombo es esa violencia latente y circulante que enfrenta potencial o efectivamente a las personas por el derecho a las posesiones. Como si de reescribir el Leviatán se tratase, la precariedad totalitaria es tal que a cada propietario se le impone ser el asegurador constante de sus propiedades, su vida incluida. En efecto, “nadie te va a cuidar por vos”. La vida devaluada es renta no asegurada. Pura exasperación por desesperación que causa el perderlo todo a la primera de cambios.
“El miedo al despojo de la propiedad privada o a la violencia contra el cuerpo” se engendra en la dinámica de una acumulación sin reglas, a todo o nada. La devaluación del cuerpo es la condición primera para su explotación a bajo costo.
VI.
“Quizás, la lucha por correrse de la exposición violenta a ese fondo, la lucha por salir de sus efectos inmediatos, sea la forma de la lucha de clases actuales”. La lucha por el acceso diferencial a la infraestructura urbana, a los cuidados de la salud, a las redes a las que apelar “ante la quemazón urbana y laboral (psicólogo, terapias alternativas, descansos)”. La lucha de clases se da en el plano de la valorización y el aseguramiento de las vidas como capital. Esta premisa permite comprender desde abajo –y no como mera estadística probatoria– el significado del hecho que poco menos de la mitad de la fuerza de trabajo, en nuestro país, está sometida a precariedad.
VII.
La vida mula refiere al continuum de trabajo, consumo, pedido de tranquilidad, familia, realidad barrial, códigos morales, francisquismo, “parejismos”. Es ella la que brinda enlace posible, más que coherencia, a “imágenes, escenas, vidas”: no es menor el “auge de la religión, como cierre por arriba de algo que ya venía haciéndose solapadamente”.
VIII.
“Hay una profunda derrota social de la década ganada”. Una condena de reclusión en el interior, lo más confortable posible. “Si hubo eficacia de la época del consumo para todos, del engorrarse y de la vida mula, se dio para adentro de los hogares”.
“Ahora todo es interior”. No importa cuán estallados e insoportables resulten: “No importa cómo, quedémonos acá. La casa y los trabajos, las imágenes cotidianas de asfixia por hacinamiento, el parejismo o la familia tentacular replegada en pocas habitaciones, todo convive con el consumo y con la invasión de pantallas –de todos los tamaños y formas- que también ayudan a perforar ese rejunte opresivo (me voy a la redes sociales o a Youtube). Y tanto interior llama al desborde, al reviente, al estallido anímico”.
Un saber de encuevados anima al “realismo vecinalque mira y distingue aquello que ordena el barrio y aquello que lo desborda”, y que se hace presente “ante una conflictividad barrial”. Un realismo “implacable” hecho de imágenes apabullantes, que habilitan la posibilidad de enfocar “el terror anímico en una determinada imagen o secuencia, situarlo y fijarlo en conductas o personajes”.
IX.
“Los pibes silvestres pasan por este continuo, se desplazan y no terminan de encajar. Pisan algún casillero, pero enseguida rajan, cambian de rol”. Pibes a la que te criaste, astutos y callejeros, calculadores y cuestionadores, realistas y en vías de rajar-se”, sobrefabuladores. Y en riesgo, en la medida en que al desplazarse “dejan al descubierto” y por tanto desafían “las debilidades de ese continuo de una vida mula”, abriendo una grieta “hacia otro posible” nunca preexistente al raje mismo, que es deseo de otro orden barrial. Un “realismo pillo”, que todo lo mapea y capta, buscando la ocasión para la fuga.
X.
Es la Vecinocracia Elrealismo vecinal “se continúa en –y a su vez se retroalimenta de– las pantallas y discursos políticos securitistas, en un rodeo complejo; el securitismo como programa político, el fascismo ‘por arriba’ legitimado, es este realismo vecinal ‘vuelto’ al barrio una vez pasado por ese afuera de circuitos mediáticos, encuestas políticas y mesas de gestión”
Frente a él: ¿a qué modos políticos da lugar el contra-realismo realismo pillo del raje?, ¿se articulan en algún punto los rajes en una máquina de guerra, no cancerígena ni suicida? Una máquina tal –exterior por definición a la lógica de los dispositivos, aunque nazca de su propio interior- no funciona a partir  los tantos “afuera” barriales que denuncian al realismo vecinal a partir de un ideal cualquiera de politización.
El problema de las politizaciones enteramente sugeridas desde afuera de los dispositivos barriales consiste en la ilusión de que habría un sujeto extranjero al juego de los dispositivos de captura. No es un problema de dentro/fuera respecto del barrio, sino de confrontarse con la ilusión de una contestación política que no pasase la prueba de poner en variación, sobre territorio concreto, las líneas organizadas por los procedimientos de mando.
Al contrario, tal vez se trata de percibir en los rajes las pistas para reavivar un cuestionamiento liberatorio a la persistente moral organizada en las formas de vidas consagradas en estos años. Una adultez pilla, dicen los JP, depende de una cierta capacidad para “escuchar el murmullo cada vez más audible del agite de lo silvestre”, en la “disputa por la intensidad de la vida, por las aperturas”.
XI.
Si en el mundo de las izquierdas militantes se practica un lenguaje más próximo a la física: “movimientos” y “bloqueos”, “abajo” y “arriba”, clases “medias”, “centro” y “periferia”, “incluido” y “excluido” “despliegue o repliegue”, los JP nos enseñan el poder, ni menos bélico ni menos visual, del lenguaje de la química, hecho de mezclas de elementos, contagios y combustiones:  “la ciudad estalla”… se trata de procesos combinatorios a veces sutiles, subterráneos, con una temporalidad impredecible y una causalidad compleja, dominada por elementos que, como “precursores” químicos, “activan” el quilombo latente en la “precariedad totalitaria”.
Quizás “el pedido barrial de la presencia de la gendarmería” no sea más que un impulso destinado a responder a los “signos de terror anímico”, un deseo de consistencia, antes que una supuesta posición ideológica o un corrimiento  sociales “por derecha”. ¿No reconocemos, acaso, en el pedido de seguridad una añoranza “de comunidad”?
XII.
Aunque uno no necesariamente pueda hacerlo, resulta aconsejable leer este libro en serie (o resonancia) con otros libros cuyas únicas cualidades comunes son las de haber sido publicado en los últimos meses de este 2014 en Buenos Aires, las de combinar un saber en guerra contra los discursos dominantes (sean conservadores o liberales, o bien progresista o “populistas”, como ahora se les llama) y una sensibilidad apasionada con el costado libertario de las cosas.
En orden de salida pienso en primer lugar en la contundente obra Christian Ferrer Amargura metódica. Vida y obra de Martínez Estrada, en donde el “amargor” no remite a pasiones tristes sino a un método de planteamientos de problemas largamente postergados por una intelectualidad prejuiciosa, ocupada más en sus propias ilusiones que en afrontar los fenómenos que permite comprender la persistencia de nuestros males.
El segundo es el compendio de clases de Deleuze sobre Foucault, editadas por Cactus bajo el nombre de El Poder, en las que –entre  muchas otras cuestiones que ahora no vienen a cuento– se plantea la necesidad de una micro-sociología que no tome como punto de partida a los sujetos individuales ni a los grandes conjuntos (pues siempre son citados como explicación, pero poca veces se los explica), sino a las corrientes de deseos y creencias que por imitación se propagan, por antipatía se rechazan y por conexión se relanzan a la creación.
El tercero es el texto del  historiador Bruno Nápoli, En nombre de mayo, el impresente político: de temperamento desmitificante, se dedica a narrar el modo en que una y otra vez, a lo largo de la historia del estado nación se justifica la persistencia del hecho escandaloso de que (en dictadura y en democracia, cierto que no de igual modo) el estado mata.
El último de los libros que conviene aproximar es La razón neoliberal. Economías Barrocas y Pragmática Popular, de Verónica Gago, que indaga sobre los límites de una teoría política populista a la hora de comprender los nuevos sujetos de la insurrección del 2001, de la economía informal o de las poblaciones migrantes, hoy abiertamente criminalizadas. Su investigación se toma en serio la idea de Foucault de que el neoliberalismo es más que unas políticas de ajuste y privatización y asume la proliferación de un “neoliberalismo desde abajo”. Pero lo hace advirtiendo algo que para nosotros es fundamental. Que esos nuevos sujetos no son neoliberales plenos. Son más bien conatus estratégicos que combinan dimensiones de auto-empresarialidad con elementos familiares, de sexo-género y comunitarios, todos ellos atravesados y a la vez desafiando las líneas duras de los dispositivos de gobierno.
De conjunto estos textos ayudan a componer una crítica imprescindible y por izquierda al cierre producido esta década por el sistema de la polarización discursiva.
XIII.
Ni arriba ni abajo, ni dentro ni fuera. Más que de espacio se trata  de líneas diversas y entralazadas. La vida, a cada momento, está hecha de líneas que se cruzan y combinan: de ese campo de fuerzas emerge el texto de Juguetes Perdidos como una límpida mirada de un entorno social trastocado, en el que un realismo vecinal extremo y ordenancista, que atraviesa los “nuevos barrios”, busca inscribirse en los dispositivos urbanos (de consumo, de deuda, de representación, de seguridad y de mediatización) y se exaspera ante las no menos realistas estrategias de raje de las vidas jóvenes, igualmente devaluadas y en permanente choque con las expectativas sociales. ¿Quién lleva la gorra?, entonces, no remite a un sujeto, sino a un máquina social. De lo que se trata, nuevamente, es de mostrar su funcionamiento, mientras buscamos las armas.

De Foucault a Marx, el hilo rojo de la crítica

Los modos de la crítica en medio de la gubernamentalidad neoliberal
(1/4) [1]

por Julián Mónaco, Alejandro Pisera y Diego Sztulwark

El lenguaje de la crítica se ha vuelto moralizante y sus operaciones suponen una idea simple del poder (como negación, como esencia, como atributo) y de la resistencia (como libertad, como sabotaje) siempre polares. Ese lenguaje se torna impotente para problematizar situaciones cuya trama es ambivalente (Virno[2]); gobernada por un régimen de la excepcionalidad permanente (Benjamin[3], Agamben[4]); cargada de posibles (Simondon[5], Lazzarato[6]).
Tales los rasgos de un nuevo tipo de conflicto social (IIEP[7]), caracterizado por innumerables tensiones de carácter biopolítico (Foucault[8]), por cuanto las fronteras entre los pares vida/política, juego de fuerzas/normatividad, poder/resistencia, formas de vida/lucha –corpus conceptual que durante mucho tiempo organizó esa crítica–, se han vuelto porosas y promiscuas[9]. Para comprender lo social, revestido de una opacidad estratégica (en gran medida producto de la extensión y complejización del mundo de las finanzas y de la producción de renta) se requiere, en consecuencia, de nuevas formas de la crítica.
La investigación política no trabaja en el aire, sino a partir de las condiciones concretas en que se (re)determina la vida en común. De allí, el pensamiento extrae los elementos de la crítica. El combate del pensamiento no se despliega como aplicación del saber teórico acumulado sino como reflexión sobre lo que aún no se sabe, en la no-familiaridad implícita en el devenir concreto de toda situación histórica.
La renovación de la crítica (para no agotarse en la denuncia) necesita de nuevas fuerzas y no solamente de la certeza subjetiva de tener razón: la verdad es efecto de las prácticas y no de una coherencia abstractamente razonada.
Ir de Foucault a Marx supone asumir la crítica del primero al marxismo (y al mismo  Marx), pero también, y sobre todo, valorar la capacidad del último Foucault para retomar aspectos importantes de la crítica de la economía política. No nos es indiferente el hecho de que intentando construir su noción inconclusa de biopolítica Foucault haya pensado con una radicalidad inigualable la cuestión del neoliberalismo.
En este texto no vamos a meternos con la discusión contemporánea de la biopolítica (intentamos no pronunciarnos en torno a lo que este debate tiene de moda académica, es decir de perecedero y banal). Sí, en cambio, vamos a tratar de tomar en serio la secuencia que va del surgimiento de la economía política y del liberalismo (frente al cual Marx alcanza la madurez del proyecto de su crítica) a la aparición del neoliberalismo como algo más que una mera política económica o una ideología pasajera de las élites de los años 90. En ese punto, intentaremos desentrañar cómo Foucault, siguiendo a Marx sin decirlo abiertamente, intenta renovar las premisas metodológicas de la crítica.
La crítica en Foucault y en Marx (dentro y contra)
Hay una vía posible de comunicación entre las críticas puestas en juego por Marx y por Foucault, aún si este último era reacio a ese término. Recordemos que, para Marx, ni las relaciones jurídicas ni las políticas pueden ser explicadas por sí mismas. Ni pueden explicarse, tampoco, por el desarrollo general del espíritu humano. Desde el comienzo, la operación crítica de Marx consiste en desnudar la pretendida “autonomía” de las “formas” por parte de la religión, del Derecho, de lo político, del Estado y finalmente de la economía política. Todas ellas, a su turno, se pretenden autofundantes y ofrecen una representación mediada por trascendencias de lo humano genérico. Marx acabará por llamar fetichismo al modo de imponerse de esta autonomía de las formas –lo “suprasensible” – sobre lo sensible del trabajo humano en la mercancía. La operación crítica consistirá siempre en reenviar la apariencia de universalidad que envuelve a estas “formas” a sus presupuestos histórico-concretos, es decir, en aterrizar las representaciones ideales en los procesos reales. De allí la singularidad de la crítica en Marx como crítica práctica.
La crítica se forja en Marx en polémica con Bruno Bauer, pero sobre todo con Hegel, y apunta a superar la representación del Estado, de la política y del Derecho (como luego ocurrirá con la economía) como el autodespliegue de una universalidad espiritual a partir de unos propios principios racionales que adoptarían vías específicas de realización en la historia, por detrás y a través de los sujetos particulares.
El corazón de la crítica que Marx elabora a partir de los años 1843-44 apunta al “misticismo lógico” de Hegel: la idea de que los sujetos no se constituyen sino a partir de un rodeo, una mediación trascendente que los determina en sus rasgos sociales, racionales y morales. El problema con esa mediación es que su “lógica” no refiere a un funcionamiento histórico-inmanente, abierto en su fundamento mismo, sino a una realidad organizada de espaldas a sus presupuestos (la universalidad política da la espalda a la realidad de los particularismos que pueblan la sociedad civil y reina la propiedad privada). Tal es su misticismo, una supervivencia secular de lo teológico-político que se concreta en instancias históricas (leyes e instituciones) del Estado, cuya verdad hay que buscar en la sociedad civil burguesa. Estas son las primeras tesis del Marx comunista, antes de emprender la crítica de la economía del capital.
La crítica en Marx busca sustituir lo universal (pensado al nivel del Estado o de la economía) por las dinámicas y tensiones que orientan la producción histórico-concreta de las sociedades. Ni la ciencia del estado, ni la de la economía política (mistificaciones deshistorizantes) permiten comprender la constitución de lo social.

Es que la economía política aparece como la respuesta natural y última a los problemas que la crítica plantea a la política, el hecho de presentarse como causa interna y principio determinante del todo social: esencia espontánea de lo social y verdad material del Estado. No hay operación crítica posible si no se parte de poner en crisis la prescripción económica como condición de posibilidad para las prácticas humanas. Es exactamente en este punto que madura en Marx la crítica de la economía política, cuyo objeto son esas leyes económicas que realizan plenamente la inmanentización de la trascendencia y nos entregan la percepción de un orden inapelable regido por el juego de intereses entre las diferentes categorías –clases- que componen la sociedad.
Marx penetra en esta apariencia de totalidad social para mostrar que las categorías de la ciencia de la economía política constituyen el punto último de penetración de las formas trascendentes en las relaciones humanas: para descifrar el secreto del fetichismo de la mercancía es preciso comprender cómo se da la yuxtaposición de lo supra-sensible sobre lo sensible mismo. La crítica de la economía política cumple, así, una doble tarea: por un lado, desmonta la narración –la maquinación– economicista (y su perfecto complemento politicista) que naturaliza como descripción científica lo que no es sino un conjunto de consignas de mando; por el otro, señala que estas categorías están atravesadas por un antagonismo, unas resistencias y un deseo de libertad.
¿No sucede algo parecido en Foucault? En su caja de herramientas el investigador foucaultiano  lleva los elementos de la crítica de los universales, aún si lapalabra, en su acepción marxiana, desaparece de su obra. Hay una profunda ironía en las relaciones explícitas de Foucault con Marx, enfrentado como estaba con el Partido Comunista Francés. El propio Foucault se ha divertido volcando párrafos de Marx sin comillas a la espera burlona de que los marxistas lo descalifiquen por no citar al padre del Materialismo Histórico. A pesar del énfasis que liga la crítica foucaultiana con Kant (inscribir el problema estudiado en sus condiciones de posibilidad), vale la pena considerar sus lazos con la crítica practica de Marx.
La crítica de los universales (el Estado, lo jurídico, lo político, lo económico) consiste en declarar que ellos no explican nada sino que son ellos mismos los que deben ser explicados. Como grandes conjuntos que implican relaciones requieren de una investigación sobre su constitución. En el lenguaje de Foucault no tiene tanto peso la crítica práctica aunque hacia el final de su obra desarrolle cada vez más el concepto de “problematización”, próximo en muchos sentidos.
La preocupación del propio Foucault por la locura o la sexualidad lo llevó a interrogar la naturaleza de estos objetos en sí mismos inexistentes y ante los que cabe preguntarse cómo es que se constituyen en cada coyuntura histórica: ¿cuál es su genealogía, es decir, las fuerzas, procesos y dinámicas que convergen para que se produzca el efecto que sólo erróneamente se coloca como fuente de explicación de lo que acontece?
Lo mismo en relación con el Estado. Su constitución material no se explica por los principios formales de la ciencia política o de la historia del Estado. Para entender lo que es el Estado en cada período hay que analizar procesos heterogéneos, incluso moleculares, series de acontecimientos de todo tipo que convergen o se integran en determinadas estructuras y procesos. No se trata de historizar un concepto (como si fuera una esencia que sufre cambios a lo largo de la historia), sino de dilucidar cómo se constituyen efectivamente los grandes conjuntos sociales y, en especial, a qué tipo de problemas dan solución.
Claro que los estudios de Foucault sobre las relaciones de poder recusa la separación de estructura y super-estructura en Marx. Las tecnologías de poder son radicalmente inmanentes a lo social. Sólo que este desacuerdo tiene más sentido contra el marxismo que contra Marx mismo: ¿o acaso es posible creer que en Marx se pueda pensar la relación de la máquina con la industria o del colonialismo y la acumulación originaria sin suponer la operación de relaciones de poder en la constitución misma de lo económico y de la producción? ¿Puede investigarse ese “conjunto de operaciones a través de los cuales los hombres producen su vida” por fuera de las relaciones de poder que allí se traman?
Hay, a nivel metodológico, una primera zona de aproximación entre Foucault y Marx: el Estado, los universales, los fetiches, las grandes instancias de referencia legal y moral no pueden ser explicadas por sí mismas (o por el modo en que se auto-manifiestan) y la crítica reenvía siempre a ciertas condiciones históricas, a tensiones y conflictos en el nivel de las prácticas y de las fuerzas que conforman lo real de la situación o del problema a pensar. El sujeto es efecto de unas condiciones no elegidas (estructura, historia, dispositivo) y a la vez es deseo y libertad condicionadas por su relación de resistencia y lucha en y contra esas condiciones mismas que lo condicionan. En Foucault, como en Marx, hay un rechazo a pensar en términos de los avatares de una racionalidad (Marx la rechaza en Hegel; Foucault en la Escuela de Frankfurt y particularmente en Habermas) a favor de las múltiples racionalidades –subjetivaciones– que se juegan en la conflictividad histórica.
A diferencia de quienes plantean el problema de la emancipación ligada a una historia de la razón, tanto en Foucault como en Marx el problema de la subjetivación se da siempre en torno a una escisión entre lo subjetivo y lo no subjetivo (se es sujeto resistiendo los efectos de unos dispositivos concretos; sobreponiéndose a unas condiciones determinadas no elegidas[10]); contiene una dimensión involuntaria (la subjetivación remite a una composición estratégica en torno a un campo de posibles) y remite a una pluralidad de racionalizaciones (dado que no hay solución predeterminada o natural, sino múltiple estrategias de problematización).
Como decía Spinoza en el apéndice de la Ética I: el hombre se cree libre porque sabe lo que quiere, pero no lo es porque no sabe por qué quiere lo que quiere. El problema de la liberación está planteado menos en el nivel de la conciencia de los sujetos y más en la capacidad de problematizar los agenciamientos en los cuales se quiere lo que se quiere y se cree lo que se cree.
Foucault: el neoliberalismo como forma de gobierno
Leídos durante los años 2013 y 2014 desde Buenos Aires, en una coyuntura en la cual lo sudamericano recobra preeminencia a la hora de plantear problemas, los cursos Seguridad, territorio, población y El nacimiento de la biopolítica invitan a reabrir la comprensión que tenemos del neoliberalismo, tomando la crítica europea –de Foucault a Marx– como archivo vivo: ¿en qué sentido el neoliberalismo sobrevive a las mutaciones sociales y políticas de la última década como verdad de los actuales mecanismos de gobierno de lo social? 

Partimos del hecho de que el neoliberalismo se ha revelado como algo más profundo y capilar que una mera política (Consenso de Washington), una ideología dominante (un discurso de las élites nacionales y globales), o una receta económica (ajuste y privatización). En tanto estrategia de dominación política racionaliza determinadas relaciones de fuerza, crea procedimientos de mando y da nacimiento a un nuevo campo de obediencia en el que, paradojalmente, se pone en juego la noción de libertad y de cuidado de sí[11]. El neoliberalismo resulta de este modo inseparable de una política de la verdad que hace inteligible lo social por la vía de la competencia y de las regularidades del mercado (la construcción de más y más mercados) así como por la vía de la proliferación de una infraestructura financiera que se trama en los diversos estratos sociales y, por tanto, pasa a formar parte de las diversas estrategias (conductas y contraconductas) de diversos actores sociales[12].
El neoliberalismo forma parte de la cuestión del gobierno de las conductas de los otros (y de uno mismo). Una cuestión más amplia que la del estado. La gubernamentalidad neoliberal no se explica con la imagen de la dominación “desde arriba”, como si de una dictadura militar se tratase. En el mismo sentido en que se dice que las relaciones de poder se renuevan a partir de procedimientos y tecnologías inmanentes a las relaciones sociales, el neoliberalismo promueve un tipo de gobierno fundado en la horizontalización de las verticalidades y en la socialización proliferante de las jerarquías. Y de este modo el mundo es dominado por un esfuerzo tendiente a convertir toda la agencia social en emprendeduría, exaltación ontológica de las virtudes espirituales de la empresa[13]subsumiendo al mundo del trabajo y orientando la vida, la salud y la medicina[14].
Tal y como afirma Verónica Gago, la situación sudamericana se define por una extraña coyuntura en la que el dato principal no es tanto la voluntad de varios de sus gobiernos de impulsar la inclusión social en base a políticas neodesarrollistas o neoextractivas –variantes políticas que surgen de una exitosa inserción en el mercado mundial– como la convergencia entre la consolidación y la extensión de las condiciones neoliberales (que por un lado conllevan una renegociación constante entre lo formal y lo informal, y entre lo legal y lo ilegal determinada por la exigencia de optimización en base a procesos de valorización) y  la vitalidad de unos conatus, de una pragmática plebeya (feria; crédito popular; empresarialidad de masas) que da curso a una economía popular que no se deja reducir al ideal de la empresa en la medida en que la mezcla de elementos familiares, de género y comunitarios introduce tensiones que el ideal empresarial no acaba de totalizar. La actual exaltación del consumo –Valeriano[15], Gago– se complejiza en la medida en que reúne en sí (y ya no podemos simplificarlo sólo en su dimensión de “alienación”) la complejidad de estas tendencias opuestas (apropiación plebeya y renovación de las categorías de la economía política, comenzando por la extensión del crédito y la deuda al mundo popular).
Aun si puede rastrearse la historia a partir de la cual los neoliberales difundieron su estrategia al mundo occidental, sus efectos se han objetivado de tal modo que, como explican en una reciente entrevista Laval y Dardot[16], su capacidad de regular los intercambios sociales, de estrategizar el campo social y volverse autoevidente persiste incluso cuando y donde como ideología ha sido completamente derrotada, deslegitimada.
De allí que no se resuelva el problema del neoliberalismo desmontando su discurso. Menos aun moralizándolo Foucault permite justamente plantear nuevos interrogantes y vías de investigación (pensar nuevas formas de la crítica): ¿cuál es la fuente de normatividad neoliberal? ¿Cómo combatir una política que es de inmediato modo de vida? Con el neoliberalismo la vida misma se entreteje, bis a bis, con las categorías de la postmoderna economía política (la deuda, la extracción, el consumo, la moneda, el crédito). Dice Lazzarato, lo extra-económico mismo (la subjetividad, la moral, los proyectos, el tiempo) se desenvuelve a partir de la razón económica..[17]


La gubernamentalidad neoliberal –que es también la gubernamentalidad del estado mismo– refiere entonces a múltiples mecanismos, acuerdos y dispositivos (jurídicos, comunicacionales, monetarios, de representación política, etc.)[18] tendientes a orientar –producir saberes, valores y regulaciones– las prácticas sociales a un ideal de optimización por la vía de la producción de renta para los actores sociales.

La perspectiva de Foucault –la problematización– consiste en la acción del pensamiento que surge no de una natural voluntad de pensar, sino de la presencia de signos pululantes de indeterminación de ciertos aspectos de la realidad del  mundo que hasta el momento creíamos estables. Siguiendo a Nietzsche, pensar es activar una voluntad en torno a una interpretación que se descubre insuficiente o adversaria y descubrir que no hay hechos sino interpretaciones. No hay positividades, sino por efecto del encuentro de fuerzas.


¿Se da hoy fuente alguna de problematización que no sea la que el propio neoliberalismo se pone a sí mismo para seguir desplegándose? Por ahora sólo podemos agregar lo siguiente: en el terreno social, la problematización deviene inseparable de la emergencia de contraconductas (y hay que retener que las contraconductas no adquieren su rasgo problematizador a partir de una voluntad estética o nostálgica sino de sus prácticas efectivas al interior de dispositivos concretos, cuyas líneas –de visibilidad, de enunciación, de poder y de deseo– alteran, cortándolas, continuándolas más allá, plegándolas sobre sí[19]).
Para el caso de las sociedades gubernamentalizadas –“neoliberales”, de “seguridad” (Foucault) o de “control” (Deleuze)–, las contraconductas se organizan dentro y contra de los dispositivos de las finanzas (la deuda y el crédito); de la representación política; de la seguridad y de la mass-mediatización[20]. La crítica práctica o contraconducta se propone como desafío. Pero un desafío que no se reduce en la discusión de táctica política. Pues como afirma Santiago López Petit[21], el capital se ha hecho uno con la realidad. Y por tanto es la realidad la que se ha vuelto impotente. Ya no es ella quien nos provee de un exterior para la crítica. La renovación del proyecto de la crítica práctica, de la problematización a la altura de la realidad global que se impone requiere de desplazar (violentar, fugar de) la realidad misma.


[1] Este artículo, «Los modos de la crítica en medio de la gubernamentalidad neoliberal» es el primero de una serie de cuatro textos que aparecerán los siguientes viernes y lunes en Lobo Suelto! bajo el título común de «De Foucault a Marx, el hilo rojo de la crítica» (el resto son «Pastorado y gubernamentalidad», «Prólogo al Neoliberalismo» y la Coda: De Foucult a Marx). En conjunto retoman las reflexiones desarrolladas a lo largo de dos años en el grupo “De Marx a Foucault”, coordinado por Diego Sztulwark. 
[2] Virno, Paolo; Ambivalencia de la multitud, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2011.
[3] Benjamin, Walter; “Sobre el concepto de historia”, en Obras Completas. Libro I/vol. II, Editorial Abada, Madrid, 2008.
[4] Agamben, Giorgio; Estado de excepción, Adriana Hidalgo, Buenos Aires,  2004.
[5] Simondon, Gilbert; La individuación; Editorial Cactus y La Cebra Ediciones, Buenos Aires,  2009.
[6] Lazzarato, Maurizio; Política del acontecimiento, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2006.
[7] Instituto de Investigación y Experimentación Política: http://iiep.com.ar
[8] Foucault, Michel; Seguridad, Territorio, Población, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006.
[9] Colectivo Situaciones, Conversaciones en el Impasse, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2009.
[10] Sandro Mezzadra, En la cocina de Marx, el sujeto y su producción; Tinta Limon Ediciones, 2015.
[11] “El neoliberalismo es una forma de vida, no sólo una ideología o una política económica», entrevista a Christian Laval y Pierre Dardot disponible en:
[12] Gago, Verónica; La razón neoliberaleconomías barrocas y pragmática popular, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2014.
[13] Boltansky, Luc y Chiapello, Eve; El nuevo espíritu del capitalismo, Editorial Akal, Madrid, 2002.
[14] Rose, Nikolas; Políticas de la vida: Biomedicina, poder y subjetividad, Editorial UNIPE, Buenos Aires, 2012.
[15] Para una lectura de la posición de Diego Valeriano visitar el blog “Lobo Suelto”, en donde escribe asiduamente. http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/
[16] Ver nota 10.
[17] Lazzarato, Maurizio; La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal, Amorrortu, Buenos Aires-Madrid, 2013.
[18] Deleuze y Guattari ofrecen un razonamiento complementario cuando describen la operación del capital como una axiomática. 
[19] Hay mucho escrito sobre los dispositivos en Foucault. Reenviamos a Deleuze, Gilles; “¿Qué es un dispositivo?” en Michel Foucault, filósofo, Editorial Gedisa, Barcelona, 1990.
[20] Hardt, Michael y Negri, Toni; Declaración, Editorial Akal, Madrid, 2012.
[21] López Petit, Santiago. Hijos de la noche, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2014.

Sobre “El Perro. Horacio Verbitsky, un animal político”, de Hernán López Echagüe

por Diego Sztulwark

¿Es el perro un “animal político”? Preguntar así, dando por sentado lo que entendemos por “político”, equivale a someter a la entera raza canina al rasero de la tradición griega. Pero, ¿guardan alguna relación los perros con la justicia social? Platón lo hubiera negado: lo político, para él, le pertenecía de modo exclusivo al bípedo implume. Y para Aristóteles, en el mismo sentido, el zoon politikón era aquel capaz de palabra. El perro (griego) está en otra parte. Es Diógenes, el cínico (“cínico”, precisamente, procede de “can”: κυνικός); griego sin ser político. Como los perros, el cínico exhibe sus genitales, mea en medio de una comilona, es manso sólo cuando desea comida y luego ladra y muestra los dientes a los poderosos del banquete. El cínico, resumimos,  atraviesa lo político sin hacer él mismo política. ¿Se considera, aunque sea de modo implícito, el juego de parecidos entre Diógenes, el griego, y  Horacio Verbitsky, el “perro”?

HV y el decurso de su vida son presentados como un gran tema, como problema en sí mismo. Contrariamente a lo que se podría creer, sin embargo, “El Perro. Horacio Verbitsky, un animal político”, de Hernán López Echagüe, no es exactamente una biografía. La escritura fuerza un desplazamiento hacia el exterior del género. Aunque se mencionan todos los nombres y acontecimientos que hacen contornean la existencia pública de HV (Walsh; Montoneros; Noticias; ANCLA; Timerman; el comodoro (R) Güiraldes; El Periodista; Página/12; La Tablada; Menem; Scilingo; Kirchner; la Esma; Lanata; Milani; Bergoglio-Francisco y el Cels), no se trata de una investigación sobre la vida y obra de HV (una entrada en la coyuntura larga de por lo menos cuatro décadas). Esa investigación seguirá, en buena medida, pendiente.

Lo que le interesa en este libro es otra cosa. Una pregunta que recorre de modo inevitable la época,  y en particular la coyuntura. Es la pregunta por lo que es –y por lo que podría llegar a ser– hoy el periodismo. Lo que angustia y lo que precisa ser elucidado es la sensación de bancarrota de una práctica organizada en torno al hecho de contar las verdades, en especial aquellas que incomodan a los poderes dominantes; un oficio que requiere de un rigor ético singular, algo así como un coraje desarmado.

Indudablemente, Rodolfo Walsh es la vara con la que se mide esa ética, ese coraje. Es a él a quien se quiere. Pero no al mito, sino al periodista. Lo que obsesiona es la búsqueda de una escritura virtuosa y valiente, jugada, capaz de una experiencia de lo político que no se reduce a unas premisas ideológicas, sino que surge de una capacidad de ir a fondo y contra todo: se es militante por intensificación inmanente del oficio y no porque se tenga un vínculo con esa actividad específica que se llama “militancia”; como si ésta fuera un atributo “exterior”, oficio de político o santificación moral. Walsh es el que interesa, y por eso a Verbitsky no se lo hace quedar bien parado. Walsh es el periodismo añorado, en él la investigación alcanza proporciones ontológicas: cuando se investiga (cuando se interesa por un “caso”, cuando se interroga, cuando evalúa discursos, cuando escribe) se ingresa en un proceso de mutación vital. Está escrito en las primeras páginas de Operación Masacre.

¿Cómo se hace un tema de un no tema? Nietzsche lo ha enseñado: dios ha muerto, bien, okey, pero cómo murió. Acá es un poco lo mismo: el periodismo ha muerto, de acuerdo, pero cómo ha ocurrido. Éste, y no HV –a quien se lo remata de entrada presentándolo como un periodista de actitud oficinezca– es el meollo no del todo explicitado del libro. La pregunta es: ¿cómo muere el periodismo hoy?  Y la respuesta (tampoco claramente formulada, pero no cuesta encontrarla) es: muere cuando se convierte en una terminal, en una mera vía de transmisión de una línea discursiva elaborada en otro lado, no importa si ese otro lado es un poder político, un poder empresarial (“todas las fuentes”) o, como hoy sucede, un mix de ambos.

Sobre esta agonía que inevitablemente invoca el nombre mítico de Walsh se sobreimprime y palidece la vida mítica de Verbitsky. Pero ¿es HV un mito? Pongámole que sí: ¿es un mito interesante? El mismo HV comenta al respecto: “Si querés entender las raíces del mito, son estas: yo soy judío y soy montonero y estoy en Human Right y viajo a los Estados Unidos. Han construido un personaje mítico, ya no hay persona, soy un mito. Yo me río de eso”. Y tras esa risa está el tipo que leemos domingo tras domingo desde hace treinta años, uno de los más duraderos hábitos de la política argentina; el tipo que construyó un lugar de enunciación, que alcanzó un lugar de visibilidad único, en el que muestra lo que quiere mostrar casi sin ser visto.

Para el autor de “El Perro” se trata de su propio deseo de periodismo. Para muchos de nosotros, en cambio, se trata de consumar la cuenta pendiente del testimonio de HV: la necesidad de un balance por fin exhaustivo y público –aunque sepamos de antemano que esa transparencia es imposible– que ayude a evaluar desde una perspectiva libertaria los últimos cuarenta años de historia del peronismo.

Poder y lengua de las finanzas

por Verónica Gago y Diego Sztulwark


La cuestión financiera está en el centro de la coyuntura política. Es la matriz que conecta de modo cada vez más evidente las problemáticas del flamante gobierno griego de Siryza con los debates latinoamericanos alrededor del papel de las inversiones chinas como nueva potencia mundial.
El libro  El Minotauro Global  escrito por el ahora ministro de finanzas griego Yanis Varoufakis elabora un diagnóstico de la crisis de 2008, en la tónica de un ensayo de macroeconomía marxista, que vuelve a ser leído bajo el dinamismo del escenario sudeuropeo. ¿Qué pasó entonces? Dice Varoufakis: “Mi respuesta evocativa es: el crack de 2008 tuvo lugar cuando un animal llamado el Minotauro global fue herido de manera fatal. Cuando gobernaba el planeta, su puño de hierro era implacable, su dominio inescrupuloso”. El bestiario se renueva: ya no el Leviatán hobbesiano, marino y estatal, sino un minotauro planetario, laberíntico y devorador, de tipo financiero que toma forma a principio de los años 70 en Estados Unidos, como parte de una estrategia imperial. El investigador italiano Christian Marazzi, al reseñar ese libro hace unas semanas en el periódico italiano  Il manifesto  escribió: “ (…) el experimento Syriza, de estar ‘dentro y contra’ del sistema monetario y financiero europeo, representa el primer intento de ‘verticalizar’ los movimientos, de hacer transitar necesidades, reivindicaciones, aspiraciones desde los lugares concretos para hacerlos expresar en un único plano institucional adecuado, aquel europeo donde se juega la partida decisiva. Vieja táctica para una nueva estrategia, y el inicio, en tanto extenuante, convincente”. Es Marazzi, editado recientemente en castellano con su libro  Capital y lenguaje  (Tinta Limón, 2014), quien traza el mapa que llevó “hacia el gobierno de las finanzas”. La geopolítica financiera es clave en su análisis para pensar lo financiero ya no de modo parasitario o ficticio, sino como una nueva modalidad de captación y dirección de valor que no pasa por los circuitos productivos tradicionales. Los “ejercicios de éxodo del imperio financiero y monetario” a los que Marazzi apuesta, parecen encontrar en la experiencia griega una constelación de problemas comunes.
¿Democracia de las finanzas?
En todo caso, queda por hacerse la relación entre la crisis del “Consenso del Minotauro” con las revueltas latinoamericanas, tal como lo ha notado el antropólogo argentino Miguel Mellino en otra reseña del libro de Varoufakis. Es ese análisis lo que permitiría complejizar el tipo de vínculo entre las experimentaciones institucionales a nivel europeo y a nivel sudamericano, especialmente yendo más allá de la idea que las finanzas pertenecen a los lejanos años 90 y a un tipo de neoliberalismo ya conjurado. Un aporte de suma relevancia para este enfoque es el libro  La dictadura del capital financiero. El golpe militar-corporativo y la trama bursátil , escrito por Bruno Nápoli, M. Celeste Perosino y Walter Bosisio (Peña Lillo y Continente, 2014) porque al hablar de “dictadura del capital financiero” los autores hacen teoría política contemporánea a partir del archivo del pasado, investigando la relación entre legislación económica, cúpula empresaria (nacional y extranjera) y poder militar a partir de los registros de la Comisión Nacional de Valores (CNV). Amplían así, en un mismo movimiento, la temporalidad de análisis (ya no sólo el período 76-83), sino también los conceptos (ya no sólo complicidad cívico-militar, sino normalidad fraguada de una dictadura militar-corporativa).
Si damos crédito a la idea de que el capital, en su cara financiera, se ha constituido en el contenido político de una forma dictatorial de gobierno de las personas y las sociedades cabe preguntarse por su opuesto: ¿qué sería una democracia de las finanzas?, ¿qué tipo de invención política es capaz de abrir lo financiero en campo de batalla contra el capital? Podría llamarse democracia de las finanzas a la apertura de lo financiero a una disputa social y política transformadora de las sociedades, inseparable de una desvinculación de la moneda respecto de los dispositivos de valorización neoliberal y de comando político imperial, por medio de la invención de una moneda de uso común. Pensar a fondo la dictadura permite penetrar en los misterios de la democracia, cuyas inercias amenazan frecuentemente con devorar el tiempo presente.
Las retóricas liberal-institucionalistas de cuño liberal que impregnaron los procesos de la llamada “transición democrática” latinoamericana de los años 80 no realizaron cabalmente esta tarea sino que se limitaron a plantear un esquema funcional a lo que Alejandro Horowicz caracterizó como “democracias de la derrota”: la retirada del poder militar y la conformación de gobiernos constitucionales sin poder de transformación social. Este esquema, omnipresente entre políticos, organismos internacionales y cientistas sociales, se plasmó en un consenso que reducía ferozmente lo político a unos pocos principios incuestionables: su comprensión estrecha como mera forma de gobierno, en la que el conflicto político, de por sí indeseable, sólo podía ser planteado en términos de la alternativa simple entre democracia o dictadura; una restricción de lo democrático a ciertas zonas y superficies del andamiaje institucional constituido; una reducción feroz de la complejidad de procesos sociales a una comprensión lineal de la temporalidad histórica.
Expansión del capital
Durante la década siguiente, la del neoliberalismo obsceno, la cuestión democrática fue fácilmente subsumida en la gubernamentalidad de un estado volcado a satisfacer la lógica de los mercados en la conocida secuencia de endeudamiento, privatizaciones y ajuste. Esta segunda fase de la democracia de la derrota termina en la crisis de 2001.
A partir de entonces lo democrático se desarrolla en la paradoja según la cual lo neoliberal deslegitimado reproduce su poder por vías impensadas: no se trata sólo de organismos nacionales e internacionales de crédito o el ensamblaje mediático concentrado, sino también de los modos bajo los que el neoliberalismo ha devenido modo de vida y razón funcional, y que el estado de retórica populista del que se espera la emancipación democrática permanece profundamente articulado por esta lógica de la cual no sabe o no puede desprenderse. Esta tercera fase de la democracia, la que nace en las condiciones de la crisis de 2001, es mucho más conflictiva y abierta, porque es mucho más disputada y, por eso, no es evidente incluirla en la secuencia de la democracia “de la derrota”.   Sin embargo, como señala el libro Restricción eterna: el poder económico durante el kirchnerismo , de los economistas e investigadores A. Gaggero, M. Schorr y A. Wainer (Futuro Anterior & Crisis, 2014) tras la crisis de posconvertibilidad (2002) también debe analizarse un pasaje: de una extranjerización por “desposesión” de carácter más bien “extensivo” (privatizaciones) en los años 90 a un tipo de expansión del capital extranjero de forma “intensiva” o “en profundidad”. Ambos libros subrayan la necesidad de derogación en nuestro país de la Ley de Inversiones Extranjeras y la Ley de Entidades Financieras, ambas parte nodal de la trama bursátil originada en la dictadura. Son estas leyes las que tienen mucho que ver con que las divisas generadas por vía exportadora se conviertan en una “capacidad de veto” sobre la orientación estatal e influyan en la oscilación de la balanza de pagos.
Pensar a fondo la dictadura supone trascender al menos estas tres inercias del liberalismo: la ideología liberal-institucionalista; la liberal de mercado; y la liberal populista (que permanece nacional-liberal, seguramente a pesar suyo, en la medida en que no ha conseguido pensar de un modo no mistificado la idea de igualdad social). La cuestión democrática en tiempos de gobierno de las finanzas se ve intensificada en la medida en que es tomada por aperturas radicales de sujetos y vocabularios de lucha surgidos en las décadas de impugnación de la agenda neoliberal, capaces de imaginar y practicar la conjunción de esos términos que parecen incompatibles: democracia y moneda.

La Salada en el ojo de la tormenta: la otra escena de la disputa financiera

por Verónica Gago y Diego Sztulwark

Las imágenes de las topadoras casi de madrugada levantando los fierros flacos que eran el armazón de los casi 7 mil puestos que bordeaban el Riachuelo y que constituían la parte más precaria de la feria La Salada, conocida como feria La Ribera, no son sólo un episodio ordenado por la justicia. Además de la campaña electoral en marcha, que siempre tiene en la ya famosa feria un lugar de disputa ineludible, hay una interpretación más que debe yuxtaponerse. En La Salada se juega otra escena de la disputa financiera, estrechamente vinculada a las especulaciones sobre el dólar, la capacidad de intervención del Banco Central y la disputa sobre el consumo popular y las reiteradas amenazas del ajuste que, desde muchos sectores, se pide a gritos.
Informalidad y consumo popular
No es casual que la campaña mediática contra la feria de La Salada ha escalado estas últimas semanas. A las habituales denuncias de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), como representante de empresas que se creen desfavorecidas por una competencia que evade impuestos, se suma ahora, en un año electoral, una ofensiva de mayor significación política.  Para comprender esta combinación de intereses es necesario situar a La Salada como la saliente más notable de un fenómeno más general: el hecho que haya sido la informalidad el territorio más apto para la extensión del consumo popular. Primero, como modo de atravesar y salir de la crisis; luego, como componente dinámico del posterior crecimiento de la economía.
Críticos de inspiración muy distinta (que argumentan en base a la ley o según una cierta idea de la moral) convergen en el cuestionamiento de este ensamblaje entre economía informal y generalización del consumo. Esa convergencia tiene un efecto simplificador. Se apunta a denunciar el carácter ilegal de la feria sin reparar en la enorme eficacia que ha adquirido para mantener el consumo popular por debajo de los índices de inflación y las super-ganancias que se juega en la economía legal.
Cuando se repara en la serie de denuncias publicadas durante las últimas semanas se puede observar, además, cómo los informes que se difunden desde agencias gubernamentales de los EE.UU se basan exclusivamente en artículos periodísticos de los medios que luego amplifican la importancia de tales informes.
Prensa sobre prensa
El informe del Departamento de Comercio norteamericano (The Office of the United States Trade Representative “USTR”, con fecha 5 de marzo de 2015), que incluyó a La Salada en el reporte de los “mercados notables” (Review of Notorious Markets), está hecho a partir de información pública y elabora una lista que “resalta una selección de mercados online y físicos que, según consta, están comprometidos y facilitan piratería sustancial de derechos de autor (copyright) y falsificación de marcas registradas”.
El argumento de esta pesquisa se centra en que estas prácticas “causan pérdidas financieras significativas para propietarios de derechos y negocios legítimos, socavando ventajas comparativas cruciales de EEUU en la innovación y la creatividad y en detrimento de los trabajadores Americanos, y pueden plantear riesgos significativos para la salud y la seguridad de los consumidores”. Sin embargo, plantea explícitamente que “la lista no pretende reflejar hallazgos de violaciones legales, ni refleja el análisis del gobierno de EEUU de la protección de derechos intelectuales (IPR- Intellectual Property Rights) y del clima de aplicación en los países involucrados”. El informe, entonces, no produce ninguna información novedosa que no se hallara ya publicada, no tiene precisiones legales y sólo subraya la “escala” de los mercados tomando como parámetro las ventajas unilaterales de Estados Unidos.
La acusación al gobierno argentino cuando se habla de La Salada dice: “Los vendedores de mercadería falsificada o robada operan abiertamente, sin restricciones, ya que se sabe que los controles son pocos y, en el mejor de los casos, solo intermitentes. A pesar de los reclamos del gobierno de los Estados Unidos y de la Comisión Europea para abordar la falsificación y la piratería en La Salada, el gobierno de Argentina tolera la venta de contrabando en el mercado. Los informes de prensa indican que el dueño del mercado ahora opera un doble mercado online, LaSalada.com.” (disponible acá)
Espiral mediático
Este informe –una vez más: que sólo se basa en información publicada pero que se replica nuevamente sobre los medios- motivó una nota del diario La Nacióntitulada “EE.UU. apunta a Cristina por La Salada” (6.3.2015), donde además se hace hincapié en que la delegación oficial de visita comercial a Angola incluyó a representantes de la feria en su comitiva.

 

Una semana después, Clarín reprodujo una nota publicada en el diario El País de España, con el título “La Salada, el gran mercado negro de Latinoamérica” (14.3.15).

Ya el 26 de enero La Nación le habría dedicado un editorial cuando La Salada amenazaba con reproducirse, como “saladita”, en la mismísima avenida Santa Fé (“La Salada, un mal que se multiplica”). En los últimos días, se puede ver en La Nación la destrucción captada desde un drone, al ritmo de una guitarra acústica (ver nota)
Si la impugnación legal apunta a la evasión de impuestos, la crítica moral, desarrollada no pocas veces bajo el amparo del denuncialismo de líderes como Gustavo Vera, apunta a las condiciones bautizadas, también mediáticamente, como “esclavas” al interior de los talleres textiles; situación que no es para nada exclusiva de La Salada, sino que compromete a importantes marcas textiles comerciales de alta gama que sumergen parte de su producción en estos mismos talleres. Pero que quedan generalmente “a salvo” en los medios cuando se criminaliza a los trabajadores migrantes.
La campaña de descrédito sobre La Salada ilumina el carácter precario de los dispositivos de inclusión popular en el consumo, que se extiende a otros rubros y se ramifica por todas las ciudades del país. Pero no lo hace en función de situar a estos sectores sociales como la base para nuevos diseños institucionales, capaces de reorientar esta vitalidad hacia el corazón de la economía nacional, combatiendo los procesos de mafialización, racismo e ilegalización de contingentes enormes de trabajadores, sino que emplea el argumento moral y el legalista a favor de una restricción del consumo de quienes serán más perjudicados por la inflación.
La Salada, China y el dólar blue
Mientras tanto, una nota en el diario El Cronista Comercial del día después del desalojo en Lomas de Zamora traza un vínculo entre el comercio de La Salada y el aumento del dólar blue (ver nota)
El argumento es el siguiente: uno de los mayores demandantes de dólares proviene de la venta informal. Especulando sobre la brecha entre dólar oficial y blue, el artículo sostiene que para disminuirla, “el gobierno entró en guerra con uno de los principales demandantes: la venta de mercadería ilegal, al desalojar ayer 10.000 puestos de La Salada con topadoras”.  La explicación involucra a China, ya que según los datos de la Fundación ProTejer dedicada al análisis del sector textil, “el 35% de los containers que llegan de China se pagan de manera ilegal en puerto, tanto de Buenos Aires como del interior”. De esto se deriva que un tercio del monto total de las importaciones de productos textiles chinos (u$s 500 millones) se pagarían con dólar blue. Para este análisis, el logro de las medidas de Alejandro Vanoli en el BCRA al disminuir la brecha entre los distintos tipos de cotizaciones tiene un efecto: “la bicicleta financiera dejó de ser negocio, ahora gran parte está yendo directamente al ‘Colchon Bank’”. Pero los operadores de mesas de dinero que antes compraban lo que  en la jerga llaman “puré” (el ahorro que se compra para revender), dejan de hacerlo porque, de nuevo, ya no es negocio especulativo. Eso redunda en que, según esta lógica, habrá menos billetes puré en oferta para bajar el blue. Bajo esta secuencia, se señala a la economía informal como la principal perjudicada y sobre la que ahora el gobierno dirigiría sus cañones.
Este modelo de intervención estatal que se intenta fundar en el combate a la ilegalización financiera anuncia una nueva inflexión en el juego entre consumo y democracia que viene de los años 90, de neoliberalismo duro. Desde la masificación de la tarjeta de crédito, el consumo a cuota y el endeudamiento a la elevación a rango constitucional del derecho del consumidor, se profundizó el proceso de capilarización financiera de lo social.
Durante la última década, la expansión financiera y de dinámica de bancarización fue orientada a la extensión del consumo y a las políticas de inclusión. Como parte de este giro, y de las diputas de poder en el mundo de las finanzas, una eficaz coordinación de agencias estatales intensificó la persecución a la evasión de grandes actores financieros. La actual campaña contra la feria de La Salada esboza la elaboración de un nuevo tiempo político de cara al año electoral: una nueva inflexión sobre el mundo de las finanzas orientadas a reducir los ilegalismos del mundo popular a favor exclusivo de ilegalismos de la economía concentrada, es decir, de una regulación restrictiva del consumo.
La disputa por los billetes
El economista Federico Sturzenegger(ex director del Banco Ciudad y actual economista en campaña por el PRO) escribió una columna de opinión esta misma semana en la que propone que más que debatir si hay que emitir o no billetes de 500 pesos por la celeridad con que se consumen los de 100, lo que habría que hacer es directamente eliminar los de 100. El argumento es, de nuevo, contra la economía informal: “el efectivo facilita enormemente las transacciones de la economía informal. Obviamente, muchas operaciones formales se hacen con efectivo, pero las informales sólo pueden hacerse con efectivo. Entonces, ¿cual sería el motivo por el cual querríamos mejorarle la eficiencia a la informalidad? Es claro que los billetes de mayor denominación harían justamente eso”. (ver nota)
La “mala forma” de la economía argentina de la que habló la semana pasada Roberta Jacobson, subsecretaria de Estado para América Latina, seguramente será parte de la discusión de este fin de semana en la VII Cumbre de las Américas de este fin de semana en Panamá. Su planteo fue efectivamente en una reunión preparatoria a este evento y con datos que extrajo del segundo informe norteamericano que se citó en estos días, titulado «Proyección nacional de comercio exterior», proveniente de la misma oficina (USTR) que condena a La Salada.
Lo que está en juego, de modo inmediato, es la intención de implementar un ajuste económico vía restricción del consumo. Las denuncias de las condiciones delictivas de la articulación entre informalidad y consumo popular revelan la precariedad en la que se sustenta el crecimiento del mercado interno de los últimos años, desafiando algunos puntos oscuros de la retórica oficial y relanzando la pregunta sobre la entronización de principios alternativos de economía popular contra el ajuste.

Encuentro de Judíos progresistas. Una crónica

por Rafael Abramovici

El esperado  encuentro se desarrolló en el amplio auditorio de FOETRA en la calle Hipólito Yrigoyen el miércoles 23 de abril  y según se informó durante el plenario fue colmada su  capacidad con 800 presentes y el número de firmas que se vienen sumando por este llamamiento  de ´argentinos de origen judío´ se ubicaba entre los  3000 a  3500  firmantes .

La crónica del evento que publicó Página 12 al día siguiente brinda una primera información suficiente y adecuada  acerca de la organización, de los oradores como del clima emocional reinante.

Las adhesiones de político de distinta procedencias  fueron numerosas, predominando las corrientes afines al kirschnerismo aunque no exclusivamente.

El emocionado himno nacional entonado al inició fue acompañado de la proyección de fotografías  de la inmigración y de aspectos de las más que centenaria  vida comunitaria, social y política  judía/argentina o argentina/judía como también imágenes de personalidades judías recordadas por sus aportes culturales y científicos.
Personalmente me sentí conmovido en varios momentos y ante distintas y variados enunciados tanto de la conductora Miriam Lewin como de los distintos claros y elocuentes  oradores.

Éramos muchas y muchos  provenientes de distintas generaciones nacidas en el país, historias y trayectorias, de izquierda, del sionismo crítico de izquierda, demócratas etc.  Se aplaudió mucho y muchas expectativas se  cumplían y otra tantas nacían: los judíos argentinos o argentinos judíos (formula compleja superadora de la insulsa ´judíos de origen judío´ tal como Jorge Schussheim criticó y reformuló en sus palabras como orador) otra vez se agrupaban retomando y acercando la potencial participación masiva crítica , de izquierda, humanista y ética que tanto extrañábamos en el quehacer político  argentino después de las noches negras de la dictaduras, del menemismo  y de la usurpación de la representación política y cultural judeo argentina por la Daia y la Amia bombardeada. 

Fueron recordados los judíos argentinos desaparecidos y torturados doblemente por su condición de tal durante la última siniestra y genocida dictadura militar  así como la de los judíos combatientes muertos en la guerra de Malvinas.

Yo, particularmente aunque no creo que haya sido el único,  recordé mucho a León Rozitchner y le conté de ello a Diego Sztulwark quien me propuso escribir esta nota. Le escribí a Diego:  «Si, fuí.  La verdad es que faltaba León…..    Estuvo bueno!!!!».
Y él me contestó: ¡Por favor, contá mas!

Incluso si te animas podrías hacer una reseña de encuentro para Lobo diciendo porque falto León, sería muy bueno, algo rápido, pegado a lo que paso, a lo que vos sentiste en todo caso, una página para publicar este fin de semana o el lunes, que te parece? Y acá estoy contando algo de lo que me/sucedió el miércoles.

Faltaba León…   Estoy seguro que le hubiese gustado mucho a él esta movida. Quizás podría haber estados entre los impulsores del llamado, quizás hubiese sido un potente orador él también esa noche. Quizás…

León no estuvo porque nos dejó físicamente un septiembre de 2011. Solo por ello no estuvo. Pero ¿cómo saber cuánto de lo que aconteció el último miércoles   no fue porque León vivió tantos años sosteniendo mucho o todo de lo que  elocuente y valientemente se dijo .  El habló y escribió   muchas veces,  sin disociar y desde una perspectiva integradora,  de los grandes temas que se irán debatiendo en futuros encuentros por este renovado encuentro. Lo hizo con ´fuerza y valentía´ usando palabras de Schussheim.  Lo hizo muchas veces en  cierta soledad  cuando no  ninguneado o con una izquierda sionista que tenía una real pero limitada simpatía por el autor del «Ser Judío»  (argentino) que había elegido no ser sionista y  territorializarse  judío siendo a la vez y con pleno derecho  argentino en un país  con tanto fascismo y antisemitismo. Comprendía que otros optarán  por ser judíos israelíes después del genocidio nazi en el difícil pero imprescindible descenso de la esfera celeste religiosa en la que el antisemitismo y los beneficiosos negocios de rabinos aburguesados y burgueses ritualistas nos desterritorializaban de un mundo real, práctico , humano y vivible.

Acá o allá en Israel  la tarea de despojarse de los aspectos de derecha y de los  equivocados imaginarios –más tarde , en La Cosa y la Cruz los desarrollaría  como-  cristianizantes , es decir, de la  transformación  en la historia del capitalismo del judío en  ´judíos del cristianismo´ capitalista.

Desde la izquierda  costaba y cuesta que un judío como él que se  afirmaba en el  Marx del ´ser genérico´ desplegara su pensamiento mater-ialista radical y desde un ´Freud y los límites del individualismo burgués´ cuestionara a la ´Izquierda sin Sujeto´ , marxistas economicistas y con la subjetividad organizada desde el sádico despotismo del superyo cultural burgués.

Muchos grandes amigos en el peronismo revolucionario no le alcanzaron para ser un argentino peronista pues muy lejos de ser un antiperonista ya en la revista ´Contorno´y luego en el  «Perón, entre la sangre y el tiempo» cuestionó   lo mismo que hizo con izquierdistas, sionistas, psicoanalistas ´convencionales´ :  los  límites que les/nos impiden prolongar los cuerpos individuales aterrorizados en el cuerpo afectivo común y colectivo,  los límites    para profundizar el entendimiento de los obstáculos objetivos y especialmente subjetivos que impiden lazos mater-iales y fraternos revolucionarios en el pueblo y el proletariado peronista, en los judíos perseguidos/perseguidores, en psicoanalistas individualistas  o en comunista burocratizados y acomodados.

Reflexiono y pregunto: ¿faltaba León o no me terminaba de dar cuenta  hasta ahora ,gracias al pedido de  Diego,   de cuán presente estaba  León  el  miércoles en todos los  que ansiosamente nos manifestábamos por  conformarnos en un sujeto colectivo judeo argentino revolucionario?

Meschonnic y las micropolíticas

(Sobre Spinoza, poema de pensamiento[1]).

por Diego Sztulwark



I.
Los textos de Henri Meschonnic afirman una política del poema y de la traducción. Esa política concierne al lenguaje y a su potencia de transformación: a una interacción entre lenguaje, ética y política capaz de crear modos de vida.

Esa actividad concierne al sujeto del poema, que es diferente al sujeto del psicoanálisis o al de la filosofía (pero también al del “amor” a la poesía). El sujeto del poema se singulariza en la oralidad: carga al signo con las fuerzas del cuerpo e introduce afectos en los conceptos. En todo “nominalismo de los vivos” hay sujeto de poema. También lo hay en la risa ética de la teoría, que no es sino una reflexión sobre aquello que aún no sabemos. El sujeto del poema subjetiva el lenguaje contra el orden, transformando y transformándose: inventando vida virtuosa.   

Esta política depende de una crítica; de una crítica del ritmo al signo. Del ritmo, sí, que es rastro del cuerpo en el lenguaje. Significante mayor: marca de las fuerzas que animan y hacen decir a las palabras. La crítica del ritmo se rebela contra el reino del signo autonomizado; contra el modo en el que el signo, separado, se vuelve borrante del cuerpo.

Crítica es guerra, sí: pero no polémica. Porque no se trata de vencer, sino de historizar, de mostrar funcionamientos y de inventar. Crítica del genio de la lengua (sea el hebreo o el griego, el alemán o el francés). Crítica del saber interpretativo que extrae sentido de la letra y la palabra. Crítica, en definitiva, del puro signo. Del modo en que el signo puro semiotiza lo social. Crítica de lo teológico político. Del modo en el que lo “semio” (signo espiritualizado) comanda el sentido.

Crítica y política constituyen el territorio de encuentro de Meschonnic con Spinoza en un bellísimo libro que Hugo Savino está terminando de traducir y que presentaremos en breve en Buenos Aires: Spinoza, poema de pensamiento

II.

Meschonnic corta cabezas a mansalva. Es el escándalo mismo: un poeta masacrando filósofos. Roza lo insoportable. ¿Qué ve este poeta serial en Spinoza? Un antídoto contra la filosofía: el Lado Spinoza de la vida como antídoto contra el Lado Descartes (o el Lado Hegel) de la vida. Que es como decir: Lado Inmanencia contra Lado Trascendencia. Lado Natura (de la radical historización) contra Lado Teológico (en el que se funden lo sagrado, lo divino y lo religioso).

Spinoza como poema de pensamiento es una cima desde la cual reprocharle a la filosofía académica su tentativa por hacer del spinozismo un sistema explicativo, de hacer de Spinoza un hecho pedagógico; y a los intelectuales “comprometidos” (pero también a los estetizantes) por haber cedido a la separación entre política y lenguaje: política sin poema y lenguaje despolitizado son fórmulas de retorno a la heterogeneidad de las categorías de la razón, de inmersión en lo abstracto y de pérdida de potencia de transformación. 

Meschonnic encuentra poema de pensamiento en el funcionamiento del lenguaje de Spinoza[2]: en la  la unidad  del afecto y el concepto; en la interacción entre lenguaje, ética y política. Encuentra allí la fórmula del antídoto contra la interminable insistencia que separa la vida humana en cuerpo y alma. Es una cuestión de lenguaje: no hay “unión” sino “unidad” entre cuerpo y alma. Este tipo de indicaciones vuelven atractivo al libro. Un libro que es también problemático porque cuestiona a los comentaristas y pensadores que nos han enseñado a amar a Spinoza.

III.

Leer a Meschonnic no es cosa sencilla. Él mismo enseña que el sujeto de la lectura sólo emerge en una segunda lectura. Dicho de otro modo: es en la relectura que se engendran las preguntas que nos detienen o aceleran, que nos obligan a hacer nuevas conexiones. Sin ese tiempo de las preguntas seríamos devorados por el texto. Por eso leer es entre otras cosas tomar conciencia de las citas con las que funcionamos; poner junto al texto problemas que no son del todo los del autor, o tal vez sí, solo que el lector está llamado a desplazarlos, a introducir su propio replanteo. Sin enfrentarlo a nuestras preguntas, sin confrontarlo con nuestras citas, ¿para qué Meschonnic?

Y el problema es el carácter teológico del signo que no deja pensar, ni saber que no se piensa. Y no se piensa porque este carácter teológico del signo supone una posposición eterna de la sensibilidad sin la cual no es posible la elaboración de nuestras verdades. Es esta eminencia espiritual del signo la que provoca la enemistad de Meschonnic y la que, para mejor comprenderla, me impulsa a extender el planteamiento por medio de citas que no le son afines y que me resultan indispensables. Meschonnic deviene así, un interlocutor tan inesperado como privilegiado para las micropolíticas (asunto que no debería sorprender en la medida en que las micropolíticas conciernen a la dimensión activa de la sensibilidad de toda política).     

IV

Por ejemplo, Félix Guattari. También para él se presentaba la cuestión de los signos.  Hace décadas ya selañaba la afinidad entre máquinas semióticas de producción y orientación de flujos y formaciones capitalistas tanto a nivel de la constitución de lo social como del individuo mismo.[3]Era sumamente sensible a la actividad semiótica en el centro del funcionamiento del Capitalismo Mundial Integrado,  en que el signo independizado se torna materia espiritual y anima tanto el mundo imaginario postmoderno como las técnicas de control.[4]

Tras Guattari, Franco Berardi. Bifo retoma esta cuestión del semio-capitalismo como “régimen económico que se alimenta del trabajo mental de un número ilimitado de trabajos precarios y fractales”, una forma de capitalismo “conectivo” en el que la compatibilización digital tiende a colonizar la sensibilidad.[5]El semio-capitalismo define un modo de producción predominante en una sociedad en la que “todo acto de transformación puede ser sustituido por información y el proceso de trabajo se realiza atreves de la producción de signos”. La semiotización de lo social opera coaccionando: toda diferencia será festejada si abandona su capacidad para diferenciarse por su cuenta. Toda diferencia será alentada si se esfuerza por volverse código compatible.

Y Paolo Virno, claro. Interesado en Marx, Virno verifica el ingreso del lenguaje a la producción: “en el postfordismo –escribe– el general intellect no coindice con el capital fijo, sino que se manifiesta principalmente como interacción lingüística del trabajo vivo”.[6]

Conectividad y lenguaje aparecen, así, como operadores fundamentales en el semiocapitalismo. En el semio-capitalismo reina el signo. Y es solo a través del signo así sacralizado que se valoriza el capital, que se produce el mundo como capital.

En el mismo sentido funciona la noción de producción de pseudo-mundos en Maurizio Lazzarato. Para realizar una mercancía -escribe- el capital crea el mundo en el cual los posibles existen como signos (imágenes publiscitarias, por ejemplo) que se actualizan en los cuerpos bajo la forma de cambios en la sensibilidad.[7]La mercancía vale como signo de realización de ese mundo. Suely Rolnik muestra bien cómo la realización del mundo en la mercancía actualiza la promesa del paraíso de la religión.[8]Trabajamos por el éxito, el éxito es la adecuación a signos paradisíacos.

Y Christian Marazzi, que hace foco en cómo funciona el lenguaje en la organización del capital financiero, creando convenciones para que millones de ahorristas de todos los tamaños puedan orientarse sin apelar a referentes corpóreos. El virtuosismo del lenguaje –puesto a coordinar acciones estratégicas y especulativas– ordenando los flujos de inversión.[9] 

El capitalismo se vuelve “semio” en el momento en el que el alma abandona al cuerpo, como dice Deleuze para referirse al momento en que la fábrica es abandonada por la empresa, y en particular, por el departamento de ventas.[10]El “semio”, del semio capitalismo, por todos lados.

V.

Walter Benjamin ya lo había visto cuando tituló unos apuntes breves: “el capitalismo como religión”: lo teológico político persiste secularizado. Persiste como política sin transformación y lenguaje ultra-retorizado. Sobre este punto insistía León Rozitchner en sus últimos escritos[11]. Hay una afinidad evidente entre su las críticas de su “izquierda sin sujeto”[12]y las retóricas que se acomodan a lo que Meschonnic ve como el discontinuo teológico, como discontinuo entre cuerpo y signo, como preeminencia del signo, del signo borrante del cuerpo (esa afinidad expresa una común incomodidad frente al estructuralismo).Para Rozitchner la espiritualización del signo, eso que Marx llamaba fetichismo, se opera –castrándolo- en el cuerpo afectivo. Cuerpo contra cuerpo entonces. Cuerpo-Afecto contra Cuerpo-materia devaluada por la exaltación de una razón separada. Cuerpo-Resistente historizado contra Cuerpo-Fetiche espiritualizado por medio de una estetización/semiotización generalizada.

Leer a Meschonnic con Rozitchner permite socializar la potencia política del poema contra aquello que Guy Debord llamaba en La sociedad del espectáculo la unión “de lo separado como separado”.

Me es imposible leer a Meschonnic sin ciertas citas.

VI

Spinoza, poema de pensamiento es el intento por refutar la idea según la cual una filosofía construida more geométrico (como está construida la Etica de Spinoza) excluye la hipótesis de un sujeto creador de sentido. Sólo que este sujeto ya no es el sujeto filosófico apegado a comprender el sentido por medio del signo, sino aquel que surge en la realización de la concatenación potencia-afecto, potencia-concepto, potencia-lenguaje. Es el gran combate del  Tratado Teológico Político: la desacralización de lo divino trascedente.

La vida que este libro de Meschonnic sobre Spinoza pueda tener entre nosotros es aún un misterio. Aunque no es difícil imaginarle vastos territorios sobre los que podría intervenir[13]. En primer lugar, el territorio de la reflexión sobre el lenguaje (una reflexión debilitada según Meschonnic, por el “giro lingüístico”), el terreno de la poesía, del ensayo y del psicoanálisis. En segundo lugar, el de la filosofía y, en particular, el de los estudios sobre Spinoza. En tercer lugar, el territorio del pensamiento político singado por la necesidad de su renovación, sobre todo allí donde los vientos de cambio corren serios riesgos de extraviarse en teorías formalistas, en retóricas declamacionistas y en encierros identitarios.
La actividad del Spinoza de Meschonnic en estos territorios tal vez permita trastocar, hacer trabajar el desencuentro entre el “izquierdismo del pensamiento y su propia incompatibilidad con el intocable signo”. Aprendiendo de Meschonnic a leer en Spinoza el lenguaje como “potencia en acto del intelecto” y como implicación entre “ética y acto de lenguaje”. 

Es lo que entiendo cuando leo que el lenguaje vuelve a ser la guerra


[1]Henri Meschonnic, Spinoza, poema de pensamiento; Editorial Cactus y Tinta limón ediciones, Bs-As, 2015- 
[2] En su modo de “mal tratar” -es decir, de bien-escribir- el latín
[3] Félix Guattari, Líneas de fuga, por otro mundo de posibles, Ed. Cactus, Bs-As, 2013.
[4] Francisco José Martinez; Hacia una era Post-mediática, ontología, política y ecología en la obra de Félix Guattari, Ed. Montesinos, España, 2008
[5] Franco Berardi (Bifo), Generación Postalfa. Patologías e imaginarios en el semio-capitalismo; Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2007.   
[6] Paolo Virno, “Diez tesis sobre la multitud y el capitalismo postfordista”; en Gramática de la multitud.
[7] Mauricio Lazaratto, Políticas del acontecimiento, Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2006
[8] Suely Rolnik, “Geopolítica del rufian”, en Micopolíticas. Cartografia del deseo,  Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2005.
[9] Christian Marazzi, Capital y Lenguaje; hacia el gobierno de las finanzas; Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2013. 
[10] Gilles Deleuze, “Postdata a la sociedad de control”, en Dos regímenes de locos, textos y entrevistas ()1975-1995), Ed. Pre-textos, Valencia, 2007.
[11]León Rozitchner, El materialismo ensoñado, Tinta Limon ediciones, Bs-as, 2011.
[12]León Rozitchner, “Izquierda sin sujeto”, http://www.redroja.net/index.php/pensando-criticamente/2036-la-izquierda-sin-sujeto
[13] Y antes casi no tuvo vida, sólo una pequeña tirada en francés, a cargo de una editorial ya desaparecida

Cuerpo y pensamiento en Spinoza

por Verónica Gago y Diego Sztulwark


Mayo del 68 fue el epicentro de una época de convulsión más amplia. Según el filósofo Gilles Deleuze comenzó en los 50, con los proyectos de autogestión de fábricas en la Yugoslavia de Tito y se extendió transversalmente durante la década del 70 con la elaboración en Italia de la autonomía obrera. Es en esa convergencia –no sólo sesentayochesca, no sólo francesa– donde se produce la última y más perdurable mutación de la imagen que nos hacemos aún hoy de un filósofo que jugará un papel importante, también en términos coyunturales. Hablamos de Baruch Spinoza (1632-1677), bautizado entonces como el “Príncipe de la inmanencia”.

Pero casi medio siglo después, la edición más o menos simultánea de cuatro libros sobre el filósofo excomulgado que vivió en Amsterdam y escribió su obra en latín, vuelve a confirmar su presencia en el mundo de habla castellana y, particularmente, en la Argentina. ¿Cuál es la lectura que se hace de Spinoza más allá de la generación del 68? Tres filósofos y un poeta se proponen descubrir aspectos de su obra para renovar, una vez más, la fuerza de su filosofía, a la que cada generación parece dedicarse como si se tratara de un enigma siempre nuevo.

Dice Toni Negri en el prólogo a Estrategia del conatus, del filósofo francés Laurent Bove, que en los últimos tiempos se suceden tres generaciones de investigadores spinozistas. La primera de ellas, la de Deleuze y de Alexandre Matheron, fue la que inmortalizó el retrato de un Spinoza subversivo, alejado tanto del estructuralismo académico como del estalinismo político de mediados de los años 60. En los efectos de ese proyecto se sitúan los últimos trabajos de Louis Althusser, dedicado a confrontar las filosofías idealistas y a encontrar en Spinoza un apoyo materialista para un Marx sustraído de todo influjo hegeliano.

A partir de los años ochenta, sobresale una segunda generación de filósofos spinozistas: entre ellos se cuentan el propio Toni Negri ( Spinoza, la anomalía salvaje ), Pierre Macherey ( Hegel o Spinoza ), Pierre-François Moreau ( Spinoza y el spinozismo ) y Etienne Balibar ( Spinoza y la política ). Son ellos quienes se dedican a la tarea de articular investigaciones eruditas con problemas políticos derivados del reflujo de la revuelta y el advenimiento de la hegemonía neoliberal. Quizás los trabajos más originales y los que más interés siguen despertando en la Argentina sean los de Toni Negri –cuyo libro escrito en la cárcel de Rebibbia, acaba de ser reeditado aquí por Waldhuter– y los de Etienne Balibar, de reciente paso por Buenos Aires. Mientras Negri busca mostrar la función de un constitucionalismo materialista en la reapertura de un proyecto colectivo de liberación en plena reestructuración de las relaciones capitalistas, los escritos de Balibar enfrentan el ensalzamiento del individualismo liberal apuntando hacia una ontología de la comunicación que lo lleva a la noción de transindividual y a una conexión original con la filosofía de Gilbert Simondon.  Más acá, la tercera generación de investigadores spinozistas continúa con el programa de una inmanencia radical pero su preocupación específica es la localización de la potencia. Allí se ubican los libros recién salidos. Por un lado, el problema de la potencia como la pregunta por cómo se constituye el cuerpo individual y colectivo, como lo propone Laurent Bove en La estrategia del conatus . Luego, la subjetividad de la multitud como sitio en el que se despliega una temporalidad plural, como argumenta Vittorio Morfino en El tiempo de la multitud . Finalmente, la formalización de una conectividad propia de las ideas organiza Spinoza: una física del pensamiento, de François Zourabichvili.  En efecto, el bellísimo libro de Bove (que ya había sido editado por la editorial madrileña Tierradenadie) se dedica a comprender la capacidad de auto-constitución del cuerpo humano –y del cuerpo político– concebido como unidad de afecciones e imágenes de pensamiento –memoria, significados, saberes– que crean lenguaje. La esencia del individuo (persona o comunidad) es productividad deseante, resistencia a las fuerzas adversas de la naturaleza y comercio con el mundo. De allí que el conatus (término latino que designa la fuerza con la que cada cuerpo persevera en su ser) sea inseparable de una estrategia que es constitución y resistencia, es decir, libertad y engendramiento de la vida en común (multitud).

Para el investigador italiano Morfino, interesado por la historia del pensamiento materialista desde la antigüedad greco-rromana, el problema que se plantea es la articulación plural de lógicas en la producción de la subjetividad política. A partir de Althusser y Negri se propone renovar los fundamentos de la inmanencia redescubriendo una modernidad alternativa que pasa por Maquiavelo y Spinoza. Althusser le sirve para resituar  lo político como acción en una coyuntura y Negri para concebir una temporalidad múltiple que se revela como multitud. La potencia política nace como confluencia de lo contingente (los encuentros, la coyuntura) con lo necesario racional (estructura).    Por su parte, Zourabichvili –autor conocido en la Argentina por dos trabajos pioneros sobre la filosofía de Deleuze– se empeña en rastrear una física del pensamiento en Spinoza, una formalización específica de las ideas adecuada a una materialidad distinta respecto de la materia que se organiza en la física mecánica de los cuerpos. Así como crean potencia los cuerpos en lo que Spinoza llama lo extenso, al pensamiento le concierne la creación de formas en una materialidad que le es propia. Se trata, en este trabajo, de acceder a un “hablar spinoziano” cuya sintaxis es la de la simultaneidad diferenciada: el spinozismo es el lenguaje del intelecto infinito, en el cual la formación de ideas adecuadas del cuerpo de los otros deriva de una idea adecuada de nuestro cuerpo en un mismo universo infinito.

Por último, y lejos de la filosofía política del 68, Henri Meschonnic pertenece a la tradición de los poetas, la primera en leer y en celebrar a Spinoza. En su  Spinoza, poema de pensamiento , no se trata de explicar sistemas ni de analizar políticas, sino de dar cuenta del lenguaje de un sujeto. Lo que en el caso del filósofo judío supone conjugar el español (ladino) de un hogar de padres marranos provenientes de la península, el hebreo en que fue educado (llegó a redactar una gramática hebrea en latín), el holandés de la nación en la que vivió toda su vida y latín en el que escribió su obra.

En Meschonnic se distingue la lengua del lenguaje para hacer aparecer al sujeto del poema (distinto al del psicoanálisis o al de la filosofía) como acto de singularización. En el lenguaje de Spinoza se concreta la unidad –y la “unión”– de cuerpo y pensamiento, afecto y concepto, y el ritmo adviene significante mayor.  Deus sive Natura : el pensamiento de lo divino, principio donador de vida, resulta radicalmente desacralizado y se abre a la historicidad del poema (que no es la poesía de género, métrica y rima).

Traductor erudito, Meschonnic escucha el discurso de Spinoza, su modo de retorcer el latín, y encuentra en su concepción del lenguaje como capacidad de crear vida humana la definición ética y política del poema.  La publicación de esta bibliografía al castellano no hace sino enriquecer el campo de los estudios spinozianos, que en la Argentina tiene su dinámica propia entre la filosofía, la política y el poema, animada por una nutrida lista de nombres en la que sobresalen Lisandro de la Torre, León Dujovne, Jorge Luis Borges, Leiser Madanes, León Rozitchner, Gregorio Kaminsky, Diana Sperling y Diego Tatián.

Consignas: un ajuste de cuentas con el vocabulario del comunismo

por Diego Sztulwark


Deconstrucción, postmilitancia y estado de sospecha son los caracteres activos de Consignas libro de conversaciones que acaban de publicar (en La cebra) Oscar Ariel Cabezas y Miguel Valderrama. La tapa de fondo negro lleva impresa una hoz y un martillo y en su interior se asiste a un diálogo entre dos pensadores chilenos, ambos universitarios, en torno a 10 cuestiones consideradas como fundamentales. La primera de ellas es la idea misma de diálogo, seguida por nueve núcleos temáticos esenciales para el activismo político de las últimas décadas (Militancia, Democracia, Política, Resistencias, Soberanía, Izquierda, Emancipación, Revolución, Comunismo). 

¿Son éstas consignas? Alejandro Kaufman (autor del prólogo) prefiere hablar de “índice lexical” o “abecedario político”. Pero ¿es la izquierda asunto de consignas?

La tradición libertaria piensa la resistencia política como parte de una lucha más amplia por desobedecer al mundo organizado como un sistema de comunicación cuyos contenidos no son sino una serie ininterrumpida de órdenes recibidas. En la medida en que la consigna lleva en sí misma la distinción jerárquica entre mandato y obediencia se descubre en ella una ambigüedad fundamental que neutraliza lo político y lo vuelve incapaz de trazar una auténtica diferencia entre estructura de mando y voluntad de transformación e igualdad. En torno a la consigna –tema muy trabajado por Ranciére- se concreta el motivo de la legitimación de tipo escolar del estado: la desigualdad presente como vía de una siempre aplazada igualdad futura.

Así las cosas, las consignas de las izquierdas militantes prolongan inadvertidamente estas mismas formaciones de poder en el campo de quienes desean enfrentar los dispositivos de comando. Por esta vía paradojal y deprimente, las fuerzas del cambio sucumben y se achatan lisa y llanamente en una equiparación con el mundo del poder soberano al que quisieran superar: los proyectos de liberación (los autores prefieren hablar de “emancipación”) quedan empantanados sin solución a la vista.

Este es el punto de partida que mueve a los autores a ensayar una nueva aproximación a los significantes que consideran claves y que permanecen entrampados en un impasse teórico político de difícil resolución, reapropiación que en el lenguaje de los autores debe funcionar más bien como una “desapropiación”. Al hacerlo recorren con erudición asombrosa buena parte de las discusiones filosóficas, políticas y literarias de los últimos años en Chile, Argentina, EE.UU y Europa occidental. Aunque a la hora de detectar presencias determinantes son sobre todo Derrida (la apelación al “des” con que la deconstrucción señala que un concepto ha sido identificado como perteneciente a una modernidad a revisar) y Badiou (el interés por el acontecimiento, que en Chile parece inseparable del influyente ensayo de Bruno Bosteels, Badiou o el recomienzo del materialismo dialéctico) quienes más insisten. Y un Benjamin prefigurante y desoído,  profeta trágico que sobrevuela el conjunto de la escritura.    

El espíritu evaluativo de Consignas no debería engañarnos respecto de su potencia de intervención. Si bien su estilo reflexivo sobre el carácter ambivalente del agotamiento de la modernidad (sólo subsiste como fantasma que nos acosa, presencia inercial que nos desafía a una renovación integral que no puede menos que operarse desde el lenguaje) parece llevarnos al aburrido debate sobre la condición de lo postmoderno, Consignasconstituye una fuerte intervención política y su luminosidad pertenece por entero al cuadro de la nueva y vivaz coyuntura chilena signada por la recomposición de las luchas y los movimientos sociales y por el protagonismo que los estudiantes han adquirido en el proceso de subversión democrática de los estratos de la muy neoliberal sociedad chilena.

La necesidad de renovar el léxico político, de interrogar y reformular las consignas de la izquierda chilena lleva a Oscar y a Miguel a revisar el arsenal disponible en el lenguaje para forjar operaciones capaces de actualizar preguntas, imágenes y modos subjetivos para una nueva experiencia. ¿Qué hallazgo surge de esa indagación? Un cuadro de post-soberanía (título de un libro anterior de Oscar) “útil para pensar el agotamiento de lo nacional-popular en América Latina”, una evocación de los temas de las militancias retomadas bajo las exigencias de un post-activismo (obsesionado con la figura de Bartleby y del des-obrar), la sempiterna necesidad de elaborar un duelo y un decidido acompañamiento del ciclo de gobiernos “rosas” (así llaman en la academia de los EE.UU a los gobiernos progresistas de la región) personificados más en (el “cripto leninista”) García Linera que en Chávez o Morales.

Parte de la complejidad del libro consiste en la yuxtaposición de espacios – tiempos puestos en juego en la enunciación: El chile de Allende y el debate postmarxista europeo; la coyuntura sudamericana y la academia del norte desarrollado. En la cima de esta complejidad se pueden leer pasajes como este: “necesitas, hoy más que nunca, participar y apropiarte de los espacios institucionales que ofrece el Estado. Aquellos que, como gran negocio académico, sostienen que hay que hacer un éxodo del Estado o que hay que construir un poder paralelo se equivocan”. La necesidad de retomar la discusión sobre instituciones y éxodo (noción que los autores no aproximan nunca a la  de substracción sobre la que reflexionan favorablemente) fuera de las miserias académicas obliga a conectar las tomas de posiciones de Consignas con acontecimientos que no le son del todo ajenos, como por ejemplo con la extraordinaria conversación entre Pablo Iglesias –candidato presidencial de Podemos, España- y Toni Negri

Palinodia: la izquierda como “Kathechón profano y secular” pero también como “tarea de inventar una nueva figura heroica” fuera de todo retorno a lo sacrificial. ¿Cómo dialoga este lenguaje con la concepción spinoziana del deseo (incompatible con el victimismo); con la crítica marxiana de las nociones de la política (Estado, Desarrollismo, Explotación por extracción), con la idea de “conversación” transida por el humor (Hume/Deleuze); con la comicidad de la teoría y la idea de modernidad como aquello que sigue activo y funcionando en el poema de Meschonnic;  con la idea de un sujeto que retoma su realidad sensible como lugar privilegiado para elaborar verdades históricas en el muy citado León Rozitchner y con las micropolíticas involucradas en la investigación militante?

“El viejo mundo está agonizando y el nuevo está por llegar: este es el tiempo de los monstruos”, dice Gramsci (citado por los autores como parte de las discusiones planteadas por Ernesto Laclau, aunque se mencione también a José Aricó) en la primera página del libo. Consignas nos pone en estado de deliberación política urgente, sin dar el paso que lo llevaría a revisar la materia última de las consignas de movilización: su carácter mítico, imaginario. Pero Sorel no es mencionado. Lo que cuenta es más bien la puesta en circulación del nombre de comunismo (de “idea comunista”, propuesta por Alain Badiou) como entorno para reprogramar nociones tales como “común” (como tarea colectiva de “desterrerritorialización”; Félix Guattari) así como la invención de una política “marrana”, doble militancia o militancia absoluta en la cual se juega la coexistencia entre traición (la deserción) y la sobrevida (trabajo).

Hacia el final el texto se precipita,  “la palabra comunismo carece de consignas”. En tanto que pura palabra que liga con palabras puras es enarbolada por los global proffers. Pero estos no se ocupan de aquello a lo que la palabra comunismo refiere: a la materialidad de sus agenciamientos concretos. El comunismo debe luchar contra su circulación superficial, esa que el aparato cultural y universitario del norte parasita. A su vuelta de EE.UU, a donde había viajado invitado junto a Horacio Gonzalez por compañeros de Cornell, León Rozitchner comentaba irónico la belleza de los campus, “bien alejados de todos los problemas que nos hacen pensar”. En la misma línea transcurre la última novela de Ricardo Piglia. Oscar y Miguel se extienden en la analítica de neoimperialismo universitario, máquina neoliberal de competencia entre vedettes que chupa todo lo chupa. Que todo le interesa para licuarlo y neutralizarlo. Y constatan, como central al comunismo, la carencia de  resistencia a esa máquina “global” del lenguaje.

¿Comunismo sin Marx? ¿Con Marx pero sin marxismo? La pregunta ronda. ¿Qué hacer con Marx. ? Con Marx, sí: como lo hace Sandro Mezzadra, leyéndolo como un clásico formidable del momento actual, en su reciente  En la cocina de Marx. O Santiago López Petit en Hijos de la noche, donde Marx funciona junto con Artaud porque el padecimiento se inmanentiza en el cuerpo y el cuerpo deviene lugar del proletario, sitio de conversión de la convalecencia en  desafío. Para que la vida sea humana.

Por eso se lee a Marx, porque la guerra vuelve. Del comunismo político al “caos teórico-político”. Consignas se afirma como un tratado de “anarquía filosófica” o coronada para de combatir a los “nuevos teólogos del concepto”. Contra ellos se afirma lo común “genérico”, indicando las comillas un cambio de atribución. Donde se reenvía a Badiou nosotros podemos reenvíar al “joven” Marx, preocupado como estaba por hacer filosofía terrena. 

Actualidad de la revuelta plebeya

Por una nueva política de la autonomía

por Verónica Gago & Sandro Mezzadra

Realismo de la potencia
Tanto en América Latina como en Europa la actualidad de una política de la autonomía está al centro del debate. Se trata, a la vez, de un balance y de una perspectiva, frente a una ebullición renovada de luchas y experiencias diversas aquí y allá. Y, sobre todo, la percepción de una exigencia concreta: redefinir (recualificar y relanzar) la autonomía como criterio de organización y de acción eminentemente política, criticando tanto su definición en términos estrictamente “sociales” –en  general asociada a una hostilidad de principio con la confrontación con las instituciones–, como en términos estáticos –una serie de principios inmutables e identitarios. Este es el horizonte problemático en el que se inscribe la formulación de un “realismo de la potencia” propuesto en Argentina por el Instituto de Investigación y Experimentación Política, tanto como el trabajo alrededor de la cuestión de las “instituciones del común” desarrollada en Italia por la red Euronomade. Ambos espacios, a su vez, en estrecho intercambio con experiencias de otros lugares en ambos lados del Atlántico.
La base de estas discusiones remite a los despliegues de las luchas en la última década larga y las relaciones que han establecido con la cuestión del “gobierno” y, al mismo tiempo, a una serie de novedades que insinúan un cambio de ciclo. Se trata, claro está, de relaciones muy diferentes, en América Latina y en Europa. La experiencia de los “gobiernos progresistas” sudamericanos, posibilitados –de manera siempre contradictoria– tras un alto ciclo de luchas populares desde fines de los años 90 ha proyectado una experiencia continental y ha determinado transformaciones profundas que no pueden ignorarse tanto a nivel de la agenda política y de las estructuras institucionales como en el propio tejido social. En Europa, en particular en los países del Sur, las luchas se han desarrollado en condiciones de fuerte crisis, enfrentando violentos programas de ajuste y austeridad y parecen haber encontrado recientemente (con la victoria de Syriza en Grecia y con el crecimiento de Podemos en España) una difícil vía política de reconstrucción.
Lo que nos parece relevante es que las secuencias de experimentación se van sucediendo y modificando, de modo que la noción misma de autonomía tiene la tarea de volverse estratégica al interior de un nuevo campo de disputas. Nos parece significativo, también desde el punto de vista de la transformación radical de las coordenadas geopolíticas y geoeconómicas que caracterizan la fase actual de la globalización capitalista, que en Europa se observa con frecuencia a América Latina desde el interior de la izquierda como un “modelo” o como una fuente de “inspiración”. Nuestra perspectiva se distingue de esta más difundida: nos interesa pensar menos sobre las condiciones más o menos lineales desde las cuales se importan “modelos” (y además no creemos que los acontecimientos latinoamericanos tengan “modelos” que ofrecer), y más bien nos importa enfocar cómo estos procesos ubican y recualifican problemas sobre los cuales se trata de seguir trabajando. Nuestro intento, afín con los estilos de diálogo y confrontación que desde hace años intentamos promover, es producir efectos de resonanciaentre dinámicas, historias, experiencias y estructuras que son también significativamente heterogéneas. De hecho, estamos convencidos que estos efectos de resonancia pueden contribuir a iluminar mejor algunas cuestiones que, por el hecho de presentarse de modo diverso en América Latina y en Europa, se revelan cruciales desde el punto de vista de una política de la autonomía: la madurez y la composición de las luchas frente a las transformaciones que caracterizan al capitalismo contemporáneo y el modo en que estas luchas invisten de modo directo la cuestión del poder. Poder y potencia: un reajuste de una fórmula clásica pero bajo la luz siempre nueva y problemática de las políticas concretas, sus desafíos, conquistas y dilemas.
Nos referimos a cuestiones del poder subrayando que este término al mismo tiempo atraviesa y excede el problema del “gobierno”. Un gobierno “progresista” puede por cierto contribuir a empujar hacia delante los términos de la disputa social y política, puede asegurar conquistas específicas y abrir nuevos espacios para la lucha de clases. Sin embargo, es necesario reconocer realistamenteque un gobierno (un gobierno “nacional”) no tiene el poder suficiente ni siquiera para regular de modo eficaz y duradero un capitalismo que se ha reorganizado alrededor de la centralidad de las finanzas y la renta, privilegiando operaciones que en nuestro artículo anterior hemos definido como extractivas. Poner de relieve la cuestión del poder significa entonces para nosotros tomar en serio y resituar el problema del gobierno, puntualizar el reconocimiento del rol positivo que algunos gobiernos pueden jugar (especialmente en una fase que a nivel mundial registra un nuevo protagonismo de los estados nacionales como nodos cruciales para la articulación de los procesos globales), pero al mismo tiempo subrayando la necesidad de una doble apertura: “desde abajo”, con vistas a la consolidación de una política de la autonomía, de una red de instituciones y contrapoderes capaces de confrontar con el neoliberalismo en el terreno que con Foucault podemos llamar de la “gubernamentalidad”, de la “conducta de las conductas”; y por otra parte, “desde arriba”, en la línea de procesos de integración a escala regional y transnacional, en la perspectiva de un gobierno conflictivo de la interdependencia que constituye una condición necesaria para enfrentar el capital financiero.
Puesto en estos términos, el problema del poder y del gobierno, con el objetivo de reubicar en este terreno la política de la autonomía, nos lleva también a reconsiderar críticamente una noción clave que se ha utilizado muchísimo en los últimos años y que refiere a los espacios en los que se desarrollan nuestras militancias: nos referimos a la noción de movimientos sociales. En este artículo proponemos un balance sobre esta categoría tomando en cuenta los desarrollos de los movimientos y sus complejas relaciones con los gobiernos progresistas en América Latina.
¿Conflicto o cooptación?
No se trata aquí de reconstruir una genealogía del concepto de movimiento social, que hunde sus raíces en la historia de las luchas obreras desde el siglo XIX, así como –especialmente en América Latina– en las revueltas indígenas y populares que de manera insistente han desbordado y ensanchado la categoría misma de clase –todo lo cual resulta difícilmente comprensible sin tener presente el desafío radical lanzado por Marx y Engels con su definición del comunismo como “movimiento real que abole el estado de cosas presente”. Se trata, más bien, de situar a los movimientos y luchas como precedentes materiales de lo que se ha traducido en la región como un mandato por una serie de políticas anti-ajuste, anti-austeridad, y como la apertura de un plano institucional de negociación de ciertas demandas y conquistas sociales. No es posible plantear el tema de los movimientos sociales en la coyuntura latinoamericana sin tomar en cuenta, al mismo tiempo, las relaciones entre los movimientos y los gobiernos “progresistas” que surgieron en muchos países de la región en la última década. Hay que valorar en este sentido la especificidad de la coyuntura presente: por un lado, porque esta coyuntura proyecta su influencia en la manera en que se comprende el desarrollo de los movimientos desde el comienzo de este siglo; por otro lado, porque la actualidad está marcada por una crisis de la productividad política de los gobiernos llamados progresistas que constituye la condición fundamental de las reflexiones que intentamos sobre los propios movimientos sociales.
En este sentido, nuestra lectura va más allá de un modo que ha sido muy difundido a la hora de valorar la alternativa para los movimientos sociales en los últimos años, leídos bajo el binarismo de cooptación o conflicto. Esta disyuntiva tuvo como eje principal a las políticas sociales desplegadas de modo similar en varios países. Para quienes hablan de una relación lineal de cooptación, las políticas sociales han sido su instrumento privilegiado; quienes exigieron a los movimientos una relación orgánica con los gobiernos “populares” (otro modo de la linealidad), en estas políticas se representan las conquistas fundamentales de los últimos años. Los límites de ambas hipótesis nos parecen evidentes. Desde el primer punto de vista, se pierde de vista la riqueza de relaciones y de experimentación que, de modo contradictorio, se pusieron en evidencia con las políticas sociales, mientras que el segundo punto de vista deja en un ángulo ciego la calidad del desarrollo del cual derivan los recursos que financian y del cual dependen los planes sociales como fuente de una limitada y parcial redistribución. En este sentido, una reflexión sobre el patrón de desarrollo que se afirmó en el marco regional en los últimos años, una reflexión sobre la realidad y la naturaleza del capitalismo hoy en América Latina, se vuelve completamente irreemplazable.
Se trata de un tema que hemos tratado de plantear en nuestro artículo anterior. Podemos resumir nuestra argumentación del siguiente modo: mientras las retóricas de los gobiernos progresistas apuntan a la reactivación de un imaginario “neodesarrollista” y a la continuidad de proyectos históricos de desarrollo económico y político fundados en la sustitución de importaciones a través de políticas de industrialización, el modelo que se desplegó en América latina en estos años tiene como base más bien la hegemonía de la renta y procesos crecientes de financierización. Esto vale en primer lugar para la “renta extractiva” en sentido estricto, a través de la intensificación de las actividades mineras y extractivas en general (entre las que puede incluirse la agricultura de la soja), que es en buena medida la fuente de recursos para las políticas redistributivas. Pero vale también para la dependencia (devenida evidente en los últimos años con el descenso de la demanda asiática) respecto de las dinámicas financieras y monetarias globales que gobiernan tanto el precio de las materias primas como el tipo de cambio. Y, finalmente, vale para los procesos, cada vez más evidentes en los países latinoamericanos, de penetración de las finanzas al interior de las “economías populares”, en particular a través de una extensión sin precedentes de los créditos al consumo.
La hipótesis que intentamos desarrollar es que la forma específica de gestión social de los gobiernos “progresistas” latinoamericanos consiste precisamente en el intento de articular estas diversas figuras de la renta, y en particular la renta financiera, con las condiciones abiertas por la revuelta “plebeya”, cuya vitalidad se traduciría así al terreno de la economía política. Esta fórmula abre una perspectiva original sobre la propia relación entre movimientos sociales y gobiernos y permite comprender en toda su ambivalencia material (considerándola precisamente un “campo de lucha” esencial) las políticas sociales redistributivas de los últimos años. Al mismo tiempo, abre la posibilidad de un uso de las categorías de extracción y de “extractivismo” desacoplado de la simple denuncia de la “re-primarización” de las economías latinoamericanas. Estas categorías, desde nuestro punto de vista, se prestan especialmente para indicar el modo bajo el cual el capital financiero preside la “costura”, las conexiones y las articulaciones de una cooperación social profundamente heterogénea que constituye la base de la extracción de plusvalor al interior de economías que se presentan como heterogéneas, abigarradas, “barrocas” (utilizando la palabra en el sentido que ha tomado en los últimos años en el debate crítico latinoamericano, a partir del trabajo de un autor como Bolívar Echeverría). El “neo-desarrollismo” se combina así de formas inéditas con el “neo-liberalismo”, a través de experimentaciones que, como aquellas ligadas a la financierización de las economías y de los consumos populares, toman impulso a partir de espacios y sujetos tradicionalmente considerados “periféricos” (desde el punto de vista de la norma salarial, de la estructura urbana y de la regulación jurídica) para reverberar sobre la sociedad en su conjunto.
Interpretadas de esta manera, las categorías de extracción y de extractivismo ofrecen, por un lado, un punto de vista particular desde el cual leer las transformaciones, la composición y la productividad misma del trabajo en América Latina; mientras que, por otra parte, permiten evidenciar la persistente relevancia de la inserción de la región en el mercado global y en particular de la intensificación, en los últimos años, de las relaciones con China. La misma forma-Estado está completamente inmersa en la nueva constelación del capitalismo a la cual refieren estas categorías y la acción de cada gobierno está sometida a compatibilidades y límites específicos, que se afirman de modo diverso respecto de aquellos que han caracterizado la historia de las relaciones entre Estado y capital industrial. Nos parece que la falta de reconocimiento de estas condiciones, de estos límites y de esta compatibilidad está en el origen de la crisis que hoy afrontan los gobiernos “progresistas” de la región, incluso más allá de las recientes victorias electorales de algunos de ellos.
Hace falta un diagnóstico muy preciso en este sentido. La desaceleración de los procesos de integración regional, evidente en los últimos años, no ha simplemente debilitado a cada gobierno desde el punto de vista de la confrontación con las dinámicas globales. Como muestran de manera particular los casos de Venezuela y Ecuador, el consecuente repliegue sobre su dimensión nacional se tradujo también en un cierre de aquellos espacios de conflicto y negociación, de interacción recíproca entre política de gobierno y movilización social, de donde los procesos de transformación habían derivado su propia fuerza y eficacia. En Brasil, el rechazo del PT a vislumbrar en las revueltas de junio del 2013 una formidable ocasión para recualificar la acción y el programa de gobierno ha determinado que recurra hoy a políticas explícitamente neoliberales para enfrentar la crisis del modelo que se había afirmado durante los años de Lula. En Argentina, el crepúsculo del kirchnerismo y en vistas a las elecciones de octubre, muestra una nueva derecha que se presenta en escena, en particular politizando la “cuestión de la seguridad” que a escala regional constituye uno de los vectores fundamentales en torno al cual se está redefiniendo la identidad de un nuevo “partido del orden” – es decir, de una “clase media” (de una burguesía) agresivamente hostil a todo proceso de democratización que pretenda incidir directamente sobre la cuestión de la pobreza.
La violencia de la renta y de la extracción, en las múltiples formas bajo las que se manifiestan tanto en territorio rural como metropolitano, es al mismo tiempo el origen de un gran número de nuevos conflictos sociales en América latina: las manifestaciones contra las mineras en Perú, las protestas por los servicios públicos en Brasil, los conflictos por la desprivatización educativa en Chile, los enfrentamientos en Bolivia y en Ecuador ligados al avance sobre territorios indígenas (Tipnis y Yasuní), las disputas por las ocupaciones de tierras en Argentina, el despojo sobre las comunidades y las privatizaciones en México. Son conflictos que los gobiernos, cuando no intervienen de modo puramente represivo (como en Perú y México), se cuidan de asumirlos como señal de los límites de sus políticas de “desarrollo” o de “inclusión social”. Los propios “movimientos sociales”, y este es un punto muy importante para nuestro análisis, son continuamente sorprendidos por la forma en que estos conflictos se manifiestan, delegando frecuentemente en la Iglesia una intervención que, con la pontificación de Bergoglio, se ha hecho cada vez más insistente, asumiendo formas que ameritan un análisis específico.
Nos parece que, frente al sustancial agotamiento de la productividad política del ciclo de los gobiernos “progresistas”, estamos frente al terreno privilegiado para el relanzamiento de una política de la autonomía en América Latina. Pero más que mirar a los “movimientos sociales” existentes, que pueden obviamente jugar un rol en este proceso pero que difícilmente sean los principales protagonistas, se trata de volver a partir de los elementos de “excedencia” –que son los elementos de mayor originalidad política- que han caracterizado la acción en los años pasados y que intentaremos evidenciar en las páginas que siguen. Son estos elementos, justamente, los que frecuentemente quedan afuera de la conceptualización más común de los movimientos sociales en América Latina. Sin embargo, los sedimentos materiales de esa serie de acciones están bien presentes y una nueva política de la autonomía no puede dejar de asumirlos como base para imaginar un conjunto de rupturas en la continuidad de un proceso que va en el sentido de la estabilización de un nuevo capitalismo de naturaleza esencialmente “extractiva”. Y, contemporáneamente, no puede no tomar como punto de partida las nuevas experimentaciones sobre el terreno de construcción de instituciones de contra-poder, capaces también de articularse de modo abierto con los procesos de gobierno renovados en su naturaleza democrática.
El continente de los movimientos sociales
Creemos útil puntualizar cómo las discusiones en torno a los “movimientos sociales” –y también en su interior– están hoy profundamente condicionadas por las capas de estudios (sociológicos y politológicos) que se abrieron con la emergencia, entre los años 70 y 80 en Europa y Estados Unidos y a fines de los 90 en América latina, dedicadas a los por entonces llamados “nuevos movimientos sociales”.
Independientemente de la importancia y la riqueza de tales estudios, queremos hacer notar dos aspectos que nos parecen problemáticos referidos a su desarrollo. En primer lugar, concentrándose sobre los movimientos sociales cuyo carácter de “novedad” es esencialmente identificado con su distancia respecto del movimiento obrero, los estudiosos de los movimientos sociales han excluido progresivamente de su campo de investigación la cuestión del trabajo y de su relación con el capital (justo en un momento en el cual la relación entre trabajo y capital comenzaba a transformarse radicalmente, yendo más allá de su forma tradicional, alrededor de la cual el movimiento obrero se había desarrollado). Y han privilegiado los temas de  la “identidad”, de la cultura, de los “repertorios” y de los recursos simbólicos para la acción colectiva. En segundo lugar, han contribuido a consolidar la imagen de una “división del trabajo” entre movimientos sociales y gobiernos según la cual (para simplificar), a los primeros les toca la organización de campañas más o menos prologadas y estructuradas para afirmar “reivindicaciones” específicas que luego los gobiernos pueden tomar o conducir (con un rol de mediación más o menos significativo reconocido a los partidos).
Teniendo en cuenta estos aspectos, que se nos aparecen como límites para el desarrollo de una política de la autonomía a la altura de los desafíos contemporáneos, presentamos aquí algunos apuntes analíticos y algunas tesis políticas a propósito del desarrollo de los movimientos en América Latina en el curso de los últimos años. Por ciertas cuestiones, América Latina puede ser considerada como el “continente de los movimientos sociales” (y aclaremos: no sólo por la literatura sobre el tema, tanto la académica como la producida por los propios movimientos). Nos parece que es propiamente el desarrollo de los movimientos y de las luchas en América Latina lo que presenta una serie de elementos característicos que desafían el lenguaje conceptual y la taxonomía elaborada por los estudios sobre movimientos a los cuales nos hemos referido sintéticamente. Y también desde este punto de vista estamos convencidos que no faltan las “resonancias” con otros contextos, y por empezar con el europeo. Es una cuestión que no abordamos directamente, pero que está presente en la base de nuestras hipótesis.
En esta línea, es necesario volver a subrayar que en América Latina, al inicio del nuevo siglo, la presencia y el protagonismo de los movimientos sociales han efectivamente determinado un cambio de época y una modificación radical en el vocabulario y en la gramática política. Su fuerza apareció como el reemplazo –y la crítica– más consistente en términos prácticos de la forma partido. Incluso, serían ellos mismos los que renovaran formas partidarias (como el PT de Brasil) o darían lugar a la formación de “nuevos instrumentos” (como fue el origen del MAS en Bolivia). Una serie de rasgos se volvieron clave de estas formas de intervención: por empezar, la idea de “lo social” (su adjetivo) como fuerza directamente “política”, al interior de luchas y prácticas que atacaban la “corrupción” de las estructuras institucionales existentes (tanto por sus relaciones con las dictaduras de las décadas anteriores, como por las transformaciones determinadas por el neoliberalismo durante el consenso de Washington) y que prefiguraban horizontes constituyentes. Por otro, la temporalidad de su novedad era compleja: a la vez que saldaban cuentas con las estructuras organizativas tradicionales (además de los partidos, especialmente los sindicatos), reponían linajes de la política radical que trazaban resonancias con los años 60 y 70, aun subrayando evidentes diferencias programáticas.
La cuestión del poder no estuvo ausente de las prácticas y los discursos de los movimientos: se articuló sin embargo de modo “crítico”, empezando por el descentramiento de la política asociada al Estado como su lugar privilegiado, la crítica a la representación como mecanismo de la participación democrática y la desconfianza al derecho como cristalización de beneficios sociales para las mayorías. Resulta relevante subrayar que los movimientos de principio de siglo expresaban al mismo tiempo las transformaciones y las dificultades crecientes que encontraban aquellas formas de una “ciudadanía sindical” que habían estructurado la fuerza obrera en décadas anteriores. Lejos de desarrollarse fuera o más allá de estas transformaciones y reorganizaciones más generales del mundo del trabajo (vinculadas a la descomposición de sus formas tradicionales), los movimientos ofrecieron una primera expresión e interpretación conflictual de tales mutaciones.
Considerados desde este ángulo, los movimientos han, por un lado, respondido a los procesos que, bajo el signo de la hegemonía neoliberal, de las privatizaciones y la desregulación, volvieron inestable y precario al trabajo; y, por otro lado, determinaron una apertura a partir de formas de politización, de experiencias situadas y de figuras subjetivas que no tenían necesariamente en el trabajo su referencia exclusiva y que, sin embargo, en el contexto de estos mismos procesos, fueron progresivamente investidas y puestas en valor por el capitalismo.
Las luchas por los “derechos humanos” (en particular a propósito del pasado reciente de las dictaduras), el desarrollo de nuevos movimientos campesinos por el “derecho a la tierra”, las peleas vecinales por la apropiación de los recursos urbanos y la innovación de los movimientos de desocupados –para nombrar cuatro iniciativas fundamentales, que tomaron formas distintas pero caracterizaron el marco regional en su conjunto–, son ejemplos de experiencias que han ampliado radicalmente el horizontes político de las luchas, abriendo nuevos espacios y perspectivas que en el debate latinoamericano han sido conceptualizadas como “democratizaciones plebeyas” (como parte, desde inicios de 2000, de un pensamiento colectivo que en Bolivia se articuló en el grupo Comuna). En el entrecruzamiento de estas dinámicas comenzó a manifestarse también una politización conflictual de la cooperación social, de la producción de espacios y de recursos fundamentales para la organización de la vida común, por lo cual conviene subrayar nuevamente la relación con las transformaciones que se habían producido –sobre el mismo terreno del trabajo– en el curso de los años de hegemonía neoliberal.
El despliegue de estos y otros tantos movimientos se dio al interior de un proceso que puede ser reconstruido retrospectivamente en términos de continuidad de una dinámica insurreccional de “nuevo tipo”. Es oportuno distinguir analíticamente este proceso respecto del desarrollo de los propios movimientos sociales. 1989, el año de la última gran ofensiva militar de la guerrilla en El Salvador (que, es importante decirlo, no concluye con una derrota), es también el año de la gran insurrección de los pobres de Caracas contra las políticas del gobierno de Carlos Andrés Pérez, el Caracazo. Es suficiente recordar los sucesivos levantamientosindígenas en Ecuador (a partir de aquel sucedido en 1990), la gran insurrección del 19 y 20 diciembre de 2001 en Argentina, la “guerra del agua” en Cochabamba en el 2000 y la revuelta de El Alto y de la sierra contra la privatización del gas natural en el 2003 en Bolivia, para dar cuenta de la continuidad y de la circulación a escala regional de un movimiento insurreccional que será el encargado de decretar el fin de la legitimidad del neoliberalismo. Al interior de este movimiento tiene un papel fundamental la sublevación zapatista que en México, pero también a nivel global, desde 1994, marcó un punto de enorme resonancia sobre el protagonismo indígena, que se constituirá posteriormente como un elemento esencial tanto de los movimientos sociales latinoamericanos de los últimos años como de la composición de la dinámica insurreccional de nuevo tipo de la que estamos hablando.
Efectivamente, es al interior de esta dinámica insurreccional capaz de abrir espacios radicalmente nuevos donde debe inscribirse la emergencia de los gobiernos progresistas en América latina: ellos mismos, si bien no han tenido siempre la pretensión de representarla, sí han reconocido su potencia aceptando su poder destituyente de la legitimidad de las políticas neoliberales, pero también su persistente “poder de veto”, ejercitado una y otra vez en las calles y en las plazas, frente a a cada “retorno” de aquellas políticas. Los movimientos han devenido así una referencia esencial para la legitimidad de este ciclo reciente de gobiernos “progresistas”, que han tomado de modo selectivo una agenda política forjada al interior de las luchas y de las resistencias que, más allá de la dimensión destituyente, también llegaron a abrir nuevos espacios políticos programáticos. En países como Ecuador y Bolivia, este “poder de veto” ha condicionado profundamente los propios procesos constituyentes y ha encontrado reconocimientos significativos en las nuevas constituciones aprobadas desde 2008.
Tejido
Esta combinación de insurgencia y “poder de veto” nos parece un primer elemento que ha caracterizado la acción de diversos movimientos en América Latina a partir de fines de los años 90 y que se pone en tensión con las imágenes y las conceptualizaciones más difundidas de los “movimientos sociales” como estructuradores de demandas. Queremos señalar al menos un segundo elemento: la inserción de los más significativos de estos movimientos (de los movimientos indígenas al de pobres urbanos, de desocupados a la experiencia de las “empresas recuperadas”, de los campesinos a las luchas de mujeres) al interior de una trama extremadamente rica, densa y heterogénea de prácticas sociales cotidianas, sobre las cuales se despliega la reproducción material de la vida de miles de hombres y mujeres. El debate y la misma iniciativa de muchos gobiernos latinoamericanos sobre temas de la “economía cooperativa”, “popular”, “social”, “solidaria” (definiciones que hacen referencia usualmente a interpretaciones y propuestas también significativamente diversas) son un síntoma del registro de la enorme importancia de este tejido de prácticas cotidianas en la producción y reproducción de la vida colectiva. También con este propósito es oportuno señalar que tales fórmulas –apenas mencionadas– han sido recepcionadas de modos varios en la Constitución de Bolivia (art. 307), Ecuador (art. 283) y Venezuela (art. 70).
Propiamente por la vía de esta “inmersión” en la cotidianeidad, la trama de luchas que nombramos sintéticamente no puede ser reducida fácilmente a la formulación de un conjunto de demandas que en un segundo momento serían satisfechas en forma más o menos completa por políticas públicas. Por cierto, se trata de una lectura difundida en América latina, que también puede encontrar –sobre un plano descriptivo– significativas verificaciones en las experiencias de los últimos años. Pero lo que se pierde en esta lectura es el momento de desviación, desbordamiento, ruptura y exceso, de la productividad política específica que a partir de este tejido cotidiano de prácticas ha permitido a los movimientos abrir y problematizar una serie de cuestiones y de terrenos de luchas no reductibles a “demandas” específicas. Hablamos de un tipo de empoderamiento que no es sólo democrático sino también productivo. O que, dicho de otro modo, lleva la cuestión democrática al terreno propiamente productivo.
Es la sedimentación material de estas prácticas lo que nos interesa destacar: experiencias de construcción y gestión colectiva de infraestructuras urbanas, a través de verdaderas redes “subalternas”, el rechazo de toda gestión “miserabilista” del tema del derecho a una renta y al trabajo, la politización de formas de actividad económica que van más allá del trabajo asalariado (desde las múltiples experiencias de “empresas recuperadas” a las formas también múltiples de movilización y sindicalización de trabajadores y trabajadoras en los sectores “informales”), la crítica de la noción misma de “minoría” (reconocida por el multiculturalismo “neoliberal” en muchos países latinoamericanos) a partir de tramas expansivas de relaciones que han reabierto de modo original la perspectiva de construcción política “mayoritaria” más allá y contra todo confinamiento “étnico”, y los nuevos cruces entre temáticas ambientalistas, luchas por lo “común”, derecho a la tierra, a la casa y a la “soberanía alimentaria”. Este conjunto de experiencias se han desarrollado transversalmente respecto de las acciones de cada movimiento social, a través de múltiples resonancias que contribuyeron a renovar positivamente la escala de las luchas y su misma relación con el territorio.
Esta es la razón por la cual el paisaje metropolitano de muchos países latinoamericanos se ha visto profundamente transformado, impactando también sobre las relaciones entre espacios urbanos, suburbanos y rurales. Creemos que sobre el punto de conjunción entre dinámicas políticas de lucha y “economías  populares” se ha ido formando una trama de subjetividad, de modos de vida y de infraestructuras materiales que se escapa tanto de los imaginarios y de los lenguajes de los tradicionales “movimientos sociales” como de las políticas de “desarrollo” e “inclusión social” de los nuevos gobiernos progresistas. Es un tipo de tejido que se valoriza tanto desde el punto de vista analítico como desde el punto de vista político: no porque abra perspectivas sobre mundos “idílicos”, que puedan ser tomados como modelos, sino –sobre todo– porque permite verlos como procesos de fuerte politización que en América Latina tomaron tanto la forma de organización y de regulación de la vida y la cooperación social (dando lugar a contradictorias e inéditas experimentaciones “institucionales” que se ubican más allá de la gran división entre público y privado), como de experiencias y figuras del trabajo diversas respecto de aquellas asalariadas clásicas, a partir del protagonismo de las mujeres, los “desocupados” y los migrantes. Estas experiencias y figuras del trabajo, lejos de presentarse come “residuos” o “marginalidades” destinadas a ser reabsorbidos por las políticas de “desarrollo”, se han multiplicado y fortalecido en los últimos años, transformando y obligando a repensar tanto el concepto mismo de trabajo como el de explotación.
Experimentaciones “institucionales” inéditas (que pusieron en juego y modificaron radicalmente estructuras “comunitarias” pre-existentes) y una necesaria extensión del concepto de trabajo emergen nítidamente como ejes fundamentales de las dinámicas políticas latinoamericanas en el momento en el cual se asume el ángulo visual que definimos desde el punto de vista de la conjunción entre luchas y “economías populares”. Es oportuno repetirlo: las grandes cuestiones que rotan en torno a estos dos ejes quedan sustancialmente fuera del campo de visibilidad política organizado por los mismos gobiernos “progresistas” y, al mismo tiempo, aluden a formas nuevas, muchas veces extremadamente violentas, de conflictividad social que se desarrollan según lógicas diferentes a aquellas familiares a los “movimientos” entendidos de modo tradicional. Sin embargo, es sobre estas cuestiones y al interior de tal conflictividad social que se juega tanto la posibilidad de recualificar una perspectiva revolucionaria, de ruptura, como–y no parece una paradoja– de evaluar la eficacia misma de políticas reformistas radicales y expansivas.
Laboratorios de la subjetividad
Hemos señalado algunas características de los movimientos latinoamericanos de los últimos años que nos parecen exceder el lenguaje conceptual y la taxonomía elaborada por los estudios dedicados a ellos. Son características que podemos resumir y definir desde el punto de vista de las coordinadas temporales de las acciones de los movimientos. Por una parte, subrayamos la importancia de una dinámica insurreccional de nuevo tipo, que se tradujo en un “poder de veto” y cuya acción se ha prolongado más allá de la temporalidad específica de los acontecimientos que la han distinguido. Por otra parte, nos pareció importante llamar la atención sobre la inscripción de los movimientos latinoamericanos al interior de un denso y heterogéneo tejido de prácticas sociales cotidianas, cuya temporalidad se presenta totalmente diversa respecto de aquellas campañas y plataformas reivindicativas específicas: es al interior de este tejido de prácticas cotidianas donde toman forma de modo contradictorio aquello que Raquel Gutiérrez Aguilar ha definido como nuevos “principios operativos” de organización común de la cooperación social. La conjugación de esta temporalidad heterogénea da lugar a un verdadero y peculiar ritmo político, reorganizando las mismas coordenadas espaciales al interior de las cuales se coopera, se lucha y se experimentan nuevas formas de organización popular. Viejos barrios obreros, por ejemplo, fueron radicalmente transformados y reorganizados a través de la actividad de juntas vecinales y asambleas comunitarias que impulsaron la ocupación, la reinvención de espacios y su recuperación como dinámicas productivas tras el cierre de minas y fábricas.
Consideradas de conjunto, estas características de las luchas, de la acción y de la composición de los movimientos remiten a procesos y experiencias que plantean un desafío radical a la modalidad bajo la cual se pensó y organizó la subjetividad política, y no sólo en relación a los partidos y los sindicatos en las tradiciones de izquierda, sino también las combinaciones diversas de nacionalismo, “desarrollo” y populismo tal como se han configurado desde la segunda mitad del siglo veinte en el continente. El caso de Bolivia es, desde este punto de vista, ejemplar por muchas razones. Desde fines de los años noventa, el ritmo y la continuidad de la revuelta indígena quechua-aymara asumió dinámicas incontenibles,  sostenidas gracias a la reactivación de estructuras comunitarias y de una larga historia de resistencias anti-coloniales, como lo ha mostrado por ejemplo Sinclair Thomson, recuperando aquella significativa proclama: cuando sólo gobernasen los indios.
La revuelta indígena –que también en otros países de la región ha determinado materialmente la reapertura de los archivos coloniales– no sólo ha jugado un rol fundamental al poner tope al programa neoliberal en Bolivia. También ha impactado sobre una violencia jerárquica que ordenaba estructuras económicas, políticas y sociales sedimentadas en una historia secular marcada por el colonialismo y el racismo. Así, ha reorganizado en profundidad aquello que Luis Tapia llamó las “estructuras de la rebelión”, irrumpiendo en el “campo nacional-popular” definido por la Revolución de 1952 y abriendo el momento que se ha bautizado como “horizonte popular-comunitario”. El uso que se hizo en estos años en Bolivia del concepto de potencia o revuelta plebeya, con frecuencia combinada con una referencia peculiar al término multitud, intentando poner de relieve la fuerza y la productividad política de esta emergencia colectiva, fue especialmente relevante en su irrupción en el campo de la política de las experiencias, lenguas y subjetividades que habían sido sistemáticamente excluidas.
Si bien la nueva Constitución incluye formalmente un acento sobre la multiplicidad de “naciones” y “pueblos” que “conjuntamente constituyen el pueblo boliviano” (art. 3), a la vez que expresa un tipo de reconocimiento de la productividad política de la revuelta plebeya, no debe dejar de vincularse aquel momento con el debate actual sobre el uso de tipo meramente “emblemático” de las identidades y el carácter reductivista que Silvia Rivera Cusicanqui señala a propósito de la idea de pueblos “originarios”, al remitir lo indígena o bien meramente a lo rural, o bien a un prototipo “identificable” (y conectarlo a una revivificación del proyecto de corte predominantemente estatalista).
Al mismo tiempo, es necesario reconocer que el problema así planteado pone el interrogante sobre la continuidad de un proceso constituyente capaz de asumir aquella revuelta “plebeya” como principio expansivo de apertura e innovación tanto sobre el terreno de las instituciones y del gobierno como sobre el terreno de la formación y de la expresión de la subjetividad política. Es justamente bajo este perfil que en los últimos años, en Bolivia y en varios países de la región, se determinaron una serie de bloqueos sobre la posibilidad de poner en discusión la productividad política del ciclo de los gobiernos “progresistas”.
Es importante marcar que el uso del términos “plebeyo” no está aquí vinculado a una apología de alguna condición de “marginalidad” o de “exterioridad” respecto a la modernidad: por el contrario, se fundamenta en el uso que desde los años 80 el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado otorga a la fórmula sociedad abigarrada (para dar cuenta de una sociedad caracterizada por una heterogeneidad radical) y que ha sido violentamente investida por procesos de valorización y acumulación del capital en el momento neoliberal y que hoy se presenta como fuerza productiva esencial. La noción de sociedad abigarrada pone en tensión hoy el “horizonte comunitario-popular” con la vuelta del imaginario neodesarrollista y el cierre sobre la decisión en el Estado y su retórica de soberanía nacional. Y este es un punto clave para toda la región.
En todo caso, es sobre ese horizonte de tensiones donde lo comunitario se flexibiliza como tecnología popular, exhibe una serie de actualizaciones organizativas y se declina como espacio transversal de cooperación, capaz de combinar temporalidades y territorios bien diversos. Si hablamos de un pasaje de los movimientos sociales a una suerte de extensión e incorporación de sus premisas a unas economías populares lo hacemos como modo de nombrar la materialidad de un conjunto de dispositivos de gestión urbana, de construcción de autoridad sobre los territorios y de coordinación de redes productivas y comerciales trasnacionales “por abajo” que, al mismo tiempo, no se recortan como lugares estrictamente “alternativos”, “solidarios” o, de modo más complejo aún, “autónomos”. Se trata de lo que hemos llamado “economías barrocas” porque ensamblan en las abigarradas metrópolis latinoamericanas un conjunto de formas de hacer, negociar, laborar y conquistar poder y espacio que no están exentas –y de ahí también su fuerza expansiva– de una ambivalencia constitutiva que se trama como un enjambre de “microeconomías proletarias” e ilegalismos populares y que tejen un nuevo modo de articularse con instituciones y recursos estatales.
La autonomía en movimiento
Quisimos ir más allá de la alternativa entre conflicto y cooptación para definir la relación entre gobiernos progresistas y movimientos por dos razones: porque, de este modo, la referencia queda encorsetada a una razón gubernamental muy tradicional, respecto a la cual los “movimientos sociales” se identifican con actores estrictamente definidos, siempre ya constituidos, y donde están ya dadas las modalidades posibles de relación. De nuevo: así se estabiliza el binarismo conflicto o cooptación como una opción sin salida. Pero, en este esquema, queda totalmente impensada la cuestión (a la que refieren por ejemplo de modo poderoso tanto el movimiento de junio de 2013 en Brasil como el largo ciclo de revueltas estudiantiles en Chile entre 2011 y 2013) de una politización radical de las condiciones producidas por la acción de los mismos gobiernos progresistas –al grado de cortar transversalmente la distribución de las partes entre gobiernos y movimientos. Y el “gobierno”, en particular, continúa siendo pensado más como una “cosa” que como un proceso, un conjunto de relaciones en las cuales la autonomía, en su capacidad de dotarse de momentos institucionales radicados conflictivamente en la cooperación social, funciona como momento constitutivo de una renovada potencia de la acción misma de gobierno.
La misma teoría de Ernesto Laclau sobre la “razón populista” y su reformulación del concepto de hegemonía (relanzada al inicio de los años ochenta, no casualmente al interior del debate sobre los “nuevos movimientos sociales”) puede ser considerada como una sofisticada expresión teórica de la reducción de los movimientos sociales a una categoría gubernamental, en el sentido antes señalado. En la perspectiva de Laclau, que nos interesa aquí discutir en primer lugar por la influencia que ha ejercido en ciertos sectores de los gobiernos que comentamos, los movimientos resultan valorizados por las “demandas sociales” que expresan, pero el momento propiamente político de la “articulación” de estas demandas heterogéneas, a través de la producción de “cadenas equivalenciales”, se congela en su autonomía porque se vuelve pertinencia de sujetos como el partido y el Estado. También en la experiencia española de Podemos, sin dudas rica e importante, la referencia a la teoría de Laclau está frecuentemente asociada a un énfasis sobre la “autonomía de lo político” que termina por reproponer la centralidad de una imagen totalmente tradicional respecto del Estado, del pueblo y de la “patria”. Lo que nos preguntamos, de modo simple y al mismo tiempo “realista”, es si estas imágenes son las adecuadas para los desafíos políticos que hoy enfrentamos.
Campos de lucha
En América Latina el Estado ha devenido actualmente, para retomar el título de un libro compilado en el 2010 por Álvaro García Linera, un “campo de lucha”. Nos parece sin embargo que lo propio que surge de estos procesos que contribuyeron a la emergencia de tal campo de lucha es que el Estado se presenta hoy con ropajes bien distintos a aquellos celebrados por la teoría política moderna tradicional. Está atravesado y rasgado por procesos globales que ponen en discusión la misma figura unitaria, colocado bajo presión de un régimen de acumulación capitalista basado en la financierización y la renta y, al mismo tiempo, disputado por movimientos populares que en circunstancias específicas logran cristalizar en su interior contradicciones y momentos de contrapoder. En la medida en que el Estado es imaginado bajo formas alejadas respecto de aquello en lo que se ha convertido efectivamente, la acción misma de los gobiernos “progresistas” tiene el riesgo de ser vaciada de eficacia. Apuntando simplemente al reforzamiento del Estado, a recentrar a su alrededor el proceso político por completo, se puede lograr alguna ventaja provisoria en el terreno de la retórica política y, tal vez, de la competencia electoral. Pero es cuestión de realismo reconocer que no se contribuye a construir el poder que es necesario para sostener en el mediano plazo un proceso de transformación: es esto lo que ya empezó a verse claramente en varios países latinoamericanos.
La fenomenología de la extracción que intentamos delinear antes (ampliando la noción de “extractivismo”) busca poner de relieve la complejidad del capitalismo contemporáneo y, al mismo tiempo, la potencia productiva reconocida a esta trama que, como señalamos, está organizada por una conjunción de economías populares y dinámicas políticas de lucha que tensionan y desafían a la noción misma de autonomía. Es sobre este terreno donde se juegan las resistencias a los modos bajos los cuales el neoliberalismo persiste como mando político y norma extractiva y también donde se mide la eficacia de los “principio operativos de lo común” que alimentan la cooperación social. Hablar de un realismo de la potencia y de instituciones de lo común implica asumir este nuevo plano de complejidad al que hemos llegado por la dinámica de valorización que las propias luchas van produciendo. En este sentido, la actualización de la revuelta plebeya, tan fértil para el lenguaje y las imágenes de transformación social en los últimos años, requiere volver a debatir un horizonte programático en un contexto que se vislumbra teñido de nuevas conflictividades sociales.
Si nos hemos planteado aquí una crítica a la noción de movimiento sociales es, para decirlo de modo sencillo, para evitar cualquier nostalgia que congele las imágenes de los sujetos colectivos. Pero también para dar cuenta de un dinamismo que comprende e involucra a buena parte de las premisas desplegadas por los movimientos, adentro de un proceso de desbordamiento continuo de sus prácticas y luchas. Nos referimos al cruce que detectamos entre dinámicas políticas de lucha y “economías  populares” como modo de nombrar un nuevo terreno más complejo pero al mismo tiempo más realista sobre el que pensar los desafíos políticos del presente.Es en ese tejido ambivalente y abigarrado donde, como señalamos, se afirman modos de hacer, construir y laborar que no caben –e incluso hacen fracasar– tanto los imaginarios y los lenguajes de los tradicionales “movimientos sociales” como de las políticas de “desarrollo” e “inclusión social” de los gobiernos progresistas. Pero es también allí donde la cuestión de una democratización de la producción, de una eficacia de la cooperación social para evidenciar otros criterios de organización y bienestar, es puesta a prueba, experimentada y, también, enfrenta los problemas que están en la frontera de lo pensable. Sobre ese terreno evidentemente más complejo se debate también una nueva síntesis entre la autonomía, su enraizamiento y traducción institucional y las formas de resistencia a la explotación.

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¿Qué puede un cuerpo (cuando se lo convierte en fetiche)?

por Alejandra Lindman, Diego Sztulwark y Pedro Yagüe

El fetichismo del cuerpo consiste en el hecho de atribuir al cuerpo humano unos valores-imagen separados del cuerpo de los afectos. Cuando Spinoza se preguntaba, allá por el siglo XVII, qué puede la fábrica del cuerpo humano, la disputa central era contra la teología y el racionalismo cristiano a la Descartes. Ante el cuerpo devaluado por la cultura monoteísta o racionalista, el “paralelismo” (término que se adjudica al spinozismo, sin haber sido empleado nunca por Spinoza mismo) entre cuerpo-alma, tal y como viene postulado y demostrado en la Proposición VII del Libro II (con su Escolio respectivo) procuraba salvar al alma (la mente, el pensamiento) de los poderes espirituales y políticos que la querían obediente bajo el peso de la moral (para la cual el cuerpo era sólo objeto de vergüenza y negación).
En el Libro II de la Ética, el filósofo, empeñado en comprender el alma humana, concluye (Proposición XIII) que la realidad del alma es ser idea del cuerpo, y que el alma es tan perfecta como perfección tiene el cuerpo actual del cual es idea. En efecto, el cuerpo puede afectar y ser afectado de muchas formas simultáneamente, y sólo por eso el alma puede percibir igualmente muchas formas. En el Prefacio al Libro III, acerca de los afectos, hay un duro ataque contra todos aquéllos que se burlan de la naturaleza del cuerpo humano, ignorando que no existe en él vicio alguno. Spinoza grita en su Ética: se ha inoculado en el cuerpo humano motivos de vergüenza, se ha depositado en él toda la negatividad que se le atribuyen a las pasiones, esa materia demasiado humana que se supone que el pensamiento debiera dominar. Pero esa alma, ese pensamiento que se cree libre, es en verdad una proyección lógica, un ideal moral introyectado. Spinoza desarticula la idea de que las cosas tengan un fin, un objetivo de su existencia que les haga de modelo y divida lo real. Es en el cuerpo donde Spinoza encuentra una dimensión que, devuelta a su materialidad, rompe las proyecciones lógicas del idealismo de su época. El cuerpo como dispositivo desplaza la lógica y reabrre la experimentación como verificador de caminos de potencia. El cuerpo, dice Gilles Deleuze, actúa en la Ética como “modelo del pensamiento”.
¿Por qué postular que el cuerpo es modelo del pensamiento?
La teología y la moral nos habían dicho que el cuerpo es un reflejo inferior respecto del alma. “No se sabe lo que puede un cuerpo” es el grito spinozista que rompe con el peso del idealismo de su época, pero ¿sigue siendo válido ese grito hoy? Cuatro siglos después, cuando el cuerpo sí se toma en cuenta aunque capturado como mercancía y fetiche,  ¿conserva su vigencia el proyecto de tomar al cuerpo como modelo para el pensamiento? En esta época, en la cual la cultura de la imagen ha pasado a tener un lugar central ¿qué entendemos por el poder de los cuerpos?
El corporalismo propone un cuerpo para el consumo: “tener un buen cuerpo”: bello, modelado, saludable. Valores todos que surgen de las exigencias y parámetros del mercado. Nociones como “experiencia intensa” o “vence tu límite” ya no surgen de viejas sabidurías, sino que circulan como consignas de creativos publicitarios, pagos por los departamentos de ventas de las grandes empresas. Este nuevo corporalismo no sólo propone un cuidado y un tipo de experiencia-sin-experimentación de nuestro cuerpo, sino que también lo concibe como un bien a ser utilizado. El cuerpo aparece como una pertenencia del individuo mediante la cual éste puede satisfacer libremente sus propios deseos. Como toda mercancía, el cuerpo que nos ofrece el mercado tiene también un valor de uso. Pero entonces, ¿nos sirve todavía aquel grito spinozista del siglo XVII contra el sistema del idealismo? ¿O sucede más bien que necesitamos gritar a favor del “paralelismo”?
¿El cuerpo como contrapoder?
Ahora bien, cabe preguntarnos ¿es tan diferente la metafísica del alma (teológico-racionalista) del occidente europeo, esas a las cuales el spinozismo oponía al cuerpo como contrapoder, de la que orienta al neoliberalismo contemporáneo y su imagen del cuerpo?
El cuerpo como imagen-mercancía, puesto a crear valor en cada uno de sus actos, envuelto en un constante trabajo empresarial sobre sí, ya no puede obrar como contra-poder alguno. No al menos, cuando el imperativo de cada vida es la de desenvolverse como un capital que se valoriza en el mercado dándole de ese modo sus capacidades de inserción y venta de sí mismo para la obtención de una renta. Es un cuerpo presentado como un bien, disociado del individuo que “lo posee”, y en el que se puede intervenir libremente para volverlo más rentable. 
De allí que nos volvamos a preguntar: los discursos criticos actuales que hacen énfasis en el cuerpo como fuente de verdad y autenticidad, ¿tienen todavía hoy para nosotros una carga subversiva? ¿No sucede, al revés, que el cuerpo-fetiche sea la evolución del cuerpo degradado del cristiano-racionalismo?
Prudencia
El cuerpo en Spinoza constituía un dispositivo anti-ontológico y anti-teológico. Fábrica insurgente de potencia individual y política. Ese cuerpo, sin embargo, no es el que se nos ofrece de inmediato ni el que el mercado nos pide. No nos es accesible sin atravesar el fetichismo mercantil que lo recubre y que hace de él un objeto de discursos (incluso filosóficos y universitarios) falsos, o mentirosos. Sin adoptar ciertos recaudos, no constituiremos los dispositivos anti-ontológicos a la altura de los desafíos de nuestra época: la exaltación de una sociabilidad extremadamente penetrada por la lógica de la ley del valor. Y esto, en el caso del cuerpo, implica romper con la suposición que nos dice que un cuerpo activo es un cuerpo en movimiento: poner el cuerpo en juego no implica necesariamente ni moverse ni ejercitar prácticas corporales específicas sino poder pensar la afectividad como premisa del pensamiento. Se podría pensar con Benjamin, que se produce en el nivel de los cuerpos una suerte de estetización, un modo de movilizar fijando, es decir, una movilización a la que le es vedada desde el inicio su capacidad de reorganizar las estructuras de poder. Es la potencia gobernada. Nuestros cuerpos están puestos en el centro, dándoles proyectos, movilizándolos, pero imposibilitando que esos proyectos se conviertan en una potencia política autónoma capaz de revisar la estructura de propiedad.
El énfasis neoliberal en el cuerpo, entonces, puede operar como dispositivo ontológico. Su efecto esencial sería el de amarrar la dominación desde “abajo”. No solo devaluando el cuerpo al nivel de mera mercancía, sino neutralizando la potencia del pensamiento. El control sensible de los cuerpos como control del acontecimiento en las mentes. El cuerpo vuelto una superficie de inscripción de pasiones tristes (miedo y esperanza) como modo de sostener la pasividad del alma. El cuerpo como objeto y no como causa de deseo. Moderna teología, dócil academia.
Por un paralelismo radical
Contra todo dualismo alma/cuerpo, pensamiento y cuerpo son para Spinoza una y la misma cosa. Pero esa cosa puede o bien permanecer pasiva o bien devenir activa. Identificar los dispositivos de pasivización (infantilización, culpabilización) constituye un primer momento en toda cartografía ética.
El Libro III de Ética se dedica a explicar la centralidad del “afecto” en la unión cuerpo-pensamiento. “Afecto” es aquella disminución o aumento de nuestra potencia de actuar/pensar originada por una afección. Dado que toda afección deja unos vestigios en el cuerpo afectado, es esa presencia del mundo en nosotros lo que da origen a la valoración de la potencia, tanto en el cuerpo como en la constitución de la idea. De allí, que los encuentros sean (no necesariamente) la ocasión para la transformación ¿Puede el encuentro de los cuerpos, eso que llamamos política, conducirnos a producir modos de vida dentro, contra y más allá del neoliberalismo que nos regula? Si el neoliberalismo establece las condiciones históricas de los encuentros posibles, habrá que pensar qué elementos del entramado neoliberal habilitan la producción de nuevas composiciones que dinamiten la imagen mercantil del cuerpo. La actividad de los cuerpos y la formación de las ideas constituyen el “paralelo” interno a la elaboración de la potencia. Necesitamos profundizar en una vía de comprensión no idealista del pensamiento, una apropiación no fetichista del cuerpo.

“Una política de los cuerpos”

Unapolítica de los cuerpos” es el primer cuadernillo del área de cuerpo y comunicación, un espacio de indagación conceptual, discusión política y exploración corporal en el marco de la carrera de comunicación de la UBA, abierto por estudiantes y docentes con recorridos ligados a experiencias autogestionarias y disciplinas de movimiento. La “cuestión del cuerpo” atravesaba y atraviesa diferentes inquietudes de esos recorridos. Básicamente, compartimos el interés por pensar las modalidades de encuentro entre los cuerpos como productoras de subjetividad; la exploración con movimiento así como las relaciones que nos damos en lo cotidiano como dispositivos productores de cuerpos y afectos. Este cuadernillo reúne materiales que interpelan intereses en ese marco. El hilo de los textos está dado por la asunción (explícita o implícita) de que el orden social se inscribe en los cuerpos, y por la reflexión sobre las posibilidades de transformación de ese orden a partir de la experimentación cotidiana de otras relaciones, afectos y formas-de-vida. El material incluye entrevistas a Jon Beasley-Murray y Verónica Gago; escritos de Amador Fernández-Savater, Silvia L. Gil, V. G. y Diego Sztulwark; y cierra con el texto zapatista leído por el supGaleano en el seminario «El pensamiento crítico frente a la hidra capitalista». Sin la colaboración de Gabriela Mocca no habría sido posible la producción de este material, que «pone-juntos» textos cuya difusión alentamos.

De pliegues y resistencias

(Sobre La Subjetivación, de Gilles Deleuze)[1]

por Diego Sztulwark



¿Más Foucault? Un Foucault político, con centro en la noción de resistencia. Un Foucault vitalista, pero de un vitalismo que no se separa de un fondo de “mortalismo” y para el que la vida no es sino conjunto de “funciones que resisten a la muerte”. Un Foucault para el cual la cuestión de “¿qué es pensar?” se formula trazando líneas: líneas curvas (enunciados), línea de cuadros (visibilidades), las forma estratificadas del saber; líneas agitadas, oceánicas o moleculares de las fuerzas (poder); líneas flexionada de resistencias, línea plegada de singularidades substraída a la relación de fuerzas (subjetivación). Así lo presenta Gilles Deleuze en su curso de 1986, íntegramente dedicado a exponer los conceptos originales de Foucault y a trazar sus relaciones posibles, así como las relaciones con filósofos con los que se encuentra en situación privilegiada.  

Lo político formidable, en esta presentación del “último” Foucault, consiste en el descubrimiento de la autonomía de la subjetividad, instancia que se deriva de las relaciones fuerzas y de las formas (saberes). Esa derivada es la adquisición última y fundamental de la política que Foucault encontró en los griegos cuando buscaba romper el impasse al que había llegado, según Deleuze, por el efecto hiper-totalizador del diagrama de fuerzas del poder. Una totalización que no dejaba respirar, ni permitía comprender el pasaje inmanente de los diferentes diagramas históricos.   

El problema que se planteaba a Foucault era el de la compresión histórica de la mutación de los diagramas (de soberanía, disciplinarios, de control). Las fuerzas  entran en relación en virtud de su doble poder de afectar (actividad) y de ser afectadas (espontaneidad). La aptitud para afectar y padecer permitía identificar las singularidades afectivas o reactivas en las fuerzas. Pero lo reactivo(punto en que una fuerza es afectada por otra) no es lo resistente (instancia autónoma del poder). Y sólo lo resistente de los contrapoderes permite comprender el carácter variable e histórico de los diagramas de poder.
¿Qué es lo que vieron los griegos? Fueron, para Foucault, los primeros en “plegar la fuerza” (la cuestión del “gobierno de sí” como condición del “gobierno de los otros”). Y lo hicieron, no en función de un “milagro” particular, sino en virtud de su diagrama de poder consistente en el juego de la rivalidad entre agentes libres.

El pliegue es la operación que lleva a la autoafección de la fuerza. El plegamiento no se da –esta es su autonomía– según los saberes o los poderes de su época, sino en función de lo que Deleuze insiste en llamar “reglas facultativas”. El pliegue se opera sobre la línea del afuera, que es otro nombre para el elemento informal de las fuerzas. La subjetivación es el proceso mediante el cual se constituyen momentos de vida autónomas por vía de la substracción (derivación) del saber-poder. Y el carácter resistente de sus singularidades consiste en su capacidad de desplegarse por su cuenta, acosadas tanto por las tentativas de investimento por parte del saber, como de las pretensiones de control de lo poderes.

¿En qué se distingue la subjetivación de la pretendida “vuelta al sujeto” que Deleuze rechaza por completo? En la subjetivación, el interior (el sí mismo) está hecho desde el exterior, el pliegue está hecho con la misma materia del afuera. La subjetivación no permite pensar un interior cerrado (institucional o psíquico), sino como terminal de un medio exterior. En otras palabras: es con relación al diagrama de las fuerzas que la subjetivación actúa como un operador de subjetivación. Y por esto es que la resistencia, en Foucault, se da como creación.

El pliegue ha sido pensado por muchos filósofos. Deleuze se concentra sobre todo en una comparación con Blanchot y Heidegger. Con Blanchot, se trata de comprender que el elemento informal de las fuerzas es un afuera absoluto, una línea de muerte imposible de franquear. El pliegue, en Foucault, será siempre un arrancar vida a la línea de la muerte, un vencer provisorio de la vida sobre la muerte. Un “vitalismo” sobre fondo mortecino. El pliegue, desde este punto de vista, crea una subjetivación en medio del hundimiento y la catástrofe. ¿Cómo no ver aquí una condición fundamental para la política radical? Separados del pliegue que extrae vida de la línea de la muerte, los vitalismos no son sino figuras retóricas inconsistentes.

Y con Heidegger se trata de la distinción fundamental entre un “posible lógico” (el pensamiento siempre cuenta con la posibilidad de pensar) y una potencia efectiva (el pensamiento tomado en un encuentro con otra cosa). Lo que da a pensar es siempre el afuera. La fórmula heideggeriana “todavía no pensamos” apunta a destituir la imagen lógica del pensar. Heidegger, pero también Artaud, para quien el pensar está afectado por un “impoder” que no se resuelve nunca a partir de la “posibilidad”, sino de un nuevo poder vital. Y aún Proust, para quien lo que fuerza a pensar es siempre un signo del mundo exterior (celos, enamoramientos).

No nos equivocaríamos demasiado si tratásemos de encontrar una zona común entre la subjetivación en Foucault y la noción de devenir en Deleuze y Guattari. ¿No hay en la constitución de ambos conceptos fundamentales una evaluación del ‘68? Eso afirma Félix Guattari en diálogo con Deleuze sobre el 68 como constitución de pliegues en la extraordinaria clase del 13 de mayo. Guattari retoma el 68 como tentativa de subjetivación (conjunto de resistencias, de afirmaciones autónomas), aunque critica a Foucault por no haber sabido diferenciar suficientemente la “lógica de los afectos” del juego de las fuerzas. El pliegue, para Guattari, introduce un nuevo sistema de referencias que, o bien produce un trastocamiento, o bien activa una recuperación de las subjetividades por parte del sistema de los saberes y las relaciones de fuerzas.

Con Guattari, las subjetivaciones se colocan en el centro de la gran política. La modulación de los afectos y los vuelcos de la subjetivación se convierten en el principio analítico absoluto. Frente popular, New Deal, fascismo, la política española, integración a la japonesa, y la subjetivación a la brasileña son otros tantos casos de una lucha entre producción de subjetividad y proliferación de arcaísmos hipercapitalistas: “cuando un operador es lo suficientemente potente para cambiar completamente las coordenadas de subjetivación de un ámbito, mientras que funciona, tiene todo tipo de consecuencias, todo tipo de efectos, puede contaminar todo el planeta, tal como en el 68 (…) pero luego, si se quiebra, hay por el contrario, un ascenso de viejos modos de subjetivación que van a reanimarse, a retomar el poder, a reinstaurarse de manera tanto más violenta cuanto que hubo imposibilidad para ese nuevo proceso de subjetivación de hallar su propia duración, su propia memoria”.         

La subjetivación es la fuente de las singularidades resistentes y de apertura de potencialidades de un campo social. De hecho, en estas clases, Deleuze está construyendo sin decirlo un formidable encuentro político entre Foucault y Mil mesetas. Si la “problematización”, en Foucault, se expone a partir de cuatro ejes (forma de lo visible y forma de lo enunciable, fuerzas-poder y subjetivación) los “agenciamientos” de Mil mesetas estarán construidos por líneas equivalentes: sobre un eje horizontal, actuarán los agenciamientos maquínicos de cuerpos (contenido) y agenciamientos colectivos de enunciación (expresión); y sobre un eje vertical  los vectores de territorialización (diagrama) y de desterritorialización (deseo, máquina abstracta).            

En otras palabras, lo político –para Foucault, pero también para Deleuze y Guattari– pasa por la afirmación de una instancia no estructural que opera por derivación (substracción/extracción) respecto de las relaciones de fuerzas. No se trata para ellos de simbolizar esta instancia, sino de pensarla en torno a las fuerzas o afectos. Si lo político combina una y otra vez la subjetivación con el saber y el poder (todo tipo de compromisos y reformas) su dinamismo más propio surge de su persistente autonomía, de su tendencia a resurgir en las coyunturas mas oscuras El descubrimiento del pliegue de las fuerzas coloca a Foucault más allá de la microfísica del poder, en la medida en que se incluye ahora al afuera.

Pero ¿cómo pensar este afuera? El afuera es lo que da a pensar, pero es también lo más interior, lo impensado del pensamiento. El afuera es velocidad infinita. Velocidad que experimenta el pensamiento. Lo que lleva a Deleuze a preguntarse por el pliegue desde otro ángulo: ¿cómo ser estos seres lentos que somos cuando somos atravesados por estas velocidades infinitas? Por una vez no se trata de discutir. “si han comprendido” algo de Foucault, dice el profesor Deleuze a sus alumnos, no le opongan objeciones: traten de conocer las “reacciones afectivas” que les produce. Y si el pensamiento de Foucault no les conviene al menos habrán encontrado la dirección en la que pueden seguir pensando.


[1] Gilles Deleuze, La subjetivación. Curso sobre Foucault. Tomo III, Cactus/Clases, Bs-As, 2015)

Odisea 2001

(O sobre cómo leer de manera no ilusoria el tránsito de las resistencias colectivas a la invención política)

por Diego Sztulwark



“Pero todo lo que es hermoso es tan difícil como raro”
B. Spinoza, Ética

1.

Cada tanto renace el interés por el 2001, creyéndose encontrar allí el origen de ciertas determinaciones del presente, o bien las vías para huir de él. Aunque la retrospectiva más habitual, la que manda con respecto a la memoria del pasado reciente, sigue siendo la de un recuerdo amargo, desprovisto de todo valor o condición positiva, siquiera cognitivo. 2001 subsiste como el año de una crisis y de un estado de lo social carente por completo de cualquier potencia propia.

A este estado de cosas probablemente contribuya un cierto modo de fijación del deseo político que resume la multiplicidad de dimensiones convergentes en el 2001 en el único factor de lo explosivo, haciendo de ese resumen un modelo de acción por venir. Sin nada que reprochar a ese deseo de explosividad, su cristalización escamotea la actualización de las tensiones que podrían en el presente darle nueva vida.

¿Qué es lo que habría que buscar aun hoy en esa multiplicidad compleja nombrada como 2001? La pregunta misma conecta con una vocación problematizadora, con cierto fastidio por la escasez de recursos con los que cuenta el presente para autoexplicarse.

2.

Resulta casi imposible avanzar en responder a esta pregunta sin considerar, aunque sea mínimamente, el largo periodo actual al que solemos llamar “kirchnerismo”. En él actúa una ambigüedad fundamental, que explica tanto su fuerza como su debilidad: el kirchnerismo ha sabido dar forma a una voluntad normalizadora a partir de la apropiación de un deseo de ruptura procedente de la movilización social de fines de los años noventa.

La conmoción política que ha supuesto la activación de la división antagonista que recorre lo social fue un acontecimiento de orden perceptivo: la inscripción en el espacio público de una perturbadora escena de guerra. Una suerte de grado cero de lo político, en el cual el máximo oscurecimiento coincide con el develamiento más radical del juego de la constitución democrática y de su confiscación. 

Es la doble lección del 2001: ser la síntesis de todas las fracturas soportadas, la genética de una enrome capacidad de impugnación colectiva y ser, también, la lección mejor aprendida por los diseñadores de las técnicas de gobierno. Son estas técnicas de gobierno las que mejor comunican al 2001 con el presente. Puesto que son las que vehiculan una añoranza, siempre frustrada y siempre desplazada, de superación de las grietas subsistentes en el cuerpo social.

En efecto, la coyuntura actual posee su propio diálogo, tal vez demasiado elíptico, con el 2001. Con el propósito de terminar con lo que se considera un tiempo de enfrentamientos e incomprensiones entre argentinos, los principales candidatos a la presidencia –siguiendo a pie juntillas el espíritu de conciliación que trae el nuevo Papa hacia el país- intentan situarse como garantes de la superación de una brecha que divide apasionadamente a “kirchneristas” de “antikirchneristas”. La propia presidenta supo tener palabras en el sentido de la unidad y la reconciliación. Más allá del terrible riesgo que estos discursos poseen para políticas concretas como la de los juicios de derechos humanos, el ideal de armonía y reencuentro puesto en circulación apunta a conjurar el fantasma de la división social tal y como lo heredamos del 2001.

3.

El neoliberalismo es más que una política entre otras: es un estadio del capitalismo. Y se hace presente entre nosotros tanto a partir de las grandes racionalidades del mercado mundial, como de una densa trama micropolítica. De allí que podamos pensar lo neoliberal como un diagrama de fuerzas, de poder.

El diagrama de fuerzas del neoliberalismo conecta un régimen de la crueldad con una racionalidad de tipo empresarial para la gestión de la vida. En ambos casos, se trata gestionar la vida entendida como un fenómeno de intensidades. De un lado, se trata de explotar una vitalidad de masas aplastándola, sumergiéndola, devaluándola, victimizándola, hiper-precarizándola, sometiéndola a un nivel insoportable de violencia física y psíquica. De otro lado se trata de suscitar vitalismo subjetivo, autogestionado y espiritualizado, obediente y adaptable a los valores de mando que emanan de los designios del mercado.

El neoliberalismo se hace vitalista y modifica incluso las subjetividades en lucha que atravesaron y, en cierto modo determinaron, la crisis. Los últimos años el interés por las figuras más activas de la crisis (de los movimientos piqueteros, trabajadores de fábricas recuperadas, juveniles y de derechos humanos, entre otros) cede lugar ante las subjetividades neoliberales que surgen de estas vías de la recomposición neoliberal: las formas de mando fundadas en la crueldad, y los dispositivos de captura empresariales de la energía colectiva.

Sea el mundo del trabajo sumergido, los nuevos barrios o la inclusión subordinada -donde la vitalidad colectiva queda regulada por nuevas formas irregulares de soberanías territoriales y económicas-, o sea la movilización como autovalorización que guía los proyectos de vida que se realizan según las prescripciones de mercado, lo que queda reprimido/desplazado bajo el peso de estas líneas diagramáticas del neoliberalismo es la potencia de un vitalismo capaz de constituirse sobre fondo de un mortalismo: modalidad en que la vida resiste y crea contra la evidencia mortífera hecha mundo. 

4.

Planteando el problema de cómo se asume la realidad de la guerra y el deseo de transformación, León Rozitchner ha desplegado una sostenida polémica desde la década del sesenta contra las persistentes ilusiones que la izquierda argentina (peronista o no) se hace sobre las posibilidades del triunfo de un proceso de transformación revolucionaria. Sólo que luego de la última dictadura estos problemas han sido continuamente sublimados en el campo político.

Guerra y deseo son, para Rozitchner, operadores de inmanencia respecto del juego de las fuerzas en pugna y marcadores afectivos de una materialidad actuante tanto en el campo individual como en el colectivo. En su lenguaje, cabría hablar de un “índice de verdad” que acompaña a los sujetos a la hora de evaluar la propia experiencia, organizando una coherencia entre lo personal y lo histórico, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre conocimiento y deseo. Sus libros pueden considerarse casi enteramente a partir de estas preocupaciones: Scheller y el plano práctico de los afectos escamoteado en el campo del saber universitario y la razón; la Revolución cubana como ejemplo de guerra popular victoriosa; el ser judío como índice propio a partir del cual inscribirse en una historia política más amplia; Freud como toma de conciencia de los mecanismos subjetivos imprescindibles para la formación del militante revolucionario; Perón como evaluación de una dolorosa derrota, en clave de amor y de guerra, y como enigma que la izquierda debe enfrentar sin acudir para ello –como ha sucedido- a las categorías de su enemigo (alucinación); Simón Rodríguez (un contra-Perón) en tanto que testimonio de otro nacimiento y otra elaboración de las fuerzas históricas en nuestro continente; Malvinas (un post-Perón) como ejercicio de intelección política sobre la eficacia militar  bajo condiciones de terror extremo; La cosa y la cruz como una evaluación de largo plazo sobre las fuerzas que actuaron, imperceptibles, en el fracaso del socialismo soviético: Rozitchner descubre la persistencia de elementos mitológicos cristianos en el tejido mismo de la producción de las relaciones sociales, tanto del capitalismo como del socialismo; Levinas como testimonio de unas filosofías de inspiración monoteísta cuya eficacia en América Latina posterior a las dictaduras es la de la introyección religiosa o racionalizante la derrota;  el Materialismo ensoñado como contra-ofensiva e intento por descifrar la fábrica afectiva de la potencia humana desmontando –poéticamente- el ensamble teológico político que sobrevive en el discurso filosófico y analítico.

La filosofía de Rozitchner dramatiza una tortuosa confrontación, un desdoblamiento entre  deseo revolucionario  y afectividad como campo de elaboración sobre su imposibilidad histórico-práctica, al menos en la Argentina de las últimas décadas. Ni el presente kirchnerista, ni los revoltosos años del 2001 con su proliferación de organizaciones sociales y nuevas militancias conmovieron la firme certeza de Rozitchner respecto de lo difícil que es constituir procesos históricos efectivamente transformadores de los cimientos del orden fundado en terror que se concentra en la economía, y se refuerza por el dominio del capital global.

Malvinas es un eslabón de una cadena histórica más amplia, que sucede al establecimiento de la dictadura, y luego al menemismo, que nos ha miserabilizado y sin la cual no se explica el sentimiento de impotencia política actual.

5.

En especial en su libro Malvinas, de la guerra sucia a la guerra limpia, León Rozitchner ofrece una articulación –que uno estaría tentado a llamar “metodológica” de al menos tres niveles de análisis, habitualmente desconectados: una filosofía de los afectos; el análisis histórico de una coyuntura de guerra; el trabajo de explicitación tanto de su propia inserción en el proceso histórico en el cual la guerra irrumpe como acontecimiento oscuro, como de su lugar de intelectual que elabora, situado, problemas y conceptos.

La eficacia de este complejo se ha pasado por alto en nombre del valor moral o de testimonio que normalmente se le reconoce. Escrito durante abril-mayo, cuando Inglaterra aún no respondía militarmente a la operación de “recuperación” de las islas por parte de la dictadura, Rozitchner polemiza con las muchas expresiones de la izquierda que apoyan la guerra y les advierte que al relativizar la barbarie criminal de las juntas lo que se pierde de vista es la capacidad de comprender que sobre la base del aniquilamiento de la resistencia de los cuerpos y la privatización de la economía la victoria militar no es sólo indeseable sino, sobre todo, materialmente imposible.

Y ni siquiera allí, en un trabajo inscrito en una coyuntura tan concreta, se propone una estrategia alternativa concreta. Solamente se limita a confesar su deseo disidente: que las FFAA de la dictadura genocida sea derrotada. A cambio sostiene férreamente un principio: el de la necesidad de refundar el poder político en el país a partir una comprensión radicalmente diferente de la soberanía política, no limitada a la ciudadanía jurídica, sino al soporte corporal en el cual lo jurídico debe leer su realidad más profunda. Ese principio, que prohíbe toda complicidad subjetiva con las fuerzas de la dictadura, sólo encontraba como referente práctico en el país, en mayo del 82, a las Madres de Plaza de Mayo.  

6.

El campo imaginario, donde florece lo ilusorio, pertenece por derecho propio a la subjetividad. León Rozitchner no contraponer lo fantástico-ilusorio a lo transparente-racional, como sucede en el proyecto cartesiano de las ciencias. Su polémica contra lo ilusorio parte de realzar esta dimensión afectivo-imaginaria para descubrir, a partir de allí, los modos en que nuestros afectos-imágenes resultan políticamente modificados.

El campo alucinatorio de la ilusión viene determinado, para León Rozitchner, por el terror (de base cristiano) que nos impone una separación interna (cuerpo/alma) y una adecuación al orden del mundo (economía, derecho, política), bajo amenaza de muerte. El fetichismo del que hablan Marx y Freud  se corresponde con este tipo de pliegue de lo subjetivo-objetivo. Mientras que el proyecto racional-científico no es sino una vertiente laica de esa misma modalidad: aquella que triunfa dentro de la modernidad y que consiste en ocultar los presupuestos imaginarios para dar lugar al mito del individuo sin mito. El materialismo científico y el despliegue de las tecnologías vinculadas a la ganancia capitalista pertenecen enteramente a este proyecto.

Esta mutua implicación entre racionalismo e ilusión está en el corazón de la crítica que realiza Rozitchner a la izquierda (sea o no peronista). El hecho que su racionalidad política –sea para la revolución, sea para la reforma- venga ya predeterminada por un corte y una adecuación, un sometimiento a los datos objetivos de la llamada realidad.

La filosofía de León Rozitchner es un materialismo ensoñado de raigambre spinoziana, que procura habilitar una zona sensible diferente a partir de una restitución plena del plano afectivo-imaginario como lugar de resistencia a los poderes del capital global y del terror soberano a su servicio. En lo ensoñado reside lo resistente: la sensibilidad que es premisa para la potencia. A ella se oponen las razones de los poderes, que querrían siempre adecuarla, envilecerla, devaluarla y entregarla dócil al mando de los mercados. Lo ensoñado no es ni un proyecto utópico, ni una nueva representación realista del mundo, sino una premisa o una memoria que sobre la experiencia sensual y afectiva primera se extiende como un tejido material-vivo a la naturaleza y hacia los otros, fundamentando con una nueva racionalidad (democracia, contrapoder o común): la cooperación.     

7.

¿Tiene razón León cuando nos señala, en Odisea 2001, que no hay motivo alguno para el entusiasmo intelectual o político con relación a los movimientos sociales de aquellos años, así como no lo hay ahora, con los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner? Y sobre todo, ¿qué querría decir aquí la idea de tener “razón”?, ¿qué sería no tenerla? Y puesto que el propio Rozitchner ha descartado términos como “optimismo”/“pesimismo”, a las que consideraba categorías de derecha, ¿cómo evaluaremos su propia posición aparentemente escéptica?

Durante la entrevista citada, León Rozitchner se pregunta amargamente qué pasó tras el asesinato de Kosteki y Santillán. A sus ojos los grupos resistentes quedaron reducidos a “quistes”, incapaces de afectar al conjunto del cuerpo social. Y argumenta que habría que haber sido capaces de advertir que junto a la “atracción” que producían estos movimientos actuaba la repulsión y el “temor”. La distancia de León con respecto a los movimientos piqueteros de 2001, ¿manifiesta una carencia de proximidad que ya entonces en 2001 no le permitía conocer a fondo lo que ocurría, a nivel de las resistencias, en provincias y barrios de todo el país o es más bien al revés: su eterna prevención a las ilusiones militantes respecto de las relaciones reales de fuerzas es lo que le disuadió (“no hay que exagerar”, nos avisa)  de compartir nuestro entusiasmo de entonces?

Lo que perturba de la posición de Rozitchner no es lo que podría pasar por una lucidez escéptica (eso, de por sí, no nos llamaría la atención), sino lo que tiene de tensión irresuelta entre un deseo de transformación al que no renuncia y una comprensión vívida del juego de las fuerzas que la impide. Esa tensión interna es la que une de un modo singular lo que tiene de resistencia a la vez ética y política y la fuente de sus ganas y de su brillantez. También de su arbitrariedad. No se trata de una actitud cómoda ni gratuita, sino de una posición largamente conquistada. Que conlleva una batalla radical contra todo aquello que denigra nuestra capacidad (capacidad que es igual a nuestro derecho) de elucidar en nosotros mismos el sentido de lo que –nos- pasa. De sentir lo que pasa en nuestro entorno como indicador fundamental desde donde elaborar las posibilidades de un fundamento alternativo (“un lugar que está más abajo”, “para suscitar una especie de eficacia política”). Nos toca ahora a nosotros –sus lectores- responder a la pregunta que nos hace: ¿de dónde surgen nuestros entusiasmos, los que animan nuestras militancias, nuestras clases o escritos? 

Por el momento, lo que nos impacta de León es el modo directo de formularnos este tipo de preguntas. Tal vez en el trabajo de responderlas podamos situarnos en un punto nuevo, en las puertas de una filosofía y una política propia.  

Bs-As, 16 septiembre de 2015

Salió Campo Grupal de Octubre (Nº 182)

Sumario:
De las resistencias colectivas a la invención política
– Odisea 2001
Por Diego Sztulwark
Ficciones verdaderas de una escuela y sus formas de vida
-Trabajo, autogestión y territorio
Por Diego Picotto, Sergio Lesbegueris
Influencia de la literatura cervantina en la obra freudiana
-Los caminos imprevisibles de El Quijote
Por Maite Fernández Soriano
Compartir un decir dedicado a los humanos
-En-sayo del fuego
Por Carolina Diez, Ricardo Klein
De luces, cámaras y selfies
-Escribir con luz
Por Romina Cimolai
-¿Qué es el arte terapia?
Por Estela Marina Garber
-Pedagogía del contagio
Por Adrian Quinteros
-Algo huele mal en mi duermevela
Por Juan Disante
-Desaparecí
Por Maitena Barboza
SECCIONES
Taller de escritura
-Una cuestión de estilo
Por Luis Gruss
Desde el patio
-Embarrar la cancha
Por Teresa Punta
-Tránsitos
Por Patricia Mercado
-Corpografías
Por Carlos Trosman
-Días y flores
Por Carolina Wajnerman
-Gotitas de cinedrama
Por Yuyo Bello
-Agenda de actividades
………………………………….

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Quién es usted señor Verbitsky

por Diego Sztulwark



Los ataques a Horacio Verbitsky son en sí mismos tan graves como injustificables. Pero lo que los hace más infaustos es que significan también la pérdida devastadora de la forma clásica del periodismo, en nombre de las nuevas torres de control desde las que emanan órdenes precisas de destrucción de personas”,

Horacio González

1.

Hay libros canallescos: son aquellos que toman un gran tema o se proponen pensar una serie de problemas notables, que invierten en ello cuantiosos recursos (entrevistas, indagación documental, horas y horas de escritura) e incluso logran -a veces- atraer miles y miles de lectores y, sin embargo, dejan la sensación amarga de haber malgastado una excelente oportunidad: en lugar de un nuevo modo de pensar, ofrecen más de lo mismo, es decir, discursos recostados sobre los valores dominantes.

Es muy posible que ésta sea la experiencia de muchos lectores con el libro Doble agente, la biografía inesperada de Horacio Verbitsky (de Gabriel Levinas, en colaboración con María Dragonetti y Sergio Serrichio). Aunque puede ser que esto no llegue a ocurrir, ya que muchos interesados en la cuestión han decidido de antemano no leer un trabajo al que descalifican tanto por los alineamientos políticos de su autor como por lo que han entrevisto en los múltiples avances del en los medios; y que, al contrario, muchos otros lo celebren, obtusos, de antemano: no deben ser pocos los que se regodean en la esperanza de que este libro ponga fin al prestigio y la influencia del “perro” Verbitsky.

Para quienes sí hemos leído el libro, y por tanto hemos abierto –no sin resistencia- una posibilidad para que el autor nos haga vacilar en nuestras consideraciones previas; para quienes más angustiados que divertidos por lo que allí se dice probar, decidimos alejar provisoriamente la primera impresión que nos produce este “acontecimiento” editorial para pispear qué es lo se ha querido contarnos, nos topamos de inmediato con un problema de procedimiento –ahí se localiza lo propiamente canallezco- que afecta íntegramente al texto. La escritura carece de la más mínima empatía metodológica con el personaje y con las historias que se analizan. La estructura narrativa viene completamente envicia por esta animosidad, lo que empobrece toda la exposición: todo lo que se cuenta aparece tomado de antemano por el juego del engaño y la infamia.

Y todo este juego es motivado por historias recientes, sí, pero sobre todo por historias de los años 70. Esto es lo más lamentable: es porque necesitamos discutir más y mejor estas historias que no podemos sino decepcionarnos ante el modo en que Levinas bastardea el desafío de la comprensión. Todo lo contrario de lo que ocurría, por ejemplo, con Galimberti, el libro de Larraqui y Caballero: un contra ejemplo perfecto del modo en que suelen tratarse los años setentas. ¿Montoneros oprime la conciencia, ya no digamos de los vivos, pero sí de algunos de quienes fueron sus contemporáneos, personas que sólo desean exaltar o acabar con toda esa historia? Es tan cierto como obvio que tanto para el biógrafo como para el biografiado los años setentas continúan siendo parte del conflicto político actual. Sólo que en una época como esta, en que las pasiones políticas son parte del exhibicionismo general, no será sobre esta línea de lectura que podremos hallar algo “inesperado”.

2.

Lo que hace de este libro astuto un libro sin interés tiene que ver con su funcionamiento interno: su modo de inquirir desvirtúa todo propósito esclarecedor porque está despojado de todo deseo de problematización. O mejor dicho, el esfuerzo cuestionador queda minimizado por el énfasis puesto en el sistema del juicio: dado que Verbitsky ha presumido ser juez desde un pedestal, se nos dice, se trata ahora de degradarlo, de situarlo a una altura en la que él mismo pueda ser objeto de una revanchista voluntad de juzgar. Aunque el problema de quién juzga a quién termine en una absolutización de lo judicial en la que todos pueden juzgarse mutuamente olvidando lo verdaderamente importante: cómo determinar cuáles son los valores con los que se juzga.

Es imposible leer Doble agente sin notar hasta qué punto los valores que enarbola Levinas son los del sentido común mediático: una pasión por la transparencia que pasa por liberalismo “político” y que funciona como ideología de dos grandes universales de nuestro tiempo: el de los derechos humanos y la comunicación.

Nada de extrañar: estos componentes ya formaban parte del horizonte discursivo del diario Página/12 desde los albores de su existencia, cuando lo dirigía Jorge Lanata; y forma parte del adn del progresismo en su conjunto. Como ideal regulador no es peor que otros, y no se trata, por tanto, de considerarlo errado ni inútil, salvo por el hecho de que estos universales hace real abstracción de aquello que se juega en el hecho mismo del juzgar. Los valores considerados como absolutos pierden conexión con las prácticas y dispositivos que les dan sentido, se desprenden de la atmósfera concreta en que trabajan.

Lo hemos visto y lo seguiremos viendo: los derechos humanos que se nombran como bandera por las grandes potencias occidentales para justificar guerras imperialistas o coloniales no se tocan en ningún punto con los derechos humanos como política activa de lucha contra los poderes efectivos que determinan nuestra existencia. Y, sin embargo, la Argentina actual es una muestra de cómo estas comprensiones antagónicas de lo que se entiende por derechos humanos pueden convivir, en disputa, de un modo perverso. Y cosas parecidas podríamos decir de la comunicación, presentada como realización de la libre inter-subjetividad, no ha dejado de ser el lugar el más obvio de captura de los deseos colectivos.

El sistema del juicio, y los valores aéreos que guían el proceder de Levinas, funcionan facilitando la condena de los fenómenos que tratan sin hacerlos pasar por interrogantes de auténtico afán comprensivo. Sea Montoneros, o el fenómeno de la violencia, sean las múltiples ambigüedades atribuidas al “Perro”, estos valores no caen sobre su objeto narrativo de modo sereno o solapado, sino en caliente. Seguramente por sentirlos, Levinas, maltratados en la coyuntura kirchnerista de quien Verbitsky se mostró más de una vez férreo defensor.

En otras palabras: lo que no funciona en el libro es la pretensión misma de criticar una cantidad de cuestiones realmente importantes de las militancias históricas y de la cultura política actual, a partir de la enunciación que proponen todos los días los grandes medios. Esa continuidad de lenguaje entre el libro y la gran maquinaria semiótica, funcionaliza la escritura según el código mediático aplanando y por tanto debilitando lo que en el libro podría tener de legítima vocación problematizante.

El resultado es un texto que no agrega, no cuestiona, no hace pensar nada. Si una eficacia tiene el libro es más bien el abrumar con lo que se nos decía desde siempre: que en Horacio Verbitsky no se percibe sino monolítico, y que para derribar al falso ídolo hay que desnudar su arte de la escritura como inseparable del secreto, ya que lo que se muestra nunca alcanza para comprender el asunto, sino que hay que ser capaz de detectar también lo que encubre.

Esta redundancia, este apoyo de lo que se escribe respecto del soporte que los medios ofrecen a los discursos, esta carencia de autonomía expresiva es -¿paradojalmente?- lo que le garantiza al libro su difusión en los medios (aunque sea un fracaso en las ventas!). Aún si no contiene avance alguno desde el punto de vista de la investigación política. En su favor, hay que decir que “Doble agente” no es tan estúpido como la mayoría de los libros pretendidamente políticos escritos por periodistas despechados de la última década: las referencias a Susana Viau, Julio Nudler y a Miguel Bonasso son parte de esa astucia que intenta remisiones a momentos más altos de la escritura periodística.

Pero lo canallezco predomina, y la sensación de oportunidad perdida aparece, ostensible, desde las primerísimas páginas (escritas por Alejandro Katz), dispuestas como prólogo: se trata de un correo electrónico dirigido a Levinas alentándolo a publicar el texto. Es algo así como un paperargumentos que ofrece justificación a los propósitos comunes. Se afirma allí que “nadie, bajo un régimen de terror, tiene, ya no la obligación, sino tampoco la posibilidad de actuar como un santo o como un héroe”.  Esto es lo que se le cuestiona a Verbitsky: que siga objetando la conducta que diversos actores desempeñaron durante aquellos años. En el fondo, ¿se puede desde el presente juzgar lo hecho en aquellas circunstancias?. El texto de Katz celebra que este libro recupere “nuestra propia, frágil, débil humanidad”.

Este es el gesto: desmitificar a Verbitsky, mostrar que él también es frágil, que precisó de la supuesta protección de la Fuerza Aérea (Comodoro Guiraldes), acusarlo de haber cobrado dinero en plena dictadura, remarcar que no se exilió, que no la pasó tan mal: que no tiene, en definitiva, autoridad para elevarse a no se sabe qué alturas y juzgar, desde allí, en el presente, aquel pasado. A la historia del heroísmo se le contrapone la historia de la debilidad. Como si frágil y débil fuera lo mismo. Como si lo frágil no pudiera ser también condición y cualidad de una fuerza diferente.

Esta cualidad diferente es la que escasea por todos lados en el libro, aniquilando la posibilidad misma de tratar de un modo crítico obstáculos tan reales como pueden ser el binarismo entre heroísmo y traición omnipresente hasta el delirio en cierto modo de pensar “setentista”. Y esto es así porque en el fondo la cuestión de las cuestiones, a los ojos de quienes promocionan el libro como verdad definitiva, es la publicación de las pruebas que de ser ciertas demostrarían que “el perro” fue colaborador de la represión. La gravedad de la acusación es tal que sobre ella se juega toda la credibilidad del libro y la campaña publicitaria que la sostiene.

Salvo por un hecho significativo, dejamos de lado la estrategia de defensa de Verbitsky, quien cuenta, seguramente, con cuantiosos recursos para defenderse. En su libro La verdad y las formas jurídicas -en verdad un seminario que dio en Brasil durante 1976-, el filosofo Michel Foucault hace una genealogía de aquello que se consideró en la historia occidental probatorio de verdad. Testigos y peritos forman parte de los procedimientos a los que hoy confiamos esa tarea. Lo curioso, en este caso como en otros tantos, es que esos procedimientos son los que aquí hacen agua. Verbitsky opone dos pruebas pero-caligráficas a las aportadas por Levinas. ¿Cómo se decide entonces la “verdad”?.

Y tal vez esta sea la única cuestión realmente interesante de las suscitadas por el libro: ¿de qué verdad estamos hablando? Porque este modo de preguntar permite oponer al menos dos regímenes de verdad diferentes. En el caso de Horacio Verbitsky, sus prácticas de veridicción han sido mayormente las del periodismo de oficio; las del procesamiento político de la información tal y como se lo hizo entre la organizaciones revolucionarias posteriores a la revolución cubana (al menos desde Prensa Latina estas organizaciones intentaron desarrollar tareas de contra información respecto de las cadenas oficiales de noticias, tareas que abarcaron funciones de inteligencia y contra inteligencia, que suponen trato oculto con el enemigo); y las de la historia de los organismos de derechos humanos por volver públicas las articulaciones jurídicas, económicas, religiosas y políticas del genocidio.

En todos estos casos, el vínculo con la verdad se construye a partir de la reserva en el trato de la información. Pero también del prestigio que otorga ser reconocido –y no aniquilado- por los poderes en las sombras. Con el tiempo Verbitsky tuvo también incursiones propiamente mediáticas, de la mano de Lanata. Y si es cierto que en todos estos planos Verbitsky ha resultado muchas veces cuestionado, no lo es menos que en ninguno de ellos el libro aporta nada realmente nuevo.

Los autores del libro (porque son tres), queda dicho, juegan otro juego respecto de la verdad. El de ellos se valida en el espectáculo y se funda en una falsa pretensión de total transparencia. Es este choque de regímenes de verdad lo que permite comprender lo que está en el fondo del reproche de Levinas y sus colaboradores a Horacio Verbitsky: que su modo de hacer periodismo (que conciben como manipulación política de la información) y de ligarse a la militancia de los derechos humanos no son sino componentes de una estrategia ilegitima de acumulación de poder que prolonga el proyecto y los hábitos de su militancia de los años 70.

3.

El problema del secreto es propio de la guerra y del enfrentamiento. Es cierto que el secreto se vuelve patético cuando procede como pura forma sin contenido. Patético o terrorífico, cuando el régimen de signos se vuelve paranoico. Según como se trate al secreto se considerará a la denuncia, del todo vacía cuando pierde relación con todo contenido de justicia y se transforma en pura operación mediática, inútil en un plano pero autovalorizante en otro. El secreto no puede ser nunca totalmente desplegado, así como tampoco debería sernos confiscado por los conspiradores de oficio. Cuando quedamos atrapados entre el ideal de falsa transparencia y la confiscación del secreto, surge el patético infinito policial que todo lo remite a “para quien trabaja” y “de quien cobra”.  Y cuando eso ocurre ya no sabremos jamás para quienes trabajan unos ni otros, ni qué los hace decir lo que dicen, ni quien les financia, etc.

No son pocos quienes cuestionan arbitrariedades políticas y periodísticas de Verbitsky (desde su actitud frente al ataque al cuartel de La Tablada, hasta el conflicto por los ascensos de Milani; desde el uso de información con un criterio ligado mas bien a la operación política y el uso de fuentes non santas, a la ultra-comprensión con ciertas políticas del actual gobierno), aunque le sigue faltando, al respecto, es un enfoque auténticamente crítico -una crítica no canalla-, a partir una afirmación más cuestionadora de hábitos y afectos y no más complaciente con las relaciones de poder tal y como se reproducen en nuestra sociedad.

Es en nombre de esa crítica que falta, que ya existe dispersa en textos y gestos, pero que no alcanza a cuajar en una fuerza que resista a la consolidación de consensos ultra-conservadores, transversales a las fuerzas políticas significativas, que se puede aspirar a discusiones trascendentales sobre los temas que Levinas apenas si nombra, y sobre los cuales sería siempre interesante profundizar con el propio Verbitsky.  

4.

Levinas apunta bien: Verbitsky interesa. Tantas décadas de investigación política, de roce con el misterio, merecen ser consideradas a la luz de una investigación de sus fuentes, motivaciones y dobleces secretos. Lo que no va bien con este Levinas –el argentino, no el sabio franco-lituano de mismo apellido de quien Gabriel se dice pariente- es el modo de yuxtaponer su moralismo liberal, con un muestreo de odios y despechos, junto con fragmentos (pruebas) que, de por sí y a la luz de los grandes medios serían concluyentes, eludiendo el mayor rigor que una teaea como la que se propuso demandaría.

Levinas rechaza la arrogancia de Horacio Verbitsky. Pero nada, en la factura del libro, ofrece valores superiores. A diferencia del más equilibrado trabajo que sobre el mismo tema escribe Hernán López Echague, los testimonios recabados por Levinas son un compendio de declaraciones movidas por la competencia política o el rencor personal.  Y cuando hace referencia al importante capítulo de las investigaciones del Perro sobre la conducta de Jorge Bergoglio en épocas de la última dictadura, no sólo no agrega una coma a lo sabido, sino que su único interés es capitalizar para sí mismo el efecto de fascinación que causa, a través de los mismos medios que lo sostienen a él, el Santo Padre.

“Doble agente” es un avatar interno al mundo de los medios y no tiene valor por fuera de lo que esos medio prefiguran. Si Verbitsky interesa a ese mundo tal vez no sea sólo por lo que argumenta el Perro con razón en su defensa –el libro de Levinas como revancha de los poderosos a los que su pluma ha lastimado-, sino por el modo en que, como virus, es decir, como un objeto antiguo actuando en el corazón de un moderno sistema, ha desplegado estrategias pertenecientes a otros contextos, estrategias que se creían superadas,  y que al final no pueden sino fascinar a los hacedores de la fantasía de transparencia total.

Que todo este entuerto sale a la luz en una coyuntura específica, quien podría negarlo. Todo libro sale en una. Y es cierto que “pegarle” al perro hoy es pegarle a los “juicios” y acelerar en el mal sentido el célebre “fin de ciclo”. Todo esto es explicito en el libro. Aunque nada de esto es denunciable, simplemente porque todo está claramente dicho. El propio Levinas explica en su texto cómo hay que considerar su inserción en la actual situación: Verbitsky, hábil cultor de su propia imagen, ha logrado ensamblar las piezas (setentismo ideológico; apoderamiento de la figura de Walsh; perversión personal; prestigio acumulado en el ámbito de los derechos humanos; ductilidad para el arreglo secreto). Su influencia, dice, mete “miedo”. Y en el orden de sus oscuros objetivos destaca, no sin notoria indignación, la ampliación de los juicios al poder económico que apoyó la dictadura. Es decir: teme lo que nosotros deseamos. Aún si en ese deseo nuestro lamentamos la carencia de organización social autónoma, capaz de problematizar la coyuntura de una forma muy distinta a la actual, siempre en un sentido opuesto a la que plantea Levinas.

“¿Quién es usted señor Verbitsky?”, preguntaba polémico David Viñas, y de esa cita se abusa en el libro, porque esa pregunta, en Viñas, remite a otro mundo de requerimientos ético-políticos. Ese otro mundo, colijo, es el señalado por León Rozitchner -su compañero de la revista Contorno- cuando leía la escena en la que Kirchner baja el cuadro de Videla en el Colegio militar, escena con la cual Levinas ironiza, diciendo que Kirchner lo hizo para ganarse en un gesto menos a Verbitsky (dado que la idea fue suya) y a la izquierda, como un gesto de denuncia del anudamiento entre poder político y terror militar que no va a ser fácilmente perdonada y que, desde su punto de vista, debía ser profundizado en actos concretos de cuestionamiento de la concentración económica. Porque es allí, en la propiedad y en las finanzas, donde el terror presente subsiste. Queda en el lector, en cada quien, decidir si ese otro mundo, ese camino de profundización encuentra en la argentina actual cause político alguno, y quienes trabajan seriamente en ese sentido.   

Espíritu y materia // Diego Sztulwark

  por Diego Sztulwark
 
 
«Félix ya no tenía nada que ver con las reuniones militantes, con la acción política. Ya no existía ninguna acción política que no fuese de resistencia. En la resistencia no hay esperanza, porque donde se resiste se defienden configuraciones conceptuales e imaginarias que han perdido su presa sobre el mundo. Donde se resiste se sustituye el deber al deseo, y esto no puede funcionar si tenemos en mente un proceso de tipo creacionista«.
Franco Berardi
 
Crear las condiciones de surgimiento, con motivo de una reapropiación de los resortes de nuestro mundo, de un nomadismo existencial tan intenso como el de los Indios de las Américas precolombinas o de los aborígenes de Australia
Félix Guattari
***
 
El 9 de diciembre, en el Bar La Tribu, vamos a estar presentando el segundo número de la revista HUMO. En esta ocasión, su tema será “el fin”, entendido no tanto como santo y seña de una coyuntura, sino como condición de época. El número recorre distintos ámbitos y experiencias donde aquella dimensión se encuentra presente, o presente por ausencia: los ciclos, la violencia, la infancia, los afectos, el carnaval, la música, el barrio, la escritura, la amistad. Nos interesaba leer qué pensaban algunos amigos sobre esto y así fue que comenzamos a invitarlos Compartimos la nota escrita para la revista por Diego Sztulwark.
 
***
 
Cuando comencé a preguntarme por la expresión “fin de ciclo”, encontré proto-ideas sobre el modo en que la maquinaria social y comunicacional trabaja nuestra experiencia del tiempo y de la crisis, así como sobre las pasiones que componen las prácticas llamadas autónomas. La falta de entusiasmo con la coyuntura histórica reciente y la incapacidad de una escritura más sistemática son sólo síntomas de un problema mayor que aquí apenas si se esboza: el de las relaciones, para la política, entre nihilismo y devenir.
 
I. La crisis
 
El Tentador
 
Que las ideas se materializan en modos de vida más que en enunciados ideológicos explícitos es algo que notamos a diario. El ensamblaje entre neoliberalismo, televisión y redes sociales no es sino la correcta interpretación de una derrota sufrida en la política de los cuerpos: modos de atención narcisista que compensan, en este nuevo cuadro, la ansiedad y el vacío; pero también medio individual para creación de renta personal. Envueltos como estamos en los hábitos del espectáculo, vemos cómo se restituye lo convencional en política. La economía política. Como si nada hubiese pasado estos largos años en nuestro país, hemos vuelto a encerrarnos en confortables “estuches” privados a compartir partidos de fútbol y elecciones. En suma: conectividad y confort.
 
No hay a quien reclamar. Los movimientos de rechazo a las políticas neoliberales durante fines de los años ´90 no pasan de ser hoy un recuerdo inoportuno. Y hasta una memoria miserabilizada, reapropiada por la cultura del cálculo mercantil. Si escuchásemos desde la ventana el batir de unas cacerolas y los gritos de “que se vayan todos” no repetiríamos el gesto espontáneo del paso a la calle, dejando la televisión encendida, hablando sola. 
Ontología zombi: todo lo que merecía morir revive adecuándose a la exigencia de la crisis continua. Todo lo que entraba en crisis renace mejorado con el saber de su propia provisoriedad.
 
Si le sacamos la voz a la escena que observamos y acallamos la polémica ideológica que –se dice– “divide a viejos compañeros”, nada nos permitiría advertir qué es lo que hace una diferencia real entre modos de vida demasiado similares. Lo que ocurre no parece pasar tanto por el régimen de la opinión declarada, sino por la doxa que estimula la vida práctica, la cotidiana.
 
La política se ha recreado como pasión por la gestión del estado. Si no fuera porque cada tanto irrumpen escenas de una guerra civil de modos de vida, podríamos soñar con anestesiar el órgano de la intuición que permite captar la diferencia vital que se juega entre este nihilismo pasivo de lo cotidiano y las ansias de deserción. Ese órgano, que se atrofia con la aspiración a la posición dominante y al éxito social, es el del rechazo. Ya que sólo en base a rechazos se transforma el mundo. Pero es difícil, porque son justamente esas módicas hazañas de Narciso las que a diario compensan frustraciones. Tal vez sea por eso que el éxito es tan poco elegante: es el orden y no la virtud del sujeto lo que en éxito se consuma. Es tan triste como las recompensas.
 
Si no es éxito, ¿es fracaso? El rechazo está más del lado de la insistencia que de la derrota. Se trata de fracasar “cada vez mejor”. El único fracaso que es derrota es aquel en el que se sucumbe ante el peso de las representaciones sociales. No hay “raje” efectivo sin situarse más allá del premio y del castigo. Más acá: en una libertad, en un alivio.
 
La fuga requiere trabajo “en contra”. No porque sea negativa, sino porque afirmar un deseo supone una guerra. Siempre ronda el Tentador, el gran seductor que comprende como nadie la ganancia de lo social. No hay huida sin desafío. Como escribe Santiago López Petit, “hacer del propio dolor un desafío”. No es que lo colectivo se disuelva en el dolor individual, sino que su potencia se teje en el desafío de sus miembros. La guerra de la que habla en su libro Hijos de la noche se rebela promesa del Tentador de un “proyecto de vida”.
 
Peronismo
 
Con la crisis encima, siendo la crisis y a partir de la fuerza de la crisis, ¿de qué otro modo pensar la política? Aunque si la crisis es lo real de la política, es al mismo tiempo lo real que la política esconde. El kirchnerismo es un cuerpo a cuerpo de este tipo. Ni un acontecimiento que vino a cambiarlo todo, ni una mera reacción conservadora. La pregunta por el “qué” es un mal punto de partida: quiere descubrir una esencia simple donde sólo se dan dinamismos y multiplicidades. La pregunta por la autenticidad o la falsedad es inconducente y dificulta la comprensión de la naturaleza de los desplazamientos operados.
 
El peronismo es la expresión que mejor elabora la crisis como régimen de existencia. Su historia –mil veces contada y aún así portadora de una inacabable capacidad de sorpresa–  es la de las mutaciones políticas del movimiento que operó el ingreso pleno de las fuerzas del trabajo en las categorías de los derechos y de la economía política. Sin embargo, sus mejores momentos fueron los de desborde. Según un ilustre vecino –bien peronista el hombre–, sin la “resistencia” de los obreros después del ´55, Perón hubiese sido Franco. El peronismo revolucionario de John W. Cooke aspiraba a que esa resistencia entroncara con Marx y con el Che Guevara. Desde mediados de los años sesenta, León Rozitchner le discutía que a Perón, para ser un líder revolucionario, le faltaba estar “loco” como el Fidel Castro de esos años. El líder revolucionario actualiza fuerzas a partir de sueños y disidencias dispersas. Sin un precursor de ese tipo, sólo queda el significante vacío, una forma humana cuyo contenido cuerdo no llega a hacer la diferencia.
 
Lo que atrae del peronismo, la razón por la cual se lo pensó como maldición (y hoy se lo piensa como tragedia), es lo que tiene de capacidad para contactar con la crisis: su fuerza de contención. Ya sin teoría de la revolución, hay quien lo concibe como instrumento pactista, un vehículo de los sectores medios y bajos para imponer a las clases dominantes mejores condiciones para una coexistencia pacífica. Genial hasta el delirio, Espía vuestro cuello, de Javier Trímboli, concibe al peronismo como un accidente histórico salvífico: es el precio que pagan las clases dominantes argentinas por sus delirios, sus deseos de fugar las condiciones que obligan a quien ejerce el dominio político.
 
La hora de la Gran política
 
Junto a Néstor Kirchner, Jorge Bergoglio demostró ser uno de los grandes lectores de la crisis. Su transmutación en Francisco no parece haber alterado la naturaleza de su proyecto político. El pasaje estratégico que lo instala en la práctica política mundial le permite desplegar lo que hasta hace unos años, cuando se oponía al kirchnerismo, sólo podía enseñar excátedra. Francisco papa propone reposicionar a la Iglesia católica a partir de una renovación del amor cristiano a los pobres como premisa para la acción de los movimientos sociales. Su amor y la fe como refugio y compañía ante los violentos flagelos de la pobreza neoliberal. En tierra indígena pidió disculpas por la colonización, como Néstor en la ESMA.
 
Francisco es impensable sin la renuncia del anterior papa Ratzinger. Giorgio Agamben considera que ese gesto está cargado de un profundo significado teológico y político que  fuerza a la Iglesia a una reflexión sobre el desacople entre legalidad y legitimidad que afecta a las instituciones políticas de occidente. ¿Es pensable el liderazgo de Néstor Kirchner sin la renuncia –cierto que forzada por hechos criminales antes que por consideraciones teológicas– a la presidencia de Duhalde? Las secuencias se parecen, una vez más.
 
La gran política consiste, para el teólogo y filósofo Rubén Dri, en la producción de gestos de renovación capaces de abrir espacios que no son automáticamente controlables. Aperturas que activan disputas y conflictos. Se trata de liderazgos que exigen ser juzgados no por coherencia personal previa, sino por la conmoción que producen sus actos en los momentos cumbre. Más que la consecuencia programática o ideológica, el gran político de estos tiempos pide ser juzgado por su capacidad para leer lo que ya no se soporta y por su aptitud para abrir nuevos escenarios en circunstancias de crisis.
 
Lo decisivo en la gran política del presente no es la subordinación a las condiciones, sino la capacidad para captar las circunstancias como desplazamientos en curso. Si Menem fue la conciencia obediente de la unipolaridad global con vértice en los EE.UU, el kirchnerismo supone la comprensión móvil del cambio de hegemonía del mercado mundial a favor de Asia. Mientras el menemismo derivaba en guerra social, el conflicto en el kirchnerismo es contenido por el estado, o bien desplazado hacia zonas consideradas no políticas.
 
II. La representación
 
Libertarios 2015
 
“¿Cómo deben afrontar los libertarios el año 2015?”: esa pregunta fue lanzada durante la presentación del libro En nombre de mayo. El impresente político, en La Tribu hacia fines del año pasado. Y viene a cuento de la tesis que allí se propone sobre la naturaleza de la política. Según su autor, el historiador Bruno Nápoli, las narraciones con las que sucesivos movimientos políticos han ido ocupando el estado no han aspirado nunca a alterar la programación patriarcal y asesina del estado, sino que se han dedicado a producir narraciones a fin de poder habitarlo: del mismo modo en que el alfonsinismo se encargó de delimitar a las fuerzas armadas la responsabilidad de lo ocurrido durante el período del terrorismo de estado, el kirchnerismo confina su lectura de los años de neoliberalismo duro de los noventa al gobierno de “los mercados”. La labor del político sería la de producir justificaciones, contenidos para activar creencias sociales a fin de volver gobernable la maquinaria estatal cuyos fines permanecen inmodificados: la reproducción de las fronteras internas; el tratamiento “especial” de territorios y de los cuerpos de quienes son considerados peligrosos, sobre cuya explotación se pueden hacer diversos negocios (indios, gauchos, comunistas, putas o villeros). A la luz de semejante razonamiento, la pregunta ¿qué hacer? no refiere a la táctica electoral de los anarquistas, sino a cómo atravesar el clima electoral cubierto por un espeso consenso conservador. 
 
La cosa no se presenta de modo fácil puesto que lo conservador, que funciona en el corazón mismo de la representación, se nos propone ahora como defensa de aquellas políticas públicas y aperturas institucionales de los últimos años que vale la pena cuidar frente a la ofensiva neoliberal salvaje.  Lo conservador se nos presenta con dos caras: la de la preservación de aquello que se aprecia (determinadas políticas públicas, apertura de espacios de participación) y –más profundamente– la de un modo de valorar que lo capta todo a partir de un tratamiento mediático-estadístico. Sólo que la representación no es –como hemos repetido mal, demasiadas veces– una afección ideológica del sujeto que percibe, sino un estado desplegado de todo fenómeno. No se da sólo por la vía de la represión burguesa de una presencia más profunda o auténtica, sino también por la vía sintética que agrupa acontecimientos infinitesimales en conjuntos capaces de ingresar en los umbrales de percepción correspondientes al régimen de lo dado, de lo actualizado como finalizado.
 
Si representar es captar el efecto abstracto o completo de un movimiento (sólo lo representabledeviene representado), el sujeto de la representación no puede ser considerado como defectuoso sin caer en un moralismo que sustituye el ser de lo que es en virtud de lo que debería ser. No llamamos “conservadora”, por tanto, a una política que contempla la representación, sino a una que hace de tal representación la premisa exclusiva o dominante de lectura de lo social. Conservadora es la política que desconoce y devalúa la dimensión sub-representativa, aquella en la que se esbozan los trastrocamientos del orden, que subyace como su condición a la representación.   
 
Las cartografías de la representación ignoran el drama bajo el logos. Sucede con la sofisticada filosofía de Ernesto Laclau, en que el mundo intensivo de los afectos es desplazado hacia un plano simbólico-discursivo. No es que se conciba que pueda haber política sin afectos, sino que lo afectivo pierde su carácter constituyente, se lo hace funcionar según reglas que no le son propias y se lo atribuye –como recuerda Beasley Murray en Posthegemonía– a las estructuras del orden. En una insólita entrevista televisiva, el profesor Jorge Dotti señalaba hace poco un isomorfismo entre la lógica de la significación del populismo teórico y la del dinero expuesta por Marx en El Capital: el significante flotante subsume y ordena los particulares concretos al modo del equivalente general dinerario.  
 
Paradojas
 
La política reducida a la representación traduce flujos afectivos dinámicos en estadísticas, imágenes y conceptos. Capta como conjunto estable lo que en su proximidad vivimos como pluralidad inestable. Son las grandes agencias electorales, detrás de los candidatos, las que operan la conversión de lo micro en macro. Quienes producen los códigos aptos para las substanciación. Los publicistas del macrismo creyeron al menos por un tiempo que había que proponer un “cambio». Consideraban que esa era la mejor síntesis de las aspiraciones de una parte de la población fastidiada con lo que vive como intromisión de una mediación estatal y retórica arbitraria, abusiva y excesivamente significante.
 
Los estrategas del «cambio» piensan en términos de modernización e incluso juegan hasta cierto punto con el prestigio de la transgresión de cierto izquierdismo liberal. En sus momentos más osados, Macri ha antepuesto al gobierno «vertical» de Cristina una alternativa desde abajo, innovadora, basada en la inteligencia colectiva, un nuevo tipo de democracia más horizontal. Son momentos de perplejidad que se resuelven inevitablemente a favor de la lengua empresarial del armado de «equipos». Su idea de cambio tiene límites demasiado precisos: nunca se quiere decir más que adaptación a los estándares de un capitalismo global idealizado, presentado como mundo sin trabas, pura subjetividad flexible, de utópico bienestar inmediato para todxs.
 
Pero ni siquiera nuestras clases dominantes son demasiado sensibles respecto de esta módica y reaccionaria utopía liberal. Un poderoso instinto de supervivencia organiza su racionalidad en torno a cuestiones de gobernabilidad. De allí que no acabe de serles nunca del todo ajeno aquello de la «defensa del modelo» en la que se mezcla kirchnerismo y peronismo. Scioli, agradecido alumno de su maestro, ha acabado por posicionarse en el lugar estratégico de la defensa de los salarios e ingresos de la población frente a la agresiva crisis global. Astucias del conservador: sólo es posible “defender logros” (de los juicios a los responsables de la última dictadura a la AUH, etc.) interpretándolos como articulaciones menores sometidas a las articulaciones mayores del consenso convivencial: los derechos humanos junto a las políticas de “seguridad”; la distribución de parte de la renta a políticas de “desarrollo”.
 
La máquina sólo quiere funcionar. Se trata de fugar hacia adelante, como sea. El tiempo de la política es el instante a instante de la comunicación. Vértigo artificioso y conectividad febril conforman la trama conectiva en la cual el valor consiste en estar lo más próximo posible al centro emisor. La hiper-conexión da estructura a la charla, la obnubila. No deja ver los procesos de gestación, ni distinguir los puntos de inflexión de los inocuos. El consenso conservador comenzó a gestarse hace un año y medio a partir de dos episodios convergentes: la consagración del papa Francisco (a quien se lo caracterizaba como “populista de derecha”) y  la derrota del oficialismo en las elecciones de medio término del 2013: en el lapso que va de las PASO a las elecciones, el FpV se apropió de buena parte de la estética (la candidatura de Insaurralde) y del programa (Granados a la Secretaría de Seguridad en la Provincia) de su competidor triunfal: Sergio Massa.
 
III. Pasiones
 
La fiesta
 
El bicentenario fue la más contundente demostración de adhesión popular a los nuevos tiempos. “Pueblo en la calle”, fiesta y sorpresa al ver los símbolos de las viejas militancias críticas recogidas en las nuevas narraciones estatales de la historia. Fueron días ajetreados de paseos, reuniones, correos, llamados y de conversaciones. Varixs amigxs se sentían exultantes por la naturaleza de la presencia de la gente en la calle: vibración alentadora, activación de una materialidad afectiva, una presencia democrática que aliviaba la angustia producida por el avance de las derechas más reaccionarias, a las que Carta Abierta llamaba “destituyentes”. Beatriz Sarlo identificaba la novedad en curso en el hecho de que la gente tenía dinero para completar el paseo comiéndose una pizza. Mientras tanto el diario Clarín publicaba un fenomenal ensayo de Christian Ferrer sobre la fiesta como modo de gobierno de las multitudes frustradas en el cotidiano del trabajo y los afectos interpersonales (el texto había sido escrito en otra coyuntura, pero según parece, el diario tomó la decisión de retener el texto y publicarlo en medio de los festejos).
 
Las expectativas surgidas en torno al 2001 de la constitución de un espacio cultural y político nuevo capaz de introducir elementos libertarios en una atmósfera largamente hegemonizada por lo liberal-social, o lo nacional-popular se cerraba a pasos acelerados: ¿Fin de la anarquía coronada? ¿Dónde escribir de ahí en más sobre nuestras contrariedades? ¿Qué hacer con nuestros archivos vitales en el nuevo contexto?
 
Cuando la cosa va “en serio”
 
A partir de los años ‘90 en América Latina se fue elaborando, bajo el impulso de luchas sociales y comunitarias, una nueva radicalidad política capaz de eludir la hipoteca que pesaba sobre el mundo de las izquierdas: desprestigio del socialismo de estado. Consignas como «cambiar el mundo sin tomar el poder» no querían ser realistas, sino abrir el espacio para un inédito contrapoder cuya potencia se desmarcaba tanto del discurso del progreso como del antropocentrismo y del estadocentrismo. Luchar sin programa no fue un límite, sino una formidable condición de posibilidad.
 
El variado tapiz de subjetividades de la crisis se reveló muy pronto en las figuras de un nuevo protagonismo social que surgía de un renacer de mundos indígenas, de luchas urbanas y juveniles, de luchas de la mujeres pobres, de los trabajadores sin empleo. El 2001 argentino, visto desde la óptica piquetera, junto al 2003 boliviano, fueron las salientes insurreccionales principales de ese proceso de impugnación generalizada, mientras que el zapatismo fue la expresión más sofisticada de un tipo de resistencia creativa que asumía, en y desde el bíos, la esterilidad de la política en el plano de la representación convencional.
 
A partir del 2003, la llegada de los gobiernos llamados progresistas en varios países de la región supusieron, en cada caso, un replanteo de las dinámicas de movimientos y/o comunitarias.
 
El relanzamiento de la acumulación de capital en los países en donde las resistencias populares habían llegado más lejos supuso modificaciones de distinto tipo en la constitución de los estados, dando lugar a un compuesto de elementos surgidos de la capacidad de impugnación de los movimientos y de la capacidad de las clases dominantes de replantear su inserción en el mercado mundial. Los modelos llamados neo desarrollistas/neoextractivos dieron lugar, durante la primera fase del ciclo de los llamados gobiernos progresistas, a una articulación entre distribución de renta y aumento de los consumos.
 
De modo paralelo, se verifica un desplazamiento en la enunciación política en detrimento de los movimientos sociales y comunitarios y en favor de los gobiernos.
 
Contra el anarcocapitalismo y las coyunturas dominadas por la austerity, este nuevo impulso sudamericano fue caracterizado por la presidenta Cristina como “capitalismo en serio”: un tipo de capitalismo que articula producción de renta con presencia de estado, y que requiere de mucha «gestión» para que la disputa entre sectores diferentes de la acumulación (la economía extractiva de exportación; la acumulación financiera pura y aquella que gira en torno al estado, las economías del mercado interno y de la economía popular) no vuelva a dirimirse en las calles, bajo la forma de la crisis.
 
Es este el contenido efectivo de la consigna progresista del mando de la política sobre la economía. De la democracia sobre las corporaciones. El corazón del viejo alfonsinismo resuena triunfal en el discurso kirchnerista. Esta exterioridad socialdemócrata de lo político regulando a la economía (los mercados) constituye el avance grandioso y el límite absoluto de la voluntad democrático-desarrollista, que se regula sin transformar. Se politiza (hasta cierto punto, pues en sus aspectos globales la dimensión nacional sigue siendo débil) la regulación, no la producción. La política entera se convierte en un esfuerzo de compensación de desequilibrios, de amortiguación de efectos. El entero régimen de la crueldad del que habla Rita Segato cabe en esta expresión, “efectos”. Si de amortiguar lo maquinal se trata, no es extraño que sea Francisco quien «primeree” (neologismo con el cual el pontífice explica, en su exhortación Evangelii Gaudium, que es el amor de la iglesia el que debe llegar primero).
 
Adrenalina o depresión
 
La política convencional se atribuye a sí misma la potencia invistiendo la gestión con los atributos de la acción heroica y en su lenguaje abunda la referencia a la proeza sexual y a la experiencia de animación en base a drogas. Lo político se vive «al palo». Sin “poder”, ya se sabe, no se transforma nada. Y nadie que le haya probado el gustito a la política “se jubila», es adictiva.
 
Una espontánea psicología reconoce en este juego de intensidades el reparto del tipo ganador/perdedor. El derrotado es el impotentizado, alguien que «duerme afuera», «sin mojar». Alguien que ha quedado «acostado», mordiendo la almohada. Son estribillos que fascinan a la prensa y a los llamados analistas de coyuntura. Y a las militancias que sostienen la fiesta en las buenas y en las malas. Que no decaiga: ¿no es Podemos el más adecuado de los nombres para esta pasión gestionaria de la política transformadora?
 
La profesionalización de la potencia a la orden del día. Nada que objetar. No vale la pena repetir a Guy Debord. Alcanza con tenerlo cerca. Vale la pena, sí, distinguir entre una “imagen de la potencia”, adrenalínica y viril, de una potencia sin imagen: un poder-hacer sin representación adecuada, inasible para los hábitos sensibles consagrados. En el juego ganar-perder lo que se opone al goce del poder es la imagen de la impotencia. La potencia que se forja “sin imagen” ya es parte de otro juego. Es el tema de las micropolíticas, el de una afectividad adecuada a una «potencia sin imagen», por fuera del par fiesta-depresión que anima el juego de lo político.
 
En la sociedad-espectáculo lo potente deviene imperceptible. Y difícil. Porque lo sensible mismo es arrastrado a modelos preconcebidos de consumo y felicidad. En su lugar se elaboran imágenes de potencia asociadas a la motivación y al acelere, insumos imaginarios vitales en el proceso de legitimación del estado.
 
Militancias y comunidades
Félix Guattari se ha convertido en uno de los principales operadores de las lecturas izquierdistas de la filosofía de Foucault, dominante en el campo llamado crítico. Y no precisamente porque vayamos a encontrar en sus textos explicaciones de su obra (nada de eso, Guattari es lo que es para nosotros justamente por no haber sido un profesor), sino por su exaltación de lo transversal (entre teoría y práctica; entre vida y pensamiento; entre afecto y concepto) que bloquea las apropiaciones neutralizantes: sea la liberal, sea la académica, sea la esteticista. Sin Guattari no tendríamos cómo leer –en intuiciones que bordean la genialidad y la locura– las alternativas psíquicas implicadas en la praxis que desafían la voluntad de mando del capital. Fue él quien inventó la lógica de las conexiones maquínicas para poner los problemas de subjetividad junto a los de las tecnologías y las militancias.
 
Uno de sus jóvenes amigos de los buenos años, Franco Berardi (Bifo), le ha dedicado un libro, Félix, en el que reflexiona sobre la profunda tristeza en la que acabó, según dice, la vida de su maestro. Bifo quiere aprender algo más sobre las relaciones entre deseo y activismo de ese impensado hundimiento. Guattari “sabía” muy bien, escribe, que «la resistencia es lo contrario del creacionismo», y aún así se sumergía en las grises dinámicas de las militancias, andaba día y noche al palo con su agenda desbordante: «iba a todas esas reuniones, con gente que no lo seducía, a hablar de cosas que lo distraían, a tomar notas y compromisos».
 
Lo que Bifo busca comprender en la depresión de Guattari, nunca confesada, es una “impotencia de la voluntad política que no hemos tenido el coraje de declarar». Y es entonces la estructura misma de esta voluntad de potencia carente del coraje lo que corresponde revisar: «la depresión nace de la dispersión de la inmediatez de la comunidad”, y esta dispersión concierne sobre todo a la comunidad proliferante de la «política autónoma y deseante». Cuando la comunidad potente decae, «lo social se vuelve el lugar de la depresión». Lo que Bifo busca pensar es la estructura de una potencia sin imagen, apta para asumir la condición provisoria de las comunidades como base para la comprensión del carácter provisorio del sentido.
 
Elogio de la desilusión
 
Diez años antes del acontecimiento del ´68, el régimen comunista chino forzó al exilio a los lamas tibetanos propiciando una difusión inesperada del budismo (una especie particularmente religiosa, conocida como budismo «tibetano») en buena parte de occidente. En los Estado Unidos, esta corriente budista confluyó con los gérmenes de una nueva contracultura fundada en la experimentación de los modos de vida. En Despertar, de Jack Kerouac, la vida de Buda es escrita como manual práctico de una sabiduría en lucha contra el nihilismo y la tentación. El enemigo de quien fuga es el Gran Tentador, aquel que nos devuelve a la realidad reforzando la estructura de la ilusión. El no apego y el no sufrimiento no son, para Kerouac, deseo de nada. Tal vez Nietzsche tuviese razón al encontrar en el budismo y en su abstención de toda destrucción de seres vivos, así como del poder maléfico de la belleza del joven cuerpo femenino (una de las formas más poderosas de la Tentación), una versión sofisticada del nihilismo cristiano: una religión de «cansados». Pero estos nuevos budistas parecen apropiarse del desapego movidos por un impulso libertario de otra índole.
 
¿Buda como insumo de una redefinición izquierdista de la estructura de la potencia? Bifo sostiene que «el deseo es la tensión utópica que proyecta la conciencia hacia el mundo, el origen y la motivación de la proyección en el mundo”, y que “es en esta tensión que la depresión echa raíces». Esa tensión está «destinada a plegarse, apagarse y replegarse dada la irreductibilidad de la existencia, la descomposición de la materia orgánica, el ser para la muerte». La tradición budista denomina con el nombre de Maia a la ilusión que brota del apego. Y Bifo encuentra queMaia está presente en el deseo tal y como hemos aprendido a pensarlo en el Antiedipo.
 
La experiencia de la iluminacióny de la suspensión del deseo revela el carácter ilusorio de la realidad, su vacuidad y su impermanencia. Contra el nihilismo pasivo del “último hombre” que encontraría aquí nuevas razones para justificar su desear la nada, su mera sobrevida (confort y conectividad), Bifo observa que «el Iluminado puede vivir el deseo, pero no permanece implicado, goza la ilusión, pero su alma no depende de ella».
 
Esta enseñanza budista no lleva a Bifo más allá de Deleuze y Guattari. Más bien lo obliga a desplazar su interés hacia los textos de los años ´90. En el libro ¿Qué es la filosofía?, Bifo encuentra que los autores proponen una «utopía senil» (nombre antipático para las sensibilidades juvenilistas del “creativismo” neoliberal) según la cual las figuras de la potencia colectiva como la amistad no deberían ser aceptadas con sus componentes de alucinación e impermanencia, de «disolución de la dependencia y del apego que traducen deseo en depresión». La posición que plantean Deleuze y Guattari consiste, según Bifo, en un vivir y al mismo tiempo «trascender» el deseo. Un trascender no meramente intelectual, sino también «experiencial, estético y sensual».
 
Desplatonizar los afectos
 
Luego del 2001, la filosofía del ´68 ya no puede ser retomada como filosofía de la juvenil transgresión sin perder su potencia de revuelta. O eso es al menos lo que creía Ignacio Lewkowicz en Pensar sin estado. En la era de la fluidez el problema de la constitución ya no puede ser exterior al de la insurrección. Lo que pierde fuerza es una determinada imagen del Acontecimiento (justamente, la que requiere de mayúsculas) como revelación divina, abstraída de las capas que toda praxis está llamada a conmover y elaborar; una ruptura capaz de realizar un tránsito súbito desde la detención burguesa en que se encuentra el sujeto y la reanudación del libre juego de sus relaciones aleatorias, sea por la vía deconstructiva o analítica. 
 
No es la belleza imperecedera del clinamen, o materialismo “subterráneo”, como le llama Althusser, lo que se cuestiona, sino la inserción en la materia del materialismo aleatorio de una distancia teórica interna que abstrae y devalúa la actividad afectiva como fuente de comprensión y conocimiento: su cartesianismo.
 
Es cierto que Althusser insistía en que la posición materialista en filosofía no aspiraba a funcionar como sistema, sino como afirmación siempre táctica en un campo de batalla, una máquina de guerra en la teoría. Sólo que esa práctica creativa queda esterilizada cuando se la entiende como pura creación de conceptos y no como creación de relaciones entre afectos y conceptos. Cuando se acepta la disyunción entre modos de vida y comentario filosófico-pedagógico (incluido el contra-pedagógico de la transgresión), la teoría queda a cargo de la explicación que adecúa lo afectivo-imaginario al orden de la comunicación.
 
Sometidos a esta espiritualización, los discursos materialistas pierden contacto  con lo somático, con lo vital de las resistencias (“el conjunto de las funciones que resisten a la muerte”). A lo sumo se adopta la vía fácil de tematizar al “cuerpo” como concepto comodín o palabra fetiche. Un pensamiento que quiera encontrar un punto de partida en la materialidad afectiva, que intuya que sólo creando afectos nacen nuevos posibles, tiene que pasar la prueba de desplatonizar los afectos. Este tipo de trabajo es el que encontramos en lo “ensoñado” de León Rozitchner, en la noción de “desafío” de Santiago López Petit y en el “poema” de Henri Meschonnic. 
 
Política de lo involuntario
 
Deleuze y Guattari hablan en su último libro de un no estilo como trascendencia de la filosofía formal, universitaria. Se trata de un tipo de vejez o de jubilación en el sentido de un situarse allí donde por fin la presión de lo social como estructura ya no nos solicita: medianoche de la inmanencia o libertad.
 
Pero un vitalismo como éste, de inmanencia lograda, sin trascendencias que combatir, corre el riesgo de pasar por un saber indiferente. De ser banalizado por figuras de una vitalidad sin sombras ni riesgos, cuyos éxitos no alteran el orden. Una formulación más ajustada ofrece Deleuze a propósito de Foucault: “vitalismo sobre fondo de un mortalismo”. La vida resituada como victoria transitoria sobre la muerte. ¿No debe también el pensamiento de los llamados intelectuales y militantes ajustarse a fórmulas de este tipo? 
 
Un vitalismo tal no se da al modo de una sabiduría desafectada, sino sobre el fondo de un mortalismo. Porque la vida no se aprende ni se enseña, sino que se extrae a la línea de la muerte mediante actos de resistencia. Ese es el valor ontológico de las luchas en todas las escalas: desplazamientos o pliegues de subjetivación autónoma sobre el fondo de saber-poder propio del régimen de la crueldad. Un atravesamiento decisivo, porque en él todas las creencias van a resultar cuestionadas. Allí se juega el discernimiento de las figuras del nihilismo y de los devenires: todo depende del valor que se le de a la pregunta ¿es necesario creer para seguir?
 
Buenos Aires, agosto de 2015

 

Palabras previas a Ser Judío

Diego Sztulwark y Cristian Sucksdorf
Hace ya casi cincuenta años se publicó Ser judío. Las primeras ediciones estuvieron a cargo de Ediciones de la Flor. Escrito entre los meses de agosto y octubre de 1967, bajo la doble coyuntura del violento conflicto Árabe-Israelí y de la expansión de la influencia de la Revolución Cubana en la izquierda latinoamericana, León Rozitchner se propuso en él cuestionar la censura que desde el campo revolucionario caía sobre el judío de izquierda tras la declaración de apoyo de la Tricontinental (África, América, Asia), reunida en La Habana, tomando partido por el socialismo Árabe.
“El militante de izquierda es aquel que está, puesto que inserto en el proceso de cambio, dispuesto él mismo a cambiar”: ¿puede excluirse, entonces, primero al judío y luego al israelí de participar en un sentido revolucionario de la lucha de clases de sus respectivos países? ¿Plantea Israel una excepción respecto de las consideraciones políticas generales del maxismo? ¿No vale para el caso de Israel la comprensión según la cual una nación precisa de un territorio concreto para constituir su destino histórico que incluye, como todas las demás, la lucha de clases? ¿Qué clase de prejuicios bloquea el tránsito a la izquierda del judío que se sigue considerando judío? ¿Y qué pasa cuando el judío se apresura a desconocer lo que tiene de judío para fluir hacia la izquierda sin peso muerto que lo entorpezca? En todo caso: ¿qué es eso de ser “judío”?
Estas preguntas –perdurables sino candentes– se despliegan en un doble nivel: en primer lugar, en el de la coyuntura histórica, que es la del pasaje del judío israelí del cielo de la religión –territorio imaginario, y único posible en tanto que enteramente judío–, durante un largo exilio a una tierra finita, material y concreta; y el fin del dualismo de todo judío que, israelí o no, carecía de una tierra propia en la que organizarse –si fuera su deseo– como nación. Ese pasaje del cielo a la tierra, que pone término al dualismo judío, comporta el arribo transformador a los asuntos terrenales, históricos que no cabe eludir: la guerra y la lucha de clases. En el otro nivel, Rozitchner se pregunta qué quiere decir para él, que no elige a Israel, ser un “judío-argentino”. ¿Cómo comprender esta “forma” judía que adquiere su “contenido” argentino? Judío –dice– es el nombre abarcativo para una comunidad lejana en la historia cuya actualidad se refuerza cada vez que, por el sólo hecho de heredar ese pasado, se le hace objeto de persecución y muerte.
Ser judío no es sino hacer de esa marca –ya presente en la propia “anatomía cultural”– un punto de partida para la vida y un sitio de inserción en la existencia común e histórica con los demás, donde lo judío existe como un índice vivido de la “inhumanidad de lo humano”; porque el antisemita que lo niega no le impugna un modo particular de ser, sino su ser mismo, su origen. Será este índice, que todo judío –incluso el burgués– conoce, el que presida, si no se lo niega, el odio a todo aquello que niega la humanidad (en el negro, en el obrero…). Este índice es lo que le da densidad a la “forma” (judía) de ser argentino y anima su “tránsito a la izquierda”, su deseo de “destruir la inhumanidad en sus formas de relación”.
Ambos niveles, el de la conquista de un suelo nacional y el del origen que conlleva la posibilidad de una radicalización, se conectan para comprender un desplazamiento posible del judío hacia la izquierda, un devenir revolucionario que reencontraremos a lo largo de toda la obra posterior de Rozitchner y que se realiza sin negar su origen a partir de tres nociones: la de “índice”, que remite a una marca vivida, afectiva que al ser descifrada habilita una comprensión de la propia inscripción histórica y a la vez de las tomas de posición que deseamos tomar en las luchas históricas de nuestro tiempo; la de “forma”, que permite articular el sentido elaborado a partir del índice –en el caso del judío, la inhumanidad de lo humano– al plano histórico nacional concreto; y la de “tránsito”, en que se abandona el ser burgués común a quienes vivimos bajo relaciones de producción de lo humano sometido a los dictados del capital, en pos de una radicalización subjetiva y política, en un campo nacional concreto, en el asentamiento sobre una tierra en la cual la existencia individual se prolonga y a la cual el hombre de izquierda no concibe bajo la forma burguesa de lo privado.
A partir de 1988 se agrega a Ser judíoun amargo epílogo en el cual Rozitchner se pregunta si el camino elegido por Israel para perseverar en su ser, el uso de las armas, la negación a instaurar un estado mixto Israelí-Palestino, su constitución en un estado capitalista mas, que hace a otro pueblo lo que sufrió antes en carne propia no pone en serio riesgo los fundamentos mismos de su existencia.
La presente publicación, Ser judío y otros ensayos afines, retoma la edición que se realizó en la editorial Losada en 2011, en la que se incorpora una serie de reflexiones posteriores en las cuales Rozitchner actualiza las tesis principales de su texto original, fija posiciones –cada vez mas amargas y dolidas– sobre las políticas del estado de Israel (como ocurre de manera ejemplar en su texto “‘Plomo fundido’ sobre la conciencia judía”, en donde se concluye que Israel se ha insertado, trágicamente, en el mismo tipo de racionalidad europea, cristiana y neoliberal que ejecutó la shoa), sobre lo judío burgués en la Argentina (“Judíos de la DAIA”), e incluye nuevos desarrollos fundados en el papel de lo materno y en una reevaluación de lo sensible como punto de partida para el despliegue de una racionalidad alternativa, resistente y opuesta a la del racionalismo patriarcal que, preparada por lo que Rozitchner llamará el mito cristiano, abrió el campo a los fundamentos de la actual globalización del capital.
La edición de Ser judío en el contexto de la publicación de sus Obraspermite advertir la sistematicidad de las posiciones políticas y teóricas asumidas por Rozitchner en diferentes coyunturas, o referentes a campos de pensamiento aparentemente diferentes. Es lo que sucede, por ejemplo, al conectar los textos aquí reunidos con sus reflexiones sobre Freud, Marx o San Agustín.

Palabras previas a Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia.

Diego Sztulwark y Cristian Sucksdorf

Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política fue escrito enteramente durante las primeras semanas de la guerra con Inglaterra, durante el exilio de León Rozitchner en Caracas. Fue editado por primera vez en el país por el Centro Editor de América Latina en 1985 y luego reeditado por Losada veinte años después.
El valor de este libro es múltiple. El más evidente quizás sea su importancia documental sobre las discusiones del exilio argentino: Malvinas fue escrito como respuesta a un documento de una parte del exilio mexicano, reunido en el Grupo de Discusión Socialista, y al conjunto de manifestaciones que desde la izquierda brindaban apoyo –no al gobierno de la junta militar, pero sí– a la guerra. Un apéndice, presente ya en las anteriores ediciones, permite reconstruir las posiciones en juego durante la guerra.
Su carácter polémico y coyuntural, sin embargo, puede haber opacado su relevancia metodológica, aún más duradera: Malvinas ocupa un lugar decisivo al interior de la propia obra de León Rozitchner, sobre todo por el modo en que se encuentran concentrados y en pleno funcionamiento los rasgos esenciales de su modo de trabajo: el carácter polémico de su escritura; la conexión viva con la coyuntura política argentina y sudamericana, el carácter doblemente impuro –impuro por lo que su escritura tiene de situada, y por su afición a mixturar la elaboración de conceptos estratégicos con referencias empíricas– de su filosofía.
Malvinases un ensayo de filosofía práctica sobre el papel de los afectos –materialidad última de los cuerpos y las ideas– en la constitución del campo histórico político y en la determinación de la eficacia de las fuerzas actuantes. Rozitchner concluye allí que las izquierdas resultan derrotadas de antemano cada vez que excluyen de su resistencia la elaboración de nuevos enlaces entre su propio deseo subjetivo y las categorías capaces de dar cuenta del sentido cabal y objetivo de los acontecimientos históricos. Cada vez que eso ocurre, acaban actuando con los modelos subjetivos y racionales de su enemigo.
La guerra pone a prueba el funcionamiento de estos ensambles subjetivo-objetivos desde el punto de vista de su eficacia estratégica concreta. Es lo que nos muestra León Rozitchner respecto del esfuerzo de la izquierda en el exilio por alcanzar una posición justa –apoyar la guerra considerada antiimperialista sin acompañar al gobierno genocida que la conducía–: su creencia en que a lo justo sólo se llegaría desplegando una objetividad científica y postergando como un obstáculo su propio deseo –la derrota total de la dictadura– la llevó a sostener la convicción según la cual una victoria militar argentina abriría una situación política más favorable, sin considerar lo que en esa posición –que apostaba a la eficacia de lo bélico puro, despojado de toda otra connotación material o moral– había de ilusorio.
La ilusión era tal que no se alcanzaba a ver, en las condiciones mismas en las que las Fuerzas Armadas argentinas habían hundido al país, las razones ciertas de una derrota predecible. Esa ilusión era también los militares; también ellos desconectaron la posibilidad de retomar el control de las islas de las condiciones efectivas del enfrentamiento bélico, y creyeron en la posibilidad de que Inglaterra no defendiera sus posiciones dando comienzo real a la guerra. Apostaban a vencer sin pelear, como lo habían hecho al interior del país, imponiéndose por medio del crimen generalizado. Esto es lo que esperaban del gobierno de los Estados Unidos como premio por su papel en la guerra contra la subversión en Argentina, Bolivia, Nicaragua y El salvador.
Si la victoria militar argentina no era posible, tampoco era deseable. De haber triunfado, el bloque de poder criminal que sustentaba a la dictadura se habría blanqueado, ocultándosenos hasta qué punto el fundamento de la guerra “limpia” era ya el de la guerra “sucia”; de haber alentado ese triunfo se nos habría imposibilitado entrever la profunda continuidad entre los torturados, asesinados y desaparecidos del terrorismo de estado y los adolescentes mandados al muere por la oficialidad militar argentina. De haber deseado esa victoria se nos hubiese inhibido la comprensión del papel que el terror de estado desempeñaba determinando por igual la dinámica política interna del país y la política económica de entrega y aniquilación nacional.
Sólo las Madres de Plaza de Mayo, con su reclamo de justicia y de aparición con vida, ofrecían dentro del país la posibilidad de recobrar una perspectiva diferente sobre la cual volver a imaginar una soberanía capaz de reposar y a su vez de engendrase desde la corporeidad de la ciudadanía.
Malvinas puede ser leído en estricta continuidad con Perón: entre la sangre y el tiempo por razones que no son sólo cronológicas (ambos textos fueron escritos en el exilio en el lapso de dos años). Tanto en uno como en otro libro se trata de pensar la guerra, la derrota, la naturaleza del poder militar en la argentina (las FF.AA. como ejército de ocupación) y el papel de la izquierda, que no acaba de sacudirse los modos de pensar del enemigo. En ambos se plantea la misma pregunta: ¿de dónde extraer una orientación política eficaz cuando vemos que no basta con asimilarse al deseo de las masas para desarmar la trampa burguesa de la dominación económica y política? Si para escribir el Perón Rozitchner edificaba un instrumental analítico preciso para pensar las claves de la subjetividad política (el saber contra el secreto del poder en Maquiavelo; la comprensión material de la guerra en Clausewitz; el basamento corporal del contrapoder en Spinoza; las líneas de composición entre lo subjetivo y lo objetivo, lo individual y el campo histórico social en Freud y Marx…), en Malvinas se trata de hundir el cuchillo a fondo, de mostrar –operantes– las ilusiones mortíferas que acompañan, persistentes, los modos difundidos de asumir lo político.
No sería errado hablar, para el caso deMalvinas, de una escritura disidente, a condición de darle a este término una significación radical. No el del mero disentimiento con un poder tiránico, sino el de la dolorida soledad a la que se queda expuesto cuando se confiesa un deseo –que las fuerzas armadas argentinas pierdan la guerra– que se opone al deseo social, incluidos los propios amigos de izquierda. La disidencia de Rozitchner no es la del coraje heroico sino una aún más profunda, que lo lleva a tomar en cuenta la “vergüenza” de quedarse solo en ese deseo; que enfrenta sin embagues el miedo a traicionar. Esta “soledad” del pensar a fondo no le era del todo nueva. Ya la había experimentado –León y sus compañeros de entonces– en la distancia respecto del deseo peronista de las masas. Es esa distancia primera fue la que le hizo pensar luego que no toda fuerza popular era adecuada a la revolución (antes) o a la guerra (ahora, en el 82).
La experiencia qué Rozitchner narra en Malvinases la de del intelectual de izquierda que debe elaborar una coherencia propia en la distancia que se abre entre su deseo de revolución y el deseo peronista de las masas; y que descubre que esa distancia, lejos de haberle hecho pasarse al campo enemigo, le había permitido, en su persistencia, advertir la catástrofe a la que se marchaba siguiendo el camino de una política peronista que no devenía revolucionaria ni resultaba eficaz para resistir la dictadura.
Malvinases un texto de transición entre el período de exilio y la derrota y aquel que se conocería luego como el de la “transición democrática”, en los que la reformulación del campo político se realizaba encubriendo la permanencia del terror como fundamento. Es esta perduración –que aún hoy observamos prácticamente intocada sobre el plano económico– lo que extiende la vigencia de la reflexión de León Rozitchner sobre el valor insurgente de un pensamiento que no renuncia a sostener sus operaciones lógicas sobre premisas afectivas; que no acepta borrar su propia inserción en el sentido histórico de lo que se está viviendo; que hace del rechazo del terror la clave para una comprensión resistente de la racionalidad que sigue estructurando el poder político y económico.
El desafío de Malvinas consistía en mostrar que desear la derrota de los militares argentinos no era sino desear un triunfo popular, pero en términos completamente diferentes a los planteados. Sólo que para pensar esos términos otros se hacía necesario enfrentar los términos de la situación presente, desarmar la trampa común que como amenaza de muerte caía y cae sobre todo aquel que ose desafiar el orden, siquiera en el pensamiento. De ahí la importancia de esclarecerse mediante la escritura, de explicarse en la discusión con los otros, de animar desde la labor llamada intelectual nuevos modos de afrontar lo que en el terreno político continúa bloqueado.

Palabras previas a Marx y la infancia

Diego Sztulwark y Cristian Sucksdorf


Mientras a Marx se lo comprenda sólo en el campo de la economía seguirá ocultando la refutación implícita a toda metafísica y a toda teología.

León Rozitchner

León Rozitchner ha escrito un libro sobre Marx. Sólo era necesario reunir sus partes, una serie de cuatro artículos escritos en diferentes momentos de su vida, a los que les faltaba adquirir la unidad que el autor deseaba y no había llegado a darle: más que una compilación, Marx y la infancia es la concreción de una larga reflexión coherente y sistemática.
Cada uno de los textos que componen este volumen tiene una historia. Según el orden cronológico de su publicación: “La negación de la conciencia pura en la filosofía de Marx” –título de la tesis secundaria de doctorado en La Sorbona– fue publicado por la revista bimensual de la Universidad de La Habana (en el número 157 de julio- agosto de 1962) mientras León Rozitchner impartía clases de Ética como profesor invitado en dicha universidad. El estudio pretende mostrar la importancia de los contenidos conceptuales del Marx joven para comprender sus obras maduras, como El capital, sin ingresar explícitamente en la polémica planteada por Althusser sobre cuál sería –el maduro en detrimento del joven– el “verdadero Marx”. Rozitchner realiza una lectura de losManuscritos de 1844 a la luz de un cuestionamiento fenomenológico de la conciencia –Husserl– y de las determinaciones del cuerpo vivido –Merleau Ponty– extendiendo –con Marx– el problema de la verdad humana al conjunto de las relaciones sociales históricamente constituidas. El problema marxiano de la alienación, el de la tentativa de salvación del individuo en tanto que individuo, al margen del poder colectivo que transforma la naturaleza y al sujeto mismo, se encuentra íntimamente vinculado al de la vigencia de la propiedad privaday la división social del trabajo. Resulta contrapuesto a la capacidad de la conciencia del sujeto para elaborar en el objeto de trabajo su carácter de naturaleza socialmente transformada, y para asumir su propio lugar activo en esa transformación histórica y colectiva que lo abarca. Esta extensión, que parte de la conciencia del individuo y se prolonga hacia la naturaleza (como su propia naturaleza inorgánica) alcanza a captar el fenómeno humano integral, que es el de la cooperación productiva, cuyo índice más significativo es localizado por Marx no en la economía sino en el trato que los hombres dan en cada cultura a las mujeres.
El segundo texto, “Marx y Freud: la cooperación y el cuerpo productivo. La expropiación histórica de los poderes del cuerpo”, ha sido extraído del libro Freud y el problema del poder.[1] Allí Rozitchner desarrolla una crítica de los mecanismos a partir de los cuales se impone históricamente el poder patriarcal, que en Freud daba lugar a una explicación de lo patológico a partir de una proyección al campo social del lugar de culpabilidad ante el padre, ahora en la figura del patrón, del cristo o del general, permaneciendo oculta la propia constitución deseante, fuente ella misma colectiva como fuente de todo poder individual y social. Rozitchner se propone mostrar cómo a partir de la investigación del desarrollo histórico de los modos de producción Marx ha captado determinaciones sociales de la formación de la subjetividad –del aparato psíquico– y la  génesis de los poderes patriarcales. Su argumento se da en tres niveles: el primero analiza el apartado de Gründrisse sobre las formaciones precapitalistas, en particular, las páginas referidas a la emergencia del despotismo patriarcal en el modo de producción asiático, la primera escisión histórica con respecto a la comunidad humana natural. Frente a la cooperación de familias o individuos se alza el déspota a quien se atribuye la representación de todos los poderes de la comunidad y se le otorga la entera propiedad de la tierra. La figura del déspota patriarcal se constituye en el fundamento retroactivo y primero –subjetivo y objetivo– del poder individual y comunitario. El segundo argumento remite al célebre pasaje sobre el fetichismo de la mercancía con el que se cierra el primer capítulo de El capital. Rozitchner descubre un isomorfismo entre la aparición de aquel poder despótico en las sociedades arcaicas y el proceso que lleva a instaurar la forma dinero como la equivalencia general para toda mercancía, y por tanto, para el valor de todo trabajo y con ello para toda sustancia del valor, que no es sino el tiempo de vida que hombres y mujeres gastan en el trabajo dando sentido y valor a los objetos. La fuente colectiva de todo poder, político y productivo, es expropiada nuevamente a la comunidad –aunque este poder colectivo deba permanecer, ignorado, como fuente de todo valor– en el fetichismo de la mercancía que como tal incluye el proceso del fetichismo del sujeto y del poder social como tal. En su tercer argumento Rozitchner lee el capítulo IV de El capital, sobre la cooperación social, mostrando hasta qué punto el fundamento de toda política revolucionaria consiste en traducir el poder económico y social fundado en dicha cooperación en poder político. Esta traducción, sin embargo, no es fácilmente realizable dada la personificación de este poder –patriarcal– en el capitalista. En efecto, la cooperación subordinada al poder del capital supone un proceso de expropiación de la corporeidad de los obreros cooperantes por medio de una “fragmentación de flujos de energía del cuerpo”, de una disociación de sus fuerzas, de una reorganización “en función de códigos externos que la desintegran previamente para incluirla en nuevos círculos de valores, de objetos y de máquinas y de acuerdos fragmentarios con el mundo exterior, de los cuales la propia individualidad orgánica, posible en su solo ser deseante, desaparece”.
El tercer texto, “La cuestión judía”, fue publicado en el libro Volver a La cuestión judía.[2]A propósito de la polémica de Marx contra Bruno Bauer (el célebre artículo “Sobre la cuestión judía”, de 1843), Rozitchner reconstruye el proceso de la crítica de Marx a la noción de “emancipación política” según la cual la libertad humana se realiza por la vía de la superación de la esencia religiosa en el estado laico. En nombre de una más radical “emancipación humana” Marx reprocha a Bauer no haber visto que el estado laico y el proceso de la ilustración que lo acompaña no son sino la realización secular de la esencia dualista y espiritualizante del cristianismo. Esa esencia organiza la vida real y los modos de hacer política de la sociedad burguesa. La emancipación política llega hasta la realización del estado ateo. Allí se bloquea por incapacidad para criticar la realización de la esencia religiosa en la forma estado. La cuestión de la emancipación del judío, como la de la humanidad, debe plantearse en cambio, ya no en el plano teológico, sino en el práctico histórico, aquel en el cual lo cristiano, o el “fondo humano” del cristianismo, se ha vuelto esencia del estado laico o ateo. La emancipación del judío egoísta, reducido a su particularidad práctica y sensible cuyo dios es el dinero se ha generalizado ya en la sociedad burguesa. La emancipación de las ataduras de la moderna sociedad burguesa requiere superar el punto de vista de la crítica ilustrada y abrir una nueva perspectiva. Es lo que hace Marx al elaborar una nueva ontología del  “ser genérico”, cuya esencia se opone radicalmente a la esencia del cristianismo (la escisión entre Materia y Espíritu). La esencia del ser genérico no surge de secularizar la universalidad cristiana (estado laico, sociedad burguesa, ilustración y mundo de la ciencia moderna) sino de extender lo particular sensible y lo práctico-egoísta superando toda estrechez –alcanzando su genericidad– sin pasar por la abismal separación del fetichismo –la encarnación cristiana– de los sujetos que es el antecedente necesario del fetichismo de los objetos en la mercancía.
Sin embargo Marx abandona muy pronto el camino que le abría la esencia del ser genérico, que Rozitchner cree necesario retener y desplegar, y lo sustituye –de las Tesis sobre Feuerbach a El capital– por una conceptualización de tipo científica. Esta es la preocupación fundamental de “Marx y la infancia”, un texto inédito e inconcluso en el cual trabajó largamente durante los últimos años de su vida y que da título al presente volumen. El problema de la infancia es fundamental en la lectura que Rozitchner hace de Marx. Surge de un trabajo mayor sobre el problema subjetivo en Hegel contenido en el libro Hegel psíquico, de próxima aparición en esta colección. Esta lectura de Marx resume la discusión sobre el sujeto que el discurso de la ciencia, con su ideal de transparencia racional de las cosas, anula. Si el materialismo histórico fundado en la idea de la producción del hombre por el hombre relata el tránsito histórico desde la infancia de la humanidad (los griegos, sus mitos y su arte conmovedor) a la moderna sociedad del capital, aún hace falta, sostiene Rozitchner, cruzar esta historia “horizontal” y objetiva fundada en las relaciones sociales con una “vertical” –y freudiana– capaz de narrar el modo en que cada individuo es producido como sujeto de esa historia objetiva de las relaciones sociales. Al hacerlo, Rozitchner vuelve a encontrarse con los límites “científicos” de un Marx maduro que es capaz de comprender el papel de los mitos –nivel imaginario de elaboración de las relaciones fundamentales de la vida práctica de los hombres y las mujeres–  en la elaboración del arte y la racionalidad de las sociedades del pasado (infancia de la humanidad), pero incapaz de actualizar esa misma intuición para la moderna sociedad capitalista. Como si en nuestras sociedades la ciencia y la razón, dice Rozitchner, hubieran superado toda mitología, incluso la que actualiza la esencia del cristianismo (el “fondo humano” del que habla Marx en Sobre la cuestión judía) en la infancia de cada sujeto, incluidos los ateos.
Y sin embargo encontramos en la elaboración de Marx sobre el fetichismo de la mercancía una indicación fundamental sobre la imposibilidad de comprender el funcionamiento de nuestra sociedad contemporánea exclusivamente en términos de razón laica y científica. La densa fanstasmagoría que recubre a los objetos producidos por el trabajo humano indiferenciado y espectral (trabajo abstracto) reproduce de modo ostensible el fetichismo de los sujetos concebidos como expresiones de una “encarnación” espiritual. La misma yuxtaposición de una materialidad suprasensible sobre lo físico sensible como soporte que Rozitchner veía en Agustín como tipo humano en el cristiano, se generaliza en la sociedad moderna, en las cosas, sin que alcance la comprensión científica para desanudar el mecanismo. El duradero diálogo –toda una vida– de Rozitchner con Marx que aquí se presenta por primera vez de modo completo, se orienta hacia una preocupación fundamental: el desentrañamiento de la dimensión subjetiva (mitológica, imaginaria) en la producción del hombre y la mujer por el hombre y la mujer en la que se juega políticamente la emancipación humana de las ataduras del capital.


[1]. Editado por primera vez por Folios Ediciones en 1982, Freud y el problema del poder se basa en seis conferencias dictadas a principios de los años 80 (años de su exilio en Venezuela), en la Universidad Autónoma Metropolitana (México).
[2]. AA. VV., Volver a La cuestión judía, ed. Gedisa, Barcelona, 2011.

Operación de pinzas

Diego Sztulwark y Mario Santucho


Dos hechos comunicacionales de envergadura (no uno) condimentaron el desayuno del primer día del país macrista. Gestos que no resultan para nada anecdóticos. No sólo porque parecen fríamente calculados para marcar a fuego cabezas aún abombadas por el golpazo electoral, sino también porque afectan al nervio mismo de la vitalidad popular y democrática de las últimas décadas. Si alguna vez se pensó que Cambiemos era una plataforma política desideologizada, y que su retórica liviana evidencia un vacío conceptual, es hora de parar con el boludeo. La juerga, el bailecito, los globos y la espontaneidad calculada, son apenas espuma para la tribuna.

Nos referimos, por un lado, al sonado editorial de La Nación: No más venganza. Por el otro, a la conferencia de prensa inaugural del presidente electo, ladeado por los tres principales cuadros del PRO. La primera, una puñalada letal al corazón de las luchas que signaron el ciclo largo de la transición, y los años de gobierno kirchnerista: la política de derechos humanos. La segunda, una apelación reiterada a la reunificación nacional, al estemos todos juntos, al sin sentido del desacuerdo, como si la conflictividad social fuese un mal chiste del pasado.
Podría pensarse que estamos ante señales contradictorias emanadas del mismo comando. Tal vez se trate de la explicitación de un diferendo que pone en tensión a la nueva derecha. De un lado, una perspectiva más tradicional que vuelve una y otra vez hacia el pasado, con la intención de trastocar lo que considera una derrota cultural inaceptable.  Es cómico ver cuan en serio se toman al viejo Gramsci los reaccionarios argentinos, incrédulos ante el hecho de haber ganado una guerra en el terreno militar, para luego ser derrotados en los escritorios. De otra parte, un ímpetu posmoderno, incluso posthistórico, que se sacude los lastres del origen y se regodea, atentos a los modales básicos de la corrección política, en un presente hecho pura imagen. El propio Mauricio Macri se encargó, en la conferencia de prensa aludida, de ratificar que dejaría actuar a la justicia “libremente” en los casos de Lesa Humanidad. Este liberalismo aggiornado nos dice que la Justicia también está gobernada por una mano invisible, como el mercado, lejos de cualquier influencia política. Semejante neutralidad en la materia es, en realidad, una posición doctrinaria, cuyas consecuencias pueden preverse: diluir las responsabilidades penales de los civiles que colaboraron activamente con la dictadura y, sobre todo, refrenar los intentos actuales por determinar quiénes fueron los empresarios cómplices y beneficiarios económicos del “proceso de reorganización nacional”.    
Vale la pena, sin embargo, tomarse un poco en serio a quienes dirigen y sostienen lo que quizás sea la principal institución del liberalismo vernáculo. La pregunta es: ¿fue un simple exabrupto, que rápidamente pasará al olvido? ¿Algún dinosaurio ansioso que metió la pata y volverá mansamente a su redil, anoticiado del daño que puede hacerle al proyecto hegemónico de sus camadaras? ¿O hay algo, tal vez in-orgánico, que articula estos enunciados, una línea racional (y temporal) que los dispone como una verdadera operación de pinzas?


Tribuna de doctrina

“La elección de un nuevo gobierno es momento propicio para terminar con las mentiras sobre los años 70 y las actuales violaciones de los derechos humanos”, dice la “Editorial Abierta” de La Nación. Hay un timing específico del intelectual orgánico, pero la línea que separa la intervención virtuosa de una torpe bajada de línea a veces se evapora con facilidad. Ya había sucedido en mayo de 2003, también ante la resolución de un escenario de balotaje, cuando uno de los hijos dilectos del periódico “fundado por Bartolomé Mitre”, Claudio Escribano, dictó con tono de amenaza un pliego mínimo de exigencias al entonces recién llegado Néstor Kirchner. Las respuestas no se hicieron esperar, y el panfleto cumplió exactamente el rol opuesto al imaginado por su autor: un recetario de lo que no debería hacerse. Esta vez la reacción fue más contundente aún, pues los propios periodistas del matutino fundado en 1870, reunidos en asamblea, manifestaron su desacuerdo y hasta difundieron un comunicado de repudio, que fue publicado en la propia web del diario en cuestión.
Volvamos al contenido del artículo: las causas judiciales por violaciones de lesa humanidad son el resultado de una versión mentirosa de la historia, que se adjudica a una “izquierda ideológicamente comprometida con los grupos terroristas que asesinaron aquí con armas, bombas e integración celular de la que en nada se diferencian quienes provocaron el viernes 13, en París, la conmosión que sacudió al mundo”. En términos prácticos, el nuevo gobierno debe terminar con la venganza que puede constatarse en dos puntos concretos: “el vergonzoso padecimiento de condenados, procesados e incluso de sospechosos de la comisión de delitos cometidos durante los años de las represión subversiva y que se hallan en cárceles a pesar de su ancianidad”; y cesar la “la persecución contra magistrados judiciales en actividad o retiro”, en referencia a los cómplices de la dictadura que aún sobrevivien en el aparato judicial.
Pero la demanda central consiste en corregir la pedagogía política estatal del gobierno que se despide, para poner la lente sobre los “responsables de haber incendiado al país en los años setenta”. “Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar”, claman los dueños de La Nación, luego de una arenga verdaderamente brutal más no irracional: “La sociedad dejó aislados a esos ‘jóvenes idealistas’, mientras el terrorismo de Estado los aplastaba con su poder de fuego, sin más salvedades que las de algunas voces aisladas, sin más ley que la de la eficacia de operaciones militares que tenían por objetivo aniquilar al enemigo y sin una moral diferente, en el fondo, que la de los rebeldes a quienes combatían.”


Violencia y política

En el centro de la escena televisiva, sin embargo, las nuevas autoridades derrochan optimismo y ofrecen concordia, inaugurando un estilo descontracturado donde no hay lugar para la discordia, ni para la venganza. Ellos y sus asesores insiste en que han pasado de pantalla, instalados en pleno siglo XXI, lejos de las confrontaciones ideológicas. Pero, intuimos, hay una conexión virtual que unifica ambos eventos mediáticos.
Si La Nación se siente urgida a “poner las cosas en su lugar”, es porque junto a la “causa de los derechos humanos” lo que emerge es un problema persistente en nuestra historia pasada y presente: el de la intensificacion de la conflictividad social y junto con ella, el de la violencia política. La inminencia de la crisis, y la incertidumbre que suponen los planes de reestructuracion económica en danza, reflotan el fantasma de la violencia estructural, que no puede ser tratada exclusivamente bajo la forma de una violencia patológica a erradicar. No es casual, entonces, que se compare a las organizaciones revolucionarias de los años setentas, sin el más mínimo rigor histórico, con las recientes y repudiables acciones terroristas en París.
Quizás sea este temor secreto ante un posible resurgir de la protesta popular, el que brotó inmediatamente al confirmarse la mutación en el escenario político. No es ilógico. Una nueva derecha que se propone reformatear a la sociedad desde los parámetros empresariales, con sus criterios de éxito y su prédica emprendedora; que apuesta a construir un nuevo sistema político, mas allá del formato impuesto por el peronismo; y que añora reinsertar al país en el concierto global dominado por el neoliberalismo, no puede abstenerse de brindar una narración de la historia reciente. No alcanza con la estética y el manual de estilo. Si es cierto que no estamos ante una mera continuidad del liberalismo conservador que sembró de muerte el siglo XX argentino, con su Partido Militar como herramienta; si tampoco fuera del todo preciso comparar lo que viene con el menemismo noventista, privatizador y extranjerizante; no es sólo por una cuestión de buenas intenciones. Y la versión PRO del universo social tiende a identificar ligeramente los males que nos acosan (narcotráfico, clientelismo y corrupción), sin pensar el fondo orgánico de los conflictos y la naturaleza estructural de las tensiones sociales.
Un tema crucial salió a luz en este primer debate de la era macrista: la noción misma de democracia que supimos conseguir. Solo un pensamiento sumido en la más estricta banalidad, o una visión expresamente maniquea, ignora que la paz nunca es ausencia de guerra, sino el precario estado de equilibrio que permite tramitar los desacuerdos con arreglo a ciertos marcos. Cuando la conflictividad social se mantiene dentro de los contornos previstos por el ordenamiento republicano, no es porque tales formas institucionales contengan en sí mismo el atributo de la perfección. Y no hay que viajar a los años setenta del siglo pasado para hallar ejemplos de verdaderos desbordes destituyentes, que ponen en jaque al sistema de representación, impugnando los dictados del poder constituido.
La democracia que heredamos es, ante todo, la difícil construcción de una tregua permanente. Después del 2001, durante el kirchnerismo, y como respuesta a la experiencia insurreccional, se procuraron poner límites a la represión de la protesta y a la lógica del ajuste económico (no siempre de forma consecuente). ¿Cuál será, en los hechos, el tratamiento del nuevo gobierno que inicia el diez de diciembre respecto de la conflictividad social? La proyección discursiva, justo cuando amanecía “el cambio”, de un relato que insiste con la demonización de las antiguas políticas revolucionarias, al mismo tiempo que invita a una reunificación genérica que tiende a negar la posibilidad misma del conflicto, es un indicio de las polémicas que vendrán. Y no es momento para hacerse el avestruz.

Clásicos, populistas y postmodernos: breve comentario a Jorge Alemán

Pedro Yagüe y Diego Sztulwark


Jorge Alemán discute en su reciente artículo (“Neoliberalismo, experiencias populares e izquierdas”) con dos caricaturas que él mismo construye: la izquierda clásica y la izquierda posmoderna. Ambas, afirma el Consejero cultural de la embajada Argentina en España, critican las experiencias populares latinoamericanas sin advertir las transformaciones estructurales que estos procesos llevaron a cabo. El tipo de discusión que Alemán plantea en su artículo nos habla menos de las izquierdas con las que pretende discutir que de su propia necesidad de caricaturizarlas para así refutar fácilmente objeciones simplistas que nadie realizó.


Alemán señala que la izquierda argentina se regocija en la comodidad de dos críticas falaces a los procesos latinoamericanos: 1) la incapacidad de salir del modelo extractivista, 2) la producción indeseada de una “clase media consumista”. La falacia de estas críticas radica, según el propio autor, en no advertir la imposibilidad de los gobiernos latinoamericanos de jugar en un terreno diferente al que la agenda neoliberal les impuso. Esta agenda neoliberal aparecería entonces como el punto de partida de cualquier política transformadora. Es desde los pliegues de su poder que las experiencias populistas logran, según él, intervenir políticamente con eficacia. El problema es que el neoliberalismo pareciera tener la agenda bastante cargada y hará falta contar con algo más que con fe y esperanza para desarticular su renovado ímpetu gerencial-securitista.
Dos oraciones después de relativizar los efectos subjetivos del consumo Alemán sostiene que la subjetividad neoliberal “provoca en la propia vida íntima una relación bloqueada casi en su totalidad con todo intento de transformación, que no coincida con una mera “gestión”. ¿Puede esperarse que una sociedad en la que la inclusión fue planteada desde el consumo no desee ahora una buena gestión? ¿No era ése el atributo principal de Randazzo, quien, según el ala progresista del FPV, era el representante más adecuado al “modelo”? Consumo y gestión aparecen hoy como dos caras de una misma moneda.
El modelo neoextractivista permaneció intacto durante estos años. Las permanentes luchas que lo enfrentaron no pudieron entrar nunca en la agenda oficial. Más bien lo contrario. Por lo que suena a mala fe invocar aquí razones de imposibilidad estructural para modificar este rasgo salvaje del modo de acumulación mientras que en otros ámbitos se acude con razón a la voluntad política como fuerza capaz de problematizar todo aquello que el neoliberalismo naturaliza. Y no nos referimos sólo al problema asociado a la fuga de dinero por parte de las grandes empresas (fuga que la legislación financiera vigente posibilita), sino también el impacto ambiental y su fuerte influencia en la salud y los modos de vida de la población.
Desde lo que llama la “Izquierda clásica” podría recordársele a Alemán que los trabajadores de Cresta Roja pelean en este mismo momento para que cinco mil familias no queden en las calles. Ellos participan, a pesar de Alemán, de eso que no vemos cómo denominar sino “clase obrera”. Y dado que la “Izquierda postmoderna” es la que ha identificado el campo político con el de la producción de subjetividad, no sería ocioso preguntarle desde allí a Alemán cuál es el aporte especifico de la izquierda “lacaniana” o “populista” a esta noción productiva de la política más allá de insistir con la ecuación prototípica de: Estado = Orden Simbólico = Clase Media intelectual. Ecuación que se ha mostrado insuficiente a la hora de desplazar la batalla cultural del terreno de las ideas a la de los afectos, como puede leerse en la coyuntura actual. ¿No se equivoca Alemán en buscar culpas afuera en lugar de ayudar a pensar los límites de los razonamientos de estos últimos años, sin los cuales será difícil asumir el desafío político actual representado por el macrismo?
Alemán tiene razón al sostener que si las experiencias populares fueran inoperantes entonces no se entendería por qué “tanto empeño en las oligarquías financieras nacionales e internacionales en pagar cualquier precio por arruinar a esos proyectos y contratar a todo tipo de mercenarios mediáticos para destruirlos”. Pero este modo de preguntar se vuelve retórico porque no permite formular el interrogante del momento: ¿qué es lo que no funcionó durante estos años en el modo de concebir el protagonismo popular? La izquierda llamada clásica podría recordarle a nuestro autor que durante este “largo” proceso el sector financiero nacional e internacional fue uno de los principales beneficiarios económicos y jurídicos. Y lo que él llama izquierda postmoderna tal vez podría ayudarlo a señalar los límites de una concepción de la inclusión incapaz de trastocar jerarquías (las rémoras de colonialismo interno en el propio proceso de inclusión), de alterar el fondo de la precariedad social, de denunciar el accionar de las fuerzas represivas en los barrios pobres y de repensar un modelo de consumo por fuera de la propia subjetividad neoliberal. 
Más que inventar izquierdas caricaturales funcionales al proceso de culpabilización por la derrota electoral del FpV, mejor haríamos todos en comprender qué es lo que pasó para que del proceso latinoamericano de los gobiernos llamados progresistas surgiera una coyuntura tan oscura como la actual (que no podemos adjudicar sólo a los enemigos del proceso sin pensar a fondo el modo de concentración de la decisión política de los propios gobiernos). Más que inventar caricaturas a las que rebatir, mejor haríamos en imaginar juntos cómo superar los límites teóricos y prácticos que todos quienes participamos de estos procesos evidenciamos.

«Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa» Conversaciones de Diego Sztulwark con León Rozitchner

1.     «El bricoleur» 
sus años de estudio en Francia, su acceso a los conceptos y su trato con los libros /

2.      «Cuba»

/ su paso por Cuba, la mirada retrospectiva de la obra de una larga vida y el misterio de una coherencia /

3.    

«Combatir para comprender»/ el cristianismo y la necesidad de refutar la obra de otros para comprender la propia /


4.     

«¿Se puede seguir siendo judío?»/¿se puede ser judío y de izquierda? /

5.       «La calle judía»

/ su infancia, la búsqueda de un origen que está disperso en todas partes /

Resistencia. (Sólo en Berlin, Hans Fallada) Por Diego Sztulwark

La fuerza de conmoción es la que mejor transmite qué es la resistencia: «Sólo en Berlin», de Hans Fallada (embolsillo, Madrid 2011; traducción de Rosa Pilar Blanco), 612 páginas extraordinarias desde todo punto de vista. Una pareja de obreros en lucha concreta, arriesgada, existencial y anónima contra la maquinaria del Tercer Reich; en la Berlin de los años `40`-42.
Fallada es más que un novelista: retoma esa historia perdida de los archivos de la Gestapo y la transforma en una fuente infinita y emotiva de inspiración.
 Luego de leer la carta un espeso silencio se apoderó de ellos. Los Quangel -una pareja algo mayor de trabajadores adherentes al nazismo sin ser parte del partido- acababan de enterarse de la muerte de su hijo caído en la guerra. En el silencio que no los abandonará por varios días se incuba una transformación de alcance inesperado. Otto, el marido, comienza a escribir la primera de sus cartas: “Madre: El Führer ha matado a mi hijo…”. En ese instante Anna comprende que “con esa primera frase él ha declarado una guerra eterna”, “guerra entre ellos dos, unos pobres, pequeños insignificantes trabajadores que con una palabra podían ser  borrados para siempre, y al otro lado el Führer, el Partido, con su enorme aparato de poder y su esplendor y tres cuartas partes, incluso cuatro quintas partes del pueblo alemán detrás” (168).
 Al leer esa primera carta finalizada Anna piensa para sí: “La primera postal de esa guerra tiene su origen en el hijo caído”. Es la primera formulación de algo que se ha transformado para siempre: “un día detuvieron a su hijo, el Führer lo ha asesinado y ahora escriben postales”.
 Hans Fallada (Rudolf Ditzen; 1893-1947) había rechazado un primer encargo de sus amigos de la recién creada Liga Cultural para la Renovación Democrática de Alemania. Fundad en 1945, la Liga había tenido acceso a los legajos de la Gestapo y proponía al escritor que escribiera una novela sobre la historia del matrimonio Otto y Elise Hampel (luego los Quangel). Para convencerlo, en una segunda entrevista, se le “subrayó la singularidad del caso, que no se trataba de una actuación derivada de un compromiso político consciente, sino de la voluntad individual de dos personas corrientes de vida retirada”. Es lo que cuenta Almut Giesecke en su epílogo. Sólo así Fallada aceptó.
Y escribió un primer artículo (incluido en la edición): “Sobre la oposición, que si existió, de los alemanes al terror de Hitler”. Allí narra el acceso de Fallada a los archivos-Hampel, y se nos cuenta la historia completa, ya en camino a convertirse en una monumental novela, que necesariamente altera datos y modifica circunstancias, buscando la mayor fidelidad posible al espíritu de los Hampel y confiando plenamente “en que su lucha, su sufrimiento, su muerte, no haya sido en vano”.   
 Los Quangel escribían sus postales preferentemente los domingos y luego las dejaban en las escaleras de algún edificio de la ciudad. “Inundaremos Berlin de postales”, dice Otto a Anna: “entorpeceremos el funcionamiento de las máquinas, derribaremos al Führer, pondremos fin a la guerra…”.
El viejo Quangel, jefe de taller de una gran fábrica de carpintería, bien lo sabe, será siempre para sus jefes y para los 80 trabajadores de la planta “el viejo y estúpido, un hombre poseído por el trabajo y una sucia avaricia. Pero en su cabeza alberga ideas que no tienen ninguno de ellos. Todos ellos se morirían de miedo si los asaltaran semejantes pensamientos. Pero él, el viejo Quangel, los tiene. Está ahí engañándolos a todos”.
 Y cuanto más cartas y postales escribían, y distribuían (en edificios habitados por médicos y abogados, para garantizar que sus pacillos sean más poblados), más se daban cuenta de cómo cambiaban sus percepciones, sus ideas, por ejemplo en relación con la persecución de los judíos que siempre habían aprobado: “pues, como la mayoría de los alemanes los Quangel, en su fuero interno no eran amigos de los judíos” y estaban de acuerdo con las medidas que contra ellos se tomaban, y sin embargo ahora que “se habían convertido en enemigos del Führer esas cosas adquirían un aspecto y una relevancia completamente diferentes.  Les demostraba la mendacidad del partido y sus dirigentes”.
 Más de una vez pensaron en cómo sería cuando ya no se ocupasen de escribir sus cartas. ¿Que harían entonces?. “¿Después? –inquiró él, porque de pronto, tras la victoria al fin conquistada, los dos vieron ante si… una vida completamente vacía. –Bueno –contestó la mujer-, ya encontraremos algo por lo que merezca la pena luchar. A los mejor algo público y notorio, sin tanto peligro. –Peligro –repitió Quangel-, siempre hay, Anna, pues de lo contrario no sería lucha. A veces sé que ellos no podrán atraparme, pero después me paso horas y horas tumbado, cavilando dónde hay peligro, qué es lo que quizás he pasado por alto. Cavilo, pero no encuentro nada. Y sin embargo el peligro acecha en alguna parte, lo huelo. ¿Qué podemos haber olvidado Anna?. –Nada –contestó ella-. Nada. Si eres cuidadoso al repartir las postales… El sacudió la cabeza malhumorado. –No, Anna –dijo-, no me refiero a eso. El peligro no acecha en la escalera, ni al escribir. El peligro está en un lugar diferente que no puedo precisas. De pronto nos despertaremos y sabremos que siempre ha estad ahí, pero no lo hemos visto. Y entonces será demasiado tarde”.
 Los Quangel creían equivocadamente que sus cartas circulaban por Berlin. Ignoraban que casi todas eran inmediatamente trasladas por sus aterrados lectores a la Geheine Staatspolizei, conodai como la Gestapo.
 Le sucedía a los Quangel “como a todo el mundo: creían en su esperanza”.
 Tiempo después, interrogado por sus captores, Otto Quangel no logra responder satisfactoriamente a sus inquisidores: ¿cómo pensaban derrotar, sólo Anna y él, al aparato de Führer?: “usted no lo entenderá nunca”, decía Otto –ya enterado de que sus cartas no habían circulado ampliamente-, “da igual que sólo luche uno o diez mil; cuando alguien se da cuenta de que tiene luchar, lucha, sea sólo o acompañado. Yo tenía que luchar, y siempre volvería a hacerlo. Sólo que de un modo distinto, completamente diferente”.
 Sobre el sentido de sus actos conversará Otto, desesperado y ya sobre el final de su vida, con el profesor Reichhardt, director de orquesta arrojado a los mismos calabozos de la Gestapo, por no asimilarse al estado de cosas. Juntos esperan la sentencia de muerte. Otto jamás había entrado en contacto con la alta cultura y el profesor le ha enseñado a jugar al ajedrez mientras aguardan su hora. Otto escucha el punto de vista del profesor: “¿quién sabe? Al menos usted se opuso al mal. Usted no se volvió malo. Usted y yo y los muchos que hay en esta casa y los innumerables de las otras prisiones y las decenas de miles ingresados en campos   de concentración… todos ellos resisten todavía, hoy, mañana…”
 Ni mejores ni peores, ciertas resistencias son lo que son a partir de ser inevitables. Incluso, tal vez, involuntarias. En la tapa los editores creyeron conveniente agregar la siguiente nota de primo Levi: «El libro más importante jamás escrito sobre la resistencia alemana».

«Pertenencia Terrenal» Conversaciones con León Rozitchner

Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa.
Conversaciones de Diego Sztulwark con León Rozitchner

León Rozitchner y Ricardo Piglia. «Los muchachos se entretienen»



Tremendo lujo de Lobo! 
León Rozitchner y Ricardo Piglia hablan de lecturas, malos entendidos y espiritismo filosófico.
Acompaña Diego Sztulwark

«La Calle judía» Conversaciones con León Rozitchner

«Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa»

Conversaciones de Diego Sztulwark con León Rozitchner


10. «Nada de Sagrado» Conversaciones con León Rozitchner

Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa.
Conversaciones de Diego Sztulwark con León Rozitchner 

De Foucault a Marx, el hilo rojo de la crítica // Julián Mónaco, Alejandro Pisera y Diego Sztulwark



I. Los modos de la crítica en medio de la gubernamentalidad neoliberal
El lenguaje de la crítica se ha vuelto moralizante y sus operaciones suponen una idea simple del poder (como negación, como esencia, como atributo) y de la resistencia (como libertad, como sabotaje) siempre polares. Ese lenguaje se torna impotente para problematizar situaciones cuya trama es ambivalente (Virno[2]); gobernada por un régimen de la excepcionalidad permanente (Benjamin[3], Agamben[4]); cargada de posibles (Simondon[5], Lazzarato[6]).
Tales los rasgos de un nuevo tipo de conflicto social (IIEP[7]), caracterizado por innumerables tensiones de carácter biopolítico (Foucault[8]), por cuanto las fronteras entre los pares vida/política, juego de fuerzas/normatividad, poder/resistencia, formas de vida/lucha –corpus conceptual que durante mucho tiempo organizó esa crítica–, se han vuelto porosas y promiscuas[9]. Para comprender lo social, revestido de una opacidad estratégica (en gran medida producto de la extensión y complejización del mundo de las finanzas y de la producción de renta) se requiere, en consecuencia, de nuevas formas de la crítica.
La investigación política no trabaja en el aire, sino a partir de las condiciones concretas en que se (re)determina la vida en común. De allí, el pensamiento extrae los elementos de la crítica. El combate del pensamiento no se despliega como aplicación del saber teórico acumulado sino como reflexión sobre lo que aún no se sabe, en la no-familiaridad implícita en el devenir concreto de toda situación histórica.
La renovación de la crítica (para no agotarse en la denuncia) necesita de nuevas fuerzas y no solamente de la certeza subjetiva de tener razón: la verdad es efecto de las prácticas y no de una coherencia abstractamente razonada.
Ir de Foucault a Marx supone asumir la crítica del primero al marxismo (y al mismo  Marx), pero también, y sobre todo, valorar la capacidad del último Foucault para retomar aspectos importantes de la crítica de la economía política. No nos es indiferente el hecho de que intentando construir su noción inconclusa de biopolítica Foucault haya pensado con una radicalidad inigualable la cuestión del neoliberalismo.
En este texto no vamos a meternos con la discusión contemporánea de la biopolítica (intentamos no pronunciarnos en torno a lo que este debate tiene de moda académica, es decir de perecedero y banal). Sí, en cambio, vamos a tratar de tomar en serio la secuencia que va del surgimiento de la economía política y del liberalismo (frente al cual Marx alcanza la madurez del proyecto de su crítica) a la aparición del neoliberalismo como algo más que una mera política económica o una ideología pasajera de las élites de los años 90. En ese punto, intentaremos desentrañar cómo Foucault, siguiendo a Marx sin decirlo abiertamente, intenta renovar las premisas metodológicas de la crítica.
La crítica en Foucault y en Marx (dentro y contra)
Hay una vía posible de comunicación entre las críticas puestas en juego por Marx y por Foucault, aún si este último era reacio a ese término. Recordemos que, para Marx, ni las relaciones jurídicas ni las políticas pueden ser explicadas por sí mismas. Ni pueden explicarse, tampoco, por el desarrollo general del espíritu humano. Desde el comienzo, la operación crítica de Marx consiste en desnudar la pretendida “autonomía” de las “formas” por parte de la religión, del Derecho, de lo político, del Estado y finalmente de la economía política. Todas ellas, a su turno, se pretenden autofundantes y ofrecen una representación mediada por trascendencias de lo humano genérico. Marx acabará por llamar fetichismo al modo de imponerse de esta autonomía de las formas –lo “suprasensible” – sobre lo sensible del trabajo humano en la mercancía. La operación crítica consistirá siempre en reenviar la apariencia de universalidad que envuelve a estas “formas” a sus presupuestos histórico-concretos, es decir, en aterrizar las representaciones ideales en los procesos reales. De allí la singularidad de la crítica en Marx como crítica práctica.
La crítica se forja en Marx en polémica con Bruno Bauer, pero sobre todo con Hegel, y apunta a superar la representación del Estado, de la política y del Derecho (como luego ocurrirá con la economía) como el autodespliegue de una universalidad espiritual a partir de unos propios principios racionales que adoptarían vías específicas de realización en la historia, por detrás y a través de los sujetos particulares.
El corazón de la crítica que Marx elabora a partir de los años 1843-44 apunta al “misticismo lógico” de Hegel: la idea de que los sujetos no se constituyen sino a partir de un rodeo, una mediación trascendente que los determina en sus rasgos sociales, racionales y morales. El problema con esa mediación es que su “lógica” no refiere a un funcionamiento histórico-inmanente, abierto en su fundamento mismo, sino a una realidad organizada de espaldas a sus presupuestos (la universalidad política da la espalda a la realidad de los particularismos que pueblan la sociedad civil y reina la propiedad privada). Tal es su misticismo, una supervivencia secular de lo teológico-político que se concreta en instancias históricas (leyes e instituciones) del Estado, cuya verdad hay que buscar en la sociedad civil burguesa. Estas son las primeras tesis del Marx comunista, antes de emprender la crítica de la economía del capital.
La crítica en Marx busca sustituir lo universal (pensado al nivel del Estado o de la economía) por las dinámicas y tensiones que orientan la producción histórico-concreta de las sociedades. Ni la ciencia del estado, ni la de la economía política (mistificaciones deshistorizantes) permiten comprender la constitución de lo social.
Es que la economía política aparece como la respuesta natural y última a los problemas que la crítica plantea a la política, el hecho de presentarse como causa interna y principio determinante del todo social: esencia espontánea de lo social y verdad material del Estado. No hay operación crítica posible si no se parte de poner en crisis la prescripción económica como condición de posibilidad para las prácticas humanas. Es exactamente en este punto que madura en Marx la crítica de la economía política, cuyo objeto son esas leyes económicas que realizan plenamente la inmanentización de la trascendencia y nos entregan la percepción de un orden inapelable regido por el juego de intereses entre las diferentes categorías –clases- que componen la sociedad.
Marx penetra en esta apariencia de totalidad social para mostrar que las categorías de la ciencia de la economía política constituyen el punto último de penetración de las formas trascendentes en las relaciones humanas: para descifrar el secreto del fetichismo de la mercancía es preciso comprender cómo se da la yuxtaposición de lo supra-sensible sobre lo sensible mismo. La crítica de la economía política cumple, así, una doble tarea: por un lado, desmonta la narración –la maquinación– economicista (y su perfecto complemento politicista) que naturaliza como descripción científica lo que no es sino un conjunto de consignas de mando; por el otro, señala que estas categorías están atravesadas por un antagonismo, unas resistencias y un deseo de libertad.
¿No sucede algo parecido en Foucault? En su caja de herramientas el investigador foucaultiano  lleva los elementos de la crítica de los universales, aún si lapalabra, en su acepción marxiana, desaparece de su obra. Hay una profunda ironía en las relaciones explícitas de Foucault con Marx, enfrentado como estaba con el Partido Comunista Francés. El propio Foucault se ha divertido volcando párrafos de Marx sin comillas a la espera burlona de que los marxistas lo descalifiquen por no citar al padre del Materialismo Histórico. A pesar del énfasis que liga la crítica foucaultiana con Kant (inscribir el problema estudiado en sus condiciones de posibilidad), vale la pena considerar sus lazos con la crítica practica de Marx.
La crítica de los universales (el Estado, lo jurídico, lo político, lo económico) consiste en declarar que ellos no explican nada sino que son ellos mismos los que deben ser explicados. Como grandes conjuntos que implican relaciones requieren de una investigación sobre su constitución. En el lenguaje de Foucault no tiene tanto peso la crítica práctica aunque hacia el final de su obra desarrolle cada vez más el concepto de “problematización”, próximo en muchos sentidos.
La preocupación del propio Foucault por la locura o la sexualidad lo llevó a interrogar la naturaleza de estos objetos en sí mismos inexistentes y ante los que cabe preguntarse cómo es que se constituyen en cada coyuntura histórica: ¿cuál es su genealogía, es decir, las fuerzas, procesos y dinámicas que convergen para que se produzca el efecto que sólo erróneamente se coloca como fuente de explicación de lo que acontece?
Lo mismo en relación con el Estado. Su constitución material no se explica por los principios formales de la ciencia política o de la historia del Estado. Para entender lo que es el Estado en cada período hay que analizar procesos heterogéneos, incluso moleculares, series de acontecimientos de todo tipo que convergen o se integran en determinadas estructuras y procesos. No se trata de historizar un concepto (como si fuera una esencia que sufre cambios a lo largo de la historia), sino de dilucidar cómo se constituyen efectivamente los grandes conjuntos sociales y, en especial, a qué tipo de problemas dan solución.
Claro que los estudios de Foucault sobre las relaciones de poder recusa la separación de estructura y super-estructura en Marx. Las tecnologías de poder son radicalmente inmanentes a lo social. Sólo que este desacuerdo tiene más sentido contra el marxismo que contra Marx mismo: ¿o acaso es posible creer que en Marx se pueda pensar la relación de la máquina con la industria o del colonialismo y la acumulación originaria sin suponer la operación de relaciones de poder en la constitución misma de lo económico y de la producción? ¿Puede investigarse ese “conjunto de operaciones a través de los cuales los hombres producen su vida” por fuera de las relaciones de poder que allí se traman?
Hay, a nivel metodológico, una primera zona de aproximación entre Foucault y Marx: el Estado, los universales, los fetiches, las grandes instancias de referencia legal y moral no pueden ser explicadas por sí mismas (o por el modo en que se auto-manifiestan) y la crítica reenvía siempre a ciertas condiciones históricas, a tensiones y conflictos en el nivel de las prácticas y de las fuerzas que conforman lo real de la situación o del problema a pensar. El sujeto es efecto de unas condiciones no elegidas (estructura, historia, dispositivo) y a la vez es deseo y libertad condicionadas por su relación de resistencia y lucha en y contra esas condiciones mismas que lo condicionan. En Foucault, como en Marx, hay un rechazo a pensar en términos de los avatares de una racionalidad (Marx la rechaza en Hegel; Foucault en la Escuela de Frankfurt y particularmente en Habermas) a favor de las múltiples racionalidades –subjetivaciones– que se juegan en la conflictividad histórica.
A diferencia de quienes plantean el problema de la emancipación ligada a una historia de la razón, tanto en Foucault como en Marx el problema de la subjetivación se da siempre en torno a una escisión entre lo subjetivo y lo no subjetivo (se es sujeto resistiendo los efectos de unos dispositivos concretos; sobreponiéndose a unas condiciones determinadas no elegidas[10]); contiene una dimensión involuntaria (la subjetivación remite a una composición estratégica en torno a un campo de posibles) y remite a una pluralidad de racionalizaciones (dado que no hay solución predeterminada o natural, sino múltiple estrategias de problematización).
Como decía Spinoza en el apéndice de la Ética I: el hombre se cree libre porque sabe lo que quiere, pero no lo es porque no sabe por qué quiere lo que quiere. El problema de la liberación está planteado menos en el nivel de la conciencia de los sujetos y más en la capacidad de problematizar los agenciamientos en los cuales se quiere lo que se quiere y se cree lo que se cree.
Foucault: el neoliberalismo como forma de gobierno
Leídos durante los años 2013 y 2014 desde Buenos Aires, en una coyuntura en la cual lo sudamericano recobra preeminencia a la hora de plantear problemas, los cursos Seguridad, territorio, población y El nacimiento de la biopolítica invitan a reabrir la comprensión que tenemos del neoliberalismo, tomando la crítica europea –de Foucault a Marx– como archivo vivo: ¿en qué sentido el neoliberalismo sobrevive a las mutaciones sociales y políticas de la última década como verdad de los actuales mecanismos de gobierno de lo social? 

Partimos del hecho de que el neoliberalismo se ha revelado como algo más profundo y capilar que una mera política (Consenso de Washington), una ideología dominante (un discurso de las élites nacionales y globales), o una receta económica (ajuste y privatización). En tanto estrategia de dominación política racionaliza determinadas relaciones de fuerza, crea procedimientos de mando y da nacimiento a un nuevo campo de obediencia en el que, paradojalmente, se pone en juego la noción de libertad y de cuidado de sí[11]. El neoliberalismo resulta de este modo inseparable de una política de la verdad que hace inteligible lo social por la vía de la competencia y de las regularidades del mercado (la construcción de más y más mercados) así como por la vía de la proliferación de una infraestructura financiera que se trama en los diversos estratos sociales y, por tanto, pasa a formar parte de las diversas estrategias (conductas y contraconductas) de diversos actores sociales[12].
El neoliberalismo forma parte de la cuestión del gobierno de las conductas de los otros (y de uno mismo). Una cuestión más amplia que la del estado. La gubernamentalidad neoliberal no se explica con la imagen de la dominación “desde arriba”, como si de una dictadura militar se tratase. En el mismo sentido en que se dice que las relaciones de poder se renuevan a partir de procedimientos y tecnologías inmanentes a las relaciones sociales, el neoliberalismo promueve un tipo de gobierno fundado en la horizontalización de las verticalidades y en la socialización proliferante de las jerarquías. Y de este modo el mundo es dominado por un esfuerzo tendiente a convertir toda la agencia social en emprendeduría, exaltación ontológica de las virtudes espirituales de la empresa[13]subsumiendo al mundo del trabajo y orientando la vida, la salud y la medicina[14].
Tal y como afirma Verónica Gago, la situación sudamericana se define por una extraña coyuntura en la que el dato principal no es tanto la voluntad de varios de sus gobiernos de impulsar la inclusión social en base a políticas neodesarrollistas o neoextractivas –variantes políticas que surgen de una exitosa inserción en el mercado mundial– como la convergencia entre la consolidación y la extensión de las condiciones neoliberales (que por un lado conllevan una renegociación constante entre lo formal y lo informal, y entre lo legal y lo ilegal determinada por la exigencia de optimización en base a procesos de valorización) y  la vitalidad de unos conatus, de una pragmática plebeya (feria; crédito popular; empresarialidad de masas) que da curso a una economía popular que no se deja reducir al ideal de la empresa en la medida en que la mezcla de elementos familiares, de género y comunitarios introduce tensiones que el ideal empresarial no acaba de totalizar. La actual exaltación del consumo –Valeriano[15], Gago– se complejiza en la medida en que reúne en sí (y ya no podemos simplificarlo sólo en su dimensión de “alienación”) la complejidad de estas tendencias opuestas (apropiación plebeya y renovación de las categorías de la economía política, comenzando por la extensión del crédito y la deuda al mundo popular).
Aun si puede rastrearse la historia a partir de la cual los neoliberales difundieron su estrategia al mundo occidental, sus efectos se han objetivado de tal modo que, como explican en una reciente entrevista Laval y Dardot[16], su capacidad de regular los intercambios sociales, de estrategizar el campo social y volverse autoevidente persiste incluso cuando y donde como ideología ha sido completamente derrotada, deslegitimada.
De allí que no se resuelva el problema del neoliberalismo desmontando su discurso. Menos aun moralizándolo Foucault permite justamente plantear nuevos interrogantes y vías de investigación (pensar nuevas formas de la crítica): ¿cuál es la fuente de normatividad neoliberal? ¿Cómo combatir una política que es de inmediato modo de vida? Con el neoliberalismo la vida misma se entreteje, bis a bis, con las categorías de la postmoderna economía política (la deuda, la extracción, el consumo, la moneda, el crédito). Dice Lazzarato, lo extra-económico mismo (la subjetividad, la moral, los proyectos, el tiempo) se desenvuelve a partir de la razón económica..[17]

La gubernamentalidad neoliberal –que es también la gubernamentalidad del estado mismo– refiere entonces a múltiples mecanismos, acuerdos y dispositivos (jurídicos, comunicacionales, monetarios, de representación política, etc.)[18] tendientes a orientar –producir saberes, valores y regulaciones– las prácticas sociales a un ideal de optimización por la vía de la producción de renta para los actores sociales.
La perspectiva de Foucault –la problematización– consiste en la acción del pensamiento que surge no de una natural voluntad de pensar, sino de la presencia de signos pululantes de indeterminación de ciertos aspectos de la realidad del  mundo que hasta el momento creíamos estables. Siguiendo a Nietzsche, pensar es activar una voluntad en torno a una interpretación que se descubre insuficiente o adversaria y descubrir que no hay hechos sino interpretaciones. No hay positividades, sino por efecto del encuentro de fuerzas.
¿Se da hoy fuente alguna de problematización que no sea la que el propio neoliberalismo se pone a sí mismo para seguir desplegándose? Por ahora sólo podemos agregar lo siguiente: en el terreno social, la problematización deviene inseparable de la emergencia de contraconductas (y hay que retener que las contraconductas no adquieren su rasgo problematizador a partir de una voluntad estética o nostálgica sino de sus prácticas efectivas al interior de dispositivos concretos, cuyas líneas –de visibilidad, de enunciación, de poder y de deseo– alteran, cortándolas, continuándolas más allá, plegándolas sobre sí[19]).
Para el caso de las sociedades gubernamentalizadas –“neoliberales”, de “seguridad” (Foucault) o de “control” (Deleuze)–, las contraconductas se organizan dentro y contra de los dispositivos de las finanzas (la deuda y el crédito); de la representación política; de la seguridad y de la mass-mediatización[20]. La crítica práctica o contraconducta se propone como desafío. Pero un desafío que no se reduce en la discusión de táctica política. Pues como afirma Santiago López Petit[21], el capital se ha hecho uno con la realidad. Y por tanto es la realidad la que se ha vuelto impotente. Ya no es ella quien nos provee de un exterior para la crítica. La renovación del proyecto de la crítica práctica, de la problematización a la altura de la realidad global que se impone requiere de desplazar (violentar, fugar de) la realidad misma.
II.    Pastorado y gubernamentalidad
Seguridad, Territorio, Población
Cuando intentamos valernos de los conceptos que heredamos de la filosofía política para entender nuestro presente, nos enfrentamos a un desajuste entre las nociones que eternizan una imagen soberana del estado y una realidad en la que el poder político circula a través de un complejo entramado de dispositivos. Michel Foucault describió ese pasaje de la soberanía a la gubernamentalidad hasta llegar al neoliberalismo, en el que la trama de poder se subjetiva de modo indirecto actuando sobre el medio (ese espacio sobre el que interactúan los individuos) antes que sobre las personas mismas. No se trata de que el neoliberalismo minimice al estado: más bien lo gubernamentaliza.
Una comprensión del estado y de la sociedad en términos de gubernamentalidad conlleva un replanteo de la imagen que la filosofía política difunde de un poder soberano del estado como resultante de un pacto social. A diferencia de la simplificación habitual que lo presenta como un pesimista de la naturaleza negativa –Homo  homini lupus est–, Thomas Hobbes veía en el hombre un ser de capaz de artificio. El animal que crea ficciones es el que más se parece a Dios creador, pues es el que puede crearse una naturaleza y un cuerpo colectivo: el Leviatán. Sólo que el hombre que pacta y que fabrica artificios no es un hombre pre-social y desnudo, pura potencia de invención, sino el hombre sometido a los poderes religiosos.
Se trata, entonces, con Foucault, de volver a contar la historia que va de la soberanía a la gubernamentalidad flexible del neoliberalismo, pero esta vez tomando en cuenta esta otra trama de poderes que subtienden a la filosofía política y que conciernen a la historia de la gubernamentalidad religiosa de Occidente.
Una vez que nos decidimos a abandonar la idea del Estado como si de una esencia inmutable se tratase (y este es, como hemos visto, un presupuesto metodológico fundamental de Foucault) captamos lo estatal como un conjunto variable de secuencias de integración de procesos plurales y heterogéneos que no funcionan en el vacío, sino al interior de una vasta voluntad de gobierno del alma y de las conductas que no siempre se expresa de modo directo en el estado. 
Foucault se ocupa de esta idea de “gobierno” que obsesionó a Occidente de un modo particular, y seguramente es su reflexión sobre el pastorado cristiano la que más penetración alcanzó en este sentido.  Pero a la hora de plantear la disyunción entre soberanía de estado y gobierno de las almas y de las conductas, Foucault se interesó en la crítica que los jesuitas realizan a Maquiavelo. En efecto, la literatura anti-maquiavélica del siglo XVI se constituye en contrapunto con El Príncipe, en tanto se ocupa de formular el problema del gobierno de los hombres a partir de un nuevo campo de problemas (el de la población) y de nuevos mecanismos de saber y de poder (que a la larga devendrán en economía política).
En El príncipe, según la literatura anti-maquiavélica que Foucault cita ampliamente, se propone al poder político como aptitud para obtener y conservar un territorio. La soberanía, por tanto, es concebida como lazo trascendente príncipe-principado, un vínculo de apropiación que toma a la población como un dato natural, una propiedad más del territorio. El principado, en tanto que posesión del Príncipe, no se llega a plantear la cuestión del gobierno de las poblaciones, sino que se detiene en el arte de las astucias para derrotar a los rivales en la competencia por la apropiación. No es, desde luego, que no se perciba a la población. Pero no se la considera como un factor específico de creación de riquezas ni se perciben los mecanismos inmanentes de regulación que harían de ella una fuerza productiva. Sobre todo, no se toma en cuenta que, por debajo del príncipe, hay jefes capilares: padres de familia y líderes de órdenes religiosas capaces de modular la actividad de la población. El poder soberano gobierna por la ley y no se interesa por coordinar productivamente esa red población-territorio-riqueza que comienza a conceptualizarse durante el siglo XVII.
La literatura anti-maquiavélica, refutando a Maquiavelo, plantea la existencia de una realidad poblacional capaz de una productividad que permanece opaca para una visión restringida al problema de la propiedad territorial. La inspección de este nuevo objeto, la población, conjunto de singularidades que se determinan en relaciones recíprocas, llevan al descubrimiento de “la sociedad” y, junto con ella, al problema de su gobierno. Estos problemas nuevos, que demandan saberes nuevos –de la estadística a la sociología– desembocarán en la economía, a partir de la preocupación por conocer las reglas que permiten comprender los asuntos vinculados con el enriquecimiento de los estados.     
El territorio, a la luz de la población, será cada vez más concebido como un medio. Y en el orden de lo que se entiende por soberanía surgirá a nivel del derecho el problema de los límites al poder del estado. El buen gobernante será aquel que sepa respetar, fijarse un límite. ¿Límite ante qué? Ante las regularidades virtuosas que parecen poseer las poblaciones, cierta proclividad natural que la sociedad posee para optimizar sus relaciones entre personas y cosas (territorios, recursos, hábitos, enunciados, riquezas, acontecimientos, etc.). La población, entendida por la nueva ciencia económica como conjunto de mercados, se vuelve fuente de verdad para el gobierno.
Para pensar esta población como pluralidad de interacciones, o sociedad civil, es imprescindible reparar en la “familia” como unidad de reproducción de personas, pero también de relaciones sociales. Y con ella toda una ciencia del deseo y la subjetividad que, con el tiempo, reparará en las cuestiones de la locura y la sexualidad. Al poder soberano, aquel que funda estados, parece escapársele este conjunto de procesos “moleculares” o “micropolíticos” que se encuentran, sin embargo, en el comienzo de la organización de los grandes conjuntos, sea el poder religioso o el estatal, sea el poder psiquiátrico o el de la prisión.
La gubernamentalización de la sociedad y del estado resulta inseparable del problema de la intensificación productiva de esta pluralidad poblacional largamente sometida a dispositivos de seguridad y estudiada por la ciencia de la economía.  No se trata con esto, para Foucault, de anunciar el fin del estado, sino de entender que el fundamento –los presupuestos- de su poder vienen dados por el desarrollo de larga duración de esta gubernamentalización de lo social.
Población, sociedad civil y economía constituyen, desde entonces, las grandes categorías del liberalismo, primero, y del neoliberalismo (que es una cosa diferente), después. Y en la medida en que gobernar lo social es, todavía hoy, ensamblar dispositivos aptos para la intensificación económica de una población, se comprende que el estado reciba de ese proceso la norma para sus acciones.
Cuestión de método
Esta enorme reflexión sobre la gubernamentalidad lleva a Foucault a formular, en el orden del método, tres desplazamientos.
El primer desplazamiento concierne al modo de pensar lo institucional. Lo que la gubernamentalidad enseña sobre el Estado –que es un integrador de procesos que le son exteriores– se extiende al pensamiento de cualquier institución: la lógica interna de la institucionalidad pone en juego un medio de exterioridad. Lo que sea una escuela, una radio o la policía no es asunto que pueda decidirse exclusivamente al interior de cada una de esas instituciones sin afrontar el medio exterior que tiende a constituirlas de un cierto modo. Para refrendarlo o para resistirlo y crear otras maneras, no se puede trazar una historia de las instituciones sin hacer una historia de ese orden de funcionamiento en que se inscriben. Este es el sentido de la declaración de Deleuze: “Foucault nunca fue un teórico del encierro”. Lo que hace Foucault no es describir prisiones y loqueros, sino analizar cómo, en un cierto período, una conjugación de fuerzas imprime una arquitectura panóptica a las instituciones de ciertas sociedades.
El segundo desplazamiento es el de la función, y refiere al hecho de que los medios de exterioridad prescriben procedimientos cuyo sentido puede ser contra-efectuado (para volver nuevamente a un comentario de Deleuze): el diagrama de funciones (asignar cuerpos según espacios; ritmos a las acciones de los cuerpos, etc.) sólo encuentra un sentido en el nivel de los estratos que se forman en las instituciones. Es en la institución que el diagrama de fuerzas se vuelve empírico (es allí que se ve, se siente). Y al mismo tiempo es a partir de estos estratos institucionales que el pensamiento puede comenzar su trabajo genealógico o problematizante, que consiste en elevarse al diagrama para contra-efectuar el juego de las fuerzas. A diferencia de lo que pasaba con los estructuralistas, en Foucault el pensamiento de las fuerzas es un medio de historización radical. Si las estructuras se definían por sus invariantes, los dispositivos lo hacen por sus líneas curvas de variación.
El último desplazamiento afecta al objeto. Al rechazar un objeto dado o yaciente (sea la delincuencia, la perversión, o la enfermedad mental) Foucault se plantea captar el movimiento por el cual estas figuras se constituyen en categorías discursivas como parte de una política de la verdad: ¿qué juego interpretativo es el que piensa una cierta multiplicidad en términos de delincuente, perverso, loco? ¿Es posible remontarse a la cuestión que está en juego en ese pensar para replantearla, y en complicidad con quienes padecen el poder de la prisión o de la psiquiatría crear nuevos discursos, hacer variar el modo en que vivimos nuestra relación con la violencia, el castigo, el cuerpo o la propiedad?
En resumen, la reflexión sobre la gubernamentalidad conlleva una valoración metodológica del medio -y del espacio- en el que se producen saberes y relaciones capaces tanto de resultar integrados –estatizados- como de conmover las estructuras de poder.
Pastorado.
Con el pastorado nace a Occidente una vía extraordinaria y trascendente que lo singulariza y que, en su desarrollo, entronca con el proceso de gubernamentalización que converge en el neoliberalismo. La historia del poder pastoral no coincide exactamente con la historia religiosa de las religiones. El pastorado no es una religión, no es un conjunto de creencias y doctrinas, sino un conjunto de técnicas de poder. Y es a ese nivel que hay que preguntarse por la producción de subjetividad. En este sentido se puede decir que el hombre cristiano no es fruto de “el cristianismo” como doctrina, exactamente en el mismo sentido que el hombre liberal es fruto de los principios de “el liberalismo”. Es en torno a determinadas técnicas de poder que se gobierna a los hombres y a las mujeres.
Foucault muestra el proceso epistemológico y político que “descubrió” a la población (anteriormente reducida a mera variable interna del territorio), y cómo el poder pastoral elabora y comanda dicho proceso. Por debajo de las cuestiones propiamente teológicas –esas en las que corre riesgo de perderse Agamben– el poder pastoral remite a una práctica (de la que los enunciados de la teología hacen parte) y a unos mecanismos novedosos y efectivos de subjetivación e individuación sin los cuales no reconoceríamos rasgos fundamentales del llamado “sujeto moderno”.
Existe entonces en Foucault la idea según la cual lo político moderno (la gubernamentalización de lo social, el neoliberalismo como estrategia de dominación) es inseparable de una suerte de preparación cristiana, sobre todo en lo que tiene que ver con la obediencia y con el cálculo. ¿Cómo se presenta esa continuidad por debajo de las grandes rupturas que dan origen a la época moderna? El pastorado despliega un campo general de obediencia (proponiendo la obediencia misma como valor) combinando, en la relación pastor-rebaño, el cálculo vinculado al premio y al castigo.
Así, si tomamos lo religioso a partir de la práctica real que su espíritu promueve (como proponía el jovencísimo Marx de La cuestión judía) veremos aparecer, parece decir Foucault, una economía funcionando en la cual la “ley” hace pasar las ansias de verdad y salvación. En lo fundamental, el modo de poder cristiano se constituye en un campo general de obediencia signado por la división entre pastor y sus ovejas (siendo, a su vez, el pastor, oveja para otro pastor). El pastor cuida el rebaño, pero se fija en cada oveja y evalúa para cada una de ellas méritos y deméritos, reguladores de la salvación (Omnes et Singulatim).
Observamos, entonces, en el pastorado como práctica de poder lo siguiente:
1. Que la salvación viene otorgada bajo la forma de una economía;
2. Que en esa economía de méritos y deméritos no se juega sólo el rebaño y cada oveja individual, sino que se desmultiplica al individuo en una serie de singularidades pre-individuales que son los “actos”;
3. Que el pastorado liga esa economía a la salvación por medio de la postulación generalizada del valor de la obediencia.
Por medio de esta descripción desespiritualizada, Foucault capta las premisas que anticipan el papel de la economía en la gubernamentalidad devenida neoliberal. A diferencia del poder soberano, el pastorado se difunde en un espacio de obediencia generalizado que a todos abarca y concierne y supone un lazo inmanente e individualizado al extremo, capaz de conocer y orientar las almas del rebaño.  Esta individualización no repara en el estatus de un individuo o su nacimiento, sino en la serie de sus actos. Cada uno merece según el modo en que interactúa y se recompone en función de esta racionalidad económica en que está de lleno involucrado.
El poder pastoral (como todo lo que ocurre a nivel de los dispositivos) opera a nivel de afectos, hábitos, y ensambles económicos complejos. Ya en el poder pastoral se da lo que Deleuze generalizará como rasgo fundamental de la sociedad de control: más que sujetos  hay flujos. No hay identidades previas. Y cada vez hay que hacer una analítica económica para saber de quién o de quiénes estamos hablando.
Más que un “yo” individual y posesivo, estos mecanismos definen un campo en el cual la trascendencia se inmanentiza en una red de servidumbres en donde la individuación se da vía sujeción. Es lo que Foucault observa en las prácticas de confesión, en las que se coloca al sujeto a decir/producir verdades sobre sí (como hoy lo hacen las encuestas de mercado, los sondeos de opinión, el psicoanálisis). Siempre hay un resto de nosotros por conocer y en ese conocer hay una vía de sujeción/subjetivación.
El pastorado cristiano es una forma enteramente económica de poder ligada a la “salvación” y a una política de la verdad. Verdad y Salvación no desaparecerán del todo en el neoliberalismo, sino que permanecerán implícitos en la exaltación del juego de la economía como competencia y empresarialidad. El campo de la obediencia generalizada se convertirá en apología de la libertad y el pastor se desdoblará en prácticas de autocontrol y en tecnologías de seguridad.
Epílogo: economía política
La gubernamentalidad, enseña Agamben, es una máquina de doble pinza. Una de esas pinzas es el Estado, heredero de la soberanía en sentido schmittiano; y la otra, capilar y sutil, es la economía política. “La economía política es la verdad o el corazón interno de la gubernamentalidad contemporánea”, dice Foucault, desplazando al polo soberano del centro de la escena, sin desconocerlo. Y es que cada vez más el corazón del dominio político toma la forma de la economía y se orienta menos a controlar el cuerpo individual de manera directa (prisión) y mucho más a un conjunto de técnicas que pueden regular las conductas (a través, por ejemplo, de la deuda).
La gubernamentalidad moderna, contemporánea, se basa en la generalización del cálculo económico a lo extra económico, obligando al gobierno político a bregar por la salud del mercado de transacciones: “si no pagás estás en problemas; pero si pagás, estás gobernado”. Pero para poder pagar hay que insertarse libremente en el campo de la obediencia: así de sereno es el rostro sin rostro de la gubernamentalidad neoliberal.
La crítica desmonta funcionamientos, desarma trascendencias. Al retomar estas formulaciones en las que Foucault rastrea la preparación de nuestra gubernamentalidad neoliberal en un largo-tiempo del occidente nos permite penetrar en el vínculo complejo entre capitalismo y religión. El hilo rojo se extiende hacia atrás, hacia Spinoza. Y llega a nosotros, planteándonos la pregunta por el papel de lo religioso, de lo teológico político en el enhebrado (el suplemento moral) de los dispositivos de la gubernamentalidad neoliberal.
III.   Prólogo al neoliberalismo
1.
En uno de sus habituales textos publicados en Página/12, Neoliberalismo y subjetividad”, el psicoanalista argentino Jorge Alemán se refirió a los cursos dictados por Foucault, en particular al Nacimiento de la biopolítica y a la conceptualización que allí se hace del neoliberalismo en tanto racionalidad de gobierno. El propósito del autor –fundador de lo que se denomina la “izquierda lacaniana”– es componer un cuadro de situación global según la cual la Europa neoliberal seguiría sometida a los dispositivos foucaultianos  de seguridad, mientras que en sudamérica, a partir de los gobiernos progresistas de buena parte de la región, se habría ingresado en una nueva fase (a la que el investigador brasileño Emir Sader suele llamar en diversas publicaciones “postneoliberal”).

Según Alemán, las conclusiones de Foucault resultan perfectamente vigentes para describir la situación europea: el neoliberalismo allí no actúa, dice, como una mera ideología de la retirada del Estado en favor del mercado sino que debe ser entendido como una construcción positiva, cuyo objetivo final parece ser la producción de un nuevo tipo de subjetividad: el empresario de sí. En sus palabras: “remarcando entonces el carácter constructivo del neoliberalismo y no sólo su faz destructiva, o insistiendo en el orden que se pretende hacer surgir a partir de sus destrucciones, se puede mostrar que las técnicas de gubernamentalidad propias del neoliberalismo tienen como propósito, en consonancia con la racionalidad que lo configura, producir, fabricar, un nuevo tipo de subjetividad. El empresario de sí, el sujeto neoliberal, vive permanentemente en relación con lo que lo excede, el rendimiento y la competencia ilimitada”.

Los discursos neoliberales que surgen a partir de la década del 40 en Alemania, dice Foucault, se caracterizan por una reformulación del problema del gobierno biopolítico y de la legitimación del estado a partir del mercado. El neoliberalismo encarnará efectivamente una verdadera práctica político-antropológica cuya política vital (vitalpolitik) tendrá como objetivo hacer que el tejido social completo adquiera la forma, la espesura y la dinámica propias de la empresa: la población será entonces reconocida en su capacidad de iniciativa y su aptitud emprendedora, ocupándose el estado de crear y reproducir las condiciones que permiten que la sociedad funcionen como un ensamble de mercados, según la competencia.

La principal diferencia entre el neoliberalismo contemporáneo (Foucault analiza la escuela alemana y la norteamericana, pero haríamos bien en leer de cerca el debate de los neoliberales del Perú de los años 80) y el liberalismo clásico es su teoría del Estado. Los neoliberales no creen en la libertad de mercado entendida como una naturalidad de las cosas que brota al ritmo que el estado deja de regular los intercambios sociales. Al contrario, ellos han aprendido la lección del artificio: la sociedad de competencia, que es para ellos también la de la libertad, sólo funciona bajo condiciones muy difíciles de lograr (dada la tendencia al monopolio, a las mafias, etc.). Se trata, por tanto, de construir una compleja maquinaria judicial, administrativa, política y policial que sea capaz de crear y sostener, a partir de una hiperactividad regulativa, las condiciones que promueven el ser social como subjetividad empresaria.

Así lo entiende Foucault en su repaso de la teoría neoliberal del “capital humano”, en la que se ilustra de manera asombrosa el método neoliberal consistente en extender el cálculo atribuido a la racionalidad del hombre a todas las esferas y acciones de la vida. Encargada de aniquilar toda la reflexión marxiana del trabajo, la explotación, y la rebelión colectiva, la tesis hiper-realista del capital humano enseña a concebir la propia vida y la de los demás como la administración empresarial de un stock inmaterial –no importa su magnitud– imputable a cada persona. La máxima racional que guía la vida de cada quien, en las circunstancias más diversas, es extraer renta (incluso una renta psíquica). Este esquema produce al sujeto en la exigencia de la gestión individual, y premia o castiga sus actos según la lógica de la inversión.

En los hechos esta teoría significa que todas las potencias de los vivientes adquieren un fin económico, bloquea toda representación de clase y de intereses colectivos y permite codificar toda conducta –desde la migración a la maternidad, desde la elección del barrio en el que vivir hasta las horas dedicadas a la socialidad– según la razón económica.

En esta sociedad del riesgo se hacen necesarias políticas sociales compensatorias que apuntan al individuo que no ha logrado administrar su capital vital con mínima eficacia. Las políticas públicas para “pobres” conllevan el ideal de restitucion de las capacidades empresariales, o bien tratan a los seres improductivos como seres inválidos para la vida social.

El neoliberalismo se difunde como modo de vida en el cual se impone la autogestión de tipo empresarial de las potencias y virtualidades del viviente. Cada quien administra su marca y se encarga de definir sus estrategias. Difundido como modo de ser de masas, el neoliberalismo se trama en un vitalismo estratégico de la población.

2.
Alemán ensaya en su texto una lectura de la coyuntura política global según la cual “esta racionalidad actualmente se ha adueñado de todo el tejido institucional de la llamada Unión Europea, en la consumación final de su estrategia de dominación (…) Latinoamérica es actualmente, en alguno de sus países, la primera contra-experiencia política con respecto al orden racional dominante en el siglo XXI. El neoliberalismo se extiende no sólo por los gobiernos, circula mundialmente a través de los dispositivos productores de subjetividad. Por ello a Latinoamérica le corresponde la responsabilidad universal de ser el lugar donde se pueda indagar todo aquello que en los seres hablantes mujeres y hombres no está dispuesto para alimentar la extensión ilimitada del sujeto neoliberal”.

América Latina como experimento postneoliberal es una fórmula que debe ser abierta a la luz de por lo menos cuatro tipos diferentes de preocupaciones:

(1) la producción retórica de los gobiernos llamados progresistas, un amplio abanico que va –según la diversidad de situaciones nacionales– de la producción de políticas públicas que apuntan a cuestionar dispositivos de la gubernamentalidad neoliberal, al apuntalamiento de un neoliberalismo –neodesarrollismo/neoextractivismo– con mayor intervención nacional-estatal;

(2) la necesidad de ciertos actores globales –de organismos internacionales al propio Estado Vaticano- de relegitimar su rol político en la crisis global y de dar cuenta de una nueva configuración geopolítica a partir de la emergencia de potencias asiáticas;

(3) la necesidad de los movimientos de lucha del sur de Europa de encontrar referentes en la región para su lucha contra las políticas de austeridad;

(4) el punto de vista de los movimientos sudamericanos que siguen intentando producir formas de vida y de coordinación política afirmando prácticas antagónicas a las que se promueven desde las grandes dinámicas de la valorización de capital.

Como se ve, el llamado postneoliberalismo adquiere entonces tonos y significados bien diferentes. En todo caso, las tensiones de la coyuntura sudamericana pasan en la actualidad por el choque entre las exigencias del tipo de inserción en el mercado mundial y la activación del mundo plebeyo. Tras la crisis de las políticas neoliberales puras de los años ’90, las “demandas” (como diría Laclau) populares se han ido incluyendo parcialmente en un ciclo de ampliación del consumo cuya condición de posibilidad es, efectivamente, el tipo de inserción que recién señalábamos.

El experimento sudamericano se caracteriza por una mayor porosidad entre Estado y sociedad, y por la generalización de una trama social activa y politizada que ha logrado conquistas importantes en diversas coyunturas. Sin embargo, no conviene simplificar el asunto, ni desconocer el carácter esencialmente ambivalente de estos procesos. Al mismo tiempo que una pluralidad de sujetos políticos cuestionan la hegemonía neoliberal, esta se reproduce a partir del dominio de las finanzas, del mando ejercido a nivel del mercado mundial, del ensamblaje mediático y tecnológico que apuntala lo que Ulrich Brand ha llamado un “modo de vida imperial”[2].

Y más profundamente aún es necesario comprender hasta que punto, como lo señala Verónica Gago, desde el nivel mismo de la reproducción social, las estrategias populares se han apropiado de estas condiciones neoliberales y han desarrollado una pragmática vitalista (un “neoliberalismo desde abajo”) en la que se traman modos familiares y comunitarios de gestionar conocimientos y cuidados de uno mismo y de los otros, introduciendo nuevas posibilidades estratégicas de la población a lo largo y a lo ancho del continente.

Así planteado, puede dar la impresión de que leemos en Foucault un triunfo absoluto del neoliberalismo. Pero no es así. Lo que sucede es que pensamos que en análisis muy difundidos del proceso sudamericano –de Alemán a Sader– se simplifica al cuadro de la gubernamentalidad oponiendo al polo Mercado, el polo Estado, como si de por sí el desarrollo del aparato del Estado fuese índice suficiente de una postneoliberalidad substancial. No estamos sólo criticando un punto de vista que cierra la imaginación política a la centralidad del Estado. Estamos más bien afirmando que este tipo de anti-neoliberalismo se orienta a una mayor sustentación estatal de la racionalidad neoliberal que, como hemos visto, es flexible y no se restringe a las políticas de ajuste y privatización.
En todo caso, quisiéramos afirmar que por postneoliberalismo entendemos lo contrario a una configuración nacional-estatal de izquierda cerrada sobre sí misma y negociando en desventaja su lugar en el mercado mundial. Imaginamos, en cambio, una estatalidad cada vez más abierta, tanto en su porosidad respecto de lo social, como a nivel regional, como único modo de fortalecer otros modos de pensar, de imaginar la vida individual y colectiva.

3.

Lo que leemos en Foucault en definitiva es la emergencia de un nuevo tipo de poder social y político que se basa en la paradoja ya señalada según la cual el poder neoliberal produce obediencia por medio de una práctica de la libertad, trastocando, de este modo, las contraconductas de tipo libertarias que suelen quedar comprometidas (sea por impotencia, sea por complicidad) en la obediencia.

El sujeto del neoliberalismo se sitúa estructuralmente en un punto en el cual se es sujeto por medio de una libre gestión de sí, en un contexto en que los dispositivos –seguridad, moneda, representación y mediatización– que conducen la maquinaria social (incluida su burocracia, su aparato de salud y educación, etc.) desembocan en la servidumbre.

Lo que aprende el poder neoliberal del poder pastoral es la triple relación entre ganancia y salvación; entre cálculo económico e individuación servil. Pero si el poder pastoral hacía funcionar estas equivalencias sobre un extendido plano de obediencia generalizada, el poder neoliberal sólo produce obediencia por medio de la libertad.

Es este tipo de paradojas lo que la “izquierda lacaniana” intenta pensar como “goce”: la participación activa del sujeto deseante en su situación de servidumbre.
Pero esta misma paradoja, por la cual sólo a través de una cierta práctica de la libertad se produce obediencia, ha sido apropiada al menos parcialmente desde abajo, dando lugar a fenómenos de una riqueza y una notable ambivalencia en los nuevos sujetos surgidos durante la última década en la región. Asunto que no siempre es bien recibido por un progresismo que sólo acepta valorar el mundo popular a partir de la figura de la víctima.

Una política post-neoliberal, pensamos, consiste, en este contexto sudamericano, en hacer vascular estos elementos de mixtura y reapropiación plebeya de la libertad hacia momentos de fuerza colectiva en los cuales hacer saltar los nexos fundamentales de la gubernamentalidad capitalista.
Esta posibilidad es más sudamericana que europea en virtud de una extensa red de prácticas biopolíticas conformadas durante décadas de resistencia al mando neoliberal: ¿cómo hacer converger el polo libertario del sujeto neoliberal con estas redes biopolíticas sin que el proceso de convergencia se cierre de modo sectario sobre el aparato de Estado?

Lo que ocurre de interesante en Sudamérica es el tipo de ambigüedad de lo social que, apropiándose de la dimensión empresarial, no se deja cerrar sobre ella y alimenta una economía popular capaz de mezclarse –este es el verdadero experimento– en un horizonte abierto y democrático con redes biopolíticas que surgen de la resistencia política a los núcleos duros del neoliberalismo.

Foucault, que se reía de los que sentían una “fobia al Estado”, no creía que el Estado, como lo hemos visto, fuese una esencia eterna e inmutable. No es aquí sobre el Estado que se discute, sino sobre un modo de pensar que toma al Estado como pura negatividad o como pura positividad sin reparar en su condición actual de dispositivo de doble articulación, pieza esencial en la inserción en el mercado mundial y de políticas de inclusión.

Lo que tomamos de Foucault, entonces, es la posibilidad de cambiar la pregunta: no ya por el papel que el Estado debe tomar en el cambio social, sino más bien, por cómo las políticas del cambio pueden actuar sobre las instituciones a partir de una teoría más amplia del gobierno.

En efecto, el héroe neoliberal ejemplifica la sujeción obedeciendo a la consigna “sé libre”, consigna que cada quien debería llevar a su propio ámbito de producción subjetiva específica: ¿resultará efectivo oponer a esta consigna un “sé solidario”? Realismo del capital y moralismo político no constituyen alternativas a la altura del tejido postneoliberal.

IV. ¿Un Marx “lampiño”?
“Lo que se reivindica y sirve como objetivo es la vida, entendida como necesidades fundamentales, esencia concreta del hombre”
Michel Foucault
“Esto es un homenaje a Marx, ‘la esencia concreta del hombre’ viene de Marx”
Gilles Deleuze
Aun si hay un Foucault “liberal”, opuesto a Marx (su amigo Paul Veyne escribe que Foucault no fue un hombre de izquierda) reivindicamos la hipótesis según la cual hay implícito en su obra, notoriamente en algunos de sus cursos, un redescubrimiento de la crítica de la economía política (sin que esto agote para nada un estudio de las relaciones posibles con Marx), a condición de considerar la crítica:
(1) Como reorientación del pensamiento hacia las prácticas y al movimiento real de lo real (captado como antagonismo, lucha, resistencia o contraconducta). En este punto, vía Foucault, se da la convergencia Marx/Nietzsche. La crítica apunta a comprender el juego efectivo de las fuerzas, identificando y combatiendo trascendencias. Como hemos visto, en Foucault la crítica conecta con (contra) el problema de los “universales” y con (a favor de) lo que denomina “problematización”.
(2) No se orienta sólo a trascendencias exteriores (modelo de soberanía), sino, sobre todo, a trascendencias inmanentizadas (los dispositivos de poder no son exteriores a la producción de efectos de subjetivación). El modelo de esta crítica de las trascendencias inmanentizadas se forja a partir la crítica de la religión (Spinoza, Marx). Si los poderes religiosos penetran en la carne y el alma, si se apropian de la vida práctica mistificándola, la crítica apunta a lo religioso como modelo de mistificación extendido a la economía política. Esa crítica sólo puede ser práctica y desplegada a partir de la vida misma. Este funcionamiento de la crítica supone tanto el descubrimiento de unas tecnologías religiosas de poder que en Occidente preparan el modelo de las trascendencias inmanentizadas, como los mecanismos de su secularización-prolongación en el plano de la moderna economía política.
(3) Como desconfianza del Estado en tanto forma que puede autoexplicarse. El Estado no extrae sus rasgos y potencias de sí mismo (no tiene esencia), ni posee una historia interna. Lo político-jurídico-institucional se explica por un medio de “exterioridad”, expresión de una voluntad de poder que se torna empírica en las instituciones. Las instituciones mismas, como hemos visto, se tornan campos de batalla cuando son capaces de contra-efectuar esas relaciones, remontando lo empírico a lo abstracto de las fuerzas.
(4) Rechaza la idea de una Razón en la historia y admite tantas racionalidades como experiencias de racionalización (trazado de relaciones) se experimenten en el nivel del movimiento real.
(5) Se enfrenta al discurso capitalista de la libertad, lo que conduce, en última instancia, al problema del control del trabajo y la reproducción y al discurso de la biopolítica.
(6) Apunta a producir comprensión democrática en torno al modo en que las categorías de la economía política dan tratamiento a los acontecimientos, mostrando hasta qué punto el discurso de la economía política, que actúa como racionalidad de última instancia  del conjunto de las dimensiones extraeconómicas de la vida, permanece subtendido por antagonismos internos que lo agrietan y desbordan. Es allí donde la crítica deviene política, enfrentando “dentro y contra” la verdad y la realidad producida por el ensamblaje de los dispositivos de poder neoliberales.
La crítica persiste en desanudar la articulación entre fetichismo de la mercancía y teoría política del estado y de las instituciones.
Cierto es que Foucault no converge con Marx sino al precio de “desprofetizar” su discurso y volverlo estratégico/genealógico. Y Foucault y Marx no convergen con nuestro proyecto de una crítica  sin antes provocar en ellos un descentramiento de la cuestión europea. Si en Marx se ha podido contrarrestar parcialmente este reproche a partir de su giro del año ‘67, nos preguntamos si los usos de Foucault encuentran en nuevas contribuciones su “desprovincialización”.22
Notas:
[1] Este artículo, «Los modos de la crítica en medio de la gubernamentalidad neoliberal» es el primero de una serie de cuatro textos que aparecerán los siguientes viernes y lunes en Lobo Suelto! bajo el título común de «De Foucault a Marx, el hilo rojo de la crítica» (el resto son «Pastorado y gubernamentalidad», «Prólogo al Neoliberalismo» y la Coda: De Foucult a Marx). En conjunto retoman las reflexiones desarrolladas a lo largo de dos años en el grupo “De Marx a Foucault”, coordinado por Diego Sztulwark. 
[2] Virno, Paolo; Ambivalencia de la multitud, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2011.
[3] Benjamin, Walter; “Sobre el concepto de historia”, en Obras Completas. Libro I/vol. II, Editorial Abada, Madrid, 2008.
[4] Agamben, Giorgio; Estado de excepción, Adriana Hidalgo, Buenos Aires,  2004.
[5] Simondon, Gilbert; La individuación; Editorial Cactus y La Cebra Ediciones, Buenos Aires,  2009.
[6] Lazzarato, Maurizio; Política del acontecimiento, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2006.
[7] Instituto de Investigación y Experimentación Política: http://iiep.com.ar
[8] Foucault, Michel; Seguridad, Territorio, Población, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006.
[9] Colectivo Situaciones, Conversaciones en el Impasse, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2009.
[10] Sandro Mezzadra, En la cocina de Marx, el sujeto y su producción; Tinta Limon Ediciones, 2015.
[11] “El neoliberalismo es una forma de vida, no sólo una ideología o una política económica», entrevista a Christian Laval y Pierre Dardot disponible en:
[12] Gago, Verónica; La razón neoliberaleconomías barrocas y pragmática popular, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2014.
[13] Boltansky, Luc y Chiapello, Eve; El nuevo espíritu del capitalismo, Editorial Akal, Madrid, 2002.
[14] Rose, Nikolas; Políticas de la vida: Biomedicina, poder y subjetividad, Editorial UNIPE, Buenos Aires, 2012.
[15] Para una lectura de la posición de Diego Valeriano visitar el blog “Lobo Suelto”, en donde escribe asiduamente. http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/
[16] Ver nota 10.
[17] Lazzarato, Maurizio; La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal, Amorrortu, Buenos Aires-Madrid, 2013.
[18] Deleuze y Guattari ofrecen un razonamiento complementario cuando describen la operación del capital como una axiomática. 
[19] Hay mucho escrito sobre los dispositivos en Foucault. Reenviamos a Deleuze, Gilles; “¿Qué es un dispositivo?” en Michel Foucault, filósofo, Editorial Gedisa, Barcelona, 1990.
[20] Hardt, Michael y Negri, Toni; Declaración, Editorial Akal, Madrid, 2012.
[21] López Petit, Santiago. Hijos de la noche, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2014.
[22] Tarea que ya ha comenzado, por supuesto. Ver por ejemplo en Castro Gómez https://www.youtube.com/watch?v=sMU2AbbTD00

Pregunta // Diego Sztulwark

¿Dónde están y en qué estado se encuentran las fuerzas colectivas? Están elaborando, adaptándose, desmoronándose, latentes, bastardeadas, preparando lo intempestivo, resignadas, aleladas, aguantando, satisfechas, mudas, hipnóticas, componiéndose molecularmente, esperando un llamado, respondiendo a uno, solitarias, en duelo, en revancha, esperanzadas, resentidas, al acecho?

¿Cómo ríe la derecha? // Diego Sztulwark


La risa, libro que le redituó a Bergson el novel de literatura, es una sanción social –nunca reímos en solitario, siempre lo hacemos con otros, aunque sea a nivel de una complicidad imaginaria-  que se realiza en nombre de lo vivo (lo fluyente, lo flexible, lo versátil) frente a la presencia en la vida de lo rígido, lo mecánico, lo automático. Con la risa lo animado de los cuerpos se convierte en texto de intelegibilidad de las relaciones que sustentan lo social moderno.
Lo propio del actual resplandecer de la consolidada Cultura Global Tecno-económica y Comunicacional, lo vemos a diario es el modo en que lo anímico se sitúa en el corazón de la disputa política en el minuto a minuto de la acelerada ciudad mediatizada: la Cultura, símbolo cuyo cuerpo es la economía de flujos, ejerce como sistema de administración de las pasiones. 
La derecha, en esta Cultura, ríe. No sólo lo hacen sus candidatos y en sus afiches. También lo hacen sus intelectuales más empoderados. No se trata sólo del festejo por haber ganado las últimas elecciones. Sino de una disposición más duradera e “ideológica” (si cabe). Alejandro Rozitchner, “coatchin” del Pro y confeso escritor de los discursos del Presidente Macri, le llama “entusiasmo”.
El entusiasmo no refiere a una situación particular o un aspecto de la vida. Es mucho más (y tal vez mucho menos): un modo ni enfermizo ni neurotizado de la voluntad. La ecuación es sencilla: se es feliz y se experimenta sanamente el amor en las actitudes que nos permiten una exitosa adecuación al orden. Se es, en cambio, patológico cuando sentimos que las cosas del mundo no van bien y cuando invertimos esfuerzo intelectual en la crítica, síntoma de males de impotencia y resentimiento vital.
Notable operación ésta que utiliza al Nietzsche que descubría en el odio y la culpa (pero también el amor a ella asociada) el instrumento de triunfo de lo servil sobre lo noble y creador, contra el Nietzsche que filosofaba a martillazos contra los valores dominantes. ¡También Nietzsche es llamado al orden!
Alguna vez Deleuze escribió que en épocas de Bergson –antes de la segunda guerra- la risa tenía como punto de referencia lo maquinal serial, ralentizador, puramente repetitivo de la fábrica de su tiempo, mientras que con Jerry Lewis aprendíamos a reíamos de un cuerpo eléctrico, acelerado, en continua variación,  en el que lo no vivo en la vida se producía a través de una nueva generación tecno-productiva. La risa sabe sobre las máquinas y tecnologías del capitalismo.
Lo banal en la Cultura es lo Durán Barba, es decir, la eficacia política cómo técnica de aplastamiento de lo sensible micropolítico a partir del peso de todo aquello que en lo social pesa, estratificado. Pero es también lo Alejandro Rozithcner, que ofrece los “conceptos anímicos” para que el equipo funcione.
En el centro de esos conceptos está el “amor” de los cursos espirituales para empresarios y otras élites.  Un amor obsesionado con la adaptación a un medio que ya no se busca transformar porque, sacerdotes de la Cultura actual, se trata de custodiar, como lo hace la gendarmería en los barrios bajos de la urbe, el entusiasmo con el orden real del mundo.  
                                                                                                                    
Lo policial del asunto salta a la vista. Entre creación y adaptabilidad no hay afinidad, a no ser que se ponga lo primero al servicio de lo segundo, como en el régimen de la gran empresa.  ¿Será la tristeza mas propia de nuestra época el que la risa se vuelva -contra Nietzsche y Bergson- instrumento de sanción de las tecnologías comunicacionales y financieras contra lo que resiste en la vida? ¿Serán ellas, a fin y al cambo, las fuerzas que apoderándose de lo flexible y lo fluyente se encarguen de someter hasta el final estos lentos cuerpos que somos y que desean extremadamente dóciles? Es muy probable, puesto que cada vez más –el asunto viene de lejos- se hace de toda vida que no se adapta a esta voluntad de normalidad una ocasión para la patologización, la minorización y la criminalización.

La Tablada: “A la izquierda le faltó voluntad de sentarse a discutir lo que nos llevó al asalto del cuartel” // Verónica Gago y Diego Sztulwark

Entrevista a Joaquín Ramos, ex integrante del MTP


Con motivo del 25 aniversario de la acción de la toma del cuartel de La Tablada aparecieron varias notas periodísticas, y se acumulan ya algunos libros e investigaciones.  Más allá del juicio de valor que nos pueda merecer tal o cual reflexión, lo cierto es que siempre se privilegia la reflexión sobre los años setentas y sus protagonistas (sobre todo la figura de Enrique Haroldo Gorriarán Merlo); o bien se intenta comprender las cosas desde la óptica de la ideología de la democracia y del papel del gobierno de Alfonsín, asuntos estos sobre los que ya iremos conversando. Pero lo que realmente nos interesa es comprender -y por donde quisiéramos comenzar esta entrevista- es cómo se fue dando la trayectoria -tuya y de tus compañeros de entonces-. ¿Podes contarnos algo de las discusiones militantes que tenían entonces quienes compartían con vos las derivas militante de tu generación, digamos, tus compañeros que estaban en torno a los veinte años y que se proponían la cuestión de la revolución en aquel enloquecido (y enloquecedor) año 89? ¿Cómo recodas tus lecturas militantes de aquellos años? ¿Cómo fue que decidiste entrar al MTP?
Joaquín Ramos: Me incorporé a la militancia en el centro de estudiantes de la secundaria donde caí a la vuelta del exilio. En mi caso, a pesar de venir de una familia peronista y militante, empecé a militar como reacción al autoritarismo de la escuela de aquella época, más concretamente porque me hicieron cortar el pelo. En los últimos años de la dictadura ya había grupos de jóvenes que militaban y que una vez que volvió la democracia se volcaron a la lucha por profundizarla, por generar espacios de mayor participación popular y por expulsar al fascismo que habitaba (y aun habita en muchos ámbitos) en nuestra sociedad.
Fue una época muy confusa, la postura oficial sobre los 70 era la teoría de los dos demonios que promovían los radicales. Los peronistas estaban entre los mariscales de la derrota (los viejos políticos del PJ y la burocracia sindical más dura) y la Renovación, que no era ni chicha, ni limonada. En el medio miles de jóvenes buscando cómo participar, buscando explicaciones a lo que había pasado en el país, buscando cambiar de alguna manera un poco difusa, el país que nos había tocado.
La información era mucho menor, la sensación era de soledad en un punto pero era soledad de muchísimos buscadores, de muchísima participación. De hecho ni siquiera hoy se producen las manifestaciones que hacíamos nosotros y los centros de estudiantes tan numerosos.
Muchas actividades de esa época estaban orientadas a conseguir información tanto de lo que pasaba afuera como de nuestro pasado. No había desde ningún lado un discurso distinto al oficial (o el alternativo era aún peor que la teoría de los dos demonios, todavía había gente que decía que los desaparecidos estaban en Europa etc.). Hay que pensar que en esa época los que rescataban a los desaparecidos mayormente lo hacían como víctimas (incluso se hablaba de víctimas inocentes) y no como militantes.
Nosotros tomábamos las escuelas, cortábamos las calles y no había un sector del periodismo que nos apoyara o nos diera espacio para expresarnos, o nos ignoraban o se tiraban en contra. Las redes sociales no existían y había unos pocos programas progres que fueron desapareciendo rápidamente hasta solo sobrevivir el de Aliverti.
En los primeros tiempos la discusión siempre fue por profundizar la democracia, incluso dentro de los partidos. Recuerdo los compañeros de la Fede entusiasmados con el 16 congreso de PCA que supuestamente democratizaría el partido.  La realidad era que, en lugar de avanzar, la democracia se achicaba.
La militancia social o gremial tenía un techo en mi opinión y después de mucha búsqueda (recuerdo reuniones en  muchas unidades básicas, con grupúsculos en formación, con gente grande que armaba sus propias orgas) caí en la revista Entre todos. Y fue un proceso natural terminar fundando el MTP. Fue la sensación de haber encontrado EL lugar que había estado buscando. La revista, primero, fue un espacio de reflexión y luego un movimiento político en el que militar que respondía preguntas fundamentales para mi hacia adelante y hacia atrás, hacia la reflexión sobre los 70.
Las discusiones entre los militantes eran variadas pero giraban mucho en torno al tema de la deuda externa, los derechos humanos, la propia organización, la violencia política de los 70 etc. 
Con algunos compañeros discutíamos el tema de la revolución, sobre todo a raíz del triunfo sandinista pocos años atrás y sobre cómo sería en Argentina. No existía aun la sensación de que la revolución podría tomar una forma distinta a la armada, o de que era imposible. Había muchas interpretaciones sobre cómo sería o cuánto faltaba para eso y cuáles habían sido los errores de las organizaciones armadas. Ya hacia el interior del MTP hablábamos de una revolución más insurreccional que guerrillera, de los parecidos que iba a tener con la nicaragüense (el tema de mantener la democracia y cierto tipo de propiedad privada etc.). También se hablaba del proceso que había iniciado la URSS y hacia dónde iban o cuáles habían sido sus errores. Las discusiones de hacia dónde iba el campo socialista eran muy interesantes. Se había realizado un festival de la juventud en Moscú y encuentros por la deuda externa en La Habana y todos traían algo que contar, algún detalle. Por supuesto nos sentíamos más cerca de las revoluciones latinoamericanas que del bloque oriental. Pero hablábamos muy en abstracto, no mucho más allá del momento del triunfo.
La toma del cuartel de La Tablada por parte del MTP ha sido un fenómeno tan impactante, en su momento, como inexplicable (entonces y ahora) para la izquierda y para la sociedad. A 25 años de la ocupación del cuartel, y desde el punto de vista del sentido de aquella acción, por parte de un grupo de militantes políticos que formaban parte de la tradición revolucionaria argentina y latinoamericana, ¿qué es lo que te parece que falta decir, narrar, desarrollar, explicar, clarificar en relación a las versiones y relatos que han circulado?
JR: Por un lado creo que faltó voluntad de escuchar lo que teníamos que decir al respecto. Están quienes pensaban que habíamos sido engañados y solo querían escuchar eso: conspiraciones increíbles con el Coti Nosiglia, carne podrida etc. Esta versión era la mas amable pues nos consideraba compañeros engañados (y un poco tontos también). Hay otro sector que solo quería escuchar una autocritica sanguinaria en la que nos cortáramos las venas y renunciáramos a todo lo que pensábamos. Así que me parece que desde la izquierda ha faltado voluntad de sentarse a discutir, con la mente abierta, lo que nos llevo al asalto del cuartel. Negar la posibilidad de discutir la acción a militantes populares como nosotros nos dejaba en una situación de cierta “indefensión” y nos aísla del resto del campo popular (por llamarlo de alguna manera).
Por nuestro lado, faltó la voluntad de hacer una autocrítica (que no es lo mismo que arrepentirse y es una tradición muy loable de la izquierda revolucionaria) y de contar, de una vez por todas, la verdad de lo que nos llevó a La Tablada. Gorriarán dio un cierre unilateral en el que no decía demasiado (pudimos habernos equivocado, pero fue con buena voluntad) y muchos compañeros han descansado en eso evitando, lo que yo creo que es una responsabilidad militante, dar más explicaciones sobre lo que hicimos.
Entonces, es una situación en la que unos no escuchan y otros prefieren no hablar. La versión dada por el Pelado no se sostiene y era cuestión de analizarla para darse cuenta qué faltaba y cómo rellenar los huecos que no se mencionaban. Ese fue el caso de Claudia Hilb que elaboró un documento y es la primera persona que se hizo preguntas políticas sobre la acción como: ¿qué significaba ganar para los militantes del MTP? Claudia saca algunas conclusiones con las que no estoy de acuerdo, pero rescato esa voluntad de discutir.
En mi caso particular hace años que he decidido decir la verdad y hacer una valoración política del hecho (véase acá)
Con la recuperación del cuartel por parte de las fuerzas armadas, ¿cuál fue el papel jugado por el gobierno y por el presidente Alfonsín? ¿Y cuál el de las FFAA? ¿Qué ha pasado con las denuncias por torturas y desapariciones?
JR: Si la pregunta se refiere a la teoría ridícula de que los radicales, o por lo menos una parte, tuvo que ver con el asalto, la respuesta es nada.
El gobierno de Alfonsín, cuando ocurrió La Tablada, estaba en franca retirada. Llevaba cediendo a los militares desde la sublevación de Semana Santa. Alfonsín fue a la Tablada cuando terminaron los combates, con lo que quizás ayudo a que no nos mataran a todos, pero eso no impidió que ese mismo día los militares hicieran desaparecer a dos compañeros (el lunes habían desaparecido otros dos y habían rematado a todos los compañeros que se rindieron).
Alfonsín nos vio en el lugar donde estábamos siendo interrogados (no nos torturaron en su presencia) desnudos y tirados en el suelo, y luego declaro que nos vio bien, sentados en sillas y que estábamos un tanto nerviosos como era natural… (podemos decir que fue el mismo comportamiento que durante casi todo su gobierno. Hizo cosas que no alcanzaban y que terminaban dejando disconforme a todo el mundo).
En cuanto a las causas por violaciones de DDHH, no ha avanzado ninguna y nos costó muchos años descubrir qué compañeros permanecían desaparecidos, ya que nos faltaban compañeros, pero había cuerpos sin identificar. Nos pusieron todas las trabas imaginables para llegar a esa información y al esclarecimiento de cualquiera de las muchas violaciones a los derechos humanos ocurridas en el cuartel.
Hoy hay algunos compañeros que están impulsando las causas por los desaparecidos que son: Carlos Samojedni, Francisco Provenzano, Iván Ruiz y José Díaz
¿Te animás a hacer un retrato de Gorriarán? Seguro no se te escapa que hay visiones opuestas sobre él en el país: quienes lo acusan de servicio y quienes los mitifican como una suerte de Guevara en la Argentina. ¿Cómo evalúas su responsabilidad durante y después de La Tablada?
JR: Primero, una aclaración que debería ser innecesaria: no era servicio, ni agente doble, ni nada que se le parezca. Para mí, el Pelado tiene varios momentos. Como dirigente revolucionario, internacionalista, autocrítico con la experiencia de los 70, pero  no arrepentido y con voluntad para seguir luchando adaptando la idea de la revolución a las nuevas épocas que se habrían en el ‘83 (de ahí el surgimiento de MTP) y otro, post Tablada, en el que me parece que no estuvo a la altura.
El Pelado fue un militante revolucionario con sus aciertos y sus errores, con una vida dedicada a la revolución en Latinoamérica. Y es la misma persona que, luego, no quiso hacer una revisión crítica de La Tablada, ni asumir su responsabilidad como máximo dirigente del ataque. Como a la mayoría de las personas, no se la puede juzgar por solo una de sus facetas o momentos. Hay cierta reivindicación acrítica que me parece que no aporta demasiado (la otra opinión no merece la pena ni comentarla).
Pero me parece que debió asumir su responsabilidad en lo que, para mí, fue el error del ataque a La Tablada, haciendo una autocritica desde el lado de los revolucionarios. Es una pena que un episodio de nuestra historia, que podía tener una suerte de cierre colectivo (teniendo en cuenta que tenemos tantos que no) de todos sus protagonistas del lado del pueblo, no lo haya tenido y eso es, en parte, su responsabilidad.
¿Crees que los principales trazos del MTP conducían a una acción militar del tipo de La Tablada?  Si te parece que sí, ¿por qué? Si te parece que no, ¿cómo explicás la irrupción de esa idea y el modo en que pudo concretarse?
JR: Sí y no. Como ya dije, Gorriarán había hecho una autocritica sobre la violencia en los 70, había evaluado que el tiempo de la guerrilla en Argentina había pasado. En democracia una acción armada se veía como un error.
Por otro lado, yo me metí a militar en el MTP pensando en hacer la revolución, en cambiar el país, y eso siempre estuvo en el espíritu de una buena parte del movimiento. Se pensaba que las formas habían cambiado, pero no el objetivo. Por lo que una acción armada como La Tablada era impensable cuando iniciamos nuestro movimiento.
Después vinieron los levantamientos militares, la inestabilidad política del gobierno de Alfonsín y la sensación de que se venía un golpe de estado, que hacen que la Tablada tome un cierto sentido para, por lo menos, una parte del MTP. No digo que obligatoriamente teníamos que terminar en la Tablada y tampoco éramos los únicos que veíamos la posibilidad de un golpe de estado, ni una inestabilidad que pudiera favorecer un cambio revolucionario en el país.
La acción en sí no se parecía a la imagen que teníamos de lo que iba a pasar, pues hasta el ultimo momento se hablaba de resistir a una tentativa de golpe e iniciar en ese momento una especie de movimiento insurreccional que iniciara un proceso revolucionario.
En su momento, la acción de La Tablada sacudió a la izquierda. Después de la revolución cubana se consolidó la idea de que el socialismo dependía de una revolución, y esa revolución, de la lucha armada. Ha pasado mucha agua bajo el puente. ¿Cómo entender La Tablada en este proceso?   ¿Fue una acción revolucionaria en contexto equivocado, una torpeza  o un anacronismo liso y llano, una apelación a la violencia revolucionaria que se corresponde integralmente con otra época?
JR: Me parece a mí, y es en estos momentos que lamento no haber podido hacer un cierre colectivo, que fue una acción armada  que correspondía a criterios que eran obsoletos en el momento que ocurrió. En el 89, sin que nosotros, ni la mayoría de los militantes revolucionarios, populares etc. nos diéramos cuenta, se estaban operando cambios que llevarían a plantearnos nuevos paradigmas, nuevas reglas de juego, nuevas cosas que discutir.
Creo que ante una situación de inestabilidad (que, creíamos, podía derivar en la apertura de un proceso revolucionario) y la nueva irrupción en la vida política argentina del ejercito (o de una parte) como factor de poder o como partido militar, hizo que los compañeros que venían de otras experiencias se refugiaran en lo que ya conocían y plantearan una respuesta que ya estaba mal en los 70 y que en el 89 estaba completamente desfasada. Eso es fácil verlo ahora con el diario del lunes (que, por cierto, es la única manera de aprender cosas de la historia, analizarlas a posteriori) pero en ese momento no eran tan claras.
De cualquier manera, además de responder con unos conceptos de los 70 en lo que fue el inicio de los 90, hay factores que no se respetaron de la propia dinámica o reglas de este tipo de respuesta. Así como en el 75, contradiciendo cualquier lógica de la conspiración y el accionar guerrillero, el ERP decide tomar Monte Chingolo sabiendo que era una operación cantada, nosotros dejamos de lado varias cuestiones que se demostrarían fundamentales. De ellas, las más importantes en mi opinión son: 1) que las acciones armadas se deben explicar solas y, si no es así, estás cometiendo un error. 2) que no se puede iniciar una revolución con una mentira como la de que fuimos a parar un golpe que se gestaba en La Tablada. No me refiero al engaño al enemigo para obtener alguna ventaja militar momentánea, sino a justificar políticamente la acción con algo que no era verdad. Las dos cosas son parte de la misma y hacen a la primera regla. Si no se entiende lo que haces o no lo podes explicar legítimamente, estás cometiendo un error.
De cualquier manera, creo que equivocarnos no nos hace ni más, ni menos revolucionarios. Si no se cometen errores, no se avanza. La lucha del pueblo no es lineal. Nosotros somos parte de este pueblo y de sus luchas. Creo que decir la verdad de lo que pasó y transmitir nuestra experiencia es un deber militante para con las futuras generaciones.

Macri es la cultura // Diego Sztulwark

(Almacenes coloridos a los que llamás ciudad)

-Se decía que iban a bajar los cuadros de Néstor en la Rosada.

-¿Nosotros? ¡No! ¡Si no nos importan los cuadros!

-Hay uno de Chávez en un lugar central. ¿Ése lo van a bajar?

-No tiene importancia. Me interesa más Balcarce que el cuadro de Chávez. Es mucho más profundo.

Entrevista a Durán Barba, 23 -1-2016, diario La Nación


No hay ni habrá política cultural, porque Macri es la cultura hoy.
Inútil evaluar, como se hace en los diarios, el “primer mes de la gestión” del nuevo gobierno, en este caso, supongamos, del área que dirige (el CEO) Pablo Avelluto. Allí no habrá política cultural sino gerencia más marketing. Intolerancia amigable. La cultura no es Avelluto, es Macri.
No hay ni habrá política cultural porque la política que vemos desplegarse ya no trabaja a nivel de la cultura, sino que es trabajada por ella. La política, pobrecita, ha quedado desnuda, patética, reducida a pura gestión público-mediática, incapaz de percibir creación alguna por fuera de la restricción a un espacio delimitado por los actores de la más previsible de las gobernanzas postneoliberales (lo de “post”, entiéndase bien, es una frágil concesión a quienes, como nosotros, aún recuerdan 2001. El neoliberalismo que se viene cocinando en la Argentina –y no solo– es uno que presta más atención al problema de la producción interactiva entre orden y “legitimidad”. Ahí radica, macrista, la comprensión de lo “cultural”).
El kirchnerismo hizo de lo cultural una batalla. ¿Hay balance de ese deseo de politización? ¿Scioli fue ya la derrota o una táctica de encubrimiento? Al menos en Gramsci el problema de la hegemonía no era separable de una reforma intelectual y moral. Es la ventaja de pensar a partir del modelo de la guerra, más riguroso que el de las ciencias sociales. Ni Coscia en su momento ni Avelluto ahora son la cultura. El asunto desborda secretarías y ministerios. Incluso a los más célebres intelectuales.
Nada menos frívolo, más serio y más grave que partir del hecho de que la cultura es lo banal. La llamada crítica fue derrotada, o realizada, y hasta nuevo aviso subsiste como gesto lateral, apenas tolerado. Lo banal en cambio da respuestas concretas a problemas urticantes. Lo banal no es lo superficial, ni lo efímero, ni lo que se resuelve a nivel de las modas y el consumo. Sino lo permanente y estructural, lo que hace posible esta superficialidad, lo que hace posible que este reino de la moda y del consumo roten. No es lo fluido y el cambio incesante, sino aquello que gobierna los flujos y permanece en la lógica de las mutaciones. No es lo mismo.
Macri es la cultura: fútbol, televisión, empresa, Policía Metropolitana, Awada, celebridad, voluntariado, transparencia y negocio textil; Rabino Bergman; “equipo” (como señaló hace poco Horacio González), onda Pro, beca en el exterior y Balcarce. Todos sus rostros (cada rostro una terminal de poderes globales) transmiten la misma transparencia abrumadora: una proliferante pluralidad al servicio de una asfixiante lógica del orden. Una sinceridad que exhibe y ríe ante aquello que –suponíamos– debiera encubrir (esta es la novedad). Estrategia, domesticación y auto-ironía, como dice Duran Barba.
Un orden de mercado es un juego de domesticaciones. No basta con pronunciar esa palabra –“mercado”– con tono irónico para hacerse el vivo y creerse a salvo cuando estos mercados vehiculizan lo cultural más penetrante, lo que arma congruencia entre individuo y orden social. Esa potencia de orden (sigue siendo de orden por más que sea de “innovación”) trabaja por sucesivas resonancias totalizantes. En todos los planos de la existencia –y esto viene de lejos– las cosas tienden a ordenarse a partir de una misma consonancia. Ese eje consonante es el peligro, lo fascista. Lo que alinea normalidad y represión (no es solo Salas-Cresta Roja. Son todos estos años en los barrios). Lo que habría que saber quebrar. Lo que enhebra desde la gestión de la salud a la industria del alimento. Pasando por el lenguaje y los consumos culturales. Por la bancarización y la digitalización. Y hasta por la mediatización del erotismo.
Lo banal no es la generalización de lo aparente, lo pasajero, lo snob. Sino el hecho de que toda afirmación cultural actual, desde el modo de hacer ciudad a la forma de pensar en cómo tratar a los pibes, obedezca a incuestionables protocolos estéticos y de seguridad. Y de felicidad. Lo banal es el modo de regular modos de vida según afirmaciones en resonancia con un profundo deseo de orden en todas las clases. Es la racionalidad convergente de una máquina que subsume toda práctica (de la cultura urbana de vanguardia a los consumos de sectores intelectuales-militantes, de las terapias a los movimientos populares) en un mismo bazar.
Y no alcanza con insistir en que bajo estos hechos de cultura se esconde la barbarie. Ya somos bárbaros cuando somos parte de esta cultura. Bárbaros domesticados, tal como Macri es un “perro amaestrado”, según caracteriza –de nuevo– Durán Barba. Macri es la cultura, la derrota o la consumación –vaya uno a saber– de todo aquello que aspiró en algún momento a la crítica. O mejor: de todo aquello que la crítica durante estos años se negó a pensar. Es la obediencia más consensuada al modo en que los laboratorios y centros de diseño del mercando mundial conciben los modos de hacer, las experiencias de satisfacción y los modelos de lo deseable. Si se la sabe fragmentar adecuadamente, no hay segmento de la crítica que no pueda ornamentar un último diseño: discurso o producto.
Que esto resulte inaceptable para todxs aquellos que trabajan a nivel de lazo social (pedagogía, terapias, militancias, comunicadores, toda la amplia red de labores que crean modos de vivir) es lo que puede despertar un movimiento. Macri es lo vencedor en la cultura. Lo banal mismo nos desafía o nos aplasta.

Macri y el deseo de “normalidad” // Diego Sztulwark


El último acto contra-cultural a escala de multitudes nacionales ocurrió durante la noche del 19 diciembre de 2001, cuando la gente salió a la calle, sin más articulación simbólica que la que emana de la decisión de poner freno a la barbarie, dejando los televisores encendidos hablándole a las paredes de sus hogares. Ese último rapto contra-cultural, por obvias razones nunca apreciado por los gobiernos posteriores, será –seguramente- revalorizado ahora incluso, por quienes durante estos años identificaron aquel diciembre sin más con el infierno. Ya sin ese tipo de interferencia podemos retomar aquel hilo rojo para ver si tirando de él encontramos las claves para enfrentar esta Cultura oficial que, ahora sin estorbos de ninguna clase, se muestra íntegramente como lo que es: la coordinación gerencial de los aparatos del tecnocapitalismo comunicacional y financiero.
Si Macri es la Cultura hoy
¿Estamos ante una mera coordinación gerencial o ante una contra ofensiva política? Según el gran pensador de lo político Carl Schmitt el secreto de todo orden jurídico válido es la fuerza decisional soberana sobre la excepción. Sin esa intervención normalizadora no existe situación “normal”. ¿Es Macri el inadvertido príncipe que avanza, creando fuerza de ley declarando la excepción, sin dar respiro a sus enemigos?
Si la Cultura macrista es banal lo es por lo redundante de su estructura: sólo el deseo de orden legitimará el orden. Si esta estructura no es trivial es porque parece conectar con un deseo de normalidad tras el quiebre de 2001. Licenciando al kirchnerismo como fuerza normalizante de la crisis, el macrismo nos muestra algo que sólo veíamos como entre la neblina: la fuerza y la masividad de ese deseo normalizante; el contenido mercantil e intolerante con cualquier vestigio de la crisis que tiene esa Voluntad de Normalidad; la mutación profunda que podría sobrevenir si el macrismo es exitoso en la canalización de ese deseo, llevándose puesto tanto al peronismo como al social-liberalismo; el carácter real de enfrentamiento entre deseo de normalidad y subjetividades de la crisis que subsiste por debajo de esa exitosa trasposición comunicacional llamada la “grieta”.
La “grieta” es una de las expresiones de la Cultura. Logra transmutar lo perdurable del enfrentamiento social en una coyuntura de polarización exacerbada entre kirchneristas y antikirchneristas. Como si el kirchnerismo fuese la crisis misma, y no un modo diferente de normalizarla. Es tan apabullante el consenso cultural a este respecto que ahora pareciera casi natural el intento de conciliar a los argentinos por medios de técnicas empresariales de “amigabilidad”.
Lo Pérfido no quita lo discutible

Un capítulo esencial de esta instalación cultural es la disputa por los juicios a los genocidas de la última dictadura que comenzó con el primer amanecer del flamante presidente electo – y la escritura a cargo de la editorial de La Nación–.
El problema de los juicios a los genocidas no se reduce en lo mas mínimo a un problema de justicia histórica. Abarca de modo estructural a nuestro presente. El juicio de la trama de responsabilidad represiva corporativo-militar lleva, si nadie se le interpone, a la trama económica y espiritual que hizo posible la alianza entre terror estatal y concentración empresarial como núcleo constitucional duro de la Argentina actual, la kirchnerista incluida. La conexión entre ese terror y este presente guarda la clave de esta cultura banal que hoy nos agobia: sólo la presencia de contrapoderes efectivos logra evitar que aquello que estructura las relaciones sociales no estructure también el psiquismo. ¿De dónde nace, sino, la intensificación del racismo y del patriarcalismo que vimos crecer la última década hasta devenir hoy, ya sin inhibiciones, en Cultura Oficial sin eufemismos?
Jorge Lanata y Lo Pérfido desean ahora revisar el número de treinta mil desaparecidos ofrecido por los organismos de derechos humanos. Se trata de un revisionismo que no lleva al perfeccionamiento sino al desmonte de los instrumentos de investigación –verdad y justicia- sobre el proyecto y los crímenes de la dictadura. De otro modo no se dedicarían a denigrar todo esfuerzo por establecer hasta el final las coordenadas de la acción genocida: campo por campo, desaparecido por desaparecido, para profundizar en la red íntegra del terror corporativo militar de aquellos años, conociendo al detalle la acción de cada fuerza, de cada miembro de la jerarquía de la iglesia católica, de cada una de las grandes empresas que participó de la toma de decisiones durante la dictadura.
Claro que para seguir profundizando en ese camino habría que hacer justo lo contrario de lo que se hace: en lugar de desmantelar -como están haciendo ahora mismo- el área del Banco Central que investiga derechos humanos y finanzas (durante la última dictadura y con proyección al presente) habría que aumentarle los recursos. En vez de bastardear a quienes protagonizan estos esfuerzos (Lanata escribió que las madres y abuelas se “prostituyen”; Levinas acusa al perro de “doble agente” al amparo del “filósofo” Alejandro Katz; quienes investigan delitos financieros de la dictadura son “ñoquis de la Cámpora”) habría que ampliarles los apoyos. En lugar de pedirle al gobierno que revise los juicios -como hizo hace unos días el historiador Romero (h)- debería mas bien haberse sumado a la comisión votada por el congreso para investigar a las principales 25 empresas del país por su rol en la dictadura. Lo Pérfido mismo, integrante del grupo de franjistas morados -sushis- que apoyó desde «la cultural» la acción de De la Rua durante diciembre de 2001 podría haber ofrecido los recursos públicos que maneja para organizar una auténtica discusión sobre cómo pensar desde hoy la dictadura. Si todo esto no ocurre, si no quieren discutir en serio la dictadura es porque lo que les interesa –¡también a nosotros!- es el presente. Sólo que para ellos este presente es, se ha dicho ya, de pura restauración: es decir, de pura rehabilitación de un extendido orden empresarial con un estado profesionalizado –también en lo represivo- a su íntegro servicio. 
Lo vemos en la declaración de la emergencia de seguridad cuya eficacia real -el discurso del narcotráfico- es aumentar la mierda represiva en los barrios (lo mismo a lo que nos tenía acostumbrado la bonaerense de Scioli, pero ahora con renovada legitimidad ordenancista). Lo vemos ahora mismo en Jujuy.
En el fondo, el problema de la última dictadura,  es el de cómo trata la sociedad la intensificación de sus conflictos reales, en un país que cuyos mejores momentos fueron determinados más por ciclos insurreccionales (1945-1969-2001) que por los líderes que supieron gobernar las crisis por ellos producida. En otras palabras: lo otro de lo banal (la idea de que el lazo social se organiza en torno a tres significantes: gestión empresarial; seguridad policial; fe en el futuro), de ese deseo de “normalidad” que por sí mismo alcanza para generar consensos incuestionables, es la crisis.  
De la Voluntad de la Inclusión a la de Normalidad
Del 2003 para acá se ha perdido el punto de vista propio de la crisis. La crisis fue vista sólo como lo negativo a superar. Durante el kirchnerismo esa superación fue concebida a partir de una Voluntad de Inclusión. Voluntad que saca de nosotros lo mejor –activa un deseo de igualdad- y lo peor –media ese deseo por una distancia jerárquica del tipo víctima/emancipador. En muchos casos, bajo esa Voluntad de Inclusión actuaba ya un deseo de normalidad. Deseo de orden que ahora desiste de toda buena voluntad para aparecer desnuda e intolerante como puro apego al poder. Es la mayor apropiación ordenancista de la crisis que pudiéramos imaginar, porque contiene en sí misma los componentes conservadores distribuidos en el sistema político en su totalidad.
Esa Voluntad de Normalidad se apropia de la crisis –que no ha desaparecido, aunque por el momento sea confinada, arrinconada, en la periferia del sistema Cultural- por medio de una experiencia de la disociación y del tiempo. Se hace de la crisis algo que “puede ocurrir” en un futuro lejano o próximo y no algo que está ocurriendo ya mismo, que no ha dejado de ocurrir. La crisis como amenaza fundamenta desde siempre el juego del temor y la esperanza, del premio y del castigo. Todo está permitido menos asumir corporalmente las intensidades de la crisis actual.
El fascismo postmoderno no odia al progresismo, al peronismo ni a las izquierdas, sino a los sujetos de la crisis. A todo aquello que se esconde tras las fronteras. A todas aquellas pulsiones que intentan quebrarlas. De ahí que lo “juvenil” se haya convertido en significante en disputa. Lo “joven” legitima por sí mismo la Cultura, tanto como lo “nuevo”. Es el máximo de legitimidad de lo banal dejado a sus anchas. Joven es, para la cultura, aquel a quien se le atribuye, en virtud de los años por vivir que arbitrariamente se le suponen, potencial de innovación. Semilleros del sistema. Son los jóvenes que vemos en los medios. Otra transposición Cultural. Porque la juventud como figura de la crisis es lo más hondamente amenazado. La juventud de un tiempo sin crisis glorifica las estructuras de la Cultura renunciando de antemano a vivir el espacio social como algo fracturado, como la escena de un drama que pide estallar, para dar lugar a nuevas relaciones. ¿Es posible considerar joven a quien interioriza el mundo de ese modo?, ¿no es la interioridad del espacio exterior en el tiempo ya vivido signo eminente de la vejez? Nada corre más peligro hoy que el impulso joven de rechazar la estructura que esconde lo Cultural.
Si la crisis no estuviera ahí
El punto de vista de la crisis desnaturaliza al máximo las jerarquías, y transversaliza tanto la rabia como la estrategia. Pasó con la lucha por los derechos humanos y los movimiento que luchaban contra el genocidio neoliberal de fines de los años 90. El abandono de ese punto de vista, que la Cultura de lo Normal fomenta, supone la desconexión y la generalizada insensibilización. El campo social vuelve a reducirse a lo familiar, incluso en el terreno de los derechos humanos.
El problema, entonces,  no es tanto cómo pensar lo generacional, sino cuánto tardamos en comprender que sin el protagonismo de la fuerza de la crisis –del trabajo sumergido; de los pliegues de lo barrial; de las contra-sensibilidades micropolíticas- sólo queda la más dolora humillación. 

Teoría del grito // Diego Sztulwark



Grita, pero grita justamente detrás de la cortina, no solamente como alguien que no puede ya ser visto, sino como alguien que no ve, que no tiene otra función que la de hacer visibles esas fuerzas de lo invisible que lo hacen gritar aquellas potencias del porvenir. 
Hay una diferencia sutil pero decisiva entre ver (ver lo que hay que ver) y hacer visible las fuerzas invisibles que nos modifican. En la Cultura de lo Banal, fundada en un deseo de orden que sólo se legitima a través de la postulación del orden mismo y que sólo se interesa por lo evidente mismo –infectándolo todo de imágenes inexpresivas y por tanto tóxicas–, no hay acceso a esas fuerzas. Su lógica es la compatibilización de todo lo que ocurre, sin censuras, dentro de las coordenadas de la normalización.
Lo tóxico, esa inexpresividad, es la esencia misma de la Cultura de lo Normal. Pura sensibilidad insensibilizada. Separación, desconexión, ignorancia del mundo de las fuerzas. Todo intento por preguntar o argumentar, por actuar o resistir dentro de la Cultura, se sumerge de inmediato en una redundante impotencia. El dato no es nuevo, pero ahora se ofrece desnudo. Sin forzar la crisis –ruptura o fuga– no nos es posible siquiera comprender lo que pasa. De tanta apelación al orden: ¿dónde encontraremos, sino en la crisis, una verdad?
Si lo político admite ser leído en términos de fuerzas, como ocurre por ejemplo en el paradigma de la guerra, la Cultura del orden –el triunfo postideológico de los dispositivos de gobierno de un capitalismo re-estructurado–puede ser entendida como la victoria de las fuerzas políticas que con menos distorsión expresan el orden material neoliberal dentro y fuera del país. Una breve historia del ciclo político que culmina en la instalación de la Cultura de la Normalidad puede construirse en tres secuencias: primero, el estallido de las subjetividades de la crisis (en torno al 2001); luego, el kirchnerismo como normalización vía “inclusión social”; 2013-2015: finalmente, la Voluntad de orden hecha Cultura inapelable. Leído desde hoy, la clave de inteligibilidad de ese proceso es la proliferación de una reacción contra todo lo que recuerde a la crisis y el incubamiento de un deseo de orden y normalidad progresivamente desparramado en casi todo el conjunto del sistema político, económico y social.
El macrismo parece entender cómo canalizar y darle forma cultural (y un diseño institucional) a estas fuerzas presentes y dominantes desde hace años  -¿desde siempre?- en nuestra sociedad. Lo extremo de esta normopatía se revela en el actual clima de revanchismo antikirchnerista que parece ignorar por completo la eficacia con la cual las políticas de inclusión social sobre fondo de precariedad lograron  una primera fase de normalización del país negativizando las subjetividades de la crisis. Esas subjetividades que hoy son inútilmente evocadas y convocadas a la resistencia (y cuya fuerza hoy se añora de manera abstracta) permanecieron ligadas al kirchnerismo de modo subordinado y a la larga de un modo casi fantasmal. Pero para la paranoia de la Cultura Oficial alcanza esa marca, ese remanente casi exclusivamente  emotivo de la crisis, para encender las alarmas de peligro y declarar la guerra santa restauradora.
Todo este proceso termina en la más alta frustración: no sólo se refuta a quienes creían que la política es de por sí el camino de la transformación –la política separada de la subjetividades de la crisis no puede ser otra cosa que un operador de la Cultura de la Normalización– sino que además, esto es lo más pesado, se nos convierte a todos en espectadores estáticos, sujetos obligados a “ver” lo que pasa, y a expresar nuestras perplejidades (patologías de la hiperexpresión). 
Ojos ciegos bien abiertos, ver sin ver o sólo ver en “lo que pasa” la punta que podría permitirnos dar con eso que vuelve pensable las fuerzas que sobre nosotros actúan sin que podamos aún afrontarlas. Remontarnos de la sensación a las fuerzas que la producen. Operar la torsión de lo sensible a lo que lo causa: eso es el grito. No el grito como estado de ánimo, o expresión de nuestro desencanto: eso no interesa a nadie. El grito –no gritar “por”, sino “contra”–es la detección de esas fuerzas invisibles, aquello que nos pasa cuando advertimos que estamos presos, capturados por ellas. El grito conjuga el horror y la vitalidad de lo que fluye sustituyendo la violencia-espectáculo por la violencia-sensación. Sólo de ese contacto con las fuerzas vale la pena esperar potencialidad. En el grito, nos enseña Gilles Deleuze en un asombroso libro sobre pintura, surge “el acoplamiento de fuerzas, la fuerza sensible del grito y la fuerza sensible del hacer gritar”. El grito es una declaración de “fe” en la vida, dice el pintor Francis Bacon.
El grito como medio para recuperar la distancia que necesitamos de aquellas premisas afectivas que fijan nuestros pensamientos en la ineficacia. Toda idea, toda acción que pueda insertarse en la Cultura sin producir sus propios modos de gestión-gestación, sin apuntar –aunque sea en la intención–, a herir su régimen sensible está ya derrotada.  Es lo propio de todo proceso de normalización. Pero esa constatación realista y necesaria aún debe afrontar algo más radical: la necesidad de partir del grito.
¿Es posible suponer que la crisis haría emerger subjetividades como las que se expresaron en el 2001, como si la mutación territorial de los últimos años no hubiera acontecido, dando lugar a nuevas formas de soberanía que de hecho que pueblan los nuevos barrios? No es seguro que ante la inminencia de la crisis vuelva a dominar la organización comunitaria fundada en la lucha por la dignidad, de fuertes rasgos horizontales y autónomos, que conocimos a través de experiencias como los movimientos piqueteros, los clubes del trueque, los escraches, las fábricas recuperadas. 
¿No es suficientemente preocupante que el kirchnerismo (“normalizador” por lo que de ordenancista hubo siempre en la sustitución de la lucha por la dignidad de las subjetividades de la crisis por una promesa de inclusión en términos de mediación financiera y ampliación de modos tradicionales de consumo), que no parece capaz de mantener por sí mismo la capacidad movilizadora demostrada durante sus últimos años en el gobierno, no pueda limitar la ofensiva conservadora, si quiera a nivel de defensa de puestos de trabajo? El propio peronismo, aún estallado y todo, toma parte activa en esta primera fase de la gubernamentalidad macrista. No se verifica, en lo visto en estos meses, que los años de construcción política desde arriba hayan dejado en pié un movimiento sólido y dinámico para responder los golpes recibidos.
¿Es posible, acaso, apostar a que la izquierda militante tal y como hoy existe –me refiero a la no peronista–esté en condiciones efectivas de heredar lo popular del peronismo, de suscitar una nueva rebeldía afectivo política de masa?
Así como la matanza de Maxi Kosteky y Darío Santillán en junio de 2002 señala un momento de repliegue político de las subjetividades de la crisis,los años 2008-9 y 2012 iluminan los límites del proyecto llamado de “inclusión social”: la derrota por la resolución 125 mostró la fuerza de alineación social con la renta agraria y tecnológica. Hasta cierto punto la pelea por reformas de la justicia y la estructura de medios siguió un derrotero similar. La segunda muestra hasta qué punto la disputa por el control de la divisa -el control de cambio- vivido como un ataque a la libre disponibilidad de esa misma renta actualizaba la implantación de la cultura neoliberal.
Lo demás quedó en manos de Jorge Lanata y de la estrategia mediática de encubrir esta disputa en términos de moral anti-corrupción. O de Duran Barba, y sus mediciones cuantitativas, que le permitieron  entrever la posibilidad de una gobernabilidad sin protagonismo estelar peronista. O de Alejandro Rozitchner como gurú que coherentiza equipos y conceptos en base a paradigmas procedentes directamente de las estructuras de sensibilidad del tecnocapitalismo. Y Massa quebrando el peronismo.
No se trata de denunciar, en definitiva, lo visible del régimen de la normalidad –porque lo visible es lo de por sí evidente- sino de enfrentar a fondo el deseo que lo mueve; de gritar al advertirla presencia de esas fuerzas   de orden en nosotros mismos, de gritar en su contra. Puede resultar frustrante admitir la soledad a la que ese grito puede conducirnos en lo inmediato. Esa conciencia de fragilidad, sin embargo, en la medida que acompaña un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con estas fuerzas esboza posibles diferentes –grieta, fuga, crisis–de aquellos que surgen dentro de la Cultura, donde toda violencia sensible es desviada y traducida de inmediato como fuerza-Espectáculo: “la lucha con la sombra es la única lucha real”.

Spinoza es lo que falta // Diego Sztulwark

La miseria actual de lo político es índice de una profunda normalización en curso ya desde hace años. El deseo de orden contrasta con las subjetividades de la crisis y resulta directamente proporcional a la fobia al conflicto y a la división que toda política efectiva conlleva. Despojada de antagonismo, la política pierde toda relación con la actividad crítica, todo fundamento en la dinámica material de la vida colectiva para buscar apoyo en la entronización de los valores del orden como máxima justificación. Este movimiento que va de la crisis al orden, de la crítica a la adecuación, del antagonismo a la norma es irremediablemente binario: distingue el espacio de la gestión del sistema de las necesidades; lo político de lo económico; lo subjetivo de lo objetivo. Lo político-subjetivo debe prevalecer y armonizar todo aquello que a nivel de lo económico-objetivo conduce al caos.
Lo político, para Carl Schmitt, hereda de la “forma” católica esta prevalencia normativa de lo espiritual por sobre lo objetivo-material reducido a económico técnico. Lo político teme a la vida espontánea de las cosas, también en el campo de lo social secularizado. Tanto lo neoliberal que privatiza la decisión política, como lo progresista que la equipara a lo público-estatal comparten la convicción naturalista según la cual la vida de las cosas libre de restricciones encuentra un orden racional propio: el del mercado. Para el reformismo laico, lo político viene pensado como un ámbito exterior que pretende “regular” los procesos materiales sin penetrar en ellos.  Y su polémica con los neoliberales gira en torno a las regulaciones necesarias para evitar que la economía desembozada acabe en polarización social, crisis y guerra.
En todos estos casos, lo social fue escindido de lo político y degradado frente a él. Lo político ha sido enaltecido en detrimento de la dimensión económica y material. Incluso en el caso de los neoliberales, para quienes lo político privatizado en el sistema de las corporaciones supone un pensamiento de la gestión de la complejidad. En todos los casos, lo político fue despojado de las subjetividades productivas. La vida concreta ha sido desprovista de toda dignidad política propia y convenientemente cauterizada. Lo político no es autogobierno de lo social sino forma-estado acaparada por la exigencia de gobernar sobre lo social.
Con sus importantes diferencias, todas estas variantes de la teoría política –de la tiranía decisionista a la gubernamentalidad neoliberal, pasando por los gobiernos llamados populistas- comparten el hecho de ser respuestas normalizantes a la crisis. Su carácter reactivo no se evidencia tanto en justificar su legitimidad en su potencia de conjurar el caos, como en el hecho de que para conjurarlo se introduzca una separación fundamental entre vida activa y sistema de lo político, un fundamento espiritual para establecer la validez del orden jurídico.
Spinoza ha escrito páginas imprescindibles contra este modo –tan dominante ayer como hoy– de lo político. En un tratado especialmente dedicado a este asunto escribió que la libertad de pensamiento era el fundamento de la auténtica paz y de la seguridad para el estado entendida como libre asociación humana. Aunque la tradición moderada de la ilustración leyó su Tratado Teológico Político como un manifiesto en pos de la tolerancia religiosa, hay en sus páginas una teoría alternativa del gobierno (el estado y la economía).  
La “libertad de pensamiento” de la que habla Spinoza no es simplemente el derecho a tener ideas propias, creencias religiosas privadas y a expresar opiniones disidentes. Más radical, lo que Spinoza defiende es una potencia de pensamiento que se descubre al poner en práctica premisas diferentes: un poder colectivo que surge de la composición entre los cuerpos. Esta puesta en continuo de afecto y concepto, entre derecho y potencia, supone un enfrentamiento con el fundamento de las teorías políticas del orden. A las que Spinoza llama teológico-políticas, en la medida en que sustituye el orden de la concatenación de los cuerpos por el de la superstición (lo que Marx llamará “fetichismo”). Lo teológico político es el sistema de las trascendencias capturando lo político, inoculando el temor y la superstición en la vida de las masas populares como técnica de gobierno por medio del sometimiento.
Por “superstición” Spinoza entiende el funcionamiento de unas imágenes separadas de toda potencia expresiva fundada  en su inserción en el juego de las relaciones entre los cuerpos; la transmisión de unas ideas escindidas de sus causas, la completa degradación del pensamiento sostenido en premisas afectivas y determinaciones específicas; la postulación de verdades trascendentes que actúan como signos arbitrarios que exigen credulidad y obediencia. La naturaleza primera de la superstición es la abstracción que separa a cada quien de lo que puede, la tristeza que aleja a cada quien de su involucramiento en el poder colectivo. La superstición es el mecanismo que secuestra el entendimiento de su propio fundamento material; el conjunto de clichés que circulan como supercherías propias de cada época. Es el conjunto de diques que impide la fuga de eso que define a un tiempo histórico como epocal.
La afinidad entre superstición y religión no es obvia ni necesaria. Spinoza antes que Nietzsche la atribuye a los teólogos. Son ellos quienes elaboran, en base a esta conjunción, los instrumentos para la dominación política a través del gobierno de los afectos. Tomada como técnica de dominación, la religión entra a formar parte de lo político, a título de una pedagogía de la degradación de lo material sensible que condena a mujeres y hombres a una vida sin enraizamiento en la potencia, sometida a la oscilación y la inconstancia anímica. Sin acceso alguno a un poder colectivo, de naturaleza (y racionalidad) diferente. La superstición, para Spinoza, sólo engarza en la vida humana mediante el miedo. El temor es su causa y su esencia. El terror es el fundamento del poder político separado, de lo político separado (de lo teológico político).
La libertad de pensar en Spinoza es ante todo la libertad que resiste a la superstición (en este sentido hay un Spinoza militante, muy bien retratado por Joanthan Israel en su libro La ilustración radical). Es la libertad de limitar el poder teológico. Es la capacidad de hacer del pensamiento un desafío respecto de todo aquello que difunde el terror y el sistema de la obediencia. El pensamiento libre es pensamiento libre de temor. Es decir, pensamiento que encuentra apoyo en el poder de los cuerpos, de los que dice que nunca sabremos del todo qué es lo que pueden, hasta dónde puede llegar su potencia colectiva. El pensamiento libre es investigación colectiva sobre la potencia de los cuerpos no sometidos al terror. 
La banalidad de la cultura en que se apoya la miseria de lo político actual mete miedo. En nombre del orden se extiende un ideal de vida como adecuación a los poderes. La misma abstracción, la misma separación. No es cierto que ya no estemos en el siglo XVII. La economía política, el mundo de las finanzas gobernando a través del mercado mundial los flujos de riquezas y, por tanto, de posibles vitales; el Estado como mera polea de transmisión entre ese orden de las finanzas y la temible normalización de las vidas reúnen todos los requisitos de lo teológico: la denigración de lo corporal como fundamento, la postulación de una instancia mediadora abstracta (el valor), la reivindicación de un mando trascendente. Particularmente el mundo de las finanzas, con sus cálculos de riesgo, sus sistemas estocásticos, sus redes digitales y su pretensión de subsumir el futuro a variables de mando del presente. Todo muy laico. Lo teológico político se ha secularizado, es decir, se ha realizado por completo. Su rasgo dominante, el terror, no ha dejado de propagarse a través de los caminos habituales (patriarcalismo, colonialismo, racismo, el fetichismo de las mercancías extendido al entero campo social a partir del sistema de la renta). Su pedagogía está más vigente que nunca. Tanto que se la festeja. Se la asocia con la inclusión, y con el cambio.
Falta Spinoza, quiere decir: falta romper la teoría política de la normalización.

El concepto de lo político // Diego Sztulwark


¿Cómo entender el paso de una relación con el estado que pretendía aportar un máximo de politización de lo social a una coyuntura como la actual, tan orgullosa de su repliegue tecnocrático?  La idea misma de un máximo de politicidad conduce a Carl Schmitt, para quien el concepto y la especificidad de lo político pasaba por su capacidad de decidir la enemistad. Su “todo es político” remitía en última instancia al hecho que la elección de las relaciones amigo/enemigo terminaba por teñir toda otra realidad del campo social: de la economía a la religión. La política, por tanto, no era para él una esfera determinada de la realidad sino un campo vivo de intensidades. Luego de haber escrito que el estado se definía como el monopolio de la decisión política, hechos como la Revolución Rusa y la emergencia de un combativo proletariado industrial en varios países de Europa lo llevaron a invertir la definición: la estatalidad se organiza al interior  de este campo de intensidades definido por una pluralidad de actores que disputan la decisión de enemistad.
La política es la actividad dedicada a producir soberanía, es decir, la aptitud para fundar un orden adecuado a una unidad colectiva irremediablemente atravesada por la división y conflicto (que tiende a la crisis), y por la lucha (que tiende a la guerra). Este componente agonal le da a lo político, dice Schmitt, una realidad existencial, ligada, en definitiva, con la muerte. Esa existencialidad se pone en juego en la toma de la decisión, esencia misma de lo político. La persona que decide (una o muchos) adopta de hecho un carácter heroico (fuente de legitimidad carismático-legal) al asumir lo que ya nadie quiere asumir: las consecuencias que surgen de la acción. Una acción que es soberana porque decide la crisis y actúa normalizando la situación, salvando el orden público. Conservador o revolucionario, el político decisionista es aquel que pone en práctica esta determinación de ocupar el estado, declarar la excepción e imponer de hecho una salida: un orden válido y estabilidad.
El concepto de lo político fascina por la agudeza de su crítica al humanismo liberal y a toda forma de repliegue de la decisión sobre lo privado, sea en nombre de una moral de tipo liberal social –eso a lo que hoy llamamos “progresismo”– o de un neoliberalismo tecnocrático en manos de corporaciones. La actualidad del pensamiento de Schmitt consiste, precisamente, en este virulento rechazo de toda formas de despolitización, es decir, de extirpación el antagonismo de lo social, en tanto confinan lo político al “diálogo” y el problema de la unidad del orden a lógicas económico-técnicas. Al determinar lo político como campo de intensidades, Schmitt colocaba la decisión política como fuente de sentido último para las más variadas prácticas sociales.
Más que un pensamiento de la crisis, el de Schmitt es un pensamiento del orden, auténticamente devoto de la tradición católica y del pensamiento de Hobbes (a quien considera inspirador del proceso de secularización de lo teológico cristiano en lo jurídico moderno). Sólo que el orden político que piensa Schmitt  no le escapa a la crisis sino que la asume frontalmente, la atraviesa y recoge de ella los elementos válidos para su normalización. El orden se funda en la capacidad de declarar el estado de excepción. Si algo irrenunciable hay en este pensamiento de Schmitt es su atracción por lo extremo, el descubrimiento del valor cognitivo y ético de la excepción por sobre el de la norma que la encubre.  Descalificar la obra de Schmitt por el hecho de haber sido nazi implica desaprovechar un pensamiento aún desafiante.
Elementos de esta revalidación de lo político –a partir de un Schmitt convenientemente parcializado, depurado y matizado (Chantal Mouffe)– se hicieron presentes en los intentos de los últimos años por reponer la legitimidad de lo político estatal frente a lo arrasador neoliberal. Remozadas a un contexto postdictatorial, las tesis de Schmitt resonaron productivamente en la defensa de la autonomía de lo político-estatal frente al dominio de la economía concentrada y la influencia de los grandes medios de comunicación. Aunque fueron también esgrimidas, todo hay que decirlo, contra las subjetividades de la crisis (lo hemos visto durante la crisis del 2001 y sobre todo en los años posteriores). Este agrupamiento de situaciones diametralmente opuestas –de un grupo empresarial-mediático a unas organizaciones piqueteras autónomas- en un mismo paquete de la “antipolítica” constituyó desde el vamos un elemento despolitizador interno A la pretendida máxima politización de la sociedad. 
Esta paradoja de una voluntad de politización habitada por una despolitización  tuvo al menos dos dimensiones. Al declarar la enemistad a las corporaciones, el estado que promovía la politización social lograba denunciar efectivamente operaciones empresarias y dinámicas ominosas del mercado mundial abriendo espacios de participación y de movilización, sin cuestionar (primer elemento despolitizante), si quiera a nivel de un pensamiento con vistas a reformas futuras, su propia y profunda inserción en esta misma trama corporativa y global. A la larga, esta limitación –esta dependencia estructural del estado politizador de la trama a la que decía combatir– inhibió a lo político de una relación abierta con la crisis y lo enfrentó a quienes cuestionaron el modo vigente de acumulación.
Igualmente despolitizante (segunda dimensión) fue la inconsistente declaración según la cual todas aquellas organizaciones sociales y comunitarias que cuestionaron el modo de acumulación sin compartir las expectativas de una politización desde arriba forman parte de la antipolítica (en tanto movimiento destituyente) . Lo claudicante de esta declaración es el modo en que debilita el núcleo mismo de lo político como decisión y hostilidad. El movimiento social y comunitario vinculado a la crisis es muy político precisamente por el modo de asumir de modo inmediato la intensidad de la enemistad, y de otorgarle a la decisión política una densidad material y una ampliación a la actividad reproductiva a un punto al cual el estado vigente de diseño liberal no tiene cómo llegar. Este mismo estado, que en virtud de su razón sólo sabe pensar en términos de público y privado, no ha sabido leer la capacidad de decisión política de estas organizaciones sino como privatización de la decisión. Y en lo que respecta a la enemistad, las organizaciones comunitarias en lucha la han dirigido plenamente contra el modo de acumulación (combinación de elementos neoextractivistas, neodesarrollistas y de explotación financiera) respecto del cual el estado se mostraba extremadamente dependiente. 
En esta última confrontación el estado se condena a rechazar a todos aquellos movimientos y organizaciones que no consideraran que el problema de la enemistad que divide al campo social comience y acabe en el estado, y a desconocer, por falta de categorías, todo elemento de radicalidad social que no se adapte a la percepción de lo político cuya imaginación vaya mas allá de lo público como adaptado a lo estatal. Las dos dimensiones de esta paradojal de esta politización-despolitizante son: el esfuerzo por compatibilizar el elemento de confrontación con el del respeto por ciertas directrices duras del modo de acumulación y consumo; la inclusión abusiva en el paquete de la “antipolítica” de todo protagonismo no obediente a la reducción del par público-privado con las que piensa el estado de diseño liberal.  La dificultad para identificar y radicalizar los límites que esta paradoja planteaba resulta hoy día capitalizada por el tipo de consenso que actualmente intenta consolidar el macrismo.
Y no es que al pensar esta paradoja haya que ignorar la debilidad política de las organizaciones y movimientos sociales que plantean vías diferentes. Ya desde el 2001 se hacían presente dificultades como tales como la estereotipización de las organizaciones, la inmadurez para afianzar de modo expansivo una articulación más próxima entre decisión política colectiva y modos de reproducción social sin explotación, la fragilidad por momentos extrema frente a la neoliberalización de los vínculos. Sin embargo, y a pesar de todo eso, el problema de una comprensión más radical de lo político se actualiza cada vez que se defiende un territorio frente a la desposesión y al despojo, sea frente a Monsanto, ante la violencia patriarcal o en plena avenida Avellaneda.
Al personificar la decisión política en un héroe–heroína decisor que salva el bien público –sea este héroe de izquierda o de derecha– se asumen ya, con total realismo, las premisas de lo político despolitizante. Sobre todo porque en el político decisionista tiende a prevalecer el componente espiritual de la decisión. La voluntad soberana a la Schmitt no se desprende de tanto de la naturaleza del antagonismo que determinan la crisis como de la actividad histórica de un logos teológico. En este punto no hay como seguirlo. Sobre todo cuando disponemos de una igualmente fascinante comprensión de lo político, de signo opuesto a Schmitt, como la de Antonio Gramsci, que sí se preocupaba por pensar el continuo material que se teje entre crisis, antagonismo y decisión (siendo de hecho esta preocupación lo comunista en Gramsci). Sólo que para el italiano, este problema de la decisión se hace presente como tarea de creación de un “príncipe colectivo” capaz de trastocar el orden jerárquico entre gobernantes y gobernados, superando la experiencia actual del estado. Con Gramsci podemos replantear la cuestión en otros términos. Lo que está en juego en nuestras sociedades no es sólo el problema schmittiano del valor de una subjetividad que asume la decisión y el antagonismo contra las corporaciones (y esto dicho en momentos en los cuales, sobra decirlo, las corporaciones poseen prácticamente todo el poder de decisión sobre las vidas), sino la necesidad de transformar el modo mismo de establecer la enemistad política y de pensar la decisión más allá del estado en su diseño actual: la necesidad de concebir, si de construir otra fuerza se trata, un decisionismo más denso y material. Mas pegado a la defensa de los territorios y atento a la proliferación de la ultra explotación laboral. Más colectivo y abarcador. Cierto que las condiciones para plantear el problema son cada vez más hostiles. Pero ¿qué interés puede guardar la política si no afronta de lleno este tipo de problemas? 

Valor de uso de la crisis // Diego Sztulwark

Claudia Chávez

in memoriam


La crisis como fuerza del Orden

Macri es la Cultura. De otro modo, no habría razones para ocuparse de él. Es la Cultura en el sentido que el Orden da al término: instauración de un código funcional adaptativo, un modo de procesamiento colectivo de adecuación activa a la Normalidad. Este juego no se organiza a partir de una referencia a cualquier otro orden alternativo, sino que se da como una dialéctica cerrada en torno a la Crisis
El empleo productivo que el Orden hace de la Crisis viene señalado en A nuestros amigos, el libro del Comité Invisible que la editorial Hekht está por lanzar: la presencia de la crisis funciona como un momento constituyente del Orden. De la inminencia de la crisis extrae el Orden su legitimidad. Una legitimidad que no se restringe a la de los poderes ejecutivos de los estados, sino que se extiende sobre un espacio postnacional determinado por redes y dispositivos de “gobierno”. El Orden es el gobierno de la logística. De la comunicación. De las estructuras que capturan y organizan la movilización de la vida.
La crisis como palabra de Orden es el reverso perfecto de la Cultura como adecuación. Lo político-cultural trabaja en él como elaboración de un código capaz de volver todos los segmentos del campo social compatibles entre sí y con el comando que crea el código. El éxito del sistema es la redundancia. Junto a una  férrea violencia excluyente. Hay una relación directamente proporcional entre el esfuerzo invertido en ofrecer un código de compatibilización -que permita a cualquiera adaptarse al Orden- y la expectativa de desbrozar el espacio de la conectividad de todo obstáculo, de cualquier trayecto vital que introduzca opacidad al sistema.
En la Cultura del Orden las instancias de producción de ese código provienen, lo sabemos bien, del mundo del marketing, de las finanzas y las empresas.  Su lenguaje es el de los “equipos” dedicados día y noche a la “gestión”, a la “modernización” y a la continua promesa de “normalidad”. Sus tecnologías resultan cada vez más penetrantes: no es sólo la sofisticación encuestológica y los Focus Group, sino también toda una avanzada de especialistas portadores de un conocimiento digital, comunicacional, de cientistas de la imagen y de las redes sociales. Uno de los indicadores más nítidos de normalización política en curso es el hecho mismo de que los estudios de mercado sean los principales proveedores de saberes y esquemas de comprensión de lo social.
Y es que la racionalidad del paradigma de gobierno propio del Orden no recae, en última instancia, en los políticos sino en una amplia trama de operadores culturales capaces de ofrecer una interface viva entre el mundo de los mercados financieros (de su heroica tentativa por ofrecer marcos de inteligibilidad y de estabilidad a unas operatorias a futuro dominadas por la incertidumbre) y los modos de vida. Lo Cultural busca, en la traducción entre vida y finanzas, modos de sostener la promesa de previsibilidad y hasta de seguridad: propone un estado de ánimo y un modo amigable de asumir el estado de “en riesgo”.  Gobierno de la crisis y coaching ontológico.
Desde el punto de vista de la política local, el macrismo se muestra hoy como vencedor en este juego. Y alardea de haber sustituido al kirchnerismo en la tarea de ofrecer mediaciones para gobernar la crisis. El macrismo se revela así como un análisis del kirchnerismo, del mismo modo que el kirchnerismo era ya un análisis de la crisis del 2001. Retomó, de modo ultra reaccionario, la idea según la cual no hay orden posible sin negativizar las subjetividades de la crisis. Pero donde el kirchnerismo combinaba su tributo al orden con militancia, participación e inclusión, el macrismo dio un paso al asumir la crisis de acuerdo a la tipificación proveniente de la agenda del orden global: “seguridad” y “narcotráfico”.
Con estilo gerencial, el nuevo gobierno se da el lujo de licenciar –sin reconocimiento y no sin violencia– a aquella parte del andamiaje kirchnerista identificada con la “politización” del estado. Esa parte ya no corresponde a este nuevo período. Su liquidación pública simboliza la transición a una nueva disposición subjetiva en la que domina la confianza plena en los dispositivos del mundo de los mercados, en su eficacia integradora, en su mecánica a la vez fluida y jerarquizante de la organizar lo social.  
En el pasaje del kirchnerismo al macrismo lo político termina así de hundirse en esta redundancia ultra-codificada del orden por el orden. En el kirchnerismo, a diferencia de la actual utopía del orden macrista, había una politización paradojal: un concepto de lo político capaz de denunciar la neutralización empresarial-corporativa de la soberanía, una denuncia abierta de lo antipolítico capaz de abrir procesos de movilización. Lo que nunca llegó a constituir el kirchnerismo, sin embargo, fue una convicción en la socialización de la decisión política, ni una aprehensión de la crisis como un momento de horizontalidad productiva, de la cual extraer un paradigma antagonista respecto al del gobierno del Orden, que es el único que manda.  
Eterno retorno
Convocado como su reverso dramático por el Orden, 2001 no deja de volver. Y no dejará de hacerlo mientras la crisis siga siendo invocada como fundamento, imagen a conjurar, base sobre la cual suscitar el miedo y, con él, la fuga hacia el Orden. En el momento en que el orden tambalee, vacile, la crisis estará irremediablemente allí, como grado cero del orden. Sólo que vendrá ya negativizada: ¿conservará la crisis así tratada algún poder insurreccional?  Es el riesgo que corre el Orden al manipular la Crisis como su fundamento.
De allí la difícil relación entre crisis y resistencia. Del lado de la llamada resistencia, el problema consiste en cómo evitar el abrazo al orden, presente en el temor a la crisis. Y desde el punto de vista de la crisis misma, ¿no es evidente que la imagen que podemos hacernos hoy de la insurrección ya no se ajusta en nada al 2001, con el fuerte contenido comunitario de muchos de sus protagonistas?
Parece que el problema, la encerrona que enfrentamos, al fin y al cabo, es la falta de toda imagen positiva de la Crisis. Tal el éxito, la penetración alcanzada por el Orden. Parece que no pudiéramos ya imaginar la afirmación de la crisis, sino como triunfo mortífero del Caos. Como si no alcanzáramos a adoptar un punto de vista que no fuera ya el del Control. Tal es la fuerza de adherencia del Orden: su capacidad para privatizar y neutralizar todo desafío.
Al margen, la peor herencia de 2001 es la estereotipización de las organizaciones sociales y las militancias autónomas. También estas imágenes trabajan para el Orden.
Precursores oscuros
A Nietzsche le gustaba la idea del precursor. En un célebre y emocionado pasaje de su obra narra lo que sintió cuando descubrió en Spinoza un “precursor”. Ya no la soledad, o en todo caso ahora, ¡una soledad de dos! No es Borges enseñándonos a inventar desde el presente nuestra propia tradición, a elegir nuestros legítimos predecesores. Lo que Nietzsche siente es el impacto que en el presente autoriza a seguir su curso, hasta entonces algo confuso o inhibido. Un curso aún no autorizado.
Contra el actual operador cultural, coaching ontológico -maestro en la serena adecuación-, el precursor de Nietzsche reúne en el presente las fuerzas para lanzar el desafío. Descubre en el pasado hasta entonces inexplorado el apoyo que precisaba, un antecedente que viene a confirmar lo que León Rozitchner decía haber aprendido de joven de Paul Valéry: que hay que ser arbitrario para crear cualquier cosa.
Los precursores avanzan en la pura opacidad, donde aún no hay senderos delimitados. Son oscuros aún si anticipan una nueva luz, sin la cual no llegaríamos nunca a visibilizar la materia de los posibles que en ella convergen.  Anuncian una luz que aún no les es propia. Su tiempo es intempestivo, como la declinación (clinamen) de un átomo, un desvío que aparece justo antes del relámpago que ilumina al cielo seguido por el trueno. Los precursores operan en diferentes series sin pertenecer del todo a ninguna de ellas.
Conocemos, en nuestra historia política, precursores reaccionarios (desvíos que funcionan desde el comienzo en favor del orden, no son propiamente oscuros). Por muchos años recordaremos el apellido Menem. Un términos que perteneciendo a la serie Peronismo, que supo formar parte también de la serie Liberalismo, sin que los liberales puedan apropiárselo del todo, sin que los peronistas suelan, en su mayoría, reconocerlo como propio. Menem mostró cómo se podían insertar partes de liberalismo entre las capas del propio peronismo. Esa inserción, luego rechazada durante años como “traición” por el peronismo, no ha sido del todo revertida. Lo vemos claramente hoy día.
Tampoco deberíamos olvidar con facilidad los precursores insurrectos que a lo largo de las últimas décadas han creado vasos comunicantes entre las subjetividades de la crisis. ¿O no hay un clinamen inesperado en el momento en que aquellxos de los que se espera que actúen como víctimas reclamando derechos (familiares de desaparecidos; los “sin” trabajo o “sin” techo, los “sin” patrón) actúan creando contrapoderes efectivos?
Un punto de vista que busca en la crisis no el mero negativo despotenciado a partir del cual se crea orden sino la emergencia, en roce con el caos, de una nueva razón (¿política?). Desplegar este punto de vista podría ser, aún hoy, la mejor parte de la herencia de 2001.
Mientras tanto el precursor oscuro que no apaga su fuego en la adecuación al código de Orden aparece como una suerte de ética (una ética a su modo más política que la política misma): vivir sabiendo que no somos seguidores de ningún curso nuevo, admitir que ningún camino novedoso se ha desencadenado con la potencia esperada y, al mismo tiempo, rechazar la adecuación al orden que se nos propone, como si cada uno de nosotrxs fuese por su cuenta –aunque no necesariamente de modo aislado- el oscuro precursor de un saber posible que alguien necesita, para quien nuestra resistencia pueda ser, en efecto, anticipación salvadora. La fuerza que hoy no tenemos sería entonces, también, la fuerza que a pesar de todo se forja oscuramente en una reunión que aún no sabemos entender bien. Un modo de no renunciar a esa cita.  Quedaría entonces flotando en el aire que cada quien respira la pregunta que en su hermoso libro, Hijos de la noche, formula Santiago López Petit: ¿cómo hacer para recrear a nivel colectivo lo que en la vida asumimos como desafío?

Katz y el nihilismo fofo // Diego Sztulwark

Según su propia mitología, el PRO es el primer partido del siglo XXI porque las ideologías le importan un bledo. Pero el gobierno de los CEO´s ya tiene quien le escriba. Alejandro Katz fue uno de los intelectuales post-orgánicos que acudieron al llamado del nuevo Presidente, para ayudarlo a interpretar la época. El obsceno oficio de pensar sin dignidad.
Ya bajo los efectos de la locura, Nietzsche describió su praxis bélica en cuatro postulados prácticos:  a) “sólo ataco cosas que triunfan”; b) estos ataques se realizan a nombre propio, sin aliados; c) no se ataca nunca a personas: se sirve uno de ellas “tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual se puede hacer visible una situación de peligro general” y, finalmente; d) sólo es lícito atacar cuando está excluida toda cuestión de enemistad personal.
Bajo esta recomendación, aunque sin respetarla al pie de la letra, propongo prestar atención al modo en que triunfa, en el plano de la escritura reflexiva en el que pretende desenvolverse el ensayista Alejandro Katz, algo que podemos llamar “lo obsceno”: un tipo de argumentación en la que lo impúdico se deja traslucir sin explicitárselo del todo. Se lo hace pasar distraídamente, como si de un accidente de la comprensión se tratase, mientras se aparenta hablar decorosamente.
mail prólogo
Todo surge de un breve mail que el periodista Gabriel Levinas introduce a modo de prólogo en su reciente Doble agente, la biografía inesperada de Horacio Verbitsky, libro canalla si los hay. El autor de ese correo electrónico es Katz. Levinas lo introduce, nos dice, para evacuar las dudas que pudieran subsistir respecto de sus motivaciones y de la legitimidad misma de difundir la “información” de “enorme relevancia” que, según cree, el libro en cuestión contiene: “fue la opinión del filósofo y ensayista Alejandro Katz la que, de manera más categórica, ayudó a comprender la razón de este libro”.
Katz comienza su intervención distinguiendo las controversias que el libro desea suscitar. Hay algunas que son de incumbencia del autor y otras que no. Entre estas últimas designa, en primer lugar, la controversia en torno a la “veracidad de la documentación” acusatoria de Verbitsky. No se presenta para Katz problema alguno a elucidar, sino “una cuestión fácil de resolver” que “depende de expertos, de peritos que pueden confirmar que cada una de las pruebas utilizadas es verdadera”. ¿Lo son? ¿No ha refutado punto por punto estas “pruebas” Horacio Verbitsky?
Como sea, Katz no se hace ninguna pregunta sobre las prácticas diversas de veridicción, ni siquiera cuando resulta evidente que acusador y acusado se oponen precisamente en este campo. Levinas personifica de modo lineal el lenguaje de los medios, mientras que Verbitsky abreva en las fuentes del periodismo de oficio, en el procesamiento militante de información –tradición que arranca con Prensa Latina–, y en el trabajo de archivo de los organismos de derechos humanos en procura de volver públicas las articulaciones jurídicas, económicas, teológicas y políticas del genocidio. El conflicto que aquí se presenta no es menor: Levinas no hace en su libro sino impugnar, precisamente, este modo de trabajo de Verbitsky al que percibe como un procedimiento de acumulación ilegítima de poder. Y apunta a desprestigiar el esfuerzo actual por ampliar los juicios al personal de la última dictadura al campo de los ilegalismos financieros. Katz, en cambio, se despreocupa de estos asuntos, dejando que del problema de la verdad se encargue la policía.
Una segunda controversia que según el filósofo no le corresponde asumir al autor, tiene que ver con los motivos mismos de la publicación. Cuestión que se resuelve automáticamente gracias a una suerte de ética del periodismo según la cual no vale la pena preguntar qué es lo que debe hacer un periodista con la información, puesto que el verdadero periodista sólo conoce un tipo de reacción: publicar todo lo que le llega. Lo relativo a la evaluación del sentido de la oportunidad y de los efectos de la intervención queda por tanto delegado a la demanda de las empresas y los dueños de la comunicación.
La controversia que sí interesa al filósofo y la que se propone sostener es la siguiente: “¿por qué es de interés público la vida que otro llevó en la dictadura? ¿Quién puede decir que el modo de actuar de otro fue el modo justo, el modo intachable, y por qué?”. Entre las palabras con las que el filósofo Katz fundamenta a Levinas contra Verbitsky, encontramos la siguiente caracterización vinculada a la última dictadura: “nadie en un régimen de terror tiene, ya no la obligación, sino  tampoco la posibilidad de actuar como un santo o como un héroe”. La perfección de la frase ejemplifica el funcionamiento de lo obsceno en política al sustituir el problema que la situación del genocidio plantea (¿cómo se llegó a eso?, ¿qué fuerzas lo operaron y por qué medios?) por una evidencia incontestable: el hecho que las personas, en condiciones de amenaza de muerte, no suelen sino obedecer. Semejante sustitución cancela la fuerza ética en el pensamiento, y aniquila toda dignidad. En adelante sólo podemos comunicarnos sobre la base de la evidencia.
ser-para-el-consuelo
Ya no se trata sólo de eludir la reflexión sobre aquel terror cuya eficacia consistió en destruir el lugar resistente que en lo colectivo e individual siente y piensa contra la obediencia. Ahora el pensamiento mismo que se practica está definitivamente asentado sobre el borramiento de toda potencia subyacente, de la que sólo puede tenerse representaciones religiosas o literarias (“un santo, un héroe”).
Katz se sitúa en un lugar fuera de toda “mística”. Él dice: en la realidad “gris” que debieron vivir millones de personas durante la dictadura, a él no le resulta fácil delimitar “qué significa colaborar, qué es resistir, qué es ser cómplice”. Pero entonces: ¿por qué tomarse, filósofo y periodista, el trabajo que se toman en atacar a Verbitsky con acusaciones sobre su conducta de aquellos años? Katz ofrece dos razones: porque se trata de un hombre “público” vinculado a la valoración de esa época y porque “tiene un discurso público sobre lo que otros hicieron”.
A Verbitsky, en definitiva, se le reprocha no haberse adecuado a esta nueva realidad post-genocidio. Se le cuestiona obrar extemporáneamente, usurpando una facultad de juzgar que no le pertenece por derecho a él sino a los jueces de la república: “poco derecho tiene nadie, entonces, de juzgar qué han hecho los otros, cuando lo que hayan hecho no merezca estar bajo revisión judicial”.
La filosofía sirve, entonces, para rectificar “el modo en que desde el presente se juzga ética y jurídicamente a muchos de los protagonistas de aquella época”. Siempre el llamado al orden: ¿en qué consiste esta rectificación? Sencillamente en “restituir a nuestra vida en común los claroscuros que personas como Verbitsky pretenden disimular, o directamente, borrar: para comprender que no se trata de señalar a los demonios y a los puros, sino de reencontrar lo humano en nuestra propia, frágil, débil humanidad”.
Más que una reedición de la teoría de los dos demonios, una ontología del ser-para-el-consuelo. Sin lugar para aquello que Spinoza llamaba una “vida humana”, organizada en torno al descubrimiento de la virtud y la utilidad común. ¿Qué se afirma en el terreno de la ética? La nada misma, la mera aspiración a perdurar, el más fofo de los nihilismos. Sólo lo “humano débil”. Es lo único que se quiere escuchar.
protocolo de actuación del pensamiento
¿Qué queda entonces de la esperada palabra filósofa? Sólo el mantra antropológico de la finitud y el conformismo.  ¿Es todo lo que lo contemporáneo en nuestra época puede pensar? Consumo y seguridad. ¿Pura domesticación?
Colonizada por la tecno-semiótica, la filosofía –otrora campo de la lucha de clases en la teoría- ya no responde a sus viejos imperativos del estado y/o la revolución. Ahora se ofrece en los mercados como terapia de la existencia en dosis aceptables, como parte de una pedagogía más amplia destinada a enseñar a vivir. Ella participa del combo de las sabidurías diseñadas para evitar riesgos. Porque, en el fondo, lo que manda es la indolencia. Lo único que se acepta pensar, el máximo de tensión ética admisible, lo que se llega a imaginar como espacio político, no pasa de una módica escena pedagógica y moral.
Se dirá que de todas formas la argumentación ya no pesa demasiado, y eso es estrictamente cierto. No es la defensa del pensamiento lo que importa. Y tal vez nunca haya importado demasiado. Se agregará que casi todos los episodios de la llamada “batalla cultural” han estado dominados por similar indolencia. De hecho, no hay tanto que rescatar de esas escaramuzas.
Lo que cuenta, sí, es aprender a defenderse del régimen de lo obsceno, aprender a combatirlo, porque en él se esteriliza al lenguaje y se anula su poder de participar en la creación modos de vida.
(fuente: Revista Crisis http://revistacrisis.com.ar/)

“La derechización está en curso por la propia dinámica del gobierno `progresista´” // Verónica Gago y Diego Sztulwark

Entrevista a Huáscar Salazar Lohman


Economista boliviano, activista ligado a organizaciones sociales y miembro de la Sociedad Comunitaria de Estudios Estratégicos, Huáscar (1983) publicó el año pasado el libro Se han adueñado del proceso de lucha. Horizontescomunitario-populares en tensión y la reconstitución de la dominación en laBolivia del MAS (2015) (SOCEE/Autodeterminación), con prólogo de Raquel Gutiérrez Aguilar, una investigación académica de largo aliento que trata de comprender lo ocurrido desde la llegada de Evo y del MAS al gobierno desde el punto de vista de las tramas comunitario-populares, que hasta entonces desarrollaron un enorme poder de veto contra las políticas modernizantes del estado neoliberal al punto de desestabilizar el conjunto de las categorías jurídicas, políticas y económicas de la dominación.

Luego de esa fecha, en cambio, y a contrapelo de la retórica oficial, esas mismas tramas retroceden ante la nueva síntesis estatal que no ha dejado de plantear intensos conflictos con sus iniciativas modernizantes de tipo neodesarrollista. Huáscar sostiene que no se entiende el proceso boliviano sin considerar que “la derechización ya está en curso por la propia dinámica” del gobierno “progresista”. Encontramos a Huáscar en octubre de 2015 en Puebla, en el Congreso de Comunalidad, y retomamos la conversación durante el verano para seguir de cerca el referéndum convocado por el gobierno boliviano en el que fracasó la iniciativa reeleccionista.
 
¿Qué es lo comunitario-popular en Bolivia y qué papel ha jugado en las luchas de los últimos años? ¿Qué valor tiene hoy día y qué horizonte abre?

Lo comunitario-popular es un horizonte que se establece a partir de una forma específica de producción de lo político, la cual parte de lo que Raquel Gutiérrez Aguilar –quien propone y desarrolla el término– denomina la reapropiación colectiva de la riqueza material disponible.[1]Un horizonte comunitario-popular es, entonces, la expresión política y de lucha de una serie de relaciones sociales que se tejen en torno a garantizar la reproducción de la vida, partiendo de formas autónomas, autorreguladas y siempre colectivas de ejercicio del poder y de la gestión de bienes comunes; contrapuestas siempre –aunque nunca en estado de pureza– a las que son impulsadas a partir del ordenamiento capitalista de la sociedad.

La defensa y el despliegue de esas relaciones, que básicamente implica resguardar y recuperar la capacidad colectiva de decidir sobre una base material que nos es común, es la lucha política empujada desde un horizonte comunitario-popular, el cual no parte del objetivo de la toma del poder estatal, sino que más bien tiende reapropiarse de prerrogativas sobre el ámbito material y simbólico expropiadas por la institucionalidad estatal y funcionalizadas al capital.

Si se revisa la larga historia de las luchas bolivianas, ese horizonte comunitario-popular ha sido un denominador común, el cual se ha expresado de diversas maneras en cada contexto particular, incluso en muchas ocasiones entremezclado con luchas centradas en la “toma del poder”. La Revolución Nacional del 52, por ejemplo, hubiera sido impensable sin los levantamientos indígenas y campesinos que la precedieron –muchos de ellos promovidos por el afán de recuperar sus tierras y sus propias formas de autogobierno– y que debilitaron las estructuras de dominación de ese entonces. No fue sólo una rebelión obrera, como se suele interpretar a este hecho histórico.

El ciclo rebelde de 2000-2005 fue una expresión profunda de ese horizonte, distintas fuerzas comunitarias, urbanas y rurales, lucharon sistemáticamente por la reapropiación colectiva del agua, los hidrocarburos, el territorio, además de poner en cuestión la forma de la política del Estado neoliberal. Era gente organizada a partir de asambleas, sindicatos agrarios, juntas vecinales, y otras formas organizativas centradas en la deliberación colectiva. En la mayoría de los casos no existían vanguardias iluminadas, sino que eran las formas cotidianas y autónomas de organización social las que se desplegaron en las calles. De ahí que se debe entender que si bien el Movimiento Al Socialismo emerge del movimiento cocalero en ese contexto de luchas, nunca fue la vanguardia de ellas y tampoco se debe pensar que esas luchas tenían como objetivo llevar a Morales al gobierno, ese fue un resultado más, que si bien fue importante, no expresaba el núcleo del horizonte que iba mucho más allá.

Lo comunitario-popular, entonces, se basa en la práctica colectiva de gestión de la vida social y la vigencia de este horizonte no depende de la presencia un discurso ideológico, sino más bien de la capacidad de la puesta en práctica de aquellos mecanismos que permiten recrear la relación social comunitaria. Estos, aunque no desplegados, siguen muy vigentes en la realidad boliviana, aunque eso sí, también están fuertemente golpeados por la dinámica estatal de la presente coyuntura.
¿Cómo caracterizas al gobierno del MAS? ¿Qué papel juega desde su asunción,  a partir de 2006? Tu modo de exponer el proceso boliviano, que no se hace expectativas con el papel del estado y que ve en el MAS una fuerza de normalización quita esperanza a mucha gente, no sólo de Bolivia. ¿Cómo asumís este choque con las ilusiones que aún despierta en muchos lugares la figura de Evo?

Ha habido una gran dificultad para caracterizar y nombrar al gobierno del MAS. En un primer momento, desde la llegada de Morales al gobierno hasta, yo diría, el cierre de la Asamblea Constituyente, en 2008, pudimos evidenciar una forma de ejercicio de la política estatal en la que los gobernantes se vieron obligados a responder a una serie de presiones permanentes que venían desde distintas organizaciones populares –aquellas que habían asumido las banderas de luchas entre 2000 y 2005–. La fuerza política de estas organizaciones era la base social del gobierno, que le daba legitimidad y capacidad para enfrentar a las fuerzas más conservadoras del país. En otras palabras, estas organizaciones empujaban al gobierno a cumplir una agenda popular, al mismo tiempo que le dotaban de la fuerza e impulso para lograrlo. Distintas leyes –como la de Reconducción de la Reforma Agraria– y la propia Asamblea Constituyente fueron resultados de esta dinámica, que finalmente fue impulsada desde los entramados comunitarios.

Sin embargo, aquella no era una situación cómoda para los gobernantes y menos para el ejercicio que realizaban del poder estatal. Si se revisa cuál fue la actitud del MAS en los primeros años de gobierno frente a ese empuje popular, lo que vamos a encontrar es una disputa en la que el gobierno buscaba limitar la capacidad de presión de las organizaciones sociales, expropiando prerrogativas de decisión política que éstas habían logrado a través de la lucha, y para lograr esto la estrategia fue la de establecer alianzas con las élites dominantes.

Es así que, por ejemplo, si bien en el gobierno del MAS se estableció la Asamblea Constituyente por la presión de las organizaciones, fue el propio gobierno quien produjo una serie de límites para contener las posibilidades más profundas de transformación social que aquellas organizaciones sociales intentaron plasmar en ese proceso constituyente. Tanto es así que la Constitución Política del Estado aprobada por la Asamblea Constituyente no es la que está vigente, sino que quedó una modificación de ella, la cual se realizó en una negociación a puerta cerrada entre gobierno y fuerzas conservadoras, sin organizaciones sociales. En esa negociación se modificaron más de cien artículos quitando la esencia de aquella agenda popular. La muestra más clara: tenemos una Constitución Política del Estado que constitucionaliza el latifundio, cosa que antes no había sucedido.

Lo que hizo el MAS, en tanto fuerza gobernante estatal, fue expropiar la capacidad de decisión política sobre distintas cuestiones públicas, la cual había sido reapropiada por las fuerzas populares en casi seis años de lucha previa. Para esto se vio en la necesidad de, primero, desarticular las fuerzas populares que pugnaban por dar forma a la política estatal e instrumentalizar al gobierno –en la medida de lo posible– según las heterogéneas agendas que tenían. Para lograr esto subordinó y disciplinó a las cúpulas de las principales organizaciones sociales, y a las que no logró alinear a la política gubernamental, las intervino y las reprimió.

En segundo lugar, el gobierno del MAS asumió como suyo el proyecto de los nuevos y viejos sectores dominantes, desde las transnacionales hidrocarburíferas hasta la oligarquía terrateniente, pasando por las cooperativas mineras, capital comercial, etc. Esta no es una aseveración menor, pero basta una revisión detallada de la política económica de este gobierno para evidenciar –más allá de una serie de políticas de bonos y subvenciones– que el MAS logró consolidar en Bolivia buena parte de la agenda que el neoliberalismo intentó imponer pero no pudo; sólo que lo hizo en un contexto económico internacional favorable que le permitió financiar el corporativismo que ha asumido la estructura estatal y también lo hizo a partir de formas distintas.

Entre esas formas está la retórica reproducida por el gobierno, la cual también puede considerarse como un despojo de los discursos que articularon las luchas populares previas al gobierno del MAS. Esa retórica se ha sostenido como contraparte de una política que en esencia no tiene absolutamente nada que ver con ella y su enunciación se vuelve cada vez más vacía en el imaginario popular boliviano, lo que, por supuesto, quita esperanza y produce mucha frustración, era un proceso que no necesariamente tenía que tender a esto. El MAS, como lo esperábamos muchas y muchos de nosotros, podía haber coadyuvado a profundizar las transformaciones sociopolíticas que habían impulsado las luchas populares desde las calles, abriendo un tiempo histórico fértil para pensar alternativas sociales, y no debía ser el agente que más bien se encargara de cerrar ese tiempo.

Quizá todo esto es menos evidente afuera del país, y más si tenemos en cuenta que el gobierno boliviano ha establecido, como política de legitimación internacional, la sistemática difusión de un discurso altamente seductor para una izquierda progresista latinoamericana, la cual, lastimosamente, no está haciendo el esfuerzo por ver más allá de lo que el gobierno boliviano quiere mostrar. Esas redes de apoyo internacional, que otrora eran profundamente útiles como cajas resonancia de las voces críticas existentes al interior del país, ahora están apagadas e, incluso, muchas de esas redes –las más institucionalizadas–, se han convertido en operadores intelectuales “iluministas” que se encargan de deslegitimar las voces críticas y las luchas populares que poco a poco emergen en la realidad boliviana.

Yo creo que la actual Bolivia estatal debe dejar de ser un referente de esperanza, porque es una esperanza vacía y esas esperanzas son estériles. Lo que puede convertirse en fuente de esperanza fértil –y que pasa acá y pasa en muchos lados– son las luchas populares que se empiezan a re-articular desde abajo.
¿Cómo evalúas la coyuntura de Bolivia a la luz de los cambios geopolíticos en Sudamérica?

Se habla del fin del ciclo “progresista” en América Latina, y si bien no me gusta mucho la idea de que veamos estos procesos como un “ciclos”, creo que la figura es útil para entender lo que se viene después de estos gobiernos que se autodenominaron como “progresistas”. Y sobre esto quiero puntualizar un aspecto: el horizonte que, desde la democracia formal, nos dejan este tipo de gobiernos es un horizonte de derecha. Me explico y lo ejemplifico en el caso de Bolivia –aunque por lo que conozco de otros países podría, guardando las diferencias, pensarse algo similar.

Por lo que expliqué anteriormente, más allá del discurso, el gobierno de Morales ha asumido como política de gobierno los intereses de lo que históricamente denominamos como derecha en Bolivia; es decir, esta aparente izquierda, desde una retórica popular, operativiza los intereses de la derecha, por lo que en este caso la derechización ya está en curso por la propia dinámica del gobierno “progresista”. Pero lo que también este gobierno hizo fue desarticular y aplastar los proyectos políticos críticos, aquellos que desde la heterogeneidad construían sus propias alternativas, incluso, muchas de ellas de corte electoral. El intento de monopolizar el ámbito de lo que entendemos por “izquierda”, llevó al MAS a aniquilar otros proyectos que emergieron desde abajo, un ejemplo fue el barrido y la destrucción del Poder Amazónico y Social (PASO), que era un esfuerzo de campesinos e indígenas del norte amazónico por estructurar su propio instrumento político electoral, como éste hay varios ejemplos más.

Hace unos días, un intelectual del gobierno expresaba “tenemos un solo proyecto y un solo líder”. La lamentable realidad de sus palabras nos muestra que, en la democracia formal boliviana, aparentemente nos quedan dos opciones: el MAS que se perfila para seguir gobernando como la nueva derecha, y la única alternativa pareciera ser la derecha de siempre, la tradicional. En otras palabras, el gobierno progresista pareciera que nos deja un horizonte de derecha como única opción.

Yo creo que esta dinámica de derechización de la región va a venir con fuerza, bajo distintas formas pero de manera sistemática. Sobre esto habrá que ver cuál es la capacidad de reorganización de fuerzas populares que, más allá de que participen o no en el escenario electoral, mantengan su centro de gravedad hacia abajo, ya que ese podría ser el contrapeso principal para limitar dicho proceso.
¿Qué tipo de síntesis social no-estatal imaginas como perspectiva posible?

Debo admitir que siempre me exasperan las vertientes epistemológicas que tienden a reducir la posibilidad de lo político al ámbito estatal, en primer lugar, porque se corresponden con la vocación totalizante del Estado; es decir, una epistemología de este tipo reconoce al Estado como ámbito único y privilegiado para la producción de la decisión sobre los asuntos públicos. En segundo lugar, porque son desconocidas como legítimas y válidas otras formas de producción de lo político. Lo político desde abajo, que se hace desde los “márgenes”, en palabras de Raúl Zibechi, o el “subsuelo político”, en palabras de Luis Tapia, queda simplemente invisibilizado.

En ese sentido, pensar en una síntesis social parcial no-estadocéntrica –que no necesariamente es no-estatal–, implica pensar una sociedad en el que el Estado no ejerce el monopolio de la decisión política, sino que también se despliegan una multiplicidad de formas sociopolíticas de gestión de la vida, las cuales, permanentemente –y recalco esto porque es un proceso siempre inacabado– destotalizan la vocación totalizante de la relación estatal, a partir de formas autónomas y colectivas de ejercicio del poder.

No concibo una síntesis parcial no-estadocéntrica como una imagen prefigurada, sino más bien como el despliegue de una práctica que se vivió en Bolivia desde el 2000 hasta el 2008. En todo ese periodo, las fuerzas populares bolivianas cercaron al Estado y establecieron una serie de límites a la política desde su institucionalidad. A medida que eso pasaba, los hombres y las mujeres que luchaban se fueron re-apropiando, desde su vida cotidiana, de una serie de capacidades de decisión sobre asuntos que les importaban. Incluso en los dos primeros años del gobierno de Morales, distintas fuerzas políticas no estatales se desplegaron e intentaron plasmar una Constitución Política del Estado en la cual, más que establecerse las bases de una nueva “nación”, se buscaba consolidar de manera sostenible en el tiempo una serie de límites al Estado desde su propia gramática. La idea de territorios indígenas autónomos, la participación de autoridades originarias de manera directa en la democracia formal o la propuesta de consolidar un “cuarto poder” por medio del cual las distintas organizaciones tuvieran capacidad de veto sobre todas las decisiones del legislativo y ejecutivo, entre otras propuestas más, fueron reivindicaciones que iban en ese sentido.

Entiendo, entonces, que esa fuerza desplegada desde distintos horizontes comunitario-populares, y que se posicionó en la realidad social boliviana de manera efectiva –no solamente prefigurada–, nos permitió experimentar sobre las posibilidades de producir una síntesis social parcial y no-estadocéntrica. Lo que también se aprendió de esa experiencia es que no basta producir una síntesis de ese tipo para luego transferir, por las buenas o las malas, las prerrogativas recuperadas a un gobierno que consideras “aliado”, ya que la dinámica estatal recompondrá las relaciones de poder a favor del Estado.
¿Qué repercusiones tendrá la reciente victoria del NO en el Referéndum para el proceso político boliviano?

La puesta en escena del referéndum de reforma constitucional para que Morales pueda ser re-elegido por tres periodos consecutivos marca claramente las prioridades que tiene esta administración: la consolidación de una estructura de poder dominante en torno a la figura de un caudillo. Era la primera reforma a la nueva Constitución Política del Estado y los temas más importantes, como el problema de la constitucionalización del latifundio u otros más, ni siquiera fueron pensados como una posibilidad de reforma desde este gobierno. Así pues, podríamos decir que el denominado “proceso de cambio” no sólo necesitaba habilitar a sus líderes como candidatos en 2019 para seguir existiendo, sino que, poco a poco, el “proceso de cambio” se ha convertido en eso.

La victoria del SÍ en el referéndum hubiera significado la consolidación del MAS como partido gobernante hegemónico, lo que, a su vez, se habría traducido en un clima aún más agresivo y de hostigamiento hacia cualquier intento producción de alternativas políticas populares. Y, por tanto, también hubiera significado el afianzamiento del proyecto de la nueva derecha que: reprime indígenas (masacre de Chaparina o la brutal represión de Takovo Mora); que permite el incremento de la producción cultivos transgénicos (la producción de la soya transgénica pasó del 20% al 99% en 10 años del MAS); que promueve la devastación de bosques (el perdonazo legislativo a los agroindustriales que desmontaron 5.5 millones de hectáreas); que promueve la construcción de carreteras para el gran capital pasando por territorios autónomos de indígenas sin consultar (el caso del TIPNIS y la represión a los indígenas); que ha generado una estructura prebendal nunca antes vista a todos los niveles de gobierno (empezando con el reciente caso de corrupción multimillonaria relacionada a la empresa china CAMC); que nacionaliza los hidrocarburos para pagar subvenciones a las petroleras (incentivos que llegan a otorgar el 74.5% del valor de la venta de los hidrocarburos a las transnacionales); que más allá del discurso es colonial en esencia (un vicepresidente que por fuera del país habla de pomposos conceptos y teorías, pero cuando le habla a la gente sencilla de su país, desde el paternalismo y soberbia que lo caracterizan, les dice que “Evo es como cristo resucitado”[2]); que utiliza el miedo como mecanismo de propaganda política (amenazas para quitar el apoyo a quienes no voten por el MAS[3])….En fin, la nueva derecha, esa nueva dirigencia política de las clases dominantes se habría visto fortalecida.

La victoria del NO, en cambio, ha significado la apertura de un espectro de posibilidades políticas. Por supuesto que entre esas está la derecha tradicional de este país, que es la que ahora trata de capitalizar el momento político, aunque sin mucho éxito. Esta vieja derecha le disputa el poder al MAS en el plano de la dirigencia, pero no en el plano del proyecto político; por lo que una discusión sobre cuál es menos malo es bastante estéril. Lo importante es el respiro que, esta pérdida de legitimidad y resquebrajamiento de hegemonía que ha sufrido el MAS, le da a distintas fuerzas políticas que posiblemente veremos emerger nuevamente en los próximos años. Que después algunas de estas alternativas se fortalezcan desde abajo y otras pasen a la democracia formal, será otro tema y habrá que ver de qué manera lo hacen. Pero en este momento lo que tenemos son cuatro años hacia adelante en el que continúa un gobierno de derecha pero debilitado y enfrentado con una derecha tradicional; y, en paralelo, tenemos una serie de fuerzas populares diversas y polifónicas que poco a poco encuentran cauces para su accionar político emancipador; estos son procesos que llevarán su tiempo pero que ahora la tienen un poco más fácil.

Siento que en Bolivia hemos pasado por distintas etapas frente al proceso del MAS, quizá la primera fue la de intentar  “reconducir” el “proceso de cambio” a la cabeza del actual gobierno, para pasar a un momento de  gran frustración e impotencia, que dejaron inmovilizados a las fuerzas populares, sin embargo, esta última etapa que estamos viviendo puede ser leída como un momento en que esas fuerzas empiezan a re-encontrarse y re-encausar sus esfuerzos, y lo hacen ya no interpelando al gobierno como un aliado, sino más bien como un contendiente político representante del nuevo orden dominante.


[1] Al respecto ver: Horizonte comunitario-popular. Antagonismo y producción de lo común en América Latina, 2015, SOCEE/Autodeterminación, Cochabamba.
[2] http://eju.tv/2013/12/vicepresidente-compara-a-evo-morales-con-jesucristo/
[3] https://video-frt3-1.xx.fbcdn.net/hvideo-xat1/v/t42.1790-2/10983953_455388304614160_1749238546_n.mp4?efg=eyJybHIiOjMwMCwicmxhIjo1MTIsInZlbmNvZGVfdGFnIjoicmVzXzQyNl9jcmZfMjNfbWFpbl8zLjBfc2QifQ%3D%3D&rl=300&vabr=146&oh=c1d69cffc0d38d41129c5e0e51e59c2d&oe=56D0FE48

Contra la tentación política // Diego Picotto y Diego Sztulwark

Extrálogo a A nuestros amigos, del Comité Invisible ([1])

Y al deseo por el que el hombre que vive según la guía de la razón es consciente de que tiene que unir los demás a él por la amistad lo llamo honestidad”
Del Escolio a la proposición 37, parte 4 de la Ética de Spinoza
“Acá no hay ideología, no hay derechización, ni conservadurismo. Acá hay que volver a dar una disputa por cómo queremos vivir”.
Colectivo Juguetes Perdidos

“¿Cómo construir una fuerza que no sea organización?”
Comité Invisible, A nuestros amigos

1. ¿Quiénes son los amigxs?

Lo esencial en este libro es la afirmación de la amistad como efecto de una fuerza que posibilita hacer una experiencia de la verdad. Amigos son todos aquellos que nos permiten enfrentar el poder, aquellos con quienes nos substraemos de las agobiantes retóricas políticas, plantándonos con mayor lucidez frente a los mecanismos que asignan éxitos y fracasos, que distribuyen premios y castigos, que administran el juego de las visibilidades y las sombras.
Los amigos, se apunta en sus páginas, son los “revolucionarios”;  es decir, todos aquellos que persisten en la revolución cuando los enunciados revolucionarios se desvanecen como pompas de jabón; cuando no se cuenta con teorías que orienten la transformación; cuando la revolución ya no tiene espacio (nacional) ni tiempo (progresivo) reconocible; cuando lo revolucionario ya no guarda relación alguna con el juego político en el estado. Los amigos son los cómplices, aquellos con quienes se asume la tarea de inventar modos de vida en común en el tiempo fuera de tiempo de la insurrección.

Esto es, a grandes rasgos, lo que nos hace saber el Comité Invisible.

Precisamente aquello que Spinoza, en su Ética, llamaba sinceridad: la amistad que surge como estructura subjetiva correspondiente a la experimentación de la utilidad común. Los que conduce a otro problema central para el Comité Invisible: el de la verdad; término que para nosotros sólo puede querer decir una cosa: desplazamiento.

“A nuestros amigos” es, sobre todo, un texto poblado de desplazamientos. Desplazamientos que no parten de la nada, sino que extienden desplazamientos anteriores, que a veces se pueden rastrear. Como sucede con la genealogía de un movimiento de pensamiento propio de Karl Marx, que luego relanzará Michel Foucault, y que retoma ahora el CI:  contra la hegemonía de la filosofía política, cada cual a su modo revelan la existencia de una realidad –unos poderes y unas resistencias– que desborda, o directamente ignora, lo político convencional.[2]

Para el cattivo maestro del Comité, el filósofo Giorgio Agamben, este desplazamiento es doble: donde la filosofía política se preocupaba por la Ley, por la voluntad general, por la soberanía del estado (y demás “fórmulas universales vacías”), Foucault se ocupará de dispositivos. Y donde ella buscaba sujetos, aquel detectará subjetivaciones. Transformado en relación, el poder circula por los dispositivos hasta volverse el dispositivo mismo. Y en su propio corazón, las resistencias devienen creación de nuevos modos de vida. Si el Comité Invisible continúa este desplazamiento es en la medida en que resuelve un hiato, un espacio vacío que, según Agamben, subsiste aún entre dispositivos y subjetivaciones. Ambas instancias son, desde ahora, un mismo movimiento, un mismo fluir.[3] 

Esta reversibilidad, esta yuxtaposición entre dispositivo y subjetivación –base material tanto de las sociedades neoliberales como de las resistencias y contraconductas que en ella anidan– ha transformado nuestra percepción del mundo. Ya no nos lo representamos tanto como interacción entre Estados, sino más bien a la luz de este “dispositivismo”; es decir, como espacio/tiempo fluido y reticular, en permanente (re)construcción.[4] Sólo que esta reconstitución no es lo que se nos cuenta: la multiplicidad de mundos se revierte en cualquier punto de la red como  guerra civil de formas de vida. Es decir, cuando es la hostilidad y el extrañamiento, cuando es la distancia la que gobierna casi todas las relaciones entre los seres, entre los cuerpos. De allí que la vida se vuelva esencialmente estrategia de sobrevivencia, en la guerra que se libra por constituir líneas de gobierno a fuerza de democracia, conectividad y consumo. La disyuntiva para el CI es clara: gobierno contra insurrección.

El gobierno de las conductas de las poblaciones no se reduce a la clase política (elemento de orden más bien distractivo y residual, dicen, en el actual paradigma de gobierno), así como el poder no se restringe a sus instituciones. Gobernar es asegurar conexiones. De ahí la importancia de la “nueva ciencia del gobierno”, la cibernética. Un paradigma que, basado en la información y en la comunicación, ya tiene muy poco que ver con el estado-nación y con la soberanía. Más bien agencia conexiones en y entre dispositivos de poder.[5]

Un poder que es orden de las cosas, esencialmente logístico. La logística es el arte y la técnica de organizar los flujos, las conexiones. Que el poder es logístico significa que reside en  las  infraestructuras, en la organización material, física, tecnológica del mundo. En la organización neoliberal del mundo. En las subjetividades/dispositivos que lo habitan.[6]

Se resitúa, así, el antagonismo: mientras “vida”, “sociedad” y “población” son realidades creadas por las estrategias de gobierno; el problema de los revolucionarios, puntualiza el Comité Invisible, es el de los saberes, las disposiciones y los afectos que permiten crear autonomía frente a ellos. O lo que es lo mismo, el diseño de dispositivos siempre situados orientados al habitar común. El de los amigos. Y ahí ya estamos en el terreno de los “revolucionarios”: hacer la revolución es resistirse a la captura de la vitalidad, dicen, es crear vida “intensa”, es operar a nivel dispositivo-subjetividad.

Es aquí que la insurrección cuenta, tal y como el Comité la relata. El conjunto de las insurrecciones –de Buenos Aires a El Cairo, de Santiago de Chile a Madrid, de Oaxaca a Atenas, de San Pablo a Wall Street– actúa como una toma de distancia de los dispositivos neoliberales –que funcionan sobre todo en el nivel de la creación de infraestructura– y de su retórica política, que una y otra vez usufructúa la dialéctica crisis/gubernamentalidad. Pero tomar distancia, crear autonomía, supone enlazar la fuerza de la insurrección con la invención de dispositivos de diferente naturaleza. ¿Qué criterios son los que ponemos en danza cuando experimentamos en la creación de modos comunes de hacer?

La respuesta del Comité Invisible abre al juego spinoziano de la ética. O sea: la búsqueda de la felicidad en base a la utilidad común y al incremento de la potencia a partir del encuentro elaborado entre singularidades –en contraposición a la convencional apelación a la democracia como pueblo eternamente ausente. La democracia no se opone a la dictadura, dicen, sino a la verdad. El paradigma de gobierno, del parlamento a la empresa, hace de la democracia un nombre esquivo para cohesionar todo aquello que funciona promoviendo el orden neoliberal. Verdad y ética son, en cambios, categorías de la potencia. Y por eso son patrimonio (sutil) de los revolucionarios. Empuñadas como armas nos proveen de un instrumental cartográfico propio, a la vez que comunican –en inmanencia– distintas situaciones concretas, construyendo contrapoder efectivo –no declamativo– en la guerra global y permanente en curso.

2. De la imagen de la potencia a la potencia sin imagen

Luego de repasar al detalle la “ola de levantamientos” que desde 2008 rompe en distintos puntos del globo, el Comité admite que el movimiento de las insurrecciones está estancado. En un impasse. No logra superar el motín y convertir la insurrección en revolución. ¿No es patético, sino, que los fracasos se repitan, que sean unos iguales a los otros y que se persista en ellos sin pensar con madurez los puntos ciegos y errores? Confían, no obstante, en el eterno retorno de la forma comuna; los muchos que agencian modo de vida autónomo. Entendida como “un pacto de confrontar juntos el mundo”, la comuna no es para ellos aislamiento (comunidad), ni vida política convencional (democracia), sino ética de la situación en los lindes de la insurrección.[7]

De la insurrección al impasse, entonces, se traza el arco común con nuestra trayectoria argentina o sudamericana. Es importante reconstruir esa trama de modo cuidadoso, desde debajo, atentos a los matices y a las  ambigüedades; no solo para comprender el pasaje de la insurrección a la reconstitución de lo político convencional –bajo la dinámica de lo que la resucitada filosofía política llama “hegemonía”–, sino sobre todo para reconocer el terreno de despliegue de nuevas investigaciones militantes.

¿Qué ocurre con la imaginación subversiva entre la insurrección y el impasse? ¿En qué puntos se bloquea la imaginación, el deseo, el devenir? Pero, ¿todo se detiene? Puede que sea así suceda con los “revolucionarios”, pero no con las energías colectivas que reinventan otras imaginaciones, otros flujos de vitalidad que atraviesan la trama social. No es posible desconocer al respecto esa zona gris creciente en la que los otrora “excluidos” reinventan una compleja y pujante pragmática[8](que algunos llaman “economía popular”) en la que la frontera entre cálculo vital y verdad ética carece de fijeza, sino que exhibe, mas allá de toda ideología izquierdista, la circularidad indecisa entre dispositivo (¿parte baja del llamado neodesarrollismo?) y subjetivación (invención de un vitalismo plebeyo). En efecto, en la fase actual que algunos llaman “postneoliberal” –mix neoliberalismo/estado– se despliega ante nosotros el doble proceso de un vitalismo popular y de su interiorización en las categorías de la economía capitalista y de la comunicación. La vida se desdobla en un vitalismo smart –como lo llama CI– y un mortalismo poblado de vidas sumergidas, sometidas a un régimen de crueldad (espejo en el cual nuestro presente no tolera mirarse), velando el paisaje dominante de los modos de vida urbanos: capital cultural de clases medias + desposesión de los “pobres”. 

Esta división regula el estado de cosas y desanima la producción de alianzas insólitas. Se trata de neutralizar el tipo de vitalidad que interesaba a Foucault: “vitalismo sobre fondo de mortalismo”. Es decir: la extracción de vitalidad, o la invención de modo de vida, sobre la base tangible del régimen de la crueldad. Es el tipo de vitalismo que dramatizaron las figuras más potentes de la insurrección de 2001. Sin ese vitalismo es inútil delinear la comuna de las que habla el CI, especialmente cuando pensamos que ésta asume “sus propias fuerzas como fuente de su propia libertad”. Un modo de entender los vínculos y de estar en el mundo; una trinchera (paradojalmente siempre abierta) movilizada por la exigencia de desafiar la realidad.[9]

Y sus contracaras, bien lo sabemos: cuando la comuna no tiene exigencia vital propia reproduce el mismo sopor de lo social-neoliberal. Esa exigencia da nacimiento a lo real de las situaciones, lo que el CI llama “universal concreto”, por oposición al “universal abstracto” de la globalización. Es decir, no surge como mero efecto del enfrentamiento con el enemigo, sino de la afirmación de un modo común de vida, otro. Pero esa liberación de tiempo, esa disposición a levantar las barreras de la ciudad neoliberal deviene pura estupidez  si no es capaz de extraer una vitalidad que sólo otorga la problematización seria: esa alegría que ya no debe nada a la ideología de la fiesta ni de la familia ampliada. Es esta articulación entre fondo de muerte y extracción de vida la que queda bloqueada en un régimen de lo sensible caracterizado por la acumulación veloz, por la violencia difusa y por la centralidad del consumo en términos puramente cuantitativistas.

Todas estas discusiones, que hemos conocido bien a partir de la coyuntura insurreccional de 2001, han quedado bajo sordina en la coyuntura política local actual, secuestrada por fuerzas adversas, esas que algunos llaman las “mafias” y nosotros llamamos, con menor énfasis en el plano legal y más atención a su funcionalidad a los procesos de acumulación, “régimen de la crueldad”.[10]

El aturdimiento de la polémica entre (autodenominados) liberales y populistas vino a desplazar la experimentación desplegada a nivel de los dispositivos. O se la condena por pertenecer al oscuro mundo del neoliberalismo popular, o bien se la confina a la tutela del estado –lo que no deja de plantear desafíos en el nivel de las líneas de experimentación. Uno de ellos puede ser planteado del siguiente modo: ¿cómo se relacionan las resistencias, las luchas y las insurrecciones con las situaciones políticas que surgen bajo sus efectos? ¿Es tan seguro que la noción de Poder Constituyente es externa –como sugiere de modo confuso el Comité– a las relaciones que se instauran una y otra vez entre creación de modos de vida y tácticas de un contrapoder? ¿No remite este concepto, en cambio, a la necesidad de actuar desde los contrapoderes, dentro y contra los dispositivos mismos de gobierno, sin ilusión alguna de creer en ellos? ¿No es de este modo que necesitamos leer A nuestros amigos?

Esa potencia spinoziana en busca de su incremento de la que nos habla el Comité Invisible vive desdoblándose entre una imagen que la captura al hacer de ella un modelo de productividad, un ideal de felicidad y consumo, y una proliferación “sin imagen”, puro afecto de incremento. Esta distinción nos parece fundamental: mientras que la imagen-de-la-potencia produce modelos controlados, su falso opuesto es una imagen de derrota e im-potencia que se adjunta de modo generalizado a todo aquel que no participa activamente del optimismo ambiente.

Esta distribución estereotipada de lo que es potente y lo que no actúa –nos parece– en la rápida referencia del Comité Invisible a las políticas sociales en Sudamérica: al denunciar los planes en sobrevuelo como política anti-insurrección captan una parte de la verdad (parte que toman de los trabajos de Raúl Zibechi) aunque, a nuestro entender, pierden la otra: el rasgo que les pasa desapercibido de la insurrección del 2001. Nos referimos a la capacidad de los movimientos piqueteros –muchos de ellos autónomos- de apropiarse de la distribución de los planes. El problema no son –nunca fueron– los planes en sí, sino, para decirlo con CI, el hecho de que se los inscriba o no en una relación de gobierno y cómo. Luego del 2001, el discurso sobre los piqueteros y los planes sociales tiende a confundir los términos. Para el Estado, se ha tratado de trabajadores incluidos en la promesa de una vida feliz. Para los liberales y no pocos izquierdistas radicales, se trata de formas de clientelismo y manipulación, de financiamiento de una vida improductiva, sino delincuencial, al servicio del gobierno de turno. Ninguna de estas posturas dominantes logra captar la relación interna entre planes sociales y rechazo al trabajo procedente de la insurrección, ni desea reaccionar contra esta imagen generalizada que condena a extensos contingentes barriales a una supuesta pasividad. De este modo todos los discursos de la futura igualdad –nacional populares, izquierdistas o liberales– no hacen sino prolongar las relaciones jerárquicas (clasistas y racistas) que agrietan la ciudad. Aunque aún escasas, es preferible señalar las tentativas de contra-efectuar –potencia “sin imagen”, justamente– un vitalismo que enfrenta –y no se apoya en– la dinámica neoliberal y la lógica de la crueldad que organiza los poderes de hecho en los barrios, en las prisiones y en el amplio arco del trabajo sumergido.

La potencia “sin imagen” se presenta como experiencia ética de resistencia a la disposición misma del régimen de lo sensible, que es al mismo tiempo resistencia a la estructura material que lo sustenta y organiza. La insurrección no se apaga sola. Entre potencia e imagen-modelo, entre crisis y gubernamentalidad, en favor de nuevas experimentaciones en el campo de la verdad y de las formas de vida, ni en América Latina ni en Europa hemos logrado elucidar ni de cerca –es evidente– cómo desarmar las articulaciones estratégicas del capital.  
3. La risa del rebelde

Entre la irrisión y la risa reconozco una gran diferencia” –dice Spinoza en su Ética. “La risa, como también la broma, es pura alegría”. La irrisión, en cambio, es una “alegría nacida de que imaginamos que hay algo despreciable en la cosa que odiamos”.

Ciertamente es la risa la que nos embarga cada vez que el Comité Invisible escribe “nosotros, los revolucionarios”. Puesto que, como decía el Che Guevara, el deber de un revolucionario es “hacer la revolución”. Y puesto que no sabemos exactamente cómo hacerla, no podemos tampoco prescindir de  la risa ante este tipo de autoafirmación. Esa risa es “alegría”, creemos, cuando se admite que no se sabe y aún así se prosigue. Sin humor, sin una risa política y hasta filosófica, es imposible tratar cuestiones centrales en la ética y la verdad de este proseguir.

Y para proseguir es imprescindible detectar claves que nos permitan superar obstáculos. Uno de ellos, pensamos, lo ofrece el CI cuando afirma que es necesario aprender el cuidado de los devenires. El “revolucionario”, dicen, es aquel que trata bien los devenires. Un enunciado micropolítico fundamental, pero que entraña al mismo tiempo todos los problemas que la “revolución” debe sortear: puesto que para empatizar con los devenires revolucionarios de las personas seguramente hay que estar también tomado por ellos. No hay “pastor” de los devenires. Hay encuentro entre transiciones de incremento de la potencia que deben, como primera medida, abandonar el falso humor del desdén y la soberbia que sólo sabe denigrar a los otros y acaba por impedir la preciosa tarea del cuidado inmanente de los procesos de resistencia creativa.  

El segundo de ellos tiene que ver con la asamblea y con ciertos rasgos caricaturales de los grandes movimientos. El Comité no se conforma con la asamblea y ataca su fetiche. Tampoco son nostálgicos del movimiento alter-globalización de la década pasada, al que burlan considerándolo el primer intento de asalto pequeño burgués al poder burgués. Ni adhieren a las bondades de Internet y las redes sociales (“democracia conectada, participativa, transparente”), sino que más bien hostigan a quienes proponen rediseñar los sistemas de toma de decisiones con asistencia de las nuevas tecnologías, reforzando la penosa tendencia a hacer de la democracias un sistema de sondeos permanentes. Las malas respuestas no anulan la pertinencia y hasta la urgencia de las preguntas que les dieron origen. A lo sumo, muestran que estas preguntas no fueron bien planteadas, porque es en ella –más que en las respuestas– donde mayor relevancia cobra la radicalidad.
Y, en efecto, también nosotros hemos vivido el sopor de la asamblea y la banalización irritante que se hace de los lenguajes de los movimientos de lucha. Nunca más necesario, por tanto, atender a la sintaxis del contrapoder: no como categoría interna a lo que el neoliberalismo llama democracia, sino como dinámica de un poder constituyente –cosa que el Comité rechaza, a partir de sus polémicas con el énfasis institucionalista de los “negristas de Madrid”. Sólo volviendo a la radicalidad del planteamiento parece posible aprehender los problemas en serio: la capacidad de las luchas por crear elementos de una vida común diferente y de situar esa diferencia en la densa conflictividad del presente (y no tomarla como una moral separada y abstracta). Es decir, la necesidad de crear articulaciones entre quienes rechazamos el modo en que se gobierna el antagonismo en nuestras ciudades.
En tercer lugar necesitamos discutir a fondo lo que entendemos por neoliberalismo. El Comité muestra bien hasta qué punto el neoliberalismo es un modo de coordinar dispositivos en función de la acumulación y cómo en la época de la subsunción real de la vida en el capital ya no hay siquiera una teoría política autónoma a esta dinámica de desposesión. Como sabemos, en el centro de esta comprensión crítica de lo neoliberal se encuentra cierto período del pensamiento de Foucault. En efecto: ¿cómo desplegar resistencias activas y constituyentes, dentro y contra el neoliberalismo, que no sean mera nostalgia de los socialismos reales o, peor aún, de las “burguesías nacionales” con las que sueñan los llamados populistas de Sudamérica? [11]

La importancia de la teorización del neoliberalismo como paradigma de gobierno afecta, como hemos dicho, la teoría del estado y fuerza a los movimientos de resistencia a producir autonomía a partir de un pragmatismo radical, que no excluye altas dosis de maquiavelismo en el nivel de las instituciones.[12] Pero todo este campo de experimentación queda obstaculizado cuando se malversa la problemática en cuestión y se nos conduce a leer la “última lección” de Foucault en términos alucinados: Foucault tomaría de los neoliberales los valores de “multiplicidad”, “libertad” y “pluralidad” que una refundación de la “izquierda” necesitaría, en contra de los totalitarismos inherentes por igual a toda idea de unidad, sea estatal, social o comunitaria.[13]

En efecto, cuando se actúa como si el neoliberalismo fuese fuente de crítica contra lo Uno se olvida que el Uno de la dominación actual es Uno-múltiple del propio. Al oponer Mercado –plural– a Estado –unificado– no se nos deja ver que la gubernamentalidad neoliberal afecta la naturaleza misma del estado y que el neoliberalismo, más que oponerse, da lugar a un tipo de estado propiamente neoliberal. Es lo que nos enseña Maurizio Lazzarato cuando afirma que el liberalismo nunca fue, sino, una variante del capitalismo de estado.[14] Al aceptar las nociones de “libertad”, “pluralidad” y “multiplicidad” del universo de los mercados (como si al aceptarlas se aceptaran meros conceptos y no modos de subjetividad), se nos priva de pensar la diferencia en sí, la diferencia diferenciante, que es el único modelo vivo con que la potencia cuenta para enfrentar el reinado de la libre servidumbre neoliberal.

Enredados como estamos en el tejido de las máquinas neoliberales –de crédito, de consumo, de interconectividad, de productividad y de seguridad– necesitamos con urgencia reorganizar la problemática que impone la cuestión del neoliberalismo (o del llamado “postneoliberalismo” sudamericano), a riesgo de suprimir definitivamente el problema de cómo verdaderamente se crean (“en el fondo de cada situación y en fondo de cada uno”) posibles modos de vida. Pero ¿cómo alcanzar esta percepción común sobre la que organizarse y fortalecer las luchas? Incluso: ¿cómo construir una fuerza que no sea organización separada –porque no buscamos organizaciones trascendentes–,[15]pero capaz de contrapesar el poder subjetivamente de la máquina, del dispositivo?

Enfáticamente, entonces, recomendamos a nuestros amigos aceptar el convite y disponer el tiempo para la lectura de esta obra clave, iluminadora de las luchas en el siglo XXI, de las recientes, de las presentes, de las por venir. El Comité Invisible ha recorrido todas las insurrecciones de la última década y media; ha sistematizado a partir de allí toda una serie de operaciones y distinciones útiles para todxs nosotrxs y ha armado un plan: cuando la opacidad es estratégica, cuando nada de lo que sucede ante nuestros ojos es lo que parece, necesitamos casi con desesperación elementos cartográficos como los que brinda A nuestros Amigos.[16]Su lucidez es enteramente resistente, enteramente creadora de existencia, enteramente firme. Aceptemos la invitación y llevémosla más allá, más allá de nosotros mismos. Allí donde no somos cada uno. Allí donde la política convencional (si quiera de “izquierda”) no alcanza. Todo el resto es idealismo.


[1] Editado por Heckt, 2016, y desde esta semana en librerías (https://www.facebook.com/rana.hekht
[2] Los desplazamientos en A nuestros Amigos son muchos, tantos que algunos –fundamentales— quedaron afuera de este modesto preludio. Ante esta inevitable incompletud, sugerimos la lectura de los textos de Amador Fernández- Savater, quien viene reseñando de modo muy implicado los textos de Tiqqun y el Comité Invisible. Presenta de este modo, por ejemplo, el libro aquí comentado: “A nuestros amigos es un pequeño acontecimiento en el mundo editorial, no en el sentido de que sea un éxito de ventas o de marketing, sino una anomalía en las maneras de escribir y publicar. No es un libro de autor, otra marca personal en la red de los nombres, sino que viene firmado por la denominación ficticia de una constelación de colectivos y personas que sostienen que “la verdad no tiene propietario”. No es un libro que surja simplemente de la lectura de muchos otros libros, sino también de un conjunto de experiencias, de prácticas y de luchas que consideran importante pensarse y contarse a sí mismas. No es un libro que pretenda alimentar un ruido de temporada ni convencer a nadie de nada, y por eso se dirige “a los amigos”, a los que de alguna manera ya caminan juntos aún sin conocerse, proponiendo una serie de señales, como esas muescas que dejan los senderistas para otros amantes de las caminatas, con la diferencia de que este camino no existe con anterioridad, sino que se hace (colectivamente) al andar”. Véase: “Reabrir la cuestión revolucionaria (lectura del Comité Invisible)”; “La pesadilla de un mundo en red” (sobre La hipótesis cibernética); “La revolución como problema técnico”: de Curzio Malaparte al Comité Invisible”.
[3] Este desplazamiento radicaliza y difumina las dos líneas estratégicas del pensamiento  foucaultiano, especifica Agamben, aquella que sustituye la historia de la dominación por el análisis de los procedimientos y técnicas de la gubernamentalidad (dispositivos); aquella que sustituye la teoría del sujeto y la historia de la subjetividad por el análisis histórico de los procesos de subjetivación y de las prácticas de sí (subjetivaciones).
[4] Si todo es dispositivo es porque –en definitiva- nada es de modo puro naturaleza humana. Dada la prematuración del retoño humano, los modos de ser son enteramente construidos en la experiencia. A falta de instinto, todo es artificio en el humano. Todo es dispositivo quiere decir: lo político deviene esencialmente micropolítico. Y la disputa por los artificios lo es también por la idea misma de humanidad a crear.
[5] También aquí se hace claro el diálogo con Foucault (aunque por momentos da la impresión que detrás de Foucault se trata de Heidegger), para quien el Estado no es una alternativa a la moderna gubernamentalidad, sino que esta última es la condición efectiva para la eficacia tanto del mercado como del propio Estado. 
[6] Quienes deseen ampliar esta fundamental tesis (el poder es logístico y reside en las infraestructuras) son muy recomendables los artículo de Amador Fernández Savater al respecto: “La revolución como problema técnico”: de Curzio Malaparte al Comité Invisible” y el punto 4, El poder es logístico, de “Reabrir la cuestión revolucionaria (lectura del Comité Invisible)”. Entre otras cosas, se podrá encontrar allí expuesta la discusión al respecto, en los preludios de la Revolución Rusa, entre Lenin y Trotsky: “Para Lenin, se trataba de suscitar y organizar un levantamiento general de las masas proletarias que desembocase en el asalto al Palacio de Invierno. Para Trotsky, por el contrario, la revolución no pasaba por combatir a pecho descubierto al gobierno y a sus ametralladoras, ni por tomar palacios o ministerios, sino por adueñarse de la organización técnica de la sociedad: centrales eléctricas, ferrocarriles, teléfonos, telégrafos, puertos, gasómetros, acueductos, etc. Para ello, no se necesitaban masas proletarias algunas, sino una tropa de asalto de “mil técnicos”: obreros especializados, mecánicos, electricistas, telegrafistas, radiotelegrafistas, etc. A las órdenes de un ingeniero-jefe de la revolución: el mismo Trotsky”.
[7] Partiendo de las experiencias de luchas comunitarias de Bolivia y México, Raquel Gutiérrez Aguilar y Huáscar Salazar Lohman avanzan hipótesis de lo más interesantes sobre la capacidad comunal de reapropiarse de las condiciones de su reproducción y de disputar a la lógica del capital su capacidad de identificar trabajo social con trabajo abstracto. Ver su artículo «Reproducción comunitaria de la vida. Pensando la transformación social en el presente”, en Revista de estudios comunitarios «El Aplante”, n1, Octubre 2015.
[8] Ver Verónica Gago, La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2014.
[9] Atacar la realidad, verdad como desplazamiento, política existencial como desafío son todas imágenes que proceden de la obra de Santiago López Petit, una auténtica travesía del nihilismo. Ver en particular: Breve tratado para atacar la realidad (Tinta Limón Ediciones, 2009) e Hijos de la noche (Tinta Limón Ediciones, 2015).
[10] Se trata de una expresión que tomamos a partir de la “pedagogía de la crueldad” tal y como la piensa la antropóloga Rita Segato para la situación latinoamericana. El “régimen de la crueldad” intenta comprender modos informales de gobierno que conectan las figuras del trabajo sumergido con la renta global. Puede verse “La pedagogía de la crueldad”. Entrevista a Rita Segato, Página/12 – Las/12, 29 de mayo de 2015: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-9737-2015-05-29.html.
[11] Cuanto más entra en crisis la idea de progreso, tanto más se desmerece a priori como “nostálgico” toda reflexión crítica que se aparte del sistema renovado de las promesas que una y otra vez se nos formulan: sea la confianza en la renovación continua de las tecnologías, en las posibilidades de nuevos consumos o en el futuro político. La resistencia al futurismo propio del “dispositivismo” no es nuevo. Como lo muestra Christian Ferrer en “Los destructores de máquinas y otros ensayos sobre la técnica y la nación” (Ed. Biblioteca Nacional, Bs-As, 2015), de los ludditas en adelante, siempre ha habido movimientos que intentaron hacer la guerra contra la instauración de formas de progreso dañinas para la vida común.
[12] Sobre todo en los contextos en que las instituciones actúan como dispositivos, y sólo en la medida en que esos dispositivos sean lo suficientemente porosos.
[13] Geofroy de la Lagasnerie, La última lección de Michel Foucault, sobre el neoliberalismo, la teoría y la política, Fondo de Cultura, Bs-As, 2015.
[14] “El neoliberalismo representa una nueva etapa en la integración del capital y el Estado, la soberanía y el mercado, de la que la gestión de la crisis actual puede considerarse una consumación” (pág. 95). Mauricio Lazzarato, Gobernar a través de la deuda, tecnologías de poder del capitalismo neoliberal, Amorrortu, Bs-As, 2015.
[15] Esta organización no separada, esta efectividad de la fuerza, ha sido pensado bajo la forma de la comunidad, es decir, reproducción de la vida colectiva más autogobierno. De Oaxaca a Achacachi, los comunalismos actualizan una subjetivación diferente y por momentos antagonista a los dispositivos neoliberales (de mercado y de estado).  Lo común no preexiste, sino que es producción.  Es decir, luchas concretas.  Y es seguramente desde estas producciones que adquiere todo su sentido el rechazo al paradigma del gobierno y a su filosofía política. 
[16] Tomemos sólo dos ejemplos próximos para nosotros, lectores argentinos o sudamericanos: hemos visto cómo los caceroleros de la derecha se apropiaron del ropaje de la insurrección, en Bs-As tanto como en San Pablo. Sea a partir de la vitalidad que por un tiempo mostraron los gobiernos llamados “progresistas” de la región, sea por la incapacidad propia para contrarrestar con la fuerza de la insurrección a las redes mediáticas y biopolíticas que no saben de sino de polarizaciones sordas entre estatistas y pro-mercado, una y otra vez la insurrección -lo más real- se trastoca en lo delirado, en el delirio mismo.

Criticar al kirchnerismo para criticar mejor al macrismo // Diego Sztulwark

 

¿Cómo se da lo político hoy? Escribe Morales Solá en La Nación: «La razón de la reacción judicial aparece nítida en ese mensaje de Lorenzetti. Más que el deber de los jueces (o tanto como el deber) se impone ahora un mandato de la sociedad. La frase «que vayan presos» está tan difundida en la sociedad como a principios de siglo lo estuvo la que clamaba «que se vayan todos». Y la mirada social se posó sobre la Justicia. De hecho, un juez federal, conocido por sus favores al kirchnerismo, debió abandonar su casa en un country después de comprobar que le era imposible convivir con los reproches de sus vecinos».
La fuerza que durante la crisis de 2001 amenazaba al orden ha sido completamente neutralizada y apropiada en sentido inverso. La amenaza funciona ahora en sentido contrario. Lo liberal-acomodado aprieta a los jueces para que inicien un mani pulite. Es el sistema político el que amenaza con descargar una crisis social si las cosas no se dan como suponen: «Que se vayan todos» destituía un orden neoliberal. El kirchnerismo, en lo que tuvo de progresivo, se explica por la calidad de esas fuerzas. Que vayan «todos presos» sustituye el problema del lazo social tomado por la forma empresa por una moral anti-corrupción incapaz de plantear el problema de la propiedad y la acumulación.
La lucha contra la corrupción es el modo que tienen las derechas de siempre para canalizar la «indignación» hacia zonas controladas, en las que se afirman los valores del mercado. La crítica transformadora, en cambio, comienza por criticar las formas de explotación, y no por una supuesta indignación manipulable desde los grandes medios. No porque la corrupción no sea enteramente repudiable, sino porque el repudio debe ligarse a una problematización consecuente para no encallar en lugares comunes y hasta peligrosos. La diferencia entre la mera denuncia y la crítica a fondo es el tipo de fuerza que se afirma en uno enfoque y otro. Al respecto, no está de más mirar de cerca lo que sucede en Brasil. 
La denuncia sustituye así la verdadera crítica. Porque criticar es un modo de comprender que transforma y crea fuerzas cuestionadoras. La denuncia, en cambio, suele operar como confirmación de los valores establecidos (de mercado en este caso). Los Panamá-Papers aparecen como una nueva oportunidad para entender que la ilegalidad en el manejo del dinero es un dato estructural del modo de acumulación (como viene mostrando sistemáticamente la investigadora Rita Segato y como se denunció estos años desde la Procelac). Y que lo que está en juego es quién controla –quién denuncia- esas rutas del dinero. ¿No es esa la clave a seguir? 
La subestimación que el kirchnerismo hace de la corrupción debilita el poder de la crítica. Esa subestimación, esa debilidad está en el corazón de la impotencia política actual. Sin una auténtica crítica al kirchnerismo (esa voluntad de inclusión inseparable de una voluntad de normalización de la crisis) nos será difícil una profunda crítica al macrismo (esa voluntad reaccionaria de orden). Es un poco la tarea de la hora.
Lo que nos lleva a la lectura de un artículo que Diego Tatián escribió recientemente en Relámpagos: “La primera e ineludible tarea –en realidad la segunda; la primera es el registro de todo lo que no se hizo o se hizo mal para que el retroceso sea tan brutal- es comprender sin subestimación ni consolaciones morales la naturaleza de lo que tenemos adelante. ¿Frente a qué estamos”? Y se responde: “frente a un gobierno al que le interese desarrollar una alternativa política y la conciba según una temporalidad histórica; no frente a una alternancia que recupera tradiciones ideológicas propias para disputar sentidos sociales. Lo que hay en frente es un grupo de tareas gerencial cuya estricta misión es la de reinsertar a la Argentina en el circuito financiero internacional”, lo que muy posiblemente sea exacto. Pero el modo de preguntar puede resultar insuficiente toda vez que la primera pregunta queda postergada a favor de la segunda.
Algo ha pasado en este país –y en buena parte de la región- para que un gobierno como el de Macri sea posible. Es fundamental entender esta mutación colectiva que posiblemente sea algo más que un mero error del gobierno anterior. La crítica al macrismo necesita que esa mutación sea pensada a fondo y públicamente (nada de autocrítica a escondidas). 
El régimen de enunciación política del kirchnerismo tuvo cosas valiosas. Nombro dos: uno, abrió algunos espacios de participación y, dos, denunció la pretensión de empresas y corporaciones de privatizar la capacidad de decisión política. Su teoría política tuvo igualmente límites estructurales. La participación no amplió de modo considerable el sistema de la decisión política y se trató a todo impulso autónomo –social, popular, intelectual- como “antipolítica”. Todo lo que ocurrió parece jugarse esa misma ambigüedad ¿Qué se perdió en el medio? La capacidad de comprender fenómenos como la agudización de la explotación financiera (¿a qué tasa prestan los agentes bancarios dinero a los más pobres? ¿A cuánta a la clase media?) y un esquema de consumo interno que subjetivaba de modo neoliberal. El FpV creyó ganar las elecciones porque miraba las variables macropolíticas. Cambiemos –que tiene tanto de cambio como de continuidad- construyó su victoria sobre variables ligadas a la subjetivación que operaban los mismos dispositivos micropolíticos que el kirchnerismo puso/mantuvo en curso. 
La primera pregunta de Diego, esa en la que no profundiza en su texto, nos llevaría a pensar continuidades no advertidas, ligadas a la persistencia de subjetividades neoliberales. La segunda, nos lleva a pensar juntos cómo enfrentar sin medias tintas las políticas que Macri lleva adelante. Poco interesado por la crítica nostálgica, hago notar que toda cristalización afectiva quita potencia al pensamiento. Criticar al kirchnerismo no es un asunto de nostalgias o de izquierdas abstractas, sino una tarea indispensable del presente para entender por qué la resistencia estos días ha sido tan pobre, para evitar que el “vamos a volver” sea pura melancolía impotente y para afrontar lo que realmente nos importa: ¿cómo y desde dónde vamos suscitar las fuerzas para qué lo político no sea mera reproducción del orden?

Pinochos: marionetas o niños de verdad, las desventuras del deseo // Diego Sztulwark



Una profunda y conmovedora teoría política se esconde en las páginas sutiles de este libro sobre Pinochos. Sus tesis esenciales reposan en la sencillez del siguiente relato: Pinocho, muñeco de madera cuya hazaña es haber deseado a punto de desbordar su rígida materialidad de palo para vivir como un niño, sería muy probablemente sometido, hoy día, a diagnósticos de TGD, ADD, etc. y a terapias que, enfundadas en saberes técnicos y moralistas, aniquilarían en breve sus posibilidades subjetivas. Lo encerrarían en los límites de su propio cuerpo orgánico, lo reducirían a mero leño.
A partir del clásico de Pinocho, Esteban Levin -psicólogo y profesor de educación física- reflexiona sobre los Pinochos que pueblan su clínica y sobre la violencia que sobre ellos se descarga diariamente.
Mientras Pinocho vive sus aventuras, Esteban revive con sus pequeños pacientes el sufrimiento al que son sometidos esto “Pinochos” condenados por trastornos orgánicos, de desarrollo. A cada paso la misma protesta: es intolerable que se etiquete a los niños a partir de un déficit en su realidad orgánica. Es inaceptable semejante objetivación en el cuerpo. Todo un arsenal medicinal y diagnóstico procesado en grandes laboratorios operan como armas de destrucción contra la infancia. Lo que observa Esteban en su consultorio no es muy distinto a lo que vemos un poco por todos lados: una enorme y aterrorizante voluntad de normalización. Una extendida y penetrante pedagogía de la crueldad. El aplastante sistema de la estadística y el protocolo sustituyendo toda conexión sensible. Un inmenso poder de domesticación cae, aterrorizador, sobre todos nosotros.
En el consultorio de Esteban Levin, lleno de juguetes, se piensa de un modo muy diferente. Como en un autentico laboratorio, o cenáculo, en el que se teje una conspiración, se elabora allí otro tipo de existencia. En lugar del cogitoactual: “me adecuo al orden, entonces existo”, se pone en práctica una subjetivación de lo más subversiva: “jugando, entonces existimos”. Jugando, es decir, existiendo a partir de la apertura y de lo sensual por sobre todo saber prefigurante que delimita a priori la potencia de los cuerpos infantiles. 
Tenemos suerte de que Esteban sea también un gran lector, un filósofo y un escritor que cuenta con un lenguaje eficaz y sumamente sutil para enseñarnos en qué consiste, operación por operación, esta resistencia tan vital al mundo humillante en el que sólo vale la adecuación al orden.  A través de su libro 
podemos acceder a una riqueza espléndida de relatos clínico-literarios. Son innumerables. Nenes y nenas que van a jugar a con Esteban. ¿Qué pasa en esa clínica? Una la sutil atención a los afectos que apunta a contactar con el niño como “sujeto de deseo”. Ese sujeto que se esconde en un cuerpo que no responde, no demanda, no reacciona, no habla o no siente dolor. Ese deseo que de tan frágil permanece imperceptible, oculto en las conductas repetitivas, en su propia ausencia.
La escena es de lo mas angustiante: el deseo ausente, el cuerpo expuesto en su falla. Los padres mortificados. No veo como evitar la palabra “ternura” para aludir a las narraciones de Esteban con estos “Pinochos”.
La teoría política que puede leerse entre líneas es la de las desventuras del deseo como lo otro del poder de normalización. Sólo que por lo dicho queda claro que el deseo no actúa aquí como potencia transgresora, sesentiochezca. Sino como inhibición y repliegue. No se trata de organizar la revuelta sino de provocar la demanda. Es ahí, en donde todo contacto parece imposible, que Esteban entabla su terapéutica amistad con los pinochos. Spinoza definía la amistad no como el contacto íntimo entre personas, sino como situación en la que se experimenta la utilidad común.  La amistad spinoziana tiene un aspecto terapéutico, otro estético, otro político.
Pero decía que es una suerte que Esteban sea tan lector, tan filosofo y tan escritor. Porque además de darnos a conocer lo que pasa con los chicos y de aproximarnos al horror de las situaciones familiares que los diagnósticos suelen inducir, nos enseña una serie de conceptos que son auténticos contra-saberes ético-políticos. Me refiero a los conceptos de “toque” y “plasticidad”. 

Sobre la “plasticidad”, cito a Esteban: “el cuerpo nunca es idéntico a sí mismo. En este sentido, estos niños no son los más aptos desde el punto de vista corporal-orgánico, el que marca la evolución de la especie, sino desde la plasticidad simbólica de un sujeto. Nos referimos tanto a las redes de representaciones que un sujeto puede producir, imaginar y asociar como al entretejido neuronal. La experiencia con el Otro resulta fundamental para el armado del circuito sináptico y para la madurez neurológica siempre y cuando en esa relación escénica circule el afecto libidinal”. Los niños discapacitados “son los que más se “adaptan” y requieren de otro pese a sus limitaciones y lesiones” y “nos introducen en la increíble capacidad plástica, tanto orgánica como simbólica, de transmutar, compensar y modificar la propia dificultad para descubrir la posibilidad frente a un límite orgánico y funcional”. El cerebro mismo no es programación sino plasticidad.
El otro concepto es el de “toque”. Un “toque” que no es sólo táctil (como sucede con la caricia en la que el tacto busca sin saber lo que busca) sino que se da en medio de lo intocable mismo: toque es el modo en que un sujeto busca producir como afección en otro sujeto; es lo que el deseo desea como plus respecto del cuerpo del otro para que su deseo aparezca. El toque es inseparable de la escena, el espejo, el desdoblamiento por el cual, como sucede con el deseo de Pinocho, somos mas que órganos, mas que mera leña para el fuego. El toque remite al contacto con aquello que no hay como tocar, al contacto del tipo mirada/mirada.
A la plasticidad y el toque habría que agregar el gesto, que articula en un movimiento una significación singular para el sujeto. Este saber del gesto que se entrega al otro me hace pensar en Levinas, uno de los tantos filósofos citados por Esteban Levin. En una de sus páginas de Totalidad e individuoreflexiona sobre la paternidad, si recuerdo bien, como aquella disposición a superar la propia finitud conmovido ante las posibilidades de otro. Este contacto entre las propias posibilidades y las posibilidades del otro, por descubrir, pone en juego una sensibilidad muy especial. Una sensibilidad de la potencia, omnipresente en Esteban. Una clínica del toque, una ciencia de la plasticidad, una ética del deseo, una micropolítica no neoliberal, una experiencia no patriarcal de la paternidad: no es poco lo que este libro le dice a nuestra época.

Micropolíticas neoliberales, subjetividades de la crisis y amistad política // Diego Sztulwark

(o por qué necesitamos criticar al kirchnerismo para combatir al macrismo) *

Me piden que me presente. Me presento por lo que hice y hago. Nombro algunas cosas: coordino grupos de lectura y discusión sobre temas políticos y filosóficos, editamos recientemente con Cristian Sucksdorf la obra completa de León Rozitchner (durante la gestión de Horacio González en la Biblioteca Nacional), fui parte del Colectivo Situaciones, participo de la editorial Tinta Limón Ediciones. Con varios compañeros hemos creado diferentes colectivos los últimos años: el Instituto de Investigación y Experimentación Política; el blog Lobo Suelto!, la columna semanal Clinämen, en FM La Tribu.
Como parte del Colectivo Situaciones después del año 2000 hicimos una serie de trabajos con organizaciones sociales a los que entonces llamamos “investigación militante”. Hay una serie de publicaciones de aquellos años. Tinta Limón se nutre de esa experiencia, aunque también ha editado muchos libros de movimientos sociales sobre la realidad política latinoamericana y muchos de filosofía.
Si recuerdo ahora el Colectivo Situaciones es porque me parece que vale la pena comenzar hablando de experiencias que constituyen lo que podríamos llamar las subjetividades de la crisis. Yo llamaría así a todas aquellas subjetividades que producen crisis, saben vivir en la crisis, tienen una inteligencia para la crisis y desarrollan estrategias en la crisis. Sería una primera manera de presentar la idea de que en América Latina y en Argentina hay mucha experiencia en términos de subjetividades de la crisis. Es lo que hoy puede verse cuando en momentos de restricción económica, o lo que se llama ajuste, aparecen unas redes de economías informales de todo tipo, que logran soportar como pueden la disminución del salario, la disminución del empleo, etcétera. Hay mucha experiencia de un saber hacer de la crisis. En torno al año 2000-2001 esto fue muy evidente: se constituyeron figuras colectivas de largo alcance. Podemos agregar el Club del trueque, las fábricas recuperadas, toda la experiencia del cartoneo… Hay mucha experiencia de saber hacer con la crisis y este es un punto que nosotros como Colectivo siempre nos interesó trabajar.
Me gustaría situar el marco general de lo que podríamos charlar y después volver sobre las subjetividades de la crisis.
Pensé tres puntos para plantear. El primero tendría por título: “Hemos subestimado lo neoliberal”. El segundo sería: “Necesitamos entender críticamente al kirchnerismo para comprender el momento actual”, que no es kirchnerista sino macrista, y el tercero sería: “El problema de a qué podemos llamar hoy amistad política”. En el segundo punto, las subjetividades de la crisis no van a quedar olvidadas.
Respecto al primer punto. En el verano me escribió la antropóloga Rita Segato, que es una pensadora muy relevante; actualmente vive en Brasil e investiga femicidios a nivel latinoamericano. Es además una de las autoras que publicamos en la editorial que mencioné. Ella dice que evidentemente ha pasado en Argentina algo más complicado de lo que podemos entender. Se refiere a cómo llegamos a la coyuntura política actual. Ha habido un vuelco subjetivo estos años que no es fácil de comprender. Si lo comprendiésemos tendríamos más herramientas para entender un poco de qué se trata el actual presente político. Hemos pensado lo neoliberal desde un punto de vista estrictamente macropolítico: normalmente el lenguaje periodístico en estos últimos 10 o 15 años es el lenguaje con el que se piensa la política. Es un límite de nuestra época, pensar la política tan dominantemente a través del lenguaje periodístico de los medios, como si fuera el único género narrativo en el que nos pasa la política. Se ha considerado que lo neoliberal tenía que ver con una coyuntura latinoamericana muy específica, vinculada a lo que se llamó el Consenso de Washington, el ajuste, las privatizaciones, el pago de la deuda externa, un conjunto de medidas macropolíticas que todos conocemos –lo que el menemismo tuvo como programa político y ya había sido instaurado previamente por la dictadura militar.
El problema es que la crisis del 2001 tiene una potencia bastante fuerte de destituir la legitimidad del discurso neoliberal. A partir de 2001 asistimos a una década bastante larga, donde el discurso no puede ser neoliberal, no es neoliberal. O sea, los políticos no hablan de privatización, ni de ajustes, ni de represión: la agenda discursiva 1976-2001 queda silenciada y aparece otra agenda que habla de “consumo interno”, “desarrollo”, “militancias”. La política dice otras cosas que pueden haber generado la ilusión de que el neoliberalismo era políticamente derrotable, superable, es decir que la voluntad de inclusión social que la retórica kirchnerista asumió desde el 2003 con tanta contundencia podía estar dejando atrás, por lo menos en el escenario argentino y a veces podría pensarse que también regional, este fenómeno del capitalismo contemporáneo llamado neoliberalismo.
Visto desde hoy, parece un poco ingenua esa impresión, no sólo porque en el nivel de la política macro lo neoliberal vuelve a instalarse, sino porque todos estos años lo neoliberal subsistió bajo la forma de poderosas micropolíticas. Y este es el punto que me gustaría señalar. El neoliberalismo no es solamente una política que el Estado aplica en ciertas coyunturas, referente a determinada gestión de los recursos, sino que es un conjunto de dispositivos micropolíticos.
Teóricamente no digo ninguna novedad, Foucault trabajó esto muy bien en dos cursos que fueron publicados muy tardíamente, pero que circulan hace unos años ya: El nacimiento de la biopolítica y Seguridad, territorio, población. Hay ya en esos textos una elaboración bastante desarrollada sobre esto. Mauricio Lazzarato, que ya tiene varios títulos en castellano, trabaja en un sentido similar. Lo neoliberal o el capitalismo contemporáneo no como un fenómeno de hegemonía política, no como un fenómeno discursivo, retórico, de partido político que gana elecciones, sino como un fenómeno que no necesita ir a elecciones. Por lo tanto, no hay cómo discutir al neoliberalismo. Va a elecciones, pierde; y hay neoliberalismo igual. Consensuamos entre todos que es una forma horrorosa la imagen empresarial para pensar enteramente una sociedad y sin embargo la forma empresarial de pensar la sociedad vuelve a instalarse. Hay un problema con lo neoliberal que desde el estricto punto de vista macropolítico no se ha llegado a pensar y por lo tanto no se lo ha podido elaborar. Es un problema fundamental.
Para decir algunas cosas básicas de esa política neoliberal, diría que las micropolíticas son dispositivos que subjetivan bajo la forma de la empresa. ¿Qué somos nosotros individual y colectivamente desde ese punto de vista?: empresas. Somos un capital a gestionar, tiene que darnos renta en los distintos aspectos de la existencia, y el neoliberalismo pone en juego para eso un tipo de ganancia subjetiva que es muy evidente para todos nosotros, aunque rara vez creo nos detenemos a reflexionar sobre ello. Esa ganancia se presenta en términos de “libertad”, el neoliberalismo es la primera forma de dominación política que pone en el centro absoluto de la experiencia de la libertad. Somos libres de hacer lo que queremos, nadie nos dice lo que tenemos que hacer. Esa libertad –que puede contrastar con nuestro ideal genérico de libertad, y está bien que contraste, porque el neoliberalismo es ante todo una forma de dominación política– es una manera de dominar en la que servidumbre y libertad se revierten todo el tiempo una a otra al nivel de los dispositivos micropolíticos. Hay una experiencia de libertad en el hecho de que cada quien se las tiene que arreglar, que nadie va a estar diciéndonos exactamente lo que hay que hacer. Cada quien tendrá que vérselas con su capacidad de constituirse a sí mismo como marca, como empresa, según su autovalorización. El mandato es: autovalorizate, como puedas.
Me parece que el éxito de las micropolíticas neoliberales es contundente y ha quedado solapado en la discusión política de la década previa, y al mismo tiempo, cuando Rita Segato preguntaba qué nos pasó como pueblo para pegar este tipo de conversión como la que estamos viendo ahora, planteaba un problema que es imposible de responder sin observar qué ha pasado con estas micropolíticas neoliberales que durante esta década se desarrollaron –muy paradojalmente– junto a una voluntad fuerte de inclusión social. Una voluntad política de inclusión social que se apoyó, que coincidió, que coexistió con unas micropolíticas neoliberales. El poder subjetivador de esas micropolíticas parece haber sido más fuerte que la interpelación en términos de inclusión social, y ahí hay un punto ciego de la última década política que me parece que hay que intentar elaborar.
Me parece que hay que pensar la complejidad del último tiempo de la política argentina y latinoamericana, o de estos gobiernos llamados progresistas o populares, Evo Morales, Lula, Correa, Chávez, Kirchner. La coexistencia, en ellos, de una voluntad de inclusión política que por momentos funcionó como una retórica de los derechos, y que no pocas veces efectivizó derechos muy concretos.
No creo, por tanto, que se haya tratado de procesos exclusivamente discursivos (sabemos que lo discursivo en política raramente es sólo discursivo, porque lo discursivo produce efectos extradiscursivos). Creo que a la voluntad de inclusión social habría que analizarla por lo menos en dos niveles. En el primero plantearíamos el problema de qué es en sí misma una voluntad de inclusión. Y en el segundo, de nuevo, habría que ver hasta qué punto esa voluntad de inclusión se articuló con unas micropolíticas neoliberales. Los límites que le veo a esta voluntad no pasan por el hecho de haber funcionado a partir de una discursividad fuerte. Porque hubo medidas políticas, beneficios y enfrentamientos políticos tangibles y positivos. Me parece que la crítica que podemos formular apunta a la teoría política de esa la voluntad de inclusión, que supo sostenerse doce años, buena parte de los cuales se benefició con altos ingresos y con un contexto regional tan favorable –incluso con una oposición política tan débil. El problema con esa teoría política de la inclusión se plantea cuando no logra ya refrendarse electoralmente.
Cuando digo que hay un problema o que hay que hacer una crítica de esa voluntad no me estoy refiriendo al procedimiento sencillo de la impugnación, de la denigración, de la negación del fenómeno. Estamos tratando de pensar qué analítica nos permite entender su funcionamiento y si es posible entender cómo lograr que ese funcionamiento deje lugar a otros mas consistentes (mas igualitarios, o mas libertarios, si es posible).
En primer lugar, esa voluntad de inclusión social es compleja en sí misma, es ambivalente. Porque combina dos cosas diferentes. Por un lado, remite a los valores más valiosos que podemos compartir, como es la sensibilidad con respecto a los otros que han quedado excluidos del consumo, de derechos básicos, dañados por el proceso de acumulación, o bien durante el proceso dictatorial. Ese aspecto de la inclusión activa lo mejor de nosotros. Pero, al mismo tiempo, la idea misma de inclusión tiene un aspecto colonial. Un aspecto por el cual el otro es bienvenido a una zona previa, que no se va a constituir con la inclusión del otro. Invitamos al otro excluido a ser parte de lo que nosotros somos, o del lugar en el que ya estamos.
Esa distinción entre un territorio firme (los incluidos) y un no territorio (de los excluidos) parece inherente al espacio de la inclusión. Alguien está fuera y lo invitamos a sumarse, sin que esa invitación transforme el espacio al que lo invitamos. Esa idea es un límite mismo del planteo de la inclusión, un límite evidente. Tal vez no sea posible ofrecer pleno empleo en Argentina –es solo un ejemplo- si consideramos cómo evoluciona el mercado laboral, la introducción de tecnologías, la evolución de la productividad, etc. La idea de pleno empleo, que incluye una idea de ciudadanía pensada clásicamente –la inclusión por la vía del salario– puede ser muy limitada.
Aun si el discurso de la inclusión viabiliza cosas tan interesantes como la sensibilidad respecto a todo lo que es dañado, excluido, incluso a los modos mas violentos de explotación, se trata de una idea que conserva los dos aspectos señalados: uno muy justo y activo, otro  muy jerárquico y anulante. El activante viene a movilizar al conjunto, no permite que haya una parte del conjunto que quede negado o cruelmente subordinado sin que se diga nada sobre eso. No se acepta con indiferencia que los otros que quedan en la peor situación. Y por el otro lado es un poco ingenua, me parece, la idea de que esa activación pueda hacerse simplemente por la vía de invitar a los demás a ser parte de un espacio pre-constituido. Esa pre-constitución es un problema. No permite pensar la carencia que esa idea de trabajo, de ciudadanía o de Estado –que la voluntad de inclusión promueve- carece de categorías mentales para pensar cómo evoluciona el trabajo, cómo evolucionan los territorios, cómo evolucionan los consumos.
El problema de la inclusión, así planteado, es que inhibe -en lugar de incentivar- la creación de categorías que den cuenta de la constitución subjetiva de la sociedad compleja en la que vivimos; que incluye economías informales; nuevas formas de soberanías territoriales; una riqueza de producción subjetiva que, es al menos mi impresión, la idea de inclusión no llega a pensar del todo. No sólo respecto de los territorios, sino también respecto del mundo financiero, que es el lugar donde se organiza el mando del neoliberalismo.
Las finanzas constituyen el mando, la racionalidad última de lo neoliberal. También lo financiero es de una complejidad y se liga con los territorios de una manera muy compleja. El neodesarrollismo que hemos tenido estos años no ha desplegado las categorías mentales ni siquiera para poder regular la economía financiera. No me paro en el lugar de impugnarlo, sino en el de tratar de entender qué pasó y hacer un balance abierto; en el lugar de que pensar la política implica poder entender qué es lo que no funcionó de este proceso. También para pensar qué cosas habría que discutir para que sí funcionen en algún momento.
Preguntas sintetizadas: ¿cómo juega la noción de “goce” en lo que estás contando?; ¿por qué te cuidas tanto de criticar al kirchnerismo?; ¿el macrismo es la “etapa superior” del kirchnerismo?; ¿lo mejor del kirchnerismo preparó esto, como la condición de lo que hoy vivimos?
Diego: A la pregunta sobre el goce, es una categoría que yo no conozco, pero sí me parece fundamental el hecho de que las micropolíticas operan en ese nivel, que la compañera llamó del goce. Una hipótesis que se podría pensar es si esas micropolíticas no son doblemente desposesivas. Primero hay una desposesión material, pero también está ligado el neoliberalismo a una desposesión subjetiva. Sería la ilimitación del consumo, consumo como promesa ilimitada que lo ligaría a una desposesión subjetiva donde cada vez somos menos capaces de regular cuál sería la razón por la cual no participaríamos de todo esto. ¿Dónde decimos que no?, ¿dónde dejamos de participar? Nuestra capacidad de gestionar, de administrar, de preguntarnos hasta dónde, cuánto. Por ejemplo, un dispositivo micropolítico fundamental de nuestra época podría ser Facebook. ¿Cuándo dejamos de poner fotos nuestras?, ¿quién nos pide que nos exhibamos tanto?, ¿por qué tenemos que decir todo lo que pensamos?, ¿por qué tenemos que decir todo lo que ocurre?, ¿no hay ningún límite respecto a la exhibición? Hay una desposesión de tipo subjetiva en este caso.
Las micropolíticas neoliberales tienen un juego con la libertad que consiste en el hecho de que nuestro deseo trabaja activa y voluntariamente al interior de estas normas, de estos dispositivos, de estos mecanismos. Poder pensar esa relación en donde la libertad se vuelve servidumbre y donde este movimiento se revierte. Spinoza decía en el siglo XVII, en el prólogo del Tratado teológico político: “¿por qué los hombres luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad?”. El neoliberalismo ofrece mucha posibilidad para hacer libremente de nosotros unos siervos, sólo que el tipo de mando que hay en el neoliberalismo es sobre el medio más que sobre el cuerpo. El medio es el “entre” en el que se generan afectos y opiniones. Muy difícilmente alguien nos diga lo que hay que hacer, somos nosotros los que decimos cómo hay que hacer para estar en Facebook, por qué hay que estar bancarizados, somos nosotros los que estamos una y otra vez ofreciéndonos a una suerte de inversión panóptica. Somos nosotros los que tenemos el deseo de estar ahí y de funcionar así.
Con respecto a los “cuidados” en relación a la otra pregunta diría: cuidado para la crítica y para los devenires. El filósofo Gilles Deleuze decía que no hay gobiernos de izquierda. El concepto de izquierda, en términos micropolíticos, solamente sirve para los devenires, decía. Los devenires precisan cuidados. Acaba de salir un libro del grupo Comité invisible, de Francia (A nuestros amigos), donde ellos tienen este enunciado: “el revolucionario es el que cuida los devenires”. Yo diría cuidado para los devenires y para la crítica, es algo que me parece fundamental, porque no se trata aquí de la polémica. Henri Meschonnic en varios de sus textos hace la diferencia entre crítica y polémica, que son términos que etimológicamente ambos vienen de la guerra. Mientras la polémica es el intento de vencer por medio de la opinión, la crítica es el esfuerzo por develar funcionamientos. Me interesa la crítica y no la polémica. Todo lo que se juega en la guerra para posicionarse frente a los demás, comparto con Meschonnic, con Deleuze y con varios, no me parece productivo. Todo el esfuerzo que podamos hacer para entender funcionamientos, para mostrar funcionamientos y dar lugar a otros, me parece muy importante.
Pienso que en cierta medida el macrismo es la fase superior del kirchnerismo, lo que no niega que tenemos que pensar muy seriamente también sus diferencias. Es decir que pensar la continuidad no anula pensar la diferencia. Ahí entramos en un juego que estamos elaborando, en donde habría que pensar qué hay de continuidad y qué hay de diferencia. Si les interesa doy un paso más sobre esto. Lenin decía que el imperialismo era la fase superior del capitalismo. Quiere decir que el macrismo sería una parte del mismo proceso del cual el kircherismo fue central.
Visto desde hoy, a grandes rasgos tendríamos esta secuencia: 2001 –subjetividades de la crisis; se deslegitima lo neoliberal; todo un proceso signado por la inestabilidad, en el cual se da el asesinato de Kosteki y Santillán–, luego empieza un proceso que estaría designado por el kirchnerismo –una Voluntad de Inclusión, inseparable de ciertos rasgos de acumulación que algunos llaman noextractivista, o neodesarrollista–, y luego por el macrismo –una Voluntad de Orden, de Normalidad. La pregunta podría ser: ¿y no será que el macrismo es fruto maduro de todo este proceso? En ese sentido hablo de fase superior, con respecto al proceso de que emergió luego del 2001. Es algo que ya estaba presente en la racionalidad del proceso de normalización pos crisis aunque no siempre lo habíamos advertido así, y ahora cuando aparece decimos que esto no es una ruptura, es algo así como el producto de la maduración inadvertida de algo que se venía dando. Intentaría ahora explicar un poco este último razonamiento.
Pienso que estas políticas neoliberales sobre las que se fundó la idea de ampliación del consumo no son otra cosa que la difusión en la sociedad de un código de adecuación. Es decir, ahora sí hago una crítica al kirchnerismo no cuidada, sería la siguiente: en el momento en que las subjetividades de la crisis del 2001, en que la vitalidad plebeya que se afirma en el 2001 argentino, 2003 boliviano –hablo a nivel regional–, esa voluntad plebeya que tiene capacidad de impugnación o de destitución del orden neoliberal es incluida en las categorías de la economía política. La inclusión es la inclusión de una vitalidad plebeya al interior del mercado del consumo, de las categorías de la economía política. Esa inclusión es completamente ambivalente, ambigua. Por un lado es disciplinante y llama al orden a las fuerzas que habían mostrado una vitalidad de destitución, pero por otro lado mete conflicto dentro de la economía política, dentro de lo que entendemos por consumo. Esta politización del consumo o esta politización de la economía política, me parece que es el punto más alto o más interesante del período kirchnerista, en el sentido de que a través de las categorías del mercado, fuerzas plebeyas intentan apropiarse parcialmente de la ciudad, del espacio, de la riqueza; con categorías imposibles de llevar al lugar donde esta vitalidad podría ir. Y ahí me parece hemos perdido una oportunidad política. Ahí hemos perdido, kirchneristas y no kirchneristas.
Pregunta: ¿cuál hubiera sido otra?
D: Uds. saben que ya hablar así nos deja débiles. Pero igual lo digo. Creo que la posibilidad hubiera sido la siguiente: entender la inclusión, el aumento del consumo, no como parte de una teoría populista. Sino como parte de una teoría en la cual la fuerza plebeya en el mercado permite discutir más la estructura misma del mercado.
La inclusión, la activación de las fuerzas productivas en el mercado, es la vitalidad plebeya puesta en el centro del mercado. No da lugar al pleno empleo, no da lugar al Estado de los años 50, no da lugar a una inclusión tal como la teoría populista en sus imaginarios tiene que activar. Ni siquiera da lugar a un Estado de bienestar –por lo menos clásico–, porque fíjense que la inclusión pensada como estado de bienestar es a través del salario. En Argentina fue a través del consumo, no fue a través del salario. Y poder pensar que la inclusión es en el consumo y no en el salario, ya nos revela que la figura a incluir no es la del trabajador. Es mucho más compleja esa figura. Me detendría a decir: las subjetividades de la crisis redibujaron los territorios. Las prácticas en los territorios requieren categorías mentales que no son las de las filosofías populistas, ni las de los Estados de bienestar social. Por lo tanto hace falta una invención política a la altura de la composición nueva de los territorios.
Capaz que estaba en juego la capacidad que tenía el movimiento plebeyo de cuestionar la estructura del mercado, participando de él, no impugnando el mercado. Participando del consumo y de la distribución de la riqueza; cuestionar, por ejemplo, quién produce, qué se produce, cómo se produce, que esa presencia de lo plebeyo en el Estado y en la economía, esa vitalidad que en cierto momento hubo, pudiera estar orientada a ir atravesando, redefiniendo, ampliando lo que entendemos por Estado y por mercado. En ese sentido creo que no se puede tomar el kirchnerismo en paquete, porque nos perdemos el conflicto y la politización interna. Intento cuidarme para no quedar inmediatamente puesto como kirchnerista o antikirchnerista, que son una forma de la estupidez general, que no permite entender que desde el punto de vista foucaultiano estratégico de las subjetividades, cómo leemos, qué leemos, dónde vemos la oportunidad de intervención, en relación a cómo y dónde, cómo articulamos lo subjetivo con lo económico político, etc.
Muy desordenado ya en relación al planteo inicial, me meto en el tercer punto.
Las teorías políticas de la última década –me refiero en particular a Ernesto Laclau y Jorge Alemán– despliegan una teoría sofisticada de la subjetividad y la política, aportaron a una reflexión sobre este proceso político que viene después de la crisis del neoliberalismo. Lo que haré ahora es criticarlos a ellos, por lo que podríamos llamar un discursivismo y un politicismo. Discursivismo es pensar que la política ocurre en el nivel del discurso y el politicismo pasa por creer que la política no está hecha con las subjetividades que se dan en la producción.
Sería una crítica doble, al discursivismo, a una cierta idea de que la materia de la política es el discurso, a un tipo de prejuicio en torno a qué se llama discurso. A qué se llama discurso y una reducción de los fenómenos de la política a lo discursivo. En Laclau está muy formalizado: por ejemplo, la escena principal de la política es un significante vacío. No creo estar diciendo contra él nada que él no aceptaría. Dice: la política es discurso. Pienso que hay una discusión ahí, sobre a qué se llama discurso o si se puede sostener que la política es sólo discurso. Es un primer tema a discutir.
El segundo es el politicismo. Llamaría así a tomar las subjetividades dentro de una mecánica política, sin considerar que esas subjetividades al mismo tiempo están en un conjunto de otras mecánicas y que es la misma subjetividad la que aparece en uno y otro nivel. Cómo cambian los territorios, cómo cambian las economías, cómo va cambiando la experiencia de la producción en la sociedad, no son temas ajenos a la política. No es que la política toma una subjetividad que no está construida ahí. No se puede pensar la articulación política sin pensar las estrategias en las que se articula la vida en todas las demás dimensiones.
O para decirlo de otra manera: no se puede hacer política como si las micropolíticas neoliberales no fueran dominantes. No estamos en la discusión entre interlocutores, donde cada uno formula su demanda y alguien las articula. Me parece que es el suelo contemporáneo. Lo que digo es que la teoría política que no hace investigación militante tiene un problema, está más para discutir con Platón que para entender lo que está pasando en la producción subjetiva en los territorios –y en su entrelazamiento con el mundo de las finanzas-, donde los problemas de las personas que hay que elaborar llegan vía los focus group y las encuestas. El teórico-político que se informa leyendo encuestas se aproxima así peligrosamente al político profesional. Acepta docilmente esta mediación desproblematizante. La encuesta misma, su diseño, suele pertenecer a criterios de cuantificación semejante al de la consulta y el estudio de mercado. El apoyo de la racionalidad política sobre esta micropolítica neoliberal es total, porque hay una ceguera respecto a que estas micropolíticas siguen actuando, siguen articulando el pensamiento y se ha olvidado el problema de las militancias. ¿Qué lugar ocupan las militancias territoriales en la producción de pensamiento? No como cristianos que quieren incluir solamente, no para pagar culpas, sino en la producción política. Es algo que cualquier filosofía del antagonismo tiene que saber, si la política es antagonismo y uno se inscribe en un campo, el modo en que ese campo piensa es fundamental, no se puede delegar. Si eso se delega está todo dicho.
Algo más con el consumo. ¿Por qué hay consumo sin salario? ¿De qué lugar sacan la plata para consumir todas aquellas personas que no cobran un salario? La deuda es uno de ellos, perfecto. Entonces qué quiere decir la deuda. La deuda quiere decir que los bancos delegan sobre el territorio un flujo de dinero no regulado. Porque, ¿cómo le presto plata a alguien que no tiene salario? Si voy a un banco, me piden cosas, ¿cómo hacen estas personas para tener un crédito informal para consumir? Los bancos delegan por vía ilegal, no regulada, a entidades crediticias no reguladas –que en Argentina son muchísimas– y le dan plata a la gente con una tasa altísima de interés. Doble complejidad, personas que ingresan al consumo sin estar en el salario. Por lo tanto, los derechos para esas personas no pueden ser a través del salario. La inclusión no es a través del salario, primera ruptura con el sentido común.
La segunda: el capital financiero está por encima de la regulación, no es regulado. Hay un problema específico en el modo en que las finanzas operan como mando del capital sobre la sociedad, que creo que tampoco se ha pensado lo suficiente. Cuando puedo, como entidad crediticia, dar un crédito a una persona pidiéndole como contraprestación que me dé la tarjeta con la que cobra el plan social, estoy explotando el plan social. El capital financiero explota las políticas sociales. Directamente el Estado me da plata porque considera que estoy por debajo de cierto nivel de empleabilidad, de empresarialidad, soy un damnificado, no puedo pensarme como empresa, no estoy a la altura de las micropolíticas neoliberales, no puedo ser el empresario que todos quisiéramos. Entonces el Estado me da una asistencia. Esa asistencia se la queda la entidad crediticia-financiera. Directamente es una agencia que explota la política social.
Cuando digo que hay falta de categorías mentales para pensar esto, o que la falta de investigación militante ni siquiera permite plantear el problema –porque no se les pregunta a las personas cómo están haciendo para vivir– también estoy diciendo que no se organizan experiencias militantes para intentar pensar cómo regular ese mercado financiero, o cómo hacer para que los planes sociales del Estado no sean presa fácil de esa forma de explotación financiera. Estoy pensando cómo se da la lucha política. Y también estoy pensando que el discurso está bien, pero si en la práctica no podemos crear dispositivos que permitan neutralizar formas de explotación, que permitan comprender cómo estamos viviendo en el territorio y a partir de ahí entonces retomar la cuestión discursiva, hegemónica, etc., la concesión es demasiado grande, el dominio de las micropolíticas configurando nuestras percepciones, nuestros mapas, es demasiado grande. Y el nivel de racismo y distancia que hay entre los intelectuales que piensan y la experiencia de la gente en nombre de lo que se habla es un abismo. Es un abismo que hace que los intelectuales hablen en nombre de unas fuerzas, y esas fuerzas ni se enteraron. Entonces hay un problema con la política. A Gramsci, que lo han citado, jamás se le hubiera ocurrido que pudiera haber intelectuales tomando la palabra, sin que esa palabra estuviera elaborando la experiencia de la praxis de esa clase. Hizo falta el post-estructuralismo ahí para desorganizar lo que Gramsci llamaba clase, que hoy podrá no ser clase industrial. La idea de que no hay producción social es un poco fuerte.
Creo que el problema de las categorías mentales para pensar esto viene muy ligado con lo que llamaría investigación militante, es decir poder tocar los problemas para los cuales la teoría no sabe qué decir. El militante que sólo se compromete y el intelectual que sólo problematiza dan lugar a un divorcio tremendo. Lo que estaría tratando de plantear es la experiencia, también muy generalizada, de articulación entre la problematización y el compromiso político.
El otro punto que les quería plantear es el de la “amistad política”. El problema de la amistad viene planteado en el libro del que les hablaba, del Comité Invisible –es un grupo francés de activistas que están participando de lo que está ocurriendo en la Plaza Republique–, A Nuestros Amigos. Spinoza en el siglo XVII, en su libroÉtica decía que la amistad es la experiencia de la producción de utilidad común, el amigo es aquel con el que se tiene utilidad común, no es el amigo de la aventura, de la confesión, de los secretos, el que te banca. No se refiere al amigo íntimo, no se refiere a ese tipo de cómplice. Se refiere a todo tipo de experiencia en la cual con los otros lo que hay es producción común.
Por eso Spinoza lo llama experiencia de la sinceridad, que no es la de la confesión de la intimidad. Es la experiencia en la que yo estoy con otro y en ese estar lo que se juega es una utilidad común. Como la utilidad es común no hay insinceridad posible. Creo que hoy la experiencia de la amistad como búsqueda de utilidad común, no del amigo personal, tiene que ver con la capacidad de detectar afectividad no neoliberal. Tiene todo que ver con la posibilidad de construir estrategias en el marco de una afectividad no neoliberal.
Como saben en el Siglo XVII Spinoza escribe la Ética, entre otras cosas, en discusión con el campo teológico y con Descartes. En los dos casos se trata un poco de la misma discusión. Él trata de pensar desde la noción de la potencia, que no admite la distinción entre cuerpo y pensamiento. Por eso estaba tan enfrentado el racionalismo de Descartes como a los dualismos monoteístas. ¿Qué hace Spinoza con la potencia? La potencia es poder hacer, poder pensar, poder hacer. Poder hacer del cuerpo y del pensamiento, que en Spinoza no se separan, por lo tanto la potencia es poder hacer, poder pensar. También se puede llamar potencia a lo que él nombra como perfeccionamiento del deseo. Quiere decir que cada vez más podemos organizar con nuestra potencia los encuentros con los otros. En ese perfeccionamiento de la potencia vamos hacia la utilidad común, dice Spinoza. Porque individualmente el nivel de potencia que se puede alcanzar es bastante bajo. La ocasión de la potencia siempre es el encuentro con otros. Sin que Spinoza diga que lo colectivo o lo social es interesante en sí mismo. Es interesante en tanto viabiliza potencias. Cuando ese encuentro permite aumentar posibilidades de hacer y pensar. Por eso Spinoza tiene una teoría tan original de la democracia. No es para él sólo una forma de gobierno, sino el esfuerzo de articulación que hace un colectivo.
La utilidad común es el hecho de que un conjunto de personas piensan y actúan con cierta conciencia de que en esa acción se está produciendo una utilidad común, porque lo que se está poniendo en juego es una potencia común. Tengo la experiencia de esto que estamos haciendo juntos, yo no lo podría hacer si no es así, si no es con otros. En la política esto es fundamental. Hay signos de que acá hay otra política cuando hay esta experiencia de que somos parte de una utilidad común, que no es simplemente cuánto saco yo. También es cuánto saco yo, pero no es simplemente eso. Lo que saco yo tiene que ver con lo que se está produciendo. Hay una cierta conciencia de que esta producción común está haciendo articulación afectiva, de ideas, está produciendo sociedad. Hay producción ontológica en Spinoza. Eso lo hace muy difícil a Spinoza. La Sociología, las Ciencias Sociales, las Ciencias Políticas, tienen muchos problemas con Spinoza, porque son todas filosofías que lo que hacen es representar términos. Y en Spinoza no hay representación, hay producción. Se producen afectos, se producen figuras, se producen ideas, hay una producción.
Retomo el tema de la afectividad neoliberal. En Spinoza los afectos son aquello con lo que yo elaboro el modo en que otro me afecta. Y los afectos son transicionales. Todo afecto implica una transición a más o menos potencia. Por eso Spinoza tiene todo un capítulo en la Ética, sobre el tratado de las pasiones, que es la descripción de los conjuntos de los afectos. Esos afectos se distinguen en tanto aumentan la potencia o la disminuyen. Cuando aumentan la potencia, va a hablar de pasiones alegres, cuando la disminuye va a hablar de tristeza, de aquello que nos separa de lo que podemos. Deleuze hizo una sofisticación del asunto planteando que los afectos son inseparables de los devenires. No tenemos mucha chance de experimentar afectos más allá de los habituales, si no es en relación a los devenires, devenir animal, devenir indio, devenir mujer. Siempre hay un paquete afectivo otro en relación al cual nosotros podemos deshacernos del modo en que nos ligamos al modelo mayoritario, a la regla, y damos curso a una anormalidad. Es decir a una cierta indiferencia respecto de la norma instalada y a una suerte de producción. A eso lo llama “devenires minoritarios”.
Entonces, los afectos son lo que experimento cuando un cuerpo me afecta. Nosotros somos una pluralidad de afectos, diría Spinoza. Esos afectos están siempre ligados a un poder de afectar y de ser afectados, o sea la estructura de la potencia. Y diríamos con Deleuze, son el juego por el cual yo voy más allá de mis afectos personales o de mis sentimientos y éstos pueden hacer recorridos subjetivos que no estaban preanunciados en mi autocomplacencia, en mi estabilidad.
La cuestión de la crisis creo que habría que pensarla de la siguiente manera. La crisis es un objeto de la disputa política, en el sentido de que no hay política que no defina qué es la crisis para ella. La crisis del 2001, la definí como una tal en la que aparecen subjetividades de la crisis. No creo que la crisis actual pudiera producir esas subjetividades. Como toda política defina una idea de crisis, no diría que la crisis permite pensar. No haría una identificación rápida que diga vamos presto a la crisis, porque si vamos rápido vamos a poder pensar y vamos a poder. No lo diría así linealmente. Soy consciente de que hay un conjunto de políticas que no me interesan, que dicen hay que llevar lo más posible todo al mal y a la crisis. No estoy queriendo decir eso, porque esa manera de pensar no se pregunta de qué crisis estamos hablando, formulada por quién. Porque es una categoría que corresponde a una racionalidad. La crisis del 2001 no es la crisis en general, es una que tiene una historia, que ha producido unas subjetividades que nos permiten entender qué es lo otro de una afectividad neoliberal, algo que no todas las crisis producen.
Diría que la crisis actual está secuestrada por el pensamiento neoliberal. Es el miedo a no poder adecuarnos, a no poder decir; sólo fomenta nuestro deseo de orden. Sólo desea nuestra adecuación a los dispositivos neoliberales, mientras que en 2001 era muy diferente. ¿Qué es lo que hizo el kirchnerismo? Negativizó la crisis. Dijo que esa crisis es lo peor que habíamos tenido, que había que irse rapidísimo de ella, la crisis era el infierno. Y esa negativización de la crisis hace ya una conexión con el macrismo. Del kirchnerismo al macrismo, la lectura del 2001 es 100% negativa, es lo peor que puede pasar. Y efectivamente hay con qué decirlo, hubo un quantum de padecimiento absoluto en el 2001 y lo vuelve a haber cada vez que hay crisis. El problema es que en esa negativización se pierde algo, que son estas subjetividades de la crisis. Que podríamos pensarlo así: eso que se pierde, es eso mismo que después no hay cómo pensar en los territorios, porque no hay categorías mentales para pensarlas. Hay un conjunto de estrategias de la crisis que todo el tiempo siguen funcionando. Y lo que no puede hacer la teoría política es articularse con esa subjetividad.
Mi impresión es que si hoy hablamos de crisis sin hacer este contexto de discusión, sin pensar con mucha rigurosidad lo que estamos diciendo, es una crisis negra, oscura. Hubo un antecedente en el 2011 con la huelga a los policías, primero en Córdoba, luego en el resto del país. La imagen del narcotráfico, saqueo, brutalidad fascista. Eso es una escena oscura, es un reverso de la situación política del 2003 para acá.
Creo que el kirchnerismo tuvo algo muy interesante, después de por lo menos cuatro décadas, que fue el ejercicio de denuncia de cómo las corporaciones se apropian de la decisión pública. Hay una pedagogía kirchnerista, por momentos berreta, pero en esencia muy interesante, que dice: medios de comunicación, corporaciones, las empresas, etc., quieren apropiarse del poder público de decir. Ese aspecto del kirchnerismo no se continúa en el macrismo, por eso decía que hay continuidad y diferencia.
El macrismo es el triunfo de la privatización de la posibilidad de decidir y simplemente hay una racionalidad de las políticas neoliberales y de las empresas a las que todos nos tenemos que adecuar. No hace falta una inteligencia personal para lograr representar y hacer repercutir el conjunto de los códigos de las micropolíticas. Argentina lo estaba esperando. Él llega y va muy bien. El Frente para la Victoria vota sus leyes, la sociedad más o menos entiende todo, a todo el mundo le parece más o menos sensato. Hay un tono de nos relajamos, menos conflicto.
Esto que el kirchnerismo hizo tan bien, para mí, que fue poner en el centro de la discusión que el neoliberalismo privatiza la decisión política, es un asunto de la política de la derecha de siempre, es un tema de Carl Schmitt –soberano es el que decide, el que puede tomar la decisión–. El kirchnerismo tomó muy bien ese punto. Carl Schmitt por ser de derecha no deja de ser genial, muy interesante y cada día más necesario. El problema que veo es que el kirchnerismo suele tomar todo aquello que no se subordina a su dispositivo de decisión política con la misma lógica con las que toma a las empresas a las que denuncia: como una antipolítica. El kirchnerismo vive denunciando una antipolítica. Pero se toma como antipolítica también a todas las subjetividades que no se amoldan al modelo que presenta. Entonces ahí hay un problema, porque lo que es más interesante se da vuelta e inadvertidamente se convierte en lo menos interesante. Politiza la sociedad, teniendo un corazón completamente despolitizante. Porque defiende la decisión política con respecto a sectores del capital pero no extiende la decisión política sobre el conjunto de las organizaciones populares, no la abre, la incluye, pero justamente el problema de la inclusión. Sí lo incluye pero no la abre, entonces el problema de abrir: el problema del mercado, el problema de la producción, todo eso queda pospuesto una y otra vez.
El macrismo en política dice “nosotros no incluimos, integramos”. No veo nada interesante el disconformismo presutamente republicano (en el fondo profundamente clasista) que reprocha la idea de “inclusión” al kirchnerismo en términos de corrupción. No creo que ese disconformismo supusiera una radicalización de los aspectos más igualitarios y libertarios de la voluntad de inclusion, sino todo lo contrario. De un lado se diría, ¿qué le podemos criticar al kirchnerismo respecto a la inclusión? Su precariedad absoluta. Su aspecto colonial, sobre el que ya hemos hablado. Pero no creo que ese sea el discurso de los disconformes que arman el discurso del Pro. Es un disconformismo muy diferente al de quienes desean enfatizar los componentes discursivos de la inclusión más allá del propio kirchnerismo. Creo que el Pro lo que hace es heredar del kirchnerismo un deseo de orden, que ya estaba en muchos casos presente en el propio deseo de inclusión, es el aspecto negativo y reaccionario que está dentro de la voluntad de inclusión. Cuando quiero incluir a alguien también lo puedo estar llamando al orden. Claro, la inclusión es una forma completamente diferente de llamar al orden. No tiene nada que ver con la fascista, o la neoliberal pura –que habla de innovación, integración, etc. Pero hay un aspecto en la inclusión que creo que con el macrismo no dejó de aflorar. Creo que este aspecto ordenancista de la inclusión ofrece al macrismo un cierto hilo con el proceso del kirchnerismo, al mismo tiempo que el macrismo licencia al kirchnerismo, releva el orden via inclusión por el orden vía el orden mismo.
Y creo que el lenguaje del macrismo no hace sino expresar esta innovación en el ideal de ese deseo de orden. Me parece que el macrismo vino a ordenar de acuerdo a un lenguaje, un conjunto de códigos que vienen servidos del mercado mundial. La innovación es muy pobre. Se están incorporando en Argentina tecnologías políticas, tecnologías comunicativas, que muchas veces incluso ya estaban en el kirchnerismo, y se le está dando toda la verdad, toda la razón. Lo que dice la empresa. ¿Qué necesita un vecino?, un policía en la puerta y una adecuación empresarial. ¿El Pro dice algo más?, quiere discutir algo más que no sea la posibilidad de darnos un policía en la puerta y un discurso sobre la empresarialidad. Claro, es un discurso sobre la creatividad, en el sentido plenamente neoliberal.
Hay dos cosas que están en el neoliberalismo y que a veces se cree que no están. Primero está el Estado, no es cierto que en el neoliberalismo niegue el Estado. Foucault lo explica muy bien: el liberalismo quería liberar zonas para el libre mercado, de modo que el Estado pueda aprender las regulaciones naturales de los intercambios del mercado. El neoliberalismo es muy otra cosa, es la presencia del Estado produciendo mercados, no es un “dejar hacer”. Es una sofisticación de las instituciones que todo el tiempo activamente producen mercado. Entonces, por un lado, no es cierto que ser de izquierda es que haya Estado, ser de derecha es que no haya Estado. Ser neoliberal es que no haya Estado, ser kirchnerista que haya Estado, no es cierto. El neoliberalismo es Estado, es una forma estatal, produce Estado y el kirchnerismo no llegó ni siquiera a desarticular aspectos fundamentales del Estado neoliberal argentino.
Respuesta a una pregunta. Vuelvo entonces a la “utilidad común”: la amistad política y la afectividad no neoliberal. Sobre esta última diría dos cosas, la afectividad neoliberal no necesariamente se adecúa a las expectativas de la política. La situación podría ser: está bien, hay afectividad neoliberal, pero es una materia tan inarticulable que al final es antipolítica. Vuelvo a los límites que considero son de la teoría política del kirchnerismo. No pensar que la premisa es la afectividad neoliberal, no la articulabilidad política. Hay un primer desplazamiento perceptivo para poder ver el conjunto de manifestaciones de afectividad no neoliberal que sí existen todo el tiempo. Territorios, incomodidades, la sensación de que no cuajamos, malestares, enfermedades, habría sí que construir todo un discurso sobre qué es esta afectividad no neoliberal, dónde y cómo se manifiesta, y qué significaría construir ahí amistad. Es un primer punto para mí fundamental. Les nombro un par de autores: Santiago López Petit, filósofo catalán, tiene dos libros importantes: Breve tratado para atacar la realidad, otro que se llama Hijos de la noche, los dos son de Tinta Limón. El otro libro es del Colectivo Juguetes Perdidos, el título es Quién lleva la gorra hoy, es un Colectivo que trabaja mucho en barrios, con jóvenes. Otro libro de Verónica Gago, La razón neoliberal. Hay más, pero les dejo estos tres textos que intentan justamente pensar la afectividad no neoliberal, suponiendo que donde hay afectividad no neoliberal lo que cambia es la imagen de la política.
El hecho de que haya un conjunto de sujetos plebeyos en la economía política como hablamos hace un rato, ya eso, de un lado extiende las categorías del neoliberalismo porque entonces todo entra en el mercado, pero al mismo tiempo provoca en el mercado la presencia de conatus estratégicos–Spinoza–, pragmáticas estratégicas, deseos estratégicos, que en el mercado todo el tiempo hacen otra cosa que empresa, hacen otra cosa que sólo empresa. Figuras mixtas, grises, la percepción de la afectividad no neoliberal no es nada evidente, diría, ese es el problema, la percepción de la afectividad no neoliberal no es evidente y hace falta una investigación política. Santiago López Petit, por ejemplo, trabaja mucho sobre el tema de la salud. La enfermedad y la afectividad no neoliberal. Los chicos de Juguetes Perdidos trabajan cómo los pibes en los barrios arman una suerte de fuga de toda propuesta, de toda consistencia y tratan de ver qué pasa ahí. Verónica Gago, en La razón neoliberal, se pregunta cómo es que la industria textil prácticamente entera de la Argentina está sostenida sobre una economía ilegal, con población migrante, y por qué esta población migrante una y otra vez insiste en venir, insiste en apropiarse de ferias, arman fiestas, toda la feria de La Salada.
Es decir, me parece que hay todo un problema con la percepción. Si uno puede ver política en esto, ya ahí dimos un paso. Si la política sigue siendo la escena politicista, todo esto queda ciego, negado. No tiene nada que ver. ¿Qué tiene que ver la feria de La Salada, lo que pasa con los chicos en un barrio y las enfermedades de una sociedad, con la política?, ¿qué diría Laclau? Pienso que ahí hay un problema con la afectividad, que está ligado al problema de la percepción. ¿Cómo hacemos para pensar que la materia de una política no es la clásicamente representable como política? Si esto tiene que ver con la crisis o no, yo creo que estas subjetividades producen crisis. Son productoras de crisis, simplemente porque sus estrategias no son la adecuación al orden. Se reconoce cuando hay afectividad no neoliberal porque es la única que crea estrategias. Todo lo que es neoliberal se adecúa a códigos, saco un manual y dice cómo hago, vida prepaga. En cambio la afectividad no neoliberal crea estrategias.
* Esta conversación tuvo lugar el sábado 28 de abril de 2016 en la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA) | Departamento de Pareja y Familia. 

Resistencia // Diego Sztulwark

 

A veces parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie
En el centro de la fiesta
está el vacío
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.
Juarrós
Emergencia! Es el grito atorado de una vida que se desmultiplica en zonas de adaptación y confort y zonas de padecimiento y rabia. ¿Se trata de aprender a gestionar nuestras pasiones? ¿no es justamente este poder de auto-regulación lo que nos ha sido despojado? ¿no este último capítulo, el de la desposesión subjetiva, individual y comunitaria, lo que llamamos, en el fondo, neoliberalismo? ¿hay política posible sin cuestionar esta desapropiación que nos vuelve gobernables, sin apropiarnos de una autonomía pasional colectiva?
En la escisión entre régimen de opinión y desposesión afectiva se juega el registro de lo político contemporáneo. Lo político mas como medio socialización anímica que como revisión de nuestras servidumbres maquínicas. Incluso allí dónde lo político entusiasma. Ni hablar cuando deprime.
Tomados en ese vaivén, en la Argentina -luego de un período de notable entusiasmo- se escucha hablar de “resistencia”. El primer recuerdo histórico que esa palabra evoca es la resistencia obrera, primero anarquista o irigoyenista, y luego mayormente peronista, durante los años sesentas. Aquella resistencia, sin embargo, se desarrollaba al interior de un paradigma represivo, mientras que los poderes actuales, aún cuando no han dejado nunca de acudir a la represión y perfecciones sus medios, operan de manera productiva –modulando positivamente los modos de vida- y movilizante. ¿Qué puede significar, en este contexto, la noción de resistencia?
La transacción neoliberal no se da sin ganancia subjetiva (en términos de consumo, de libertad, acceso a servicios e información). Esta ganancia es el principal obstáculo para una política de transformación fundada en la voluntad de cambio. ¿La resistencia a la normalización de la vida y de la política que experimentamos puede ser vital sin ser política: puede también ser política sin ser vital? ¿Y cómo podría la política, siendo lo que es, ligar con lo desafiante vital?
Lo primero entonces, es aclarar esta noción de lo vital. Que el neoliberalismo reivindica para sí en términos de goce y movilización.  Y que lo resistente no puede concebir sino como persistente no-adecuación. Lo neoliberal es el esfuerzo por difundir códigos de adaptación. Lo resistente por tomar distancia de ese esfuerzo, por resistir el llamado a amar las cadenas. Sin esa resistencia no se crea vitalidad. Sencillamente se la consume.
Han Fallada ha escrito en 1946 un libro sobre la resistencia: Sólo en Berlin[1]. Una pareja de obreros (los Quangel) adherida al modo de vida nazi predominante durante los años 40- 42. Una vida sencilla, sin preguntaba por el destino de quienes caían en desgracia.
Un día como tantos, los Quangel, reciben una carta que les comunica la muerto de su único hijo en el frente de batalla. Una espesa conmoción se apoderó de ambos. Luego, el silencio. Días de silencio. De trabajo, rutina y silencio.  Días que incuban una transformación de alcance inesperado. Otto, el marido, comienza a escribir una postal dirigida a la máquina asesina del Tercer Reich: “Madre: El Führer ha matado a mi hijo…”. Anna, la mujer, comprende que “con esa primera frase él ha declarado una guerra eterna”. Guerra que deberán librar “ellos dos, unos pobres, pequeños insignificantes trabajadores que con una palabra podían ser  borrados para siempre, y al otro lado el Führer, el Partido, con su enorme aparato de poder y su esplendor y tres cuartas partes, incluso cuatro quintas partes del pueblo alemán detrás”.
Un día tuvieron un hijo, el Führer lo ha asesinado y ahora escriben postales. Unas postales que dejarán semanalmente en escaleras de edificios en los que viven médicos y abogados, por las que circulan clientes y pacientes. “Inundaremos Berlin de postales”, dice Otto a Anna: “entorpeceremos el funcionamiento de las máquinas, derribaremos al Führer, pondremos fin a la guerra…”.
El viejo Quangel seguirá siendo el mismo jefe de taller de fábrica, ese hombre “viejo y estúpido”, “poseído por el trabajo y una sucia avaricia”. Nadie sabrá jamás que por su cabeza bullen ideas que no tienen sus jefes ni los trabajadores a quienes vigila. “Todos ellos morirían de miedo si los asaltaran semejantes pensamientos”. El viejo Quangel los tiene, y los engaña a todos.
Y cuanto más postales difunden más mutan sus modos de percibir lo que sucede en su entorno. Ya no aprueban tan dócilmente la persecución de los judíos que, “como la mayoría de los alemanes” los Quangel habían aprobado en “su fuero interno”. Ahora que se habían convertido en “enemigos del Führer” esas cosas adquirían para ellos un aspecto y una relevancia completamente diferentes.

¿Que harían los Quangel cuando ya no debieran ocuparse más de escribir sus postales? ¿ya encontrarían algo por lo que merezca la pena luchar, decía Anna, algo público y notorio, sin tanto peligro? “Peligro siempre hay”, respondía Otto: “de lo contrario no sería lucha”. El peligro acecha, lo huele.  “El peligro no acecha en la escalera, ni al escribir. El peligro está en un lugar diferente que no puedo precisar. De pronto nos despertaremos y sabremos que siempre ha estad ahí, pero no lo hemos visto. Y entonces será demasiado tarde”.
El peligro, escribe fallada, no estaba en los detalles operativos. Sino en el hecho que, como a todo el mundo los Quangel “creían en su esperanza”. No sabían que casi todas las postales iban siendo capturadas por la Geheine Staatspolizei (Gestapo). Cuando los interrogadores policiales le pregunten cómo fue posible que creyese que él sólo, junto a Anna, pudiera derrotar al aparato de Führer, Otto respondió: “usted no lo entenderá nunca”. “Da igual que sólo luche uno o diez mil; cuando alguien se da cuenta de que tiene luchar, lucha, sea sólo o acompañado. Yo tenía que luchar, y siempre volvería a hacerlo. Sólo que de un modo distinto, completamente diferente”.

La historia de los Quangel es tan real como ficcional. Fallada (su verdadero nombre era Rudolf Ditzen;1893-1947) accede a ella a partir de los archivos de la Gestapo. Sus amigos de la recién creada Liga Cultural para la Renovación Democrática de Alemania, fundad en 1945, le habían ofrecido el legajo y proponía que escribiera una novela sobre la historia del matrimonio Hampel (los Quangel). El encargo sólo surtió efecto cuando el escritor se convenció de la singularidad del caso: “no se trataba de una actuación derivada de un compromiso político consciente, sino de la voluntad individual de dos personas corrientes de vida retirada”. Tiempo después Primo Levi escribió que se trataba del libro “más importante jamás escrito sobre la resistencia alemana».

¿A qué podemos atribuir esta importancia? ¿al relato “micropolítico” de Fallada, que nunca sacrifica los tejidos efectivos entre vidas y hechos al juicio ideológico totalizante? ¿a la captación de una alteración molecular, una desviación afectiva respecto de la norma que hace que un matrimonio del todo ligado al orden se convierta en una autentica máquina de guerra? ¿en la enseñanza de la fuerza que adquieren las batallas movidas por un arraigo involuntario a la vida, por sobre la frágil solidez de los enfrentamientos fundados en motivos de conciencia teórica? ¿al modo para nada estetizante de concebir lo resistente, que no apela a la ostentación de lo “alternativo” sino que hace de las variaciones imperceptibles el arma mas poderosa, la que transforma mas radicalmente la existencia sin alterar en apariencia la vida cotidiana? ¿del modo en que convoca un desafío vital como exigencia interna de toda acción verdaderamente resistente, es decir, creadora de nuevos hábitos y perspectivas? Tal vez haya que buscar por otro lado: por la des-estereotipización de lo resistente que pone en juego al descubrir en la ruptura de los afectos que enemista con el orden, vivida sin ayuda alguna de fuerzas colectivas en que lo político pudiera reinventarse, no lo “antipolítico” y el refugio en lo individual, sino el punto en el cual lo político mismo comienza a faltar, empieza a estar en falta y por una vez debe inclinarse ante la vida sacudida y abandonar su altanera pedagogía.
La resistencia puede adquirir tal vez la forma de los “preocursores oscuros”, aquellos elementos de los que se presume que forman parte del orden sin serlo, partículas que tantean cursos aún inexistentes buscando catalizar un potencial ignorado, ideando encuentros que actualizan nuevas feurzas. Una ética de precursor supone actuar sin creer en el orden, en continua atención, aún en la oscuridad. 

Fuente: http://erroristas.org/

Buda y Descartes. La tentación racional // Diego Sztulwark y Ariel Sicorsky

Conciencia, deseo, error // Presentación de Franco Berardi (Bifo)
 (Traducción de Fernando Venturi)

En el teatro filosófico universal es difícil imaginar dos figuras más distantes. Buda y Descartes son del todo diferentes.
El primero es una figura legendaria, un nombre detrás del cual se esconde un inmenso espacio de diálogo, prácticas rituales y terapéuticas, iluminaciones y terrores que han atravesado las civilizaciones orientales en los últimos dos mil quinientos años y la civilización californiana en los últimos cincuenta años; en el presente, la mutación de la evolución transhistórica y posthuman(ístic)a.
El segundo es una figura histórica, de contornos históricos definidos, que señala con precisión el pasaje a la modernidad como época de la racionalidad que define sus límites.
Sin embargo, la elección que Diego y Ariel realizan al escribir este ensayo tiene un sentido que me interesa retomar desde el punto de vista del tiempo actual, desde el punto de vista de este vertiginoso inicio del tercer milenio que nos pone de frente a la posible desaparición de la humanidad como cuerpo colectivo e histórico, pero también frente a la posibilidad de una eternidad del hombre como pura conciencia, del hombre abstracto y separado de su corporeidad histórica y biológica.
El cerebro sin cuerpo del autómata, que las tecnologías y las ciencias de la inteligencia artificial hacen visible en el horizonte de nuestro tiempo, es la otra cara del cuerpo sin cerebro que se agita con violencia demente sobre el fondo de un planeta sobrecalentado y exhausto.
¿Qué hacen juntos Buda y Descartes? Señalan el perímetro de la conciencia: la traza incancelable (en tanto que invisible) de la presencia humana en la trama de la automatización (en curso) de la facultad cognitiva humana. Conciencia es entonces aquello que permanece irreductible a la técnica, la intensidad irreductible al autómata, la intención que no puede reducirse al plano extensivo del “intelligere”: pues la conciencia es efecto del deseo.
La conciencia es el conocimiento compartido de ser este cuerpo que desea.
¿Pero no es quizá el deseo la causa del error? Veremos.
Diego y Ariel han reunido estos dos personajes incompatibles partiendo del hecho de que uno y otro fundan su certeza sobre el acto incierto de la meditación. Meditación, reflexión, autorreflexión, duda, ilusión e iluminación. El espejo profundo, el espejo íntimo, el espejo en el cual el sí mismo se refleja sobre el fondo del mundo, el espejo desde el cual el mundo emerge como fondo del sí mismo.
La creación del mundo no es otra cosa que la creación del sentido del mundo, o sea, no es otra cosa que un acto de extroversión de la conciencia. Cuando buscamos el sentido (o mejor dicho cuando buscamos construir sentido) nos esforzamos por capturar dentro de formas comunicables el caos inagotable de la nada-de-sentido, el ambiente del cual provenimos y al cual retornamos, el polvo que somos y que volveremos a ser.
El sentido del mundo está en aquellas formas (conceptos) que nos permiten entonces suspender el caos en un espacio que llamamos conciencia.
Consciente es la mente que se interroga sobre la existencia del mundo y sobre la existencia del yo interrogante (la mente que se asoma al abismo del cogito, o al abismo budista de la impermanencia).
La creación del mundo es toda una con el proceso de significación, con el deslizamiento interminable desde una atribución de sentido a otra: las formas no tienen ningún fundamento ontológico, no corresponden al diseño de ninguna mente originaria. Solo en la esfera de nuestro discurso ininterrumpido el sentido tiene sentido, y solo la comunicación desde un agente de sentido a otro agente de sentido transforma el panorama (histórico) del existente como fondo de la conciencia.
La certeza del ser se funda sobre una convención que no solo es la convención lógica sino, sobre todo, es la convención (el convenir) del percibir, del circunnavegar, del respirar y del respirar juntos o conspirar. El ser es por tanto conspiración, y esto lo sabe Buda, quien nos invita a liberarnos de los fantasmas que emergen de la conspiración; y esto lo sabe Descartes quien funda el mundo de la racionalidad moderna sobre la serena aceptación del fantasma conspiratorio (¿del íncubo?, ¿del sueño?), que encuentra en Dios al garante al cual no podemos sino encomendarnos con confianza racionalística.
El punto de contacto entre Buda y Descartes, lo que nos permite hablar de ellos conjuntamente, es la importancia que ambos atribuyen a la meditación, a la autofundación de la conciencia como acto de reflexión del saber sobre el agente del saber (de la conciencia sobre el ser consciente, del cogitosobre la duda metódica).
En el espacio teológico de la cultura judeo-cristiana el mundo existe y las cosas suceden porque la mente de Dios, siempre despierto y vigilante, mantiene la realidad con un esfuerzo constante de atención. George Berkeley nos recuerda que el ser en efecto, consiste solo en ser percibidos. ¿Pero percibidos por quién? Por la ininterrumpida e incansable atención de la mente de Dios. En la mitología hinduísta, al contrario, se imagina que el mundo toma forma en el momento en que Dios se queda dormido, así es como se inicia, de su desatención, el infinito caos de la existencia.
Una vez más nos encontramos frente a la cuestión de la emanación del mundo del acto de autorreflexión de la conciencia, la conciencia de Dios (o la inconciencia de Dios que en el fondo hace lo mismo).
Comparando las experiencias de meditación de Buda y de Descartes, Diego y Ariel examinan la relación entre conciencia y realidad, o sea la emergencia de la realidad del acto significante de la conciencia. La lección que deriva del pensamiento budista sugiere que la infinita concatenación del ser es tan solo un efecto ilusorio producido por la mente que se autoengaña, y por tanto concibe la meditación como proceso de autocuración que nos guía fuera de la red del samsara ilusorio.
¿Pero podemos proponernos suspender la rueda del samsaraantes de haber recorrido hasta el fondo el camino de la experiencia que al final reconocemos como ilusión, que al final se hunde en la comprensión de la impermanencia (que antes que nada es impermanencia de la conciencia que reflexiona, del espejo en que el mundo impermanente se refleja)?
No podemos.
Hay una desproporción originaria en la relación entre la mente y el mundo, hay una desmesura, una irreductibilidad que conocemos bien pues es el origen de la dinámica misma de la conciencia.
Si, como sugiere Wittgenstein, “los límites de nuestro mundo son los límites de nuestro lenguaje”, entonces la dinámica de la conciencia pone en movimiento la transformación del mundo, pues la conciencia es constantemente empujada a transgredir los límites del lenguaje como proyección del mundo compartido.
Buda venció en su batalla contra Mara cuando se liberó de sus ilusiones, cuando comprendió finalmente que incluso el sujeto de la ilusión (el yo que se ilusiona) es una ilusión destinada a desvanecer.
De modo semejante, Descartes se concentra sobre la relación entre la duda y el sujeto de la duda. Sin embargo al final disuelve la duda fundando la certeza del cogito y las implicaciones de existencia que el cogito trae consigo. De este modo abre el largo paréntesis que nosotros llamamos “modernidad”.
La duda es superada en la certeza moderna del ser: esta certeza se funda sobre la indudable existencia de aquella duda, por tanto del sujeto de la duda, por tanto del mundo que el sujeto del cogito constituye en colaboración con la mente de Dios. Un Dios matemático, un Dios técnico con el cual podemos entrar en comunicación solamente luego de haber establecido la existencia del sujeto cogitante.
La dinámica de aquel mundo que la conciencia instituye a partir de la reflexión sobre el carácter ilusorio de sus proyecciones es comprensible en términos de error. El pensamiento budista nos invita a desconfiar de esta dinámica ilusoria, que se funda sobre el apego a nuestras proyecciones, y nos invita a liberarnos del error.
Pero el error es el acto que nos permite salir de los límites del lenguaje y por tanto descubrir nuevas dimensiones del mundo. Suspender el error significa entonces suspender la propensión histórica de la conciencia, la intención, la tensión, la extensión de la conciencia (que es conciencia de la evolución del tiempo).
Siguiendo las lecciones de Buda, Diego y Ariel dicen que el error no es la expresión de la mala constitución de la comprensión sino que es el poder del deseo el que somete el sujeto a la ilusión. ¿Deberíamos entonces evitar caer en la trampa del deseo, puesto que somete la conciencia a su propia ilusión?
Es la pregunta que jamás he sabido responder.
Es la pregunta que no responderé.

La temporalidad de la lucha social en el fin de ciclo “progresista” en América latina // Verónica Gago y Diego Sztulwark


Más allá del fin de ciclo

Cuando el pensamiento político se despega, por la fuerza de los hechos, de la pulsión de la revuelta e intenta asimilar sólo analíticamente las razones del declive, se arriesga a caer en una percepción estrechamente historicista: capaz de dar cuenta de las condiciones históricas de los fenómenos que le preocupan pero inepta para comprender qué sucede con las subjetividades –con las prácticas y pensamientos– que permanecen dispuestas a romper con los consensos de época, para ir más allá de ella. De allí que el mayor desafío intelectual del momento sea aproximarse al complejo juego de mutaciones que experimenta la región latinoamericana sin ceder a los llamados al orden y a la normalización que invisibilizan el acumulado de redes de resistencia presentes en su heterogéneo territorio.
Tras una década larga de sucesivas crisis sociales y la renovación “progresista” en los elencos gubernamentales en varios países del continente, hoy se habla –desde distintas perspectivas- de un fin de época o cierre de ciclo, vinculado al fin de los mandatos de tales gobiernos o al hecho de que éstos subsisten ya sin poder desplegar los elementos que permitieron, en su momento, caracterizarlos como progresistas o populares, evidenciando la precarización de los dispositivos de inclusión social que pusieron en juego.
En efecto, los acontecimientos empujan a una lectura en tal sentido. Las últimas elecciones en Argentina y Venezuela han acelerado la dinámica que ya habíamos advertido en las elecciones presidenciales de Brasil: la constitución de un bloque político íntegramente conservador, de tipo empresarial-securitista, que ensaya una nueva articulación del paisaje configurado durante el período de los gobiernos que llegaron al poder tras intensas revueltas populares.
Y sin embargo la imagen de un “fin de ciclo” no resulta del todo conveniente1, porque busca pensar el proceso regional en términos de un puro cierre a nivel de los gobiernos, sin considerar el carácter hojaldrado de la realidad política sudamericana: es decir, la pluralidad de dimensiones en las que se juegan tanto continuidades como discontinuidades que remiten a lógicas más profundas que las referidas por el sistema político. Para tener en cuenta estas heterogeneidades, resaltan tres niveles. Primero, regional: la experiencia de la última larga década de gobiernos que intentaron desplegar una voluntad política no-neoliberal nunca llegó a dominar al conjunto de la región; y a la inversa: sobre todo a nivel de la articulación entre las finanzas y lo social se produce un conjunto de continuidades que se vuelven opacas cuando se absolutiza la división entre gobiernos progresistas y conservadores. Segundo, a nivel nacional: cada una de estas experiencias necesita ser considerada a nivel subregional y sobre todo a niveles nacionales evidentes, dado que allí se juegan diferencias históricas fundamentales. Tercero, a nivel de las secuencias temporales: se simplifica demasiado cuando se acepta periodizar a partir de la consideración exclusiva de la duración de determinados gobiernos –los de signo “progresista”, por ejemplo– en detrimento de otras temporalidades que determinan el juego político y que, a la larga, son vitales para considerar complejamente los procesos en marcha.
Lo que más nos interesa, en este sentido, es reabrir la problematización de las prácticas populares y su relación con un horizonte de conflictividades y luchas que se disuelven como perspectiva en los análisis que ahora sólo entienden las derrotas electorales de modo moralizador (con argumentos progresistas paternalistas, i.e.: “los pobres no reconocen los beneficios que obtuvieron”) o simplemente de fatalismo corporativo (lamentando que la autonomía de la política finalmente no puede contra poderes fácticos como los medios de comunicación, las empresas, etc.).
Desde nuestra perspectiva, este tipo de análisis muestra el último efecto retórico de la teoría de Laclau: una década de pedagogía machacona sobre el carácter discursivo de la política y la noción de pueblo constituida sobre la falta lacaniana no sólo inocularon abstracción en la práctica política, sino que también condujeron al desconcierto cuando el ‘significante flotante’ resultó hegemonizado desde la derecha. La derrota política revela así el carácter aéreo y perezoso de la maniobra teórica del populismo frente a la materialidad compleja y abigarrada de lo popular actual.
Neodesarrollismo y neoliberalismo
En el periodo de mayor apertura y experimentación de estos gobiernos, esto es, a la salida de crisis del modelo neoliberal de los años 90 protagonizada por una serie diversa de movimientos sociales, los discursos oficiales adquirieron un empuje y una capacidad de cuestionamiento notable respecto del llamado ciclo previo caracterizado primero por dictaduras militares represivas y luego por gobiernos democráticos forzados a aplicar las recetas del “consenso de Washington” (apertura de importaciones, endeudamiento, ajuste económico, privatizaciones).
Emergió así una nueva voluntad política de tonalidad neodesarrollista, apoyada en una retórica de crecimiento con inclusión social, que incluso motivó un debate sobre su carácter “postneoliberal”. En los hechos, esa voluntad combinó un proceso de concentración de la decisión política con una porosidad oscilante a la participación de fuerzas populares, y su vocación neodesarrollista se mixturó con tres tendencias perdurables: 1) la inserción de tipo neo-extractiva en el mercado mundial; 2) unas micropolíticas organizadas en torno a las condiciones neoliberales del lazo social; y 3) una hegemonía nunca del todo revertida y especialmente relanzada del sector financiero en el modo de acumulación.
Desde la perspectiva de las luchas de los últimos años se alcanza a vislumbrar cómo neodesarrollismo y neoliberalismo están lejos de excluirse mutuamente al modo de un binarismo simple -como tal vez lo fuera en el pasado. Al contrario, estos años hemos visto funcionar verdaderas zonas de indiscernibilidad e incluso complementariedad, en las cuales elementos de ambas racionalidades se entremezclan en proporciones variables. Estas transacciones ocurren frente a cierto desconocimiento voluntarista por el cual se niega la persistencia de condiciones neoliberales (reduciendo al neoliberalismo a su definición “desde arriba”), como en todo aquello que en el orden desarrollista acaba impulsando y constituyendo las premisas de un relanzamiento de la razón neoliberal.
Sobre la base de esta coexistencia se hacen perceptibles tanto los cortes respecto de los discursos clásicamente neoliberales de los años 90, como su readecuación, a partir de un mestizaje de figuras (económicas, estatales, subjetivas) que antaño se presentaban a sí mismas como una alternativa frente a la hegemonía de los mercados y las finanzas.
Un campo particularmente notable para pensar esta mixtura es la expansión del consumo, y especialmente del consumo popular, inextricablemente ligado al subsidio estatal y las políticas sociales, a los dispositivos de endeudamiento y a nuevas violencias. Al no modificar la estructura de la propiedad de los modos de producción ni las imágenes de felicidad que el consumo viabiliza y cuya confección se corresponde con los centros de poder de los países centrales del capitalismo global, el fenómeno de inclusión por acceso al consumo (que sustituye históricamente a la experiencia de inclusión vía salario) se sostiene en la capacidad del estado de pactar con el capital rentístico –financiero y exportador– un orden de cosas en el cual una parte de esa renta es capturada por el estado para alentar la circulación monetaria y un tipo de consumo basado en bienes no durables.
La violencia emparentada al tipo de consumo que así se alienta tiene múltiples facetas y todas ellas muestran los límites de una cierta concepción de “inclusión social”:
1.        Imposibilidad de cuestionar el patrón neoextractivo que implica violencia estructural sobre comunidades, sobre el territorio, y sobre los parámetros de consumo de alimentos (como en este dossier lo señala Jorge Millones para el caso de Perú).
2.        Generalización del criterio por el cual todo territorio y todo vínculo es subsumible a la dinámica de valorización y de producción de renta (como lo señala el caso del etnodesarrollo como maquinaria financiera hacia las comunidades en Guatemala, analizado por Gladys Tzul).
3.        Dualización del estado: al lado de las funciones de regulación pública del estado democrático prolifera un “segundo” estado (como lo argumenta Rita Segato) que opera al interior de la dinámica rentística regulando ilegalmente el capital no declarado, las redes de narcotráfico y trata, y la producción de espacios de hiperexplotación laboral, trazando además una genealogía directa con las conformación históricamente patriarcal del Estado.
4.        La generalización de un paradigma de individuación que se torna intolerante con toda otra presencia que interrumpa el ideal de consumo, libre tránsito, comunicación fluida y estabilización del espacio privado (como lo muestran la multiplicación de linchamientos en varios países del continente).
5.        La proliferación del racismo, el clasismo y el sexismo por efecto de una introyección de las nociones de éxito y fracaso del universo neoliberal exacerbado a nivel micropolítico.
6.        La segmentación de espacios jerarquizados a partir de accesos diferenciales a la seguridad, que promueve una “guerra civil” por la defensa de la propiedad entre los barrios periféricos y las zonas ricas, pero también al interior de las zonas más populares.
7.        El incremento del uso de las fuerzas de seguridad públicas y privadas para constreñir a todos aquellos que bajo los efectos del estímulo a la realización vía consumo no tienen cómo efectivizar ese acceso de modo legal (ref. materiales IIEP).
8.        El aprovechamiento por parte del mundo empresarial de modos de vida y de trabajo sumergidos a partir de la estructura rentística de la acumulación para forzar modos de precarización/ultraexplotación (desde esta perspectiva puede leerse el análisis de Huáscar Salazar Lohman para la actualidad de Bolivia).
Un aspecto fundamental de este modo de pensar la inclusión por medio del consumo y las nuevas modalidades de violencia que involucra tiene que ver con los mecanismos de explotación financiera. Éstos están ligados a los dispositivos de deuda dirigidos a las clases populares, a través de la multiplicación de fuentes de crédito no-reguladas (a partir de lo cual las grandes entidades bancarias se desdoblan bajo procedimientos legales e ilegales), que funcionan como base y sostén de la dinámica de consumo.
Como venimos insinuando, la persistencia del neoliberalismo junto al ciclo de gobiernos progresistas es más visible cuando se pasa de una percepción polarizada a una percepción de ensamblajes. Es lo que sucede también con las dinámicas del llamado neoextrativismo. Lejos de desmentir al neodesarrollismo, ambas dinámicas se interpenetran y sostienen mutuamente. Nos interesa profundizar este enfoque para lograr extender la crítica del neoextractivismo y hacer de su racionalidad un modo de comprender más ampliamente la hegemonía de la apropiación rentística de la riqueza social. La racionalidad (la articulación de infraestructura técnica y financiera y la acumulación vía la producción global de renta) involucrada en las economías extractivas que abarca mucho más que los llamados recursos naturales ofrece la posibilidad de pensar la extracción como una operación más general del capital (como lo argumentan S. Mezzadra y B. Neilson, 2012 y 2015), un tipo de operatoria que vemos también funcionar en la forma rentística de apropiación del valor producido en las redes sociales y urbanas, es decir, como una de las formas prototípicas de concebir la explotación social (término que tiende a desaparecer en la crítica convencional y puramente ambientalista de los recursos naturales, como lo desarrollamos en Gago y Mezzadra, 2015).
A su vez, la extensión de la crítica al neo-extractivismo que proponemos contribuye a profundizar una comprensión menos culturalista del fenómeno llamado populismo, poniendo el eje en la condición de las masas urbanas no como subsidiadas sino como explotadas y contribuyendo, de este modo, a imaginar formas de articulación entre luchas “rurales” y “urbanas”.
De la analítica a la perspectiva de luchas
El desplazamiento analítico que intentamos pretende ligar con una perspectiva de movimientos y luchas que recorren el campo social. Esta convergencia tiene varios obstáculos en el campo del conocimiento. Uno de ellos es un tipo de politización voluntarista que subestima una y otra vez las dificultades y obstáculos en la formación de las fuerzas populares, desconfiando de las micropolíticas como retaguardia activa (para usar una expresión de Silvia Rivera Cusicanqui). Otro es el prestigio del cinismo y las descripciones puramente fetichizadas de las relaciones sociales que completan el trabajo de totalización abstracta y coherentizan al extremo el funcionamiento del capital.
El desafío que proponemos es sostener una práctica cartográfica activa, un mapeo de los conflictos y las tensiones que no pretenda simplificar ni escamotear los lenguajes y problemas que surgen en las propias luchas, tanto desde el punto de vista de la crítica que despliegan, como del modo en que se piensa un más allá de la situación actual. Sin embargo, esa cartografía tendrá fuerza en la medida en que problematice los modos de vida sin convertirse en una crítica moral o un idealismo nostálgico. Esto implica exponer el funcionamiento concreto de una infraestructura de bienestar popular: es decir, las capacidades de una producción y reproducción de lo social que sabe por momentos antagonizar y producir disputa por la decisión política y por momentos replegarse frente a violencias que no tiene cómo enfrentar.
Comienza tal vez aquí una nueva etapa de la investigación en torno a qué es y cómo funciona hoy lo popular, sobre las relaciones que suponemos entre lo popular y lo común, las variaciones de lo comunitario, sobre sus posibilidades de composición y sobre las chances que tienen de convertirse en afirmaciones concretas en la actual disputa por los modos de vida y contra su creciente explotación.
Sobre la investigación
Nuestra actividad investigativa de los últimos años ha intentado asumir la dinámica política descripta indagando sobre: 1) la reconstitución de modos de explotación laboral intensiva tanto en eslabones sumergidos de determinadas ramas productivas (como sucede por ejemplo en la agricultura, o en los talleres textiles en su mayoría a cargo de trabajadorxs migrantes); 2) como en las formas de explotación propiamente financieras (especialmente dirigidas a captar renta de los sectores populares y a intervenir sobre la disputa por la tierra); 3) las modalidades de una renovada pedagogía de la crueldad en las prisiones (ref. Yo no fui-IIEP); así como 4) las múltiples formas de territorialización de un nuevo conflicto social en tanto variables de una misma forma de valorización rentística que introduce violencia y que tiene sesgos contra-insurgentes a nivel continental.
En estas líneas de investigación que desarrollamos en Argentina pero en estrecha colaboración y co-investigación con colectivos de otros lugares de la región se pueden reconocer algunos rasgos de esta relación entre lo popular y lo común a la que hacíamos referencia. En efecto, esta relación deberá ser pensada a partir de experiencias de diversos países de América Latina como la resistencia al despojo de la riqueza social que ha puesto en marcha la persistente lucha anti minera de los últimos años en Perú (que Jorge Millones narra a partir del caso de las impugnaciones al Proyecto Conga); la disputa por la autonomía de usos y criterios por parte de comunidades que en Guatemala lidian con las microfinanzas (que Gladys Tzul problematiza); una nueva demarcación geopolítica respecto de los avances neodesarrollistas que en regiones de Bolivia, por ejemplo, alcanzan una profundidad que el neoliberalismo previo no había logrado (como sostiene Salazar); la caracterización de los fenómenos de violencia social a partir de rasgos patriarcales como motor persistente de una desafiante derecha política (como explica Segato).
Pretendemos, en definitiva, leer nuestro presente estallando los simplismos que todo lo dividen en términos de una escena unificante (apertura/cierre; éxito/fracaso) para rehabilitar la complejidad de la experiencia que lxs activistas de las luchas históricas de la región conocen bien: una micropolítica cotidiana trabajosa y poco eufórica que, sin embargo, se construye como espacio concreto de experimentación de procedimientos, formas de hacer, producir y valorar. Es en ese plano donde se confrontan las sinuosidades de una construcción que no tiene una planificación lineal de cómo esos acumulados históricos se transforman en contrapoderes. Sin embargo, es desde allí que surgen las percepciones de lo que se vuelve insoportable, de los modos de entretejer una resistencia y las acciones prácticas que vuelven a plantearse de modo situado qué es una eficacia política aquí y ahora.
Las finanzas como campo de batalla de la subjetividad
Elegimos conceptualizar esta trama latinoamericana a partir de una cierta indagación sobre el papel del capital financiero a partir no de su dinámica interna (y sus aspectos técnicos), sino de su conexión privilegiada con las subjetividades populares. Así planteado, este campo de investigaciones permite comprender de un modo no simplista –ni economicista, ni politicista– el proceso histórico llamado neoliberal, atendiendo tanto a la articulación del modo de acumulación de capital, como al mundo de estrategias en que se determinan dichas subjetividades populares.
Este vector de investigación que relaciona finanzas y procesos de constitución de subjetividades populares tal vez permita leer en términos de un continuo cambiante pero procesual la reconfiguración de subjetividades que antes eran catalogadas como excluidas y que ahora son interpeladas y convocadas, desde su vitalidad, para una nueva modalidad de explotación. Al tiempo que esa interpelación accede a este campo de batalla entre mundo popular y finanzas para replantear desde allí el problema de la igualdad como premisa, y no como promesa, como hace el paternalismo del progresismo y de cierta izquierda. Así, un enfoque de las finanzas como código de movilización capaz de generalizar un tipo de explotación cuya temporalidad se acomoda al deseo y a la estructura de la promesa por medio de una serie de aplazamientos que subordinan las posibilidades del aquí y ahora, nos permite comprender en inmanencia las reglas que rigen, y las contraconductas que surgen, en este campo de batalla. Y porque, finalmente, encontramos –retomando a Rita Segato- en esta captación de lo financiero el fundamento de nuevas soberanías, en el sentido que Deleuze advertía comentando a Foucault: que la formación de soberanía se define tanto por realizar “operaciones de extracción” (formas de explotación) como por “decidir sobre la muerte” (lo que cada vez más se desarrolla como una “necropolítica”).
Una cartografía de este tipo busca comprender al mismo tiempo las posibilidades autónomas de los atisbos de un vitalismo popular, como las estrategias concretas que puedan limitar los momentos más agresivos del poder explotador.
* Este artículo ha sido publicado en inglés en The South Atlantic Quarterly 115:3, July 2016 y en español en http://www.euronomade.info/

Referencias bibliográficas

AAVV (2015): Conversaciones ante la máquina. Para salir del consenso desarrollista, Tinta Limón, Buenos Aires.
Colectivo Juguetes Perdidos (2014), ¿Quién lleva la gorra?, Tinta Limón, Buenos Aires.
Deleuze, G. (2015): Curso Foucault. La subjetivación, Cactus, Buenos Aires.
Gago, Verónica (2014): La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular, Tinta Limón, Buenos Aires.
Gago, V. y Mezzadra, S. (2015): “Para una crítica de las operacionesextractivas del capital. Patrón de acumulación y luchas sociales en el tiempo de la financiarización”, en Nueva sociedad, 255 (enero-febrero 2015), pp. 38-52.
Gago, V., Picotto, D. y Sztulwark, D. (2014): “El intelectual orgánico o el cartógrafo (o ¿cómo discutimos el impasse de lo político radical en un frente común contra el neoliberalismo?)”, Youkali, revista crítica de las artes y el pensamiento nº 17, Madrid, diciembre de 2014 http://www.youkali.net/youkali17-2b-Gago.pdf
Gutiérrez, R. y Salazar Lohman, Huáscar (2015): “Reproducción comunitaria de la vida. Pensando la trans-formación social en el presente”, en revista El Apantle, Nº 1, Puebla, México.
IIEP. 2014. “Comprensión estratégica. Pistas para la investigación política en el nuevo conflicto social”, en http://www.iiep.com.ar/materiales.php y entrevista con José Luis Calegari (por Neka Jara y Diego Sztulwark) 2014, disponible en http://anarquiacoronada.blogspot.com.uy/2014/07/balance-politico-del-acampe-en-varela.html
Mezzadra, S. and Neilson, B. 2012. “Extraction, Logistics, Finance. Global Crisis and the Politics of Operations”, in Radical Philosophy, 178: 8-18.
Mezzadra, S. and Neilson, B. 2015. “Operations of Capital”, in South Atlantic Quaterly 114:1, Winter 2015, Duke University Press.
Revista Crisis y Céspedes, Martín. 2012. Toda esa sangre en el monte, disponible en https://www.google.com.uy/webhp?sourceid=chrome-instant&ion=1&espv=2&ie=UTF-8#q=toda%20esa%20sangre%20en%20el%20monte
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2015. “Sobre la comunidad de afinidad y otras reflexiones para hacernos y pensarnos en un mundo otro”, en revista El Apantle, Nº 1, Puebla, México.
Segato, Rita. 2013. 2013. La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (The Writing on the Body of the Murdered Women of Ciudad Juárez). Buenos Aires: Tinta Limón.
Yo No Fui. 2015. “La pedagogía de la crueldad sobre los cuerpos de las mujeres presas”, disponible en http://www.iiep.com.ar/materiales.php
1 Desde esta óptica politicista, se genera otro efecto: en la situación de Bolivia y Ecuador todo parecería depender de la capacidad de ambos gobiernos de lograr su re-elección indefinida (algo ya fracasado en el caso de Correa, y por verse en febrero en el caso de Morales), como único modo de sustraerse al “fin de ciclo”.

Percepción y acción política // Diego Sztulwark


(¿o qué sería subjetivar no/neoliberalmente?)


Percepción y acción política
(¿o qué sería subjetivar no/neoliberalmente?)
Intento entrar a lo político a partir de lo político mismo, es decir de las dinámicas que dividen lo social y las posibilidades de construir nuevos posibles colectivos. Hoy estamos intentando comprender transformaciones demasiado recientes, tratando de hacer mapas sobre los comportamientos de las fuerzas sociales. Y no es posible trazar cartografías si se renuncia a la percepción. 
Deleuze decía que lo político mismo es una cuestión de percepción. El creía que la “percepción llamada de izquierda” se caracteriza por registrar el mundo desde el conflicto y las periferias. Mientras que la percepción llamada “de derecha” lo hace desde la propia estabilidad. 
Sostiene que la política es un problema de percepción no de ideología. No es un problema de doctrina, de interés, sino de percepción. Una cosa es la percepción desde el conflicto y otra la percepción desde la propia estabilidad. 
Afirma que se puede percibir la realidad a partir de lo que pasa en el mundo palestino y en el mundo latinoamericano, a pesar de vivir en París o bien se la puede percibir primero como parisino, después como francés y muy en la periferia y muy al final el conflicto, llamado Tercer mundo (ubicándonos en la época en que él escribía esto). 
Es decir tenemos un tipo de percepción a partir de la cual el conflicto y las luchas sociales están en el centro y a partir de ahí estructuramos nuestra percepción o bien desplazamos el conflicto y tratamos de registrar el mundo a partir de nuestro deseo de estabilidad, de orden. 
Podríamos empezar a pensar la cuestión política asumiendo la de la percepción e intentar hacer una distinción entre derechas e izquierdas. Llamaríamos de derecha a los que desplazan, eluden o rechazan el problema de la transformación o del acontecimiento y de izquierda a aquellos que quieren, que intentan ponerlo en el centro, sienten como próximo el problema de la transformación o el acontecimiento, ponen en el centro el conflicto. 
Esta idea de percepción permite reacomodar muchas cosas. Deleuze dice básicamente: “no hay gobiernos de izquierda”. No hay que esperar gobiernos de izquierda. La derecha y la izquierda no son categorías que sirvan para pensar el Estado. Sirven para pensar el deseo de transformación o su bloqueo y en todo caso cuando nos interese hacer distinciones a nivel de los estados o gobiernos, habría gobiernos más o menos permeables a las transformaciones. Están aquellos que los impiden activamente o los que pueden favorecerlas, tolerarlas, establecer un diálogo. Pero la transformación no es asunto del Estado, es tema de las percepciones, de lo que Deleuze llama los “devenires minoritarios”. Conjunto de transformaciones que no tienen un sujeto político estructurado, tradicional, reconocible en el sistema político. 
Me parece muy importante hacer esta entrada a la cuestión de lo político. Propongo pensar lo político en lo político mismo. Es decir, meternos de lleno en la coyuntura actual. Es abstracto querer pensar lo político por fuera de la coyuntura que se está viviendo. Eso supone una atención, un registro de las coyunturas que se están viviendo, si es que se quiere hablar de política. 
El problema es que estamos tratando de entender todavía qué es lo que se transformó en el país y en la región en los últimos años. Creo que los análisis políticos despreciaron mucho un conjunto de fenómenos que son los que explican la transformación en que estamos metidos. No es posible pensar lo político sin declarar la perplejidad por lo que está pasando en nuestra región, la necesidad de situarse para entender, comprender, los límites de las políticas de los últimos años e intentar extraer de la situación categorías y disposiciones sensibles para poder afrontar de lo que viene.
Propongo entonces pensar la coyuntura actual retomando el problema de la percepción, es decir, tratando de situar lo político ante todo como un problema de percepción. Esto abre al pensamiento de Suely Rolnik –psicoanalista, artista, brasileña, que vive en San Pablo- quién a propósito de la coyuntura latinoamericana actual, sudamericana, argentino-brasileña del último año -para ser todavía más precisos- sostiene que no podríamos agotar un balance de lo que está pasando políticamente en el cono Sur de América, si miramos solamente lo que se llama la macro-política, los partidos políticos sin Estado. Cuando hablamos de política hablamos siempre de eso, pero al mismo tiempo es imposible hacer un balance político de lo que pasó si sólo prestamos atención a ese nivel. Por eso traje a Deleuze, porque hay un problema de cómo se trabajan las percepciones. 
El problema de las percepciones no se lo constituye simplemente a nivel de lo macro-político, hay que abrir otra zona, que Suely Rolnik llama: “micro-política”, en la que actúan un conjunto de dispositivos que operan sobre la percepción, sobre la sensibilidad, sobre el deseo. La política ha subestimado el hecho de que la subjetivación –que en los últimos años se puso en juego, ahora lo vemos más claro- fue neoliberal, aun cuando algunas políticas de los gobiernos –llamémoslos de izquierda- no lo fueran. Suely define por izquierda: “un mínimo, mínimo”. Se refiere a poner un mínimo de filtro, un mínimo de distancia, un mínimo de autonomía, un mínimo de frontera, respecto al modo en que el Mercado Mundial descarga sobre los países sudamericanos la crisis, se trata de no obedecer absolutamente. Ese “mínimo mínimo” es lo que pueden hacer, dice Suely, las izquierdas nacionales a nivel macro-político: una mínima protección. Desde esa postura Rolnik se va a preguntar cómo explicar la situación de derrota electoral de estas izquierdas en varios países y el tipo de conversión social que la acompaña. 
No podemos pensar esta situación sin considerar que en paralelo con este “mínimo mínimo”, o lo que llamamos “voluntad de inclusión” –que puso en juego el kirchnerismo en Argentina, el PT en Brasil- funcionaron estos años micro-políticas neoliberales ligadas al consumo, a la comunicación, a las finanzas, que subjetivaron al modo neoliberal. Así que tenemos una situación en la cual por más de una década en algunas zonas de Sudamérica, las luchas sociales dieron lugar a gobiernos progresistas, o llamados de izquierda –desde ese “mínimo mínimo”- junto con una mecánica social que no dejó de ser neoliberal. A esta doble dimensión, macro y micro política hay que prestarle mucha atención, pienso, porque sigue dando mucho que pensar.
Álvaro García Linera, el vicepresidente de Bolivia -la mente más analítica de los gobiernos progresistas de la región- hace un balance del referéndum que se hizo en Bolivia en febrero pasado, en el que el gobierno de Evo Morales perdió muy ajustadamente -se votaba la posibilidad de una re-re-elección-. Llama a las masas plebeyas que los gobiernos llamados “progresistas” incluyeron en el consumo, “nuevas clases medias despolitizadas”. Tenemos nuevas clases medias, una recomposición de la sociedad –a partir del consumo, de reformas que se hicieron, del papel del Estado, de la nueva estrategia regional, de la autonomía respecto de EEUU, todo lo que podríamos caracterizar como discurso progresista- y dentro de ese cuadro encontramos sectores sociales que se beneficiaron con el aumento del consumo, se situaron de una manera más ventajosa en la estructura social y sin embargo, votan en contra de esos gobiernos. En Argentina, en Bolivia, las derrotas electorales de los gobiernos progresistas fueron por muy poca diferencia, aunque los efectos políticos de las derrotas son contundentes. Álvaro García Linera sostiene que no se han sabido politizar a esos sectores que se beneficiaron en el plano del consumo y otros derechos. Este balance nos interesa, porque en él aparecen los problemas que queremos también nosotros pensar. 
Siguiendo a García Linera nos encontramos entonces con que junto al sistema político clásicamente pensado -partidos políticos, Estado y todo el juego de la representación- actúan otros mecanismos de recomposición de la sociedad (redes sociales, producciones semióticas y comunicacionales). Cuando se habla de despolitización de los sectores que se incluyen en el consumo -García Linera nombra de este modo lo que pasa en Bolivia, pero podemos extender el mismo diagnóstico a otras partes de la región-, está señalando un punto ciego de las políticas progresistas de estos últimos años. El hecho es que esa incorporación de colectivos de personas al consumo ha supuesto lo que él llama una “despolitización”, seguramente porque el consumo subjetiva, y el modo de organizar el consumo suponía una despolitización. Esto es algo que habría que pensar más a fondo. 
Quizás sea más preciso decir que esta inclusión por consumo fue hecha casi enteramente sobre un andamiaje de micro-políticas neoliberales. Digo más preciso en el sentido que puede permitirnos pensar más directamente qué tipo de subjetivación es la que se pone en juego: la idea de “despolitización” no me parece del todo útil en la medida en que no queda claro que se entendería por politización. 
Traigo esta cita a Álvaro García Linera porque me resulta útil al menos en dos aspectos. En primer lugar, porque puede ayudar a construir un tipo de razonamiento que no se limite al dilema sencillo de si se trata de objetar o bien de acompañar a los gobiernos llamados progresistas. Plantear el problema de qué balance hacemos de ese período implica ya situarnos ante un escenario nuevo. Una vez asumido que el balance nos interesa a todos y que puede sacarnos del dilema pro/contra podemos insertarnos de un nuevo modo en la coyuntura política actual. 
El balance que hace García Linera merece ser completado a la luz del razonamiento que hace Foucault en uno de sus cursos en el Colegio de Francia según el cual el neoliberalismo es una forma de gobernar que consiste en interpelar al lazo social en términos empresariales y en que los sujetos se constituyen con criterios empresariales, lo que implica una cierta idea de libertad –la libertad de empresa- y una idea de riesgo –el riesgo empresarial que conlleva a una competitividad muy fuerte de construcción de uno mismo como un capital que da renta, como un hacer marca de uno mismo. A partir de esta cita de Foucault puede organizarse de otro modo el razonamiento, ya que los gobiernos llamados progresistas no han inventado un modo diferente de gobierno y los actuales gobiernos neoliberales de Argentina y Brasil son bien capaces de retomar este tipo diagnóstico en su favor. Es decir, no precisan crear todo desde cero. 
El otro uso que querría dar a la cita de Álvaro García Linera tiene que ver con lo que –nuevamente- Suely Rolnik denomina “inconsciente colonial”. Lo neoliberal no sería nada sin este tipo de inconsciente. Si hay un “inconsciente neoliberal”, él mismo no sería nada sino la maduración de una larga historia en la que lo colonial es absolutamente central. Llama la atención que nociones que pertenecen a planos analíticos tan distantes (lo colonial como avatar de la geopolítica, y como modalidad de un inconsciente) puedan funcionar juntos. Suely Rolnik dice que este “inconsciente colonial” actúa en cada uno de nosotros como un impulso a la estabilización frente a las crisis. Nos aferramos un conjunto de referencias a las que estamos familiarizados y que nos permiten reaccionar ante cualquier imprevisto, cualquier fuente de caotización proveniente del mundo, es decir, de la sociedad. Rolnik encuentra en este inconsciente reactivo a transformaciones sensibles el origen de mecanismos paranoicos, culpógenos y/o racistas. En otras palabras: en lugar de vivir las crisis –ella las llama “tormentas”- que azotan a nuestra subjetividad como ocasión para crear nuevas referencias en base a la alteración de lo sensible, en lugar de crear los territorios existenciales necesarios para seguir viviendo, nos sometemos a mecanismos que refuerzan nuestros modos de vida, compensan nuestros sufrimientos, rechazan los devenires. Y llama dispositivos micro-políticos, o micro-políticas neoliberales, al conjunto de estos mecanismos al servicio de la estabilización: formas de consumo, de espiritualización, de asimilación de discursos teóricos, de identificaciones políticas o religiosas. En la medida que estén al servicio de una estabilización de la subjetividad, al servicio de un fortalecimiento de las referencias que están siendo desestabilizadas, estamos ante la actualización de un inconsciente colonial, que tiene su origen en la coyuntura en la que lo cristiano se vuelve Imperio, y luego en una larga historia, en la que se va desautorizando y debilitando aquello que en la vida es útil para actuar creativamente en las crisis.
Suely Rolnik como profesora en San Pablo, detecta que el régimen universitario y muchos alumnos tienen una relación directa con la teoría. Leen conceptos, los reproducen, los explican. Y se pregunta si eso no es una expresión de ese “inconsciente colonial”. Si el hecho de que nuestra relación con el conocimiento sea simplemente la posibilidad de comprender una lógica conceptual y después reproducirla, agarrarse, apropiarse y vestirse con ella, incluso habla de usar las teorías como un desodorante (ella habla de un “desodorante Deleuze”, debe haber también uno “Lacan”, etc.), para que no se note el mal olor de que uno no se pone a pensar por sí mismo. 
Ella dice todo esto con tristeza, por lo difícil que parece ser que en la universidad, o entre los estudiantes, se adopte como punto de partida para el pensamiento de preguntas existenciales, aquellas que revelan una singularidad a partir de la cual sí es productivo seleccionar aquello que la teoría autorizada tiene para decirnos. El “inconsciente colonial” actúa en el pensamiento teórico estabilizando categorías, referencias, subjetividades. Bloquea la posibilidad de crear una situación nueva en la que la teoría no actúe ya como conjunto de saberes sistematizados sino, como dice Henri Meschonnic, como reflexión sobre lo que no sabemos. 
  
Quiero hacer una cita más en el mismo sentido. La antropóloga argentina Rita Segato, que enseña también en Brasil, ha hecho en una entrevista reciente que le hicieron en la Universidad Libre de Rosario, una distinción entre “imaginación teórica” y “destreza intelectual”. Considera que la intelectualidad latinoamericana es mayoritariamente colonial en la medida que acepta, tanto en las Universidades como a partir de la enorme influencia de la industria editorial -que selecciona y propone a un conjunto de pensadores generalmente blancos, de habla inglesa  y siempre perteneciente a una geopolítica del norte- delegar la “imaginación teórica” y asumir como tarea propia sólo aquellas tareas que implican una “destreza intelectual”. Por imaginación teórica Segato entiende la capacidad de crear las categorías y referencia que vuelven habitable y pensable la experiencia que vamos viviendo. Y por destreza intelectual, la aptitud de traducir, exponer y relacionar categorías de autores (Adorno, Durkheim, Freud, no importa cuáles). Es, nuevamente, un problema de colonialidad del saber. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar -las militancias, los intelectuales- con nuestra “imaginación teórica” en las situaciones políticas que afrontamos? 
Al situar lo político en el nivel de la percepción podemos despejar un primer malentendido posible. Ya sabemos que hay izquierdas políticas que tienen percepciones de derecha, así como hay movimientos sociales que no se autodefinirían políticamente como izquierdistas y actúan con percepciones lo que Deleuze llamaría percepciones “de izquierda”. Entonces, tenemos que contar con ese tipo de desacoples sobre los que ya John W Cooke había advertido en los años sesentas respecto del peronismo. 
A nivel macropolítico podemos distinguir posiciones más de izquierda y otras más de derecha. La derecha prioriza el orden y la inversión; la izquierda quiere que el Estado se encargue de hacer la mínima diferencia de la que habla Rolnik. Pero después está el problema de cómo nosotros elaboramos categorías mentales, cómo damos lugar a sensibilidades que puedan crear mundos. Esta disputa se da fundamentalmente en un nivel micropolítico. Creo que es en este nivel que Deleuze piensa al poner en el centro la percepción. 
La percepción tendría una relación muy fundamental con la manera de pensar, cosa que ciertas doctrinas de la ideología muchas veces no consideran. Me refiero a quienes identifican la ideología con una sistemática de ideas más que a esa capacidad de partir de la percepción a la hora de dar lugar a una idea. 
La filosofía de Deleuze intenta abrir una zona nueva, en donde el problema no es tanto ser coherentes con ciertos principios, como ser capaz de pensar a partir de conflictos que se van presentando, que nos afectan y nos llevan a plantear nuevas categorías para avanzar. 
Álvaro García Linera dice, después de una década de gobiernos progresistas, que las poblaciones beneficiadas con sus políticas se han despolitizado. Entonces, tal vez corresponda pensar de otro modo la situación, en la línea de inventar nuevas categorías –una nueva teoría política- para avanzar en donde estos procesos se han bloqueado.
¿Cómo entender esto? La teoría política habitual de los últimos años entre los sectores progresistas, me refiero a la llamada política “populista” –lo digo presuponiendo que todos están al tanto que este término no es peyorativo, sino un nombre auto atribuido-, no tiene demasiados recursos para pensar todo esto. Y no los tiene, es porque considera que, en general, si el pueblo –sectores plebeyos incluidos en el consumo y en un discurso de derechos- está siendo protagonista de un proceso, si se beneficia de él, entonces no hay modo de explicar por qué vota en contra. En otras palabras: se desarma esa idea de un pueblo que es sujeto, de un sujeto que es pueblo. 
¿A qué otras imágenes podemos acudir para pensar todo esto de otro modo? En general se resuelve esta aporía con una teoría de la pura manipulación de los medios de comunicación en contra de los intereses de la gente. Me parece una explicación tan verdadera como insuficiente. Los medios de comunicación manipulan -¿qué duda cabe?- pero la eficacia de esta manipulación depende de factores más complejos. Habría que volver a esa zona de las subjetividades que interesan a Suely Rolnik cuando habla de las micro-políticas neoliberales, a los inconscientes coloniales, para pensar desde allí cómo operan los medios de comunicación y en qué suelo logran producir efectos. Creo que volvemos sobre el “punto ciego”, sobre lo impensado por las teorías populistas que celebraron el crecimiento y la inclusión sin producir distinciones en torno a los modos de subjetivar involucrados en determinados modos del consumo, en todas las clases sociales. No creo que funcione realmente reducir toda esta complejidad a una denuncia de los medios de comunicación.
Entonces, no me planteo la cuestión de si estoy o no de acuerdo con el diagnóstico de Álvaro García Lineras (la despolitización de los incluidos). Sí me planteo la pregunta sobre qué otra a forma de democratización podemos concebir. Esa pregunta me lleva al problema del protagonismo popular. No del pueblo-sujeto, sino de los nuevos sujetos. Lo que supone ya un cambio de teoría. ¿Cómo pensar la división política a partir de la emergencia de nuevos sujetos que pueden impulsar nuevas formas de subjetivación política si ocupan de modo más decidido el centro de la escena, o lo que es lo mismo, si se los coloca en la escena de la decisión política?
Pregunto hacia adelante, no me interesa rascar hacia atrás. Si el balance de los protagonistas de los llamados “gobiernos” indica que incluso sus propios éxitos conllevan una despolitización, señalando de ese modo un límite del propio proceso, cómo no introducir allí la pregunta ineludible: ¿qué otro modo de pensar lo político hay? Porque todo balance elabora líneas de acción. Me parece importante que este estado de balance no se cierre. 
Con la categoría de despolitización se pierde la idea de “inconsciente colonial”. Porque la despolitización siempre queda en manos de la militancia, es un límite de ella no haber participado más, no haber politizado más. Lo que se pierde es pensar más radicalmente, que las formas de inclusión que se pusieron en juego subjetivaron neoliberalmente. Eso es una cuestión fundamental. Generaron percepciones, una cierta relación con el deseo, ciertos posicionamientos. Si ese es el problema, podríamos preguntarnos si en la dinámica latinoamericana no existieron experiencias comunitario- populares que subjetivaban de otra manera. ¿Qué relación tuvo la política estatal con esas experiencias? Y ¿por dónde podríamos encontrar una fuente de imaginarios diferentes a ésta que provino de esta manera de pensar la inclusión?
Entonces: ¿cómo interpretar el planteo según el cual los procesos de inclusión tuvieron un déficit de politización? Evitemos una interpretación demasiado sencilla, del tipo: faltó más propaganda, más entusiasmo militante, más pedagogía política. Con todo lo necesario que es en política activar una voluntad militante, el balance de García Linera nos señala otro problema: el de cómo subjetivan los propios mecanismos de la inclusión. Ahí hay algo que entender mejor.
¿Y qué sería subjetivar no/neoliberalmente? Quizás sea ésta hoy la gran pregunta. Hay una imposibilidad de responder a esto teóricamente. Ya hemos referido al “inconsciente colonial”. Hemos insinuado que los instrumentos de inclusión –con todo lo que de valioso podamos advertir allí- sostuvieron una dialéctica oscura con ese inconsciente colonial. 
En el encuentro que tuvimos aquí por mayo, intentaba situar la crisis del 2001 como un momento donde aparecían subjetividades estratégicas, o subjetividades de la crisis. Fue, sin dudas, un período de intensa politización. Sobre todo a nivel micropolítico. Algo bastante inverso al período posterior, el de inclusión social, en el cual la sociedad parece haberse polarizado a nivel macro y perdido creatividad de estrategias a nivel micro, a nivel de creación de territorios existenciales.
Llegamos a un momento en el cual es vital profundizar este tipo de balances. Si vamos a ir a fondo, vamos a necesitar categorías que no son sólo las de la teoría política que estos años desarrolló esta perspectiva. Si vamos a cambiar: ¿hacia dónde lo haremos?, ¿con qué categorías vamos a concebir el proceso político que viene? ¿Cómo hacemos para que los próximos años en Ecuador, en Bolivia –donde todavía hay gobiernos progresistas- ocurra otra cosa? ¿Con qué dinámicas sociales nos vamos a conectar y con qué expectativas? No creo que se trate de desarrollar una respuesta puramente intelectual a estas preguntas, pero me parece que nos toca plantear con claridad estos problemas: ¿con qué categorías vamos a radicalizar estos balances?, ¿vamos a entrarle a la cuestión del “inconsciente colonial” (o neoliberal)?, ¿nos atreveremos a sacar conclusiones del hecho de que la forma de inclusión que hemos desarrollado conecta al menos parcialmente con una subjetivación neoliberal? 
Son preguntas. Solo eso. Las respuestas no pueden ser sino la acción política misma. Hay que poder meterse en la acción política y preguntarse desde dentro qué significa una subjetivación “no neoliberal”. 
No me parece demasiado útil enfrentar esta situación, estas preguntas, a partir de un estado de “desilusión”. Para estar desilusionado hace falta haber estado “ilusionado”. Y si hubo ilusión tal vez sea un paso adelante reconocerlo, si no, no se puede avanzar en el pensamiento. Los no ilusionados al mismo tiempo estamos intentando sacudir un poco el escepticismo, porque la necesidad del pensamiento político está igualmente presente en todos. 
Janine Puget: la idea es ampliar la mente de los psicoanalistas y que puedan detectar dentro del material de una sesión indicadores que hacen a categorías o posicionamientos políticos que incluyen prejuicios, ideas de verdad absoluta y que tenemos que encontrar cómo cuestionar. Pero antes, aprender a detectar. Poder revisar en lo que nos dicen los pacientes y lo que decimos nosotros, cuánto hay de ideología colonial, o cuánto hay de prejuicios o de cerramientos en relación con tomar en cuenta la realidad llamada exterior, la del sujeto en su contexto. Abrirnos a la creación de nuevas categorías y poder hacer un análisis de los discursos, para ver cómo intervenir, cómo cuestionar, como se está haciendo hoy aquí.  
DS: Parto de la idea -quiero decir, leo a pensadores que, como León Roiztchner, por ejemplo, afirman que- no habría una distancia tan abismal entre psiquismo individual y campo social. Asumo que no es muy productivo aceptar esa distancia. Cuando digo –con Rolnik- “inconsciente colonial”, implica una cierta articulación entre un campo histórico social y una subjetividad. 
En la medida en que identificamos el proceso político con problemas de subjetivación, el psicoanálisis está concernido y seguramente haya vías productivas para trabajar lo político a partir del psicoanálisis, aunque sobre eso yo no sé nada. Recuerdo sí que alguien como Félix Guattari insistía –y Bifo lo sigue haciendo- en reunir saberes analíticos, estéticos, políticos, clínicos. 
Recientemente Cristina Kirchner dijo que habría que estudiar muy bien qué es lo que los medios de comunicación le meten en la cabeza a la gente. Me interesó que diga eso, en la medida en que eso implique la política admita que hay algo que se le escapa. ¿Qué sería eso de que se está trabajando sobre la cabeza de la gente de una manera nueva? Lo veo ligado con lo que veíamos de Álvaro García Linera: por más que se distribuya, por más que se difundan derechos hay un comportamiento de colectivos grandes que actúan “contra sus intereses”. Lo que me interesa de esa perplejidad es el modo en que abre al problema de las micropolíticas del que estamos hablando. Se abre un campo que no es el estrictamente político convencional. No sé si los políticos tienen mucho que decir sobre cómo se produce esta subjetivación, tal vez haga falta la presencia de otros protagonismos. 
(Pregunta Inaudible) 
DS: Para aclarar los términos, cuando pienso en términos de conflicto lo hago en dos niveles. Por un lado, creo que la conflictividad estructura y explica una coyuntura política: si esto es así, no es posible hablar realmente de política sin ser conscientes de cuáles son los conflictos que atraviesan en un momento determinado el campo social. Por ejemplo, el problema de la protección de los ingresos populares es un tema fundamental, hablar de qué vive la gente, de la agresión a los ingresos, a la vida material. Es difícil hoy decir qué es la política en abstracto, sin situar eso que es una fuente de conflictos. En segundo término, también en el plano micro-político, me refiero al conflicto, en el sentido de la crisis -o de la tormenta-, como aquello que altera el “inconsciente colonial”. 
La posibilidad de crear territorios existenciales se vincula a los procesos políticos. Creo que algo de esta relación entre proceso político y creación de territorios existenciales había comenzado a desplegarse en América Latina y ha quedado como en un impasse. Cuando pensamos en Bolivia, en Argentina o en Brasil –previo a estos gobiernos llamados progresistas- ocurrieron movimientos insurreccionales, un florecer de organizaciones sociales. Muchos de ellos indígenas, comunitarios, de mujeres, de gente que tiene una relación con el territorio –pienso también en el movimiento piquetero. Ahí había una máquina imaginaria produciendo. Como diría Rita Segato, más “imaginación teórica” que “destreza intelectual”. Había movimientos haciéndose cargo de la experiencia, intentando darle forma, generar estrategias. Esa riqueza, que subsiste en la América Latina actual, tiende a proveer imágenes resistentes, que implican una crítica a aspectos modernizantes/desarrollistas y tal vez posibiliten que el repliegue actual –de haberlo- no sea tan abrupto. No dé lugar a una coyuntura tan reaccionaria. Creo que hay señales en este sentido.
(Pregunta Inaudible) 
DS: Ahí hay un problema de porosidad, de relación de la subjetivación –en el enlace entre lo individual y lo político- que habría que intentar pensar, sobre todo hay un problema de tiempo político también. No se piensa cualquier cosa en cualquier momento. ¿Cómo se tramita esto que no sea como una mera desilusión? Hubo una ilusión, se disipó la ilusión, ¿dónde quedamos?, como diría Nietzsche, en la nada. Creímos en algo más fuertemente que en el mundo, eso se disolvió, nos quedamos sin ilusión y sin mundo. Para evitar ese desenlace podemos preguntarnos en términos de los conflictos, de las coyunturas, del conjunto de los procesos de subjetivación actuales, dónde encontrar claves para resistir, intentar, crear. Eso es lo que estoy proponiendo, no una solución, sino un para dónde mirar. Pienso en cómo se hacen los mapeos, las relaciones, las investigaciones, cómo se promueven formas colectivas e individuales diferentes, dónde buscamos, dónde encontramos. Hay un problema de práctica, no la que se remite a la clínica individual, a la cuestión profesional. Me pregunto si este juego entre lo que digo y lo que tienen como imagen puede abrir algún cuestionamiento, alguna posibilidad, generar algún desplazamiento interesante. Son las reglas de juego para todos, intentamos pensar cosas y después vemos qué efectos tienen. 
(Pregunta Inaudible) 
DS: Pienso en cómo restituir esta referencia al campo político práctico efectivo que hoy vivimos. Más que esperanza, me digo, conviene juntar coraje para enfrentar el obstáculo. El pensamiento político si se guía por la esperanza queda muy débil. La idea de que a pesar de todo hay una esperanza, o que hay ejemplos a encontrar en algún lado, no sé. No me parece que funcione.
El cuestionamiento a la globalización neoliberal por momentos viene del lado más reaccionario de los poderes, del lado del Brexit, Trump en los EEUU, de lo que está pasando en Brasil, o Daes. Suponíamos que el descontento con el neoliberalismo podía ser articulado desde una reivindicación de lo común, pero en este momento preciso ese descontento está tramitado por formas de arcaísmo brutalmente fascistas. La década pasada no se presentaba así. Insisto: el pensamiento político no tiene que ser esperanzado, tiene que tener coraje para ver obstáculos y preguntarse con qué estrategias los enfrenta. Ese es el punto efectivo del pensamiento político. Me resulta penoso cada vez que escucho hablar sobre la esperanza a compañeros o políticos profesionales o gente que se arroga saberes sobre el espíritu. Ya Spinoza en el siglo XVII decía que la esperanza es una pasión triste, no es una novedad teórica decir esto. 
Hoy los sectores populares buscan concretar políticas defensivas de los ingresos, sean o no asalariados, sean o no formalizados. Tienen capacidad alta de movilización y más o menos buena de organización. Pero hay poderes que cuentan con que esas fuerzas se organicen por fuera de los instrumentos tradicionales de integración que asumen lo reivindicativo desvalorizando la creación autónoma de infraestructura de vida popular. Se han sucedido movilizaciones gigantescas desde que Macri asumió el gobierno en Argentina. La más grande fue la de la CGT, pero el viernes pasado (2-9-16) se hizo la Marcha Federal, el día de San Cayetano fue la de  la economía popular, convocada por CTEP, la Universidad hizo sus manifestaciones, cuando Cristina Kirchner fue llamada en abril pasado a declarar, hubo una manifestación enorme. Lo político hoy hay que considerarlo también a partir de esa capacidad de movilización, que es muy grande. A ocho meses del gobierno de Macri se organizó una movilización masiva por mes, es algo que no habíamos visto antes. Esas marchas por sí mismas no terminan de desbloquear la situación y probablemente no alcance con este tipo de movilización. Como decía al inicio, no creo que podamos pensar la política fuera de nuestra coyuntura. Sin enfrentar las dificultades del momento. Y eso implica que cada quien piense cómo nos ligamos, desde nuestras preocupaciones (incluso las profesionales, en su caso) con esta situación.
(Pregunta Inaudible) 
DS: El otro rasgo que veo en la coyuntura actual es que el llamado bloque de poder -los que gobiernan la Argentina desde la última elección- carece de homogeneidad. Sólo la tienen en relación a rechazar al movimiento social autónomo y a una eventual revitalización del kirchnerismo. Contra estos adversarios se unifican y tienen un programa claro, que es la destrucción del ciclo político previo. Pero en la medida en que el ciclo anterior se desgasta los sectores dominantes no comparten programa político unificado, y por consiguiente es posible que vayan a una división política, sobre todo en el plano electoral. En consecuencia es altamente probable que si las movilizaciones populares no generan un tipo de proyección propia y autónoma de sus intereses y de sus propios programas terminen metidos al interior de la división del bloque gobernante. Quiero decir: que Sergio Massa o alguien como él aparezca como única alternativa a Macri. Eso sería muy lamentable y hay que intentar impedirlo. Siempre las posibilidades son a crear. 
Janine Puget: La cuestión es tener imaginación y ver si se puede crear algo nuevo.
DS: Es el riesgo de identificar un problema, sólo se puede intentar a partir de ahí, ¿qué sería plantearlo de otro modo? Podemos intentar con el pensamiento encontrar los obstáculos, verlos lo más a tiempo posible, hacer las mejores alianzas, ser lo más claro posibles en las cosas que vemos, discutir con la mayor sinceridad, no veo mucho más que se pueda hacer en el marco de este encuentro. 
Janine Puget: me parece que estás poniendo el acento sobre las movilizaciones actuales que no es por esperanza que se hacen, sino porque creen que una acción sirve. ¿A qué va a servir?: -no sabemos todavía. Pero sí hay una politización de varias clases sociales agrupadas en esas movilizaciones, que no son partidarias, que piensan que hay algo para hacer, pero que no dicen qué. 
DS: Hay una valor de la movilización popular que permite crear estrategias defensivas, relativamente eficaces. Se intenta poner límites a ciertas medidas y que en el corto plazo haya una alianza electoral que ponga freno a lo más agresivo de la coyuntura actual. Esas estrategias -esas movilizaciones- son correctísimas interpretaciones de lo que se está viviendo. Habría que ver si de estas movilizaciones surge también alguna posibilidad diferente para el futuro.
Janine Puget: esas movilizaciones no son sólo por economía, sino por derechos humanos. Es un poco diferente que en Grecia y que en Brasil. Es algo muy propio de este momento, porque ganarse bien la vida es un derecho humano también. Los movimientos de derechos humanos y todos, incluso los con diferencias ideológicas, están en las plazas. Eso es una nota especialmente argentina.
D.S: Cuando hablamos de salarios, de ingresos, prefiero pensar en disfrute de la vida material y colectiva, más que en la economización de ese discurso. Y ahí el tema de los derechos humanos tiene mucho que hacer. Si pensamos el proceso de politización que va del año 1983 en adelante, mi impresión es que los organismos de derechos humanos -su política-, es lo más importante que ocurrió. Justamente por su capacidad de mezclarse con las categorías del trabajo, no por sus demandas específicas y separadas. Recordarán el 20 de diciembre del año 2001. La movilización final que termina con la renuncia del gobierno de De la Rúa, se inicia con las imágenes en la televisión de Hebe de Bonafini, las madres de Plaza de Mayo golpeadas por policías arriba del caballo. Eso es lo que más mueve, lo que más moviliza, lo que más convoca. Me parece que esa fusión relativa entre dinámica de derechos humanos y dinámica del conflicto social-laboral, ha sido muy especial, muy interesante y es lo que hay que cuidar, porque el programa de las clases dominantes consiste en romper esa alianza. Conflictos laborales va a haber, pero si no se codifican en términos de derechos humanos en sentido más amplio, en un tipo de sensibilidad que tienen esos derechos, la situación en la Argentina cambia radicalmente. La capacidad de resistencia disminuye muchísimo, al volverse sólo salarial es una visión súper restringida de la idea de ingresos. 
Janine Puget: eso es lo menos colonial que tenemos. Es algo muy propio de la Argentina, no ha sucedido en otros países del mundo, algunos intentaron hacer algo, pero muy pequeño. Y nos ha dado un lugar especial en el mapa de la búsqueda de mejor estado social.
D.S: Si fuésemos capaces de reinvertir los éxitos que tuvieron los movimientos de derechos humanos con respecto a la política de la dictadura, tendríamos –tal vez- bastantes claves de qué significaría hacer una política hoy. El problema de la violencia estructural de lo neoliberal en los barrios es un tema fundamental, no deja de estar todo el tiempo presente, condicionando la percepción y dando todo el tiempo lugar a una demanda de seguridad que neoliberalmente es todo el tiempo interpretada, todo el tiempo puesta en juego. La campaña electoral Massa-Scioli-Macri, fue homogénea en ese punto. Y los organismos de derechos humanos quedaron completamente desplazados de esa agenda de discusión. De vuelta, hay un problema práctico, que es cómo se reinvierte, cómo se traducen saberes y tecnologías que han puesto en juego los organismos de derechos humanos en términos de un escenario de conflictividad neoliberal de un país que cambió, de sujetos nuevos. Pero hay mucho que pensar en términos de cómo se podría reaprovechar eso. La mera posibilidad de que los conflictos territoriales vayan separándose cada vez más de esa sensibilidad es gigantesca. Hay que pensar lo que pasa en las cárceles de la Argentina. Horacio Verbitsky decía hace poco que las cárceles en argentina son las micro- ESMAs del presente. Allí se practica un régimen de crueldad, que después se difunde también en los barrios,  una especie de pedagogía de la crueldad. Se constituye un tipo de subjetivación, un tipo de territorio, un tipo social. Esos cruces son un poco lo que digo cuando no acuerdo con  las políticas de inclusión. Porque me parece que son ciegas a la necesidad de crear unas categorías mentales que den cuenta de esto que hablamos. Nuevos territorios, nuevas subjetividades y necesidad de imaginar políticas de derechos humanos y de ingresos que se vinculen, que piensen las mutaciones en sus territorios en esta situación. En el caso de Bolivia por ejemplo, la presencia de lo popular-comunitario es muy obvia y quienes están más vinculados con ello se han cansado los últimos diez años de discutir con el gobierno de Evo Morales y de Álvaro García Linera que no codifique todo en términos de un nuevo capitalismo andino. Que tome más en cuenta esas realidades. Hay mucho material, la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui, ha publicado en Argentina, por ejemplo. Ella es muy conocida en Bolivia y hace rato que viene planteando que el imaginario desarrollista para la economía boliviana presenta muchos problemas de exclusión de imaginario político. Deja al proceso boliviano con un imaginario muy blanco, muy débil con respecto a la propia dinámica de fuerzas que tiene que enfrentar. 
-Janine Puget: Nos llevás a pensar. Van surgiendo nuevos temas, sin que tengamos las categorías ya pre- hechas. Pienso, por ejemplo, la imagen de Hebe Bonafini parando a la policía. Dijo: -no acepto, y tuvieron que acatar. Son imágenes, manifestaciones, que dan cuenta de que se puede hacer algo. Estas reuniones también, pero se puede sin tener en este momento disponibles las categorías que no pasen por esperanza sino por concretamente hacer, cada uno en el ámbito en el que se mueve. En cualquier campo de acción en los que actuamos, hay posibilidad. En general los regímenes dictatoriales deciden que uno no tiene acción personal posible.     

* Desgrabación de charla “Micro-políticas, percepción y actividad no-neoliberal. Cambios en la imagen de la política”, ApdeBA, Departamento de Familia y Pareja,  8 de septiembre de 2016)

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