Anarquía Coronada

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Aquel diciembre… A dos años del 19 y 20. (16/12/2003) // Colectivo Situaciones

¿Qué quedó en nosotros de aquella conmoción a la que hemos llamado 19 y 20, haciendo alusión -de ese modo- al fenómeno insurreccional de fines de diciembre del 2001?

En principio una evidencia: ya no somos los mismos. Pero tal vez no convenga empezar por aquí: quizás esta evidencia esté demasiado gastada. Y, sin embargo, preguntar en primera persona del plural puede arrojarnos nuevamente al lenguaje de la política: ¿quiénes éramos «nosotros» antes de aquellas jornadas?, ¿un «nosotros» disperso, o «en formación»? Quizás ni siquiera eso. Puntos desconectados, resistencias sordas, crecientes y sordas. Sin embargo, el «nosotros» que surgió durante aquellos días se desplegó alimentándose de una vecindad pocas veces ejercida. Y aún así no deja configurar un nosotros claro, lineal y definitivo, sino uno más bien sinuoso, a veces orgulloso de sí, pero otras sumergido en la resignación y en el temor de la disolución.

Sigamos por este sendero. No somos los mismos, las cosas cambiaron. Y ese cambio no posee un mensaje nítido, único. El cambio es multidireccional, como es múltiple la espacialidad actual en que se ejercitan las prácticas y los pensamientos. Se dijo «NO», se abrieron búsquedas, se potenciaron luchas, se incentivaron discusiones, se trabaron relaciones, se ahondaron interrogantes, se hizo política. En pocas palabras: hubieron ideas y prácticas, rechazos y construcciones. El territorio se multiplicó en la medida en que fue siendo habitado de modos diversos.

Pero también, se escucha, «todo eso no condujo a nada». Que hubo desolación, desilusión, que los vínculos que se armaron también se desarmaron y que tras el verano largo del 2001 vino el reflujo y hasta el resentimiento respecto de los modos autónomos del hacer.

La contradicción aquí no es necesariamente un obstáculo. Constatar el entristecimiento de las fuerzas que pretendían un avance lineal de los modos de autoorganización popular no debería implicar una mistificación de esta declinación ni una minimización de la relevancia de aquellos acontecimientos: de hecho, no hay modo de comprender la Argentina actual sin considerar estas modificaciones, así como sus persistencias.

¿Las cosas podrían haber sido de otro modo?, ¿deberían haberlo sido? Tal vez las buenas intenciones merecían haber primado. O las buenas razones de los mas sesudos vaticinadores. En fin, el devenir de los acontecimientos debió haber ocurrido según otras leyes, y no bajo el signo complejo de la realidad. Pero las cosas son así nomás y no contamos hoy con grandes claves que doten de un sentido retroactivo a los sucesos de aquellos días. No poseemos ese corolario último de lo ocurrido que nos permita refutar definitivamente la íntima, la angustiante impresión de que todo pudo haber sido en vano: una obra inconclusa, un caudal de energía que se disipa, un manojo de ideas falsas, un espejismo colectivo que no supo asumir seriamente sus desafíos. La realidad juega fuerte contra los ilusos, pero también contra los sabios.

Y, aún así, contamos con la más firme de las certezas respecto de la contemporaneidad revulsiva de aquellas jornadas, al punto que siguiendo la huella de su potencia podemos acceder a los núcleos de inteligibilidad más profundos de los dilemas actuales. Como sucede ante todo punto de inflexión, la urgencia no radica tanto –ni tan sólo– en analizar meticulosamente sus causas (que tal vez no existan de modo separado de la ruptura misma), sino más bien en explorar las nuevas posibilidades prácticas, trazar los vínculos necesarios y cuestionar los nuevos límites de lo pensable.

Y bien, la gramática de los cambios (y no sólo sus posibles orientaciones) vuelve a reafirmar su carácter complejo. Al punto en que resulta pertinente preguntarse si tantas continuidades (políticas, sociales y económicas) no nos hablan de la inagotable capacidad de persistencia de aquello que por comodidad llamamos «la realidad».

En efecto, podría suceder que los sucesos de diciembre no fuesen sino un estallido relativamente suelto por falta de aguja que lo hilvane con otros trozos de tela. Sólo que la costura existe, y deja sus marcas. Una primera forma de verificar la marca radica en lo más inmediato: los discursos que se empeñan denodadamente en sostener que aquí «nada ha pasado». Son muchos, demasiados: esto es sospechoso. ¿Por qué negar con tanto énfasis algo que de por sí no posee existencia? Más aún: ¿no es esta misma energía denegativa índice de cierta modificación en el campo de lo discutible, lo pensable, lo imaginable?

En efecto, contamos con el «método de la sospecha», el más inmediato. Y contamos también con realidades firmes: la dignidad alcanzada por los movimientos sociales radicales. Sin ir demasiado lejos, toda la discursividad del gobierno actual no hace sino trabajar al interior de esta legitimidad, de esta dignidad, para anunciar desde allí que estos movimientos «fueron» muy importantes, pero hoy ya no hacen falta. La política vuelve y se nos dice que esto es motivo de fiesta. En nombre de esa vuelta de la política las personas que han ingresado en procesos de politización radical son tratados como tropas de un ejército vencedor desmovilizado: «gracias por los servicios prestados», ahora a casa.

Desmovilizados y peligrosos: aquellos que articularon sus demandas a la organización de la lucha y aportaron a la inauguración de un protagonismo social inédito, son ahora subsumidos en la gran fábrica de la subjetividad capitalista actual: la «in-seguridad». La paradoja está planteada: la política vuelve para despolitizar. Se trata ahora de apagar los fogones desparramados en todo el territorio. La política vuelve a pasar por la política: lo social debe despolitizarse… todo aquello que posee vida autónoma debe inmovilizarse y esperar la señal que lo habilite como actor legítimo.

La ofensiva de «la política» se torna particularmente aguda cuando pretende apropiarse del sentido de las jornadas de aquel diciembre. Definitivamente lejos de la inexistencia, entonces, aquellas fechas son reclamadas ahora como materia prima imprescindible para constituir una nueva legitimidad: un renovado juego de lenguajes y legalidades ha sido activado sobre la base de un fuerte deseo de normalización. De este sistema de transacciones entre lo «nuevo» y lo «viejo» se alimenta una rejuvenecida aspiración sobre las ventajas que se pueden obtener de la recomposición de los poderes de mando.

A tal punto que las fuerzas que han tomado la articulación de lo social en sus manos confiando en su capacidad de cooptar los elementos más novedosos de los movimientos sociales no pueden evitar ser desbordados continuamente por una tonalidad abiertamente reaccionaria.

Y probablemente sea este desacople (entre la narración política dominante de los procesos actuales y la tonalidad disciplinaria que se le adhiere) lo que permite revestir las actuales circunstancias con un patético manto «sententista». La esperanza deviene entonces espera: las luchas concretas deberán subordinarse a las más abstractas elucubraciones sobre unas relaciones de fuerzas completamente desprendidas de lo cotidiano, y las rebeldías (las experiencias de autoorganización de los movimientos sociales radicales) deberán ajustarse al nuevo «cronograma político».

Así, el mapa de la Argentina actual está cruzado por una línea vertical normalizante hecha de una reforzada y paradójica tendencia a la fragmentación social (tanto más paradójica en cuanto su fuerza radica en la promesa de integración fundada en una híper precaria inclusión laboral) y de ciertos rasgos de recomposición política. Pero también está atravesado por una línea diagonal, de multiplicidad, que trabaja en una variedad incontable de sitios pensantes. Una polarización atravesada por una transversal resistente. La cartografía de una polaridad socioeconómica y cultural, boicoteada por una resistencia de hecho, fundada en precarias redes difusas capaces de explicitarse una y otra vez.

Gobernabilidad, entonces, y estrategia de asimilación -con signo opuesto- de algunos elementos del autogobierno, o una nueva gestión de la fuerza de trabajo ocupada y desocupada bajo la promesa de trabajo para todos: de los planes sociales a los salarios de miseria, o la conversión de los planes sociales en exigua base salarial de un «neokeynesianismo» irrisorio. Invitación, en fin, a gestionar la precariedad de las vidas a las organizaciones políticas y sociales que oscilan entre autogobierno y cogestión. Explotación puramente política de la fuerza de trabajo a cargo de un humanismo victimizante que subordina (sacrifica) la vida a partir de negarle toda capacidad creativa autónoma.

Claro que esta misma formulación podría ser planteada sin demasiado problema a nivel continental, porque esta es la escala actual de los procesos de subsunción del trabajo y los recursos naturales al mercado mundial. La cuarta guerra mundial se profundiza. De allí que no esté demás considerar la transversalidad y la autoorganización popular como líneas defensivas de máxima relevancia.

En fin, 19 y 20 son fechas de conmemoración: ¿qué política de la memoria es aquella que se pone en juego estos días? ¿Qué se olvida cuando se recuerda? ¿De qué están hechas estas memorias? ¿En qué consiste la pugna actual por la conmemoración sino en una disputa por la elaboración de nuevas legitimidades, que trabajan a partir de una infinita tematización vaciadora?

Pero la pregunta inicial era otra: ¿qué quedó en nosotros –o de nosotros– a dos años de aquel diciembre? ¿Quiénes «somos» hoy? ¿En qué prácticas nos articulamos? ¿Qué ideas nos hacen fuertes si, como nos ocurre, no nos interesamos por los discursos que «bajan» limpios buscando realidades (cosas y vidas) a formatear? ¿Adónde conduce el camino de la verificación de las prácticas?

Después de todo, quizás sí haya un «nosotros» a partir de una cierta perspectiva de aquel diciembre. Tal vez podamos descubrir qué «somos» si somos capaces de percibir lo que posiblemente haya sido la develación más radical de aquellas jornadas: la inexistencia de toda garantía a priori –así como de todo pretendido sitio privilegiado– del pensar y del hacer.

Hasta siempre,

Colectivo Situaciones

16 de diciembre de 2003

Los efectos del diciembre argentino (Octubre 2002) // Colectivo Situaciones

A finales del año pasado hemos vivido una insurrección de masas absolutamente singular: el movimiento del 19 y 20 de diciembre prescindió de todo tipo de organizaciones centralizadas. No la hubo en la convocatoria ni en la organización de los hechos. Pero tampoco a la hora de interpretarlos. Esta condición, que en otras épocas hubiera sido vivida como una carencia, en esta ocasión se manifestó como un logro. Porque esta ausencia no fue espontánea: hubo una elaboración multitudinaria y sostenida de rechazo a toda organización que pretendiese representar, simbolizar y hegemonizar la labor callejera. La inteligencia popular superó en todos estos sentidos las previsiones de intelectuales y las estrategias políticas. Aún más: tampoco el estado fue la organización central por detrás del movimiento. De hecho, el estado de sitio -que se declaró la noche del 19 con el fin de aterrorizar al movimiento- no fue tanto enfrentado como desbaratado. La pueblada de diciembre no fue una dispersión sin sentido sino una experiencia de lo múltiple, una apertura a nuevos y activos devenires. En resumen: su plenitud consistió en la contundencia con que el cuerpo social devino una multiplicidad activa, y en la marca que fue capaz de provocar en su propia historia. No estamos, en fin, frente a un poder constituyente sino, más bien, de un poder destituyente.

Y bien, el 2002 ha sido un año marcado por una pronunciada “aceleración de los tiempos” para las experiencias de contrapoder en Argentina. Los rastros de la insurrección de diciembre siguen operando, pero se han activado los mecanismos destinados a absorberlos, institucionalizarlos, ritualizarlos. De pronto, las asambleas vecinales que surgieron luego de los hechos de diciembre y los movimientos piqueteros (organizaciones de lucha de los sin trabajo, fundadas durante los últimos siete años), que en un comienzo intentaron confluir en una alianza político social, se ven interpelados “por la política seria” a decidir qué hacer frente a unas elecciones de cargos nacionales atípicas, llenas de paradojas.

En primer lugar: el estado nacional argentino ha perdido buena parte de sus capacidades reguladoras (pérdida propiciada por políticas neoliberales por él mismo implementadas). A la destitución del carácter integrador le sucede hoy el estado-mafia, ligado a negocios privados y a formas para policiales de coacción.

En segundo lugar: el llamado a elecciones intenta escamotear el significado más radical de la insurrección. Su consigna –“Que se vayan todos, que no quede ni uno sólo”- no está destinada a tal o cual político o grupo de ellos, sino a la misma representación política y a todo su aparataje y su personal.

La urgencia política aparece, entonces, bajo los requerimientos de un tiempo único –en este caso una convocatoria a elecciones– y su discurso aduce: “no hay tiempo para lo importante”; “lo fundamental es un lujo para el cual no tenemos tiempo”. Se reactiva así el más astuto de los artificios de reinscripción de la potencia: la ilusión de la política o la política como ilusión. Ella adviene con la buena nueva: “la resolución de todos los problemas pasa por la cuestión del poder”.

En fin, sucede que en nombre de calendarios electorales (o de golpes revolucionarios) surgen interpelaciones que invitan a alejarnos de la materialidad concreta de las propias experiencias.

Las capacidades de inscripción de lo político no han desaparecido. Su supervivencia actual es –nuevamente- paradójica: mientras que por un lado estas capacidades están dotadas de una resistencia asombrosa frente a las fuerzas expansivas de un contrapoder que pretende desplazarlas, quebrarlas; por el otro, estas capacidades de lo político (su pretendida autonomía relativa) han quedado radicalmente volatilizadas en la medida en que no logran expresar –siquiera indirectamente- la presencia de estas fuerzas adversas.

En efecto, no se puede decir que los mecanismos políticos de reinscripción funcionen a la perfección en la Argentina actual. Como muestra de ciertas imposibilidades del poder, vaya un ejemplo. Es sabido que todo poder actúa (re)negando de la violencia constitutiva en que se funda. Y bien: el 26 de junio se frustró una operación destinada a reforzar este carácter: ese día se reactivaba la lucha piquetera tras la insurrección de diciembre con una convocatoria significativa. Y se montó una operación policial destinada a producir efectos políticos sobre la configuración de la coyuntura nacional: una masacre sobre una fracción del movimiento piquetero que se hallaba cortando el tránsito sobre el Puente Pueyrredón, que une a la ciudad de Buenos Aires con la zona sur del conurbano; la policía fusiló a dos compañeros: Darío Santillán y Maximiliano Kosteki.

Un fracaso similar se había producido ya el 19 de diciembre, dando origen a la insurrección misma. Esa tarde el país estaba conmovido por los saqueos de supermercados en varios puntos del territorio. El –hasta entonces– presidente de la nación dio un duro discurso convocando a restablecer el orden y decretando el estado de sitio. La respuesta fue, se sabe, los cacerolazos masivos.

Todo esto nos habla de hasta qué punto lo que sucede en Argentina es la manifestación del fracaso de los dispositivos de poder encargados de producir un “efecto sociedad”.

Tanto en el movimiento de los piqueteros (que es más heterogéneo de lo que se cree) como en el de las asambleas barriales de las ciudades (que tampoco son monolíticas) se fortalece una línea de consolidación de colectivos politizados, lanzados a la acción pública, ligados a diferentes incitativas de producción de una verdadera sociedad paralela. Se vuelve visible la emergencia de un denso entramado de redes sociales que no eran percibidas -hasta diciembre del 2001- como lo que son: la socialización de un hacer práctico, la base del desarrollo de un auténtico contrapoder. Y es al interior de estas experiencias donde se venía haciendo y donde persiste un intenso proceso de elaboración sobre la ineficacia de las formas tradicionales de la política, centradas en la idea organizadora de la toma del poder.

Desde este punto de vista se reivindica el principio de la autonomía organizativa a la vez que la interdependencia práctica entre los movimientos. Ya no se discute el hecho de que no hay radicalidad auténtica sin una capacidad de decidir con cabeza propia. En efecto, autonomía es inmediatamente autoproducción de un tiempo propio y singular: el tiempo del pensamiento y la creación de nuevos modos de producción de la vida. De lo contrario, nociones como articulación, constitución de redes y horizontalidad se reducen a nuevas certezas (puramente ideológicas) que agotan demasiado pronto los posibles de su situación.

La indagación militante, la búsqueda y el compromiso no son elementos de una “nueva imagen” o un “nuevo discurso”, sino el herramental mínimo para trabajar sobre ese material que es la dinámica -ambivalente- del surgimiento de nuevos valores y la resistencia de los aún dominantes. En efecto, sólo un deseo activo y no utilitario puede llevar a fondo tal deconstrucción, mantenerse fiel a las fuerzas expansivas del contrapoder y permanecer atento a la emergencia de nuevos valores en la dinámica práctica, social.

La experiencia existencial de la fragilidad y la soledad constituyen, en este devenir, momentos más fundamentales que el reconocimiento y el eco fácil. Porque son compatibles con la desaceleración introspectiva de lo más íntimo de nuestras búsquedas vitales.

Es esa la base de nuestra alegría actual: la persistencia en el reencuentro con las propias capacidades de actuar y de pensar, que produce esta dicha intensa y corporal constituyente.

Hasta Siempre,

Colectivo Situaciones

Cuarta declaración  – La fuerza del ¡»NO»! (sobre la insurrección argentina de los días 19 y 20) (25/12/2001) // Colectivo Situaciones

25 de diciembre de 2001

Colectivo Situaciones

La insurrección de «nuevo tipo» en la que participamos los argentinos en el mes de diciembre nos enseña hasta qué punto es la potencia del pueblo en las calles, diciendo «NO», lo que verdaderamente cuenta. El poder mostró toda su impotencia. Aunque ahora digan -desde las sombras- que el Partido Justicialista movió los hilos, la verdad es que los dirigentes de todos los partidos y los sindicatos no hicieron otra cosa que correr detrás de la multitud. Resulta ahora fundamental producir nuestras propias formas de comprensión sobre las nuevas modalidades del protagonismo popular para evitar que los dispositivos de poder nos expropien el sentido de la pueblada y, sobre todo, para aprender de nosotros mismos y hacer más contundente la resistencia.

La insurrección de los días 19 y 20 fue ejemplar: no tuvo autor. Su protagonista exclusivo fue la multitud. Este protagonismo popular nos muestra características novedosas. En contra de las versiones que comienzan a circular en los medios de comunicación masivos, no hubo un poder por detrás de la gente, decidiendo por nosotros: nadie movió los hilos desde las sombras. Incluso quienes desde algún lugar de poder se presentan hoy como los impulsores secreto de la pueblada saben bien hasta qué punto no han hecho otra cosa que acomodarse siempre atrás de los acontecimientos. Sólo la ilusa imaginación de políticos y conspiradores puede presumir de haber manipulado semejante torrente de energías vitales que recorrieron el país.

La pueblada habló claro: dijo ¡»NO»!. Hay quien dice que eso «es poco», que » no alcanza». Que las luchas sólo valen si proponen un «modelo de sociedad alternativa». Hay que ser claros: el «NO» de la insurrección tuvo una contundencia indiscutible. Fue un no positivo tanto por la fuerza que demostró como por los devenires que inaugura. No se trata sólo de la caída de un gobierno: este «NO» rebelde le marca un límite al poder y afirma las fuerzas de la resistencia. No se trata tampoco de un acto «incompleto», ni de una «protesta sin propuesta», como dicen los «dirigentes políticos» y los «comunicadores», sino de un acto de fuerza que se autoafirma y demuestra el nivel actual de la resistencia popular. Este «NO», no deviene poder estatal: no necesita «legitimarse» mediante propuestas. No responde a la norma comunicacional que precisa de discursos seductores e imágenes atractivas. Se trata de la potencia del pueblo resistiendo la opresión. Y a la vez constituye un claro mensaje a los pueblos de América Latina y del mundo sobre las posibilidades de terminar con el dominio imperial y de los poderes locales, articulados en el «neoliberalismo».

La inteligencia popular rebasó las previsiones de intelectuales y estrategas. Resulta fundamental, a partir de ahora, ser capaces de pensar este fenómeno desde el mismo movimiento popular y no a partir de las interpretaciones -y categorías- del poder y sus organizaciones. En ese sentido habrá que tener en cuenta que:

1- La potencia de la base ha demostrado, de manera contundente, la impotencia del poder estatal, en su pretensión de autonomizarse de lo que pasa por abajo. El Estado de Sitio y la represión sólo funcionan con el miedo y el aislamiento. Como toda relación de dominio, el capitalismo trabaja a partir de la separación de los cuerpos y los lazos entre las personas: se alimenta de la tristeza y la impotencia de los pueblos, haciendo de estos, individuos aislados y promoviendo el miedo y las falsas esperanzas. El cacerolazo primero y la multitud en las calles, luego, han desarticulado las capacidades represivas del poder. Un pueblo auto-organizado y decidido es soberano, incluso, sobre el aparato represivo estatal.

2- Las organizaciones políticas y sindicales operan administrando «pequeños poderes» -sobre los que se constituyen los grandes-, mientras no somos capaces de construir espacios de gestión autónomos. No fue por casualidad que estas organizaciones quedaron totalmente marginadas de la insurrección. Ellas pierden su peso relativo frente a la presencia popular, decidida y espontánea. Cuando pretenden liderar las expresiones de este nuevo protagonismo social rebelde, caen en una ilusión absoluta. A sus militantes les corresponde reflexionar seriamente hasta qué punto su papel no es el de dirigir, hegemonizar o representar al pueblo, sino acompañar, asistir y ponerse al servicio de las luchas del movimiento de rebeldía popular, y de las nuevas formas de democracia directa, autonomía y radicalidad. En muchos casos estas organizaciones, que expresaron un ciclo de luchas obreras y populares, obstaculizan el surgimiento de elementos de un contrapoder que imagina sus propias formas de soberanía y de protagonismo.

3- La potencia del pueblo en la calle no radicó en una organización centralizada. Por oposición a quienes quieren «dirigir» a la multitud, la pueblada nos mostró hasta qué punto la multiplicidad de manifestaciones, puntos de concentración, grupitos de todo tipo, diversidad de formas organizativas, de iniciativas y de solidaridades fue precisamente lo que hizo imposible cualquier tipo de negociación, de acuerdos o de traiciones. Cada vez que, en nombre de la eficacia, aparece una «conducción», un «delegado» o un «representante», se crean las condiciones para la claudicación, la integración y la moderación de las luchas. Por eso es que la multiplicidad -que no es dispersión- constituye una clave central de la nueva radicalidad.

4- Habrá que ser capaces, ahora, de resistir todas las versiones dominantes que se abren paso desde la política y los grandes medios de opinión y que intentan explicar lo sucedido en los términos del poder, invirtiendo el sentido de los hechos, como si lo que fue producto de la potencia de la multitud en las calles no fuese sino un asunto de «internas de palacio». Como si al Gobierno de De la Rúa lo hubiera volteado el Partido Justicialista, etc. Estas interpretaciones ocultan y expropian el protagonismo popular. Nos hacen olvidar cómo el poder se asienta sobre las tendencias en la base difundiendo la creencia que desde el Estado se manejan los hilos de los acontecimientos. Este es el origen de la ilusión de la «toma del poder», que nos desvía del objetivo primordial: la constitución de una red de contrapoder capaz de democratizar los espacios de gestión desde abajo -o, de enfrentarlos con éxito, si no hubiese más alternativas.

5- La violencia insurreccional fue ejercida -como en los piquetes y los levantamientos populares de los últimos tiempos- como forma de autodefensa. La legitimidad de estos actos es autoconferida: no depende de ninguna aprobación externa. La autodeterminación y la lucha resistente constituyen elementos fundamentales de la libre expresión popular y son fuente de elaboración de criterios y valores de justicia.

Es este carácter «autodefensivo» e insurreccional de la violencia la base de una asimetría fundamental con respecto al ejercicio de la violencia producida por el poder, responsable tanto de las muertes provocadas directamente por las fuerzas represivas como por la psicosis siempre útil a la «ideología de la seguridad» (que reduce a hombres y mujeres a meros individuos retraídos y temerosos de todos los demás, que en su imaginación -y luego en la realidad- se convierten en potenciales enemigos). Las operaciones de inteligencia y «guerra psicológica» estuvieron destinadas a reforzar este mecanismo del poder.

Por eso resulta fundamental distinguir la violencia popular, la «autodefensa», de la violencia generada, entre pobres, por la «ideología de la seguridad». La autodefensa popular se constituye a condición de ir venciendo este aislamiento, este miedo «al otro» -que permite la manipulación desde el poder, y la pérdida de toda autonomía- para componer una fuerza común, integradora y amplificante, que potencia y continúa las fuerzas y deseos individuales  a escalas colectivas.

6- Será fundamental ahora la comprensión y la elaboración -desde la base- de las categorías y el lenguaje que nos permitan pensar con rigor lo que sucedió. Resulta imprescindible construir las claves de reflexión capaces de leer, desde la potencia (y no desde ninguna visión de poder), la novedad y la singularidad de las nuevas formas del protagonismo social.

7- La multiplicidad es una de las claves del nuevo protagonismo popular. No hay una forma de lucha, un discurso ni una vía de resistencia superior y exclusiva. Por eso es importante no decaer en el trabajo que se desarrolla previa y posteriormente a la pueblada. Igual que en la insurrección misma, el movimiento de la resistencia se va coordinando sin centralizarse en una organización única: se constituye bajo esta forma movimentista; sin conducción; sin «orgánica»; sin líderes únicos, sino situacionales; sin programas o modelos, sino con proyectos concretos, y sin estructuras que ahoguen la creatividad popular, sino a través de verdaderas experiencias de contrapoder.

8- La insurrección, como mezcla de cuerpos, ideas, culturas y lenguajes es la experiencia de desbaratar todo orden que se pretenda soberano sobre la multitud. Pero la insurrección no tiene por qué responder a las expectativas que la modalidad política de la representación revolucionaria se hace de ella. De hecho, la pueblada no constituyó un momento al interior de ninguna estrategia política, ni el final de ningún proceso de acumulación. No fue, tampoco, una «situación de situaciones», un momento de centralización en donde los retazos dispersos cobran, de pronto, un sentido, para perderlo, luego, en la fragmentación impotente. La pueblada fue, sí, un momento de autoafirmación, de descubrimiento de la potencia del pueblo, de encuentro de distintas formas de expresión popular y también del enfrentamiento y de constatación de la incapacidad de los poderes por «sostenerse en el aire». Será central pensar el hecho de que la lucha por la justicia ya no pasa fundamentalmente por la política (partidos políticos, gestión estatal, etc) sino por las prácticas que producen, efectivamente y en situación nuevos valores y experiencias de una sociabilidad no hegemonizada por el capitalismo.

9- La «representación política» sólo registra los «ecos», y no lo sustancial: lo que pasa a nivel de los cuerpos y las situaciones reales. Por eso hay que preservar la primacía de las experiencias de producción de nuevos saberes y valores. El atajo de la lucha por los «pequeños poderes» nos desvía hacia la reproducción de las formas de existencia del capitalismo sustituyendo las experiencias materiales por su representación jurídica, política y mediática.

10- Es momento de mostrar el coraje de resistir el surgimiento de liderazgos externos a las modalidades y al significado de este «NO», de este pronunciamiento popular que se ha constituido sin convocatorias organizadas, sin líderes mediáticos, sin promesas y sin falsas esperanzas.

11- Un valor puesto en juego en la pueblada fue, precisamente, la reapropiación del lazo social: estar en las calles y comprobar que cada uno de nosotros es parte de una multitud, de una fuerza social y material. Por eso no hay que perder de vista las operaciones expropiatorias de nuestra propia subjetividad individual y social en juego por los medios de comunicación y la sociedad del espectáculo, que busca borrar la marca insurreccional. En contra de las versiones que se difunden desde los centros de poder, las acciones espontáneas de los días 19 y 20 sobrepasaron cualquier intento de control y manipulación desde arriba: la misma multitud se movilizó sin «promesas», sin «dirigentes», sin «partidos» y sin «modelos». Esta fue su fuerza, y aquí radica la gran novedad del movimiento que hay que poder pensar, elaborar y desarrollar.

El gran desafío es producir experiencias de contrainformación, contraculturales, educativas, de derechos humanos, economías alternativas, grupos autónomos de investigación y talleres producción teórica y práctica colectivas, y demás modalidades de lucha capaces de alimentar redes potentes que, más allá de las estructuras representativas -partidos políticos, grandes medios, aparatos gremiales, ONG’s, etc-, vayan organizando el pensamiento y las prácticas de -y desde- la base.

Hasta Siempre,

Colectivo Situaciones

Diciembre y la violencia: la aparición de la calle plebeya // Diego Sztulwark

Los cerebros invadidos por la televisión, ella señala de qué se debe hablar: la televisión color… Los periodistas ocupan escena y son autoridad intelectual del momento.

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, domingo 8 de junio de 1980.

 

La historia no se repite, pero insiste y enseña. Diciembre de 2017 no se comprende sin diciembre de 2001, fecha de inauguración de las paritarias callejeras que involucra a esa porción creciente de los trabajadores que valorizan sus vidas y los territorios en los que actúan fuera de convenio. Diciembre de 2001 es la sedimentación de un nuevo tipo de cuestionamiento social en torno a la calle (entonces fue el piquete y la asamblea), un modo de unir la lucha por los bienes materiales que aseguran la existencia con creación de modos de vida. Una dinámica destituyente que se nutre de la crisis y que despliega sus prácticas democráticas fuera –o más allá– del Estado. Diciembre de 2001 es más nuestro futuro que nuestro pasado.

 

Diciembre de 2017 es otra cosa. Es más la fisura que el corte. Menos el estallido de la crisis que la incidencia de la calle. En cualquier caso, se trata de una calle plebeya, es decir, una calle que, sin ser capaz de desestabilizar los tiempos de la dominación que regulan cotidianamente la vida urbana, introduce una tensión que limita el triunfalismo de las élites porque lleva consigo -en su eventual persistencia y desarrollo- la marca del grado cero de toda política y de toda institución, el cuestionamiento de toda autoridad fundada en títulos de propiedad o en jerarquía de color o de género. Aunque solo fuera por esto, el movimiento callejero fuerza una nueva comprensión sobre lo social: hace fracasar el modo en que piensa el Estado (un pensamiento gestionario que procede por inventarios, contando términos y creándole representaciones) y esboza en cambio un pensamiento por la vía de las conexiones (conecta potencias en fuga).

 

El temor a la calle es una pasión del Estado. Es uno de los pocos afectos que se le conocen a ese aparato que funciona conjugando la posesión de la tierra, del trabajo, de la moneda y de las armas al servicio de la acumulación de capital sobre su territorio. No se trata de un temor cualquiera sino del horror ante la posibilidad de perder esa potencia de conjugación que le es propia. Se nota en la psicología de los hombres y mujeres del palacio que se esfuerzan cuanto pueden por evitar que el miedo se propague entre las agencias de inversión. En medio del esfuerzo psíquico por controlar la situación, los más altos cuadros del orden padecen fenómenos de delirio persecutorio y llegan a ver inexistentes grupos terroristas y golpes de Estado.

 

El Estado carece de lenguaje para expresar su temor a la calle. De hecho, la calle plebeya tiende a desorganizar sus grandes recursos: la retórica del contrato social y los dispositivos de control urbano. En su desarrollo más propio, la calle plebeya no aspira a constituir una síntesis soberana, sino que es revocatoria y en todo caso productora de nuevas cartografías. Modifica el paisaje social por una vía que escapa a los designios del sistema político, desestabilizando la representación parlamentaria de la sociedad (¡macristas contra kirchneristas!).

 

La potencia cognitiva de la calle (de la multitud) redescubre aquello que permanece escamoteado en tiempos de normalidad: el lugar de fundamento abierto de la cooperación social productiva respecto del poder del Estado. Tras la equivalencia funcional entre Estado y capital, que domina el funcionamiento de la democracia, descubre una equivalencia más profunda y radical entre esas fuerzas colectivas y la invención de nuevas formas políticas. La potencia epistémica de la calle se sitúa del lado de Maquiavelo y contra Hobbes.

 

No cabe sorprenderse por lo tanto si los representantes del Estado –sean por derecha, o de izquierda– reaccionan ante la presencia de la calle condenando “todo uso de la violencia”. Son operadores de una máquina de presentimientos, sensibles a la cuestión de quién teme (¿quién teme, los gobernantes o los gobernados?) en una cierta coyuntura. Coherentes con sus propias premisas, reniegan de la violencia fundante del Estado –la identidad entre el orden jurídico y la concentración de la propiedad privada– y se perciben a sí mismos como representantes de una justicia (la cacareada defensa de la ley), como seres que actúan en defensa del bien común y de la paz. No son las pedradas lo que en verdad los inquieta, sino la desobediencia masiva puesta en acto.

 

 

La desaparición durante meses del cuerpo de Santiago Maldonado, su muerte en un escenario de guerra bajo la feroz represión ilegal de la Gendarmería, que los hipócritas del momento pretenden hacer pasar como un accidente, encuentran su explicación última en los disparos por la espalda de la Prefectura que recibió Rafael Nahuel, cerca del Lago Mascardi. Una vez más, la conducción política de las fuerzas de seguridad y el aparato de comunicación que les hace de eco mienten con alevosía (hablan de un enfrentamiento armado sin presentar una sola prueba) y tratan la lucha de los jóvenes mapuches por tierras y autonomía desde su estricto punto de vista, es decir, como   delitos mayores contra la propiedad en la que se fundamenta la legitimidad del Estado de derecho. Pero no se trata de señalar solamente el lazo indisoluble y evidente entre propiedad y represión (el derecho de facto del Estado a matar a quien lo desobedece). La cuestión de la violencia aparece también ligada a otro problema que es el de la mentira y la verdad: lo que llamamos la mentira oficial es realzada –ninguna novedad– como verdad de Estado a partir de la creación de discursos que aspiran a la verosimilitud.

 

El problema con la irrupción de la llamada “posverdad” no es que legitime las mentiras (de ser así, la verdad sepultada seguiría allí como potencia de develación a rescatar), ni que venga a señalar que toda verdad es el efecto de una cierta política o voluntad que la produce, sino que en nombre de un relativismo autocomplaciente bloquea la introducción de criterios que permiten desplazar ideas y crear verdades nuevas. El efecto de la “posverdad” (cada quien consume la realidad según sus convicciones) es, por lo tanto, el de una despotenciación política, puesto que la democracia, considerada más allá de una forma de gobierno, es el derecho a nuevas verdades (experimentar ideas y formas de vida). La irrupción de la calle plebeya –tal vez sea efímera, ya veremos– actúa también en este nivel (repotenciando la política), al menos en potencia. Lo hace al afirmar que no todas las verdades son iguales ni expresan la misma fuerza.

 

La novedad de la calle no es alumbrar la equivalencia entre verdad y potencia, sino el señalamiento de que toda potencia (como toda nueva verdad) nace por desvío y composición. Lo que implica que la relación entre lenguaje de Estado (contar cada término para representarlo) y lenguaje de la potencia (en desplazamiento y constitución) queda desfasado. En este desfase, el Estado ve socavada su capacidad de definición de la realidad. Aquí se encuentra el origen de la paranoia del Estado. Esto pone en evidencia su incapacidad para enlazar signos proliferantes en sus esquemas de resonancias. La potencia de la calle es peligrosa para el Estado en la medida en que disputa su capacidad de nominar la realidad: violencia es matar, violencia es expropiar. Y sabemos muy bien quien mata y expropia desde siempre en la Argentina.

Por su potencial disruptivo, este incipiente despertar de la calle como fenómeno cognitivo es el principal dato de nuestra coyuntura. El dinamismo de la movilización es el mejor antídoto contra el desmoronamiento intelectual y anímico en que se suele caer cuando se desvanece una poderosa ilusión. El valor de las luchas sociales, en términos de teoría del conocimiento y de los afectos, es también el de romper con las ideas-refugio, que solo sirven para la autojustificación, entre el lamento y el moralismo. La calle nos devuelve al mundo de las estrategias, desmitifica el problema de la organización, porque plantea en concreto qué es lo que podemos llevar a cabo con nuestros modos de hacer, y redistribuye el potencial de protagonismos colectivos. En otras palabras, habilita el paralelismo virtuoso entre capacidad de lucha y claridad de ideas. Lejos de tratarse de un espontaneísmo inconducente, el desborde y la creación de organización popular están en la base de las experiencias más relevantes de nuestra modernidad política: el 17 de Octubre de 1945, el 29 de Mayo de 1969, la lucha por los derechos humanos bajo el terrorismo de Estado, y el 19 y el 20 de Diciembre de 2001.

 

Pocas cosas más tristes y engañosas que el optimismo (el utopismo, que es una de sus formas más cándidas). Las imágenes que recibimos a diario no permiten esperar nada bueno del mundo, no nos es permitido ese lujo. Más que técnicas anímicas necesitamos ideas bien formadas. No aquellas que consuelan sino aquellas otras que aún cuando nos enfrentan sin piedad a la dureza de los problemas y a los fracasos constituyen el modo más valiente y transformador de la acción. Porque las ideas bien formadas tienen el valor de llevarnos a nuevas ideas (¡así como a retirar de circulación las que ya no sirven!). También esto concierne al problema de la violencia del que tanto se habla en estos días. ¿Es preciso asumir el delirio del Estado y preguntarnos si los movimientos populares desarrollarán en el futuro tácticas políticas violentas? Nuestra única violencia es existir, pero se trata de una violencia que ni mata ni busca el sacrificio. La violencia asesina es de derecha, mientras que la contra-violencia solo surge cuando se diferencia sin ambigüedades de la de los asesinos. La contra-violencia, decía León Rozitchner, no mata ni ofrece la vida por razones más profundas que las legales, emocionales o teológicas. No lo hace ni debe hacerlo, porque la naturaleza de su fuerza es inmediatamente colectiva, transindividual y vitalista. La fuerza que radica en el deseo de una vida y de una democracia popular provee mejores afectos, tácticas e ideas. Poner esta radicalidad a prueba supone un desafío organizativo y una prudencia mayor. Nuevamente: no se trata de ninguna clase de optimismo sino de una sabiduría elemental: el gusto por reconocer las extrañas ocasiones en las que florece una posibilidad en medio de lo oscuro. ¿Dónde buscar las ideas que necesitamos, por dónde comenzar? “¿Por los textos o por el mundo?”, se preguntaba Piglia en aquellos oscuros años 80. Tal vez podamos respondernos en estos días: comenzar por la calle sin otra expectativa que la de combatir los malos pensamientos, simplemente para encontrar y verificar, como sucedió en aquel diciembre de hace 16 años, las más adecuadas y menos previsibles de las ideas.

La única verdad es la desobediencia // Sebastián Stavisky

De manera imprevista, el jueves 14 de diciembre se abrió una (in)subordinada en el orden gramatical de nuestra existencia. Aún no sabemos cuándo ni cómo se cerrará, pero sí sabemos que, cuando lo haga, no todo volverá a ser igual. Las experiencias vividas durante estos días van dejando su marca en nuestra forma de percibir el mundo, de relacionarnos con otrxs y con nosotrxs mismxs, de respirar un aire por momentos viciado por los gases lacrimógenos, por momentos embebido por el humo de las fogatas encendidas en las esquinas de los barrios. Más acá del impacto que las experiencias puedan producir en el orden celestial de las representaciones, de su capacidad para la articulación de nuevas hegemonías, nadie puede eludir su fuerza subjetivante.

La imprevisibilidad de los sucesos radica en que nada hacía prever por dónde se iba a desatar una resistencia sostenida contra el modo en que somos gobernados hoy. La imagen de la mano mechera del mercado asaltando los bolsillos de lxs jubiladxs resulta, finalmente, el margen por el que desbordó el sentimiento de lo intolerable. Sin embargo, es imposible no enlazar la agitación que se suscitó a otras experiencias que, en los últimos tiempos, mantuvieron viva e, incluso, actualizaron nuestra historia de luchas: la respuesta inmediata contra el 2×1, el movimiento de mujeres en torno al Ni Una Menos, el armado de la Columna Orgullo en Lucha, las movilizaciones por la aparición de Santiago Maldonado y contra la represión al pueblo mapuche que acabó con el asesinato de Rafael Nahuel. Más acá de cualquier optimismo que pretenda aprisionar la potencia desplegada en imágenes preestablecidas, la puesta en relación de estos diversos puntos de resistencia nos da que pensar que no se trata sólo de una negativa a la reforma previsional, también del desarrollo de un arte de la inservidumbre voluntaria que comienza a interponer un piquete al avance del deseo de normalidad.

Entre varios de los momentos vividos en estos días, hubo dos en que, de manera elocuente, la desobediencia conjugó la elaboración de una verdad que puso en cuestión al poder con una fuerza colectiva que interrogó a la verdad de la opinión. Es decir, instancias en que las calles volvieron a ser, en contra de la policía empleada por los medios y de los medios empleados por la policía, el escenario autónomo de una decisión política. Por una parte, la resistencia del jueves 14 contra el intento de desalojo de la plaza que culminó en festejo popular al lograr el levantamiento de la sesión en Diputados. La respuesta que entonces se dio no fue sólo contra las balas y gases de la gendarmería, sino también, y sobre todo, contra la infiltración en nuestros propios cuerpos de la desconfianza hacia el otro. Allí se vivieron situaciones de amistad política entre desconocidxs que, convidándose rodajas de limón, tragos de agua y un poco de bicarbonato, armaron lazos de cuidado mutuo que luego volverían a tejerse en los enfrentamientos del lunes por la tarde. Por otra parte, los cacerolazos de la noche del lunes en distintas esquinas de la ciudad que confluyeron en un retorno espontáneo a la plaza. Si las redes fueron el canal a través del cual poner en comunicación la dispersión, no dejaron de ser las relaciones de cercanía entre amigxs y vecinxs desde donde se avanzó nuevamente hacia el Congreso. Entonces, el rechazo a la reforma previsional se convirtió en una insubordinación contra la militarización del centro de la ciudad.

Lo nuevo necesita de amigxs, dice por ahí un crítico gastronómico. Amigxs que ayuden a elaborar lo que acontece, como nos ayudan las imágenes imborrables de un 2001 que no se repite, pero insiste. Si en aquel momento fueron las asambleas populares una de las formas que encontramos de experimentar instancias autónomas de decisión política, tanto su agotamiento como el todavía difuso cuestionamiento a la representación como forma de gobierno parecieran indicarnos que, tal vez, no sea por ahí por donde podamos sostener cierta intensidad de la rebeldía. Es entonces que resulta necesario mantener la pregunta abierta: ¿cómo seguir haciendo de la desobediencia el punto en que una fuerza colectiva confluya con la elaboración de una verdad nuestra?; ¿cómo hacernos del arte de la inservidumbre voluntaria, de la resistencia al modo en que somos gobernados hoy, una forma de vida en común?

Monstruos, fantasmas y choricitos // Agustín Valle

El campo de batallas -muy en plural- da lugar a la mañana siguiente a una prolongada lluvia en la ciudad de los Monstruos. Durante horas cae elocuente el “sshhh!!” del cielo al Homo bobiens de estas pampas. De vuelta pues cada uno en su casa, o casado con su pantallita en el laburo o la calle o el bondi; ese recorte hace una realidad autogestionada, con una administración táctil del propio estrés, de la desazón que, con suerte, no llega a ser. El lunes el celular fue medio de encuentros y tráfico de informaciones; el martes vuelve a ser la luz individual que no te abandona. Todo sigue como si nada pero sin embargo.

La gigantesca maquinaria de la proximidad mediática opera sus choricitos: la opinión es un subproducto de la distancia con las cosas. Y las cosas cansan. Agotan, extrañan. Basta de cosas. Suficiente con lo inevitable; la intimidad inevitable con las cosas es suficiente… La proximidad mediática es una salida perfecta: ni localía a fondo (esto ahora acá es el centro del mundo), ni aventura en el mundo. Ni poesía ni política.

La maquinaria de la proximidad mediática rompe el continuo orgánico, inherente a las cosas, pero lo sustituye con la exhaustividad de los instantes. Por eso es la gran fuente contemporánea de las percepciones elaboradas con puros efectos sin premisas: “un grupo fue preparado para tirar piedras”. Mataron dos pibes en el sur, hubo represión todo el año y cacería humana el jueves. ¿Marchamos en bolas? Por lo demás, como resumió McLuhan, “la indignación moral es la estrategia tipo para dotar al idiota de dignidad”. Citar a un gran pensador de la técnica y la comunicación señala, también, la solidaridad del fetichismo tecnicista entre el telefanático y el agente robocopizado; uno goza con el control remoto y el click, el otro con el aerosolito, la moto y, también, su poderoso click.

Era bastante obvio que la aprobarían la ley garca; y no obstante fuimos una descomunal marea humana, por la tarde en el Congreso. Pocas veces, del 83 para acá, se vio represión a una multitud tan grande; no se podía ni correr. El caldo de odio, que constituye la mayor parte del consenso macrista, tiene declarado ni olvido ni perdón a todo ansia igualitarista.

Los Monstruos aparecen solo cuando el orden mediatizado de la ciudad -toda la vida convertida en medio para el rendimiento, toda la materia subsumida al helado saber de la Gestión-, solo se muestran cuando la normalidad de la consecución de instantes se ve suspendida, por la irrupción de una multitud que se opone a algo concreto sin tener exactamente definido su objetivo: sabíamos que la ley se aprobaría casi seguro, e igual estábamos ahí. La represión declaró de hecho Estado de Sitio, y la reacción nocturna popular lo des-realizó. Nadie sabía que seríamos tantos, ni que el Terror convocaría más movilización.

¿Por qué no dejan ocupar la plaza, en manifestación democrática? Esa obstrucción inicia la fase callejera de la violencia. Las fuerzas de seguridad -¿quién te usa, milico?- son ahí los cuerpos que prolongan la violencia político-económica. Marcos “Roger” Peña aludió a los recuerdos del 2001, para justificar la distancia del vallado. Aquel 19 de diciembre, el Congreso fue invadido, incluso prendido fuego y saqueado, en una pequeña parte. Si el Gobierno quiso detener a Hebe de Bonafini, si reprimió en la marcha Ni Una menos en marzo, a los docentes en Congreso, a los trabajadores de la economía informal en la 9 de Julio, a los de Pepsico, si asesinó cobardemente a Santiago Maldonado y a Rafael Nahuel, si ahora agita este diciembre, es porque quiere convocar lo que hay de vivo de toda la memoria de las protestas sociales de la Argentina contemporánea, para liquidarlo. Juegan con fuego y cuando el fuego crezca, muchos queremos estar ahí.

Foto de Colectiva fotografía a pedal

Pero nosotros también jugamos con fuego: el aliento del recuerdo de la revuelta, de la potencia de un nosotros enorme, abierto, potente precisamente porque no sabe lo que quiere más allá de juntarse (por eso abre zonas de creación), de afirmarse en sus intolerancias, que no precisa ofrecer alternativas programáticas y puede así variar el curso de la historia -incluso, puede suspender la historia y permitir que se muestren los Monstruos, que, también, todos llevamos dentro…- El aliento de la revuelta, digo, debe incluir el recuerdo de sus dolores. Fueron ¿33?, los hermanos muertos el 20 de diciembre de dieciséis años atrás: de ellos casi nadie se acuerda. Sí de Maxi y Darío, porque su vil asesinato insufló de tanto dolor al movimiento popular, que quedó disponible para que vengan un Jefe y/o una Jefa.

Está llena de muerte la ciudad: llena de vida también. De jueves a martes tuvimos una, dos, tres movilizaciones multitudinarias, insoslayables, muy lejos de ser acaparadas por el “vamos a volver”: pasos de un cuerpo colectivo nuevo, animado por el aliento de su historia. Nuestra tarea es que en este día y cada día quede claro que el orden de la Realidad está del lado de la muerte. Que es preciso una y otra vez revivir: nada es verdad, todo está permitido.

Foto principal: M.A.F.I.A

Macrismo: fin de triunfalismo // Lobo Suelto!

Foto principal: M.A.F.I.A.

Lo propio del capital financiero es sentirse solo. Dinero que produce dinero. Sin cuerpos ni territorios que obstaculicen. Una experiencia de lo ilimitado. Así se concibió a sí mismo el macrismo hasta esta semana. Un infinito ininterrumpido de optimismo evolutivo, prosperidad y endeudamiento. Luego de las últimas elecciones, el macrismo anunció un proceso de “reformismo permanente”. Eran puras intenciones, pero el progresismo (herido y lamentoso) se deprimió bajo el supuesto de que la derrota electoral del kirchnerismo dejaba el terreno libre a la ofensiva del gobierno.

Foto: Sub Coop

Las cosas son siempre -y por suerte- bastante más complejas. El macrismo fracasó en su primer intento de consolidar su proyecto reformista. La fragilidad en el sistema político argentino (gobierno con divisiones, peronismo fragmentado) introduce inconvenientes a la estrategia del bloque de clases dominantes de imponer su fuerza a través del sistema parlamentario. Se trata de problemas de “tiempos y procedimientos», tras los cuales se oculta la fuerza de la resistencia organizada. Esta fragilidad ofrece espacios a los movimientos populares para poner límites y obstaculizar la ofensiva del bloque en el poder, como ocurrió hace meses con el 2×1 a los genocidas. El macrismo es el proyecto prueba -la vanguardia- que en Latinoamérica ensaya de manera más descarnada el binomio democracia y contra-revolución. En este ensayo se juegan la suerte de un proyecto que consiste alinearse con las exigencias del capitalismo mundial.

Foto: Cologens

Ayer en las calles se produjo un triunfo momentáneo, pero trascendente: se acabó el sueño del macrismo como monólogo. Cada vez más acuden a las fuerzas represivas, porque solo el terror creciente funciona como estímulo para su concepción de la democracia. Pero se mancharon las manos con sangre. Maldonado, Rafael Nahuel. Es una ilusión creer que estas cuentas quedarán impagas. La represión luego de la movilización contra la OMC, a la movilización de lxs trabajadorxs de la economía popular y, ayer, a la movilización contra la reforma previsional: se acabo el crédito incondicional. De acá en más hay que tener en cuenta que el recurso a la violencia es para formar a sus propias fuerzas, producir y satisfacer sus motivaciones, que en su extremo es inseparable de un goce genocida creciente en parte de la población argentina. Lo hacen en nombre de “la paz” (Marcos Peña). La paz del orden.

Foto: M.A.F.I.A.

La sorpresa de esta semana no hace sino confirmar lo que la historia nos enseña: el movimiento popular se encuentra organizado y movilizado. Sin capacidad de veto aún, pero sí con capacidad de identificar objetivos y poner algunos límites. Ahora la tarea es combinar luchas dispersas, audacia colectiva y la unidad en acción de todos los sectores. Vamos a ver si logran lo que se proponen: puede que se lleven una sorpresa.

Foto: Cologens
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