Anarquía Coronada

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Tendré que errar solo // Jacques Derrida

Texto publicado en Libération, París, 7 de noviembre de 1995. Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos, 2005. Edición digital de Derrida en castellano

 

Demasiado que decir, y hoy no tengo ánimo para ello. Demasiado que decir sobre lo que nos acaba de suceder, sobre lo que me acaba de suceder a mí también, con la muerte de Gilles Deleuze, con una muerte temida sin duda (sabíamos que estaba muy enfermo), con esta muerte concreta, esta imagen inimaginable cuyo acontecimiento seguirá ahondando, todavía más si es posible, el doloroso infinito de otro acontecimiento. Deleuze el pensador es ante todo el pensador del acontecimiento, y siempre de este acontecimiento. Lo fue del principio al fin. Releo lo que decía del acontecimiento, ya en 1969, en uno de sus mejores libros. Logique du sens. Primero cita a Bousquet («A mi gusto por la muerte, dice Bousquet, que era un fallo de la voluntad, sustituiré un deseo de morir que sea la apoteosis de la voluntad»), y luego continúa: «De ese gusto a ese deseo, nada cambia en cierto modo, salvo un cambio de la voluntad, una especie de salto de todo el cuerpo, sin moverse del sitio, que troca su voluntad orgánica por una voluntad espiritual, que desea ahora no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por venir que está de acuerdo con lo que sucede, de acuerdo con las leves de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. En este sentido es en el que el amor fati se identifica con la lucha de los hombres libres». (Habría que citar interminablemente.)

Demasiado que decir, sí, sobre el tiempo que con tantos otros de mi «generación» tuve la suerte de compartir con Deleuze, sobre la suerte de pensar gracias a él, pensando en él. Desde el principio, todos sus libros (pero sobre todo Nietzsche, Difference et Répètition, Logique du sens) fueron para mí no sólo fuertes incitaciones a pensar, por supuesto, sino que en cada ocasión la experiencia turbadora, tan turbadora, de una proximidad o de una afinidad casi completa con las «tesis», si puede decirse así, a través de las diferencias demasiado evidentes en aquello que llamaré, a falta de palabra mejor, el «gesto», la «estrategia», la «manera»: de escribir, de hablar, de leer quizás. Por lo que respecta, aunque esta palabra no es apropiada, a las «tesis», y concretamente a aquella que concierne a una diferencia irreductible a la oposición dialéctica, una diferencia «más profunda» que una contradicción (Différence et Répètition), una diferencia en la afirmación felizmente repetida («sí, sí»), la asunción del simulacro, Deleuze sigue siendo sin duda, a pesar de tantas diferencias, aquel de quien me he considerado siempre más cerca de entre todos los de esta «generación», jamás he sentido la menor «objeción» insinuarse en mí, ya fuese virtualmente, contra ninguno de sus discursos, incluso si ha sucedido a veces que haya protestado contra tal o cual proposición de L’Anti-Œdipe (se lo dije un día mientras volvíamos juntos en coche de Nanterre, después de haber asistido a la lectura de una tesis sobre Spinoza) o tal vez contra la idea de que la filosofía consista en «crear» conceptos. Me gustaría tratar un día de explicarme a propósito de semejante acuerdo sobre el contenido filosófico cuando ese mismo acuerdo no excluye nunca todas esas distancias que no sabría, todavía hoy, nombrar o situar. (Deleuze había aceptado la idea de publicar un día una larga entrevista improvisada entre nosotros sobre este tema, pero tuvimos que esperar, que esperar demasiado.) Únicamente sé que esas diferencias jamás dieron lugar entre nosotros a otra cosa que amistad. Jamás una sombra, ningún gesto, que yo sepa, ha indicado lo contrario. Esto es algo tan raro en nuestro medio que por eso quiero hacerlo constar aquí en este momento. Esta amistad no tenía que ver solamente con el hecho, por lo demás significativo, de que tuviésemos los mismos enemigos. Nos veíamos poco, es cierto, sobre todo en los últimos años. Pero todavía puedo oír el sonido de su voz un poco cascada diciéndome tantas cosas que me gusta recordar literalmente («mi enhorabuena», me susurró con una amable ironía un verano de 1955 en el patio de la Sorbona cuando yo estaba a punto de conseguir una agregaduría: o bien, con la misma amabilidad del veterano: «Es una pena que dediquéis todo ese tiempo a esta institución [el Colegio Internacional de Filosofía], preferiría que os dedicaseis a escribir…». Recuerdo también la memorable década «Nietzsche» en Cerisy, en 1972, y tantos y tantos otros momentos que me hacen, sin duda como a Jean François Lyotard (que se encontraba también allí), sentirme hoy muy solo, como un melancólico superviviente de eso que llamamos, con esa terrible y un poco falsa palabra, una «generación». Cada muerte es única, sin duda, y por lo tanto insólita, pero ¿podemos llamarla insólita cuando, de Barthes a Althusser, de Foucault a Deleuze, se ceba de ese modo en la misma «generación», como en serie –y Deleuze fue también el filósofo de la singularidad serial–, podemos llamar insólitas todas esas muertes fuera de lo común?

Sí, todos amábamos la filosofía, ¿quién puede negarlo? Pero es verdad, lo dijo él mismo, que Deleuze era de todos, en esta «generación», el que practicaba la filosofía más alegremente más inocentemente. Me parece que no le habría gustado la palabra que he utilizado antes, «pensador». Habría preferido «filósofo». Se reconocía a este respecto «el más inocente (el más exento de culpabilidad por “hacer filosofía”» (Pourparlers 1972-1990). Ésta era sin duda la condición para dejar en la filosofía de este siglo la profunda, la incomparable huella que ha dejado. La huella de un gran filósofo y de un gran profesor. El historiador de la filosofía que procedió a una especie de selección para configurar su propia genealogía (los estoicos, Lucrecio, Spinoza. Hume, Kant, Nietzsche, Bergson, etcétera), fue también un inventor de filosofía que no se encerró jamás en ningún coto filosófico (escribió sobre la pintura, el cine y la literatura, Bacon, Lewis Carrol, Proust, Kafka, Melville, etcétera).

Y además quiero decir también aquí que me gustaba y admiraba su manera –siempre justa– de tratar con la imagen, los periódicos, la televisión, la escena pública y las transformaciones que ha experimentado en el curso de los últimos decenios. Economía y prudente retirada. Me sentía solidario con lo que él hacía y decía a este respecto, por ejemplo en una entrevista en Libération a raíz de la publicación de Mille Plateaux (en la línea de su panfleto de 1977). «Habría que saber», decía, «lo que está pasando actualmente en el terreno de los libros. Vivimos desde hace algunos años un periodo de reacción en todos los dominios. No hay ninguna razón para que no afecte también a los libros. Estamos a punto de fabricarnos un espacio literario, lo mismo que un espacio jurídico, un espacio económico, político, completamente reaccionarios, prefabricados y agobiantes. Yo creo que hay ahí una empresa sistemática que Libération tendría que haber analizado». Esto es «mucho peor que una censura», añadía, pero «este periodo de esterilidad no durará eternamente». Tal vez, tal vez. Como Nietzsche y como Artaud, como Blanchot, otras admiraciones compartidas, Deleuze no perdió nunca de vista esa alianza de la necesidad con lo aleatorio, con el caos y lo intempestivo. Cuando escribí sobre Marx hace tres años, en el peor momento, me tranquilicé un poco al saber que él pensaba hacerlo también. Y voy a releer esta tarde lo que él decía en 1990 a este respecto:

Felix Guattari y yo hemos seguido siendo marxistas, de dos maneras diferentes, tal vez, pero los dos. Porque no creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y de su evolución. Lo que más nos interesa de Marx es el análisis del capitalismo como sistema inmanente que no cesa de rechazar sus propios límites, y que se los vuelve a encontrar siempre a una escala más grande, porque el límite es el Capital mismo.

Continuaré o recomenzaré a leer a Gilles Deleuze para aprender, y tendré que errar solo en esa larga entrevista que debíamos haber hecho juntos. Mi primera pregunta, creo, habría tratado de Artaud, de su interpretación del «cuerpo sin órganos», y de esa palabra, «inmanencia», a la que siempre recurrió, para hacerle decir o para dejarle decir algo que todavía sigue secreto para nosotros. Y habría intentado decirle por qué su pensamiento no me ha abandonado nunca desde hace casi cuarenta años. ¿Cómo podré hacerlo ahora?

Benjamin y el círculo de la violencia // Diego Sztulwark

Si hay una perdurabilidad del círculo, una fuerza circular cuya persistencia no puede más que asombrar -a la vez que no asombra a nadie, pues ella misma es «la normalidad»-, es aquella por la cual -y en la cual- la violencia resulta justificable en nombre del derecho, al mismo tiempo que el derecho, el orden jurídico en sí mismo, se sirve del pretendido monopolio de la violencia, como la condición última de su propia preservación.
A esta doble envoltura, o envoltura redundante entre violencia y derecho, Jacques Derrida, siguiendo de cerca «La crítica de la violencia» de Walter Benjamin, la llama: «fuerza de ley». Se trata del poder, en tanto que se resume en esta «tautología», en la que la violencia resulta autorizada, mientras la autoridad se sirve de ella como su fundamento material.
El sueño de este poder soberano es anular todo resto, todo residuo de justicia, por fuera del mencionado círculo. Toda actitud no autorizada, todo cuestión planteada contra el círculo será denunciada como amenaza violenta al orden y puesta fuera-de-la-ley. Los ejemplos que ofrece Benjamin de una cierta violencia contra el derecho, de esta violencia que cuestionando al derecho, apunta a crear un nuevo orden, o, en el extremo, a desear la destrucción del Estado, van de la acción del gran delincuente que despiertas simpatías por el hecho de atreverse a enfrentar la identidad violencia-derecho; y la huelga general, que en ciertas condiciones deviene revolucionaria.
A la «síntesis a priori» de la ley y la violencia, de la que se deduce qué cosa es legal y qué no, se oponen estos actos cuyo principal efecto visible en evidenciar la tautología, desnaturalizar la síntesis, abrir una brecha en el círculo persistente.
En particular, el derecho a huelga -dice Benjamin- presenta la paradoja de un «derecho a cuestionar el orden del derecho». Es decir, del cuestionamiento del derecho a partir de una violencia que parte de su interior. De hecho, en su intento por absorber la lucha de clases, el estado de derecho reconoce la legalidad del derecho huelga, no en cuanto acto de violencia, sino en tanto acto de abstención. Lxs obrerxs reaccionan a los abusos de la patronal absteniéndose de actuar. Sin embargo, la huelga es en sí misma un acto violento, dice Benjamin, en cuanto que impone nuevas condiciones laborales y llevada al extremo -huelga general-, adopta la forma de una violencia ejercida contra otra violencia. Con lo que la huelga general es, desde dentro del derecho, un cuestionamiento abierto el orden. Y la situación revolucionaria, entendida como disputa por el entero entramado entre derecho y violencia, surge cuando el Estado -que lleva mal esta situación-, pretende ilegalizar dicho derecho obrero.
La violencia, comenta Derrida, amenaza al derecho desde interior del derecho. El Estado mismo no es, desde esta perspectiva, sino el conjunto de operaciones que re-establecen -las veces que sea necesario- el círculo que reenvía recíprocamente los términos violencia y derecho, uno al otro. Y lo único que teme, es el surgimiento de una violencia fundadora, pretendiente a un nuevo derecho.
Pero Benjamin no desea un nuevo círculo, sin su crítica o quizás su ruptura. Y puesto que toda violencia revolucionaria es interior al derecho, ya que el acto por el cual se destruye el orden jurídico, tiende a proyectar al futuro un orden jurídico capaz de justificar retroactivamente el acto de ruptura en una nueva ley, hay algo aún más revolucionario que la fundación de un nuevo estado.
El momento de la ruptura es frágil, propiamente paradojal, mítico. Puesto que al suspender la vigencia de la ley, parece sostenerse en sí mismo, aún si desde el comienzo, apunta a la ley por venir, en la que hallará contención y legitimidad. Se trata, por tanto, de un momento “ininterpretable” (Derrida), excepcional, en el que el derecho se sostiene en el tenue hilo del no derecho del derecho, sobre la que se apoya toda la historia del derecho. Mítico es aquello que que siempre tiene lugar sin jamás hacerse presente. Así se refiere Derrida al “sujeto” de este momento puramente “realizativo”, ante la ley aun no creada, ley por venir. Paradoja kafkiana según la cual la ley depende de aquel que está frente a la ley.
De modo que, si por un lado, lo propio de toda revolución es el establecimiento de los parámetros de interpretación que legitiman retroactivamente la violencia fundadora, reproponiendo el círculo en cuestión, de otro, se muestra hasta qué punto hay, dentro de todo círculo, una posibilidad de “huelga general”, o de un derecho a discutir el derecho, cuyo momento más denso es el propio Estado.
Se plantea por tanto, la posibilidad de una situación revolucionaria en toda lectura instauradora de una legibilidad imposible en la actualidad del Estado.
A los ojos de Derrida (sus comentarios fueron publicados en el 90), la huelga puede realizarse bajo la forma de la interrupción de la energía que anima las comunicaciones; la introducción de un virus en la red de ordenadores, o bien introducir algún equivalente al sida en la propia transmisión del sentido. ¿Puede un virus participar de una huelga?
La crítica benjaminiana de la violencia, como medio que se legitima de acuerdo a fines, apunta a destruir el círculo por el cual lo propio de la violencia sería el referirse exclusivamente a crear o bien a conservar el derecho. Para alcanzar dicho propósito, se acude a la distinción entre violencia “mística” (fundadora, de origen griego) y divina (puramente destructora, de origen judío). La primera, funda derecho absoluto a partir de un acto incalculable -la “cólera” de los dioses-, por el cual se enlaza la vida humana a la falta, al castigo y al derecho a derramar sangre. La segunda, lo destruye todo, a excepción del alma humana. No derrama sangre. Prioriza la vida, en tanto que la vida incluye un potencial de justicia. La destrucción de derecho, no se confunde, por tanto con el asesinato, y más que realizarse por la vía de un nuevo derecho positivo, produce sus efectos en la desvinculación entre derecho y poder de matar.

Memorias impresas en orillas de silencio (24 de marzo de 2018) // Marcelo Percia

1.

Memorias extendidas de un solo día darían más de una vuelta alrededor de la esfera terrestre.

Memorias plenas equivalen a estruendosos silencios.

Silencios que amasan bulliciosas pulpas de la historia.

 

2.

Pero, ¿cómo lo vivido habita las memorias?

 

3.

Memorias pretenden historias, la historia se deja conquistar.

 

4.

La escena del crimen de la última dictadura en la Argentina acontece, cada vez, como vacío en las memorias.

 

5.

Memorias ondulan, agitan, van y vienen.

Recuerdos oscilan como boyas en una inmensidad. Olvidos habitan en temblores infatigables de lo inmenso.

 

6.

Si se pudieran conservar intactas memorias de una época, ninguna sensibilidad soportaría lo que el olvido cancela.

 

7.

Demasías de la memoria sólo se alojan en el silencio.

 

8.

Derrida (1969) en La farmacia de Platón a propósito del relato, al final del Fedro, sobre el origen de la escritura, observa la ambigüedad del término griego phármakon que alude, a la vez, a lo que puede curar y envenenar: la escritura posibilita, al mismo tiempo, la memoria y el olvido.

 

9.

Lo que el silencio no deja de decir: que en las cenizas del aire se respiran polvos de vidas que sufrieron la acción del fuego.

 

10.

Recuerdos actualizan sensateces de la vida: prudencias de la posibilidad.

Así lo advierte Borges (1942) cuando relata la vertiginosa memoria de Irineo Funes, escribe: “Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”.

La percepción acontece como archipiélago de supresiones.

La obra de Borges valora la acción del olvido y parodia rigideces y torpezas de las memorias.

Los lenguajes sacrifican singularidades.

Funes no sólo percibe en cada perro a una criatura única, sino que percibe que, en el tiempo, cada perro deviene infinidad de únicos perros.

En la percepción de Funes se imprimen momentos singulares que las lenguas omiten.

 

11.

Continúa Borges: “Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. (…) Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.

Cuando ráfagas de ese irrevocable deterioro de la vida penetran sensibilidades expuestas: los sentidos desvarían, los músculos se endurecen, las palabras se retiran.

A veces, para no pensar, se prefiere entrar en una especie de ausencia o muerte.

 

12.

En Nota sobre la pizarra mágica, Freud (1924) trata de ilustrar cómo actúa la memoria.

Traza analogías entre sus ideas del inconsciente y un juguete infantil: una pizarra donde se escribe con un buril sobre una superficie que posee la propiedad de borrarse y conservar, a la vez, lo borrado.

Ese artefacto le sirve para ilustrar lo que llama aparato psíquico.

Freud imagina el psiquismo como una sofisticada máquina de sentir, hablar, pensar.

Concluye que la memoria no se reduce al registro, permanente pero limitado, en una hoja de cuaderno, ni a las anotaciones renovables en una pizarra.

Postula una diferencia: la memoria posee capacidades de recepción y de conservación de huellas, incalculables.

Advierte, también, que la memoria tiene cualidades mágicas y maravillosas: conserva huellas que aparecen o desaparecen según acontezca el recuerdo o el olvido.

 

13.

Derrida (en Freud y la escena de la escritura), a propósito del texto de Freud, valora la conjetura del psiquismo como espacio de escritura: lo vivido permanece como huella escrita en sensibilidades que hablan.

La pregunta que resta: ¿la vida supone continuos procesos de reescritura?

¿La fijeza de algunas marcas detiene el movimiento?

 

14.

La vida se escribe cada vez, pero nunca en una hoja en blanco: se escribe sobre otras escrituras, muchas veces indescifrables.

Cargamos imágenes impresas, palabras grabadas, morales que amordazan épocas.

¿Cómo vivir en la libertad de una reescritura?

Libertad no consiste en desprenderse, negar, desmentir esas cargas, marcas, huellas.

Libertad, tal vez, reside en rehusarse a imponer o trasladar esas pesadumbres a otras vidas.

Libertad supone impedirse dañar o marcar como modo de proteger lo viviente.

 

15.

En la saga de las imágenes impresas y las memorias se relatan historias de censuras, persecuciones, muertes.

Artificios para escapar a la censura de un Amo.

Una historia de astucias reside en la de la tinta limón como modo de escritura clandestina.

Escritos en tinta limón sólo legibles acercándolos a la llama.

 

16.

Una hermosa palabra palimpsesto: manuscrito antiguo que conserva huellas de una escritura anterior borrada artificialmente.

 

17.

Se puede escribir copiando o imitando otra escritura, también borrando las huellas de lo ya escrito, inscribiendo el arrojo de un deseo que, de pronto, se queda alelado sin saber qué decir.

 

18.

La imagen de lo ausente supone la vida que no está: considera ciertos indicios evanescentes.

Proust (1922) no encuentra mucha diferencia entre la rememoración de un sueño y el recuerdo de lo vivido.

Llama memoria involuntaria a rememoraciones que irrumpen caprichosas: de pronto, algo estalla y se propaga concitando asociaciones imprevisibles.

Escribe: “Las imágenes elegidas por el recuerdo son tan arbitrarias, tan estrechas, tan inalcanzables, como las que la imaginación ha formado y la realidad destruido”.

Si los recuerdos eligen imágenes, ¿qué voluntad elige los recuerdos?

Una voluntad involuntaria, no personal, irrigada de sensualidades, bellezas, dolores de los tiempos.

 

19.

Quizá la obra de Beckett narra estados de memorias que asisten al impreso borrado, tachado, descolorido de la civilización.

Escribe Beckett (1931) sobre el autor de En busca del tiempo perdido: “La memoria involuntaria, no obstante, es una maga díscola que no admite presiones. Es ella quien escoge la hora y el lugar en que habrá de suceder el milagro. Ignoro cuántas veces se produce este milagro en Proust. Creo que en doce o trece ocasiones. Pero el primero –el famoso episodio de la magdalena mojada en té– justificaría ya de por sí la afirmación de que todo el libro es un monumento a la memoria involuntaria y a la epopeya de su acción”.

Memorias díscolas anidan en algunas sensibilidades y en otras no: ese maravilloso misterio, a veces, se intenta cancelar con teorías de la personalidad.

 

Para Proust la memoria voluntaria, que interviene como dominio de la inteligencia y la razón, retiene semblanzas de un pasado sin vida. Mientras que en la memoria involuntaria (en la que los recuerdos destellan detonados por accidente o azar) sabores, perfumes, brisas, melodías, lágrimas o caricias, desatan intensidades vivas.

 

21.

El modo que tenemos de vivir la vida consiste en soñarla, pero no sabemos qué hacer con las pesadillas de la historia.

 

22.

Aura del dolor: suave soplo de la muerte.

Benjamin (1936) define aura “como la manifestación de una lejanía (por más cercana que pueda estar)”.

Aura: juego de afectaciones precipitadas por cercanías de sensibilidades que se arrojan sobre lejanías que no pueden alcanzar.

 

23.

Lejanías no se oponen a cercanías: en lo lejano reside lo inapresable: por eso, aún abrazando lo cercano, se necesita saber amar lo lejano.

 

24.

El arte repone lejanías haciendo cercanos los recuerdos.

 

25.

Lo vivido acontece irrepetible, la memoria copia lo sucedido, el recuerdo lo reproduce.

 

26.

No conviene reducir memorias a una función de la conciencia ni representarlas como aparato invisible de anotación o registro.

Tampoco pensarlas como depósitos de recuerdos fijos, invariables o desfigurados.

Memorias vibran en voces y caricias, en palabras y dolores, que fatigan y encienden cuerpos.

 

27.

Se confía en que las memorias atesoren lo vivido.

Memorias se ofrecen como artificios para que sensibilidades se sueñen eternas.

 

28.

Una primera forma de memoria reside en las pisadas: vestigios que dejan los pies sobre la superficie de la tierra.

 

29.

Todavía se piensan memorias como depósitos localizados en supuestas interioridades individuales.

Cuesta pensar en memorias impersonales: recuerdos labrados como gramáticas de una época.

Memorias de un amor no viven en la interioridad de los amantes, se actualizan cuando los cuerpos se rozan.

 

30.

La evocación de un momento embriagado de deseo, se compone con montajes escénicos que se ofrecen en la cultura y con muy poco de lo vivido.

Las sensibilidades no llevan inscriptas huellas que las memorias almacenan, sino heridas receptoras de signos dolorosos que sobrevuelan la vida.

¿Por qué algunas soledades andan heridas, otras cicatrizadas, otras inmunizadas ante dolor?

¿Heridas, cicatrices, inmunidades se distribuyen en el planeta de la mano de las riquezas y privilegios?

¿Por qué memorias del dolor interpelan más que las de la felicidad?

 

31.

No se recuerda lo vivido: las memorias están destinadas.

Cada sensibilidad porta antenas selectivas: receptores de clase que se extienden y se entremezclan, a través de la lengua, con otras antenas que vibran también especializadas en cuerpos semejantes.

 

32.

Cada época traza analogías que intentan capturar enigmas de las memorias: la huella de un pie, el dibujo, el grabado, la escritura, la imprenta, la fotografía, el fonógrafo, el cine, el procesador de texto, las conexiones en red, los archivos digitales.

Las memorias, sin embargo, recorren la vida como partículas imperceptibles en el aire.

 

33.

Alguna vez se supuso que los recuerdos acampan en el corazón mientras los olvidos permanecen prisioneros en el pensamiento.

Anamnesis significa recordar. La palabra se emplea para describir el momento en el que el deseo de aliviar solicita a quien padece que relate lo que le pasó y le está pasando.

 

34.

Memorias no residen en focos que identifican neurólogos en un cerebro: esos destellos eléctricos fertilizan umbrales de sensibilidades que hablan.

 

35.

En memorias del mar se sacuden secretos de los primeros días de la vida en la Tierra, historias de peces fabulosos y embarcaciones perdidas, maremotos y poéticas desatadas.

También: memorias de cuerpos anestesiados arrojados desde un avión militar.

 

36.

Tan tristes las historias de la civilización que soledades prefieren desiertos antes que recuerdos.

 

37.

Memorias no guardan hechos terminados ni fijan lo ocurrido ni fotografían lo que sucedió.

Memorias acunan insinuaciones de lo acontecido.

Los recuerdos siempre se presentan vagos. Incluso la nitidez de lo evocado simula una imagen labrada en lo que llega moviéndose y cambiando.

La creencia de que lo decisivo en una vida queda grabado en una profundidad íntima, apacigua el vértigo de lo acontecido.

Cuando alguien cuenta su vida o escribe sus memorias participa de la construcción de una ficción: habitamos vidas editadas.

No se trata de recuerdos personales, sino de recuerdos que se apersonan en una vida: como arrebatados poderes que ocupan sus dominios.

Las vidas que vivimos anclan o se amarran a un suelo o muelle de reminiscencias.

 

38.

Al cabo, lo vivido no reside en lo acontecido, sino el lo recordado.

Escribe Proust: “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura”.

 

39.

El problema de las memorias no reside en que olvidan.

Memorias lucen como mínimos territorios iluminados en una infinita noche de olvidos.

Cuando la vida frota olvidos, enciende recuerdos.

El problema adviene cuando las memorias reprimen, niegan, repudian.

Represiones ocultan, disfrazan, prohíben recuerdos.

Represiones ponen lo reprimido a reparo, lo censuran, lo disimulan.

El psicoanálisis se interesó por la represión no lograda, la fallida. De allí la expresión el retorno de lo reprimido.

Negaciones cancelan lo ocurrido: cortan la cinta de un film, tapian una puerta, decretan la no existencia de sogas en casa del ahorcado.

Repudios desmienten que lo recordado haya ocurrido, lo relativizan, lo consideran una exageración, fruto de la inoculación de una mentira.

 

40.

Sensibilidades que perpetúan crímenes, ¿qué hacen con la imágenes de las vidas que cegaron?

¿Las deforman hasta no reconocerlas?, ¿las alucinan como fantasmas?, ¿las sepultan en los órganos de cuerpos que enferman?, ¿extirpan la visión atroz enloqueciendo o quitándose la vida?, ¿se insensibilizan?, ¿asumen la responsabilidad y cargan con la culpa y el dolor?

 

41.

Un acto de libertad reside en la decisión de no olvidar: el testimonio imprime una memoria en las memorias.

 

42.

Interminables conversaciones con el tiempo fluyen en las memorias.

El cuerpo de la materia posee memorias traumáticas y poéticas.

Papeles, pieles, telas, maderas, paredes de una casa, alojan memorias. Imperceptibles pliegues del tiempo viven en todas la cosas.

 

43.

Enfermedades de deterioros neuronales progresivos ponen a la vista cómo vive una sensibilidad expuesta a lo acontecido cuando se retiran los órdenes ficticios de los recuerdos.

 

44.

Se han pensado los tatuajes como marcas de un poder, como escritura, como inmovilidad de un símbolo o una imagen, como arte detenido, como ruego de identidad.

Quizás a diferencia de un tatuaje, una cicatriz narra un desgarro zurcido por el tiempo.

 

45.

Aunque no al mismo tiempo, las caricias que suavizan con sus ternuras, pueden herir la piel que han tocado.

 

46.

Memorias: ilusión de las criaturas que hablan de marcar en el infinito un antes y un después.

 

47.

Ternuras que amamantan a excitaciones nerviosas inundadas de vida: suavizan latidos, bocetan recuerdos.

Tibiezas de pezones y bocas, suspiros y arrullos, privaciones y amenazas, abrazos y retorcijones, sueños venideros.

Furias que amamantan con tintas hacen del amor una denuncia.

 

48.

Madres de los pañuelos blancos: nombre político de ternuras paridoras que ensueñan porvenires igualitarios.

 

49.

Sensibilidades plebeyas: envueltas en memorias de papel blasfeman y cantan.

 

50.

Llamamos primeras experiencias de vida a restos movedizos de acontecimientos olvidados: dulces y dolorosos llamados de inmensos contactos que se inician.

 

51.

En las líneas de una sola mano se insinúan las intrincadas historias de una civilización.

 

52.

Se conocen diferentes procedimientos para reciclar papel, pero cuando se amasa la pasta de trozos de imágenes entintadas del horror de una época, no se recupera ni transforma nada: se revuelven dolores, tristezas, injusticias, crueldades, crímenes, hasta que las memorias de lo acontecido retornan como enigmas callados de eso que el olvido no puede olvidar.

 

53.

Lo que se llama pasado o lo vivido no yace o espera escrito de una vez para siempre, la rememoración puede reforzar celdas negadoras o empujar a la emancipación de lo acontecido.

 

54.

El psicoanálisis se pensó como reescritura clínica de huellas mnémicas labradas en la infancia.

Se podría pensar que, lo que antes se suponía impreso, tallado, estampado, acontece muchas veces arremolinado, garabateado, tajeado en el aire. Y, que en cada vida, se paren infancias innumerables veces.

No se trata de rediseñar destinos, sino de abrir porvenires.

Lo porvenir recuerda que cada vez no se sabe cómo advendrá.

 

 

 

 

 

Bibliografía.

Beckett, Samuel (1931). Proust. Editorial Tusquets. Madrid, 2013.

Benjamin, Walter (1936). La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I. Editorial Taurus. Buenos Aires, 1989.

Borges, Jorge Luis (1942) Funes el memorioso. En Ficciones. Alianza Editorial. Buenos Aires, 1980.

Derrida , Jacques (1969). La farmacia de Platón. En La diseminación. Editorial Fundamentos. Madrid, 1975.

Derrida, Jacques (1977). Freud y la escena de la escritura. En La escritura y la diferencia. Anthropos. Barcelona, 1989.

Freud, Sigmund (1924). Nota sobre la pizarra mágica. En Obras Completas. Volumen 19 (1923-1925). Amorrortu editores. Buenos Aires, 1992.

Proust, Marcel (1922). En busca del tiempo perdido. 1 Por el camino de Swann. Alianza Editorial. Madrid, 1977.

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