Democracia y revolución // Diego Sztulwark
El siguiente texto pertenece a la compilación de textos editada bajo el nombre «Democracia. Un estado en cuestión«. La tarea fue llevada a cabo por Guillermo Korn y Mariano Molina. Pertenece a una serie de cuadernos cuya edición y publicación debemos a Agencia Paco Urondo, Relámpagos y Negra mala testa. Agradecemos a ellxs, también, el permiso para reproducir el texto.
“Estamos introduciendo un cambio tecnológico más que ideológico”.
Marcos Peña
Dos períodos (1983/2001; 2003/2017)
Después de la última dictadura militar-corporativa y ya derrotadas las organizaciones revolucionarias, la democracia apareció como bandera de lucha contra el terror y al mismo tiempo como reivindicación del régimen parlamentario de gobierno. Aún hoy llamamos “alfonsinismo” a esa tentativa de conjugación que permanece irresuelta, en la medida en que la llamada democracia no es capaz de convertirse en un medio para desactivar el terror y deconstruir la concentración económica y el antagonismo social que se deriva de él. Las luchas de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos contra la impunidad, de las minorías contraculturales y las organizaciones sociales y gremiales contra el modo de acumulación neoliberal (ajuste, privatización, desempleo, pago de deuda externa, entre otras cuestiones) constituyeron las principales corrientes de democratización durante el período 1983-2001. La democracia se desdoblaba en dos sentidos diferentes. De un lado, el bipartidismo la entendía como defensa de la Constitución de 1853, eufemismo para sostener la tesis principal del programa de la derrota: la idea de una autonomía de lo político restringida por determinantes inamovibles proveniente del modo de acumulación económica, de las invariantes corporativas de lo social y de las restricciones impuestas por el plano internacional. Del otro, los movimientos surgieron como tentativas de romper el dispositivo de la derrota arraigada en las estructuras perdurables de poder. La movilización de Semana Santa contra los militares carapintadas fue el último momento de convergencia entre ambas comprensiones de lo democrático.
A partir de allí, la disyunción era inevitable en la medida en que el bipartidismo radical-peronista se comprometía con las políticas de impunidad y declinaba todo impulso autonomista respecto de las corporaciones económicas y los mecanismos de dependencia plasmados en la deuda externa (coyuntura bien descripta en La educación presidencial, de Horacio Verbitsky). El año 1989 fue un desquicio, sobre todo para la izquierda. El colapso de la cartografía de la “guerra fría” –la derrota del llamado “campo socialista”, en particular de la URSS– fue traducido a nivel local por los entusiasmos del Movimiento al Socialismo (MAS) con las masas activas en la Europa del Este –la idea fallida de una generalización de la “democracia socialista”–, el malabarismo del peronismo menemista que con patillas de caudillo federal se alineaba con el triunfador de la “guerra fría” sin ningún tipo de pudor, y la toma del cuartel de La Tablada en defensa de la democracia y sin olvido de la revolución.
2001 y el “que se vayan todos” sintetiza las frustraciones de la democracia sin potencia de transformación. La rebelión contra la depredación de lo colectivo dio lugar a la emergencia de unas subjetividades de la crisis. Estos nuevos sujetos, munidos de estrategias de supervivencia y de desacato, protagonizaron la destitución en las calles de la legitimidad del neoliberalismo. Si bien la pulsión insurreccional no desembocó en una nueva concepción del cambio radical, sí logró desconectar la coyuntura argentina (y sudamericana) del giro reaccionario que tomaba en Occidente en torno al 11-S. El fracaso de una estabilización reaccionaria intentada por el peronismo durante la breve presidencia de Duhalde se debe precisamente al choque con el bloque de las organizaciones populares y de derechos humanos que culminó con la Masacre de Avellaneda, el 26 de junio de 2002. Lo demás es muy recordado: el kirchnerismo se constituyó a partir de ese peronismo, munido de una lectura muy aguda de la extenuación del sistema político y de sus recetas neoliberales, y activando una interpelación capaz de movilizar a corrientes que no provenían del peronismo tradicional, como lo fueron algunos segmentos de la izquierda y sectores de trabajadores no sindicalizados.
Esta coalición sobrevivió hasta 2013, superando casi como un milagro el conflicto con el campo. Desde entonces, comienzan a abrirse las condiciones para que por primera vez llegue al gobierno, por medio de los votos, un partido político de derecha no peronista y concebido como una organización de intelectuales provenientes de –y ligados a– las empresas. Las instituciones más acertadas de esta transición surgieron hasta ahora del campo conservador antes que de los sectores de izquierda que lideraron la producción de retóricas igualitaristas desde el kirchnerismo, apoyados en la idea de que el Estado es un contrapoder o un generador de igualdad y de derechos para el pueblo. Cualquiera sea la caracterización que se haga de nuestro pasado inmediato, la voluntad de captar el pasaje del kirchnerismo al macrismo debe partir de la aceptación de que, al menos desde 2013, la derecha política se convierte en el principal articulador de la comprensión de las mutaciones en el campo social. Desde entonces el kirchnerismo no hace sino perder elecciones y capacidad de influencia sobre la sociedad. Si el gobierno de Macri introduce una novedad, esta es su dominio de la iniciativa, basada en su capacidad de articular una percepción de lo sucedido en el plano social durante el kirchnerismo. El macrismo es una voluntad de reescritura del campo social desde 2001 hasta la fecha, y en esa reescritura se inscribe la principal fuente de consentimiento de actores sociales y políticos, incluso de varios protagonistas de la era anterior.
Historicidad y contrarrevolución
El proyecto macrista no aspira a suprimir el Estado de derecho ni tiene rasgos de pseudo-dictadura política, sino que apunta a solidificar la alianza más descarada y consistente entre democracia y contrarrevolución. Se trata del intento más práctico y meditado de romper una densa historicidad emergente de las luchas protagonizadas por los movimientos de derechos humanos y sociales, como vertiente autónoma y radicalizada del proceso político durante el periodo 1977-2013. Su carácter contrarrevolucionario lo emparenta de modos diferentes con la última dictadura y con el menemismo. A diferencia de la primera, este proyecto no se da en el escenario de la “guerra fría”, así como tampoco se propone ninguna puesta en excepción del orden jurídico y, a diferencia del segundo, no se trata de una mera adecuación a un escenario internacional unipolar, ni de conjugar peronismo y liberalismo. Contra toda apariencia, la contrarrevolución macrista no surge como una respuesta directa al kirchnerismo que no aspiraba a activar la revolución sino la historia, tal como Javier Trímboli lo analiza en su libro Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución. La contrarrevolución macrista consiste, en todo caso, en una épica justiciera fundada en la decisión de las clases dominantes del país de ajustar los comportamientos sociales a las líneas de mando emergentes de las pulsiones del mercado mundial.
Hay, sí, por lo tanto, una idea de justicia que no surge ni de la tradición republicana a la que Maquiavelo definía como el poder de imponer la cosa pública al partido de los ricos, ni de una creencia en el orden legal donde la ley es invocada como elemento necesario para ordenar la situación, pero que es siempre demasiado exterior y represiva, es decir, insuficiente para el afán de modelización que se intenta poner en juego. La juridicidad relevante del proceso en curso opera –en una perspectiva más bien foucaultiana– sobre la trama vital de los actores a los que interpela. Surge así una infrajuridicidad inmanente, propia de la economía política, extendida a todas las conductas sociales e individuales. Se trata de la ley, en efecto, pero de la “ley del valor”, cuyo poder coactivo y subjetivador produce resonancias dentro de las potencias del estado neoliberal. De Lenin y Rosa Luxemburgo al Che y Cooke, los revolucionarios no han tenido que esperar a la filosofía posestructuralista francesa para entender hasta qué punto el problema de la creación de una nueva subjetividad pasa por desactivar ese encanto fetichista y esa materialidad coactiva de la producción fundada en la mercancía capitalista. El macrismo es la recuperación de todos aquellos saberes –un deseo de porvenir y de un diseño de nueva humanidad (dos tópicos propios de la revolución)– en términos de una confianza inercial en la alianza entre inversión de capitales y nuevas tecnologías. Los “medios”, tal como hoy los percibimos, se articulan como un efecto de esta alianza.
Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber. El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos retomados de la lengua de la emancipación revolucionaria y utilizados ahora como patrimonio exclusivo de la contrarrevolución en curso. Alejandro Rozitchner es probablemente el más claro entre los intelectuales oficialistas abocados a esta tarea. Quizás convenga decir, como Alain Badiou, que nuestro tiempo es “restauración” (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción, sin embargo, no es elocuente sólo del rechazo a la revolución. También expresa algo sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor.
La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. El macrismo como fusión de democracia y contrarrevolución puede ser visto como una reacción activa y refundadora ante el influjo que mantuvieron durante las décadas pasadas los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, la educación, el arte, os trabajadores informales de la economía popular, entre otros, sobre un campo social vuelto campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación. Esta perspectiva permite ampliar el análisis, tanto a nivel regional como temporal. En casi todo el continente, la crisis de la democracia se dio como crisis del neoliberalismo provocada por movimientos sociales que cuestionaron la relación entre producción de valor y obediencia. El hecho de que los gobiernos llamados progresistas no hayan encontrado los medios para crear instituciones capaces de recrear la democracia y la centralidad plebeya, devolvió la iniciativa a la derecha, que pretende resolver definitivamente la crisis apropiándose de ella. La contrarrevolución democrática tiene a su favor imágenes y votos (una decepción con los discursos igualitarios) y encuentra su límite en la miseria de su propia vocación. Las consecuencias de sus políticas, las pasiones de odio de las que se sirven, las tácticas de “real politik” que emplean y la calidad de su personal político permite profetizar: remember 1945, remember 1969, remember 2001.