Anarquía Coronada

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Un ensayo en el Cervantes // Diego Valeriano

 

Es una confusión demente, es garche del que siempre temo, es irritante, es goloso, es monstruoso. Es un grito, una gota de transpiración en el pezón, un roce medido, un cálculo, una acción que inhabilita el afuera, un cruce de miradas.

Es una pieza de pensión inmunda, un kiosko 24 horas, un pogo en un subsuelo clausurado, un abrazo de travas en la noche de Avellaneda, una corrida desde el bondi a casa, una banda de maricas vengativos, un ensayo en el Cervantes, un plantarse en una esquina, una idea de dos  pibes que probaban que era lo que les gustaba hace muchos años en un pueblito.

Es un grito atolondrado, un gesto en la cara, un estribillo que se repite de manera pavota, una acción política vacía de contenido, es el odio de lo que no quieren más, es agite, es una guitarra rota, es una piba del centro que sabe que no puede su destino, es casi una sobreactuación militante, es ego.

Es arrogancia, desmesura, fuerzas silvestres, inmadurez, escabio, carcajadas, sensualidad, llanto, amor, falopa, algún tipo de resistencia inentendible, besos en el baño de hombres, un desesperado pedido de auxilio hasta perder la forma humana.

Un ensayo en el Cervantes, un reflejo apurado de lo que nunca quiero en un espejo peposo, cínico, irónico y manija que lo deforma todo.

Hacer frente con nuestras espaldas // Marie Bardet

Notas antes y después del segundo encuentro de la Casa de Bajo Estudios – en la Cazona de Flores, el domingo 3 diciembre 2017, “Cuerpos, potencias, resistencias”, donde fui invitada junto a Verónica Gago, Amparo González, Alejandra Rodriguez, Nicolás Cuello; coordinación de Silvio Lang.

Porque sabemos que los ataques están viniendo por todos lados,

que focalizarnos los ojos en una pantalla haciendo de la trágica (anunciada) desaparición de un submarino una serie televisiva es una estrategia de anestesia,

que podemos mirar por los bordes, dejar entrar las intensidades que marcan grados de oscuridad/luminosidad cuando los párpados se entreabren, volver nuestras miradas tangibles y tangentes,

hacer de nuestras espaldas, frentes.

Lo mataron de espalda. A Rafael Nahuel lo mató el escuadrón Albatros con un tiro en la espalda.

Esto también lo sabemos y lo sentimos. Y no tenemos claro qué hacer con todo este saber-sentir. ¿Qué hacemos con este saber y sentir que sin embargo no nos deja muy claro el hacer?

Sí, sabemos que es el dato que constituye una prueba para un día que se haga justicia, cuando haya justicia, y no encubrimiento del proceso jurídico por el poder político, de que Nahuel murió en una cacería, una cacería racista que es la política de Estado.

Es también el dato que hace correr la vulnerabilidad absoluta de ese chico que huía bajo las balas sobre nuestra piel, y nos mete un poco más de miedo. ¿Qué hacemos con la piel erizada de horror y todo lo que sí sabemos?

Desde la piel que tiene esa potencia de escuchar y relacionar en todas direcciones nos preguntamos si la era de apelar a la vulnerabilidad (y vuelve una y otra vez en este punto la voz de Suely Rolnik) como estrategia política no llegó a su fin con el pasaje de umbral de la violencia y represión, muerte y desaparición, que estamos viviendo. Se vuelve insistente la pregunta: ¿no será tiempo de pasar a cómo armarnos caparazón? ¿Esa vulnerabilidad de la espalda puede ser una fuerza?

Si nos metemos precisamente no hablando sobre los cuerpos sino desde los saberes-sentires que circulan en las prácticas corporales y escénicas, la pregunta se agudiza: ¿podemos respaldarnos en nuestras espaldas que escapan al campo visual, que son zona de vulnerabilidad al ataque? Cuando la mirada focalizada en un punto central se descentra a lo largo de la piel, diseminándose por los bordes; cuando hacen alianza la piel y los ojos con los oídos (los de la escucha y los del meta-equilibrio propioceptivo), cuando se pone a circular la atención por los costados y el atrás, desorganizando así la frontalidad y la focalización clara y distinta como modo de conocimiento obligatorio, cuando nos autorizamos a conocer desde nuestras espaldas estremecidas… ¿se esbozan maneras de estar haciendo frente con nuestras espaldas?

Implica repensar lo que entendemos por vulnerabilidad, pero también por fuerza. La vulnerabilidad no es una apología de una gran fragilidad ni de una entrega a las cosas tales como están. No es sino asumir la fragilidad que conlleva el hecho de existir (Silvio Lang), y de ahí hace alianza con la insistencia de persistir a vivir.

Investigar esta pregunta por la vulnerabilidad en la potencia singular de los tejidos blandos que abren otro camino que el de la híper-elongación o el de la fuerza de la contracción blindada y la hipertrofia muscular; en el cuerpo/espacio voluminoso y redistribuido que ni suelta ni agarra: vibra (Amparo Gonzalez). Si de vulnerabilidad como estrategia de resistencia podemos seguir hablando, es tal vez en la medida en que no es ni porosidad, ni gran apertura beata; es en la medida en que no se opone a una gran fuerza bien activa porque ella sería una gran pasividad e la entrega, sino que socava en cada gesto, mirada, toma de palabra, el imperativo de la pregunta “y? activx o pasivx?” (que se declina perfectamente en “¿winner o looser?” que ordena los discursos y políticas neoliberales). Esa potencia que reconoce la posición de vulnerabilidad redistribuye roles y modos de tomar el espacio público, que no serían ni un repliegue absoluto, ni una avanzada obnubilada por la revancha final o el retorno del paraíso.

De la brújula estético-ética de lo abigarrado que Silvia Rivera Cusicanqui contó (en la Asamblea de Escuela de Prácticas Colectivas en abril 2017) haber recibido no bajo la mirada sino en la espalda de Rosa entre los roces y destellos de colores del aguayo, al pensamiento anal de panfletos de Preciado-Hocquenghem, pasando por los abrazos de las muchas plazas, los #acuerparnos tejidos en las marchas Ni una menos, los #estamosaparanosotras, los paros de mujeres desde hace más de un año… pero también pasando por todos los talleres de movimiento, de danza, de prácticas corporales y escénicas donde se tejen modos de conocer y de hacer alianzas desde gestos y saberes, podemos movilizar saberes de cuerpos que hacen de espaldas territorios de aprendizaje, autorizaciones para escapar a los órdenes de lo que se puede y debe, fugarse por los costados.

 

Si de “saber del cuerpo” se trata, es de un saber no que provendría de “el cuerpo” como súper fuente de verdad revelada, ni de un saber que sabría todo muy bien sobre el cuerpo (como si exisitiría tal “objeto” de conocimiento, y como si estuviera abstracto y universalizante de las trayectorias de vida que se/lo componen). Sino de un conocimiento del atrás, de una situación, de estar con atrás y para atrás, de no tener la mirada fija en una clara esperanza o promesa.

Avanzando hacia atrás o lateralmente como cangrejos, se desarma lo que creemos saber de la conquista de la verticalidad, de la correcta derechitud, y del buen eje, asumiendo mirar desde los bordes que no tiene por qué ser blandos o abiertos, sino que deshacen con paciencia los poderes de tenerlo todo claro y distinto. Se asume sentir, conocer y actuar en una opacidad, una claro-oscuridad tal vez, (justo antes que tome exactamente una forma, más bien en una tensión-alianza deforme entre el “derecho a la opacidad” del tratado de Todo-Mundo de Edouard Glissant anclado en las Antillas, y el Día de la Opacidad Gay de la mano de Nicolas Cuello y una banda ocupando la Plaza Giordano Bruno), de una extensión del dominio del pe(n)sar más allá de los límites del campo visual que organiza lo claro y lo distinto, lo bien aclarado y no borroso como únicos modos de conocer y de hacer.

 

Haremos de nuestras espaldas una frente, muchas frentes, donde no esperaremos que la vulnerabilidad se invierte en un caparazón todo poderoso, sino que sabremos y haremos circular todo lo que sabemos y tenemos por saber de las redes de cuidado alternativos que escapan y conectan a la vez de la guardia y hospital de día del Alvear, un cuidado que no es un repliegue ni un nuevo control bien-pensante sobre las propias prácticas guiado por la paranoia, sino un modo de meterse con la realidad, afirmando que algo de esa fragilidad puede también ser la fuerza misma de las transformaciones.

 

Implica repensar las temporalidades de nuestras acciones, cuando el paso para adelante dejó de ser un programa bien claro. ¿Cómo sigue? Haciendo la larga lista de todo lo que se hizo este año, la sensación de “todo lo que se hizo” contraviene a la sensación de impotencia absoluta (Alejandra Rodriguez). Nos preguntamos ¿qué ritmos? ¿cuánto dura? ¿qué modos de insistencias? Y en qué medida implican esas temporalidades desconocidas, que conectan también experiencias pasadas como futuro e imágenes del futuro como ecos pasados, anclarse en cierta relación concreta con estar ahora, con suspender algo de la ansiedad o de la proyección de resultados (Nicolas Cuello). También aparece la idea de que estas acciones, en cuanto escapan al gran relato de la victoria, pero también a ser solo actos repetitivos donde el ritual del espacio público se vuelve experiencia de la impotencia, tienden ante todo a inscribirse en prácticas largas de cocina (Verónica Gago), de maduración, con-spiración, conversación, en espacios menos visibles, más opacos, de invención de acciones que no presuponen diferencia jerárquica entre una investigación y una acción directa, o sostener una ocupación.

Y si de largo porvenir se trata, sabemos que no es fijando la mirada sobre el punto del paraíso futuro de mañanas perfectas sino “mirando atrás y adelante (al futuro-pasado) podemos caminar en el presente-futuro”[1].

Conocer, tejer, armar frentes con nuestras espaldas, juntas.

[1] Traducción del aforismo aymara “Qhipnayra uñtasis sarnaqapxañani”, en Silvia Rivera Cusicanqui, Sociología de la imagen, tinta limón.

6 de Diciembre, 2017.

Fotos: Emergentes

Color tierra // Verónica Gago

NUEVA CAZA DE BRUJAS El racismo, siempre negado o minimizado en nuestro país, apareció como si se explotara un grano –la metáfora desagradable es apropiada– en la Patagonia, lugar de refugio de nazis de la Segunda Guerra Mundial, a propósito del conflicto por los territorios mapuches que ya dejó dos muertos: Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. Las mapuches lo relatan cada vez que dan cuenta del modo en que se las reprime y desde las máximas autoridades de la Nación se justifica ese accionar cumpliendo con el guión de esa ideología: convirtiendo a los cuerpos racializados en peligrosos, ajenos a la sociedad, amenazantes. Como en Estados Unidos con la campaña de denuncia #BlackLivesMatter –las vidas negras importan– son mujeres jóvenes las que con más fuerza llevan adelante la denuncia, aquí voceras de las comunidades en conflicto.

“Tanto les gusta la tierra, comé tierra.” Así le decían a la adolescente mapuche, considerada por su comunidad como una figura de autoridad espiritual y médica, mientras estaba detenida, a la vez que le pegaban en las piernas para forzarla a arrodillarse cuando ella se negaba a hacerlo frente a las fuerzas represivas. Según cuentan las mujeres mapuches, ella es la primera machi de este lado de la cordillera en casi un siglo, lo que hace más vívida la evocación de las escenas de caza de brujas que relata la feminista italiana Silvia Federici para explicar cómo esas mujeres fueron castigadas para desprestigiar su saber comunitario y su poder político. Sólo así fue posible la expropiación de las tierras para lanzar la acumulación originaria en los inicios del capitalismo, dice Federici. Pero esto sucede aquí y ahora: esta práctica de tortura fue en el marco de la detención de mujeres y niñxs mapuche el pasado fin de semana, tras el desalojo en la Lof Lafken Winkul Mapu (lago Mascardi), a quienes obligaron a estar cinco horas al lado del cuerpo muerto de Rafael Nahuel, asesinado por esa misma fuerza. Así lo relató la abogada Sonia Ivanoff, Vicepresidenta de la Asociación de Abogadxs de Derecho Indígena de la República Argentina (AAD).

Esta escena, además, se encadena a otras que no dejan de sucederse a ritmo de galope: el fusilamiento del joven de 22 años por la espalda, la detención y represión en las comunidades, la militarización de la zona, los retenes interrumpiendo el tránsito en la ruta 40, la impunidad sobre la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado –y que se conectan con una lista olvidada de muertes indígenas en la última década en las provincias de Chaco, Santiago del Estero y Formosa en enfrentamientos con terratenientes o sus mandatarios.

El hilo común que ahora emerge con inusitada fuerza es el racismo como lenguaje privilegiado de la guerra social y el racismo, entonces, como organizador de una nueva economía   de la violencia.

La crueldad, los abusos, las torturas y el despojo que se acumulan y se propagan mediáticamente van construyendo las condiciones de posibilidad para que ahora el Estado fusile a un pibe mapuche de 22 años por la espalda y que la vicepresidenta Gabriela Michetti hable de la nueva doctrina de seguridad nacional que otorga “el beneficio de la duda” a las fuerzas de seguridad. Que se militarice el Hospital de Bariloche a la espera de que lleguen heridos y que se mantenga presos a quienes llevaron el cuerpo de Rafael (Fausto Horacio Jones Huala y Lautaro Alejandro González). Que se retenga como cautivos a niños y niñas durante horas. Que la ministra de seguridad Patricia Bullrich propague la idea de que hay armas que nadie vio ni fueron encontradas en las comunidades mapuche para justificar el asesinato.

Rafael Nahuel condensa muchas imágenes. Es un mapuche-villero, un pibe de gorra: cuando se lo asesina a él, se repite también el gatillo fácil de las periferias de las ciudades, pero al mismo tiempo marca un nuevo umbral de impunidad por el sentido explícito y aterrorizante con que se montó la cacería represiva y por la militarización de la zona y el lenguaje de guerra puesto a circular.

La operación mediática y militar unifica entonces raza, criminalidad y peligrosidad para hacer de estxs jóvenes lxs nuevxs “condenadxs de la tierra” (para citar el célebre libro de Frantz Fanon). Por eso, en el conflicto en el sur, la cuestión colonial emerge por su punto histórico más fuerte: la propiedad de la tierra. Como lo dijo una mujer de la comunidad desalojada en un video casero que se viralizó: la lucha con el empresario Luciano Benetton por los alambrados y por forzar a las familias a vender la tierra es constante. Que Benetton compra tierras con casas mapuche y las exhibe como un museo viviente, diciendo que respeta a la población originaria. Ella lo sintetizó también al describir Bariloche: “Bariloche es nazi, por eso nos quieren matar a todos nosotros”.

La ciudad, conocida por albergar jerarcas nazis, ha hecho de los llamados “barrios altos” (las periferias) una suerte de patio trasero de la postal turística patagónica. Fue la zona que estalló en 2010, cuando la policía mató a Diego Bonefoi, de 15 años y no dejaron desde entonces de sucederse conflictos sociales, allí donde el racismo potencia la ideología de la (in)seguridad hasta confines inimaginados.

Esos conflictos de la periferia urbana están directamente ligados a una generación joven que politiza la discusión sobre el territorio, el derecho a la ciudad y la propiedad de la tierra (en los barrios y en las montañas y los lagos). Es justamente ese vínculo el que se quiere borrar cuando se utiliza desde el gobierno el “cliché” de la ancestralidad para simultáneamente acusar a los pueblos mapuche de no ser “verdaderamente” ancestrales y de tener “gritos ancestrales de guerra” (como describía el perverso comunicado del Ministerio del Interior para justificar el “enfrentamiento” que terminó con el asesinato de Rafael Nahuel).

Así, se imprime sobre el conflicto la calificación del terrorismo para hablar de comunidades que reclaman sus tierras, para dar rienda suelta a la ilegalidad de las fuerzas estatales en su accionar mientras se fomenta el policiamiento (o “engorramiento”) social y, de paso, evocar la escena setentista de una violencia armada organizada para movilizar todos los fantasmas del enemigo interior.

La novedad es cómo ahora juega la cuestión de la raza en esta nueva edición de la conquista del desierto, un tema que en nuestro país siempre se intentó eludir, ocultar, minimizar.

Este andamiaje institucional y discursivo se debe a que este gobierno ha marcado un rumbo que coloca en otro nivel la alianza empresarial y represiva. Y que consiste en disponer al conjunto de las fuerzas estatales a la defensa cerrada de las transnacionales propietarias que son las nuevas figuras terratenientes, legitimando la cacería como parte de un racismo institucional, y coronando una fase ascendente del agronegocio (ahora manejado por la propia Sociedad Rural Argentina desde el Ministerio de Agroindustria con el nombramiento de Luis Miguel Etchevehere) con la especulación inmobiliaria turística.

No es casual que pueda hacerse un paralelismo con lo que relata la activista    y escritora Keeanga-Yamatha Taylor para hablar del surgimiento del movimiento #BlackLivesMatter (#LasVidas NegrasImportan), ya que el asesinato de jóvenes negros a manos de la policía pone en marcha una forma de terrorismo policial que explicita cómo la división de clase es una división racista y sexista: esto quiere decir que las desigualdades raciales y económicas legitiman un sistema judicial dual y un sistema legal que organiza la represión sobre los más pobres (De #BlackLivesMatter a la liberación negra, Tinta Limón Ediciones 2017). Las políticas que emergieron en la ciudad estadounidense de Ferguson, cuando se asesinó a sangre fría al joven Mike Brown, “fueron encarnadas por la aparición de las mujeres jóvenes como una fuerza fundamental de la organización”, escribe Taylor. Y pusieron en marcha un movimiento anti-racista desde las calles con la capacidad de decir ¡Ya Basta! Dando cuenta de opresiones multidimensionales que impulsaron una nueva generación de activistas, ellxs escribieron tomando las palabras de uno de los pibes antes de morir para convertirlas en palabras de lucha y en un texto que titularon “Sobre este Movimiento”, concluyen: “No podemos respirar. Y no vamos a parar hasta la Libertad”.

Cuando se fusila, se tortura, se encarcela y se criminaliza a la comunidad mapuche lo que se pone en funcionamiento es una máquina racista-policial sobre toda la población. Es un amedrentamiento y una forma de terror dirigido a todos y a cada una. Intentan activar el inconsciente colonial que hoy traduce en miedo e inseguridad personal y privada la falta de trabajo, de acceso a servicios públicos gratuitos, y la incertidumbre por el futuro cercano.  Las luchas por el territorio anudan diversas luchas por la no privatización de los espacios y recursos públicos y comunes. Son luchas que, además, vienen conectando el cuerpo y el territorio como cuerpo-territorio: por eso permiten leer de modo encadenado las violencias contra los cuerpos feminizados y contra los territorios que sustentan otros modos de vida, otras autonomías.

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