La corrupción // Diego Sztulwark
A partir de la modernidad, cuando lo político pasa a depender de la construcción de una legitimidad popular, y ya no se deriva de principios teológicos o morales, comienza a problematizarse la soberanía del Estado desde un punto de vista inmanente, sea a través de la ficción de un pacto o contrato, o bien de desarrollos dialéctico-evolutivos que derivan lo político del despliegue de la sociedad. Las luchas obreras y populares, que abren el período que va de la Comuna de París a las revoluciones socialistas del siglo XX, exacerbaron –sobre todo a partir de la Revolución Rusa– una consideración histórico política que cuestionaba el aislamiento de valores tales como la decencia o la honestidad de las prácticas socioeconómicas.
De Marx en adelante, la teoría política no se reduce a la forma Estado ni al supuesto jurídico de un contrato en el que, se supone, se fundamentaría, sino que explora las relaciones estructurales, los mecanismos de explotación y las dinámicas de subjetivación de las clases sociales, es decir, de las luchas. La lucha de clases emerge como criterio político mayor. Fue desde el campo del marxismo crítico que se elaboró la crítica de la URSS como degeneración y burocratización del primer Estado obrero. No se trató de una mera denuncia de la formación de una capa o clase corrupta en el poder, sino de la caracterización profunda de un proceso de descomposición de la subjetividad comunista, de la destrucción del tejido colectivo y libertario del que se esperaba la emergencia de una sociedad sin clases. La corrupción, desde un punto de vista político revolucionario, no se restringía a un juicio moral o a una tipificación penal sino que remitía a una analítica de la formación y la descomposición de las fuerzas históricas.
Nuestros años 90
La situación política de postguerra fría, con la desaparición de la URSS, abre un período nuevo en el que las clases dominantes ya no son confrontadas con un modelo alternativo de organización de la reproducción social. El empresario, y ya no el revolucionario, pasa a ser el héroe de la sociedad.
El fin de la amenaza socialista reposicionó la crítica no radical del neoliberalismo fundada en valores cristianos. La iglesia latinoamericana fue pionera: luego de denunciar a la teología de la liberación, elaboró un discurso no radicalizado de los males del capitalismo como modo de heredar los temas de la injusticia que luego de la revolución cubana habían pasado a manos de las izquierdas políticas. Pobreza y corrupción fueron desde entonces dos de los ejes fundamentales de la denuncia política, siendo la segunda la que mejor cuajó con el período posterior a la transición democrática: una vez esterilizada la amenaza del partido militar y debilitado el desafío obrero y socialista, el discurso anticorrupción copó la escena política. Se trató de un discurso fuertemente moralista y juridicista, de cura o de fiscal, que en la Argentina menemista de los años 90 fue encarnado sobre todo por Chacho Álvarez, el Frepaso y la Alianza. Este discurso –antecedente del discurso republicano de Elisa Carrió– consumó desde entonces un desarme total del ciclo de politización anterior. Ya no se trataba de politizar el modo de acumulación y de toma de decisiones a él ligado, sino de enarbolar valores de decencia, de gestionar, sin comisión de delitos, la reproducción del capital en el territorio nacional. El consenso anti-corrupción fue generado por las corporaciones económicas, mediáticas, eclesiales y políticas como un medio práctico e indoloro de rotar el personal político sin reabrir la crítica al modo de acumulación. Claro que el capital, en su impulso antiburocrático, no ha dejado de promover la corrupción como modo de agilizar negocios, de aceitar mecanismos, boicoteando los límites políticos que pueda imponerle la representación popular. Ahí está el corazón del asunto. Se le llama corrupción al pago de dinero a cambio de torcer una decisión o transgredir un límite legal, sin presumir que ese forzamiento obedece a una corrupción de tipo estructural, que secuestra mecanismos públicos para transferir plusvalía social a manos privadas a través de los más variados mecanismos financieros de las privatizaciones al endeudamiento. En su modo crítico –ver sobre todo el libro best-seller de la época, Robo para la corona, de Horacio Verbitsky–, el discurso contra la corrupción alcanzaba a caracterizar la coima como el precio que el capital aceptaba pagar para comprar los favores de los partidos de raigambre popular, en el contexto de una disputa entre fracciones (grupos locales devaluadores vs. actores globalizados, dolarizadores).
La forma política inconclusa
Muy pocas veces es posible asistir a la coincidencia entre el grado cero de lo político y de la escritura. Tal cosa ocurrió durante la denominada “crisis del 2001”. En varios países de la región, la irrupción de movimientos colectivos en las calles acabó con la legitimidad de las políticas neoliberales. Si bien esta situación fue aprovechada por los gobiernos llamados “populares”, dejó sin realización y como entreabierta la posibilidad de inventar una forma política capaz de superar esta institucionalidad liberal, que depende tanto de una inserción subordinada de los países en el mercado mundial como de modos de satisfacción de las poblaciones sustentados en consumos de por sí limitados por la estructura empresaria –de producción y distribución– que en todos los casos quedaron intocados. Los movimientos sociales más favorecidos por recursos del Estado fueron incluidos en la máquina de gestión del gobierno de los territorios y debilitados en su capacidad de crear formas comunitarias de participación desde abajo frente a la persistencia de una socialidad neoliberal y violenta cuyos mecanismos nunca fueron desmontados. Con la llegada del gobierno de Macri, la precariedad de la mediación progresista fue denunciada como mafia y corrupción, no con el fin de enmendarla, sino de liquidar para siempre la idea de una mediación política popular.
Antes los fierros, ahora la guita
La década kirchnerista –que es necesario pensar como parte de un fenómeno de escala regional– introdujo una novedad con respecto al planteo de la relación entre dinero y política. Frente al tradicional financiamiento político por medio de la obra pública y otras contrataciones del Estado (hábitos tan perdurables como el financiamiento de la policía a través de la gestión del crimen organizado), se difundió un discurso militante que justificaba en privado la acumulación ilegal de dinero por medio del uso de fondos públicos, como un camino para dar la pelea a las elites establecidas que controlan todos los recursos económicos, institucionales y mediáticos. Pero allí se mezclaron cosas diferentes. Una cosa fue la transferencia de recursos a organizaciones populares, otra la recaudación para financiar campañas electorales y otra el enriquecimiento privado. La primera fue absolutamente justa, aún cuando resulte discutible el modo como se la hizo (y no se trata de una discusión menor). La segunda se presta a todo tipo de interpretaciones manipuladoras e hipócritas, que evitan dar lugar a una auténtica argumentación sobre la relación entre financiación y acumulación política. Y la tercera se resuelve íntegramente con el código penal en la mano, respetando garantías de debido proceso y legítima defensa. La confusión de estas tres instancias con el fin de legitimar políticas de supuesta transparencia empresarial es triplemente canalla: primero, porque celebra la dinámica de concentración de capital y no el de la distribución de la riqueza; segundo, porque legitima la ecuación inmunda según la cual el partido de los honestos es siempre el de los ricos; y tercero, porque oculta que los supuestos saneadores morales son los mayores protagonistas (ayer y ahora) del desfalco en el país. La simultánea mediatización de lo político de estos últimos años termina de conformar el cuadro actual: se trata de volver “visible” la corrupción. Mostrar el dinero. El funcionario kirchnerista José López con sus bolsos llenos de dólares y los cuadernos de Centeno dan la talla cinematográfica. Y la dan por lo que muestran tanto como por lo que ocultan, como argumenta la investigadora Mónica Peralta Ramos, desde hace varios domingos, en El Cohete a la Luna, para quien el escándalo de los “cuadernos” resulta inseparable de las operaciones financieras destinadas a posicionar capitales norteamericanos en relación con empresas locales y posiciones chinas en la región.
Quizás lo más grave en esta situación sea la incapacidad de criticar abiertamente la precariedad de esta mediación progresista –la degradación política de esa mediación territorial, gremial, empresarial- desde una izquierda no abstracta (o no gorila, como le gusta decir al peronismo) y desde movimientos sociales no estatizados. Esta incapacidad acaba por debilitar el planteamiento de un problema urgente: el de la construcción de una mediación popular de calidad, capaz de crear mecanismos públicos de distribución de riquezas y de ampliación y descentralización de la decisión política. Esta pobreza y la degradación de la mediación política está en el fondo de lo que vemos emerger como una profunda crisis de la democracia. Lo que no planteamos a tiempo, por izquierda y con buenas razones, se manipula después por derecha con revanchismo y en función de un proyecto abiertamente antipopular.
La corrupción del Estado de derecho
Para Maquiavelo, la república consistía en que el partido de los pobres fuera más fuerte que el de los ricos. La democracia siempre fue pensada por los republicanos como exaltación de la cosa pública o común por sobre el poder de la propiedad privada. Actualmente, cuando las dictaduras militares han dejado de ser el principal instrumento de lucha contra este concepto popular de la democracia, se apela a los instrumentos del Estado de derecho –vigencia de las leyes, existencia de tres poderes, etc.– para liquidar toda participación popular plebeya capaz de desbordar los marcos de la obediencia impuesta por la alianza entre libre mercado y contención de la pobreza. La corrupción de la democracia llega a su extremo cuando es negada en sus mecanismos básicos, incluso los de representación, la presunción de inocencia y de derecho a la legítima defensa. Se trata, no por casualidad, de una realidad regional. Tanto en la Argentina como en Brasil, la incapacidad del bloque en el poder de relanzar un programa de activación de los flujos de capital en el territorio reduce el juego político a la persecución o destrucción del enemigo populista por todos los medios (este es el sentido último de la persecución a Lula y Cristina). Estos nuevos republicanos ya no se interesan en la “cosa pública”. Su consigna, el “respeto por las instituciones”, pasa a tener un único sentido: bloquear toda experimentación de una nueva institucionalidad abierta. En el caso argentino, esta degradación democrática vía manipulación hostil del orden legal vigente, es fácil de entender cuando repasamos la represión a las manifestaciones callejeras y los conflictos gremiales, la violencia policial en barrios, la desaparición seguida de muerte de Santiago Maldonado, el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, la doctrina Chocobar, la detención ilegal de Milagro Sala, el decreto que introduce de lleno a las Fuerzas Armadas en el ámbito de la seguridad interior que la ley les veda. Muchas de estas cosas se dieron también durante el kirchnerismo (y en el Brasil de Lula); la diferencia es que el gobierno de Macri (y el de Temer) no solo las tolera y las soporta, sino que también las impulsa, justifica y celebra.
La corrupción de la mediación plebeya
Bajo la consigna de la lucha contra “la corrupción”, los poderes conservadores se proponen desactivar toda política plebeya y hasta populista (plebeyismo controlado desde arriba) a través de la utilización espuria de los instrumentos del Estado de derecho, con el propósito de aniquilar todo impulso democrático que provenga de organizaciones sociales y populares. Su fuerza, la fuerza que le dan los grandes medios de comunicación y las redes sociales, es proporcional a la debilidad de la mediación precaria entre Estado y territorios, entre Estado y capital, entre movilización y sistema de toma de decisiones de los gobiernos populistas, cuyo recuerdo se busca destruir. Esa precariedad es el núcleo real de una crítica al kirchnerismo no derechista, no liberal, no reaccionaria.
El problema pendiente, desde 2001 a la fecha es, entonces, el de la constitución de una mediación activa, con protagonismo popular y comunitario, en base a la coordinación posible entre las luchas de las últimas décadas, tales como los movimientos de derechos humanos, gremiales, de mujeres, de los piqueteros, contra el extractivismo, unidas a los pibes de los barrios, contra el racismo y la represión. Ante el derrumbe de la inconsistente ilusión de los neoliberales de una integración espontánea y satisfactoria de las masas populares con los mercados, pero también ante la asistencia de una mediación pastoral, específicamente católica, comandada por la iglesia –y por los adherentes al pacto de San Cayetano–, incapaz de concebir una articulación verdaderamente dinámica y productiva de las luchas –como se ha visto en la discusión sobre el aborto–, se hace cada vez más clara la necesidad de convocar a todos aquellos que quieran poner freno a este estado de cosas sin quedar presos de la rosca política de los conservadores de toda laya, que solo hablan de unidad para garantizar privilegios y sostener el actual orden de cosas. Desactivar el discurso de la corrupción, en tanto que teoría política reaccionaria, no implica eludir el tema, sino, al contrario, construir criterios propios para pensarlo a fondo, no sólo como perversión moral o infracción a la ley sino también en sus relaciones con los modos de acumulación económica y política; cuestión que, de llevarse a fondo, seguramente redundará en una nueva teoría de la regulación de las finanzas por parte de las instituciones democráticas radicalizadas.