Anarquía Coronada

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La construcción política de la emergencia // Santiago López Petit

El malestar social se extiende por momentos. La secuencia interminable confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- es la cuerda que lentamente nos ahoga. La cuerda que un Estado, incapaz y preso por el pánico, sujeta para tratar de imponer su nueva normalidad. Ahora  ya sabemos que la anunciada nueva normalidad no es más que la continuación de esta pesadilla. Cuando todo empezó parecía que entrábamos en una película de ciencia ficción, y que nosotros éramos unos protagonistas enmascarados. La emoción contenida del primer mes estaba hecha de miedo y de alivio. El miedo de morir y el alivio de no tener que trabajar. Los balcones pugnaban por abrirse al cielo. Ahora no se oyen canciones. La consigna “Todo irá bien” suena todavía más estúpida, y hemos aprendido que somos únicamente los tontos útiles de un momento de la historia del capitalismo. La intriga se deja resumir en pocas palabras: el  capitalismo desbocado – lo que usualmente se conoce como neoliberalismo – produce un virus que el propio capitalismo reutiliza para controlarnos. En el silencio de la noche sometida a toque de queda, se oye el grito de ¡Basta! Estamos hartos. Hartos de tanta incertidumbre, hartos de tantas falsedades y, sobre todo, hartos de tanta arbitrariedad.

            Es evidente que el coronavirus existe y mata, lo que no significa aceptar el uso perverso de la palabra “negacionista” como descalificación de toda posición crítica. La expansión de la pandemia crece, y cada día nuevos países europeos aplican formas de confinamiento. El Estado que pretendía una regulación biopolítica de las poblaciones ha terminado por recurrir a la práctica más antigua de la sociedad disciplinaria: el aislamiento. Encierros, controles y castigos, salen de la cárcel y se difunden por la ciudades. Hay que proteger a la sociedad de sí misma. Sin embargo, el fracaso de la gestión autoritaria en Occidente es flagrante. La crisis de las formas de representación política, la desconfianza ante el discurso experto, es total. Medirse con el no-saber implica atrevimiento y coraje. Es lo que ha ocurrido en los hospitales y en la lucha admirable por salvar vidas que allí ha tenido lugar. En cambio, el no-saber vehiculado por el espectáculo de los mass media – con sus solemnes ruedas de prensa, con sus especialistas y sus estadísticas macabras – solo sirve para acrecentar la confusión. En el fondo, ese era el objetivo perseguido. La confusión atenaza tanto como el miedo, y promoverla le ha servido muy bien a un Estado cada vez más deslegitimado a causa de su ineficacia e incapacidad de anticipación. 

            El confinamiento conlleva una estratificación clasista, del mismo modo que la movilización de la vida – que es el modo actual de explotación – también diferencia entre quienes salen adelante y quienes se hunden en el agujero. Quienes consiguen hacer de su yo un Yo marca y quienes solo pueden ser sombras. O simples sobrantes. El confinamiento actúa, pues, como un arresto domiciliario discriminante y, sin embargo, durante los primeros días poseía una peligrosa ambivalencia. El término filosófico más adecuado para describir esta situación es el de epojé. La epojé o reducción fenomenológica consiste en una especie de “puesta en duda radical”, en un poner entre paréntesis la cotidianidad y nuestra relación con ella. Por unos instantes, nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos se transforma totalmente, y como el personaje central de la película “El taxista ful”, llega un momento en el que nos decimos: “la vida no puede ser eso…”. Entonces agarrados al viento de la duda, descubrimos nuestro querer vivir, un querer vivir que no nos pertenece ya que es común y compartido, porque en verdad solo nos pertenece el ser que la realidad nos obliga a ser.

            El confinamiento podía haber supuesto una epojé sanitaria que, a pesar de ser impuesta, abriera un espacio/tiempo capaz de subvertir el sentido común. Ese sentido común miedoso que repite incesantemente: “Eso es lo que hay”. O bajo su forma más actual: “El virus ha llegado para quedarse” El silencio de la noche confinada, esa otra vida presentida, permitía pensar (¿o soñar?) en otro modo de hacer frente a la pandemia basado en la potencia y creatividad colectiva. Son infinitas las ideas que pueden surgir de la cooperación libre. Desde la fabricación casera de mascarillas a la creación de programas informáticos para conectar las escuelas en apuros. El primer confinamiento podía impulsar una búsqueda interior que, lejos de concluir en un espacio íntimo y privado, empujara hacia afuera. A la acción directa y a la ayuda mutua. No ha sido así. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- ha bloqueado esa posible vía de liberación y ha implosionado el tiempo que se había ralentizado gracias al silencio. En el interior de la máquina capitalista éramos sus unidades de movilización. A partir de ahora, cada cual vive en su propio tiempo de espera. Somos simples “estructuras de la espera”. ¿Dónde queda la bifurcación?

            El Estado toma de nuevo la iniciativa y pasa a gestionar esa espera desesperante mediante una práctica cruel y cínica: el humanitarismo. El humanitarismo no cambia nada radicalmente, y por eso resulta muy cómodo. Basta dar dinero a quienes acuden a la ventanilla correspondiente aunque lo hagan gritando mucho. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- construye el estado de emergencia como una obviedad indiscutible: “Oye tú: ¿prefieres morirte?” Apoyado en el derecho, a diferencia del Estado de excepción, se pone en marcha una inmensa maquinaria para salvarnos la vida. Las paradojas son innumerables: la movilización a la que estamos obligados para subsistir, se transmuta en confinamiento; cada día nos dicen que nuestra vida no vale nada, y ahora resulta que quieren salvarnos; tenemos que trabajar diariamente, pero no podemos salir el fin de semana; viajar en metro sí, pero no ir al teatro o al cine; y así podríamos continuar.

            En definitiva, el estado de emergencia nos convierte en víctimas. Todos somos declarados víctimas reales o potenciales. Pero lo que resulta paradójico  – una vez más – es que esta condena se hace en nombre del derecho a la vida. La Vida entendida como valor supremo termina justificando cualquier medida represiva y de control, y el Estado-guerra que ha sacado ojos en Chile o en Francia, que detiene a la gente por sus ideas, pretende autopresentarse como nuestro padre protector. Un paréntesis: lamentarse a estas alturas por los derechos perdidos es hipócrita porque los derechos solo los defiende un contrapoder. Poco a poco, la construcción del estado de emergencia se muestra como lo que realmente es: una operación de neutralización política que emplea la separación como su arma principal. La memoria histórica reciente queda borrada; el espacio público restringido al supermercado; la salud reducida a ausencia de enfermedad; la muerte como lo opuesto a la vida… El estado de emergencia pone en funcionamiento todas las formas de la separación: la distancia social, el teletrabajo, la culpabilización, el encierro… El conflicto político desaparece de la sociedad atomizada. El sistema de partidos discute con vehemencia cuantos muertos puede tragar el desagüe del fregadero sin atascarse.

            El estado de emergencia, porque es la traducción política de la naturalización de la muerte,  no admite disentimiento alguno. Como cualquier padre autoritario nos pone ante el dilema obedecer/desobedecer, y sabemos que ambas opciones refuerzan la autoridad. La extrema derecha ha optado por la desobediencia. El pensamiento reaccionario conoce muy bien la centralidad política de la muerte y no duda en utilizarla. Defiende el engaño de una libertad individual, y reduce el querer vivir a puro instinto de supervivencia. Sacarse la mascarilla en la calle no es un acto de valentía sino de estupidez. La izquierda, por su parte, permanece callada. Estamos en época de rebajas y el mal menor ha sustituido a la experimentación social. El 15M queda lejos. Sin embargo, los recientes disturbios callejeros que han tenido lugar en diferentes ciudades parecen haberla despertado: “¡Es cosa de la extrema derecha!” denuncian sus representantes. Incluso la policía  es más inteligente: “Se trata de un movimiento social típico del siglo XXI. Hay una chispa y prende. No tiene estructura ni organización interna. La gente que estuvo allí responde a un perfil transversal. Al principio había hosteleros (sic), gente cabreada…”.

            Sería sencillo afirmar que la solución consiste en politizar ese malestar social tan temido por la izquierda, pero como dice Miguel Hernández: “cortar ese dolor ¿con qué tijeras?”. Salir del dilema maldito que nos tienden, rechazar el victimismo y afirmar una y otra vez que “la vida no puede ser eso”. Desplegar esta verdad e iniciar un éxodo colectivo, que no significa viajar a la segunda residencia ni esconderse en una autenticidad inexistente, sino en intentar pensar fuera del Estado. La epojé habría un posible contra lo posible. El Estado organiza el pánico dentro de un sistema cerrado. Podemos autoorganizar el pánico en el interior de un sistema abierto. El sistema inmunológico no es el baluarte que defiende a un organismo asediado, bien al contrario, es un“motor de experimentación” que trabaja para la vida. Diferenciar el riesgo del peligro. La salud posee una dimensión social y política.  De la muerte, la extrema derecha solo sabe inferir amenazas  y miedo disfrazado de valentía fingida. Nosotros tendríamos que arrancar a la muerte el coraje necesario para desocupar el Estado.

 

 

           

 

Zombies // Mirta Zelcer

Estamos siendo testigos de la corrosión de la gobernabilidad. ¿Cómo se hace efectiva? ¿Y para qué?

             

Los ampulosos gritos de un individuo de “¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!” –cita de un fragmento de la primera estrofa de nuestro himno nacional– proferidos en estos días de pandemia, y desde allí, amplificados a través de las pantallas televisivas fueron emblemáticos de la primera manifestación de los así llamados “anticuarentena” en la República Argentina. Se ha dicho que tales gritos instigadores de acción podrían entenderse como un código mafioso. ¿Por qué?

 

Uno de los rasgos más importantes de la operación mafiosa es crear un estado dentro del estado legítimamente elegido e instituido, pero que tiene al mismo sistema estatal como objeto de operaciones.  Para ello, se vuelve necesario corroer esta legitimidad desautorizándolo y burlándose de las acciones políticas haciendo al mismo tiempo otras que pretenden reemplazarlas. se trata de la ilegalidad metida en los tejidos de la legalidad.

 

Con el apoyo de numerosos medios masivos de comunicación, usan el sentido tácito de esas palabras, degradadas, para sus propios fines. Términos como “Libertad”, “Patria”, “Democracia” o “República” inducen a la acción a aquellos que quieren conseguir desesperadamente lo que perdieron. Lo que desean recuperar no es sólo una mejor situación económica, sino que también buscan sentirse nuevamente sujetos históricos: quieren restituir en el poder legítimo a aquellos que no los van a confundir con “cabecitas negras”, desean mostrarse como los verdaderos patriotas argentinos. Quizás arañan, incluso, la ilusión de sentirse jóvenes por ser desobedientes. Añorante de acciones heroicas, la mafia neoliberal no tiene escrúpulos para el uso de estos cuerpos inducidos. Con este fin agitan otros vocablos para llegar a una acción que advierta y conjure la amenaza de peligros espantosos: “Venezuela”, “comunismo”, “judíos”.

 

En el trayecto que va de la inducción a la acción, esta última termina tomando la forma de conductas neofascistas encarnadas en cuerpos que parecen vivos. Esclavos que se entregan a la opresión creyendo que se liberan. Zombies que se mueven des-subjetivados. Autómatas voluntarios infectados de arrojo. Soldados zombies envueltos en banderas argentinas que puedan aparecer en la TV salvando a la Patria, a la República y a la libertad. Zombies cuyos procesos de individuación y de pensamiento singular y comunitario, vibrando al unísono, fueron obturados. Zombies que quieren volver a Eros, pero aferrándose a Tánatos.

 

No nos confundamos: las llamadas “movilizaciones” que impulsan las mafias no consisten en lo que habitualmente entendemos por tales. Sus asistentes son zombies colonizados por una muerte que enceguece, y que están movidos para el botín de acumulación de capital y de dominio de los inductores. Excrecencias de un mundo que redobla las fuerzas que conducen a la fatalidad. La depredación, el poder y el dominio conforman la meta.

 

La conjunción de las conductas mafiosas y neofascistas se infiltra y sostiene a la sociedad neoliberal. Desde ya, no estamos hablando solamente de los ciudadanos inducidos. Estamos en presencia de apartamientos de acuerdos gubernamentales de clara ruptura desobediente y traicionera. Como si la cultura mafiosa ya fuese una cuestión regular instalada fuera de los personajes de la mafia misma.

¿Qué ocurriría si se descubre la manipulación mafiosa? ¿Tenemos un gobierno que advierte de qué se trata? Si lo sabe, ¿con qué fuerzas cuenta para desactivar o –por lo menos- amortiguar las fuerzas que llevan a la destrucción?

El hecho maldito. Cuarta entrega de Esquirlas del miedo // Marcelo Percia

Estas entregas no persiguen un producto ni se presentan como líneas de una elaboración en curso. Se ofrecen como anotaciones sin articular. Work in progress de un texto que marcha sin progresar. Insinuaciones de una falsa totalidad que no se completa.

Así lo inconcluso que, en sus caprichosas expansiones, hace tambalear el mundo comprendido.

Y, sin embargo, la pregunta de siempre: “¿Qué saberes puedan ayudar a pensar lo que nos está pasando, lo que mortifica la vida en común?”.

 

Nunca antes se vivió algo así.

Ese nunca antes revela la potencia de lo vivo en su singularidad y desemejanza.

Normalidades cancelan el nunca antes. Suprimen lo inédito, lo inimaginable, la primicia. Persuaden que, salvo algunos detalles, está pasando lo mismo de siempre.

 

Noticieros confunden tremendismo con sensibilidad. Compasión calculada con cercanía. Violencias del espectáculo con suavidades calladas que asisten en el desamparo.

Tremendismos se complacen mostrando buenos sentimientos ante un dolor que exhiben a la distancia.

Tremendismos actúan formas de la negación.

 

Clínicas insurgentes atienden aflicciones que no entienden y quieren entender, que no saben y quieren saber, que no pueden y quieren poder. Y, sin embargo, practican un estar ahí que no entiende, no sabe, no puede, no desespera.

 

No conviene traducir egocentrismo como atributo personal. Se llama ego a la ficción de un universo individual.

Daña la idea de un centro propio, se ponga allí al yo, al nosotros, a la patria.

Egocentrismos componen pasiones de la propiedad.

 

En el desconsuelo, el desamparo, la devastación, queda la confortación. Un habla callada que ahonda el tiempo. Una secreta conversación entre soledades que no piden nada, que se acarician sin darse cuenta.

 

Redes sociales actúan como arquitecturas carcelarias.

Pantallas generan, en voracidades cautivas, la constante sensación de estar conectadas, admiradas, ignoradas, incitadas.

La vigilancia perpetua, la ciudad panóptica -que advertía Foucault- se perfecciona.

 

De pronto, estallan villas, barriadas, paradores, hospitales, geriátricos, manicomios, cárceles, cementerios. También violencias, maltratos, abusos, feminicidios. Sin embargo, el sentido común refuerza y blinda sus visiones con repudios y desmentidas que dicen: “Ya lo sé, pero aun así quiero volver a mi vida normal”.

 

Conectividades en dispositivos remotos imponen contundencias inmunológicas y practicidades. Ganan protagonismo por sobre las crudas osamentas que expanden alientos y se frotan. Conectividades destacan ventajas de estar en las redes antes que en las calles.

Negocios de las pantallas están de parabienes.

 

Sensibilidades necesitan estar en un mismo espacio y tiempo para sorber cercanías y distancias. Cuando se sustrae una común presencia, imágenes animadas que no se palpan se fijan en los monitores como maquetas inmóviles, como escenografías planas que extrañan la vida.

 

EE.UU. acusa a China por espiar vacunas. China acusa a EE.UU. por mentir. Laboratorio francés, en caso de tener la vacuna, privilegiará a pacientes estadounidenses como retribución por el dinero recibido.

Capital, nacionalidad, propiedad, identidad, mismidad, blanden el adjetivo posesivo de la hostilidad “La vacuna: ¡mía!”.

 

Erosiones, desertificaciones, sequías, incendios, extinción de especies, calentamiento y catástrofes climáticas, enferman la vida.

Una común salud o nada.

 

No importa si el capitalismo tiene o no fecha de defunción. Urge otra cosa: practicar la deshabituación de sus maneras de hablar, pensar, actuar. Se necesita deshabituar sus modos de desatar y adormecer pasiones.

 

El capitalismo no se siente amenazado por utopías alternativas que se organizan políticamente para derribarlo. La inminente adversidad del capitalismo reside en su necesidad ilimitada de acumulación.

 

Sensibilidades incuban rabias de una común aflicción.

 

Vidas después de los manicomios conocen, antes del virus, el distanciamiento social. Lo padecen en la ciudad que estigmatiza. Y, a veces, lo practican para no absorber tanto dolor, tanta amenaza, tanto nerviosismo, tanta presión, tanto imperativo de éxito y rendimiento.

 

Sensibilidades llevan máscaras. Máscaras que aíslan y protegen. Máscaras que esconden, asustan, fascinan, infaman, dan risa, alivian timideces, ayudan a respirar. Ahora se portan barbijos como signos de miedo, fragilidad, amenaza, fastidio, cuidado.

Una común mascarada de tristeza.

 

Convocaron a través de las redes, hace unos días, a una marcha contra el comunismo del gobierno. El llamado revela el pánico de las derechas anti estatales cuando una decisión política prioriza la salud pública.

Peter Sloterdijk razonó, hace unos años, que si “el sistema jurídico es el sistema inmunológico de la sociedad”, no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo.

Por ahora, sistemas jurídicos del sur están lejos de componer sistemas inmunológicos confiables.

Urge una común inmunidad como condición planetaria que asegure la salud, sin fronteras privatistas de los estados nacionales.

 

El miedo tiene que ceder lugar a la indignación.

En toda la extensión terrestre se precisa garantizar derechos a la alimentación, a la salud, a la educación, a la vivienda, a las rarezas.

Si hay Estados que aseguren -por lo menos- eso. Si no, que no los haya.

 

Un animal encerrado en una jaula, transportado kilómetros, mal alimentado, hacinado durante días hasta que lo vendan, lo maten, lo coman, se encuentra estresado, con el sistema inmunitario bajo y la carga viral alta.

La civilización lo transforma en un peligro biológico.

 

No se trata de “barrios vulnerables”, sino de poblaciones expulsadas, heridas, abusadas. Distanciadas de las opulencias de la ciudad, condenadas a padecer amontonadas.

 

Exclusiones, prescindencias, descartes no ocurren de un día para otro. Tampoco abandonos y expulsiones se ejecutan de una vez. Al tiempo sin porvenir no se entra de repente. Hambres y desnutriciones maceran vidas desechables.

 

Al padre Carlos Mugica lo matan catorce balas en el pecho. Cuarenta y seis años después, también en mayo, a Ramona la matan doce días sin agua en el barrio que lleva el nombre de Carlos.

¿Quiénes morirán en la villa que, en un tiempo, bauticen con el nombre de Ramona Medina?

 

En la misma ciudad, sensibilidades estudiosas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, en colaboración con el Instituto de Ciencia y Tecnología Milstein, desarrollaron un test molecular para diagnosticar la Covid-19.

 

Automatismos de moda repiten que se trata de que “cada sujeto se relacione con su propio deseo”. Cuestionan el capitalismo, pero siguen creyendo en sujetos libres, dueños (en masculino, claro) de optar, entre misteriosos y apetecibles objetos.

 

Además de vacunas hará falta inventar algo que posibilite un común vivir que no acepte la crueldad. Concebir ideas que ayuden a soltar lastres de sufrimientos ensimismados como culpas, odios, envidias, resentimientos

 

Ni el capitalismo ni la crueldad se comportan como un virus.

El capitalismo no representa una peste. Aunque la metáfora conmueva, el capitalismo no equivale a una enfermedad, resulta de una decisión civilizatoria.

La crueldad no representa un mal inherente o contagioso. Se trata de un goce que solicita una decisión en su contra. Una decisión que rehúse dañar, que se abstenga de lastimar, que resista el poderío que hacen sentir actos de dominio y ensañamiento.

Rehusarse aún queriendo, abstenerse aún deseando, impedirse mortificar aún disfrutando: esa decisión se vuelve condición de un común vivir, de un común cuidar, de un común amar.

 

Espiar, desconfiar, delatar, expulsar, actúan como infinitivos de individualismos vecinales que confunde un común vivir con cóleras comunitarias que exaltan seguridades personales e intereses propietarios.

 

Cuando se cree tener más tiempo, se constata que una sola vida (ni muchas) alcanzan para hacer todo lo que se desea. Para colmo, no se puede dar un paseo o tomar un café, con otras cercanías también saturadas, para aventar, por un rato, lo inconmensurable.

 

Hablas del capital prefieren ansiedades, apatías, aburrimientos, antes que angustias. Prefieren medicar, entretener, fascinar, orientar, estimular, antes que perplejidades que no se medican, no se entretienen, no se fascinan, no se orientan, no se estimulan.

Angustias moran la vida sin velos.

 

Lo común no se reduce a las relaciones que tenemos con otros, buenas o malas. Tal vez la idea de lo común tendría que desprenderse de la idea de los unos y los otros.

Lo común modula cercanías y distancias que alojan soledades sin clasificar.

 

La literatura argentina comienza con una escena de tortura en la que la víctima, antes de sufrir más humillación y vejación, revienta de rabia e impotencia dejando un río de sangre.

Un elegante joven unitario, extraviado, que entra en el matadero, se encuentra con la chusma plebeya. Animales que carnean animales. Echeverría (1840) identifica la barbarie con la animalidad. Y lo popular con la irracionalidad.

El matadero relata una ciudad segmentada. La vida social como territorios paralelos que, cada tanto, se tocan por accidente, error, fatalidad.

Paralelismos se extienden como pentagramas en los que diferentes fantasmas de una ciudad cuelgan sus notas.

Para la ciudad blindada, una de las catástrofes de esta enfermedad reside en que el virus cruza todas las vallas.

 

Se suele designar (con el artículo y en masculino) a quien se considera otro, como el semejante. Pero se trata de sensibilidades que se aproximan y se alejan, a la vez, en sus infatigables desemejanzas.

Se suele designar (en masculino) como prójimo a quien se admite en proximidad.

Se instala la distinción entre próximos y lejanos, entre familiares y extraños, entre compatriotas y extranjeros.

Se establece el nosotros y el ellos, se opta entre la hospitalidad y la hostilidad.

La idea de un común no solo se puede pensar como lo cercano, próximo, semejante, necesita alojar, en simultaneidad, extrañezas, distancias, desemejanzas.

Se necesita desmontar, en el lenguaje, gramáticas razonadas de guerra.

 

Una común extrañeza no reside en compartir una misma extrañeza, sino en un común respeto por rarezas irreducibles, no agrupables, no compartibles.

 

Ciertos modos de hablar y nombrar lastiman la vida.

Los tiempos del virus podrían actuar como oportunidad alfabetizadora.

Se necesita aprender a vocalizar la vida como si comenzáramos por primera vez.

 

John William Cooke (1967) en La revolución y el peronismo, escribe: “el peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués”. A lo que agrega que el ciclo capitalista “está decrépito sin haber pasado por la lozanía”.

Ampliando una observación de Horacio González sobre el malditismo como astucia de las lecturas políticas paradojales, se podría decir que el coronavirus se presenta como hecho maldito del capitalismo planetario. Epidemia que cuestiona el mundo conocido, a la vez que lo conserva y lo afirma.

 

Casa tomada: ¿y si nuestras pesadillas anuncian la revolución? // Carolina Meloni

[Este texto es el fruto de largas conversaciones, mensajes de voz, correos y llamadas de auxilio a queridxs amigxs durante la cuarentena. Si no hubiera sentido la cercanía de sus voces, interpretaciones, sabios consejos y pensamientos, a pesar de la distancia que nos separaba, no habría sido capaz de enfrentarme a mis ratas. Mi agradecimiento infinito al Transcomando (María Galindo y Paul B. Preciado), a Sofía Ugena-Sancho y Mafe Moscoso, que me han empujado, literalmente, a escribirlo. Gracias también a Darío Buñuel por regalarme sus ilustraciones y dejarse llevar por el rizoma.]

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Mucho antes del anochecer
entra en tu casa quien con lo oscuro el saludo cruzó.
Mucho antes de amanecer
despierta
y atiza, antes de irse, un sueño,
un sueño resonante de pasos:
le oyes recorrer las lejanías
y hacia allí lanzas tu alma.

Paul Celan, “El huésped”

Un extraño trastorno emotivo ha hecho nido en nosotros. Como un imperceptible clinamen, un leve temblor, en apariencia. El cuerpo, la carne, la materialidad más pura que nos conforma, permanece aislada, tabicada, envuelta en mascarillas, guantes y destila los vapores alcohólicos de desinfectantes en gel. Mientras, las dimensiones afectivas, intuitivas y perceptivas parecen ir acumulando, en sus mallas recolectoras, todas aquellas experiencias del exterior para transmutarlas en símbolos oníricos. ¿Cómo y qué soñamos durante las noches del COVID-19? ¿Qué efectos en el inconsciente comienzan a tener las mutaciones espaciales, sociales y corporales que estamos viviendo? ¿Qué fantasías inciertas y endebles estaremos produciendo en el interior de cada uno de nosotros? ¿A qué umbrales desconocidos y subterráneos nos empezamos a asomar?

Para muchos, el confinamiento ha traído consigo noches inquietantes, extrañas y perturbadoras. A medida que los días se suceden, en una letanía monótona, vamos normalizando el aislamiento, casi sin percibirnos de ello. El murmullo del mundo se va apagando, al mismo tiempo que una apatía viscosa comienza a apropiarse de nuestros cuerpos y mentes. Todo parece haber adquirido un aura de irrealidad, incluso, de fantasmagoría. También de sofoco, de malestar e incapacidad: nos cuesta concentrarnos, leer, escribir. Será que, como afirma Rolnik, “una atmósfera siniestra envuelve el planeta” y el aire de nuestro ambiente se encuentra saturado de partículas tóxicas, de cepas minúsculas que nos impiden respirar.

Sin embargo, las noches parecen venir cargadas de vida propia. Los cuerpos anestesiados y disciplinados, asépticos y desinfectados, parecen entregarse a delirios alocados y esquizofrénicos de un tejido onírico tan rico como ominoso. Mutamos y viajamos, nos trasladamos a lugares desconocidos, animales y seres extraños hacen su aparición entre las sombras nocturnas. Como si una incontrolable máquina deseante se hubiese puesto en marcha, somos investidos por devenires y ansias, por miedos y traumas, por deseos inconclusos y fantasmas que nos visitan para susurrarnos enigmas oníricos. Las noches del COVID-19 vienen también plagadas de muertos, espectros de seres queridos que parecen retornar para reclamar antiguos duelos. Acaso ¿”se ha convertido el mundo en un cementerio cargado de energías fúnebres”, como afirma María Galindo?

EL HOMBRE DE LAS RATAS

Has vuelto a cerrar la puerta
para escapar a la oscuridad,
solo que está como boca de lobo
en ese armario.

Gloria Anzaldúa

El encierro y aislamiento han desestabilizado mi sueño, mis sueños. Hay noches en las que dormir se torna una misión casi imposible. En ocasiones, el sueño es frágil y efímero, en otras profundo y complejo. Algunos días, resulta absolutamente complicado conciliar un descanso reparador tras rutinas monótonas; otros, en cambio, me siento succionada por pesadillas y terrores nocturnos que me despiertan envuelta en sudores, ansiedad y desasosiego. Me invade la extraña percepción, psíquica y corporal, de que los umbrales espacio-temporales entre la cotidianeidad y el inconsciente han sido también contagiados, trastocados por la cepa que se ha instalado entre nosotros. Y mientras las fronteras entre lo íntimo y lo público, la casa y la calle se vuelven cada vez más infranqueables, por las noches, la puerta que nos conecta con la vida onírica se hace más porosa y viscosa. Como un gusano o larva, entro y salgo de ese mundo imaginario que produce incansablemente mi inconsciente; me deslizo en él, dejándome atrapar como si de una tela de araña se tratara.

Entre todos esos fantasmagóricos relatos que he ido tejiendo durante la cuarentena, hay uno en especial que me ha dejado tan confundida como perpleja, teniendo que volver a sus símbolos en más de una ocasión para poder reinterpretarlos y comprenderlos, a pesar de la claridad de muchos de ellos:

Pesadilla - ratas armario
Dibujo: Darío Buñuel

Soñé, soñé contigo, una pesadilla tan espantosa y perturbadora que aún me persigue su recuerdo. Me asedia tu fantasma, desde el umbral que nos separa. Dormía, con la luz apagada, en tu habitación, la misma en la que hallaron tu cuerpo. Podía divisar desde la cama la puerta de entrada, desde la cual se iba perfilando tu figura fantasmal. Lentamente, ibas acercándote a mí y te deslizabas en la cama, acostándote a mi lado. Tú, espectro sin rostro, fantasma silencioso, intangible y aterrador, que vienes a asediar mis noches y sueños, que no cesas de inquietar mi descanso. En un afán de dar luz, de enfrentarme a tu aparición, encendía la lámpara de la mesilla de noche. Cuando mi mirada se posaba en tu lado de la cama, ya no era un fantasma lo que allí me esperaba, sino tu cuerpo, descompuesto y podrido. Encarnado y real, corrompido e inerte. Corría despavorida ante semejante visión, pero, en vez de dirigirme a la puerta como medio de huida, irracionalmente abría un desvencijado armario que estaba en frente de la cama donde había dejado tu cadáver. Al abrir esas puertas, caían sobre mí parvas de ropa sucia y tras ellas, una manada de ratas se abalanzaba sobre mí. Fue entonces cuando, horrorizada ante semejante visión, desperté, agitada y cubierta de sudor.

En una primera fase de enfrentarme a este sueño pandémico, mi lectura fue bastante lineal, superficial, incluso en los lindes marcados de un psicoanálisis de corte freudiano en su más puro estilo. Muchos de sus símbolos estaban directamente relacionados con la muerte de mi padre, ocurrida en extrañas circunstancias, en esa misma habitación que aparecía en mi sueño. Intenté tranquilizarme buscando justificaciones a semejante pesadilla relacionándola con el espacio de duelo que se ha abierto durante estos días. Pensé que era más que lógico que duelos inconclusos y diferidos se nos hicieran presentes después de tanto tiempo (mi padre murió cuando yo tenía 18 años), dado que también las fronteras entre vivos y muertos se han difuminado durante la crisis del coronavirus: nos despertamos con cifras, con imágenes de cuerpos, fosas, ataúdes y camiones repletos de cadáveres.

Buscando respuestas, volví a algunos textos clásicos, ya trabajados por mí en otros contextos. Releí el inquietante artículo de 1915, en el que Freud distingue el duelo de la melancolía. Si el primero supone un estado de pérdida, ―no patológico, pero sí individual―, la segunda sí es considerada como un estado morboso en el que el sujeto queda atrapado por la apatía, el desinterés hacia el mundo exterior, la incapacidad de amar y la inhibición de todas las funciones. En definitiva, la relación existente entre duelo y melancolía no es sino la consecuencia directa que se produce cuando no tiene lugar la elaboración y resolución del trabajo de duelo. La melancolía encierra al sujeto en la repetición compulsiva, lo instala directamente en el trauma, lo liga infinitamente al objeto perdido, haciéndolo incapaz de salir del círculo enfermizo del recuerdo. Me pregunté, entonces, si el espectro de mi padre, cual muerto vagabundo y errante, no duelado ni llorado en su momento, reaparecía de alguna manera porque se hallaba encriptado en mi memoria más profunda, en esas capas tan lejanas del inconsciente a las que no solemos acceder.

Se sumaba a ese muerto, anudado en mi interior, otro duelo, más real y reciente. Otro extraño huésped latía en mí, enquistado y silencioso. En plena pandemia, había tomado la decisión, la resolución categórica, de finalizar con una difícil historia de amor de la que no había sido capaz de alejarme durante meses, a pesar del dolor y la vulnerabilidad que me había generado. Por primera vez, tuve la fuerza y el valor suficientes para cerrar todo posible influjo, de neutralizar el poder que esa persona había tenido sobre mí, siendo capaz de desarmarme con apenas una mirada. Como si me hubiera contagiado por el virus, seguí estrictamente todos los protocolos de seguridad y aislamiento: corté toda posible comunicación y sellé meticulosamente cualquier ventana virtual que pudiera mostrarle algo de mí y viceversa. Poco a poco, cual paciente enfermo en su aséptica cápsula de aislamiento, mi cuerpo y mi alma se iban transformando en una suerte de sarcófago, de cripta, precintada ante cualquier agresión del otro, evitando así toda posible fuga radioactiva que pudiera rozar, aunque levemente, mi piel.

¿Qué tipo de formaciones y regímenes despóticos germinarán en nuestro inconsciente postpandémico? ¿Será acaso colonizado y captado por deseos reactivos? ¿Qué estructuras arborescentes vendrán a disciplinar nuestra potencia vital?

La cripta: nombre extremadamente bello e inquietante que utilizan Abraham y Torok para describir, precisamente, esos estados patológicos de duelos negados, diferidos y no elaborados, que nos hacen morar en el trauma y en la melancolía. La cripta es un enclave, según Derrida, de quiste o bolsillo invaginado en el interior del Yo que alberga esa imposibilidad de asimilar, de digerir por completo el objeto externo. La cripta, por tanto, en tanto que cuerpo extranjero invaginado en el interior del Yo, supone siempre un “efecto fantasma” (Derrida, 1976). Especie de habitáculo, de casa tomada o guarida fantasmal en el interior del Yo en la que se aloja la alteridad.

Pude verme habitada, asediada, por esas alteridades inapropiables e indigeribles, parasitada y contaminada por esa ropa sucia y esas ratas, portadoras de pestes y enfermedades. Y a pesar de mis torpes intentos de cerrarme ante el mundo, un exterior amenazante se abría y caía sobre mí al abrir la puerta de ese oscuro armario. Como sucede en ese ominoso cuento de Cortázar, mi casa, como fortaleza y refugio, como el interior más recóndito de mi ser, se hallaba tomada e invadida por espectros y roedores infectos, que iban apoderándose de cada rincón y de cada estancia. Me encontraba totalmente asaltada por una alteridad radical, imposible de incorporar, de introyectar. Mis fantasmas no duelados retornaban, una y otra vez, como“muertos-vivientes”, como arribantes absolutos, prestos a desestructurar y pisotear el musgo de mi meticulosa guarida.

DE LOBOS Y ROEDORES: ¿QUIÉN? ¿YO, MI PSIQUE, LA BESTIA-SOMBRA?

Invoqué a las plagas para ahogarme en la arena, en la sangre.
La desdicha fue mi dios. Me tendí en el barro.
Me sequé al aire del crimen.
Y me burlé de la locura a lo grande.

Arthur Rimbaud

Tumbado en su cama, el pequeño Sergei observa con estupor que la ventana de su cuarto se abre lentamente. Llevado por la curiosidad, pudo hacer frente a su temor inicial y armado de valor fue acercándose al alféizar. La visión que le esperaba allí fue tan aterradora que iba a perseguirle hasta muy avanzada su adultez: subidos a un árbol, seis o siete lobos, impasibles, le miraban fijamente de manera amenazadora.

Pesadilla - lobos
Dibujo: Darío Buñuel

En este aparentemente sencillo sueño infantil, tiene su origen uno de los casos más conocidos del psicoanálisis. Asimismo, debemos a Deleuze y Guattari una de las reinterpretaciones más revolucionarias del famoso “hombre de los lobos”. Un año después de escribir sobre el caso en la Historia de una neurosis infantil, Freud publicaba “El inconsciente” (1915), cuya tesis fundamental pivota en el descubrimiento de la represión como matriz de aquello que el aparato psíquico no permite acceder a la consciencia. Nada más descubrir un rizoma, nos dicen Deleuze y Guattari, Freud no hace más que volver al esquema de las raíces, a las genealogías familiares arbóreas y jerárquicas. Todo el arte de las multiplicidades moleculares que hallamos en el inconsciente, es encerrado y enclaustrado en unidades molares, en temas familiares, en los sucios secretos de la alcoba de papá y mamá. Y la manada de lobos que, cual cuerpo sin órganos, atravesado por desiertos informes, líneas de fuga creadoras, poblado de locos devenires e intensidades insospechadas, asediaba las noches de Sergei, termina por reducirse al teatro antiguo del triángulo edípico.

“El gran descrubrimiento del psicoanálisis ―afirman Deleuze y Guattari― fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente”, […] inmediatamente enclaustrada en las cuatro paredes del hogar burgués.

“El gran descrubrimiento del psicoanálisis ―afirman Deleuze y Guattari― fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente”, producción altamente revolucionaria y creadora que es inmediatamente enclaustrada en las cuatro paredes del hogar burgués. “Edipo supone una fantástica represión de las máquinas deseantes”. A la luz del caso del hombre de los lobos, Deleuze y Guattari nos presentan una cartografía del inconsciente a la manera de una madriguera, con numerosos recovecos donde esconder nuestros deseos más inconfesados, ramificada y con conexiones múltiples. Nunca arbórea ni jerarquizada. Poblada de lobos, agujeros y seres extraños, que no terminan de territorializarse en una matriz hegemónica primigenia. De este modo, la manada de lobos puede, en un momento determinado, crecer de forma indiscriminada, como el desierto, sin dirección fija, pudiendo conectar con otras máquinas deseantes o rizomas alejados o próximos, desterritorializándose, como una especie de línea de fuga, sin que podamos señalar un punto de origen, un centro ordenador desde el cual se distribuyen las raicillas. La interpretación psicoanalítica del hombre de los lobos, centrada en la castración y el trauma infantil, obsesionada por la figura de un padre autoritario, intenta en todo momento reducir las multiplicidades salvajes del pequeño Sergei, para convertirlo en un perrillo domesticado.

Pesadilla - ratas
Dibujo: Darío Buñuel

Enclaustrados en nuestras habitaciones, la horda emancipadora viene a rescatarnos de todas esas segmentarizaciones binarias que nos atraviesan. Anidan en nuestro inconsciente manadas de ratas que atraviesan armarios, lobos que nos esperan detrás de una ventana, hormigas, insectos y monstruos que nos permiten, de alguna manera, mutar, transformar nuestros deseos y anhelos. Necesitamos una verdadera visión zoológica de nuestro inconsciente, como máquina deseante, creadora y emancipadora. Ansiamos, aún sin saberlo, transformarnos en todos aquellos animales kafkianos que con sus cantos, risas y temblores, hacen tambalear toda máquina burocrática y despótica. Deberíamos, así, dejarnos atravesar por esas hordas bárbaras y primitivas, indomables, sin jerarquía posible, sin ley ni disciplina.

¿Y si me enfrentaba a mi sueño primigenio desde una perspectiva transformadora y radicalmente diferente de la que había partido en un primer momento? ¿Acaso no estaba yo misma encerrando mi deseo en el esquema de la falta, la carencia, el duelo de un padre ausente o un amor fallido? ¿No era quizás ese armario, que abría con desesperación, la puerta hacia un afuera insondable, hacia un flujo inmenso, que me permitiría abandonar esa habitación del duelo y la melancolía? Mientras repensaba una y otra vez en la fuerza irruptiva de la manada de ratas, volví a aquellos bellos textos de Anzaldúa, a quien eran las serpientes las que acosaban sus sueños nocturnos. Años le costó entender a la escritora chicana que esa inquietante serpiente de sus pesadillas, no era sino ella misma, en cada mutación y cambio de piel. Hay un devenir-animal, un cuerpo y un alma animal que, cual bestia indomable, nos atraviesa desde el mundo onírico. Y cuando comprendí eso, decidí hacer el cruce. Cerré mis ojos, tomé las riendas de mi pulsión vital y me dejé llevar por ese rizoma monstruoso. Fue entonces cuando perdí el miedo

 

LA GRAN MUTACIÓN: ESBOZOS DE UN SUEÑO POLÍTICO

Necesitamos aprender colectivamente
a habitar nuevas historias.

Donna Haraway

Toda crisis trae consigo cierta perturbación del espíritu. Independientemente de las características que esta posea, de sus orígenes y genealogía, de los trazos materiales, económicos, políticos o naturales que la hayan desencadenado, la crisis, en sí misma, supone un elemento desestructurador de facto, tanto de aquellas estructuras sociales y simbólicas, como de nuestras precarias almas y mentes. En este sentido, resulta altamente clarificadora la definición dada por Freud de una “catástrofe social”, la cual posee, según el autor, una continuidad evidente con la catástrofe psíquica, sobrevenida cuando nuestros muros contenedores de lo traumático se hacen ineficaces y la negatividad invade nuestra existencia, sin que podamos controlar el derrumbe que se avecina. Similar a este quiebre individual, también la catástrofe social conlleva un aniquilamiento, una ruptura profunda, una fractura, pero en este caso en el orden de los sistemas simbólicos, imaginarios y políticos que las instituciones sociales han establecido como hegemónicos. Ambas crisis o catástrofes, tanto la colectiva como la individual, terminan por desestabilizar el mundo, nuestro mundo, aquel que una comunidad o un individuo concreto construyen, permitiendo reconocerse en sus moradas, sentirse acogidos y protegidos en estas.

Son muchas las transformaciones espacio-temporales que el COVID-19 ha traído consigo. De ahí que Paul B. Preciado la haya denominado “la Gran Mutación”. Nuestros cuerpos aislados y encerrados en la intimidad de los hogares se han visto atravesados por diversas mutaciones, algunas más visibles que otras, relacionadas directamente con nuestra retirada del espacio público. Quedan, sin embargo, por analizar aquellas modificaciones más silenciosas y recónditas, que como leves temblores o susurros comienzan a manifestarse en la interioridad misma de nuestro espíritu. ¿Qué tipo de formaciones y regímenes despóticos germinarán en nuestro inconsciente postpandémico? ¿Será acaso colonizado y captado por deseos reactivos? ¿Qué estructuras arborescentes vendrán a disciplinar nuestra potencia vital? ¿Seremos capaces de politizar nuestro malestar?

Necesitamos una verdadera visión zoológica de nuestro inconsciente, como máquina deseante, creadora y emancipadora.

Durante los años 33 al 38 del pasado siglo, la periodista Charlotte Beradt llevó a acabo una minuciosa recopilación de sueños, procedentes de todo tipo de personas con distinta condición social y de género. Esta amplia cartografía onírica, publicada bajo el título Los sueños durante el Tercer Reich, confirmaba algunas de las tesis freudianas, revisadas a raíz de la neurosis traumática provocada por la Primera Gran Guerra en Más allá del principio del placer, pero, fundamentalmente, establecía una continuidad con la teoría del inconsciente junguiano, mucho más socio-histórico que el freudiano. Beradt llegó incluso a calificar los sueños recopilados durante su trabajo de campo como “sueños políticos”, en los que el miedo, la ansiedad e incertidumbre se repetían compulsivamente como efectos directos de un régimen totalitario sobre nuestra percepción simbólica del mundo.

Pesadilla - rata
Dibujo: Darío Buñuel

Es posible, nos decía Freud, que podamos comparar nuestro insondable inconsciente con los tentáculos de un pulpo que, levemente, palpa el mundo exterior, para retirarse inmediatamente a su madriguera. ¿Qué tocará ese animal interno de este mundo desencajado y dislocado? ¿Qué restos se pegarán en sus extremidades y de qué forman llegarán a nosotros? Afirmaba Jung que no podemos reducir la función onírica a ser una mera depositaria de nuestra memoria, como si de un cubo de basura se tratara que se limitara a recoger los traumas y desperdicios que queremos esconder. Perderíamos, con ello, toda la fuerza productiva, creativa, incluso revolucionaria de nuestros sueños. Hay en ellos, incluso, “un espíritu que no es totalmente humano, sino más bien una bocanada de naturaleza”. Frente a los dispositivos disciplinadores de la conciencia, los sueños abren una conexión con el deseo, el cuerpo, la animalidad, la vida, radicalmente instintiva y emancipadora. El sueño nos sitúa literalmente ante el umbral, ante ese afuera indómito que, cual manada de ratas, nos asalta de manera imprevista.

Resulta evidente que cierta dimensión onírica se ha abierto con la pandemia. El mundo, tanto el exterior como el que portamos en lo más íntimo de nosotros, acude y llama a nuestra puerta, a nuestras ventanas. Hemos encerrado la potencialidad imaginativa y emancipatoria de nuestro tejido onírico a la individualidad más pura, a la crisálida de un yo y sus fantasmas, alojándolo en el interior de nuestras secretas moradas. Aprendamos a tejer historias colectivas con nuestros sueños, deseos, anhelos y cuerpos. Abramos esos insondables armarios y dejemos salir nuestras indisciplinadas hordas. Rumiemos juntos ese afuera primitivo que nos habita. Porque “las casas de los hombres forman constelaciones en la Tierra” (G. Bachelard).

CAROLINA MELONI GONZÁLEZ: PROFESORA DE ÉTICA Y PENSAMIENTO POLÍTICO. UNIVERSIDAD EUROPEA DE MADRID

Fuente: El Salto Diario

 

Los sueños en cuarentena: soñar el psicoanálisis // Julián Doberti

I

El poeta argentino Arturo Carrera, en un breve ensayo sobre la obra de Juan Gelman, sugiere que uno de los efectos de la poesía es el producir pausas de universo. Efecto que acerca, aunque no confunde, la poesía y los sueños. 

Freud se animó a preguntar, después de haber escrito los dos tomos de La interpretación de los sueños, de haber construido esa inmensa metapsicología soñadora que incluye los movimientos de condensación y desplazamiento, la trasposición de las representaciones en imágenes, la operatoria de la censura, etc.: ¿Por qué dormimos? 

Imagino un Freud súbitamente niño, que se detiene maravillado, levemente atemorizado, por la irrupción de una interrogación que lo atraviesa y de la que no puede sustraerse. Vuelve, entonces, sobre una cuestión esencial, sobre esa cuestión fundamental: por qué dormimos. Aclara que existen explicaciones biológico-médicas, fisiológicas; está al tanto de que el reposo es necesario para el metabolismo celular, pero desde el psicoanálisis se puede decir otra cosa (quizás esa sea una definición lúcida del psicoanálisis: un discurso que dice otra cosa, abre otra lectura sobre lo dado, causa una diferencia en la repetición agobiante de lo mismo). Para Freud dormimos porque no soportamos el mundo, porque el mundo sin interrupciones nos es insoportable, porque no toleraríamos existir sin el periódico repliegue, sin la recurrente pausa –y aquí se trata de una forma frágil de refugio- que nos provee el retorno de las catexias libidinales durante el dormir. 

Sucede que esa pausa del universo de la realidad no suspende el deseo, sino que lo hace expresarse de un modo muy particular. Del análisis de esa aproximación al deseo inconsciente en los sueños nace el psicoanálisis: experiencia deseante que alguna vez Lacan nombró erotología, cruce de Eros y el discurso, entrecruzamiento de las palabras con un silencio ardiente que las recorre, las vuelve cuerpo. 

II

¿Qué le falta al que ama? se preguntó alguna vez Lacan. ¿Qué le falta al que sueña? es una interrogación que se hace presente y recorre muchas páginas de Pontalis. Sueños y amores velan el dolor de existir; no desmienten la castración, tampoco la reprimen, son espacios donde la suavidad puede circular sin rechazar lo que nos hace falta, lo que nos hace hablar. 

Anne Dufourmantelle escribió que el sueño es una resolución erótica del compromiso neurótico. Los sueños en psicoanálisis son eróticos porque allí nos las vemos con Eros, con el cruce singular de Eros con la palabra. Así como hablamos porque fuimos hablados, soñamos porque fuimos soñados. 

Pontalis piensa que conviene alojar los sueños en un análisis tal como se alojan las palabras.  No se trata de reducir los sueños a palabras, sino del modo en que se escucha un cuerpo que habla en transferencia, una cierta manera de estar disponibles frente a lo que no entendemos, lo que se escapa cada vez. Esa escucha se acerca a lo que encuentro en un poema de Claudia Masin: “querías que escribiera palabras que pudieran/ hacer lo que hace la música:/ andar sobre el silencio sin dañarlo, ser parte/ del silencio, de las cosas que no deben ser dichas,/ de esas a las que no podemos acercarnos siquiera/ sin que escapen. Yo te dije que lo único/ que se parece a la música es tocar/ y ser tocado…”. En un análisis las palabras no dañan el silencio, nos tocan sin sentido porque el sentido, por fin, puede empezar a perderse. 

III

Estamos viviendo -¿estamos viviendo?- en cuarentena. Son días difíciles, noches en las que sobreviene el insomnio, la inquietud, la espera que devora las horas, la inminencia suspendida en cifras que adicionan muertes, contagios, peligros que acechan junto con demandas de productividad que no ceden. La soledad oprime, el tiempo se torna espeso. 

Freud y Lacan recurrieron, en distintos momentos, a figuras que asocian el deseo con algo que se mueve (entre los significantes, entre las cargas de las representaciones, entre instancias psíquicas, etc.). ¿Qué sucede con el deseo que nos mueve cuando no nos podemos mover? 

Estas semanas, en conversaciones con distintas personas, me entero de que muchos estamos soñando cuando conseguimos, finalmente, dormirnos. Suelen ser sueños que, sin llegar a ser pesadillas –aunque también-, dan cuenta de cierta perturbación que culmina en un estado de angustia leve o malestar difuso, a veces cercano a la extrañeza que puede causar lo siniestro. Despertamos sin haber descansado. 

Octave Mannoni, un psicoanalista francés muy lúcido, escribió en 1966 un bello artículo que tituló “La otra escena”. Retoma el sintagma freudiano que da nombre al texto para designar esos otros espacios que constituyen la realidad psíquica, las fantasías, los sueños: escenas que nos permiten sustraernos de la escena del mundo. Mannoni conjetura que si esos refugios se pierden caemos en el estado que llamamos locura. Dice que la fantasía, en tanto otra escena, “tiene la libertad de estar sin ser”. Quizás habitar el encierro de la cuarentena nos prive de esa libertad. ¿Cómo conseguir estar sin ser cuando proliferan los discursos que nos advierten, tan literales, sobre los peligros que acechan nuestros cuerpos, nuestra anatomía, el aire que respiramos? La otra escena solía ser “otra” en relación al mundo. Pero cuando el mundo, como cantaba Charly García, tira para abajo, ¿es mejor no estar atados a nada? Quizás algo de esa nada emerge en los sueños. 

En Al margen de las noches, libro de una sensibilidad que estremece, Pontalis lee sueños recopilados de prisioneros de campos de concentración nazis. Escribe: “encontramos lo más extraño en los sueños repetidos de un color (…) los colores son un grito frente a la muerte: el azul que protege, el azul que, en un sueño, es el de las dos manos de la madre del poeta. ‘En ese momento, tuve la certeza de que retornaría del infierno concentracional’. El verde era el color de las puertas que un día se abrirían. Y ese rojo, sobre todo, ese rojo que estalla, concentrado de energía. El rojo de las cerezas del verano, el rojo de la sangre que circula por nuestras venas. Tantos colores salvadores en la negra noche.”

Los colores soñados son salvadores en un sentido que los despoja de cualquier ingenuidad épica. No impiden la muerte, ni curan el hambre, ni abren las puertas de los campos. Sin embargo, en el encuentro con esos colores que están sin ser durante lo que dura el sueño, otro tiempo se abre, otra textura entra en la vida, otra escena irrumpe en medio del horror. Los sueños, siempre singulares, también nos hablan del universo social e histórico. 

Quizás una política que sueña sea aquella que nos permita armar espacios que funcionen como otras escenas posibles, aunque sean efímeras, aunque haya que volverlas a construir al día siguiente como castillos de arena. Habitar la fragilidad de lo onírico, de las fantasías y las ficciones con otros, en un tiempo donde los refugios que inventamos pueden acercarnos entre tanta lejanía.

El virus, la crítica y el “Estado fuerte” // Diego Sztulwark

La crítica

Desde siempre, la palabra de quien habla en nombre de la filosofía ha sido motivo de burla, recelo y también de admiración. La arrogancia e impostura asociadas a la pretensión del decir filosófico ­-aspirante al saber- han concitado, sin embargo, particular atención cada vez que el discurso teórico pudo mostrar alguna clase de utilidad para alguien cuando articula la creación de conceptos con la creación de formas de vida. Esa exigencia de practicidad pesa sobre la intervención filosófica en el espacio público, sabiéndose bajo la atención examinadora y suspicaz de unxs lectores que la someten a la pregunta práctica: ¿Para qué sirve semejante discurso?

 

El capital de Karl Marx marca un punto de inflexión en la historia de esta relación entre discurso teórico y vida práctica. La operación, presente en su “Crítica de la economía política”, surgió al cabo de una larga batalla contra la religión que se desplazaba entonces a comprender y transformar las relaciones de producción. Esta fusión entre discurso reflexivo y deseo de revolución caracteriza el nacimiento y la fuerza de la crítica moderna, que en la obra de Marx llegó a penetrar en el misterio fundamental de la sociedad capitalista: el poder de un “objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas”, cuya circulación perturba a la conciencia humana creando la impresión duradera de una doble realidad. Este objeto circulante, llamado “mercancía”, se presenta como un cuerpo particular revestido de una realidad fantasmagórica que anima sus movimientos. La función de la crítica moderna es mostrar no solo cómo se produce semejante desdoblamiento -de procedencia teológica-, por el cual una existencia material sensible aparece como portadora de una misteriosa realidad espiritual o suprasensible -“valor”-, sino también, y sobre todo, develar que esa realidad suprasensible no es propiedad natural del cuerpo mismo de la mercancía –fetichismo-, sino en la medida en que ese cuerpo expresa relaciones sociales capitalistas de producción.

 

Un siglo después, Guy Debord, autor de La sociedad del espectáculo, aplica el mismo método crítico para dar cuenta, en las condiciones del capitalismo tardío, de la evolución de este “objeto endemoniado” que circula ahora bajo la forma de la “imagen” en condiciones de producción maduras: “Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una  representación”. El mundo devenido espectáculo es un poderoso “instrumento de unificación” que reúne en el régimen de lo visible todo aquello que la imagen-mercancía separa en el orden de la vida. Como en Marx, el poder metafísico de la imagen “física” no surge de su propio cuerpo, sino de su aptitud para viabilizar la división que recorre la constitución misma de lo social.    

 

¿Hasta qué punto la intervención filosófica actual retoma el uso de los procedimientos de la crítica moderna para dar cuenta de la circulación de un nuevo “objeto endemoniado”, virus físico a cuya realidad metafísica se le atribuye el milagro de la interrupción momentánea de la sacrosanta dinámica de la economía de mercado? ¿Quiere aún la filosofía investigar en qué medida este cuerpo mínimo expresa las postmodernas relaciones de producción, abriendo el campo de aquello que sería deseable transformar en las relaciones humanas, con lo humano y lo no humano?

 

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Rita Segato vinculó recientemente la circulación del COVID-19 a lo que Ernesto Laclau denominó el “significante vacío”. A diferencia de la tradición que de Marx a Debord lee sintácticamente al objeto “endemoniado” para descubrir en él la clave de comprensión de las relaciones de producción, el “significante vacío” pasa por alto este reenvío a la materialidad productiva de los cuerpos y apunta de modo directo a las leyes del lenguaje en las que se dirime la lucha interpretativa. La reacción de Segato consiste en devolver significación a la materia microscópica del virus, para escuchar ahí, en esa voz inaudible de lo no-humano, un sentido previo que pertenece a la materia primera sobre la que se constituye toda disputa política. Una voz que se limita a recordar que la humana no es la especie única en esta tierra ni le cabe aspirar a la eternidad. Y que su propio futuro se dirime en su capacidad de imaginar, mediante el empleo de la crítica y el reencuentro sensible con la materia, un continuum virtuoso con la vida no-humana

 

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Marzo impulsó a lxs pensadores críticos a la escritura. Algunxs de ellxs, los maestros de la argumentación occidental, reconocidos por sus aportes previos, tendieron a justificar la validez de sus aportes y a comunicar el uso de sus nociones clave en la nueva coyuntura global provocada por la llamada zoonosis. La intervención más resonante, y quizás también la más polémica, fue la de Giorgio Agamben, para quien la reacción de los Estados contra la pandemia ejemplifica, de modo lineal, su lección sobre la figura del Estado de excepción como clave de comprensión de los dispositivos de control. A la respuesta escéptica del pensador Jean-Luc Nancy, que llama a tomar en serio la gravedad de la pandemia, siguió la defensa del profesor Roberto Esposito, para quién la filosofía debe advertir sobre el paradigma biopolítico de poder que domina la acción de los Estados. El interés académico del diagnóstico se agota en el pesimismo ontológico de los autores. Otro contrapunto resonante fue el de Byung Chul-Han contra Slavoj Ẑiẑek. Si este último ve en el colapso sistémico en curso la oportunidad de un nuevo comunismo, el primero, en cambio, lee un capitalismo reforzado por las tecnologías y formas disciplinarias puestas en juego en países del oriente del plantea. En ambos casos, lo que falta es la identificación de sujetos de transformación. Tampoco Alain Badiou encuentra novedades subjetivas en la situación. Para él, asistimos a la mera repetición agravada del mismo fenómeno (la propagación de epidemias y catástofes), y el coronavirus se deja explicar con los saberes ya disponibles. Solo Judith Butler se atrevió a plantear una posibilidad diferente, al insinuar que en torno a la gestión desigualitaria del aparato sanitario estadounidense podría renacer un nuevo deseo de igualdad, comunicado quizás por el propio virus. 

 

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También se manifestaron, con notable repercusión, una variedad de escritorxs cuya palabra descansa en enarbolar diversas estrategias de subjetivación ligadas a minorías activas, grupos autogestivos y militancias alternativas o movimientos sociales. Estos autores aportan descripciones sobre las mutaciones en el plano de la vida ligadas tanto a los afectos que moviliza o bloquea la crisis, como a la reconfiguración de los espacios, el papel de las redes, o las tácticas del pensamiento para encontrar sentido ante lo que se presenta como un nuevo apocalipsis desde una perspectiva emancipadora. Paul B. Preciado, Verónica Gago, Franco Berardi (Bifo), o Amador Fernández-Savater, entre otrxs, han narrado en tiempo real la pandemia y, en nombre de los diversos movimientos sociales, llaman a colocar en el centro nuevas experiencias estéticas, terapéuticas o políticas fundadas en los cuidados, en la suspensión de la sujeción financiera (la deuda), o la huelga de alquileres, la reapropiación de artefactos tecnológicos y de redes sociales y en el acceso común a bienes y disfrutes. Intentan, también, anticipar y  desarmar las jugadas con las que podría responder el aparato de control. Su especificidad es la de dar cuenta del desafío de sostener politizaciones ligadas a micropolíticas de la existencia estimuladas y, a la vez, amenazadas, advirtiendo sobre la formación de bloques represivos constituidos como amenazas a las condiciones precarias de vida.

 

Cabe destacar por su calidad investigativa, dentro de esta serie de intervenciones, la del colectivo Chuang, cuyo texto, “Contagio social: guerra de clases microbiológica en China”, ofrece una lectura de las líneas de fuerza y fragilidad, así como de las zonas de emergencia desde las cuales investigar la posibilidad de rupturas y de creación de alternativas políticas y subjetivas, a partir de una analítica aguda e informada de las condiciones actuales de producción.

 

Finalmente, los escritos de Oscar Ariel Cabezas (desde la sublevación en Chile) y Maurizio Lazzarato enfatizan la importancia política de las subjetividades organizadas como clave para la crítica. Si el primero toma la sublevación en Chile como fuente de un saber de los cuidados que el aparato estatal chileno intenta liquidar mediante la represión sanitaria, el segundo toma muy en serio el hecho de que la “máquina de guerra” capitalista, por más crisis que padezca, no puede admitir ninguna clase de reforma a menos que se le oponga la amenaza concreta de una máquina de guerra revolucionaria que la enfrente.   

 

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En el contexto sudamericano, hubo, sobre todo, dos intervenciones que vale la pena comentar por el modo específico de enlazar la reflexión en torno a la pandemia con los procesos políticos o las coyunturas nacionales.

 

Vladimir Safatle da cuenta de que en Brasil la derecha enfrenta la pulsión demente del neofascismo liderado por Bolsonaro, frente a una izquierda completamente neutralizada y sin estrategia ni disposición al combate. Safatle afirma que Bolsonaro es capaz de esconder los cuerpos de los muertos por el coronavirus, encarnando y radicalizando -junto al bloque económico que lo apoya- el inconsciente esclavista del Estado brasileño. El descuido sanitario de la población y la precarización económica de los trabajadores consuman el rasgo suicida que, según Safatle, es la gran novedad del Estado brasileño en su fase actual. El neofascismo no busca gobernar la crisis sino movilizar al país, según una racionalidad que proviene de sus estructuras necropolíticas, que considera sujetos a cuya muerte no iría ya ligado el luto ni el dolor. ¿Pesimismo ontológico u oportunidad urgida de pensar todo de nuevo?

 

Por su lado, el ensayista y profesor argentino Horacio González retoma y analiza con detenimiento el debate filosófico en boga, para referirse a los modos como los distintos discursos públicos abordan la crisis, trazando transversales que permitan crear un espacio de vacilaciones productivas introducidas por la novedad de las circunstancias -no necesariamente “acontecimientos” a la Badiou- y, al mismo tiempo, rescatar el filo crítico (esa función del pensar que Walter Benjamin identificaba con la advertencia de un “aviso de incendio”), amenazado o directamente ahogado cada vez que se moviliza la unanimidad salvífica de la población y su ciega identificación con el Estado. Aislado en su casa y desde el acuerdo con la decisión de la cuarentena preventiva, González se pregunta, sin embargo, por ciertas dimensiones de ensayo para leer la barbarie del control total que poseen estos experimentos sociales, abriendo el lugar para distinciones centrales (más próximas a las formuladas por Butler que por Agamben) entre los lazos colectivos -entendidos como cuidados públicos y sanitarios- y aquellos promovidos por la perspectiva securitista y policial, afines a cierta idea de una “guerra al virus”, expresión fomentada por el presidente francés. A esta distinción promisoria entre cuidados públicos y control, González añade la necesidad de distinguir qué máquinas productivas merecen ser reactivadas luego del impasse si, como cree necesario, se trata de salir de él poniendo en juego nuevos sistemas de traducción o interfaz no capitalistas entre hombre y animal (retomando al colectivo Chuang). Esto implica, en el ritmo de su escritura, una tercera distinción -hecha en amable discusión con textos del psicoanalista Jorge Alemán- sobre el destino de la metafísica. Esto último para Alemán resulta inseparable del gran movimiento hacia la muerte de la ciencia, la técnica y la economía capitalista, mientras que en González, al contrario, merece ser rescatada de ese movimiento, para encontrar en ellas ese poder de sustracción del mundo de la física sin el cual el propio pensamiento queda, como diría Henri Bergson, cerrado sobre la faz práctica de la existencia, sin percibir el Todo Abierto de la vida.  

 

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¿Qué elementos quedan en limpio a la hora de pensar en torno a este “objeto endemoniado”? En mi caso, adulto que vive en Buenos Aires y está, como todxs, obligado a un aislamiento que entiendo necesario, solo cuento con tres fuentes de insumos para pensar lo que sucede, por fuera de los afectos más íntimos: mis clases de filosofía y política en grupos de estudio, que ahora practico por medio de un dispositivo virtual; mis intercambios de impresiones con amigxs de otras ciudades; la actividad de edición del blog Lobo Suelto, que comparto con Facundo Abramovich y León Lewkowicz y que implica la lectura diaria de reflexiones diversas sobre el asunto.

 

Se trata de una reflexión que parte de confesar su propia ignorancia sobre las implicancias científicas y las consideraciones sanitarias que forman parte del gran cálculo de riesgos (una buena definición de gubernamentalidad biopolítica foucaultiana) que organiza hoy a cada uno de los Estados. 

 

Detecto tres rasgos principales en la experiencia subjetiva de la incertidumbre que acompaña a la pandemia. El primero es lo inédito (que no quiere decir sin antecedentes): las personas que conozco no vivieron algo comparable, a pesar de que en el pasado hubieron virus y pandemias amenazantes. Lo segundo, que deriva de lo anterior, es la inducción deliberada por parte de las lógicas preventivas de los Estados -cada uno según sus cálculos- de un estado de supervivencia, en que cada quien debe velar en una primera instancia por sí mismo, olvidar redes y estrategias colectivas de vida, antes de saber si contará con asistencia pública, antes, también, de saber cómo ser útil a lxs demás y de poder anticipar mínimamente el tiempo por venir. Lo tercero podría llamarse sincronía casi planetaria de las almas y las conductas, como no se veía desde hace décadas.

 

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El “Estado fuerte”

La interrupción de los circuitos de movilidad de tantos millones de personas conlleva una aparente suspensión de la temporalidad. Un examen rápido de la situación, sin embargo, alcanza para comprobar que no estamos ante un mero paréntesis ni mucho menos ante una detención del tiempo: asistimos, en realidad, a un colapso de las estructuras que sostuvieron la “normalidad” previa. La magnitud de la destrucción, aún por determinar, impone nuevas relaciones entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero. El nuevo contexto ya no puede organizarse en torno a un llamado al orden, sencillamente porque las bases de aquel orden han sido seriamente perturbadas. Bajo el apacible paisaje de una ciudad ralentizada se presiente el movimiento hacia los extremos. Y es que tanto los partidarios de sostener a toda costa los esquemas neoliberales de reproducción social, como quienes advertimos su inviabilidad y deseamos su destrucción en beneficio de impostergables reformas radicales, necesitamos dar forma a mecanismos de intervención contundentes sobre una temporalidad en descomposición, apenas contenida por la cuarentena.

 

La cuarentena es, en este sentido, tiempo retenido o bien de elaboración pasiva, que evita un desenlace violento de las contradicciones presentes. Y, como tal, fue defendida en estos dias por el presidente argentino Alberto Fernández bajo la fórmula: “Es la hora del Estado”. Una vez más, y quizás esta vez de modo más justificado que nunca, el “Estado fuerte” emerge como figura aclamada. Pero se trata de un clamor recorrido por una ambigüedad asfixiante: el “Estado fuerte” no será más que una congestión de demandas contradictorias (salvar bancos y empresas o ponerse al servicio de una economía de base comunitaria), sin ser tan fuerte como para soportar la sobrecarga de una tensión tan insoportable. Es necesario tomar nota de las violentas contradicciones que se incuban en esa consigna, e intentar distinguir aquello que permite que por “Estado fuerte” entendamos una cosa -la salvación estatal de bancos y empresas, la extensión e intensificación del poder de control- o todo lo contrario a ella -un incremento de lo público capaz de hacer saltar la forma Estado tal y como la hemos conocido hasta el presente-. Esta contradicción extrema se hace presente a cada paso, al tiempo que la aclamada fortaleza del Estado está llamada a convertirse en fuerza de rescate de las dinámicas de la acumulación del capital, si es que no se asume desde el comienzo la necesidad de un nuevo lenguaje para asumir los criterios de su construcción.

 

Un ejemplo de la extrema tensión en la relación entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero, se evidenció en el anuncio de Fernández de la primera prolongación de la cuarentena obligatoria. Por entonces, el presidente argentino explicó que priorizaba la vida, en términos de salud, a la economía. Acto seguido, los neoliberales, gustosamente subidos al clamor del “Estado fuerte”, respondieron con una pregunta supuestamente -o más bien, tramposamente- “materialista”: ¿No es la vida, acaso, también economía? ¿No es un error “idealista” del presidente priorizar la salud en detrimento de esta indispensable materialidad económica, cuando la vida depende por igual de ambas? Lo que interesa en este ejemplo es el modo como entra en juego la materialidad en el lenguaje, determinando la materialidad misma de la disputa. En la retórica de Fernández, priorizar la salud (“la vida”) implica defender el gasto público para afrontar circunstancias excepcionales, y “que los empresarios ganen menos” (en sus palabras). Para los neoliberales, que acuden siempre a las arcas del Estado, y lo hacen tanto con mayor violencia en tiempos de crisis, se trata, en cambio, de enseñar qué es la economía, definiéndola como producción de la materialidad misma de la vida (incluida la salud), movida irremediablemente por la valorización de capital.

 

En tiempos de crisis, los neoliberales aceptan la idea de un “Estado fuerte”, imponiéndole, sin embargo, una tarea y un límite. La tarea: salvar bancos y empresas, ya que no conciben la reproducción social por fuera de la reproducción de las categorías del capital. El límite: el gasto público dedicado en el pico agudo de la crisis a garantizar momentáneamente la reproducción social, por fuera de la lógica de producción de valor, no debe perturbar el reencarrilamiento de la dinámica social hacia la acumulación de capital. En definitiva, la fuerza del Estado fuerte es, para los neoliberales, un asegurador ante el serio peligro de desfundamentar la comprensión capitalista de la vida, de la cual el lenguaje de Fernández, que opone salud a economía, no se desembaraza.

 

Es esta la tensión (apenas tolerable) entre las palabras y las cosas, y entre estas cosas y el dinero, la que llama a recrear el punto de vista materialista de la crisis para atravesar la crisis. ¿Es sostenible, acaso, semejante oposición entre salud y economía? Alcanza con abandonar el diccionario neoliberal de las palabras en español para advertir que la propia dinámica de la crisis empuja, como indica Butler, a comprender “salud” y “economía” de un modo nuevo en el que ya no es posible oponerlas. No se trata de conciliar lo que los neoliberales llaman salud y economía, sino de llegar a captar el sentido que estos términos tienen en las luchas que entretejen la crisis. La recomposición del vocabulario es una premisa fundamental para volver inteligible un principio nuevo de recomposición de las palabras y de las cosas, y entre  las cosas y el dinero. En la medida en que toda forma de vida es un modo de producción, reconstruir el andamiaje público de servicios indispensables para crear vida humana bien puede ofrecer las trazas de una economía no neoliberal. Esto implica identificar la fuerza no meramente en el Estado sino en las fuerzas materiales del cuidado, desde la salud a la educación, hasta el conjunto de redes que permiten crear forma de vida, además de nuevos continuos entre vida humana y no humana.

 

Por otro lado, está el problema de cómo el lenguaje opera sobre el tiempo. ¿El clamor en favor del “Estado fuerte” será interpretado de modo restringido en un conjunto de medidas de excepción, destinadas solo a atravesar la crisis? O, por el contrario ¿se reconoce la existencia de un nuevo tiempo que reclama el diseño de instituciones de gobierno para una nueva época? Si contra el llamado “realismo capitalista”, que no imagina mundo más allá del capital, se ensayara una inspiración no neoliberal ni tampoco apocalíptica del tiempo de las luchas, tendríamos que responder a la pregunta: ¿cuáles serían, en este caso, las categorías con las que pensar estos nuevos diseños?

 

Además de recomponer una idea no capitalista de la economía, sostenida sobre la producción de servicios que creen forma de vida, la discusión filosófica en curso permite incluir en estos diseños dos distinciones clave por igual: la del continuo entre vida humana y no humana, que no puede prescindir del cuestionamiento de la actual interfaz capitalista con la vida animal (de la que habla de modo preciso el colectivo Chuang); y la distinción entre control (el paradigma biopolítico reforzado en la utopía occidental de un modelo “oriental” -en los términos de Byung-Chul Han-) y los cuidados públicos, base comunitaria sobre los cuales pueden pensarse de aquí en más las relaciones de gobierno.     

 

Si algo define la aparente calma del momento es la espera a la activación de nuevas fuerzas. El fin del mundo que hemos conocido y, en general, el deseo de aniquilar las estructuras sobre las que hasta aquí se apoyó la normalidad, llevarían a pensar esas nuevas fuerzas más allá de la idea-Estado hasta aquí conocida, para experimentar con nuevas instituciones comunes, a partir de un reverdecer de la crítica de la economía política tal como la vienen practicando diversos movimientos sociales en lucha. El Estado fuerte activa mecanismos de salvación excepcionales, que bien se podrían convalidar como regularidades habituales para el tiempo que viene. Pasando del aislamiento impuesto por el aparato de coerción, al mismo aislamiento pero regulado por la reflexión comunitaria de los cuidados; del gobierno del miedo a la contemplación de los lenguajes con los que pensar lo que viene; una reflexión que bien puede estar extendiéndose de una imagen restringida a una ampliada de los cuidados públicos (abarcando las formas de producción, circulación y consumos).

 

Las fuerzas que esperamos,  si no quedan secuestradas en el mito de un Estado salvador del capital, remiten, en términos políticos, a un reencuentro con los fundamentos del poder colectivo y los mecanismos de creación de igualdad que en nuestra historia corresponden con el lenguaje de la revolución. Marx escribió que la revolución opone cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad a los modos de propiedad que en determinada fase lo bloquean. Las revoluciones, sobre todo, son momentos de conmoción general, en las que se agitan las condiciones económicas de la producción. Pero también son tiempos en los que se derriban las formas jurídicas, políticas y religiosas, artísticas o filosóficas con que las personas nos explicamos los conflictos. Se trata de un pensamiento muy riguroso, que combina la dimensión objetiva de la crisis con los modos subjetivos de procesarla. Más aún, la crítica de la economía política, como lo vio con toda claridad Georg Lukács, tiende a cancelar la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, reintroduciendo la subjetividad común como nueva fuerza reorganizadora del conjunto. Marx creía que la humanidad jamás se planteaba enigmas que no pudiera resolver. Quizás sean estas preguntas que nos hacemos el preciso valor de este momento.

 

 

Pantallas y fantasmas (algunas cosas que están sucediendo) // Agustín J. Valle

Ayer me paró la policía. De civil, de prepo y hostil; aprovechando las coartadas de la hora para ejercer su goce de molestar -a dañar en este caso no llegaron-. Una de las cosas que están pasando. Leo por doquier, entre los intelectuales profesionales, futurología, pronósticos y rotulación docta de lo que sucede, gente que parece batir la posta, como si no estuvieran acá, sino más allá, y bajaran o volvieran de puro generosos nomás para explicarnos. Con toda la anchura de lo que está pasando, de lo que está sucediendo; señalar tendencias ya es bastante, ya es mucho. Distinguir, de todas las capas que componen al presente (o a la coyuntura, literalmente hablando), cuáles son las más activas y crecientes, sin imágenes cerradas de lo que pasará (“la centralidad del Estado será indiscutible”, “el capitalismo financiero no puede sobrevivir al virus”, “nos reencontraremos con la lentitud y los auto cuidados”, “se viene el control estilo chino”, lo que sea). Cerrados estamos nosotros.

Formo parte de una generación -si es que eso todavía tiene sentido- criada experimentando intensidades multitudinales en recitales de rock, en la cancha, en la calle cuando nos concentramos. Y formo parte de un enorme sector social que el 10 de diciembre pasado inundó el microcentro porteño, formando una “plaza” que constituye el mayor dique contra las fuerzas reaccionarias, según le dijo Cristina a Alberto en ese alucinante teatro político (“cuando los necesites, llamalos”). Ahora -ahora que Alberto profundizó los mandatos peronista y alfonsinista de limitarse a casa/trabajo-, ahora los curtidos en multitud experimentamos esta vida encapsulada, esta vida encerrada e hiper conectada, repleta hasta el desborde de imágenes y palabras mediatizadas.

Pero digámoslo, lo veníamos preparando (desde que existen internet y el delivery, se prefiguró), secretamente deseándolo…

Como mínimo hay una afinidad electiva entre la cuarentena obligatoria y la vida celular, entre el confinamiento y el liberalismo existencial, definido (por Tiqqun en El llamamiento) como la naturalización de la idea de que cada uno tiene su vida. La vida celular, la subjetividad mediática, preparó esta compartimentación, este confinamiento. Confinamiento abierto a la virtualidad, donde todo y cualquier cosa se nos presenta al alcance de la pantalla, con un grado de realidad, empero, muy evanescente. Contemplación del infinito de posibles y construcción de realidad a la baja: parecido a una depresión.

 

Es que el modo en que se reacciona a un peligro habla no sólo de las características de la amenaza, sino también de la racionalidad del sujeto reactivo. Nos cuidamos como somos. Renunciando a todo, incluso, según le leí denunciar a Agamben, a acompañar a nuestros seres queridos en su agonía; renunciando a todo excepto a dos cosas: a “la vida” tal como la concibe el cientificismo, y a la mediósfera.

 

La orden de quedarse en casa tuvo un acatamiento tan masivo, inmediato y extremo (gente que tardó días en salir a ver qué onda…), que solo puede entenderse contemplando el cansancio agudo que caracteriza al ritmo existencial contemporáneo. La ciudad se interrumpió, pero el interior hogareño está repleto: por las convivencias, por los trabajos que se crispan virtualmente, por las angustias y miedos de quienes ven suspendida su fuente de ingreso. Y también, por la moral rendimentista, frecuencia del ambiente mismo: lo vacío de la casa es un lleno de cosas por hacer, ordenar, mejorar. Aprovechar.

Aún si padecido, ese mandato productivista evita enfrentarse con los espectros que puedan aparecer tras el umbral de la aceptación, o mejor, decisión de interrupción, de suspensión, de vacío, de gestar cuidadosamente una nada. Que no existe, por supuesto, ni el vacío, ni la nada; pero son operadores de la espectralidad, de los fantasmas entendidos como las ideas más frágiles, más delicadas, que porta nuestro cuerpo, para cuya intelección necesitamos despejar el verso mandamás de lo mediato. La pantalla ocupa el lugar, e impide, que poblemos nuestro derredor con nuestros fantasmas. Ambos términos, pantalla y fantasma, tienen la misma raíz etimológica: algo que aparece. Si está llena y es constante la pantalla, difícilmente puede brotar en nosotros una tenue pero reveladora aparición.

A la vez las pantallas no salvan, y, si cuidamos nuestra salud mediática, pueden mediar, y no mediatizar, el intercambio entre los frutos de la especialidad orgánica que brota en esta tierra. Intercambiar, encontrar, juntar, combinar algo de la experiencia pensada -observada- de los cuerpos.  Las pantallas pueden nutrirnos para caldear nuestra fantasmagoría vital. Para eso hay que lograr que sean un medio y no una constancia, no las patronas del ritmo y pulso de nuestras vidas; medio entre pares y no ventana a un más allá superior, siempre más importante, bello y verdadero que nuestro magro presentito…

 

Que me paró la policía, decía. Afinidad electiva entre lo que ya éramos y la “excepción” para el cuidado: ahora hay muchísima menos gente en la calle y las fuerzas de seguridad tiene muchas más excusas para molestar y prepotear. Y lo peligroso es que no solamente el modo en que se articula el cuidado está hecho de la subjetividad que ya éramos, sino que, también, las novedades, los movimientos, los cambios, pueden quedarse más allá de su causa de aparición. “El distanciamiento social llegó para quedarse”, leí por ahí, como título de un matutino porteño; el entrecomillado elevaba el estatuto de la afirmación, porque expresaba la voz de un médico, o más aún, de un científico. Y recordemos que los científicos también son sacerdotes que saben más sobre la vida que lo que la propia vida sabe de sí; también nos mediatizan, en tanto nos separan de potestades inmediatas, como pensar y decidir -haciendo uso, más que obediencia, de la información- los modos de cuidarnos.

En todo efecto puede haber un plus respecto de su causa, decía Ignacio Lewkowicz. El ejemplo que ponía IL era la formación de los Estados modernos: estructuras de administración y contabilidad formadas por las necesidades de gestionar el excedente agrícola en el medioevo tardío, pero una vez formados, resultaron una entidad política que excedió en mucho a la mera gestión de la administración contable, primando como entidad política central, y luego como máquina fundante de subjetividad.

La policía me paró mientras caminaba acá en mi barrio; una fiorino utilitario paró de golpe a mi lado y dos ñatos bajaron al toque interpelándome que qué hacía, a dónde iba, dónde vivía, y sobre todo, por qué no tenía barbijo, sino una bufanda, y por qué no la tenía puesta. Yo me hice mucho el nabo -bien que me sale-, a la vez diciéndoles que había leído el decreto que obligaba a usar tapabocas, no barbijo, y al interior de los comercios, transportes públicos y dependencias de atención al público. No en la vereda. Fue interesante algo: bajaron y mostraron unas planillas, bien de burocracia estatal, amenazándome con una multa, bien de rapiña para la caja larretiana; me pidieron mi documento, pero se referían solo al número, que al ingresarlo en un aparatito, parecido a un celular (de hecho era algo celular), les saltó que yo tengo aprobado permiso para transitar. Les hice un chiste al final: el de la planilla y la multa mantuvo su cara perruna; el del artefacto digital se rió bajo el barbijo.

A un pibito en Bahía en cambio lo molieron a golpes, los uniformados y armados por el Estado. Mientras, hemos visto a los altos mandos de las FFAA hablar en conferencia desde Olivos del “orgullo de ser militares”, en La Matanza se reúnen intendente, gobernador y Presidente para festejar tres mil nuevos gendarmes en las calles, ante un riesgo de desborde social en cualquier momento, si ya veníamos al borde, con cuarenta por ciento de pobreza y millones de personas que de pronto dejan de percibir ingresos. En ese acto Alberto dijo “les agradezco a ustedes, los gendarmes, como a todo el personal de las fuerzas de seguridad, como también a todos los miembros de los movimientos sociales”. A gusto o a disgusto el Estado progresista es policial y apela empero a los movimientos para contener el hambre, la anomia y la desesperación en los barrios más humildes.

 

Algunas cosas que están sucediendo.

 

Fuente: Revista Ignorantes

Más allá del Coronavirus ¿Cómo salimos de la pandemia neoliberal? // Maxi Pedreros

 

Es un hecho muy inusual que un gobierno en plena crisis sea rescatado por un virus que probablemente -en el corto plazo-  haga colapsar los servicios de salud y extermine a una cantidad no menor de adultos mayores pobres. Es terrible sentir que esa potente idea de “pueblo”, ese sentimiento de unidad colectiva, forjado unos meses atrás en Chile, en el que, aunque caótico y espontáneo, se percibía un movimiento común, comience poco a poco a desintegrarse. Lo más evidente de este desmoronamiento, el rápido aumento de la popularidad de Sebastián Piñera en las encuestas. Una pregunta necesaria al respecto podría ser, ¿qué deseos trae consigo esa subida de porcentaje de aprobación? Lo que, en términos más amplios, equivaldría a preguntarse por las implicancias políticas de los actuales acontecimientos.

                Pese a todo, lejos de desvanecerse, azotado por una doble crisis, el gobierno en Chile parece estabilizarse. Sin duda, los militares en las calles no producen el mismo efecto que hace cinco meses y, en ese sentido, es certera la irónica y degradante frase del Ministro de Salud: “Un país que no quería nada de tropas en la calle, hoy clama porque tenga militares, armados, uno en cada puerta”. Desde este punto de vida, la crisis sanitaria en Chile puede producir que la bestia, que se había logrado conjurar durante cinco meses, rompa el sello y emerja nuevamente.

                Se trata del retorno del Chile fabricado durante de la dictadura. El Chile del milagro económico, del paraíso del consumo y de la inversión, de la inflación 0. Chile de la compra compulsiva de papel higiénico, del asco al otro, de veraneos en medio de la miseria. Chile campeón, falo-adorador del emprendimiento y orgulloso de la satisfacción personal basada en el sufrimiento ajeno. Chile competitivo. La competencia, como siempre, termina siendo por la vida: un renovado Coliseo romano. El exitoso, paga, el fracasado, muere en el consultorio en invierno. Los ojos perdidos hoy sangran doblemente. Chile despertó, está vez dentro de otro sueño.

                Sin embargo, el fenómeno virulento, permea también nuevas posibilidades para la política global y local. Es la oportunidad para un profundo cuestionamiento al modelo económico-jurídico. El simulacro antes de la batalla decisiva. El gobierno de Chile no puede declarar cuarentena obligatoria, porque su marco de acción política está cien por ciento apegado a la razón del mercado. Las muertes, son pérdidas necesarias, inversiones quizás (hay que romper un par de huevos para hacer la tortilla), la emergencia es también una oportunidad de crecimiento, ¿quiénes están detrás de las instalaciones médicas en el lugar de reunión de la clase acomodada? Las decisiones gubernamentales deben estar al servicio del crecimiento porque eso es lo que las legitima y, lamentablemente, un porcentaje no menor del pueblo chileno también lo entiende así, ¿acaso alguien quiere seguir perdiendo dinero en sus fondos personales administrados por las AFP?

                La otra cara de la cuarentena, es la notaria disminución de la contaminación en los lugares en los que esta se ha sostenido. Lo que abre la esperanzadora pregunta, ¿será posible pensar una política gubernamental que se legitime a través de decisiones ecológicas? Una verdadera eco-política. Con decisiones ecológicas no nos referimos solo a las más urgentes frente al avance del calentamiento global y, el cada vez más acelerado, agotamiento de los recursos hídricos; sino que también, a la ecología mental y social: el necesario tiempo para digerir la experiencia colectivo-afectiva. Tampoco nos referimos a un gobierno que tome mayores medidas para la protección del medio ambiente. Un gobierno neoliberal también puede ser ecologista. Nos referimos, a fin de cuenta, a la ecología instalada en el corazón mismo de la razón de Estado.

                Para quienes somos más optimistas, la crisis sanitaria nos hace soñar con una política que desmonte la premisa “producir para producir”, en tanto, eje de todas las decisiones de gobierno. Un estado de cosas, en que el “bien común” suponga, ya no la realización completa de un capitalismo extractivista, sino, pausas necesarias en un planeta y en un psiquismo colectivo que necesitan respirar. De este modo, no se trata de pensar que el “Chile despertó” era superficial, que fue un paréntesis en medio de la masacre que seguirá acaeciendo, todo lo contrario, puesto que todavía es viable conectar esa alegre potencia colectiva del estallido con la posibilidad de un Estado soberano local y global, que ponga en el centro de su aparato administrativo, una ecología vital, que afirme con entereza lo que el pueblo mapuche viene enunciando desde hace siglos: “la tierra no es de la gente porque la gente es de la tierra.”

                 Para terminar, quisiéramos llamar la atención sobre la pragmática política que puede suponer esta crisis en un año marcado por un proceso constituyente en Chile. La crisis del COVID-19 nos demuestra que no basta con reformas política que desmantelen o suavicen ciertas políticas neoliberales (que por cierto son imperiosamente necesarias), sino que, lo que se debe reformar es fundamentalmente el sentido empresarial instalado en el centro de todas las decisiones políticas y diseminado, paradójicamente, cual virus, en millares de formaciones deseantes de la vida cotidiana.

 

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