Semillas de crápula // Fernand Deligny
Presentación
Fernand Deligny (1913-1996) no tiene diplomas para presentarse. Tiene oficio. Hospitales psiquiátricos, profesor de niños inadaptados, retrasados e idiotas, director pedagógico de centros para niños delincuentes, coordinador de una red de acogida para niños autistas. Todo el espectro de los pibes-problema. Lo que tiene como oficio no es la acumulación de saberes técnicos que viene con el tiempo, sino una sensibilidad y una destreza para pararse haciendo equilibrio, para buscar un modo de hacer pie entre los pibes sin apoyarse en los facilismos ineficaces de la educación para la Disciplina o para la Libertad. Un realismo despiadado y amoroso, un pragmatismo sin muchas expectativas, abierto a lo impredecible. Siembra el desconcierto.
En Semilla de crápula, escrito en 1943, mientras es director pedagógico del Centro de observación y selección para niños inadaptados de la región de Lille, aparecen en primer plano esa sensibilidad y esa destreza que lo acompañarán toda su vida. Y nuestro desconcierto. Es literalmente un libro de consejos para los que lidian día a día con pibes, una guía muy práctica, pero no se sabe bien para qué. Y la Educación, en cambio, es el reino de los Objetivos, las Estrategias, los Planes, el gran reino de todo es Futuro. ¿Hay educación sin Proyecto? ¿Y entonces para qué se educa?
“Es un oficio de planchadora”, dice Deligny. Linda figura. Los adultos apoyamos con indiferencia el peso de nuestros Proyectos sobre los pibes, y entonces los pibes se nos dan arrugados, mal plegados, enroscados como proyectos de Proyectos: proyectos de adaptación, de inserción, o de supervivencia adulta, o de compromiso y crítica adulta, o de buen revolucionario adulto… O también como proyectos amenazantes: proyectos de crápula, semillas de maldad.
Semilla de crápula es la guía práctica del planchado. Acá no hay Justicia, hay secretarios de juzgado y un director de prisión que hacen su trabajo con la misma dosis de pulcritud y desidia. No hay Sociedad, hay una abuela cómplice, unos tíos hartos, siete hermanos en una pieza, burócratas pacatos y asustados, y educadores despistados. Y principalmente no hay Educandos, niños-proyecto. Hay los pibes que hay: los apáticos ante cualquier valor, sea cual sea, los obedientes por entregados, los pasados de vivacidad, los hábiles para algo inútil o delictivo, tan egoístas y celosos entre ellos como compinches indestructibles, audaces y miedosos al mismo tiempo, estrategas calculadores con el corazón lleno de buenas intenciones un poco deformes.
Este libro de consejos, escrito en la precariedad social y estatal de la Francia de posguerra, llega acompañado a la Argentina actual. César González lo lleva a pasear por los “territorios”, ese espacio institucional en el que los educadores, los trabajadores sociales, los operadores convivenciales, los militantes, entran en conflicto con las potencias fisiológicas, físicas, léxicas y gestuales de los pibes. El Colectivo Juguetes Perdidos lo toma como aliado para pensar el vínculo más como contagio que como formación buenista, para ir al encuentro de las fuerzas silvestres que mueven los rajes y las fabulaciones de los pibes, que le arrojan preguntas urgentes a nuestros modos de vida y se ofrecen como energía para fisurar la “vida mula”. Diego Valeriano lo lleva a conocer una escuela pública de lo más ordinaria con pibes ordinarios: la escuela amenazante, irreconocible, espantosa y festiva que hacen los pibes mientras crecen, la escuela que interfiere la educación como intervención.
¿Para que se educa entonces? Para que crezcan. No los proyectos. Para que crezcan ellos, esos pibes, ni transparentes para los modelos de adultez, ni resistentes heroicos a ellos. Los pibes refractarios, los aliados.
Semilla de crápula – Fernand Deligny
Este pequeño libro fue escrito en 1943, editado en 1945. Diez años después, me hablaron de hacer una nueva edición. Lo releí. Indignado, me puse a preparar una crítica cerrada de esas pequeñas fórmulas bajo el título: “Semilla de crápula, o el charlatán de buena voluntad”. Esa autocrítica, releída hoy, en el invierno de las Cevenas, me parece exagerada, furiosa, perentoria. Quedará en la caja de madera calada en la que se amontonan, en cada mudanza, páginas y páginas de palabras y relatos que quizás son para mí lo que las hojas que caen son para los árboles.
Sin embargo, dejar que partan nuevos ejemplares de Semilla de crápula sin decir nada me incomoda. Tengo quince o dieciséis años más, quince o dieciséis años más de este oficio muy cotidiano del que hablaba alegremente en 1943.
Palabras se me ocurren, páginas, capítulos, sino me contengo.
A este pequeño libro le hace falta un subtítulo que me sitúe ahora respecto de lo que escribí hace quince años. Tengo ese subtítulo: Semilla de crápula, o el Aficionado a las cometas.
Érase una vez un aficionado a las cometas. Ven ustedes lo que es la cometa en comparación con las nubes, los pájaros, los aviones y satélites: no se encuentra en la naturaleza, la puede hacer uno mismo según modelos propuestos en revistas y folletos, o bien inventando nuevas formas, inspiradas en ancestrales cometas chinas, del buitre de los Andes o del Mystère IV. Una cometa no agujerea las paredes del espacio, no truena ni ruge, hace falta un no se sabe qué para que se sostenga en el viento y siga alegrando con un punto de color vivaz al cielo más gris, o para que se derrumbe y ella, por lo menos, no se destroce más que su propia armazón. A primera vista no sirve para nada. Ciertamente.
Entonces, hacia 1943, me puse a hacer una cometa, dos cometas: las fórmulas, formulitas, cantinelas, charadas, aforismos y paradojas de Semilla de Crápula.
Una cometa, sobre todo si es de pequeño tamaño, es fácil de mantener. Ciento treinta y seis, es otra cuestión: con que apenas se prendan en el viento, los arrastran, los elevarían, no puede decirse por encima de uno mismo y no obstante, me encontré siendo un educador reputado, depositado, por la fuerza y la gracia de esas ciento treinta y seis pequeñas cometas, en un congreso internacional por aquí, una comisión por allá, y por más que tiraba de las cuerdas como hacen los buceadores cuando quieren volver a subir, mis cometas muy a menudo me han dejado pudriéndome en ese lugar del cual hubiera querido salirme.
Me ha sucedido algo peor. Siempre elevado por esa manada disparatada de declaraciones cuya forma había hecho artesanalmente a gusto yo mismo, me encontré a la cabeza en la creación de organismos de reeducación. Pobre de mí: es allí donde se enredan las declaraciones sostenidas y sus hilos. Es allí donde el pobre diablo que sostiene con su mano derecha su manojo de pequeñas banderas multiformes y multicolores se da cuenta de que ya solo tiene una mano, la otra, para luchar, como pueda, sin muralla ni certeza para cuidarse la espalda. Vaya y pase, mientras una u otra de estas fórmulas lanzadas no obstante hace mucho tiempo, no le caigan sobre la cabeza y los hombros, lo cieguen, lo embrollen en su cola de papeluchos sobre los que unas palabras están escritas, y él despliegue una al azar y la aplique y diga una falsa palabra como quien hace un movimiento en falso.
He aquí sin duda lo que quería contarles a los viejos y futuros lectores de Semilla de Crápula. Hay dos mundos. El de las fórmulas, formulitas, charadas y parábolas, y el de lo que pasa en todo momento aquí abajo para quien quiere ayudar a los otros. Si, una vez leídas, algunas de mis proposiciones se agitan alegremente en el cielo de algunas memorias, mucho mejor: allí está su razón de ser. Pero quien quisiera usarlas, aplicarlas de alguna manera, se daría cuenta enseguida de lo que están hechas: pedazos de páginas leídas encoladas y extendidas sobre las ramas flexibles y livianas arrancadas a una especie particular de entusiasmo que surge cada vez que un niño me aborda, que ha sido mil veces aserrado, talado, y cuyo tocón nunca termina de hacer brotar rechazos.
Fernand Deligny
Enero de 1960.
Semilla de crapulla. Editorial Cactus y Tinta Limón Ediciones