Anarquía Coronada

Tag archive

cuerpo

La ofensiva sensible: una lectura somática de la coyuntura // Amador Fernández-Savater

Foto: Moro Anghileri
Foto: Moro Anghileri

Sobre La ofensiva sensible, Diego Sztulwark (Caja Negra, 2019)

Según su maestro Ignacio Lewkowicz, Diego Sztulwark practica un “modo piojoso” de leer y escribir. ¿En qué consiste? Es una manera de decir lo que uno quiere decir a través de las palabras y el pensamiento de otro. Un contrabando de las intuiciones más propias bajo capa de citas académicas o eruditas convenientemente deformadas. Es el “método” con el que ha sido escrito La ofensiva sensible. El resultado es muy rico, porque regala al lector una gran cantidad de referencias potentes -la “plebe” de Lefort/Maquiavelo, la “forma de vida” de Pierre Hadot, los “saberes del cuerpo” de León Rozitchner, etc.- y a la vez hace pasar sin estridencias un pensamiento original que las retuerce productivamente en el sentido deseado.

Aún así, por alguna razón que no desvela, Diego considera que este “método” es “seguramente insatisfactorio” para dar cuenta “de la exigencia que todo acontecimiento singular impone”. A la espera de una nueva tentativa creadora en el orden del pensamiento y la escritura, vamos a reseñar este libro de un modo “piojoso” también, pero al revés. Si Diego hace pasar sus intuiciones a través de las ideas de otros, nosotros haremos pasar las ideas de Diego a través de algunas palabras e imágenes propias. Un ejercicio de parafraseo. Pero el objetivo es siempre el mismo: mantener las ideas en movimiento, traducirlas y reapropiárnoslas sin fetichismo ni veneración, algo que hemos aprendido en muy buena medida del autor.

 

Batalla somática
Agarramos un hilo posible de lectura piojosa entre otros: la cuestión del cuerpo. El neoliberalismo según Diego Sztulwark no es una cuestión solamente política, económica o ideológica, no tiene que ver exclusivamente con políticas de austeridad, planes de ajuste o fe en el libre mercado, sino también, a la vez, al lado y a través de todo ello, con la producción y reproducción cotidiana de un tipo de cuerpo.

En el corazón de la pelea por conservar o transformar el estado de cosas hay por tanto una dimensión somática fundamental, pero a la que se presta muy poca atención. Hay un límite muy severo en las políticas que no tocan los cuerpos, en las políticas que le dicen a los cuerpos: “no te muevas, no te preocupes, quédate quieto, yo me encargo de dar la pelea por ti”. ¿De qué límite se trata?

Podemos tener a la vez un gobierno anti-neoliberal o pos-neoliberal y una sociedad profundamente neoliberal, cuyos cuerpos y las relaciones que mantienen entre sí y con el mundo están organizados por dispositivos que reproducen un modo de existencia basado en calcular y extraer beneficio de cada encuentro, de cada vínculo, de cada situación, de cada gesto.

El neoliberalismo -noción que el autor considera “insatisfactoria” y sólo útil provisionalmente- no sólo “desciende” del mando político, sino que también “asciende” desde la sociedad al poder a través de los modos de vida. La victoria electoral y el gobierno de Macri -y de otros gobiernos similares- puede entenderse de ese modo como un concentrado, un reflejo, un holograma del triunfo de los modos de vida neoliberales, del cuerpo neoliberal.

 

El cuerpo flexible
A partir de la lectura del libro propongo tres imágenes para contribuir a dar visibilidad e importancia a esa dimensión somática de la transformación social: el cuerpo flexible, el cuerpo agrietado y el cuerpo vagabundo. Son cuerpos en disputa entre las fuerzas en presencia en la coyuntura actual. En medio estarían los agujeros.

El cuerpo flexible es el cuerpo neoliberal, el cuerpo que estamos presionados a darnos a nosotros mismos en tanto que empresarios de sí, gestores de un capital humano que debemos valorizar constantemente, yoes-marca. Es un cuerpo ideal e idealizado de omnipotencia (“sí se puede”), independencia (“yo puedo solo”) y disponibilidad total (“siempre puedo”). Según Diego Sztulwark, esa flexibilidad es en realidad pura docilidad a los dispositivos neoliberales de valorización del mercado. Nada que ver con una plasticidad interesante, una porosidad deseable, una apertura al lado salvaje y desconocido de la vida.

Tres apuntes sobre ese cuerpo neoliberal. En primer lugar, se reproduce a través de todo tipo de dispositivos que funcionan más allá o más acá de la esfera estatal: viajando en Uber, comunicando en Facebook, comprando en el súper, ligando en Tinder, etc. En segundo lugar, se consume más que inventarse. El neoliberalismo propone “modos de vida” ya hechos, listos para “bajarse”, si uno tiene para pagarlos, claro. Cada problema existencial tiene su solución, su receta, su app. Hay una diferencia fundamental entre “modo de vida” (que se consume) y “forma de vida” (que se crea). En tercer lugar, el neoliberalismo es un poder de homologación, de estandarización, de abstracción, nunca de singularización. La única singularización admitida es la “libre elección” de tal o cual perfil en Facebook o en Tinder, de tal o cual producto en el supermercado. Es un error fatal entregarle la palabra “singularidad” al neoliberalismo, que sólo conoce el esfuerzo por distinguirse de las mercancías idénticas.

Por último, el cuerpo flexible neoliberal -que somos cada uno de nosotros- es tan frágil como el cristal. A diferencia de muchos libros de pensamiento crítico, Diego no se regodea en describirnos cómo el neoliberalismo nos tiene atrapados y más atrapados aún cuanto más creemos rechazarlo. No cae en la fascinación del “crimen perfecto” que impregna hoy en día tantas denuncias sofisticadas. Este es un libro estratégico, escrito desde el punto de vista de las resistencias. Porque la crítica no pasa tanto por lo que se dice, como por desde donde se mira.

 

Los agujeros
Describir el neoliberalismo desde el punto de vista de las resistencias pasa por verlo enteramente agujereado. El tejido biopolítico neoliberal -que se presenta como total, pleno, acabado- está en realidad agujereado por todas partes. Tenemos el cuerpo, como dicen los compañeros de Córdoba, hecho un colador.

Una crisis de sentido es un agujero.

Una catástrofe social o ambiental es un agujero.

Una revuelta es un agujero.

Tal vez la afirmación más fuerte de este libro sea la siguiente: sólo es posible ver, pensar y transformar algo a partir de los agujeros. Los “síntomas”, en el lenguaje del autor.

Un enunciado difícil de acoger porque esos agujeros son nuestras heridas. Sólo podemos ver, pensar o transformar algo a partir de heridas íntimas y colectivas, pero eso supone mantenerlas abiertas y duele.

El cuerpo flexible neoliberal, que aspira a la omnipotencia, la independencia y la disponibilidad, es en el fondo frágil como el cristal. Con seguridad más frágil que otros formas de subjetivación dominantes en el pasado. El yo neoliberal se presenta como un conquistador, pero está siempre al borde de la depresión, a punto de venirse abajo, a un par de crisis de convertirse en un payaso como el Jóker.

¿Qué vamos a hacer con nuestro cuerpo agujereado? Esta pregunta es una encrucijada crucial en el libro. ¿Vamos a darnos desde ahí un cuerpo nuevo o vamos a dejarnos ganar por el miedo, a tratar de recobrar la normalidad, a cerrar como podamos los agujeros?

La época, y cada uno de nosotros, recorre esa cuerda floja.

 

El cuerpo agrietado
Empecemos por la segunda opción: el cuerpo agrietado(1). El cuerpo agrietado es un cuerpo agujereado pero que se ha quedado sin recursos -fuerzas propias, redes, alianzas- para darse un cuerpo nuevo, para efectuar transformaciones. Puede ser un cuerpo individual o colectivo, un sujeto o una sociedad, no hay diferencia.

Este cuerpo ya no es el cuerpo flexible neoliberal -triunfador, energético, optimista-, pero no inventa tampoco forma de vida. Está paralizado, muerto de miedo.

Es un cuerpo (que se percibe) de cristal, a punto de estallar en mil pedazos al más mínimo contacto. Huye como de la peste de cualquier encuentro que le ponga a prueba, de cualquier encuentro con algo que no entiende ni domina. Sólo quiere repetir las escenas conocidas, donde sabe desenvolverse, donde sus grietas no se ven desde el exterior.

Se defiende de los agujeros al menos de tres maneras:

-recurriendo a todo tipo de prótesis. La prótesis es la manera de aparentar normalidad cuando ya no existe, cuando todo vacila o se derrumba. Es un dispositivo de orden en el desorden, de equilibrio en el desequilibrio, de control en el caos. Diego enumera: “Tinelli, porno, timba, series, evangelismo, fútbol”. Podríamos añadir: terapias, pastillas, mindfulness… En realidad cualquier cosa puede ser una prótesis, también la militancia política, porque no la configura como tal su consistencia objetiva, sino agarrarnos a ella como un estabilizador, un reparador de sentido, una máscara sin juego.

-la retirada o la ausencia, todas las formas de “desaparición de sí” que describe el libro del mismo nombre de David Le Breton, es decir, todos los modos de desaparecer del mundo y desertar de los afectos, todas las formas de anestesia e insensibilización. Es el Jóker cuando después de sufrir varios tropiezos un día cualquiera, llega por fin a casa, saca cuidadosamente todos los productos del congelador y se mete dentro.

-la victimización, la búsqueda de un culpable de lo que me pasa, la idea de que puedo cerrar el agujero de la crisis localizando y neutralizando a un enemigo, a un chivo expiatorio cuyo sacrificio nos devolverá a la normalidad: mujeres demasiado empoderadas, migrantes, jóvenes de las periferias, etc. Hay que pensar por ahí la capacidad inédita de la derecha actual para provocar daño con sus políticas de depredación y a la vez canalizar el malestar -incluso la protesta- contra ese daño.

El cuerpo agrietado gira hoy a derecha por todas partes, pero no se trata de interpelarlo desde la izquierda, de prometer desde la izquierda una protección real que la derecha sólo fingiría dar, como piensa el populismo de izquierda, sino de salir de él, de salir de nuestra condición victimizada y espectadora, siempre a la espera de algo o alguien que -sin tocar nuestro cuerpo, mediante la delegación y la representación- nos salve de los peligros que nos acechan.

 

El cuerpo vagabundo
La activista brasileña Alana Moraes llama la atención (2) sobre lo siguiente: Bolsonaro ganó las elecciones de 2018 con un campaña dirigida contra los vagabundos. Los vagabundos son en primer lugar los sin techo, sobre los que sectores de la policía quieren tener derecho de disparar impunemente, pero no sólo. Vagabundos son también los indígenas, los negros, las mujeres que se mueven de su lugar, los profesores que enseñan “lo que no deben”… Es decir, cualquiera que no encaje o cuestione la norma de productividad total.

Es vagabundo todo lo que se cuela, todo lo que se escapa, todo lo que se escurre por los agujeros. Todas las formas de vida heterogéneas en algún punto a la norma de productividad total. Todos los otros modos de relacionarse consigo mismo (no como empresario de sí), con los demás (no como obstáculos o competidores) y con el mundo (no como territorio de depredación). Lo vagabundo no evita los agujeros, sino que los atraviesa y pasa, seguramente no a otra dimensión, pero sí a otro plano de percepción.

El vagabundo deserta. El desertor fue la figura subversiva por excelencia de la sociedad disciplinaria: lo que se fugaba del molde principal de todas las disciplinas, el ejército. Lo que se escapaba de la “movilización total” de la sociedad por la guerra. Fueron desertores los judíos, los homosexuales, los gitanos… Pero cuando el capital asume su forma neoliberal, la vida es de nuevo movilizada. Ahora por la guerra económica. Cada aspecto y cada momento de la existencia es susceptible de generar valor, ese es el capitalismo depredador contemporáneo. Lo vagabundo que Bolsonaro quiere eliminar es lo que deserta de la productividad total, de la guerra y el fascismo posmoderno.

Podemos aprender mucho de esos cuerpos vagabundos si nos ponemos a la escucha: es una invitación apremiante de este libro. Aprender y contagiarnos de esas “subjetividades de la crisis” o “subjetividades plebeyas” que saben hacer sin garantías, hacer con poco, habitar la incertidumbre. El fascismo neoliberal -el fascismo como prótesis del cuerpo agrietado- no quiere eliminar los cuerpos vagabundos porque sí, porque sean débiles, como a veces se dice de las mujeres, de los migrantes o de los pobres. Todo lo contrario: los quiere eliminar porque son fuertes en su vulnerabilidad asumida, porque pelean e inventan formas de vida en medio de arenas movedizas.

Jack Kerouac, que vagabundeó mucho él mismo, tiene páginas hermosas sobre los vagabundos norteamericanos: sin idealizarlos, nunca los mira simplemente como figuras desgraciadas de la carencia y falta. Hay un “orgullo” del vagabundo, dice Kerouac, hay un deseo y una pulsión por el vagabundeo. Es el orgullo de una forma de vida soberana, en el sentido de que no recibe su valor de otra parte, sino que crea valor desde sí misma y sobre la marcha, on the road.

Ese es el orgullo que los pone en el punto de vista de los fascismos que emergen hoy. Precisamente quien no se deja sacrificar, quien no quiere sacrificar su vida en el altar de la patria-empresa, se vuelve sacrificable por otros. Es el “parásito”, el “enemigo”, cuya eliminación traerá supuestamente de nuevo la prosperidad y la normalidad.

Vagabundo es una falla en la identificación completa entre vida y capital que pretende el neoliberalismo. Es cualquiera de nosotros cuando elabora una crisis de sentido en términos de una transformación de las formas de vida.

 

Resensibilizar el cuerpo agrietado
Una esperanza para nuestro cuerpo agrietado: los movimientos.

Es muy pobre entender los movimientos simplemente desde la sociología política, como “movimientos sociales” o incluso como “contrapoderes”. Si el corazón de la disputa política es nuestro cuerpo, ¿qué efectos tienen sobre ellos los movimientos? Efectos de resensibilización nos dice este libro, en la estela de Franco Berardi (Bifo) o de Rita Segato. ¿Qué quiere decir esto?

Un movimiento es lo que nos permite sanar nuestro cuerpo agrietado sin recurrir a prótesis estabilizadoras, sin anestesiarnos o borrarnos del mapa, sin entregarnos a la rabia reactiva que busca culpables de nuestro malestar. Sanar aquí es justamente lo contrario de reparar, de negar y parchear los agujeros. Es ganar en plasticidad. Es saber hacer con el no saber. Es hacer de la crisis una palanca para la transformación íntima y social.

Allí donde hay miedo, resentimiento o rabia reactiva, un movimiento puede injertar en el cuerpo individual y colectivo un gusto, un deseo, una apertura y una disponibilidad al encuentro, al movimiento, al pensamiento, a la creación. Allí donde el otro se nos presenta como aquello que amenaza nuestro cuerpo frágil y agrietado, un movimiento puede traer empatía, solidaridad, confianza en que la única salvación posible pasa justamente por el contacto, por entrar en contacto.

Leo este libro desde Europa que ahora mismo me aparece como un gran cuerpo agrietado. Que rechaza por ejemplo a los migrantes que podrían ser -y de hecho son ya, a muchos niveles- un factor de rejuvenecimiento, de enriquecimiento y de revitalización del cuerpo agrietado.

A izquierda y derecha, todos los discursos políticos interpelan al cuerpo-víctima, al cuerpo sufriente, al cuerpo agrietado que pide protección y seguridad. Con diferentes significados, todos los discursos políticos ofrecen prótesis y señalan a algún chivo expiatorio culpable de nuestros agujeros (los migrantes, la élite política, los dos). La derecha es muy eficaz en este discurso, cierta izquierda babea de envidia y coquetea incluso con el racismo y la xenofobia para parecerse a ella.

Los movimientos abren otros caminos, por fuera de esas alternativas infernales. Afirman y despliegan potencias que no son sólo de protección vertical y de tutela, sino de bifurcación cultural, existencial. No simplemente contener con parches la crisis civilizatoria, sino hacer palanca en ella para girarla hacia una mutación civilizatoria. No sólo volver a la normalidad, sino crear nuevas formas de vida. No sólo tapar los agujeros sino mirar, pensar y crear a partir de ellos. Ensanchar las grietas.

En estos movimientos encontramos alianzas entre cuerpos agrietados -que se desagrietan por el camino, pasando de víctimas a afectados- y cuerpos vagabundos a la búsqueda de otras formas de vida. Es mi percepción de los chalecos amarillos franceses por ejemplo. Pero no esperemos ninguna pureza o coherencia en estos movimientos, porque la materia con la que trabajan es el malestar y la energía que elaboran sale de sus heridas, no de la ideología, la conciencia, un programa o un modelo alternativo de de sociedad. ¿Cuanta impureza podemos sostener?

Son movimientos vagabundos ellos mismos porque no saben adónde van, adónde vamos, a diferencia seguramente de otros tiempos cuando existía, fuese contestado o no, una alternativa social como la ofrecida por la URSS. Politizaciones impuras en los que se trata principalmente de estar, implicado, en contacto, a la escucha, aprendiendo, transformándose. Y a cuya lenta construcción de otro vocabulario, de otras formas de acción y de otras imágenes de cambio quiere contribuir este pequeño gran libro de Diego Sztulwark.

Intervención en la presentación de La ofensiva sensible en la librería La casa del árbol de Buenos Aires el jueves 5 de diciembre junto con Diego Genoud, Lila Feldman y Diego Sztulwark.

 

(1) Sobre esta figura del cuerpo agrietado, puede leerse algo más en Introducción a la guerra civil de Tiqqun.

(2) Por ejemplo aquí: http://www.ihu.unisinos.br/159-noticias/entrevistas/583308-a-polarizacao-politica-as-paixoes-da-sociedade-e-a-disputa-pelos-rumos-do-neoliberalismo-entrevista-especial-com-alana-moraes

Una pregunta // Giorgio Agamben

La plaga marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción… Nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes consideraba bueno, porque creía que tal vez podría morir antes de llegar a él.
Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 53.

Me gustaría compartir con los que quieran una pregunta en la que no he dejado de pensar desde hace más de un mes. ¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta? Las palabras que utilicé para formular esta pregunta fueron consideradas cuidadosamente una por una. La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado.

1) El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino -algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy- que sus cuerpos fueran quemados sin un funeral?

2) Entonces aceptamos sin demasiados problemas, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, limitar nuestra libertad de movimiento a un grado que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra estaba limitado a ciertas horas). Por lo tanto, aceptamos, sólo en nombre de un riesgo que no podía ser especificado, suspender nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.

3) Esto podría suceder -y aquí tocamos la raíz del fenómeno- porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual a la vez, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por el otro. Ivan Illich mostró, y David Cayley lo recordó recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por sentada y que es en cambio la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de vida vegetativa pura.

Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay salida.

Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el “distanciamiento social”, como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.

No puedo en este punto, ya que he acusado a las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad humana. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro?

Sé que invariablemente habrá alguien que responda que el grave sacrificio se hizo en nombre de los principios morales. Me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, para obedecer lo que creía que eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella.

13 de abril de 2020

Método revolucionario de la composición de los cuerpos (Lectura estratégica de Filosofía y emancipación. Simón Rodríguez: el triunfo de un fracaso ejemplar, de León Rozitchner) // Silvio Lang

I

 “No queremos que el Estado legisle sobre nuestros deseos”, dijo la activista travesti feminista Lohana Berkins. Desear es volver a nacer. El deseo es un apetito de lo vivo, las ganas que me mantienen vivo. Desear es querer seguir vivo y elaborar las estrategias para no morir o para que no me maten. El deseo es una bifurcación del primer nacimiento del cuerpo de la madre. “Deseoso aquél que huye de la madre”, escribió el poeta José Lezama Lima. Cada deseo es una fuga. Y quien realiza una fuga planea una política del deseo. Por eso al Estado y al Capital les interesa, especialmente, cada vez más, lo que podemos desear. Nacer de nuevo con cada desvió del deseo es enfrentarse y hacer alianzas. Venir a dar con uno pero multiplicado. Presentir y enfrentar la situación de que estoy hecho de mil pedazos de vidas ajenas. Que un montón de fragmentos de gestos, ideas, afectos, intensidades y moléculas transmigradas me componen y descomponen esa estafa del Yo unificado, homogéneo y privado al sentir lo múltiple. Nacer de nuevo es sentir y vivir al ritmo de la multiplicidad histórica y  presente que me constituye. El llanto chillón del primer nacimiento desde el cuerpo materno cuando nos arroja al mundo se transforma con este segundo nacimiento en pánico por devenir una multiplicidad social. Segundo nacimiento, es el concepto que León Rozitchner presiente para una conversión revolucionaria. El segundo nacimiento es la condición para cualquier “nuevo nacimiento colectivo”. Si no me animo a sentir lo ajeno que hay en lo propio no hay deseo revolucionario que se active. La revolución son las ganas de amar. Es decir, organizar la co-producción de la materialidad sensible del mundo con otros. La revolución y el amor son una puesta en común de los fragmentos de nuestra materialidad sensible co-produciendo humanidad. Lo saben los amantes que con cada encuentro furtivo les vienen unas ganas locas de transformar cualquier cosa en la forma del amor que lxs rebalsa. En cada encuentro tumultuoso de las carnes del amor renacen las ganas de transformarse transformando la forma humana, la carne no cristiana del mundo. Te amo, es decir: quiero devenir materialmente con vos y con los otros que pueden componer nuestra ecología del amor. Hay revoluciones porque hay devenires de amor.

El amor para León Rozitchner no es el amor a una trascendencia, al hijo de Dios. Es más bien un amor material, sensible, concreto. Amar es organizarse con las relaciones de las carnes del mundo. La carne es el quinto elemento que la cosmología se olvidó. Aire, tierra, agua, fuego, y carne. El encuentro o la relación material del amor afecta la carne de los cuerpos y los transforma. Hay un amor materialista, un marxismo sensualista de la carne, o bien, como el chiste de León sobre su propia filosofía, en una de las conversaciones con  Diego Sztulwark: “un materialismo maricón”. León lo dice desde su heterosexualidad, es un hétero-sensible. Quiere invertir la difamación que le prodigan los machirulos del pensamiento heterosexual cada vez que pretenden desactivar y normalizar su filosofía. Sin embargo, no es en vano esta irrupción chistosa de “lo marica” en el inconsciente hablado de León. La marica es históricamente una figura de lucha de la resistencia de las disidencias sexuales en todo el mundo. Es un insulto odioso que se vuelve una performance subjetiva de defensa y de contra-ofensiva para el movimiento disidente. En la imaginación de la historia político sexual las maricas y las tortas son las primeras feministas anticapitalistas. La maricas del Frente de Liberación Homosexual, escriben, de la mano de Néstor Perlongher, el panfleto subversivo “Sexo y revolución”, en pleno gobierno de Perón, con la Triple AAA ya asesinando. El panfleto del Frente de Liberación Homosexual inscribe, por primera vez, en Argentina, un lazo político conceptual, corporal, marxista y feminista explícito entre revolución social y vida sexual. El FLH denuncia y analiza cómo el Capital explota y se reproduce a partir de la heterosexualidad obligatoria modalizando el desdeo y el goce de los cuerpos. Desde entonces, desde las maricas feministas de los 70 y con la broma del filósofo materialista, “mariconear” es hacerse cargo de las relaciones materiales que organizan el entre de los cuerpos. “Amor marxista” o “Materialismo maricón” es la presencia de los otros en cada acción y relación entre los cuerpos que produce forma humana. Rozitchner con Marx, pero también con el mariconeo estratégico de los cuerpos insumisos.   

 II

 “Tengo un cementerio travesti en la mente”, dice la activista trans Marlene Wayar, invocando las muertes de todas las compañeras asesinadas por la policía, el machismo y el abandono del Estado. Los fragmentos de los cuerpos de los otros que me hacen me informan y me dan la forma de la historia mundial del deseo sometido. El mundo sufre en cada cuerpo cada vez que nuestras ganas de vivir es impedida, amenazada y agotada. Reconocer el sufrimiento de los otros cuerpos como propio es, también, asumir el fracaso de los recursos que tenía para cuidarme. Si soy múltiple y estoy en peligro de muerte los otros cuerpos también lo están y sufren por ello. Hay una Internacional del sufrimiento de los cuerpos y las mentes. Los otros no son nuestro infierno: los otros son la punta de lanza para encarar alianzas y fugarme del infierno del orden del Capital. Reconocer que otro sufre es auto-percibirme una multiplicidad sufriente y sintiente. Me incorporo al sufrimiento de los otros porque los otros ya están ahí, en mi, haciéndome el cuerpo de manera inconsciente. El descubrimiento del Inconsciente freudiano no ha sido otra cosa que la herramienta revolucionaria para armar y desarmar la multiplicidad andante que somos.      

El horror a sentir el sufrimiento del otro que ya está resonando en nosotros expulsa, a la vez, de nuestro inconsciente la posibilidad de sentir el propio sufrimiento de la amenaza de muerte. Esa muerte desterrada en nosotros la lanzamos a cualquier otro hasta destruirlo, torturarlo, ignorarlo y gozarlo. El racismo, el linchamiento social son una resolución ética asesina con la propia muerte y el cuerpo como propiedad privada de  otros cuerpos. Educarse en la muerte y en las ganas de amar son los principios de una pedagogía de la liberación que ensaya León Rozitchner para la revolución de los cuerpos y la creación de otra humanidad.

Cada cuerpo es el lugar donde se contraponen, se mezclan, se diferencian los movimientos y las afecciones de muchos otros cuerpos. Cada cuerpo es un “campo de fuerzas” afectivas, dinámicas, intelectuales, reglamentarias en constante tensión y expansión. Cada cuerpo es un caldo de cultivo social. En tu cuerpo los otros ya están en modo activado. Desconocer esas fuerzas que nos atraviesan y nos hacen es el modo paranoico de matar lo que vive pese a unx. Nos movemos entre cuerpos, somos hechos de cuerpos. Cada cuerpo es una multiplicidad de cuerpos. ¿Cómo sería un teoría social y una politicidad que piense experimentando este real múltiple? Requiere un saber indeterminado porque se trata de pensar los movimientos que componen los cuerpos. Requiere un saber sintiente de la materia afectiva que nos forma. Enseñar la vida de los afectos como condiciones de producción de existencia. Organizar formaciones extrañas de otros cuerpos. La forma sensible, la materia afectiva es el modo de existir, el modo de aparecer en el mundo. Una revolución erosiona las formas materiales de existencia. Toda educación social revolucionaria es una educación afectiva. Las ideas sociales se traman como afectos sociales. “El saber es aquello que se desarrolla desde lo que se vive cada día haciendo”, escribe León.

Hay un saber fundamental que se ignora: que vivo compuesto de otros. Que mi condición de auto-producción es la fábrica social de humanidad. La “enseñanza universal” del Simón Rodríguez de León Rozitchner no es la “igualdad de las inteligencias” del Joseph Jacotot de Jacques Rancière sino la composición de los cuerpos. Saber es actualizar esa presencia incesante de la carne del mundo en cada uno de mis tejidos. Cómo actúan los otros en mí. Ninguna erudición importa sino una investigación de las afecciones del mundo que trastocan mi manera de percibir, de sentir, de conocer, de ponerme en relación. Saber es desenterrar la tumba que le hice a los otros en mí. Saber es hacer pasar afectos mediante las sensaciones que la carne del mundo mueve en mí. La ignorancia es desconocer y no poder organizar las sensaciones que vivo en mi devenir social. El Simón Rodríguez de León moviliza una “enseñanza universal” en situación: “Un sistema de construcción revolucionaria, en momentos de revolución” para crear una nueva humanidad.

III

“No queremos ser más esta humanidad”, dice la activista y artista travesti Susy Shock.  El mundo humano se divide en dos formas: de un lado los cuerpos expropiados y  expulsados de la tierra; del otro, los cuerpos expropiadores y apropiadores de la tierra. Los primeros han sabido resistir el sufrimiento propio y ajeno; los segundos, desconocen tal saber corporal, porque la negación es la condición para seguir haciendo sufrir y expropiando la energía de otros. Lo que pueden hacer unos y otros con esta situación partida será el “índice de verdad” de la democracia. La democracia está en guerra por sus dos formas de humanidad aunque se viva en aparente paz. La enseñanza revolucionaria reconoce esta guerra de fondo y la paz como tregua para organizar otra forma humana. En la paz se prepara la contra-ofensiva. Pero para ello es necesario investigar: ¿cómo se produce el sufrimiento social? ¿cómo se explotan y se niegan los cuerpos del presente? ¿qué posibilidades hay de liberación y recomposición de los cuerpos ahora? Son las preguntas que articulan esta enseñanza de resistencia. La práctica y la teoría de tal enseñanza se funda en la experiencia del hartazgo de los cuerpos expropiados y expulsados. Aprenderla requiere una crítica de sí mismo: pasar de la ignorancia del sufrimiento propio y ajeno al saber sintiente de los otros resonando en uno/a. Aprender es ensayar, arriesgar un nuevo cuerpo en el escenario social; actuar una nueva relación con nuestra sensibilidad, nuestra percepción y nuestros modos de relacionarnos y de enunciar. Se aprende un saber material de lo que está en juego y, también, de lo que fracasa en una situación. Entender es descubrir las diferencias de lo vivido; conceptualizar es conectar esas diferencias experimentadas. La teoría es lo que hace que una experiencia se intensifique hasta crear una nueva forma humana, hecha de espacios, tiempos, vínculos, imágenes, palabras, movimientos, gestos que no existen. La pedagogía de la enseñanza revolucionara es una crítica práctica al ordenamiento del mundo y una morfogénesis -la creación de formas sensibles- de la humanidad que viene.      

Crear humanidad es crear formas sensibles de un nuevo tipo de corporalidad que aún no existe. Esa corporalidad se practica. Se trata de inventar procedimientos que incorporen el propio cuerpo en otros cuerpos; plegarse en y desplegarse desde otros cuerpos. Generar los espacios y los tiempos donde esta crítica inventiva del cuerpo suceda. Abrir zonas de agite de los cuerpos.  Ensayar otras formas de relación con la afectividad, con la lengua, con la sensibilidad, con las maneras de percibir y de conocer. Crear una afuera desde esta cárcel interior de conexiones totalizantes del Yo. Producir insolvencias semióticas; avivar insurgencias afectivas; politizar lo que nos pasa; intensificar nuestros deseos estratégicos; desencadenar actos y gestos no-conformados; investigar nuestras mutaciones sensibles; materializar nuestras contra-coherencias afectivas. Se trata, pues, de inventar pragmáticas y protocolos de experimentación sensible para gozar en la vida común que viene. Componerse con lo heterogéneo, con lo indócil, con lo aberrante al régimen de sentido heterosexual del Capital. Como vociferó Antonin Artaud experimentar un “atletismo afectivo”. ¿Cómo se forman hoy las subjetividades de las milicias que van a revolucionar desde sus formas de vida el imperio del Capital teconológico y financiero? ¿Cuáles son las subjetividades militantes, artísticas, médicas, científicas, pedagógicas, activistas que se están haciendo cargo de los vinculos y crean prácticas de sensibilización? ¿En en qué espacios y colectivos se están creando prácticas de liberación? Son las problemáticas que interesan al método revolucionario de la composición de los cuerpos para otra humanidad. En medio de la captura generalizada de nuestra fuerza de actuar, que realiza el capitalismo absoluto necesitamos aprender a devenir máquinas de guerra sensibles. Comunidades afectivas que encuentren salidas a la explotación de la potencia de actuar y las ganas de vivir que  realiza el capitalismo.

 

IV

“El tiempo de la revolución es ahora, porque a la cárcel no volvemos nunca más”, dijo Lohana Berkins. La revolución es ese “segundo nacimiento” que nos acontece cuando descubrimos a los otros en nosotros y creamos poder colectivo. Estar en revolución es recrear “los poderes originarios de los cuerpos” en el cuerpo propio. Devengo un sentimiento revolucionario, es decir, asumo la resonancia de los otros en mí. La revolución requiere el tránsito de esa naturaleza material pre-individual  -aquello que nos excede, los otros en uno- como posibilidad y condición de producción de existencia. Es reconociendo el sentimiento colectivo del sufrimiento histórico de los cuerpos que nos hace crear formas humanas nuevas necesarias para vivir. Es porque nuestros cuerpos no dan más,  porque estamos hartas del mundo absoluto que nos fija y despotencia, es porque no queremos que nos verduguen más. Es “porque a la cárcel no volvemos nunca más” que un proceso revolucionario se inicia como pasión desencadenada. Cuando nos encontramos con un mundo que requiere ser transformado para vivirlo es que hay revolución. La revolución es una disidencia existencial. Cuando nuestros cuerpos son des-compuestos y re-compuestos un método revolucionario trabaja en nosotrxs.  ¿Cómo participo de los procesos materiales de los cuerpos que me implican, que me apasionan? ¿Cómo me incorporo y rehago mi cuerpo desde el cuerpo del amante que me afecta, del compañero de piquete, de las travestis que matron, de los cuerpos anónimos que vibran en mí? ¿Qué ideas crecen de esa asociación corporal que es un cuerpo social en proceso?  La revolución es un ahora porque es el proceso irreversible de nuestros cuerpos amándose, organizándose en un tiempo-espacio divergente, en una crono-topia diferencial. La revolución no es la “toma del poder”, sino la conciencia práctica del poder colectivo de los cuerpos y su método de composición. Los afectos como las ideas son relaciones que forman humanidad. Una revolución social es el espacio que se abre para investigar la recomposición de las relaciones entre los cuerpos.  La “resonancia sensible”, como llama León a este dinamismo de los cuerpos es un saber del pueblo que se piensa así mismo desde la propia experiencia. Los cuerpos en su relación afectiva con lo que les pasa y cómo se relacionan entre sí y con el entorno fundan otra coherencia, otra legalidad, otra economía. El método revolucionario de la composición de los cuerpos enseña que la realidad se co-produce. La “libertad personal” es una trampa. No hay desarrollo personal que no implique el aprovechamiento de los cuerpos ajenos para el beneficio propio. Extrapropiar los cuerpos de otros es la base para luego expropiar la tierra, la naturaleza trabajada, las cosas, las ideas… El “derecho de propiedad” es una usurpación de cualquier realidad co-producida. Dice León:

“La usurpación es el secreto escondido y recóndito que forma sistema  con la exclusión y usurpación del otro en uno mismo, la del propio cuerpo que se siente en su propia existencia más intima también separado y solo: el propio ser se funda en haber usurpado, sin reconocer, al otro.”

Sentir la co-producción de la materialidad histórica del mundo que habitamos es aprender un cuerpo resonante donde “la propia corporeidad esta trabajada por las cualidades y las facultades de otros cuerpos”. ¿De qué manera estoy entrelazado en otros? ¿Cómo mis cualidades y facultadas son el concierto de las capacidades que posibilitan otros? Son las preguntas del método revolucionario. El conocimiento revolucionario empieza por una verdad palpable: me singularizo en plural. Negarse a este fundamento de lo humano es una ignorancia asesina.     

V

“Las travestis no estamos en la agenda emocional del país”, dice Susy Shock. El método revolucionario va contra esa ignorancia que asesina los cuerpos de los otros en uno. La incapacidad de empatía es nuestro enemigo: la sensibilidad es un arma. Se trata de diseñar en cada espacio de trabajo una pragmática de los afectos. Invertir en prácticas que se hacen cargo de los vínculos. Poner en discusión los modos en que se diagraman las relaciones sociales de explotación o no, de conquista o no, en cada proyecto, en cada espacio de militancia, de investigación, de creación que abordamos. Desactivar la explotación de los cuerpos en todos los planos de la vida. Leer, hablar, escribir, crear, pensar, investigar, amar, orgnizarse haciendo, siempre, resonar los propios límites, los propios bordes del cuerpo. “La pedagogía es un arma en la medida en que inscribe en los cuerpos un saber del propio origen histórico que se prolonga en ellos”, escribe León. El “materialismo ensoñado” que León logrará articular al final de su vida es la activación de la memoria de la carne como punto de partida para hacer mundo, ideas, combates. No vamos a decir ni proclamar nada que no podamos soportar con nuestros cuerpos. El conjunto de sensaciones o el sentimiento resonante del propio cuerpo es la hipótesis de cualquier pensamiento, de cualquier arenga, manifiesto y protocolo de experimentación. Decir “cuerpo propio” es un autoengaño semántico: sólo hay cuerpo social. El método revolucionario no provee datos ni saberes, más bien restituye un poder que fue sutraído por la verosimulitud capitalista: la composición colectiva de nuestros cuerpos. Como lo pensó Gilbert Simondon, contemporáneo a León, durante su estadia en Paris: la individualización es la resolución de una problemática del encuentro de dos o más heterogeneidades materiales o cuerpos. Es por eso que estamos desfasados, desde el vamos, en relación con nosotros mismos. Este desfasaje primero es lo que nos permite producir una sensibilidad común, fuera de lugar del Yo indiviso. Estar descentradxs es la condición necesaria para desplegar la capacidad de incorporarse a cualquier lugar, de recomponer el sentido del mundo y la capacidad de hacerse un cuerpo nuevo.  Participando de otra materia; incorporarse a un medio o un proceso otro es componer lo común, es decir, lo que nos afecta a todos. Plegarse y desplegarse en el otro como un medio material; los otros cuerpos como espacio material. Materializaciones y modalizaciones entre los cuerpos trazan subjetividades colectivas. Subjetividades que asumen las formas de implicación y participación en los procesos de afección de los cuerpos. La sensación es el punto en que el cuerpo traza nuevas relaciones con lo que lo afecta. La producción de un cuerpo intensivo o un cuerpo afectivo de la sensación es la fábrica de la potencia social que es necesario disputar.

El método revolucionario de la composición de los cuerpos más que una pedagogía coreográfica es una técnica lisérgica del cuerpo excesivo, los espacios descentralizados; las alianzas múltiples; las temporalidades co-existentes. Una agenda emocional trans-versal.  

*Publicado en la revista Apuntes del pensamiento Latinoamericano Nº 5, “León Rozitchner: un marxismo con cuerpo propio”    Cristián Sucksdorf (editor), Instituto de Estudios Sociales de América Latina y el Caribe, Facultad de Sociales de la Universidad de Buenos Aires, septiembre 2018. 

El cuerpo utópico // Michel Foucault

Apenas abro los ojos, ya no puedo escapar a ese lugar que Proust, dulcemente, ansiosamente, viene a ocupar una vez más en cada despertar1. No es que me clave en el lugar –porque después de todo puedo no sólo moverme y removerme, sino que puedo moverlo a él, removerlo, cambiarlo de lugar–, sino que hay un problema: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para irme yo a otra parte. Puedo ir hasta el fin del mundo, puedo esconderme, de mañana, bajo mis mantas, hacerme tan pequeño como pueda, puedo dejarme fundir al sol sobre la playa, pero siempre estará allí donde yo estoy. El está aquí, irreparablemente, nunca en otra parte. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo.

Mi cuerpo, topía despiadada. ¿Y si, por fortuna, yo viviera con él en una suerte de familiaridad gastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente he dejado de ver y que la vida pasó a segundo plano, como esas chimeneas, esos techos que se amontonan cada tarde ante mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma herida; bajo mis ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo: cara delgada, hombros arqueados, mirada miope, ausencia de pelo, nada lindo, en verdad. Y es en esta fea cáscara de mi cabeza, en esta jaula que no me gusta, en la que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esta celosía tendré que hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel tendré que reventar. Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado. Después de todo, creo que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, la belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todos los lugares, pero es un lugar donde tendré un cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, colosal en su potencia, infinito en su duración, desligado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y es bien posible que la utopía primera, aquella que es la más inextirpable en el corazón de los hombres, sea precisamente la utopía de un cuerpo incorpóreo. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios, de los magos, y bien, es el país donde los cuerpos se transportan tan rápido como la luz, es el país donde las heridas se curan con un bálsamo maravilloso en el tiempo de un rayo, es el país donde uno puede caer de una montaña y levantarse vivo, es el país donde se es visible cuando se quiere, invisible cuando se lo desea. Si hay un país mágico es realmente para que en él yo sea un príncipe encantado y todos los lindos lechuguinos se vuelvan peludos y feos como osos.

Pero hay también una utopía que está hecha para borrar los cuerpos. Esa utopía es el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos dejó la civilización egipcia. Después de todo, las momias, ¿qué son? Es la utopía del cuerpo negado y transfigurado. La momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. También existieron las máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre las caras de los reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares, terror de los ejércitos. Existieron las pinturas y las esculturas de las tumbas; los yacientes, que desde la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que ya no tendrá fin. Existen ahora, en nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por la piedra, figuras regulares y blancas sobre el gran cuadro negro de los cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos, hete aquí que mi cuerpo se vuelve sólido como una cosa, eterno como un dios.

Pero tal vez la más obstinada, la más poderosa de esas utopías por las cuales borramos la triste topología del cuerpo nos la suministra el gran mito del alma, desde el fondo de la historia occidental. El alma funciona en mi cuerpo de una manera muy maravillosa. En él se aloja, por supuesto, pero bien que sabe escaparse de él: se escapa para ver las cosas, a través de las ventanas de mis ojos, se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca; y si mi cuerpo barroso –en todo caso no muy limpio– viene a ensuciarla, seguro que habrá una virtud, seguro que habrá un poder, seguro que habrá mil gestos sagrados que la restablecerán en su pureza primigenia. Mi alma durará largo tiempo, y más que largo tiempo, cuando mi viejo cuerpo vaya a pudrirse. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco; es mi cuerpo liso, castrado, redondeado como una burbuja de jabón.

Y hete aquí que mi cuerpo, por la virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas se apropiaron por la fuerza de él, lo hicieron desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre su pesadez, sobre su fealdad, y me lo restituyeron resplandeciente y perpetuo.

Pero mi cuerpo, a decir verdad, no se deja someter con tanta facilidad. Después de todo, él mismo tiene sus recursos propios de lo fantástico; también él posee lugares sin lugar y lugares más profundos, más obstinados todavía que el alma, que la tumba, que el encanto de los magos. Tiene sus bodegas y sus desvanes, tiene sus estadías oscuras, sus playas luminosas. Mi cabeza, por ejemplo, mi cabeza: qué extraña caverna abierta sobre el mundo exterior por dos ventanas, dos aberturas, bien seguro estoy de eso, puesto que las veo en el espejo; y además, puedo cerrar una u otra por separado. Y sin embargo no hay más que una sola de esas aberturas, porque delante de mí no veo más que un solo paisaje, continuo, sin tabiques ni cortes. Y en esa cabeza, ¿cómo ocurren las cosas? Y bien, las cosas vienen a alojarse en ella. Entran allí –y de eso estoy muy seguro, de que las cosas entran en mi cabeza cuando miro, porque el sol, cuando es demasiado fuerte y me deslumbra, va a desgarrar hasta el fondo de mi cerebro–, y sin embargo esas cosas que entran en mi cabeza siguen estando realmente en el exterior, puesto que las veo delante de mí y, para alcanzarlas, a mi vez debo avanzar.

Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado: cuerpo utópico. Cuerpo absolutamente visible, en un sentido: muy bien sé lo que es ser mirado por algún otro de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo; sin embargo, ese mismo cuerpo que es tan visible, es retirado, es captado por una suerte de invisibilidad de la que jamás puedo separarlo. Ese cráneo, ese detrás de mi cráneo que puedo tantear, allí, con mis dedos, pero jamás ver; esa espalda, que siento apoyada contra el empuje del colchón sobre el diván, cuando estoy acostado, pero que sólo sorprenderé mediante la astucia de un espejo; y qué es ese hombro, cuyos movimientos y posiciones conozco con precisión pero que jamás podré ver sin retorcerme espantosamente. El cuerpo, fantasma que no aparece sino en el espejismo de los espejos y, todavía, de una manera fragmentaria. ¿Acaso realmente necesito a los genios y a las hadas, y a la muerte y al alma, para ser a la vez indisociablemente visible e invisible? Y además ese cuerpo es ligero, es transparente, es imponderable; nada es menos cosa que él: corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Sí. Pero hasta el día en que siento dolor, en que se profundiza la caverna de mi vientre, en que se bloquean, en que se atascan, en que se llenan de estopa mi pecho y mi garganta. Hasta el día en que se estrella en el fondo de mi boca el dolor de muelas. Entonces, entonces ahí dejo de ser ligero, imponderable, etc.; me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y arruinada.

No, realmente, no se necesita sortilegio ni magia, no se necesita un alma ni una muerte para que sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que sea utopía basta que sea un cuerpo. Todas esas utopías por las cuales esquivaba mi cuerpo, simplemente tenían su modelo y su punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi propio cuerpo. Estaba muy equivocado hace un rato al decir que las utopías estaban vueltas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: ellas nacieron del propio cuerpo y tal vez luego se volvieron contra él.

En todo caso, una cosa es segura, y es que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se contaron a ellos mismos, ¿no es el sueño de cuerpos inmensos, desmesurados, que devorarían el espacio y dominarían el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes, que se encuentra en el corazón de tantas leyendas, en Europa, en Africa, en Oceanía, en Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo alimentó la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.

También el cuerpo es un gran actor utópico, cuando se trata de las máscaras, del maquillaje y del tatuaje. Enmascararse, maquillarse, tatuarse, no es exactamente, como uno podría imaginárselo, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más bello, mejor decorado, más fácilmente reconocible; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda algo muy distinto, es hacer entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el signo tatuado, el afeite depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje: todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que llama sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, el poder sordo de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite colocan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo, hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio imaginario que va a comunicar con el universo de las divinidades o con el universo del otro. Uno será poseído por los dioses o por la persona que uno acaba de seducir. En todo caso la máscara, el tatuaje, el afeite son operaciones por las cuales el cuerpo es arrancado a su espacio propio y proyectado a otro espacio.

Escuchen, por ejemplo, este cuento japonés y la manera en que un tatuador hace pasar a un universo que no es el nuestro el cuerpo de la joven que él desea:

“El sol disparaba sus rayos sobre el río e incendiaba el cuarto de las siete esteras. Sus rayos reflejados sobre la superficie del agua formaban un dibujo de olas doradas sobre el papel de los biombos y sobre la cara de la joven profundamente dormida. Seikichi, tras haber corrido los tabiques, tomó entre sus manos sus herramientas de tatuaje. Durante algunos instantes permaneció sumido en una suerte de éxtasis. Precisamente ahora saboreaba plenamente la extraña belleza de la joven. Le parecía que podía permanecer sentado ante ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de años sin jamás experimentar ni fatiga ni aburrimiento. Así como el pueblo de Menfis embellecía antaño la tierra magnífica de Egipto de pirámides y de esfinges, así Seikichi con todo su amor quiso embellecer con su dibujo la piel fresca de la joven. Le aplicó de inmediato la punta de sus pinceles de color sostenidos entre el pulgar, el anular y el dedo pequeño de la mano izquierda, y a medida que las líneas eran dibujadas, las pinchaba con su aguja sostenida en la mano derecha”.

Y si se piensa que la vestimenta sagrada, o profana, religiosa o civil hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces se ve que todo cuanto toca al cuerpo –-dibujo, color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme–, todo eso hace alcanzar su pleno desarrollo, bajo una forma sensible y abigarrada, las utopías selladas en el cuerpo.

Pero acaso habría que descender una vez más por debajo de la vestimenta, acaso habría que alcanzar la misma carne, y entonces se vería que en algunos casos, en su punto límite, es el propio cuerpo el que vuelve contra sí su poder utópico y hace entrar todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, en el interior mismo del espacio que le está reservado. Entonces, el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propias fantasías. Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no es justamente un cuerpo dilatado según todo un espacio que le es interior y exterior a la vez? Y también los drogados, y los poseídos; los poseídos, cuyo cuerpo se vuelve infierno; los estigmatizados, cuyo cuerpo se vuelve sufrimiento, redención y salvación, sangrante paraíso.

Realmente era necio, hace un rato, de creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí irremediable y que se oponía a toda utopía.

Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, está ligado a todas las otras partes del mundo, y a decir verdad está en otra parte que en el mundo. Porque es a su alrededor donde están dispuestas las cosas, es con respecto a él –y con respecto a él como con respecto a un soberano– como hay un encima, un debajo, una derecha, una izquierda, un adelante, un atrás, un cercano, un lejano. El cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, el cuerpo no está en ninguna parte: en el corazón del mundo es ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, expreso, imagino, percibo las cosas en su lugar y también las niego por el poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no tiene un lugar pero de él salen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.

Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo esto no se organiza, todo esto no se corporiza literalmente sino en la imagen del espejo. De una manera más extraña todavía, los griegos de Homero no tenían una palabra para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que sea, delante de Troya, bajo los muros defendidos por Héctor y sus compañeros, no había cuerpo, había brazos alzados, había pechos valerosos, había piernas ágiles, había cascos brillantes por encima de las cabezas: no había un cuerpo. La palabra griega que significa cuerpo no aparece en Homero sino para designar el cadáver. Es ese cadáver, por consiguiente, es el cadáver y es el espejo quienes nos enseñan (en fin, quienes enseñaron a los griegos y quienes enseñan ahora a los niños) que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay un espesor, un peso, en una palabra, que el cuerpo ocupa un lugar. Es el espejo y es el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver los que hacen callar y apaciguan y cierran sobre un cierre –-que ahora está para nosotros sellado– esa gran rabia utópica que hace trizas y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo. Es gracias a ellos, es gracias al espejo y al cadáver por lo que nuestro cuerpo no es lisa y llana utopía. Si se piensa, empero, que la imagen del espejo está alojada para nosotros en un espacio inaccesible, y que jamás podremos estar allí donde estará nuestro cadáver, si se piensa que el espejo y el cadáver están ellos mismos en un invencible otra parte, entonces se descubre que sólo unas utopías pueden encerrarse sobre ellas mismas y ocultar un instante la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo.

Tal vez habría que decir también que hacer el amor es sentir su cuerpo que se cierra sobre sí, es finalmente existir fuera de toda utopía, con toda su densidad, entre las manos del otro. Bajo los dedos del otro que te recorren, todas las partes invisibles de tu cuerpo se ponen a existir, contra los labios del otro los tuyos se vuelven sensibles, delante de sus ojos semicerrados tu cara adquiere una certidumbre, hay una mirada finalmente para ver tus párpados cerrados. También el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma, y la encierra como en una caja, la clausura y la sella. Por eso es un pariente tan próximo de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte; y si a pesar de esas dos figuras peligrosas que lo rodean a uno le gusta tanto hacer el amor es porque, en el amor, el cuerpo está aquí.

1 La recuperación del cuerpo en el proceso del despertar es un tema recurrente en la obra de Marcel Proust. (N. de la R.)

* La conferencia “El cuerpo utópico”, de 1966, integra el libro El cuerpo utópico. Las heterotopías, de reciente aparición (ed. Nueva Visión).

A propósito del cuerpo // Jime Navarro

Pocas cosas menos vitales que la retórica abrumadora e impostada que nos habla de los cuerpos y sus potencias. Se dice el cuerpo esto, el cuerpo aquello, creyendo que nombrar algo es hacerlo existir. El concepto de perro no ladra, dijo alguna vez un macho al que le faltaba cuerpo. Es algo tan evidente, tan básico, que me da vergüenza escribirlo: la vitalidad no radica en decirse vital, sino en lo contrario.

¿Cómo diferenciar un texto impotente y flácido de uno bien parado? ¿Cómo diferenciar un texto frígido de uno húmedo y caliente? Es fácil: hay que cojérselo. No agarrarlo. Cojerlo. Meterlo dentro de una, meterse dentro de él. Y así encontrar la verdad.

Hay veces que basta decir cuerpo para que el cuerpo desaparezca.

Esto por hoy.

Ir a Arriba