Anarquía Coronada

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Devenir burócrata // Diego Valeriano

Devenir burócrata es peor que ortiba, buchón, careta. Es abandonar la vitalidad, regalar las pocas ganas que te quedaban de vivir al Estado, tenerle miedo a lo que vagabundea, a ciertas maneras de decir, a un modo de andar Es hacer silencio frente al ruido ensordecedor de Berni, delirar troskos de manera imbécil, ser festejante de millonarios que ni te participan en su negocio. Es recordar los muertos según quien sea el victimario, de que barrio, quien gobierna. Es acomodar la historia de acuerdo a ciertas órdenes impartidas, escuchar ciertas radios, vomitar indignación solo cuando se está seguro, solo si hay red, si hay una orden. Es ver cómo se pierde la calle de modo inexorable frente a gente temerosa, imbécil, cruel, harta. 

Trocar militancia por responsabilidad, revolución por cuidados, segundeo por obediencia, andar por quietud. Agradecer a un presidente porque te cuida, sentirte contenta porque te cuidan, sentir miedo si no te cuidan. Burócrata, keynesiano de wasap, profe por zoom, trabajadora social, psicólogo del  juzgado, becario del Conicet como todo llanto. Hablar de cosas que ya no te afectan, envejecer de repente, parecerte a un cobani pero sin fierro, ni aguante, ni calle. Señalar, explicar, encasillar las vidas, batatear de futuro, opinar. Ser parte de los dispositivos que quieren moldear los cuerpos: marcarlos, incluirlos como excluidos, obligarlos a expresar signos, salvarlos, inmovilizarlos.

Devenir burócrata, sentirte parte de manera obediente de una maquinaria lejana, absurda, ajena, muerta. Abandonar la vida, hacer caso, estar vivos solo de manera legal, respirar pausadamente, moverse en el lugar. Renunciar a la manija hermosa de vagar, de decir pavadas, de reirse como un imbécil, de no creer que la política -ideológica, tribunera, partidista, puro termo- sea algo que valga la pena vivir a diario.

El virus, la crítica y el “Estado fuerte” // Diego Sztulwark

La crítica

Desde siempre, la palabra de quien habla en nombre de la filosofía ha sido motivo de burla, recelo y también de admiración. La arrogancia e impostura asociadas a la pretensión del decir filosófico ­-aspirante al saber- han concitado, sin embargo, particular atención cada vez que el discurso teórico pudo mostrar alguna clase de utilidad para alguien cuando articula la creación de conceptos con la creación de formas de vida. Esa exigencia de practicidad pesa sobre la intervención filosófica en el espacio público, sabiéndose bajo la atención examinadora y suspicaz de unxs lectores que la someten a la pregunta práctica: ¿Para qué sirve semejante discurso?

 

El capital de Karl Marx marca un punto de inflexión en la historia de esta relación entre discurso teórico y vida práctica. La operación, presente en su “Crítica de la economía política”, surgió al cabo de una larga batalla contra la religión que se desplazaba entonces a comprender y transformar las relaciones de producción. Esta fusión entre discurso reflexivo y deseo de revolución caracteriza el nacimiento y la fuerza de la crítica moderna, que en la obra de Marx llegó a penetrar en el misterio fundamental de la sociedad capitalista: el poder de un “objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas”, cuya circulación perturba a la conciencia humana creando la impresión duradera de una doble realidad. Este objeto circulante, llamado “mercancía”, se presenta como un cuerpo particular revestido de una realidad fantasmagórica que anima sus movimientos. La función de la crítica moderna es mostrar no solo cómo se produce semejante desdoblamiento -de procedencia teológica-, por el cual una existencia material sensible aparece como portadora de una misteriosa realidad espiritual o suprasensible -“valor”-, sino también, y sobre todo, develar que esa realidad suprasensible no es propiedad natural del cuerpo mismo de la mercancía –fetichismo-, sino en la medida en que ese cuerpo expresa relaciones sociales capitalistas de producción.

 

Un siglo después, Guy Debord, autor de La sociedad del espectáculo, aplica el mismo método crítico para dar cuenta, en las condiciones del capitalismo tardío, de la evolución de este “objeto endemoniado” que circula ahora bajo la forma de la “imagen” en condiciones de producción maduras: “Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una  representación”. El mundo devenido espectáculo es un poderoso “instrumento de unificación” que reúne en el régimen de lo visible todo aquello que la imagen-mercancía separa en el orden de la vida. Como en Marx, el poder metafísico de la imagen “física” no surge de su propio cuerpo, sino de su aptitud para viabilizar la división que recorre la constitución misma de lo social.    

 

¿Hasta qué punto la intervención filosófica actual retoma el uso de los procedimientos de la crítica moderna para dar cuenta de la circulación de un nuevo “objeto endemoniado”, virus físico a cuya realidad metafísica se le atribuye el milagro de la interrupción momentánea de la sacrosanta dinámica de la economía de mercado? ¿Quiere aún la filosofía investigar en qué medida este cuerpo mínimo expresa las postmodernas relaciones de producción, abriendo el campo de aquello que sería deseable transformar en las relaciones humanas, con lo humano y lo no humano?

 

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Rita Segato vinculó recientemente la circulación del COVID-19 a lo que Ernesto Laclau denominó el “significante vacío”. A diferencia de la tradición que de Marx a Debord lee sintácticamente al objeto “endemoniado” para descubrir en él la clave de comprensión de las relaciones de producción, el “significante vacío” pasa por alto este reenvío a la materialidad productiva de los cuerpos y apunta de modo directo a las leyes del lenguaje en las que se dirime la lucha interpretativa. La reacción de Segato consiste en devolver significación a la materia microscópica del virus, para escuchar ahí, en esa voz inaudible de lo no-humano, un sentido previo que pertenece a la materia primera sobre la que se constituye toda disputa política. Una voz que se limita a recordar que la humana no es la especie única en esta tierra ni le cabe aspirar a la eternidad. Y que su propio futuro se dirime en su capacidad de imaginar, mediante el empleo de la crítica y el reencuentro sensible con la materia, un continuum virtuoso con la vida no-humana

 

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Marzo impulsó a lxs pensadores críticos a la escritura. Algunxs de ellxs, los maestros de la argumentación occidental, reconocidos por sus aportes previos, tendieron a justificar la validez de sus aportes y a comunicar el uso de sus nociones clave en la nueva coyuntura global provocada por la llamada zoonosis. La intervención más resonante, y quizás también la más polémica, fue la de Giorgio Agamben, para quien la reacción de los Estados contra la pandemia ejemplifica, de modo lineal, su lección sobre la figura del Estado de excepción como clave de comprensión de los dispositivos de control. A la respuesta escéptica del pensador Jean-Luc Nancy, que llama a tomar en serio la gravedad de la pandemia, siguió la defensa del profesor Roberto Esposito, para quién la filosofía debe advertir sobre el paradigma biopolítico de poder que domina la acción de los Estados. El interés académico del diagnóstico se agota en el pesimismo ontológico de los autores. Otro contrapunto resonante fue el de Byung Chul-Han contra Slavoj Ẑiẑek. Si este último ve en el colapso sistémico en curso la oportunidad de un nuevo comunismo, el primero, en cambio, lee un capitalismo reforzado por las tecnologías y formas disciplinarias puestas en juego en países del oriente del plantea. En ambos casos, lo que falta es la identificación de sujetos de transformación. Tampoco Alain Badiou encuentra novedades subjetivas en la situación. Para él, asistimos a la mera repetición agravada del mismo fenómeno (la propagación de epidemias y catástofes), y el coronavirus se deja explicar con los saberes ya disponibles. Solo Judith Butler se atrevió a plantear una posibilidad diferente, al insinuar que en torno a la gestión desigualitaria del aparato sanitario estadounidense podría renacer un nuevo deseo de igualdad, comunicado quizás por el propio virus. 

 

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También se manifestaron, con notable repercusión, una variedad de escritorxs cuya palabra descansa en enarbolar diversas estrategias de subjetivación ligadas a minorías activas, grupos autogestivos y militancias alternativas o movimientos sociales. Estos autores aportan descripciones sobre las mutaciones en el plano de la vida ligadas tanto a los afectos que moviliza o bloquea la crisis, como a la reconfiguración de los espacios, el papel de las redes, o las tácticas del pensamiento para encontrar sentido ante lo que se presenta como un nuevo apocalipsis desde una perspectiva emancipadora. Paul B. Preciado, Verónica Gago, Franco Berardi (Bifo), o Amador Fernández-Savater, entre otrxs, han narrado en tiempo real la pandemia y, en nombre de los diversos movimientos sociales, llaman a colocar en el centro nuevas experiencias estéticas, terapéuticas o políticas fundadas en los cuidados, en la suspensión de la sujeción financiera (la deuda), o la huelga de alquileres, la reapropiación de artefactos tecnológicos y de redes sociales y en el acceso común a bienes y disfrutes. Intentan, también, anticipar y  desarmar las jugadas con las que podría responder el aparato de control. Su especificidad es la de dar cuenta del desafío de sostener politizaciones ligadas a micropolíticas de la existencia estimuladas y, a la vez, amenazadas, advirtiendo sobre la formación de bloques represivos constituidos como amenazas a las condiciones precarias de vida.

 

Cabe destacar por su calidad investigativa, dentro de esta serie de intervenciones, la del colectivo Chuang, cuyo texto, “Contagio social: guerra de clases microbiológica en China”, ofrece una lectura de las líneas de fuerza y fragilidad, así como de las zonas de emergencia desde las cuales investigar la posibilidad de rupturas y de creación de alternativas políticas y subjetivas, a partir de una analítica aguda e informada de las condiciones actuales de producción.

 

Finalmente, los escritos de Oscar Ariel Cabezas (desde la sublevación en Chile) y Maurizio Lazzarato enfatizan la importancia política de las subjetividades organizadas como clave para la crítica. Si el primero toma la sublevación en Chile como fuente de un saber de los cuidados que el aparato estatal chileno intenta liquidar mediante la represión sanitaria, el segundo toma muy en serio el hecho de que la “máquina de guerra” capitalista, por más crisis que padezca, no puede admitir ninguna clase de reforma a menos que se le oponga la amenaza concreta de una máquina de guerra revolucionaria que la enfrente.   

 

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En el contexto sudamericano, hubo, sobre todo, dos intervenciones que vale la pena comentar por el modo específico de enlazar la reflexión en torno a la pandemia con los procesos políticos o las coyunturas nacionales.

 

Vladimir Safatle da cuenta de que en Brasil la derecha enfrenta la pulsión demente del neofascismo liderado por Bolsonaro, frente a una izquierda completamente neutralizada y sin estrategia ni disposición al combate. Safatle afirma que Bolsonaro es capaz de esconder los cuerpos de los muertos por el coronavirus, encarnando y radicalizando -junto al bloque económico que lo apoya- el inconsciente esclavista del Estado brasileño. El descuido sanitario de la población y la precarización económica de los trabajadores consuman el rasgo suicida que, según Safatle, es la gran novedad del Estado brasileño en su fase actual. El neofascismo no busca gobernar la crisis sino movilizar al país, según una racionalidad que proviene de sus estructuras necropolíticas, que considera sujetos a cuya muerte no iría ya ligado el luto ni el dolor. ¿Pesimismo ontológico u oportunidad urgida de pensar todo de nuevo?

 

Por su lado, el ensayista y profesor argentino Horacio González retoma y analiza con detenimiento el debate filosófico en boga, para referirse a los modos como los distintos discursos públicos abordan la crisis, trazando transversales que permitan crear un espacio de vacilaciones productivas introducidas por la novedad de las circunstancias -no necesariamente “acontecimientos” a la Badiou- y, al mismo tiempo, rescatar el filo crítico (esa función del pensar que Walter Benjamin identificaba con la advertencia de un “aviso de incendio”), amenazado o directamente ahogado cada vez que se moviliza la unanimidad salvífica de la población y su ciega identificación con el Estado. Aislado en su casa y desde el acuerdo con la decisión de la cuarentena preventiva, González se pregunta, sin embargo, por ciertas dimensiones de ensayo para leer la barbarie del control total que poseen estos experimentos sociales, abriendo el lugar para distinciones centrales (más próximas a las formuladas por Butler que por Agamben) entre los lazos colectivos -entendidos como cuidados públicos y sanitarios- y aquellos promovidos por la perspectiva securitista y policial, afines a cierta idea de una “guerra al virus”, expresión fomentada por el presidente francés. A esta distinción promisoria entre cuidados públicos y control, González añade la necesidad de distinguir qué máquinas productivas merecen ser reactivadas luego del impasse si, como cree necesario, se trata de salir de él poniendo en juego nuevos sistemas de traducción o interfaz no capitalistas entre hombre y animal (retomando al colectivo Chuang). Esto implica, en el ritmo de su escritura, una tercera distinción -hecha en amable discusión con textos del psicoanalista Jorge Alemán- sobre el destino de la metafísica. Esto último para Alemán resulta inseparable del gran movimiento hacia la muerte de la ciencia, la técnica y la economía capitalista, mientras que en González, al contrario, merece ser rescatada de ese movimiento, para encontrar en ellas ese poder de sustracción del mundo de la física sin el cual el propio pensamiento queda, como diría Henri Bergson, cerrado sobre la faz práctica de la existencia, sin percibir el Todo Abierto de la vida.  

 

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¿Qué elementos quedan en limpio a la hora de pensar en torno a este “objeto endemoniado”? En mi caso, adulto que vive en Buenos Aires y está, como todxs, obligado a un aislamiento que entiendo necesario, solo cuento con tres fuentes de insumos para pensar lo que sucede, por fuera de los afectos más íntimos: mis clases de filosofía y política en grupos de estudio, que ahora practico por medio de un dispositivo virtual; mis intercambios de impresiones con amigxs de otras ciudades; la actividad de edición del blog Lobo Suelto, que comparto con Facundo Abramovich y León Lewkowicz y que implica la lectura diaria de reflexiones diversas sobre el asunto.

 

Se trata de una reflexión que parte de confesar su propia ignorancia sobre las implicancias científicas y las consideraciones sanitarias que forman parte del gran cálculo de riesgos (una buena definición de gubernamentalidad biopolítica foucaultiana) que organiza hoy a cada uno de los Estados. 

 

Detecto tres rasgos principales en la experiencia subjetiva de la incertidumbre que acompaña a la pandemia. El primero es lo inédito (que no quiere decir sin antecedentes): las personas que conozco no vivieron algo comparable, a pesar de que en el pasado hubieron virus y pandemias amenazantes. Lo segundo, que deriva de lo anterior, es la inducción deliberada por parte de las lógicas preventivas de los Estados -cada uno según sus cálculos- de un estado de supervivencia, en que cada quien debe velar en una primera instancia por sí mismo, olvidar redes y estrategias colectivas de vida, antes de saber si contará con asistencia pública, antes, también, de saber cómo ser útil a lxs demás y de poder anticipar mínimamente el tiempo por venir. Lo tercero podría llamarse sincronía casi planetaria de las almas y las conductas, como no se veía desde hace décadas.

 

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El “Estado fuerte”

La interrupción de los circuitos de movilidad de tantos millones de personas conlleva una aparente suspensión de la temporalidad. Un examen rápido de la situación, sin embargo, alcanza para comprobar que no estamos ante un mero paréntesis ni mucho menos ante una detención del tiempo: asistimos, en realidad, a un colapso de las estructuras que sostuvieron la “normalidad” previa. La magnitud de la destrucción, aún por determinar, impone nuevas relaciones entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero. El nuevo contexto ya no puede organizarse en torno a un llamado al orden, sencillamente porque las bases de aquel orden han sido seriamente perturbadas. Bajo el apacible paisaje de una ciudad ralentizada se presiente el movimiento hacia los extremos. Y es que tanto los partidarios de sostener a toda costa los esquemas neoliberales de reproducción social, como quienes advertimos su inviabilidad y deseamos su destrucción en beneficio de impostergables reformas radicales, necesitamos dar forma a mecanismos de intervención contundentes sobre una temporalidad en descomposición, apenas contenida por la cuarentena.

 

La cuarentena es, en este sentido, tiempo retenido o bien de elaboración pasiva, que evita un desenlace violento de las contradicciones presentes. Y, como tal, fue defendida en estos dias por el presidente argentino Alberto Fernández bajo la fórmula: “Es la hora del Estado”. Una vez más, y quizás esta vez de modo más justificado que nunca, el “Estado fuerte” emerge como figura aclamada. Pero se trata de un clamor recorrido por una ambigüedad asfixiante: el “Estado fuerte” no será más que una congestión de demandas contradictorias (salvar bancos y empresas o ponerse al servicio de una economía de base comunitaria), sin ser tan fuerte como para soportar la sobrecarga de una tensión tan insoportable. Es necesario tomar nota de las violentas contradicciones que se incuban en esa consigna, e intentar distinguir aquello que permite que por “Estado fuerte” entendamos una cosa -la salvación estatal de bancos y empresas, la extensión e intensificación del poder de control- o todo lo contrario a ella -un incremento de lo público capaz de hacer saltar la forma Estado tal y como la hemos conocido hasta el presente-. Esta contradicción extrema se hace presente a cada paso, al tiempo que la aclamada fortaleza del Estado está llamada a convertirse en fuerza de rescate de las dinámicas de la acumulación del capital, si es que no se asume desde el comienzo la necesidad de un nuevo lenguaje para asumir los criterios de su construcción.

 

Un ejemplo de la extrema tensión en la relación entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero, se evidenció en el anuncio de Fernández de la primera prolongación de la cuarentena obligatoria. Por entonces, el presidente argentino explicó que priorizaba la vida, en términos de salud, a la economía. Acto seguido, los neoliberales, gustosamente subidos al clamor del “Estado fuerte”, respondieron con una pregunta supuestamente -o más bien, tramposamente- “materialista”: ¿No es la vida, acaso, también economía? ¿No es un error “idealista” del presidente priorizar la salud en detrimento de esta indispensable materialidad económica, cuando la vida depende por igual de ambas? Lo que interesa en este ejemplo es el modo como entra en juego la materialidad en el lenguaje, determinando la materialidad misma de la disputa. En la retórica de Fernández, priorizar la salud (“la vida”) implica defender el gasto público para afrontar circunstancias excepcionales, y “que los empresarios ganen menos” (en sus palabras). Para los neoliberales, que acuden siempre a las arcas del Estado, y lo hacen tanto con mayor violencia en tiempos de crisis, se trata, en cambio, de enseñar qué es la economía, definiéndola como producción de la materialidad misma de la vida (incluida la salud), movida irremediablemente por la valorización de capital.

 

En tiempos de crisis, los neoliberales aceptan la idea de un “Estado fuerte”, imponiéndole, sin embargo, una tarea y un límite. La tarea: salvar bancos y empresas, ya que no conciben la reproducción social por fuera de la reproducción de las categorías del capital. El límite: el gasto público dedicado en el pico agudo de la crisis a garantizar momentáneamente la reproducción social, por fuera de la lógica de producción de valor, no debe perturbar el reencarrilamiento de la dinámica social hacia la acumulación de capital. En definitiva, la fuerza del Estado fuerte es, para los neoliberales, un asegurador ante el serio peligro de desfundamentar la comprensión capitalista de la vida, de la cual el lenguaje de Fernández, que opone salud a economía, no se desembaraza.

 

Es esta la tensión (apenas tolerable) entre las palabras y las cosas, y entre estas cosas y el dinero, la que llama a recrear el punto de vista materialista de la crisis para atravesar la crisis. ¿Es sostenible, acaso, semejante oposición entre salud y economía? Alcanza con abandonar el diccionario neoliberal de las palabras en español para advertir que la propia dinámica de la crisis empuja, como indica Butler, a comprender “salud” y “economía” de un modo nuevo en el que ya no es posible oponerlas. No se trata de conciliar lo que los neoliberales llaman salud y economía, sino de llegar a captar el sentido que estos términos tienen en las luchas que entretejen la crisis. La recomposición del vocabulario es una premisa fundamental para volver inteligible un principio nuevo de recomposición de las palabras y de las cosas, y entre  las cosas y el dinero. En la medida en que toda forma de vida es un modo de producción, reconstruir el andamiaje público de servicios indispensables para crear vida humana bien puede ofrecer las trazas de una economía no neoliberal. Esto implica identificar la fuerza no meramente en el Estado sino en las fuerzas materiales del cuidado, desde la salud a la educación, hasta el conjunto de redes que permiten crear forma de vida, además de nuevos continuos entre vida humana y no humana.

 

Por otro lado, está el problema de cómo el lenguaje opera sobre el tiempo. ¿El clamor en favor del “Estado fuerte” será interpretado de modo restringido en un conjunto de medidas de excepción, destinadas solo a atravesar la crisis? O, por el contrario ¿se reconoce la existencia de un nuevo tiempo que reclama el diseño de instituciones de gobierno para una nueva época? Si contra el llamado “realismo capitalista”, que no imagina mundo más allá del capital, se ensayara una inspiración no neoliberal ni tampoco apocalíptica del tiempo de las luchas, tendríamos que responder a la pregunta: ¿cuáles serían, en este caso, las categorías con las que pensar estos nuevos diseños?

 

Además de recomponer una idea no capitalista de la economía, sostenida sobre la producción de servicios que creen forma de vida, la discusión filosófica en curso permite incluir en estos diseños dos distinciones clave por igual: la del continuo entre vida humana y no humana, que no puede prescindir del cuestionamiento de la actual interfaz capitalista con la vida animal (de la que habla de modo preciso el colectivo Chuang); y la distinción entre control (el paradigma biopolítico reforzado en la utopía occidental de un modelo “oriental” -en los términos de Byung-Chul Han-) y los cuidados públicos, base comunitaria sobre los cuales pueden pensarse de aquí en más las relaciones de gobierno.     

 

Si algo define la aparente calma del momento es la espera a la activación de nuevas fuerzas. El fin del mundo que hemos conocido y, en general, el deseo de aniquilar las estructuras sobre las que hasta aquí se apoyó la normalidad, llevarían a pensar esas nuevas fuerzas más allá de la idea-Estado hasta aquí conocida, para experimentar con nuevas instituciones comunes, a partir de un reverdecer de la crítica de la economía política tal como la vienen practicando diversos movimientos sociales en lucha. El Estado fuerte activa mecanismos de salvación excepcionales, que bien se podrían convalidar como regularidades habituales para el tiempo que viene. Pasando del aislamiento impuesto por el aparato de coerción, al mismo aislamiento pero regulado por la reflexión comunitaria de los cuidados; del gobierno del miedo a la contemplación de los lenguajes con los que pensar lo que viene; una reflexión que bien puede estar extendiéndose de una imagen restringida a una ampliada de los cuidados públicos (abarcando las formas de producción, circulación y consumos).

 

Las fuerzas que esperamos,  si no quedan secuestradas en el mito de un Estado salvador del capital, remiten, en términos políticos, a un reencuentro con los fundamentos del poder colectivo y los mecanismos de creación de igualdad que en nuestra historia corresponden con el lenguaje de la revolución. Marx escribió que la revolución opone cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad a los modos de propiedad que en determinada fase lo bloquean. Las revoluciones, sobre todo, son momentos de conmoción general, en las que se agitan las condiciones económicas de la producción. Pero también son tiempos en los que se derriban las formas jurídicas, políticas y religiosas, artísticas o filosóficas con que las personas nos explicamos los conflictos. Se trata de un pensamiento muy riguroso, que combina la dimensión objetiva de la crisis con los modos subjetivos de procesarla. Más aún, la crítica de la economía política, como lo vio con toda claridad Georg Lukács, tiende a cancelar la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, reintroduciendo la subjetividad común como nueva fuerza reorganizadora del conjunto. Marx creía que la humanidad jamás se planteaba enigmas que no pudiera resolver. Quizás sean estas preguntas que nos hacemos el preciso valor de este momento.

 

 

El coronavirus ¿la primera pandemia posmoderna? // Raúl Cerdeiras

El Coronavirus parece haber arrinconado a la humanidad a tener que elegir entre “la bolsa o la vida”. Sin embargo no creo, como suele decirse, que sea una elección forzosa. No es una elección simplemente porque no hay nada diferente que elegir, son lo mismo. La bolsa (el capitalismo) y la vida (una estructura biológica destinada a la muerte) hoy caminan juntas. Dejadas a merced de su dinámica propia terminan en una siniestra articulación entre ambas: una estructura social hoy globalizada que se rige con la ley del más fuerte y un virus más fuerte que nuestras defensas biológicas. Es el imperio de la selva.

Este no es un momento de falsas elecciones, es el momento de decisiones. De salir del mundo de lo posible y apostar sobre el vacío que provoca la llegada de algo que desarregla la marcha del mundo tal cual está funcionando.

Es imprescindible volver a interrogarnos: ¿cómo se piensa hoy la humanidad a sí misma? Contemporáneamente, y desde mi mirada filosófica, creo que hay que hacerse cargo de las consecuencias que se derivan de que somos una excepción inmanente al orden de la naturaleza. Pero esta afirmación es una decisión sin garantía. Al mismo tiempo que se la pronuncia acepta la radical inconsistencia de aquello que nos exceptúa, de lo que nos abre una ventana en la naturaleza -a la que jamás podremos abandonar- para poder inventar la “existencia humana”. Este ser vivo está alojado en el pensamiento. ¿Qué es pensar? Aquí toma cuerpo el conflicto en su verdadera dimensión: nunca podrán ser  los discursos que nos vuelven a arrinconar del lado de la vida como pura especie biológica amenazada por la muerte. Por ese camino, ya se habrá comprendido, no hay opción porque tanto una como otra son una unidad indestructible. Jamás los políticos y estadistas que se arrogan la facultad de conducir el “destino de los pueblos” deberían advertirles a quienes quieren esquilmarlo, que “los muertos no pagan”. No es una simple chicana negociadora, significa que han puesto nuestra vida al servicio de la muerte: el capitalismo. Es cerrar la ventana y entregarlo todo.

El hombre piensa. Y mi apuesta es que el pensamiento sobre el que se construye la humanidad del hombre es inconsistente, no cierra, no hace un Todo, ni junta las infinitas multiplicidades en un Uno final y articulador. Los animales humanos que seguimos siendo, buscamos espontáneamente que el pensamiento nos vuelva a cobijar edificando un Todo-Uno capaz de darnos un sentido a nuestra existencia, y la devuelva al amparo de la que fue arrancada. Sería como una nueva unidad propia del “civilizado” que dejaría atrás la unidad de la “barbarie” natural.

En los comienzos del siglo pasado el pensamiento ha dado muestras suficientes que esa unidad es imposible de ser sostenida racionalmente, que la multiplicidad de todo lo que es (es decir: de todo lo que puede ser pensado) muestra que el reino del Uno se resquebraja y el pensamiento queda de esa manera sumergido en la inconsistencia. Sin embargo es el mismo pensamiento el que hoy tiene la posibilidad de fundamentar que se está abriendo una nueva racionalidad apoyada precisamente en esa inconsistencia. Podríamos decir, para ejemplificar esto brevemente, que algunos acontecimientos decisivos del último siglo y medio abrieron este camino: el psicoanálisis (Freud-Lacan) disolviendo la unidad del yo; la física cuántica y el principio de incertidumbre en las leyes de la naturaleza; las vanguardias estéticas de principios del siglo XX, que subvirtieron la representación en el campo de las formas; la teoría de los conjuntos en matemáticas como respuesta a las “paradojas” que nacieron en su interior y que la obligaron a fundarse derribando la idea de que los números eran “unidades” y afirmando que en matemáticas no hay otra cosa puras multiplicidades sin Uno, circunstancia esta que permitió al matemático Cantor producir por primera vez en la historia de la humanidad un  pensamiento  laico del infinito, fuera de toda especulación del más allá religioso.

La posmodernidad es la ideología  (disfrazada de filosofía) dominante en nuestra época porque del desmoronamiento de ese Uno, que deja aparentemente sin fundamento al pensamiento en una deriva sin fin e inocua, saca la triste y mortífera conclusión de que no somos otra cosa que seres finitos y mortales. Pues bien, así se piensa la humanidad del hombre masivamente en el mundo que aún se llama “Occidental” y que se empeña en expandir  por todos los rincones del planeta.

Esta ideología se enchufa inmediatamente como anillo al dedo con el  capitalismo en su etapa llamada neoliberal. Muchos creen que el capitalismo es un sistema que también funciona  bajo la idea de cuestionar lo Uno a favor de dejar su horizonte siempre abierto. Falso. Justamente la vida social que organiza el capitalismo consiste en imponer una invariante (lo Uno) que es el consumo de cualquier cosa que se produzca mediante la explotación del trabajo que una oligarquía (10% de la población)-poseedora privada de del 84% de la riqueza mundial- ejerce  sobre el resto de los habitantes. Pero también ha reforzado de una manera descomunal al Uno, pero no bajo la forma de los “grandes relatos” sino en lo que me gusta llamar  los “pequeños unos”, es decir, el individuo aislado, cuyo estandarte mayor es el famoso “uno mismo” que aparece como el único referente de nuestras vidas. Nuestra época no ofrece otras formas de darle un sentido a su existencia que no sea abrazarse a “sí mismo” bajo todos los semblantes identitarios que el capitalismo les ofrece. Pero como no hay más ese Uno unificador fuerte y perdurable, las pequeñas identidades en las que busca refugio son frágiles, perecederas. Bueno, ya se dijo: “todo lo sólido se desvanece en el aire…” Consecuencia: se vive angustiado o exaltado el puro aquí y ahora, saltando para todos lados, esperando que arribe la única certeza que queda: la muerte. Vivimos con esa certeza y para colmo sin “rituales” para recibirla.

Lo peor que le podría pasar a este sentido común hoy dominante, emparchado y frágil como decimos que está, es que el andamiaje de la producción capitalista entrara en una perturbación exterior a su propia dinámica y amenazara desarticularla. Y esto es precisamente lo que está sucediendo ahora. Entonces nos encontramos con una combinación ciertamente excepcional.  Por un lado, como lo vimos, el pensamiento destrozado porque parece haberse hecho realidad la sentencia de Platón en su Parménides: “si lo Uno no es, entonces nada es”, es decir, si colapsa el pensamiento regido por el imperio de lo Uno lo único con lo que vamos a toparnos es con la nada. Es la posmodernidad con su relativismo que todo lo arrasa, el fin de la verdad, la condena a toda idea de lo absoluto, la destitución de los universales por abstractos, el encanto por la finitud, etc. Pero además con el condimento de proclamar que toda esa “metafísica” fue el huevo de la serpiente en donde se incubaron los horrores políticos del siglo XX, desde el nazi-fascismo y su Holocausto pasando por el comunismo y rematada por los partidarios de Alá. Todos ellos puestos en la misma bolsa de los totalitarismos a los que se le opone el mal menor que es la democracia como modelo “humanista” de gestión del capitalismo.

Y, por el otro lado, que la vida cotidiana que organiza el capitalismo se desarticule por obra y gracia de un palo inesperado (la pandemia) que se mete en su rueda con suficiente fuerza como para entorpecer su dinámica, de tal manera que lo obligue a desenmascararse y mostrar que no titubea en proclamar que su verdadero rostro está del lado de la muerte.

Por eso podemos calificar al Coronavirus como la primera pandemia posmoderna. Deja a la humanidad sin otra respuesta que no sea “la bolsa o la vida”. Es la confirmación que si el pensamiento realmente humaniza al animal humano y los lazos sociales organizan su vida en común, ambos términos han sido colonizados. El pensamiento por la posmodernidad, y el lazo social por el capitalismo. Ambos brazos nos arrojan muy cerca de la barbarie.

Siempre consideré que esta pandemia a diferencia de otras calamidades del mismo estilo tiene un tratamiento descomunal, espectacular, movilizadora de reacciones gubernamentales insólitas, con una avalancha de opiniones, escritos y pensamientos desconcertantes así como  una gran agitación por los problemas que obliga a tratar. Todo eso me hace pensar que la real dimensión de esta pandemia -cuya importancia estrictamente destructiva en términos biológicos, médicos y sanitarios no estoy en condiciones de juzgar- no podrá evaluarse si se la extrae de esta atmósfera en la que es experimentada. Arriesgando una hipótesis diría: si en pleno siglo XXI la humanidad siente miedo de perecer y su respuesta no puede ir más allá de la lógica implícita en “la bolsa o la vida” (es decir: vivir para la muerte), puede ser una oportunidad que nos incite a reflexionar hasta qué nivel de impotencia ya estamos sumergidos que no vacilamos en asumirnos plenamente como víctimas.

Encerrados entre la posmodernidad y el capitalismo esta es una buena oportunidad para volver a activar a la filosofía y a la política, cada una en su campo propio, para luchar contra la pendiente en la que nos estamos deslizando. La pandemia puso en evidencia que tanto la filosofía como la política hace tiempo que estaban tomados por el covit-19: el reinado de la finitud y el de la víctima, respectivamente. Ya quedó dicho que el pensamiento filosófico está dando los primeros movimientos para acabar con la sentencia más que milenaria de Aristóteles: “el pensamiento siente horror frente al infinito” y así  liberarlo de la tiranía de lo Uno y enfrentar la aventura de una ontología basada en la inconsistencia del ser de todo lo que es, pero no para resignarnos a un relativismo sin salida como propone la posmodernidad, sino para fundamentar una nueva visión de la humanidad en la que se pueda volver a preguntar si el existente que somos puede ser capaz de componerse en un proceso de creación, es decir, devenir sujeto.

En cuanto a las políticas emancipadoras un buen punto de partida sería terminar con la figura de la víctima. No podemos seguir pensándonos víctimas. Somos plenamente responsables de este mundo injusto y desigual en el que vivimos, única manera de justificar nuestra voluntad y capacidad para cambiarlo. La víctima es inocente, solo puede esperar que algo exterior a su existencia llegue para salvarla, y esa es la matriz de toda política reaccionaria. Quiero terminar con una cita de Alain Badiou que desde hace años sirve de orientación a mi afán de ayudar a reinventar un nuevo ciclo político-emancipatorio: “La política comienza cuando uno  se propone no representar a las víctimas, proyecto en el cual la vieja doctrina marxista quedaba prisionera del esquema expresivo, sino ser fiel a los acontecimientos donde las víctimas se pronuncian. Esta fidelidad sólo es sostenida por una decisión. Y esta decisión, que no promete nada a nadie, no está a su turno ligada sino por una hipótesis. Se trata de la hipótesis de una política de la no-dominación, de la cual Marx ha sido el fundador y que se trata hoy de re-fundar…El compromiso político no es inferible de ninguna prueba, ni tampoco es el efecto de un imperativo. No se deduce ni se prescribe. El compromiso es axiomático”.

Raúl Cerdeiras – 28-4-2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El coronavirus como teatro de la verdad // Santiago López Petit

¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿Y si parar (relativamente) el mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en desafío?

            Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales: la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales etc. incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación a la defensiva como la actual ¿Quién podría negarlo?

            Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida” nos repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas – no olvidemos que  “estadística” deriva de la palabra Estado – para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse. Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que según Hobbes lo fundamenta y legitima.

            En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus. Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz. Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 i 15.000 muertos; en Catalunya,  300000 personas (mayoritariamente mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o sensibilidad química múltiple,y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantasen. Por cierto: ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?

            La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa. Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye  un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.

            En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus  representantes  no tienen ya cabida. Está el personal sanitario en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta sociedad (por favor: llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el insulto que ya era); están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.          

            La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos, resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.

            La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella  – y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza. Por eso hay que entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.

            #Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% (500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas a un deuda infinita. A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.         

 

 

“La Tierra puede deshacerse de nosotros con la más pequeña de sus criaturas” // Entrevista a Emanuele Coccia

Entrevista de Nicolas Truong

El filósofo explica por qué, en su opinión, la actual pandemia devuelve al ser humano a la naturaleza. Y cómo la ecología necesita ser repensada, para alejarla de la ideología patriarcal basada en el “hogar”

 

El filósofo Emanuele Coccia es profesor en la École des hautes études en sciences sociales y uno de los intelectuales más iconoclastas de su tiempo. Autor, en la editorial Payot et Rivages, de las obras La Vie sensible (2010), Le Bien dans les choses (2013), La Vie des plantes. Une métaphysique du mélange (2016), acaba de publicar Métamorphoses (Payot et Rivages, 236 páginas, 18 euros), un libro que recuerda cómo se relacionan entre sí las especies vivas, incluyendo los virus y los humanos, porque, según escribe “somos la mariposa de esta enorme oruga que es nuestra Tierra”. En la entrevista que sigue a continuación analiza los impulsores de esta crisis sanitaria mundial, y explica por qué, por mucho que sea necesaria, “la orden de quedarse en casa es paradójica y peligrosa”.

 

 

Se están tomando medidas importantes para asegurar que la economía no se derrumbe. ¿Debería hacerse lo mismo para la vida social?

Frente a la pandemia, la mayoría de los gobiernos han tomado medidas firmes y valientes: no solo la vida económica se ha detenido en gran medida o se ha visto fuertemente ralentizada, sino que también la vida social pública ha quedado ampliamente interrumpida. Se ha instado a la población a quedarse en casa: se han prohibido las reuniones, las comidas compartidas, los ritos de amistad y de debate público y el sexo entre desconocidos, pero también los ritos religiosos, políticos y deportivos. De repente, la ciudad ha desaparecido o, mejor dicho, se la han llevado, ha sido sustraída del uso: se presenta ante nosotros como tras un escaparate. Ya no hay espacio público ni lugares para la libre circulación, abiertos a todos y a las actividades más populares y dispares, dedicadas a la producción de la felicidad tanto individual como compartida. La población se ha quedado sola frente a este enorme vacío, y llora la ciudad desaparecida, la comunidad suspendida, la sociedad cerrada junto con las tiendas, las universidades o los estadios: los directos de Instagram, los aplausos o los cánticos colectivos en el balcón, la multiplicación de la las arbitrarias y alegres carreras semanales son en su mayoría rituales de elaboración de duelo, intentos desesperados de reproducir la ciudad en miniatura.

Esta reacción es normal y fisiológica. La interrupción de la vida económica –que ya venimos experimentando cada domingo– ha sido objeto de un número infinito de reflexiones y medidas de anticipación y reconstrucción. En cambio, el gesto de suspender la vida en común, mucho más inédito y violento, ha sido abrupto y radical: sin preparación, sin seguimiento.

La necesidad de estas medidas está fuera de toda discusión: solo de esta manera seremos capaces de defender a la comunidad. Pero se trata de medidas muy serias: relegan a toda la población al hogar. Y, sin embargo, no ha habido ningún debate, ningún intercambio ni ningún otro discurso más allá del de la muerte y el miedo, por uno mismo y por los demás.

 

 

¿Cuál es la responsabilidad de los gobiernos en este olvido social del confinamiento? 

Es bastante infantil imaginar que se puede mantener a millones de vidas bajo arresto domiciliario únicamente a través de amenazas o difundiendo el miedo a la muerte. Es muy irresponsable por parte de estos mismos gobiernos el pretender obtener la renuncia de una comunidad a sí misma haciéndola sentir culpable o infantilizándola. El coste psíquico de esta forma de proceder será enorme. No se han tenido en cuenta, por ejemplo, las diferencias en cuanto al tamaño de los apartamentos, su ubicación, el número de individuos de diferentes edades que conviven en ellos: es casi como si, al tomar medidas en relación con la vida económica, hubiéramos optado por ignorar las diferencias en cuanto al volumen de negocio o al número de empleados de cada empresa.

No se ha tenido en cuenta la soledad, las angustias y especialmente la violencia que todo espacio doméstico a menudo oculta y amplifica. Invitar a cada uno a coincidir con el propio hogar significa producir las condiciones para una futura guerra civil. Podría estallar de aquí a unas pocas semanas.

Además, si para la vida económica hemos tratado de buscar un compromiso entre la necesidad de mantener a la sociedad viva y la de protegerla, para la vida social, cultural o psíquica hemos afinado mucho menos. Por ejemplo, hemos dejado abiertos los estancos, pero no las librerías: la elección de lo que se consideran «necesidades básicas» traslada una imagen bastante caricaturesca de la humanidad. Hay un tema iconográfico que ha atravesado la pintura europea: el de «San Jerónimo en el desierto», representado con una calavera y un libro –la Biblia que estaba traduciendo–. Las medidas hacen de cada uno de nosotros y nosotras «jerónimos» que contemplan la muerte y sus miedos, pero que ni siquiera tienen derecho a llevar consigo un libro o un vinilo.

 

 

 

“¡Quédense en casa!”, dice el presidente. Ahora bien, en Métamorphoses, haces una crítica de este “todos para casa”, y de esta obsesión con asignar la vida a la residencia. ¿Por qué razones?

Esta experiencia inaudita de arresto domiciliario indeterminado y colectivo que se extiende de golpe a miles de millones de personas nos enseña muchas cosas. En primer lugar, experimentamos el hecho de que el hogar no nos protege, no es necesariamente un refugio: también puede matarnos.

Podemos morir por exceso de hogar. Y la ciudad, la distancia que implica cualquier sociedad, nos protege normalmente contra los excesos de intimidad y de proximidad que cualquier casa nos impone. Así que no hay nada extraño en el malestar que vive la gente estos días. La idea de que el hogar, la casa, es el lugar de la proximidad a la “naturaleza” es un mito de origen patriarcal. La casa es el espacio dentro del cual conviven una serie de objetos e individuos sin libertad, en el seno de un orden orientado a la producción de una utilidad. La única diferencia que existe entre las casas y las empresas es el vínculo genealógico que une a los miembros de las unas pero no de las otras. También por esto, cualquier casa es exactamente lo opuesto a lo político: de ahí que la orden de quedarse en casa sea paradójica y peligrosa.

 

 

 

¿En qué sentido el análisis ecológico de la crisis sanitaria te parece inapropiado, romántico en el mejor de los casos y reaccionario en el peor? 

La experiencia de estos días debería por lo tanto enseñarnos que la ecología, la ciencia que debería ayudarnos a reparar el planeta, debe ser completamente reformada, empezando por su nombre, que todavía alberga la imagen de hogar (oikos en griego significa hogar, casa). La ecología no solo es romántica, sino que sigue siendo esa ciencia profundamente patriarcal que, a pesar de todos los esfuerzos del ecofeminismo, no ha logrado liberarse de su pasado.

De hecho, al seguir pensando que la Tierra es el hogar de lo vivo, y que todas las especies tiene la misma relación privilegiada con un territorio que un individuo humano tiene con su apartamento, no solo nos empeñamos en someter a arresto domiciliario a la totalidad de las especies vivas, sino que además estamos proyectando un modelo económico en la naturaleza. La ecología y la economía de mercado nacieron al mismo tiempo, son dos gemelos siameses que comparten los mismos conceptos y un mismo marco epistemológico, y es ingenuo pensar que, desde la ecología, tal y como está estructurada hoy en día, se pueda llegar a luchar contra el capitalismo.

No, no hay casas u hogares ontológicos, ni para nosotros, los humanos, ni para los no humanos; en la Tierra solo hay migrantes, porque la Tierra es un planeta, es decir, un cuerpo que está constantemente a la deriva en el cosmos. En tanto que ser planetario, cada ser vivo está a la deriva, cambia de lugar, de cuerpo y de vida, constantemente. Es imposible protegerse de los otros, y esta pandemia lo demuestra. Solo podemos evitar algunas de las consecuencias del contagio, pero el contagio como tal, nosotros, como seres vivos, nunca podremos evitarlo.

Contrariamente a lo que nos gustaría imaginar, esta pandemia no es la consecuencia de nuestros pecados ecológicos: no es un azote divino que nos envía la Tierra. Es solo la consecuencia del hecho de que toda vida está expuesta a la vida de los otros, que todo cuerpo alberga la vida de otras especies, y es susceptible de ser privado de la vida que lo anima. Nadie, entre los vivos, está en su casa: la vida que habita en el fondo de nosotros y que nos anima es mucho más antigua que nuestros cuerpos, y también es más joven, porque seguirá viviendo cuando nuestro cuerpo se descomponga.

 

 

 

El virus se percibe como algo preocupante, por supuesto, pero también radicalmente diferente a nosotros. Y, sin embargo, en tu libro muestras que él es parte de nosotros. ¿En qué sentido es una de las caras de la metamorfosis de lo vivo?

Todos los seres vivos, cualquiera que sea su especie, su reino, su estadio evolutivo, comparten una sola y misma vida: es la misma vida que cada ser vivo transmite a su descendencia, la misma vida que una especie transmite a otra especie a través de la evolución. La relación entre los seres vivos, no importa si pertenecen a especies diferentes, es la que existe entre la oruga y la mariposa. Toda vida es tanto repetición como metamorfosis de la vida que la precedió. Cada uno de nosotros (y cada especie) es al mismo tiempo la mariposa de una oruga que se ha formado en un capullo y la oruga de mil futuras mariposas. Si somos mortales es únicamente por el hecho de que compartimos la misma vida. Porque la muerte no es el final de la vida, sino solo el paso de esa misma vida de un cuerpo a otros. Aunque no lo parezca, este virus también es una vida futura en ciernes –no necesariamente idéntica a la que conocemos, ni desde un punto de vista biológico, ni cultural–.

El virus y su propagación pandémica también tienen una importancia crucial desde otro punto de vista. Llevamos siglos contándonos a nosotros mismos que estamos en la cima de la creación –o de la destrucción–. Muy a menudo, el debate en torno al antropoceno ha derivado en el empeño por parte de unos moralistas perversos en pensar la magnificencia del hombre en la ruina: somos los únicos capaces de destruir el planeta, somos excepcionales en nuestro poder nocivo, porque ningún otro ser posee un poder semejante.

 

 

 

Con el brote del nuevo coronavirus, ¿estamos experimentando nuestra extrema vulnerabilidad?

Por primera vez en mucho tiempo –y a una escala planetaria, global– nos hemos topado con algo que es mucho más poderoso que nosotros, y que nos va a dejar paralizados durante meses. Tanto más porque se trata de un virus, que es el más ambiguo de los seres que pueblan la Tierra, un ser que es incluso difícil calificar de “vivo”: habita en el umbral entre la vida “química” que caracteriza a la materia y la vida biológica, y no alcanzamos a definir si pertenece a la una o a la otra. Es demasiado animado para la química, pero demasiado indeterminado para la biología.

Resulta perturbador constatar, en el propio cuerpo del virus, la clara oposición entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, este agregado de material genético se ha liberado y ha puesto a la civilización humana –la más desarrollada, desde el punto de vista técnico, de la historia del planeta– de rodillas. Soñábamos que éramos los únicos responsable de la destrucción…. y estamos cayendo en la cuenta de que la Tierra puede deshacerse de nosotros con la más pequeña de sus criaturas. Es muy liberador: por fin nos hemos liberado de esa ilusión de omnipotencia que nos obliga a imaginarnos como el principio y el fin de cualquier acontecimiento planetario, tanto para bien como para mal, y a negar que la realidad que tenemos delante sea independiente de nosotros.

Incluso una minúscula porción de materia organizada es capaz de amenazarnos. La Tierra y su vida no nos necesitan a la hora de imponer órdenes, inventar formas o cambiar de dirección.

Una pregunta // Giorgio Agamben

La plaga marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción… Nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes consideraba bueno, porque creía que tal vez podría morir antes de llegar a él.
Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 53.

Me gustaría compartir con los que quieran una pregunta en la que no he dejado de pensar desde hace más de un mes. ¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta? Las palabras que utilicé para formular esta pregunta fueron consideradas cuidadosamente una por una. La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado.

1) El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino -algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy- que sus cuerpos fueran quemados sin un funeral?

2) Entonces aceptamos sin demasiados problemas, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, limitar nuestra libertad de movimiento a un grado que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra estaba limitado a ciertas horas). Por lo tanto, aceptamos, sólo en nombre de un riesgo que no podía ser especificado, suspender nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.

3) Esto podría suceder -y aquí tocamos la raíz del fenómeno- porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual a la vez, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por el otro. Ivan Illich mostró, y David Cayley lo recordó recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por sentada y que es en cambio la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de vida vegetativa pura.

Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay salida.

Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el “distanciamiento social”, como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.

No puedo en este punto, ya que he acusado a las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad humana. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro?

Sé que invariablemente habrá alguien que responda que el grave sacrificio se hizo en nombre de los principios morales. Me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, para obedecer lo que creía que eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella.

13 de abril de 2020

Economías de guerra y conflictos post-pandémicos // Alberto De Nicola y Biagio Quattrocchi

La alusión martillante a la guerra utilizada para describir los efectos de la emergencia sanitaria, parace señalar una mutación al interior del debate económico maisntream. Dentro de este interregno, las luchas en curso y las por venir podrían jugar un rol decisivo.

4 abril 2020                            

 

En la plenitud de la emergencia Covid, nada parece ser más pervasivo que la alusión a la guerra. La retórica bélica junta economistas y líderes políticos de diferentes orientaciones: es difícil encontrar a alguno que no la haya evocado al menos implícitamente, primero para presentar las medidas de distanciamiento social y sucesivamente para preparar a las poblaciones para las amargas consecuencias de la recesión económica que éstas ya están implicando. Para medir la vastedad y la profundidad de la situación de emergencia presente y futura, es indudable que las dos Guerras Mundiales constituyen los dos únicos “hechos totales” a los que es posible echar mano en el reservorio de la memoria colectiva. Se necesitará considerar con atención las implicaciones de esta alusión continua y martillante a la guerra de parte de quienes mueven las levas del poder económico y político: a primera vista, la impresión es que se orienta a modelar las expectativas sociales hacia un horizonte signado por la enorme compresión de los niveles de vida, por la disipación de los recursos y la militarización de los espacios sociales. Además, la metáfora bélica –ante todo referida a un “enemigo invisible”- lleva a representar el cuerpo social como algo homogéneo e indiferente a sus divisiones internas.

 

Pero hay algo más. La movilización del imaginario de la guerra parece querer romper con aquel sentido de familiaridad al que nos había acostumbrado, por más de diez años, la palabra “crisis”, y esto porque la que vivimos ahora no continúa simplemente  aquella precedente, si no que se inserta sobre ella, radicalizándola y haciéndola mutar de naturaleza. La crisis como forma de regulación permanente de la sociedad que difiere al infinito el momento de su resolución, deja ahora el campo al imaginario de la catástrofe: el revelarse de una percepción colectiva ligada a la amenaza de la supervivencia de la comunidad, no la temporal interrupción en la continuidad de un sistema, sino su misma reproducibilidad y sostenibilidad global. No debemos olvidar que éste deslizamiento estaba en acto antes de esta emergencia pandémica.

 

De ello eran testimonio los movimientos feministas, aquellos por la justicia climática y las recientes sublevaciones globales que, de Francia a Chile, habían mostrado cuanto la cronificación de la crisis del capitalismo neoliberal terminaba por amenazar las condiciones mismas de la reproducción de la vida. También lo testimoniaba el debate entre aquellos economistas que se interrogaban sobre la necesidad de recurrir a medidas no convencionales para salir del “estancamiento secular”. Ahora, con la pandemia, se agota aquel arsenal de retóricas y respuestas institucionales que habíamos conocido con la crisis precedente: en este caso, la típica descarga de los desequilibrios sistémicos hacia el endeudamiento y la responsabilidad individual, así como la culpabilización de la sociedad por las fallas del mercado parece –al menos temporalmente- imposible de proponer. La dificultad con la que tropiezan estos días los neoliberales para reponer condicionalidades workfarísticas al apoyo de los ingresos de los pobres, y contrapartidas austeritarias para las ayudas económicas a los Estados puestos en dificultad por la emergencia sanitaria, son una demostración del impasse actual. El recurso a la retórica bélica y a la economía de guerra es luego y también el indicador de una mutación ocurrida en el paradigma de la crisis como arte de gobierno.

 

El interregno de la “ciencia triste”: ¿hacia un nuevo consensus?

 

Si se restringe el campo a los economistas mainstream es fácil individualizar una doble utilización de la alusión al evento bélico. Mientras de un lado la guerra constituye un válido ejemplo de lógica económica para un shock no cíclico o simétrico, que se distiende completamente sobre los componentes de la demanda y de la oferta agregada, del otro, el evento imprevisto, en la admisión misma de Mario Draghi, justificaría “un cambio de mentalidad” al interior del pensamiento económico dominante, aludiendo a la necesidad de una política económica a la altura de los “problemas de la reconstrucción”.

 

El fuerte retorno de la política fiscal a la caja de herramientas de los economistas ortodoxos es ya un dato de hecho, después que en el período de la Gran Moderación (desde la segunda mitad de los años Ochenta hasta la debacle de 2007), el gasto público y la tasación habían sido consideradas inútiles y dañinas. Solo para dar pocos pero significativos ejemplos: Edmund Phelps, economista norteamericano premio Nobel 2006, referente de los new keynesianst, apunó recientemente la oportunidad no sólo de un aumento del gasto público, si no de las intervenciones estatales a gran escala “en cómo nuestras economías producen y distribuyen bienes y servicios”, evidenciando la necesidad de una desplazamiento en las funciones del Estado. Kenneth Rogoff, uno de los principales economistas del FMI entre el 2001 y el 2003, afirma que los países implicados deberían comprometerse en ingentes gastos públicos en déficit fiscal para sostener sus economías. Mario Draghi, ex banquero central del BCE, en un denso artículo en el Financial Times, escribió que en tal coyuntura el rol del Estado es “distribuir su propio presupuesto para proteger a los ciudadanos y la economía de los shocks de los cuales el sector privado no es responsable y que no puede absorver”. Agregando que la política monetaria expansiva de los bancos centrales debe coordinarse con el gasto público de los gobiernos, con el objetivo de salvar a las empresas de las caídas y contener los niveles de ocupación, desempeñar un rol de garantía de los préstamos bancarios a las empresas, además de promover inversiones específicas. Actividades que inevitablemente implicarán un aumento de los niveles de endeudamiento público, compensados por la reducción de los privados. Advirtiendo además que, en ausencia de tales políticas, se asistiría a “una destrucción permanente de la capacidad productiva y por tanto de la base fiscal”, comprendida la transmisión de nuevas inestabilidades en la economía financiera.

 

 

Se trata del discurso de economistas neoliberales pertenecientes a diversas tradiciones de la teoría económica, que parecen señalarnos que estamos en medio de un corrimiento al interior de la economics. Una suerte de “interregno” del pensamiento económico burgués, una redefinición todavía inestable, que parece aludir sin embargo a una inédita hegemonía. Un deslizamiento que adviene, obviamente, no abstractamente en el cielo de las ideas, si no sobre el fondo del enfrentamiento geopolítico y geoeconómico entre los EEUU, China y Europa; e internamente  a Europa misma, entre los ordoliberales alemanes (y sus países satélites) y los países del Sur europeo, sobre el terreno de los coronabonds y de la mutualización de los riesgos entre los Estados.

 

En un conocido artículo de 1972 –intitulado The Second Crisis of Economic Theory- Joan Robinson traza un esquema de los ciclos hegemónicos de la teoría económica en relación a las crisis cíclicas del capitalismo. Al lado de las importantes cuestiones teóricas observadas por la economista inglesa en el ensayo, la primera crisis emergería en los años 30 con la debacle del laissez-faire, favoreciendo el consensus keynesiano. La segunda crisis, por su parte, se manifiesta plenamente en los años 70, con la afirmación del laboratorio neoliberal. La alusión a Robinson nos resulta útil para decir, junto a otros economistas heterodoxos que han avanzado tales tesis, que estamos probablemente al medio de la tercera crisis de la teoría económica.

 

Se podría objetar, no sin razón, que ya antes del Covid-19, a seguido de la crisis financiera global, hubiera algunas señales. Desde las reflexiones de Larry Summers sobre el estancamiento secular a las reconsideraciones de Olivier Blanchard, economista jefe del FMI, que empujaban hace tiempo por la recuperación del rol del gasto público. Sin descuidar tampoco el consenso generado en torno a un genérico Green New Deal, sostenido por diversos neo-keynesianos, también como resultado de las presiones de los movimientos ecologistas globales. El punto, sin embargo, es que sólo ahora, en el post-Covid, el énfasis no está puesto exclusivamente sobre el rol del gasto fiscal expansivo, si no todavía más a fondo sobre las nuevas funciones que el Estado debería asumir para apurar un inédito “motor del crecimiento”,  después de la crisis del “keynesianismo privatizado” de los años 90 y 2000.

 

Si estamos o no fuera de la racionalidad reclamada al pragmático “intervencionismo” del Estado neoliberal, llamado continuamente a reconstruir el funcionamiento real del mercado, todavía es temprano para decirlo. Lo que es cierto es que cada potencial pasaje hegemónico en la ciencia económica no llega en el vacío. Ya Mario Tronti, en Obreros y Capital, aclaraba que detrás del keynesianismo de la Progressive Era estuvieron primero las grandes luchas sindicales en los EEUU de los años 30, solo después las conceptualizaciones en la Cambridge inglesa. Así como la segunda crisis de la teoría económica fue el reflejo de la inversión de las relaciones de fuerza social sobre el final de los años 70 del siglo pasado. Cuando hablamos luego de la eventual tercera crisis hegemónica, pensamos en aquel campo de tensiones abierto por los ciclos de luchas globales de los últimos años, y en aquello que en potencia podría abrirse nuevamente en una fase en la cual el pensamiento mainstream y los gobiernos empiezan a discutir sobre cual “reconstrucción” posible.

 

Economia de guerra, reconstrucción y reconversión.

 

En estos días, el empleo del imaginario de la guerra lleva consigo la reiterada alusión a la reconstrucción, cuando las sociedades pongan las bases de una nueva economía sobre los escombros producidos por el conflicto. En el libro “El gran nivelador”, aparecido recientemente y citado con frecuencia en estas jornadas, el historiador Walter Scheidel muestra cómo el período de las dos guerras mundiales en el siglo pasado representó uno de los más potentes fenómenos de nivelación de las desigualdades de la historia humana. A este extraordinario resultado las dos guerras mundiales contribuyeron en todo caso de modo diferente. Todos los estados beligerantes debieron realizar un enorme esfuerzo para financiar los gastos de la guerra: en buena parte, este proceso fue sostenido por la requisición por parte del Estado de importantes cuotas del PIB y “tomando prestado dinero, imprimiendo billetes y cobrando impuestos”.

 

En la Primera Guerra Mundial, sin embargo, los países en conflicto respondieron a esta común exigencia balanceando de modo diverso estos instrumentos: mientras los EEUU y el Reino Unido apuntaron mayormente a la fiscalidad, acentuando la progresividad de los impuestos – dando entonces vida con la capacidad de tasación sobre los ingresos más altos, a una forma de “conscripción de la riqueza” útil para contrapesar, en el terreno del consenso social, la masacre de las masas populares en las trincheras-, Alemania y Rusia prefirieron en mayor medida tomar en préstamo el dinero o imprimirlo ex novo. En particular en Alemania, el escaso recurso a la leva fiscal, para defender la renta de las élites industriales, no produjo efectos relevantes de nivelación de las desigualdades, antes bien, aumentó el ingreso de los perceptores de rentas más elevadas. Como es notorio, a esta política de expansión monetaria y de protección de los ingresos del capital le siguió la hiperinflación de los años sucesivos, los motines revolucionarios y la sucesiva reacción nazi.

 

 

En todo caso, la Primera Guerra no modificó radicalmente la estructura de las desigualdades sociales. Será con el fin de la Segunda Guerra que se alcance este efecto: la ingente destrucción de capital producida por la guerra unida a la permanencia en el período de los impuestos fuertemente progresivos utilizados para financiar el esfuerzo militar, fueron las condiciones que permitieron una extraordinaria nivelación de los ingresos. Sin embargo, el pasaje de una mera política de “requisición” a una efectiva política de “redistribución” llega solo en virtud de transformaciones mucho más radicales. A partir de los años 30, de hecho, en  muchos países occidentales se pusieron las bases para la “sociedad salarial”, esto es, aquel sistema de estatutos sociales y canales de transmisión de la riqueza centrados en la figura del salariado, que los estados adoptaron para contrastar el creciente poder del movimiento obrero organizado y para conjurar la extensión de la revolución comunista. Luego, cuando concluye el conflicto mundial, el enorme potenciamiento fiscal del Estado y la adopción de nuevos dispositivos de tasación sobre la riqueza, originariamente creados para la economía de guerra, fueron reconvertidos en la creación del Welfare State post-bélico.

 

La historia de las economías de guerra y de la reconstrucción post-bélica nos señala que el nuevo protagonismo del Estado en la dinámica económica no define de por sí ninguna transformación, ni necesariamente da vida a salidas democráticas o redistributivas. Para que esto sea posible, es necesaria una red de contrapoderes capaces de guiar algo más que una reconstrucción: una reconversión.

 

Un ejemplo patente es proporcionado por el problema del refinanciamiento de las instituciones del Welfare a las cuales se les reclama tanto. Los últimos cuarenta años han estado signados por fuertes recortes al gasto, incluida la sanidad. Más en profundidad, hubo una readecuación funcional del gasto público a favor de nuevas normas sociales de productividad en las instituciones de la “reproducción social”: el intervencionismo del Estado neoliberal ha vuelto al Welfare funcional a la lógica de la competencia económica, precarizando a los trabajadores y trabajadoras, recurriendo a procesos de externalización y privatización, recortando los costos para maximizar la ganancia de las divisiones operativas singulares, adoptando las lógicas administrativas y sistemas de control de la fuerza de trabajo típicas del sector privado, atendiendo plenamente las indicaciones de la ideología del New Public Management.  

 

Como siempre ha sido, los presupuestos de los Estados son un terreno de enfrentamiento de las clases sociales y entre las subjetividades colocadas diferenciadamente en el proceso productivo social. La insistencia en el rol del gasto en déficit propuesto por los economistas ortodoxos, no es otra cosa que el preanuncio de una nueva Progressive Era que está develándose. La disputa que se inicia en torno al tema de la reposición del gasto público, abre inmediatamente lo relativo a su dirección y función, definiendo ya una línea de separación entre quienes, como los economistas mainstream, piden en primer lugar salvataje de las empresas y welfare residual, y las luchas, que empiezan instalar muy otras necesidades.

 

 

Horizontes post-pandémicos

 

Los conflictos futuros están siendo ya preparados por aquellos en curso. Mientras los líderes políticos, uno tras otro, lanzaban sus apelaciones a la “unidad” en la guerra contra el enemigo invisible, nuevas líneas de fractura si iban formando. La presión de la opinión pública organizada en redes ha compelido a los gobiernos – incluso a aquellos inicialmente más recalcitrantes al lockdown-, a adoptar drásticas medidas de protección de la sociedad, confirmando de alguna manera la posición de aquella parte de los trabajadores que estaban luchando por la extensión del bloqueo completo de la actividad productiva, en defensa de la salud común. Por su parte, la difusión en más países de las campañas por la extensión universalista de las medidas de sostén a los ingresos está evidenciando la iniquidad de los sistemas de protección social. La protesta creciente del personal sanitario muestra como detrás de la retórica de “nuestros soldados al frente”, están las desastrosas condiciones de una fuerza de trabajo precarizada y de un sistema sanitario debilitado por las políticas de racionalización.

 

Pero sobre todo, la emergencia Covid muestra finalmente a plena luz cuanto el funcionamiento de la economía y la operatividad de la valorización capitalista depende estrechamente del trabajo reproductivo y de las instituciones colectivas que lo garantizan. Este “arcano”, develado ya por los movimientos feministas y ecologistas de los últimos años, muestra cómo el declamado “retorno al Estado” es en realidad una mistificación del nuevo protagonismo político de la reproducción social. Es en esta encrucijada que las actuales presiones en defensa de lo público muestran su inconciliable tensión con las políticas del Estado, aquel mismo Estado que ha reducido lo público a una función residual y a un territorio a ser colonizado por el mercado.

 

El campo abierto por las políticas de reconstrucción pone luego, a un tiempo, un doble desafío. El primero es el de una resocialización igualitaria de la riqueza: las medidas puestas en juego por los gobiernos nacionales muestran con evidencia cierta la existencia de agujeros estructurales en los sistemas de protección social. La creciente convergencia hacia reivindicaciones universalistas del ingreso es la más clara demostración de la inadecuación de los instrumentos a disposición de los Estados para proteger los niveles de vida de toda la población, y la medida del progresivo desmantelamiento de los canales de distribución de la riqueza típicos de las sociedades salariales.

 

En segundo lugar, el momentáneo aumento del gasto público no dice todavía nada de su dirección y función. La movilización en defensa de las instituciones colectivas del Welfare y por su refinanciamiento, plantea inmediatamente la cuestión de repensar la articulación jerárquica entre lo público/ lo común, el mercado y el Estado, como marca de la nueva centralidad asumida por la reproducción social. Si el aumento del gasto público no es garantía de la redistribución del ingreso, mucho menos lo es de una redistribución del poder hacia el abajo. Por esta razón, las movilizaciones que estamos observando parecen indicarnos, una vez más, la necesidad de retomar la reflexión sobre contrapoderes capaces, por un lado, de orientar las decisiones en el campo de la “reproducción social” de parte de los Estados y de la rutilante Comisión Europea (en el caso de Europa), y del otro de experimentar abajo fórmulas nuevas de mutualismo, de instituciones autónomas en el campo de los “cuidados” recíprocos, así como ya está sucediendo espontáneamente en diversas realidades italianas, en Europa o en América.

 

Ya hemos visto cuanto una situación de estancamiento secular,  en ausencia de políticas de resocialización de la riqueza, y el mantenimiento en el frente interno de las normas neoliberales, estuvieron en la base de aquella reciente torsión autoritaria que ha signado los sistemas políticos de muchas partes del mundo. Hoy, frente a un escenario que anuncia un deslizamiento del estancamiento a una más probable espiral  depresiva, y ante la ocasión proporcionada, por las actuales políticas de emergencia, de una centralización del poder por parte de los gobiernos, el horizonte de una nueva onda neo-autoritaria que resuelva los radicales desequilibrios mediante una militarización de la vida social y económica, arriesga presentarse como una amenaza mucho peor que aquella que hemos experimentado ya durante el ciclo reaccionario de esta última década.

 

Traducción: Diego Ortolani

Fuente: https://www.dinamopress.it/news/economie-guerra-conflitti-post-pandemici/

El virus y el terremoto bajo el pavimento de las finanzas // Biagio Quattrocchi y Paolo Scanga

 En un artículo previo a la irrupción del Covid-19, Quatrocchi reflexionaba sobre las tensiones ya al límite en Europa, y en general en Occidente, luego de más de 10 años de austeridad neoliberal incrementada desde la crisis subprime, y sobre la inminencia de un giro en la gestión de la political economy, reclamando un ciclo de luchas transnacionales que lo pudiera cualificar. Este artículo da cuenta del profundo impacto de la emergencia pandémica en ese escenario previo.

 El virus y el terremoto bajo el pavimento de las finanzas

 La difusión del virus y la activación de las medidas de enfrentamiento adoptadas por cada estado separadamente, producirán una crisis económica y financiera de vastas proporciones y de rasgos inéditos. Solo un programa de luchas transnacionales para el apoyo a los ingresos y un amplio plan de “socialización de las inversiones” a nivel europeo puede hacer la diferencia para una Europa post liberal.

18 marzo 2020

El 12 de marzo el índice Ftse de la bolsa de Milán cayó 16,92%: el peor resultado diario de su historia. Contemporáneamente, el Dow Jones concluyó las transacciones igualando el récord negativo de 1987, superándolo en términos de puntos absolutos. Desde el inicio de la difusión del virus, todos los otros índices bursátiles internacionales están consignando pérdidas enormes, sobre todo de los títulos bancarios y de transporte. A estos se añade otro dato sobre el cuál los analistas están focalizando la atención, este es el Chigago Board Options Exchange y sus transacciones, mejor conocido como índice Vix o “índice del temor”. El Vix mide la volatilidad implícita en las acciones del S&P 500, y ha registrado incrementos de vértigo, cercanos a los niveles registrados en tiempos de la quiebra de Lehman Brothers. Incluso si está focalizado sobre los EEUU y sobre las firmas más grandes, el índice está bajo vigilancia de todos los traders del mundo. Un aumento repentino del Vix es, por si solo, la indicación de la reapertura del baile en las bolsas.

¿Estamos de frente a una nueva crisis financiera? No se puede descontar aún. Pero aquello que nos interesa subrayar no son tanto los puntos de convergencia respecto a la crisis subprime u otras crisis financieras hasta aquí vividas, cuanto la radical diferencia. Es fácil también notar que no se trata de las primeras señales de inestabilidad post 2008, basta pensar en el ataque especulativo a los títulos de Estado entre 2010 y 2012, o el impacto negativo del referéndum del Brexit del 2016.

La novedad de frente a la cual nos encontramos es que, todo sumado, cuanto acontece en las bolsas no es el centro de la crisis. Después de cinco años de políticas monetarias fuertemente expansivas de parte de las principales bancas centrales, tasas de inflación de cerca de un punto porcentual a nivel mundial (exceptuando los países emergentes), un régimen de tasas de interés en muchos casos todavía caracterizado por valores negativos, podemos decir que nos encontrábamos ya –incluso antes de esta fase- en una situación particularmente inestable. Bajo las cenizas del Quantitative Easing se ocultaba la inquietud de los operadores financieros, que en posesión de ingentes cantidades de liquidez estaban incesantemente a la búsqueda de rendimientos mayores, operando en los países emergentes y adquiriendo títulos a más alto riesgo. No obstante ello la política monetaria había logrado, hasta este momento, suavizar o meter bajo el mantel estas tensiones.

Lo que es claro ahora, en cambio, es que las medidas monetarias expansivas adoptadas por las bancas centrales se revelan insuficientes para contener los actuales quebrantos bursátiles: son 38, de los cuales 29 desde febrero, los recortes del costo del dinero de parte de varios bancos centrales solamente en el 2020. Después de un período breve de alza de tasas,  el BCE no excluye que seguirá a los otros banqueros centrales. Pero a diferencia de antes, la “bazooka” monetaria se revela un arma ineficaz: los márgenes de maniobra para los recortes son extremadamente limitados. Basta pensar que el domingo 15 de marzo la Reserva Federal, temiendo una nueva semana de shocks ha anunciado un nuevo recorte de las tasas y el recomienzo del QE por 700 mil millones. El día después Dow Jones, Nasdaq y S&P 500 colapsaban por 12 puntos porcentuales.

Las especulaciones a la baja a las cuales asistimos en las diversas bolsas mundiales, no están desligadas obviamente de las tensiones de la economía real. Más bien aparecen como operaciones que intentan compensar las pérdidas esperadas sobre las ganancias, con la acumulación anticipada de plusvalías financieras.

De lo real a la finanza y retorno

Luego, a diferencia de la crisis global del 2008, la inestabilidad a la cual asistimos tiene origen en la economía real. Para no ser malentendidos es útil añadir que la inversión de las cadenas de transmisión, de la economía real a la finanza, no anuncia ningún nuevo predominio de lo “real”, y ni siquiera la señal que devuelve al capitalismo financiero a su antigua función de “capital ficticio”. En todo caso tales evidencias confirman que, en la actual configuración de la “economía monetaria de producción”, los shocks –de cualquier origen- están destinados a distenderse sobre el capital total.

La novedad relevante no reside siquiera en la magnitud del impacto que la pandemia tendrá sobre la economía, si no en su transversalidad y pervasividad. Al interior del debate mainstream, desde Richard Baldwin a Kenneth Rogoff, solo por citar algunos ejemplos, se ha difundido la convicción que la expansión del Covid-19 y la política de su contención de China y de los otros países, generarán costos tanto sobre la demanda agregada cuanto (sobretodo) sobre la oferta de bienes y servicios. Una realidad que nos vuelve a traer un problema incluso del terreno de la historia económica contemporánea, del cual podemos obtener eventuales enseñanzas.

Ni el crack del 1929 ni menos la crisis petrolera de 1973, ni siquiera las crisis más recientes constituyen ejemplos válidos. Se necesita quizás, con la necesaria prudencia, recurrir a la evocación de las guerras, a la 1ra y 2da Guerra Mundial, para encontrar situaciones en las cuales tensiones sobre la demanda son acompañadas de la destrucción de capacidad productiva del lado de la oferta.

Tiene razón Sandro Mezzadra en decir que una metáfora adecuada para describir la situación actual del capitalismo global es la de “obstrucción”, una instantánea que fotografía los problemas que se registran por el lado de la oferta de bienes y servicios. El bloqueo de la producción china entre enero y febrero, en la fase aguda de los primeros focos, ha abierto el baile atascando las cadenas logísticas de aprovisionamiento global de las empresas, con graves consecuencias sobre el comercio internacional y difusos bloqueos de la acumulación al interior de las cadenas globales de valor. Sólo la provincia de Hubei explica un cuarto de la producción mundial de los cables de fibra óptica, y está especializada en la fabricación de microchips avanzados, utilizados en diversos continentes en el ensamblaje de la telefonía y de otros ingenios.

El freno de la producción ha generado efectos en cascada en otras áreas del planeta como consecuencia de la extensión de las cadenas productivas, en la misma Asia oriental (Corea del Sur, Taiwán, Vietnam, Malasia, Singapur), hasta arribar a Europa (Alemania sobre todo) y los EEUU. Los datos UNCTAD añaden que las exportaciones de bienes intermedios utilizados por otros países como input han subido de ser el 24 % del total de las exportaciones chinas en 2003 al 32 %  en 2018. La propagación del virus a los otros continentes (Europa, EEUU, Rusia, etc.) obviamente ha empeorado enormemente la situación, extendiendo el fenómeno a otras cadenas del valor global más allá de las TIC, con el involucramiento de las automotoras, las textiles, hasta algunos compartimentos de los servicios (turismo, transporte aéreo, etc.), que en algunas economías tienen un peso a no desestimar.

La “constricción”, el “racionamiento”, la ruptura del “flujo tenso” en los intercambios –condición fundamental en la logística global y en el modo de producción actual-, arriesgan ser solo una parte del fenómeno. La cancelaciones de órdenes, el alargamiento indefinido de los tiempos de entrega, los problemas de liquidez que experimentarán progresivamente las empresas por la falta de realización en el mercado, no se puede descartar que se transformen en una verdadera y propia destrucción de capacidad productiva en algunos sectores, que es siempre también destrucción de fuerzas productivas.

El discurso relevante para nosotros es que cuando se asume la perspectiva de las cadenas de suministro, es porque en realidad se quiere hacer las cuentas con la “multiplicación del trabajo”, estos es con la explosión de formas diferenciadas de explotación a lo largo de las cadenas. Y es inevitable que las tensiones apenas descritas, comprendidas las iniciativas que algunos grupos industriales asumirán para reconstruir los nexos “trizados” de esta infraestructura capitalista, serán cargadas primero que todo sobre las componentes de fuerza de trabajo menos resguardadas y más débiles sindicalmente, con inevitables diferenciaciones también sobre el plano geográfico.

Si pasamos al lado de la demanda no se puede descuidar que la pandemia global se inserta en un cuadro altamente inestable, signado por el débil crecimiento norteamericano, por un sustancial estancamiento europeo con fuertes diferencias internas (por ejemplo entre Alemania e Italia), por la ralentización del crecimiento chino. A lo que se agrega las tensiones comerciales entre China y EEUU y la guerra de los aranceles, las tensiones entre los productores de petróleo (Irán-EEUU), así como el horizonte comprometedor de la catástrofe ecológica. Partiendo de los relevantes cambios imprimidos al capitalismo global por la última crisis, debemos recordar que hemos salido de esta larga fase sin que las élites económico-políticas hayan logrado sustituir eficazmente el precedente “motor del crecimiento”, representado sintéticamente por la expresión “keynesianismo privatizado”, con un sistema igual de estable (relativamente).

En estas horas signadas por el riesgo del contagio, los economistas mainstream se obstinan en ver solo una parte del problema, ciertamente de no descuidar. Los más honestos apuntan que las medidas de contención epidemiológica producirán un probable aumento de la desocupación y un ulterior crecimiento de las desigualdades. Fenómenos que terminarán por impactar sobre la demanda agregada a través de la contracción de los consumos, y se presentarán de manera “diferida” en tiempos más largos, bastante más allá de la cuarentena.

Lo que no ven estos señores, porque sus teorías no le permiten verlo, es que las tensiones sobre la demanda tienen una raíz todavía más profunda, que va más allá del problema del consumo de las familias. Olvidan que los problemas de la naturaleza, de la ecología a las pandemias, no son accidentes casuales. Antes bien son siempre manifestaciones de dramas preparados históricamente, en todo caso de modo inconsciente, pero siempre fruto de actividad humana y de las elecciones que conciernen directamente al contenido de las inversiones: qué, cómo y cuándo producir.

Son eventos que se presentan como la materialización de un imprevisto que descompagina los planes, y sin embargo, son realidades que descienden de elecciones políticas y económicas acumuladas en el pasado. Y es entonces sorprendente escuchar afirmar a insospechables economistas norteamericanos “la recesión es una necesidad de salud pública”. Para defender a la salud pública, la reproducción de la sociedad, para contener las muertes y la morbilidad, deviene para estas personas “objetivamente” inevitable asumir el riesgo de la caída de la demanda agregada norteamericana.

Se trata de una expresión que por sí sola describe bien la contradicción en la que están actualmente las economías capitalistas. Después de cuarenta años de políticas neoliberales, de contracciones de las inversiones para el welfare state, de recortes a los gastos para la sanidad pública, de recurso continuo a las privatizaciones, un evento incalculable como la pandemia vuelve dramáticamente evidente aquello que nos han enseñado las feministas, esto es que la “reproducción social” viene siempre primero que la “reproducción de la economía”.

El coronavirus, en ausencia de sólidas instituciones sanitarias públicas y gratuitas, deviene una amenaza para la continuidad de las relaciones sociales y para todo aquello que tenemos en común en nuestra vida. Muestra cuanto los sectores así llamados “antropogenéticos”, aquellos fundados sobre la “producción del ser humano por medio de seres humanos”, los campos del “cuidado” recíproco como la sanidad, son fundamentales también para el funcionamiento de la economía. Haber privado a las sociedades de las instituciones del welfare state universales, significa ahora poner a dura prueba la cooperación social difusa, el intercambio relacional, como motores y sustancia ontológica sobre la cual se fundan los modos contemporáneos de producción capitalista.

 El virus y Europa

En su último discurso a la nación Macron ha puesto mucho énfasis en parangonar la pandemia a una guerra. La alusión al evento bélico es funcional también para iluminar el enfrentamiento entre diferentes modalidades de gobierno regional y global, lo que está abriendo escenarios mundiales del todo inéditos. Por un lado Xi Jinping, en un desafío de notable dimensión a las democracias liberales, ha experimentado una forma de contención de la epidemia que no tiene parangón en la historia humana. Del otro los neoliberales angloamericanos Trump, Johnson y Bolsonaro, guiados por la convicción cínica e infame que el mercado y la sociedad se autorregulan, están dispuestos a no intervenir frente a la pandemia: “no te preocupes y continúa”. Se trata de dos modelos alternativos, dos “formas” del gobierno del mundo radicalmente opuestas y en lucha por la hegemonía global que comparten un rasgo común: han recurrido y recurrirán planificada y estructurado a las plataformas digitales, a las app de escaneo biomédico y al big data. Enormes empresas financieras como Alibaba o Walmart se presentan como pernos del desafío geopolítico y geoeconómico antipandémico.

En esta polarización, Europa asume una frágil e inestable tercera posición, sea en las prácticas médico-sanitarias en respuesta al virus, sea respecto a las consecuencias econonómico-sociales correlativas. Una vez más la Unión Europea no logra definir una respuesta homogénea a la expansión de la epidemia: países como Italia, España, Francia pero también Alemania han conocido diferentes tipos de “excepción”, que evidencian los niveles de poderes y contrapoderes, constitucionales y sociales, diferentes entre los Estados miembro. Por otro lado, sin embargo, si bien de modo no armónico, se está intentando (mirando sobre todo al eje franco-alemán) diseñar una línea alternativa al desafío global supuesto por la opción tecno-autoritaria china y angloamericana. Una respuesta que tiene sus raíces en la constitución ordo-liberal, sin dudas, pero que podría abrir, ciertamente no por la voluntad directa de las tecnocracias europeas, escenarios distintos para el futuro de Europa.

De frente a la crisis pandémica, la gobernanza europea se ha visto constreñida a modificar algunos de los parámetros europeos, como la suspensión del Pacto de Estabilidad, confirmando como se ha dicho la línea de la política monetaria expansiva. Ambas medidas que muestran un doble rostro. No seremos nosotros, ciertamente, quienes nos enojemos por la suspensión de uno de los pilares más rígidos de la constitución material europea, pero por otra parte, en ausencia de un inmediato acto de coraje de parte de las instituciones europeas se arriesgará solo ver cristalizadas las relaciones de poder entre los países europeos, ya muy presentes en el Tratado de Maastricht. 

La exaltación del ministro del Tesoro italiano Gualtieri al anunciar que “hemos decidido utilizar todo el endeudamiento neto autorizado por el Parlamento de 25 mil millones de euros”, revela toda la impotencia en la que se encuentra el sistema Italia, en ausencia de una solidaridad europea. No obstante alguno, mintiendo mientras sabe que miente a un país inmovilizado por la difusión del virus, diga que tal inversión inicial estimulará un flujo financiero total de 350 mil millones, aludiendo a un multiplicador del gasto público simplemente irreal. Además, tras los límites de la respuesta italiana, se trata de sumas calibradas sobre poco más de nueve semanas y del todo insuficientes para ser consideradas estímulo suficiente para un PIB que, en las mejores hipótesis, proyecta una caída de 2,5 %, con una crisis cuya pervasividad esbozamos antes. En suma, el “dique” promovido por Conte no es mucho más que un parche frente a un huracán.  

Con mayor razón si estas cifras se contrastan con la propuesta alemana de inyectar 550 mil millones de euros, como estímulo económico para empresas y welfare. Esta asimetría nos autoriza a decir que, incluso si se suspende temporalmente el Pacto de Estabilidad, estando así las cosas, no hay manera de modificar las relaciones de fuerza internas a la estructura europea. No hay ni siquiera ningún nexo causal que prevea una salida “progresista” en esta solución: la historia, al contrario, nos ha enseñado que incluso las sociedades más reaccionarias han hecho amplio recurso al gasto público en déficit. La evocación continua al momento bélico nos constriñe a recordar que tampoco todos los tratados de paz son indoloros. Solo una robusta y rápida redefinición de la political economy a nivel continental nos podría salvar de una profunda y dolorosa recesión.

 El contagio de las luchas

Las medidas adoptadas en estas horas por los principales países europeos, incluso en sus relevantes diferencias internas, las cuales ya esbozamos, parten de una común lógica política en la cual control social, moral de la responsabilidad individual, vigilancia común sobre las desviaciones y atenuación de la clausura de la actividad productiva, representan algunos rasgos fundamentales. Sobre este inestable balanceo, entre contención de la circulación de las personas, defensa de la salud pública y continuidad de la acumulación, intrínsecamente contradictorio, potencialmente explosivo,  se juega la perspectiva del modelo de sociedad post-coronavirus, a diferencia de cuanto proponen Johnson en UK, Trump en USA, o incluso en China.

Mirando a Italia, la afirmación de este modelo no se ha desarrollado ciertamente de manera espontánea, ni es el resultado de alguna superior civilidad europea; antes bien ha sido el fruto de los agobiantes y cínicos reclamos de Confindustria por no interrumpir la producción, de un lado, y del débil rol de los sindicatos confederales del otro, que con una lógica de rasgos esencialmente corporativos, han terminado por sellar un protocolo sobre la seguridad ante la epidemia débil, por decirlo suave. Pero mientras las centrales sindicales han tentado de contener por todas las vías las reacciones, desde abajo los trabajadores y trabajadoras de la manufactura y la logística han promovido iniciativas espontáneas de huelga, que las mismas centrales confederales en algunos casos se han visto constreñidas a validar, solo para no perder el control de los sitios productivos.

La alusión de la Comisión Europea al “cuanto tenga que ser” del gasto público y la inestabilidad constitutiva del modelo social que emerge del gobierno de la emergencia, puede abrir inéditos espacios de lucha. Es lo que está sucediendo y puede profundizarse en Francia, donde las intensas luchas de los Chalecos Amarillos han construido una trama de contrapoderes, en la cual no faltan inéditos procesos de politización entre los médicos y doctoras, enfermeras y enfermeros, o entre los operadores de otros espacios del welfare (como escuela y universidad). O incluso lo que en Italia está representando la concentración de primeras reflexiones y energías en torno a la campaña por la Renta de Cuarentena, que ofrece la posibilidad de abrir brechas en los sistemas workfarísticos, completamente inadecuados para la gestión de esta fase.

En el drama del coronavirus se ha impuesto una coyuntura que no se presentará más del mismo modo, y la política de las y los subalternos es siempre y sólo política de la coyuntura; ahora son las élites europeas quienes reconocen que se necesitan inversiones públicas en algunos campos del welfare. Necesitamos orientar estas opciones a través de las luchas, hacer emerger necesidades, campos de aplicación, soluciones concretas en la esfera de “los cuidados”, del mutualismo, de la solidaridad y de las instituciones de la reproducción social. Porque una cosa debe ser clara: sin luchas, sin presiones sociales desde abajo, no hay motivo alguno para pensar que el gasto público sea necesariamente suficiente y bien orientado.

La reivindicación de un Ingreso de Cuarentena constituye un primer campo de tensión; precisamos reafirmar la necesidad de una medida de apoyo a los ingresos no workfarística, incondicional, orientada a la autodeterminación de las y los sujetos, adecuada a la intensidad de la crisis y destinada a continuar mucho más allá del período de contención de la circulación de personas.

Al mismo tiempo es decisivo relanzar la imaginación de una Europa post-liberal. Y entonces no alcanza como ya recordamos el uso limitado de la flexibilidad presupuestaria, diferente para cada país. En cuanto a lo fundamental y deseable, ni siquiera bastaría la introducción de sistemas de tasación sobre los patrimonios para financiar inversiones públicas. Precisamos al contrario superar los límites del gasto público nacional, reclamar un presupuesto europeo para hacer saltar a través de las luchas el desequilibrio competitivo entre las áreas internas a Europa.

Servirán verdaderas y justas medidas de “socialización de las inversiones” a nivel continental en el campo del welfare y del ambiente, financiadas mediante  la emisión de títulos europeos con la coordinación de un banco central con funciones plenas de prestador de primera instancia. En el campo de la política monetaria se asiste incluso a un retorno de propuestas en torno a la idea neoliberal de helicopter money. Es una idea que iría forzada, llevada contra sus propios límites. Si sirve distribuir moneda para llegar en profundidad a la sociedad de la crisis, que se redistribuya a los ciudadanos y no a las empresas, como se hizo en Hong Kong en esta fase. Para hacer esto son útiles los cuerpos, las iniciativas, el pensamiento y el deseo de cambiar. Entonces no toca otra cosa que probar organizar lo imprevisto de la lucha, ojalá más allá de los angostos espacios nacionales.

Traducción: Diego Ortolani

Fuente: https://www.dinamopress.it/news/virus-terremoto-pave-della-finanza/

El Covid-19 a la luz de los Chalecos Amarillos. Perspectivas de lucha en la crisis reproductiva // Francesco Brancaccio y Matteo Polleri

15 marzo 2020                               

A mediados de marzo, la Francia de Macron expedía las primeras medidas de combate al Covid-19. A la vez, allí las reacciones institucionales se insertan en un terreno caracterizado por contradicciones y conflictos de excepcional intensidad.

Cuando arribó el Covid-19 poco antes de mediado de marzo a Francia, la habitual solemnidad jupiteriana caracterizó el largo discurso televisivo a la nación del “presidente de los ricos”. Fueron anunciadas algunas medidas restrictivas de la circulación de personas (llegándose más adelante al lockdown general), junto a algunas primeras y parciales garantías socioeconómicas (prolongamiento de la “tregua invernal” sobre los desalojos inmobiliarios, nuevos subsidios estatales) y algunas indicaciones médico-sanitarias (máximo apoyo, también desde el punto de vista presupuestario, a la sanidad pública, recomendación de normas higiénicas severas y limitación de los traslados). Más adelante, el Ejecutivo de Edouard Philippe también decretó la clausura de los comercios no esenciales, subrayando la estrecha coordinación entre París y Berlín. Las elecciones municipales cuyo primer turno estaba previsto el domingo 15 de marzo, fueron sin embargo confirmadas (y sufrieron una gran abstención no habitual en Francia).

Prudencia y serenidad institucional, confianza en el sistema sanitario universal de la Republique, responsabilidad civil, unidad nacional y apelación a la cooperación europea para hacer frente a un desafío que interroga las raíces del modelo de desarrollo occidental. Ahí estaban las palabras de orden del discurso de Macron. La estrategia del Gobierno francés, en sintonía con Alemania, parece por ahora volcada a la construcción de un plan alternativo al modelo autoritario chino de contención de la epidemia –elogiado por la OMS y que se ha revelado eficaz en la tutela de las vidas humanas-. Es preciso subrayar que aquel modelo ha hecho un recurso planificado a las plataformas digitales, al big data y a las apps de escaneo biométrico gracias a la movilización de Alibaba, Baidu y Tencent.

Francia, frente a un fenómeno imprevisible y con un impacto cotidianamente más duro, entró día a día en fases sucesivas de la epidemia, las cuáles supusieron contención progresiva y garantía de algunas libertades fundamentales. En este cuadro, más que un inédito estado de excepción mundial –esto, un espacio homogeneizado por la anomia- se puede constatar que, por ahora, en los diferentes países se han estado experimentando medidas administrativas diferenciadas, al centro de los cuáles las medidas de policía y de restricción de la libertad no pueden ser aisladas incautamente de la gravedad de la crisis de las estructuras sanitarias. Tales disposiciones, basadas sobre las previsiones de las curvas de contagio, y sobre taxonomías que definen cotidianamente los niveles de morbilidad y de letalidad del virus, no han sido homogéneas entre los países. No faltaban aquellos que negaban la gravedad de la situación. Se vio la estrategia adoptada por Trump o el “modelo” Johnson, que apuntaba cínicamente al logro de la inmunidad de manada, asumiendo, esto es, que el 60-70 % de la población sería contagiada, sin explicar en todo caso como su sistema sanitario pudiera hacer frente a tal situación

Las perspectivas de mantenimiento de esta gobernanza de la crisis pandémica eran por decir poco inciertas, en particular a la luz del difundirse del miedo en el debate público, favorecida por un mercado de la información pronto, también en Francia, a capitalizar el pánico. Pero lo que resaltaba en primer plano esos días era el contraste entre el miedo provocado por los medios y la activación colectiva que se manifestó en las redes sociales y en las calles. La sociedad que responde a esta crisis no es un espacio vacío sino un tejido viviente de contrapoderes que se ha consolidado en el curso de estos largos e intensísimos años de lucha. En los centenares de grupos de Facebook de los Chalecos Amarillos, verdaderas ágoras del movimiento, ya desde antes de los anuncios gubernamentales se había evidenciado lo contradictorio de sus primeras iniciativas: ¿se tenía seguridad que las medidas fundadas sobre “el principio de proporcionalidad” entre la tutela de la salud colectiva y el funcionamiento de la máquina económica pudieran ser eficaces? Las nuevas clausuras anunciadas sucesivamente mostraban toda la provisoriedad de este “principio”, que hubo de adaptarse a una situación en rápida evolución.

 Pero sobre todo, en el cuadro francés, la difusión del virus y las consiguientes reacciones gubernamentales se insertan en un contexto que, ya antes de la caza convulsa al “paciente cero”, no tenía nada que ver con el normal repetirse de la cotidianidad. La “excepcionalidad” de las intervenciones gubernamentales no se da en una superficie lisa, sino sobre un plano encrespado de contradicciones y conflictos particularmente intensos, que se condensan en torno al nodo de la reproducción social en sus varias declinaciones (fiscalidad, poder adquisitivo, pensiones, asistencia social, servicios sanitarios, escuelas y universidades). Ello se entrelaza además con la reivindicación difusa de “justicia ecológica”, devenida una de las instancias fundamentales en los movimientos franceses.

A este propósito, no se trata simplemente de repetir, una vez más, que el contrapoder permanente, fluido y a baja intensidad de los Chalecos Amarillos –reunidos para la V Asamblea de las Asambleas en Toulouse la semana previa al arribo del virus-, sigue amenazando el poder constituido, como demuestran las “manifestaciones salvajes” que atravesaron París en esos días para el  Acto 70. Lo que cuenta, más en general, es que el complejo de luchas del último período –de la huelga contra la reforma de las pensiones a la más reciente batalla de los precarios contra la neoliberalización de la universidad, de los movimientos ecologistas a las huelgas de los trabajadores de la sanidad en los hospitales, que se prolongaron por 9 meses-, representa el fondo sobre el cual se jugará una parte relevante de la partida política de la gestión de la pandemia.

Macròn probará sin dudas a transformar este desafío en ocasión de relanzamiento de su proyecto político, fuertemente debilitado, y hasta hace pocos días, en caída libre en los sondeos en algunas de las ciudades más importantes. Pero este relanzamiento, como sabemos, no podrá más que darse sobre el plano europeo, es decir en la puesta en rediscusión de las férreas reglas del neoliberalismo sobre las cuales Macron ha fundado hasta ahora su proyecto. En el plano interno, hay que notar que tal estrategia tiene como protagonistas dos de las instituciones más “estresadas” en los últimos años: el servicio de asistencia socio-sanitaria, y en el caso de las prohibiciones de circulación, la policía y la gendarmería. Unas, ya fuertemente tensionadas por un proceso de restructuración neoliberal particularmente rápido y violento; las otras, objeto de desconfianza de sectores siempre más amplios de la población, golpeadas por la progresiva securitización del espacio público que siguió a los atentados de 2015, e indignadas por la inaudita represión de la insurrección popular a partir de noviembre de 2018.

La apelación de Macron a la cohesión europea para construir una respuesta a la crisis, alternativa a los repliegues soberanistas de ultraderecha y  sus clausuras ultranacionalistas se acompaña, por otra parte, de la confirmación de la aprobación de su proyecto previo de reforma neoliberal de las pensiones con el procedimiento del  49.3, que se salta el debate parlamentario, y por el rechazo de retirar la reforma al seguro de desempleo, como ha sido reclamado por los sindicatos y por las y los desocupados en lucha. Elecciones particularmente discutibles y resistidas, tanto más en un cuadro de emergencia sanitaria con repercusiones sociales radicalmente desiguales. En las universidades y en las escuelas, en tanto, los y las precarias, los y las docentes, desde hace meses en movilización contra la reforma de las pensiones y contra la Ley de Programación Anual de la Investigación, y ahora constreñidos a quedarse en casa por el lockdown, reivindican el pago de las prestaciones laborales interrumpidas, oponiéndose a las disposiciones relativas al teletrabajo.

El movimiento de huelga de las universidades podría ahora prolongarse en forma de oposición a la uberización de la investigación y de la enseñanza. Dos niveles, en este escenario, se dibujarían en el horizonte. En uno, la organización del rechazo al teletrabajo en un contexto en el cual, hasta el día del cierre de las universidades, una gran parte del personal estaba en huelga. Así, una forma innovadora de interrupción del trabajo podría ser experimentada, en la lucha contra la epidemia y sus efectos políticos y psico-sociales. En otro, el reclamo del retiro del proyecto de reforma de Fredérique Vidal pero, más en general, de un plan extraordinario de inversión en la investigación, en ruptura con la lógica de privatización de los bienes comunes del conocimiento, abriendo a repensar integralmente la “función social” de las universidades. Elementos que justo la crisis epocal del Covid-19 tornan inevitables de considerar.

Entretanto, en los hospitales la tensión ya estaba en las nubes, y el personal sanitario nos muestra con su coraje la función indispensable de la sanidad pública en el cuidado y la reproducción de la sociedad. Antes que acreditarse como autoridad moral, despolitizada y tecnicista, en Francia las figuras de las y los médicos y trabajadores sanitarios han sido investidas por significativos procesos de conflicto, como testimonian las movilizaciones permanentes de los y las trabajadoras del sector sanitario, las reivindicaciones de los Chalecos Amarillos a propósito de la salud, y la fuerte adhesión de las y los médicos, enfermeras y enfermeros a las huelgas contra las reformas de las jubilaciones. Las condiciones de trabajo de estos sectores son terreno de enfrentamiento con el Ejecutivo desde hace meses.

La tensión interna en los hospitales no hace más que sumarse a las dificultades producidas por el contagio, como recientemente declaró el director del sistema de salud de la capital. Si ciertamente la homogeneidad territorial de la salud pública francesa no es parangonable con las asimetrías regionales italianas, las previsiones de los y las trabajadoras del sector sobre las efectivas capacidades de acogida de las infraestructuras eran lejanas a las del Gobierno (cuestión que el avance de la pandemia confirma). La visita oficial de Macron al hospital de la Pitié Salpêtrière de París, volcada justo a la emergencia viral, fue ocasión de protesta de parte de las y los médicos y enfermeros: el personal sanitario estaba ya en medio del duro trabajo para hacer frente a la epidemia, pero no tiene ninguna confianza en el Ejecutivo ni en el Eliseo.

¿Prefiguraciones de posibles redefiniciones de las luchas del ámbito reproductivo dentro de la emergencia sanitaria? A hoy, resultan difíciles. De lo que se puede estar seguro es  que el equilibrio sobre el cual se juega la estrategia macroniana de gestión de la epidemia es frágil. Eventuales medidas de ulteriores suspensiones diferenciadas de la socialidad, económicamente desiguales y orientadas a garantizar la extracción de valor, podrían ser objeto de contestación en los lugares de trabajo, donde desde hace meses la cotidianidad es signada por paros y huelgas.

Paralelamente, la reivindicación de la independencia de la sanidad de la lógica del mercado, sostenida por Macron en su discurso a la nación, podría constituir un terreno fundamental sobre el cual presionar, haciendo explotar las contradicciones internas de su programa político. En fin, el mismo espacio de la “cuarentena”, podría permitir la experimentación de formas de solidaridad y de conflicto, como algunas experiencias italianas comenzaron a indicar, a partir de la reivindicación de un “ingreso de cuarentena”. Estos terrenos repondrían entonces al centro de la lucha aquella potencia de la fraternidad vivida por más de un año en las rotondas y en las asambleas de los Chalecos Amarillos.

En suma, la tentativa de recompactamiento nacional y relanzamiento político intentada por Macron augura de todo menos que esté descontada, y no se puede excluir que las medidas para responder a una eventual crisis reproductiva produzcan una profundización del surco que ya separa poder político y sociedad. En tal escenario, el tejido afectivo sedimentado por las luchas de los últimos años –que se ha revelado hasta ahora capaz de invertir las pasiones tristes en indignación y gozo-, se tendrá que medir con  una renovada regurgitación hobbesiana de angustia y miedo y, al mismo tiempo, con la urgencia de profundizar las redes de mutualismo y de cuidado colectivo hasta hora desarrolladas. Entre las tantas lecciones de los Chalecos Amarillos, no es la última aquella de dar vida a discursos sobre la “vulnerabilidad” en la organización del conflicto, gracias al protagonismo de mujeres, ancianos y personas con discapacidades en el movimiento, y a través de la puesta en práctica de politizaciones de la experiencia cotidiana y puesta en común de los sufrimientos.

Desde la célebre carta enviada por Russeau a Voltaire luego del terremoto de Lisboa de 1755, sabemos que las catástrofes son histórica y socialmente determinadas. Que sus causas y efectos no son jamás del todo independientes de las acciones humanas, y se distribuyen, de hecho, sobre las líneas jerárquicas y de explotación que estructuran la sociedad, agravando sus puntos de incandescencia. Pero, como para cada evento epocal, sería ingenuo proponer apresuradamente interpretaciones comprensivas y horizontes estratégicos estructurados. En el caso de Francia y de toda Europa, baste por el momento decir que el arribo de aquello que Luca Platrinieri ha definido, no sin ironía, como la “prueba general de apocalipsis diferenciado” lleva consigo nuevos desafíos para las luchas sociales, quizás los más duros que el presente nos depara. ¡Hic Rodhus, hic salta!

 La imagen de cubierta fue tomada de la página de Facebook de “Cerveaux non disponibles”.

Traducción: Diego Ortolani

Fuente: https://www.dinamopress.it/news/covid-19-alla-luce-dei-gilets-jaunes-prospettive-lotta-nella-crisi-riproduttiva/

«Bolsonaro se cree capaz de esconder los cuerpos» // Entrevista a Vladimir Safatle

Entrevista a Vladimir Safatle realizada por Marina Amaral y publicada el 06/04/2020 en Pública.

                     

 

 

En el caos en el que nos encontramos, con la pandemia del coronavirus acelerándose, usted ha defendido el impeachment al presidente Jair Bolsonaro. ¿Usted cree que estamos en condiciones de vivir un proceso como ese en un momento en el que estamos encerrados en casa y el Congreso trabaja a distancia, ocupado con las medidas de la pandemia?

–Creo que la única cosa sensata por hacer en esta condición de pandemia es luchar por el impeachment porque quedó claro que Brasil no está condiciones para administrar las dos crisis al mismo tiempo y Bolsonaro es una crisis ambulante. Él traba todas las medidas, desarticula todas las medidas, incentiva sectores de la población a que burlen las medidas necesarias para las restricciones mínimas y aprovecha esa situación para generar un sistema de destrucción de cualquier posibilidad de garantías de la clase trabajadora, de la clase más desfavorecida. Con este Ministerio Público, la flexibilización de los despidos en una situación como esta, los trabajadores tienen hasta el 70% de su salario reducido, eso muestra como él potencia la crisis, él multiplica la crisis. Brasil no está en condiciones de soportar eso por más tiempo.

»Sobre la movilización: solo una acción hecha por tres diputados del PSOL, completamente minoritarios, fue capaz de juntar 1 millón de firmas que fueron entregadas por la diputada Fernanda Melchionna (PSOL-RS) al presidente de la Cámara, el diputado Rodrigo Maia. Las últimas encuestas que tenemos, las de Atlas Político, muestran que el 47% de los encuestados está a favor de que se lleve adelante el impeachment y eso sin ningún tipo de movilización. ¿Podés imaginar lo que sucedería si toda la oposición, o por lo menos todos los sectores de izquierda, tuviera una movilización constante? Ese grupo (a favor del impeachment) aumentaría sustancialmente, haciendo que vos tengas una fuerza muy clara, por un lado. Y por el otro, puede que no consigas poner mucha gente en la calle, pero hay otros dispositivos para presionar al gobierno, para mostrarle al gobierno que no tiene ninguna legitimidad de recaudar más. Huelga general, rechazo a colaborar en distintos niveles, desobediencia civil. El problema es que la izquierda no tiene ninguna gramática de combate más.

En su artículo para El País, usted también dice: “a los que dicen que es temprano para un pedido de impeachment, que es necesario componer calmadamente con todas las fuerzas, les diría que esto nunca ocurrirá. La izquierda brasileña ya demostró, más de una vez, estar en posición de parálisis y esquizofrenia.” Vimos la disputa dentro del propio PSOL por esta cuestión y no hay progresos en la idea de un frente amplio de izquierda. ¿Entonces quién lideraría este movimiento por el impeachment?

–De hecho, ese es un punto central. En realidad, yo ya no diría que la izquierda brasileña está paralizada, diría que murió. En este proceso de combate contra los descalabros del gobierno federal, quien estuvo al frente no fue la izquierda, quienes estuvieron al frente fueron los gobiernos de San Pablo y Río de Janeiro. Dória y Witzel.  La política brasileña se resume a una lucha entre la derecha y la extrema derecha. Simplemente no hay más izquierda. Creo que esta cuestión del coronavirus demostró esto de una manera pedagógica. La izquierda es completamente irrelevante. Creo que lo que sucedió dentro del PSOL también es un ejemplo clarísimo de eso. Un partido que va a la prensa a desautorizar a sus propios diputados que tomaron la iniciativa por el impeachment, que es popular; es un certificado de defunción de la izquierda en el sentido más fuerte del término. Entonces, ese es el problema más serio: no es solo una cuestión de quién va a liderar el impeachment, sino qué vas a ser con la oposición de acá en adelante.

»La izquierda fue el remolque de todas las decisiones, no tuvo capacidad de tensionar ni un proceso, de imponer una agenda o algo parecido, y creo que hay cosas mucho más profundas ahí, ¿no? Porque una cosa que podría nacer de esa experiencia de lucha colectiva contra la pandemia es un sentimiento político fundamental de solidaridad genérica. Una solidaridad que demuestra muy claramente: “mi vida depende de personas que no sé quiénes son”. Que no se parecen a mí, que no son parte de mi grupo, que no tienen mi misma identidad, y esas personas son fundamentales; tenemos un destino colectivo.    

»Solo la izquierda, de tan presa que está de otro tipo de agenda, no logra vocalizar una agenda de solidaridad genérica universal. Tiene miedo hasta de decir algo así. Entonces, por lo menos en Brasil, la capacidad de la izquierda de reorientar las discusiones a partir de la experiencia colectiva de algo como esta epidemia es pequeña.

Dentro del propio gobierno, vemos divergencias en relación con la gravedad de la epidemia y la manera correcta de conducirla. Hoy salió en los diarios, una vez más, el conflicto entre Bolsonaro y el ministro Mandetta y muchos analistas les atribuyen a los militares la “domesticación” parcial en el discurso del martes del presidente. ¿Usted cree que esas rupturas internas pueden favorecer el impeachment?

–Es difícil saberlo, algunas rupturas son más evidentes; entre un sector un poco más técnico y el núcleo ideológico del gobierno. Ahora, entre el gobierno y las Fuerzas Armadas es difícil saber si tienen algún tipo de tensión. Tiendo a creer que Bolsonaro hizo dos apuestas, ¿no? La primera es que él es capaz de esconder los cuerpos. Su ADN de torturador, de sótano de la dictadura militar, de amante de Ustra, hace que crea que puede hacer lo que normalmente se hace en Brasil que es desaparecer cuerpos, esconder muertes, hacer que esta pandemia pase más o menos incólume, quiero decir, el cree que es capaz de hacer eso. Vamos a ver si eso será posible o no. Y cuando venga la crisis económica él va a poner todo en las espaldas de los gobiernos estaduales, diciendo que él insistió para que no se haga eso, o intentará socavarlos de inmediato y escuchará al sector empresarial que lo apoya, un sector genocida, no hay otra palabra para describirlo. En todo el mundo ese sector es aborrecido. Yo diría, que son suicidas en el sentido de los imperativos económicos que ellos dicen defender. Basta con hacer un razonamiento simple: si suspendemos el confinamiento, vea cómo será de aquí a cinco meses. Vamos a tener montañas de muertos por todos lados, el gobierno va a intentar esconderlas, vamos a tener censura de la divulgación de las muertes, pero la opinión pública internacional no es tonta, se dará cuenta. ¿Y qué va a hacer? Con todos los países saliendo del confinamiento después de una experiencia dramática, lo primero que van a hacer es poner un cordón sanitario alrededor de Brasil. ¿Quién va a querer comprar carne brasileña en un país totalmente contaminado?

»Es algo completamente primario, eso demuestra que el empresariado nacional es de una estupidez indescriptible. Solo se justifica a partir de su matriz esclavista, que nunca fue superada. Piensan que están gerenciando un ingenio de esclavos. ¿Mueren dos o tres esclavos? El ingenio no va a parar por eso.

»Normalmente ellos usaban esta lógica para someter a una parte de la población; la clase trabajadora vulnerable, ligada a la raza negra. Ahora, la diferencia es que ellos están sometiendo a la población entera a esa lógica esclavista.

¿incluso a los otros miembros de la elite?

–El contagio es democrático, no ve clases, no ve nada, por eso digo que es una lógica completamente suicida la del Estado brasileño. Si yo estoy entendiendo bien, el sector que detenta los medios de producción todavía apoya al Estado a causa de ese ADN que nunca va a salírseles, que viene de generación en generación. Ahora, parece que incluso en la clase altas tuviste rupturas, ¿verdad? Estuve viendo una encuesta donde el 55% de los entrevistados que gana más de diez salarios mínimos, que eran la base de apoyo de la elite, está en contra de las medidas que Bolsonaro está tomando. Eso produce hechos.

»Insisto: tenés una situación perfecta para deponer al gobierno y salvar a la población brasileña. Para crear una política eficaz en el combate contra esta pandemia que le permita a la clase trabajadora quedarse en casa sin trabajar en esos tres meses porque los empleos están garantizados, los salarios están garantizados. Los habitantes que viven en lugares de alta densidad poblacional podrían ser acomodados en hoteles, todo eso sería posible. El Estado brasileño tiene posibilidades de hacer eso solo si va en busca de los que tienen posibilidades de pagar más impuestos. En principio, solo el cálculo de impuestos sobre grandes fortunas es de 80 billones de reales. Pero eso ni siquiera es pensado. Tuvimos 13 años de un gobierno de izquierda y una cuestión como esta no fue hecha, entonces nadie se acuerda de que es posible.

Volviendo a aquella cuestión de la desaparición de cuerpos que usted dijo, me acordé de que Bolsonaro se irritó mucho con aquella foto del Washington Post del cementerio de Vila Formosa, con aquellas filas y filas de tumbas recién abiertas. ¿Usted cree que ese papel de la prensa, de mostrar lo que está pasando, está siendo importante en este momento?

–Sí, la prensa subió dos tonos contra el gobierno porque se dieron cuenta del carácter suicida del gobierno. Es un tipo totalmente autoritario que se vuelca incluso contra la prensa propia. Esto es un clásico en la prensa brasileña, ellos apoyan a la peor alternativa y después descubren que hicieron una pésima elección. Como cuando ellos apoyaron la dictadura militar, y a cierta altura, se les volvió en contra. Pienso que, poco a poco, la prensa brasileña intenta dramatizar un poco, en el buen sentido del término, dar una narrativa en forma de drama para que las personas puedan sentir y prestar atención a la realidad del proceso. La prensa está aprendiendo a hacer eso porque nunca lo ha hecho.

Trump cambió de actitud en esta semana después de confrontarse con la gravedad y el alcance de la epidemia en los EUA. ¿Por qué Bolsonaro continúa comportándose de manera ciega y destructiva? ¿Por qué es tan difícil para él dejar de lado la lucha ideológica y asumir la responsabilidad de combatir la enfermedad y amparar a la población con políticas sociales de emergencia?

–Son personas que vienen de horizontes completamente distintos, ¿no? Trump es un empresario, una persona del marketing, y sabe que no puede esconder los cuerpos. No es esa la historia en la gestión de las guerras de los Estados Unidos. Y él tiene una elección en noviembre entonces sabe que tiene que hacer algo.

»Bolsonaro viene de los sótanos de la dictadura militar. Está ligado a los sectores torturadores, está ligado a las milicias, está ligado al poder paralelo. Es un dictador fascista, no hay otro nombre, venido de los sectores más bajos del Ejército. Viene de esa formación, trae esta lógica de que es posible usar una estructura para desacreditar y descalificar la información. No tiene interés en gobernar nada, él nunca quiso gobernar Brasil, ya está diciendo que Brasil es ingobernable… La cuestión de él es realizar un proceso de movilización continua entonces hace el siguiente cálculo: ¿qué hago para movilizar? Aunque cree pilas de cuerpos. Para él eso no hace la menor diferencia. Para una persona que dice que deberían haber matado a 30 mil personas más durante la dictadura, que mataron poco, no importa si son 40 mil o 50 mil. ¿Te acordás cómo fue su reacción cuando se rompió la presa de Brumadihno? cualquier estudiante de semiótica lo percibe claramente. Su reacción inicial fue: “no es responsabilidad del gobierno”. Listo. Ni siquiera reaccionó con la hipocresía clásica de la clase política, de mostrarse sensibilizado por las muertes, de llorar con los parientes de los muertos, ni eso.

»Imaginar que una persona como esa va a entender lo que significa una pandemia como esta es un completo absurdo.

Leí un artículo suyo en el diario GGN en el que usted dice: “el fascismo brasileño y su nombre propio, Bolsonaro, encontraron por fin una catástrofe para llamarla suya.” ¿Cómo una pandemia, una situación de crisis, puede favorecer a un gobernante? ¿Qué hay de positivo para él en eso?

»Primero, la posibilidad de movilización continúa de sus partidarios; segundo, esta es una tesis que viene de algunos teóricos del fascismo, como Hanna Arendt o Adorno, de que existe un deseo de catástrofe en el fascismo. Porque no es un gobierno, es un movimiento continuo. Por ejemplo, una guerra fascista no es una guerra de conquista, es una guerra hecha por la guerra misma, que no puede parar en hipótesis alguna; desde el punto de vista de la conquista, es una guerra irracional es una movilización de población por la guerra, no una guerra como forma de alcanzar algo. Entonces, enganchás a una parte de la población en una lógica donde ese movimiento puede darse vuelta contra las personas, ir en el sentido de la autodestrucción. Hanna Arendt tiene una postura interesante, cuando ella dice que ni siquiera cuando el movimiento nazi fue contra sus partidarios estos dejaron de apoyarlos.

Como pasa ahora cuando las personas saben que están corriendo riesgo…

–Exacto. Tienen una lógica de certeza delirante. Normalmente cualquier persona pensaría: “ok, esta pandemia es una cosa que nadie ha visto nunca”, entonces hay una incerteza respecto de ella. ¿Qué significa gobernar a partir de la incerteza? Desde los griegos sabemos que, en una situación de incerteza, la virtud esperada es la prudencia. ¿Qué es la prudencia? “Bien, no se si se va a dar el peor escenario, pero si este sucede, no hay vuelta”. Las personas muertas no van a resucitar. Si se da el mejor escenario puedo llegar a trabar la economía por un tiempo, pero se recupera. Entonces, por prudencia, trabajás con el peor escenario. Esa es una virtud de gobierno, cuando querés gobernar, reconocés la incerteza que de estar delante de un acontecimiento difícil de prever y desenvolvés toda tu estructura para evitar el peor escenario. Bolsonaro hace exactamente lo contrario. Usa un tipo de certeza arrogantemente delirante y dice: “yo sé”, pero nadie sabe lo que se viene. Tenemos proyecciones, que son proyecciones, se pueden dar o no. La ciencia tiene esa característica, la ciencia es el dominio de la incerteza, no de la seguridad. Entonces esta es la única cosa racional por hacerse, como gobernante, es trabajar con el peor escenario. Y cuando un sujeto hace lo que él hace, ¿qué demuestra? Demuestra que consiguió colocar a una parte de la población dentro de una lógica de autoinmolación, de autosacrificio. En una lógica sacrificial: “voy a tener coraje y voy a ir a trabajar sometido a las peores condiciones del mundo”, como si eso fuese una expresión de valentía cuando es pura idiotez. Volviendo a los griegos, ellos sabían diferenciar entre coraje y temeridad. El coraje es una virtud, pero el exceso de coraje es simple estupidez. Es ponerte en una condición donde seguramente sufrirás las peores consecuencias.

»Por eso es que digo: es una lógica suicida, y eso es un dato nuevo. No sirve de nada decir “eso ya está escrito, es la situación del Estado burgués” o algo parecido. No es verdad. Es un dato nuevo que raramente aparece. Tenemos una estructura necropolítica que viene de una sociedad esclavista, donde una parte de los sujetos son considerados cosas, entonces, si mueren, no hay luto, no hay dolor, no hay nada. Eso siempre estuvo presente en la sociedad brasilera, dependiendo de quién muere es un número, no es una persona, no es una historia. Solo que ahora tenés un dato diferente: el Estado, él generaliza ese proceso. Y él genera una nueva situación en la que él también se dirige hacia una catástrofe. El Estado Brasilero está yendo en dirección a una catástrofe. ¿Qué va a pasar si esto realmente sucede? Las personas van a ir a trabajar sin saber si van a volver vivas.

¿Y usted cree que, incluso así, sin que haya un movimiento fuerte por el impeachment, el gobierno de Bolsonaro puede sobrevivir a la pandemia? ¿Incluso fortalecerse?

–Una parte de la población que entró en esa lógica no sale. No tiene cómo salir. El sector que llegó con él hasta este punto, no lo va a abandonar. Va a morir con él, pero no lo va a abandonar. No es por nada que varios estudiosos, cuando hablaron de fascismo, tendieron a caracterizarlo como una lógica paranoica. Eso no era una metáfora, la analogía era útil porque tenías la movilización de un delirio de grandeza, persecución, y tenías esta certeza delirante que era imposible que sea modificada por la experiencia. No hay nada en la experiencia que pueda abalarla. Hay que entender esto de una vez. No hay ninguna posibilidad de diálogo con ese sector. Cualquier intento de crear un diálogo con ese sector es un suicidio para los demás. Y no hay una estructura de movilización para los demás, y es eso lo que hace falta: Que la mayoría no es verdadera mayoría. No logramos asumir eso.

¿Y usted cree que esa mayoría es capaz de movilizarse sin un liderazgo partidario?

–Y, la mayoría va a tener que aprender a hacer eso porque ahora es una cuestión de vida o muerte. Y dígase de paso, eso sería saludable porque las estructuras partidarias brasileñas no se mostraron a la altura de los desafíos del país. Y no solo hoy. Entonces, es fundamental que aparezca un tipo de estructura horizontal. Todo lo que está pasando ahora, por ejemplo, vivo en una zona donde hay cacerolazo hace diez, once días, todo absolutamente espontáneo sin una organización detrás. Esto demuestra muy claramente que hay una sociedad en resistencia contra el gobierno, sin que nadie consiga vocalizar eso. Tal vez no se tenga conciencia del nivel de drama en el que el país se puso. Hoy los únicos países que tienen este tipo de situación son Brasil, Bielorrusia y Turkmenistán. ¡Mirá dónde fuimos a parar!

Haciendo una pregunta más general, más allá de Brasil, estamos viendo que familias de todo el mundo no están pudiéndose despedir de sus muertos, ni siquiera hacer las ceremonias fúnebres. Como filósofo, ¿qué peso simbólico cree usted que esto tiene para la sociedad?

–Una sociedad se define a partir de la manera en la que lidia con sus muertos. Ese es un verdadero fundamento de la vida social. Los griegos lo saben desde Antígona. La sociedad que expulsa el ritual de memoria, de sus muertos, no logra sobrevivir. Independientemente de quiénes sean sus muertos. Lo que funda la universalidad es el derecho de memoria; todos tienen derecho de memoria. Si generás esa situación, de enterrar sin ritual, sin presencia, sin nada, eso va a traer un trauma social enorme. Vamos a sentir lo que eso significa. Lo que aminora esa situación es saber que esa supresión no es en vano, que hacés eso por solidaridad social. No te querés infectar, pero tampoco querés infectar a otros. Ahora en los países que no tenés ni eso, los afectados son casi losers. ¿Pero cómo te moriste por eso? ¡Es una pequeña gripe!

Hice un reportaje sobre el linchamiento virtual de los que tienen el Covid-19 e incluso uno de una casa de una persona que fue apedreada.

–Son comportamientos medievales potenciados por la construcción del gobierno. Claro, toda sociedad tiene su dinámica regresiva. Si tuvieras el mismo discurso que tenés acá en Noruega, tendríamos comportamientos parecidos. Porque liberás la dimensión regresiva de la sociedad. Legitimás esa dimensión. Por eso es por lo que yo digo: es imposible administrar este proceso con este gobierno.

¿Usted cree que va a emerger un mundo diferente luego de la pandemia?

–Sí, la única cuestión es qué mundo. Existen varios escenarios y es difícil saber para dónde va la cosa. Por ejemplo, tenés un escenario posible, que es el fortalecimiento de la extrema derecha y del fascismo. Pero desde el punto de vista europeo, donde la extrema derecha es antiliberal del punto de vista de la economía; no es una extrema derecha ultraliberal como en Brasil. Entonces allá puede haber un fortalecimiento del Estado de protección social, que debería circular cada vez más, y la extrema derecha puede agregar a eso el fortalecimiento de las fronteras y de las nacionalidades. Entonces, esto puede dar fuerza a la extrema derecha.

»Otro escenario: el modelo neoliberal anglosajón, el de Thatcher, de Reagan y de la Escuela de Chicago, ese que es implementado en Brasil, va a entrar en colapso. Eso es claro porque ya está colapsando; eso demuestra cómo una pandemia como esta reconstruyó la noción de gobierno. Porque no va a ser la última, tendremos otras, esta es solo la primera. Entonces vas a necesitar estructuras que puedan dar cuenta de esos procesos. Y estas estructuras exigen un tipo de cohesión social y de intervención estatal que el modelo de la Escuela de Chicago es incapaz de lograr. Solo que ahí viene otra cosa, porque el neoliberalismo tiene tres espacios de aplicación inicial: uno, Estados Unidos e Inglaterra, en el modelo Thatcher/Reagan; otro, el Chile de Pinochet, pero también el modelo alemán de los liberales del fin de la Segunda Guerra Mundial, que generaron una economía social de mercado. Uno que quedó y funcionó. Tanto que Alemania, de todos los países europeos, fue quien mejor lidió con la situación; su índice de muertes es extremadamente bajo. Entonces es posible que el modelo alemán –que viene de los años 30 y conjuga neoliberalismo y dinámicas de intervención y protección– gane fuerza. Y esto puede ocurrir en Brasil, una parte de la derecha se va desplazando hacia este modelo alemán, Armínio Fraga, esa gente, quiere hacer un poco eso. Ese es el segundo escenario

»Y tenés un tercer escenario que es, de hecho, que Brasil entre en una transformación efectiva, teniendo en cuenta la incapacidad completa del gobierno. Y ahí vos sensibilizás más a las personas que están a favor del proceso de desigualdad, de injusticia social, y ahí un proceso de izquierda puede ganar fuerza. Pero, en ese escenario brasileño, es posible que tengamos un golpe, que se decrete el estado de sitio. Es difícil saber, si sucede, cuánto va a durar, cómo va a ser, pero es un escenario que también está sobre la mesa.    

            

Traducción: Franco Calew

      

    

 

¡Es el capitalismo, estúpido! // Maurizio Lazzarato

“Una intervención exitosa que evite que uno de los patógenos que hacen cola en el circuito agroeconómico mate a mil millones de personas debe dar el salto a un enfrentamiento mundial con el capital y sus representantes locales, sea cual sea el número de soldados de la burguesía que intenten mitigar los daños. La agroindustria está en guerra con la salud pública.”

“Covid-19 y los circuitos del capital”
Rob Wallace, Alex Liebman, Luis Fernando Chaves y Rodrick Wallace, 4 abril de 2020 [1]

 

 

 

El capitalismo nunca salió de la crisis de 2007 / 2008. El virus se injerta en la ilusión de los capitalistas, banqueros y políticos de lograr que todo vuelva a ser como antes, declarando una huelga general, social y planetaria que los movimientos de protesta no pudieron producir. El bloqueo total de su funcionamiento muestra que en ausencia de movimientos revolucionarios, el capitalismo puede implosionar y su putrefacción comienza a infectar a todo el mundo (pero de acuerdo con estrictas diferencias de clase). Esto no significa el fin del capitalismo, sino sólo su larga y agotadora agonía que puede ser dolorosa y feroz. En cualquier caso, estaba claro que este capitalismo triunfante no podía continuar, ya Marx, en el Manifiesto, nos lo había advertido. No sólo contempló la posibilidad de la victoria de una clase sobre la otra, sino también su implosión mutua y su larga decadencia.

La crisis del capitalismo comenzó mucho antes de 2008, con la convertibilidad del dólar en oro, y se intensifica de manera decisiva desde finales de los setenta. Una crisis que se ha convertido en su forma de reproducirse y de gobernar, pero que inevitablemente conduce a “guerras”, catástrofes, crisis de todo tipo, y, si se da el caso y hay fuerzas subjetivas organizadas, eventualmente, en rupturas revolucionarias.

Samir Amin, un marxista que mira al capitalismo desde el sur del mundo, lo llama “larga crisis”. (1978 – 1991) que ocurre exactamente un siglo después de otra “larga crisis” (1873 – 1890). Siguiendo los rastros dejados por este viejo comunista, podremos captar las similitudes y diferencias entre estas dos crisis y las alternativas políticas radicales que abre la circulación del virus, al hacer vana la circulación del dinero.

 

 

 

La primera larga crisis

El capital ha respondido a la primera larga crisis, que no es sólo económica porque viene después de un siglo de luchas socialistas que culminaron en la Comuna de París “capital del siglo XIX” (1871), con una triple estrategia: concentración/centralización de la producción y del poder (monopolios), ampliación de la globalización, y una financiarización que impone su hegemonía a la producción industrial.

El capital se convirtió en monopolio, haciendo del mercado un apéndice propio. Mientras los economistas burgueses celebran el “equilibrio general” que determinaría el juego de la oferta y la demanda, los monopolios avanzan gracias a los espantosos desequilibrios, las guerras de conquista, las guerras entre imperialismos, la devastación de los humanos y no humanos, la explotación, el robo. La globalización significa una colonización que ahora subyuga al planeta entero, generalizando la esclavitud y el trabajo esclavo, para cuya apropiación se enfrentan los imperialismos nacionales armados hasta los dientes.

La financiarización produce un enorme ingreso del que se aprovechan los dos mayores imperios coloniales de la época, Inglaterra y Francia. Este capitalismo, que marca una profunda ruptura con el de la revolución industrial, será objeto de los análisis de Hilferding, Rosa Luxemburgo, Hobson. Lenin es ciertamente el político que captó mejor y en tiempo real el cambio en la naturaleza del capitalismo, y con un timing todavía insuperable elaboró, con los bolcheviques, una estrategia adaptada a la profundización de la lucha de clases que implicaba la centralización, la globalización, la financiarización.

La socialización del capital, a una escala y a una velocidad hasta ahora desconocidas, haría que los beneficios y las rentas florecieran de nuevo, provocando una polarización de los ingresos y los patrimonios, una superexplotación de los pueblos colonizados y una exacerbación de la competencia entre los imperialismos nacionales. Este corto y eufórico período, entre 1890 y 1914, la “Belle époque”, desembocó en su contrario: la Primera Guerra Mundial, la revolución soviética, las guerras civiles europeas, el fascismo, el nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el inicio de los procesos revolucionarios y anticoloniales en Asia (China, Indochina), Hiroshima y Nagasaki.

La “belle époque” inauguró la era de las guerras y las revoluciones.  Estas últimas se sucederían a lo largo de todo el siglo XX, pero sólo en el sur del mundo, en países con un gran “retraso” en el desarrollo y la tecnología, sin clases trabajadoras, pero con muchos campesinos. Nunca en la historia de la humanidad se ha conocido tal frecuencia de rupturas políticas, todas ellas, como dijo Gramsci sobre la soviética, “contra el Capital” (de Marx).

 

 

 

La segunda larga crisis

Comenzó ya a principios de los años 70, cuando la potencia imperialista dominante, liberando al dólar de las garras de la economía real, reconoció la necesidad de cambiar de estrategia rompiendo el compromiso fordista.

Durante la segunda larga crisis (1978 – 1991) las tasas de crecimiento de los beneficios y las inversiones se redujeron a la mitad en comparación con el período de posguerra y nunca volverían a esos niveles. También en este caso, la crisis no es sólo económica, sino que interviene después de un poderoso ciclo de luchas en Occidente y una serie de revoluciones socialistas y de liberaciones nacionales en las periferias. El capital responde a la caída del beneficio y a una primera posibilidad de la “revolución mundial”, retomando la estrategia de un siglo antes, pero con una mayor concentración del mando en la producción, una globalización aún más fuerte y una financiarización capaz de garantizar una enorme renta a los monopolios y oligopolios.  La reanudación de esta triple estrategia es un salto cualitativo en comparación con la de hace un siglo. Lenin creía que los monopolios de su época constituían la “última etapa” del capital. Por el contrario, entre 1978 y 1991, se desarrolló una nueva y más agresiva tipología de lo que Samir llamó “oligopolios generalizados”[2] porque ahora controlan todo el sistema productivo, los mercados financieros y la cadena de valor. La celebración del mercado en el mismo momento en que se afirman los monopolios también caracterizará la recuperación de la iniciativa capitalista contemporánea (Foucault participará en estos esplendores, infectando a generaciones de izquierdistas académicos).

Después de la segunda “belle époque” marcada por el lema de Clinton “Es la economía, estúpido”, el fin de la historia, el triunfo del capitalismo y la democracia sobre el totalitarismo comunista, y otras amenidades similares, como hace un siglo (y de una manera diferente) se abre la era de las guerras y las revoluciones. Guerras seguras, revoluciones sólo (remotamente) posibles.

El tríptico de la concentración, la globalización  y la financiarización está en el origen de todas las guerras y catástrofes económicas, financieras, sanitarias, ecológicas que hemos conocido y que conoceremos. ¡Pero procedamos con orden! ¿Cómo funciona la fábrica del anunciado desastre?

La agricultura industrial, una de las principales causas de la explosión del virus, ofrece un modelo del funcionamiento de la nueva centralización del capital por los “oligopolios generalizados”. A través de las semillas, los productos químicos y el crédito, los oligopolios controlan la producción en las fases iniciales, mientras que en las fases posteriores, la eliminación de la productos podridos y la fijación de los precios no está determinada por el mercado sino por la gran distribución que los fija de forma arbitraria, privando de alimentos a los pequeños agricultores independientes.

El control capitalista sobre la reproducción de la “naturaleza”, la deforestación y la agricultura industrial e intensiva altera profundamente la relación entre lo humano y lo no humano de la que han surgido durante años nuevos tipos de virus. La alteración de los ecosistemas por las industrias que se supone que nos alimentan está ciertamente en la raíz de los ciclos ya establecidos de los nuevos virus.

El monopolio de la agricultura es estratégico para el capital y mortal para la humanidad y el planeta. Dejo la palabra a Rob Wallace, autor de “Big Farms Make Big Flu”, para quien el aumento de la incidencia de los virus está estrechamente vinculado al modelo industrial de la agricultura (y en particular de la producción ganadera) y a los beneficios de las multinacionales.

“El planeta Tierra se ha convertido ahora en la Granja del Planeta, tanto por la biomasa como por la porción de tierra utilizada (…) La casi totalidad del proyecto neoliberal se basa en el apoyo a los intentos de las empresas de los países más industrializados de expropiar la tierra y los recursos de los países más débiles. Como resultado, se están liberando muchos de estos nuevos patógenos que antes y durante largo tiempo se mantenían bajo control por los ecosistemas de los bosques, amenazando al mundo entero (…) La cría de monocultivos genéticos de animales domésticos elimina cualquier tipo de barrera inmunológica capaz de frenar la transmisión. Las grandes densidades de población facilitan una mayor tasa de transmisión. Las condiciones de tal hacinamiento debilitan la respuesta inmunológica [colectiva]. Los altos volúmenes de producción, un aspecto recurrente de cualquier producción industrial, proporcionan un suministro continuo y renovado de los susceptibles de ser contagiados, la gasolina para la evolución de la virulencia. En otras palabras, la agroindustria está tan centrada en los beneficios que considera que vale la pena correr el riesgo de ser afectada por un virus que podría matar a mil millones de personas”.

 

 

 

Financiarización

La Financiarización funciona como una “bomba de dinero” operando un extracción (renta) sobre las actividades productivas y sobre todas las formas de ingreso y riqueza en cantidades inimaginables también para la financiarización a fines de los siglos XIX y XX. El Estado desempeña un papel central en este proceso, transformando los flujos de salarios e ingresos en flujos de renta. Los gastos del Estado de bienestar (especialmente los gastos sanitarios), los salarios y las pensiones están ahora indexados al equilibrio financiero, es decir, al nivel de ingresos deseado por los oligopolios. Para garantizarlo, los salarios, las pensiones, el Estado de bienestar se ven obligados a adaptarse, siempre a la baja, a las necesidades de los “mercados” (el mercado nunca ha estado desregulado, nunca ha sido capaz de autorregularse, en la posguerra fue regulado por el Estado, en los últimos 50 años por los monopolios). Los miles de millones ahorrados en gastos sociales se ponen a disposición de las empresas que no desarrollan el empleo, el crecimiento o la productividad, sino las rentas.

La extracción se ejerce de manera privilegiada sobre la deuda pública y privada que son fuentes de una apropiación codiciosa, pero también caldo de cultivo de la crisis cuando se acumulan de manera delirante como después de 2008, favorecidas por las políticas de los bancos centrales (¡está explotando la burbuja de la deuda de las empresas que han utilizado la quantitative easing para endeudarse a coste cero para especular en la bolsa!) Los seguros y los fondos de pensiones son buitres que empujan continuamente a toda el estado del bienestar hacia la privatización por las mismas razones.

 

 

 

La crisis sanitaria

Este mecanismo de captación de rentas ha puesto de rodillas al sistema de salud y ha debilitado su capacidad para hacer frente a las emergencias sanitarias.

No sólo se trata de los recortes en los gastos de atención sanitaria cifrados en miles de millones de dólares (37 en los últimos diez años en Italia), la no contratación de médicos y personal sanitario, el cierre continuo de hospitales y la concentración de las actividades restantes para aumentar la productividad, sino sobre todo el criminal “cero camas, cero stock” del New Public Management. La idea es organizar el hospital según la lógica de los flujos “just in time” de la industria: ninguna cama debe quedar desocupada porque constituye una pérdida económica. Aplicar esta gestión a los bienes (¡sin mencionar a los trabajadores!) fue problemático, pero extenderla a los enfermos es una locura. El stock cero también se refiere a los equipos médicos (las industrias están en la misma situación, por lo que no tienen respiradores disponibles en stock y tienen que producirlos), medicinas, mascarillas, etc. Todo tiene que estar “just in time”.

El plan antipandémico (dispositivo biopolítico por excelencia) construido por el Estado francés que preveía reservas de máscaras, respiradores, medicamentos, protocolos de intervención, etc., gestionados por una institución específica (Eprus), tras la circulación de los virus H5N1 en 1997 y 2005, SARS en 2003, H1N1 en 2009, ha sido, desde 2012, desmantelado por la lógica contable que se ha establecido en la Administración Pública obsesionada con una tarea típicamente capitalista:  para optimizar siempre y en todo caso el dinero (público) para el que cada stock es una inmovilización inútil, adoptando otro reflejo típicamente capitalista: actuar a corto plazo. Por lo tanto, el Estado francés, perfectamente alineado con la empresa, carente de todo principio de “protección de la población”, se encuentra totalmente desprevenido ante la actual emergencia sanitaria “imprevisible”.

Basta con cualquier contratiempo para que el sistema de salud salte por los aires, produciendo costos en vidas humanas, pero también costos económicos mucho más altos que los miles de millones que han logrado acaparar sobre el sufrimiento  de la población (para tranquilidad de Weber, el capitalismo no es un proceso de racionalización, sino exactamente lo contrario).

 

Sin embargo, es el monopolio de los medicamentos el que quizás representa la injusticia más insoportable.

Con la financiarización, muchos oligopolios farmacéuticos han cerrado sus unidades de investigación y se limitan a comprar patentes a start-up para tener el monopolio de la innovación. Gracias al control monopolístico, ofrecen a continuación medicamentos a precios exorbitantes, reduciendo el acceso a los enfermos. El tratamiento de la hepatitis C hizo que la empresa que había comprado la patente (que costó 11.000 millones) recuperara 35.000 millones en muy poco tiempo, obteniendo enormes beneficios sobre la salud de los enfermos (sin la habitual justificación de los costes de la investigación, es pura y simple especulación financiera). Gilead, el propietario de la patente, es también el que tiene la droga más prometedora contra el Covid-19. Si no se expropia a estos chacales, si no se destruyen los oligopolios de las grandes farmacéuticas, cualquier política de salud pública es imposible.

Los sectores de la “salud” no se rigen por la lógica biopolítica de “cuidar a la población” ni por la igualmente genérica “necropolítica”. Son comandados por precisos, meticulosos, omnipresentes, racionales en su locura, violentos en su ejecución, dispositivos de producción de beneficios y rentas.[3]

La gobernanza no tiene ningún principio interno que determine su orientación, porque lo que debe gobernar es el tríptico de la concentración, la globalización, la financiarización y sus consecuencias no sobre la población, sino sobre las clases. Los capitalistas razonan en términos de clases y no de población e incluso el Estado que gestionó los llamados dispositivos biopolíticos, ahora decide abiertamente sobre estas bases porque ha estado literalmente en manos de los “agentes del poder” del capital durante al menos cincuenta años.

Es la lucha de clases del capital, la única, por el momento, que la dirige de manera consistente y sin vacilación, la que guía todas las elecciones como lo demuestran descaradamente las medidas antivirus.

 Todas las decisiones y la financiación adoptadas por Macron son para empresas en perfecta continuidad con las políticas del Estado francés desde 1983. Después de haber vencido en las luchas del personal hospitalario (incluidos los médicos) que denunciaron el deterioro del sistema de salud a lo largo del año que acaba de terminar, concedió, una vez que estalló la pandemia, 2.000 miserables millones para los hospitales.  En cambio, por “presión” de la patronal, suspendió los derechos de los trabajadores que regulan su horario de trabajo (ahora pueden trabajar hasta 60 horas semanales) y sus vacaciones (la patronal puede decidir transformar los días perdidos por el virus en días de descanso), sin indicar cuándo terminará esta legislación especial del trabajo.

 

El problema no es la población, sino cómo salvar la economía, la vida del capital.

¡No hay ningún reembolso al Estado del bienestar en el horizonte! Macron ha encargado al “Banco de Depósitos y Préstamos” un estudio para la reorganización del sector de la salud que fomenta aún más el uso del sector privado.

El parón productivo en Italia ha sido durante mucho tiempo una farsa (como lo es en Francia en la actualidad), porque la Confederación General de la Industria italiana se ha opuesto al cierre de las unidades de producción. Millones de trabajadores se desplazaban diariamente, concentrados en los transportes públicos, fábricas y oficinas, mientras que los corredores eran acusados de ser irresponsables y se prohibía la reunión de más de dos personas.  Fueron las huelgas salvajes las que impulsaron el cierre “total”, a la cual los empresarios siguen oponiéndose.

 

La declaración del estado de emergencia por parte de Trump convirtió la pandemia en una oportunidad colosal para transferir fondos públicos a empresas privadas. De acuerdo con lo que se sabe, el estado de emergencia sanitaria permitirá:

 

– A Walmart llevar a cabo pruebas de contagio a través del drive-thru en los 4.769 estacionamientos de sus tiendas.

– A Google que ponga a trabajar a 1700 ingenieros para crear una web para determinar si la gente necesita pruebas −en primer lugar en el área de la bahía de San Francisco y no en todo el país.

– A Becton Dickinson vender dispositivos médicos.

– A Quest Diagnostics procesar las pruebas de laboratorio.

– Al gigante farmacéutico suizo Roche, autorizado por la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos, a utilizar sus sistemas de diagnóstico

– A Significa Salud, Lab Corp, CVS, Grupo LHC, a proporcionar pruebas y servicios de salud en el hogar

– A Thermo Fisher, una empresa privada, a colaborar con el gobierno para proporcionar las pruebas

Las acciones de estas compañías ya están por las nubes.

 

Después de que Trump desmantelara el Consejo de Seguridad Nacional para las Pandemias en 2018 (¡gasto inútil!) con una sincronización perfecta, la “respuesta innovadora” del gobierno, como dijo Deborah Birx, supervisora de la respuesta al coronavirus de la Casa Blanca, está ahora “completamente enfocada en desencadenar el poder del sector privado”.

El absurdo asesino de este sistema se revela no sólo cuando los ingresos se acumulan como “asignación óptima de recursos” en manos de unos pocos, sino también cuando los recursos, al no encontrar oportunidades de inversión, o permanecen en el circuito financiero o seguros en los paraísos fiscales, mientras que los médicos y enfermeras carecen de máscaras, hisopos, camas, material, personal. 

Han bombeado todo el dinero que podían y este dinero, en las condiciones del capitalismo actual, sólo es estéril e impotente, papel de desecho porque no logra ser transformado en dinero-capital. Incluso los llamados “mercados” se están dando cuenta de esto y cuestionándose sobre ello cada vez más aunque no saben qué hacer. La financiación e intervención de los bancos centrales corre el riesgo de fracasar, porque ya no se trata de salvar a los bancos, sino de salvar a las empresas. Los miles de millones inyectados con la quantitative easing han terminado por financiar la especulación de los bancos, pero también de las empresas, los oligopolios y a inflar la deuda privada que ha superado a la deuda pública durante años. Las finanzas están más devastadas que después de 2008. Pero esta vez, a diferencia de 2008, la economía real se está deteniendo (tanto del lado de la oferta como del de la demanda) y no las transacciones entre bancos. Nos arriesgamos a ser testigos de una nueva versión de la crisis del 29 que podría arrastrar tras de sí una nueva versión de lo que ocurrió después.

 

 

 

¿Un nuevo plan Marshall?

El dinero funciona, es poderoso si hay una máquina política que lo utiliza y esta máquina está hecha de relaciones de poder entre clases. Estas relaciones son los que tienen que cambiar porque son los que están en el origen del desastre. Seguir inyectando dinero, queriendo mantenerlas inalteradas, sólo reproduce las causas de la crisis, agravándolas con la constitución de burbujas especulativas cada vez más amenazantes. Es por esta razón que la máquina política capitalista está funcionando en círculos viciosos, causando un daño que corre el riesgo de ser irreparable. 

Las políticas keynesianas no sólo eran una suma de dinero para ser insertada en la economía de manera anti-cíclica, sino que implicaban, para funcionar, un cambio político radical comparado con el capitalismo de hegemonía financiera del siglo pasado: el control férreo de las finanzas (y de los movimientos de capital que, ahora, se están retirando rápidamente, a causa del virus, de los países en desarrollo) porque si se deja libre para ampliar y extender el poder de los accionistas e inversores financieros que comparten los rendimientos, sólo se repetirán los desastres de las guerras, las guerras civiles y las crisis económicas de principios del siglo XX. El compromiso fordista preveía un papel central para las instituciones del “trabajo” integradas con la lógica de la productividad, un control del Estado sobre las políticas fiscales que gravaban el capital y el patrimonio para reducir las diferencias de ingresos y riqueza impuestas por la rentabilidad financiera, etc. Nada que se parezca ni remotamente a estas políticas está detrás de los miles de millones que los bancos centrales destinan a la economía y que sólo sirven para evitar el colapso del sistema y retrasar el conflicto. No hay ninguna diferencia si en lugar de en la “quantitative easing” se invierten miles de millones en la economía verde y ni siquiera si se establece un sustituto de la renta universal (que, mientras tanto, si nos la otorgan, la tomamos para financiar las luchas contra esta máquina de la muerte).

Keynes, que conocía bien a estos pícaros, dijo que para “garantizar el beneficio están dispuestos a apagar el sol y las estrellas”. Esta lógica no se ve afectada de ninguna manera por las intervenciones de los bancos centrales, sino confirmada. ¡Sólo podemos esperar lo peor!

Basta con llevar esta lógica un poco más lejos (pero muy poco, se lo aseguro) y conoceremos nuevas formas de genocidio que los diferentes “intelectuales” del poder no sabrán cómo explicarse (“el mal oscuro”, el “sueño de la razón”, la “banalidad del mal”, etc.).

 

 

 

Las guerras contra los “vivientes”

El confinamiento que estamos experimentando se parece mucho a una ensayo general de la próxima, futura crisis “ecológica” (o atómica, como usted prefiera). Encerrados en el interior para defendernos de un “enemigo invisible” bajo la capucha de plomo organizada por los responsables de la situación creada.

El capitalismo contemporáneo generaliza la guerra contra los vivientes, pero lo hace desde el principio de su historia porque son objeto de su explotación y para explotarlos debe someterlos. La vida de los humanos, como todo el mundo puede ver, debe someterse a la lógica contable que organiza la salud pública y decide quién vive y quién muere. La vida de los no humanos está en las mismas condiciones porque la acumulación de capital es infinita y si lo viviente, con su finitud, constituye un límite a su expansión, el capital se enfrenta a él como todos los demás límites que encuentra, superándolos. Esta superación implica necesariamente la extinción de todas las especies.

Tanto las especies humanas como las no humanas son atractivas sólo como oportunidades de inversión y sólo como fuente de beneficios.

A los oligopolios les importa un bledo (¡tenemos que decirlo como ellos lo sienten!) todas las conferencias sobre el cambio climático, la ecología, Gaia, el clima, el planeta. El mundo sólo existe a corto plazo, el tiempo para hacer que el capital invertido dé frutos. Cualquier otra concepción del tiempo es completamente ajena a ellos.

Lo que les preocupa es la relativa “escasez” de los recursos naturales que aún estaban ampliamente disponibles hace cincuenta años. Les preocupa el acceso exclusivo a estos recursos que necesitan para asegurar la continuidad de su producción y consumo, que constituyen un desperdicio absoluto de estos mismos recursos. Son perfectamente conscientes de que no hay recursos para todos y de que el desequilibrio demográfico aumentará (ya hoy en día el 15% de la población mundial vive en el Norte y el 85% en el Sur).

Lejos de cualquier preocupación ecológica, dispuestos a cortar hasta el último árbol del Amazonas, conscientes de que sólo una militarización del planeta puede garantizarles el acceso exclusivo a los recursos naturales. No solamente están gestándose otros enormes desastres naturales, sino también guerras “ecológicas” (por el agua, la tierra, etc.).

Dispuestos, como siempre, a regular sus conflictos con el Sur a través de las armas, las usan y las usarán sin dudar para tomar todo lo que necesiten, al igual que ocurrió con las colonias. África con sus recursos es fundamental, los africanos que viven allí mucho menos.

 

Pero continuemos con el análisis del próximo desastre, seguramente ya en marcha, siempre tras la pista de Samir Amin.

 

Al parecer, la globalización ya no opone los países industrializados a los países “subdesarrollados”. Por el contrario, se produce una deslocalización de la producción industrial en estos últimos, que funcionan como subcontratación de los monopolios sin ninguna autonomía posible porque su existencia depende de los movimientos de capital extranjero (excepto en China). Pero la polarización centro / periferia que da a la expansión capitalista su carácter imperialista, continúa y se profundiza. Se reproduce dentro de los países emergentes: una parte de la población trabaja en empresas y en la economía deslocalizada, mientras que la parte más importante cae no en la pobreza, sino en la miseria.

La financiarización impone una “acumulación originaria” acelerada en estos países. Tienen que industrializarse, “modernizarse”, llevando a cabo en unos pocos años a lo que los países del norte han logrado a lo largo de los siglos.  La acumulación originaria trastorna la vida de los humanos y no humanos de una manera absurdamente acelerada y altera sus relaciones, creando las condiciones para la aparición de monstruos de todo tipo.

La novedad de la globalización contemporánea es que este centro de distribución / periferia, se instala también en el interior de los países del Norte: islas de trabajo estable, asalariado, reconocido, garantizado por derechos y códigos legales (en proceso, sin embargo, de disminución continua) rodeado de océanos de trabajo no remunerado o barato, sin derechos y sin protección social (precarios, mujeres, migrantes). La máquina “centro/perferia” no ha desaparecido. No sólo ha adoptado una forma neocolonial, sino que también ha pasado a formar parte de las economías digitales occidentales. Analizar la organización del trabajo a partir del General Intellect, del trabajo cognitivo, neuronal y así sucesivamente, es asumir un punto de vista eurocéntrico, uno de los peores defectos del marxismo occidental que continúa, impertérrito, reproduciéndose.

Los países de los suburbios no sólo están controlados y comandados por las finanzas, sino también por el monopolio de la tecnología y la ciencia estrictamente en manos de los oligopolios (la ley también ha puesto a su disposición el arma de la “propiedad intelectual”). Cualquiera que sea el poder de la tecnología y la ciencia, estos son dispositivos que funcionan dentro de una máquina política. El capitalismo que estamos sufriendo es, para ponerlo en una fórmula, un capitalismo  del siglo XIX de alta tecnología, con un fondo de darwinismo social, ¡sin las heroicas luchas de clases de la época! Más que un “capitalismo digital, capitalismo del conocimiento, etc.”.  No son la ciencia y la tecnología las que determinan la naturaleza de la máquina de beneficios, ¡sólo facilitan la producción y reproducción de las diferencias de clase!

 

 

 

¡Guerras seguras! ¿y las revoluciones?

La segunda larga crisis, como la primera, abre una nueva era de guerras y revoluciones.

La guerra ha cambiado su naturaleza. Ya no se desata entre los imperialismos nacionales como en la primera parte del siglo XX. Lo que surge de la larga crisis no es el Imperio de Negri y Hardt, una hipótesis ampliamente desmentida por los hechos, sino una nueva forma de imperialismo que Samir Amin llama “imperialismo colectivo”. Constituido por la tríada de Estados Unidos, Europa y Japón y dirigido por el primero, el nuevo imperialismo gestiona conflictos internos para la división de las rentas y lleva a cabo implacables guerras sociales contra las clases subalternas del Norte para despojarlas de todo lo que se vio obligado a ceder durante el siglo XX, mientras que en cambio organiza verdaderas guerras contra el sur del mundo por el control exclusivo de los recursos naturales, las materias primas, la mano de obra libre o barata, o simplemente para imponer su control y un apartheid generalizado.

Los Estados que no hagan los ajustes estructurales necesarios para ser saqueados serán estrangulados por los mercados y la deuda o declarados “cañallas” por caballeros como los presidentes estadounidenses que tienen un número espantoso de muertes sobre su conciencia.

Los neoliberales estadounidenses y británicos, al principio de la epidemia, trataron de llevar la guerra social contra las clases subalternas aún más lejos, transformándola, gracias al virus, en la eliminación maltusiana de los más débiles.  La respuesta liberal a la pandemia, incluso antes de Boris Johnson, había sido lúcidamente articulada por Rick Santelli, analista de la emisora económica CNBC: “inocular a toda la población con el patógeno. Sólo aceleraría un curso inevitable, pero los mercados se estabilizarían”.

Esto es lo que realmente piensan. Con condiciones más favorables no dudarían ni un momento en poner en marcha la “inmunidad de rebaño”.

Estos caballeros, impulsados por los intereses de las finanzas, están obsesionados con China. Pero no por las razones que ellos mismos alimentan en la opinión pública. Lo que no les hace dormir no es la competencia industrial o comercial, sino el hecho de que China, la única gran potencia económica, ha integrado la organización mundial de la producción y el comercio, pero se niega a ser incluida en los circuitos de los tiburones de las finanzas. Los bancos, las bolsas, los mercados de valores, los movimientos de capital están bajo el estricto control del Partido Comunista Chino. El arma más temible del capital, que absorbe el valor y la riqueza en todos los rincones de la sociedad y del mundo, no funciona con China. Los grandes oligopolios no pueden ni siquiera controlar la producción, el sistema político y son incapaces de destruir la economía, como hicieron con otros países asiáticos a principios de siglo, cuando no respetaron las órdenes dictadas por las instituciones internacionales de capital. En este caso podrían estar tentados de abrir un conflicto. Pero dada el acercamiento e incompetencia de los gobiernos y estados imperialistas en la gestión de la crisis sanitaria, deberían pensárselo dos veces. Vistos desde el Este, siguen siendo “tigres de papel”.

Para que quede claro: China no es un país socialista, pero tampoco es un país capitalista en el sentido clásico, ni neoliberal como dicen muchos tontos.

 

 

 

El estado de excepción
Lo que Agamben y Esposito, en la estela de Foucault, no parecen querer integrar es que la biopolítica, si es que alguna vez existió, está ahora radicalmente subordinada al Capital y seguir utilizando el concepto no parece tener mucho sentido. Es difícil decir algo sobre los acontecimientos actuales sin un análisis del capitalismo que se ha engullido completamente al Estado. La alianza Capital y Estado, que funciona desde la conquista de América, sufrió un cambio radical en el siglo XX, del que el propio Carl Schimtt es perfecta y melancólicamente consciente: el fin del Estado tal como lo conocía Europa desde el siglo XVII, porque su autonomía se ha ido reduciendo progresivamente y sus estructuras, incluida la llamada biopolítica, se han convertido en articulaciones de la máquina capital.

Los pensadores de la Italia Thought cometieron el mismo error garrafal que Foucault, quien en 1979 (¡pero cuarenta años más tarde, es imperdonable!), año estratégico para la iniciativa del capital (la Reserva Federal americana inaugura la política de la deuda a lo grande) afirma que la producción de “riqueza y pobreza” es un problema del siglo XIX. La verdadera pregunta sería el “demasiado poder”. ¿De quién? No está claro. ¿Del Estado, del biopoder, de los dispositivos de gobernabilidad? Fue en ese mismo año cuando se esbozó una estrategia que se basaba enteramente en la producción de diferenciales demenciales de riqueza y pobreza, de enormes desigualdades de riqueza e ingresos y el “demasiado poder” es del capital que, si queremos utilizar sus viejas y desgastadas categorías, es el “soberano” que decide sobre la vida y la muerte de miles de millones de personas, las guerras, las emergencias sanitarias.

También el estado de excepción ha sido amaestrado por la máquina del beneficio, tanto que coexiste con el estado de derecho y ambos están a su servicio. Capturado por los intereses de una vulgar producción de bienes, se ha aburguesado, ¡ya no tiene el significado que Schmitt le atribuía!

 

 

 

Conclusión sibilina

Los comunistas llegaron al final de la primera “Belle Époque” armados con un bagaje conceptual de vanguardia, un nivel de organización que resistió incluso a la traición de la socialdemocracia que votó créditos de guerra, con un debate sobre la relación entre el capitalismo, la clase obrera y la revolución cuyos resultados hicieron temblar por primera vez a los capitalistas y al Estado. Tras el fracaso de las revoluciones europeas, desplazaron el centro de gravedad de la acción política hacia el Este, hacia los países y los “pueblos oprimidos”, abriendo el ciclo de las luchas y revoluciones más importantes del siglo XX: la ruptura de la máquina capitalista organizada desde 1942 sobre la división entre centro y colonias, el trabajo abstracto y el trabajo no remunerado, entre la producción de Manchester y el robo colonial. El proceso revolucionario en China y Vietnam fue una fuerza motriz para toda África, América Latina y todos los “pueblos oprimidos”.

 

Muy rápidamente, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, este modelo entró en crisis. Lo criticamos con dureza y con razón, pero sin poder proponer nada que se elevara a ese nivel. Muy lúcidamente tenemos que decir que hemos llegado al final de la segunda “Belle Époque” y por lo tanto a la “era de las guerras y las revoluciones” completamente desarmados, sin conceptos adaptados al desarrollo del poder del capital y con niveles de organización política inexistentes.

No debemos preocuparnos, la historia no procede linealmente. Como dijo Lenin: “hay décadas en las que no pasa nada, y hay semanas en las que pasan décadas”.

Pero debemos empezar de nuevo, porque el fin de la pandemia será el comienzo de duros enfrentamientos de clases. Partiendo de lo expresado en los ciclos de lucha de 2011 y 2019 / 20, que siguen manteniendo diferencias significativas entre el Norte y el Sur. No hay posibilidad de recuperación política si permanecemos cerrados en Europa. Para entender por qué el eclipse de la revolución nos ha dejado sin ninguna perspectiva estratégica y para repensar lo que significa hoy en día una ruptura política con el capitalismo. Criticar los más que obvios límites de las categorías que no tienen en cuenta en absoluto las luchas de clases a nivel mundial. No abandonar esta categoría y en su lugar organizar el paso teórico y práctico de la lucha de clases, a las luchas de clases en plural. Y, sobre esta afirmación sibilina, me detendré.

 

29/03/2020

 

[1] https://monthlyreview.org/2020/04/01/covid-19-and-circuits-of-capital/ (Traducida al español: https://lobosuelto.com/el-covid-19-y-los-circuitos-del-capital-rob-wallace-alex-liebman-luis-fernando-chavez-y-rodrick-wallace/)

[2] Los oligopolios están “financiarizados”, lo que no significa que un grupo oligopólico esté simplemente compuesto por compañías financieras, compañías de seguros o fondos de pensiones que operan en los mercados especulativos. Los oligopolios son grupos que controlan tanto las grandes instituciones financieras, los bancos, los fondos de seguros y de pensiones, como las grandes entidades productivas. Controlan los mercados monetarios y financieros, que tienen una posición dominante en todos los demás mercados.

 

 

[3] El confinamiento es ciertamente una de las técnicas biopolíticas (gestión de la población a través de la estadística, exclusión e individualización del control que se adentra en los más pequeños detalles de la existencia, etc.), pero estas técnicas no tienen una lógica propia, sino que han sido, al menos desde mediados del siglo XIX, cuando el movimiento obrero consiguió organizarse, objeto de luchas de clase. El Estado de bienestar en el siglo XX ha sido objeto de luchas y negociaciones entre el capital y el trabajo, un instrumento fundamental para contrarrestar las revoluciones del siglo pasado e integrar las instituciones del movimiento obrero, y luego de las luchas de las mujeres, etc. El Estado del bienestar contemporáneo, una vez que las relaciones de poder son todas, como hoy en día, en favor del capital, se ha convertido en su propio sector de inversión y gestión como cualquier otra industria y ha impuesto su lógica del beneficio a la salud, la escuela, las pensiones, etc. Incluso cuando el Estado contemporáneo interviene, como lo hace en esta crisis, lo hace desde un punto de vista de clase para salvar la máquina de poder de la que es sólo una parte.

Los intelectuales y los lugares comunes ante el coronavirus // Pablo «Manolo» Rodríguez

El sentido común suele ser blanco de ataque de la filosofía y de las ciencias. También de los intelectuales, en su supuesta tarea de “esclarecer” lo que aparece oscuro o inentendible. Ese sentido común nos indica que estamos atravesando una de esas pestes históricas que mata a la gente como moscas. Los Estados entraron en pánico y dictaron medidas de aislamiento tales que el planeta entero, con pequeñas diferencias, entró en una cuarentena general de la cual no se sabe bien cómo salir por miedo a la debacle. Acompaña a la pandemia una epidemia de opiniones de intelectuales. Hay varias notas que reseñan sus posiciones, también un libro digital que generó polémica. Para no repetir, nos referiremos sólo a algunas de esas intervenciones.

A fines de febrero, Giorgio Agamben y Slavoj Zizek salieron a tirar la primera piedra. Agamben, como se sabe, empezó acusando al gobierno italiano de “inventar una epidemia” para instalar un estado de excepción, figura clave que analiza en su obra, y durante marzo, ante las críticas, se despachó con otros textos que desafían al sentido común: en uno ataca la disposición de mantener distancia entre individuos para evitar el contagio porque así “nuestro prójimo ha sido abolido” y en el otro se queja de que “los muertos —nuestros muertos— no tienen derecho a un funeral y no está claro qué pasa con los cadáveres de las personas que nos son queridas”.

Zizek, por su parte, sentenció que “la epidemia del coronavirus es un ataque contra el sistema capitalista global”, de manera que habrá que “pensar en una sociedad alternativa, más allá del Estado nación, que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”. Tal fue su entusiasmo que escribió en menos de un mes un libro cuyos primeros ejemplares podían descargarse libremente (ahora hay que pagar, así es el capitalismo, pero Zizek aclara que las ganancias irán a Médicos sin Fronteras). Hicieron fila para desacreditarlo desde filósofos de gran trayectoria como Alain Badiou hasta best sellers de la última década como Byung Chul-Han. Si se aplana la famosa curva de infectados, con suerte podremos ver la segunda parte de Pan(dem)ic, un título ciertamente logrado.

Según el español Antonio Diéguez Lucena, ambos sintieron la necesidad de redactar “a toda prisa para que se vea que la ocasión no les ha pasado desapercibida”, aunque la tarea de la filosofía sea para él, de acuerdo a la tan citada imagen de Hegel, como el búho de Minerva, que vuela al anochecer, cuando todo ya ha pasado. Quizás convenga decir, con Michel Foucault, que la filosofía debería ser más parecida a una “ontología del presente”, y que el apuro es preferible a la espera. El problema es si se logra decir algo que esté a la altura del acontecimiento que estamos viviendo.

Así fue que llegó una segunda etapa de reacciones a cargo de best sellers mundiales, como Han, Markus Gabriel y Yuval Harari, con otros tantos discursos urbi et orbi. Gabriel habla de crear una “nueva Ilustración”, algo tan quimérico como la revolución de Zizek. Y para combatir el sentido común, nada mejor que un lugar común bajo la forma de pregunta retórica: “¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia?”.

Byung Chul-Han plantea que los orientales, basados en el uso intensivo del big data y en el colectivismo que predomina como forma social central de esa región del mundo, atacaron de manera quirúrgica a los focos de contagio gracias a un control social férreo e indiscutido. Los europeos, en cambio, individualistas como son, jamás podrían aceptar esa vigilancia total del Estado a través de los datos, los algoritmos y las plataformas, y por lo tanto están condenados a emplear una tecnología tan antigua y generalista como la cuarentena. Gabriel y Harari también se escandalizan ante el encierro masivo.

Si Agamben y Zizek se alejan demasiado del sentido común, Han, como Gabriel, se acerca demasiado al lugar común, en este caso el del “orientalismo”, analizado hace muchos años por el gran intelectual palestino Edward Said. Se trata de forjar una imagen típica de Oriente para consumo de los occidentales; el propio Han es un coreano viviendo en Alemania. Olvida que existió un caso Snowden, otro caso llamado Cambridge Analytica, que hubo escándalos políticos y judiciales de todo tipo, que Mark Zuckerberg compareció ante el Senado norteamericano y fue multado, o que Trump y Bolsonaro deben sus triunfos electorales, en parte, a las campañas de fake news basadas en big data. O sea: nosotros, “los occidentales”, los individualistas, somos tan vigilados como “los orientales”, y pataleamos pero en el fondo lo sabemos, y no nos importa, o incluso lo deseamos, entre otras cosas, porque gracias a todos esos sistemas que nos vigilan podemos soportar la cuarentena quienes tenemos una casa y medios económicos para ello. Y ni hablar si nos ofrecen la panacea de la corono-cura a cambio de que nos dejemos perseguir hasta en el baño. La vigilancia a través de los datos no tiene que ver con rasgos culturales, sino con una tendencia mundial que no esperó a la pandemia para existir.

Harari explotó el lugar común del progreso científico y tecnológico. La cuarentena como método, argumenta, es una rémora de otros tiempos. “No servirá volver a la Edad Media para protegerse de los virus a través del aislamiento. Para que esa medida sea efectiva habría que volver a la Edad de Piedra”. Pero lo cierto es que ante esta pandemia estamos un poco como en la Edad Media, la conquista de América o el siglo de Pericles. El coronavirus es extremadamente contagioso, no hay tratamiento efectivo ni vacuna, no hay sistema de salud que logre atender a los infectados y la única manera de limitar la circulación del virus, hoy como ayer, cuando no sabían qué era un virus, es limitar la circulación de los humanos que lo portan. En todo caso, el progreso consistiría en asumir que controlar el espacio es generar tiempo, el que hace falta para que se produzca el otro progreso materializado en tratamientos o vacunas.

De hecho, quizás esta pandemia sea peor que las anteriores, porque hoy se trata de miles de millones de personas con muchos medios para circular, y otros tantos medios para enterarse del avance de la pandemia minuto a minuto y para propagar todo tipo de mensajes al respecto. Esta “colosal infraestructura digital”, según plantea Darío Sandrone en una columna del diario cordobés Hoy Día, contrasta con la “raquítica infraestructura tecnológica” de los sistemas sanitarios. En esa asimetría estamos, también, mucho más “atrasados” de lo que imaginamos.

Inmunología política

Así, en lugar de tratar de que cualquier reflexión al vuelo le calce justo al acontecimiento de esta pandemia, convendría enfocarse en esas zonas del pensamiento contemporáneo que problematizan la relación entre biología, medicina y política, que en definitiva es uno de los asuntos que está en juego en esta pandemia. Así lo interpretó Paul Preciado, que procedió a explicar el funcionamiento de la biopolítica, concepto que acuñó (otra vez) Foucault hace casi medio siglo; y dentro de la biopolítica, lo que Esposito llama el “paradigma inmunitario”. La idea de inmunidad de los cuerpos biológicos, políticos y legislativos está presente a lo largo de toda la historia, pero en el siglo XX logró especial relevancia por el surgimiento de la inmunología y por sus derivaciones políticas.

La inmunología estudia el sistema que permite a los cuerpos establecer una identidad biológica que permitirá su relación, a veces en la forma de combate y otras en la de reconocimiento y eventual cooperación, con su medio ambiente y en especial con lo que entra en los cuerpos, los microbios, y entre ellos los virus y las bacterias. El paradigma inmunitario señala lo propio y lo ajeno, establece límites, determina umbrales de acción y separa lo que debe rescatarse de lo que debe eliminarse. Esto vale para los esfuerzos por conocer cómo funciona el Covid-19 para combatirlo y también para entender por qué Donald Trump lo llama “virus chino”. El mundo entero está hoy dominado por medidas inmunitarias en todos los niveles: el aislamiento material de los cuerpos, los cierres de fronteras, los brotes racistas y nacionalistas, las atribuciones de los Estados para tomar medidas que en otro momento hubieran sido rechazadas de plano o las apelaciones a un “enemigo” a derrotar.

Sin embargo, es justamente aquí donde conviene una vez más apelar al sentido común. El famoso “enemigo silencioso e invisible a combatir” es una figura metafórica que justifica matanzas y genocidios gracias a la equivalencia entre un grupo de seres humanos y una colonia de bacterias o una concentración viral, logrando una cohesión alrededor de un Estado que pasaba a ser así un sistema inmunitario “político”. Por lo tanto, que hoy se apele a esta imagen eriza la piel, pero convendría recordar que el deslizamiento metafórico está ausente.

El Covid-19 es sindicado como enemigo justamente porque infecta, corroe el interior de los cuerpos, obliga a marcar límites entre ellos y, fundamentalmente, porque mata, aunque no lo sepa. No es “como” un virus; es un virus. La retórica belicista de los gobiernos en la actual pandemia no busca justificar el asesinato de seres humanos en nombre de la raza, la nación, la ideología, el combate al terrorismo o al narcotráfico, sino tan sólo legitimar la prohibición de circulación de los cuerpos para apagar la circulación del virus. Puede ser exagerado, puede ser preocupante ver en la calle a las fuerzas de seguridad con un poder que asusta, puede ser ominoso vivir con la sensación de una guerra que no podemos identificar, pero no hay targets humanos.

Sin embargo, como dice María Galindo, del colectivo feminista boliviano “Mujeres creando”, si estas armas, materiales y simbólicas, están en manos de quienes gobiernan su país, resulta muy poco creíble la apelación al bien común. En Chile el gobierno de Piñera encuentra un goce especial en decretar un estado de excepción “bajo control militar” cuando sus fuerzas de seguridad reprimen brutalmente una rebelión que desde octubre no quiere apagarse. Lo mismo ocurre en Colombia. No quisiéramos que a alguien como Bolsonaro se le dé por decretar toques de queda y estados de sitio, y pedimos que López Obrador en México deje de confiar en las estampitas.

Tampoco hace falta abundar demasiado en qué pasa en nuestro país con la acción represiva, ni tampoco lo que significan las calles vacías para la población empobrecida de América Latina, ni el modo en que aumentan los femicidios por efecto del encierro. Esto quiere decir que para nuestra región, y para otras, la pandemia biológica puede ser una buena oportunidad para diseminar partículas asesinas de tipo humano, así como el hambre. Pero los gobiernos relativamente sensatos que quedan al menos pueden modular sus acciones en función de lo que va pasando. Acerca del Covid-19, sin medidas de prevención del contagio, nada puede hacer por el momento.

Bajando del pedestal

 

En definitiva, el desafío pasa por mantener la función crítica del pensamiento, sostener la capacidad de la filosofía para volar un poco antes de que caiga el sol, sin caer en la insensatez de encontrar “la” explicación en una serie de lugares comunes, ya sea los que existen hace tiempo o los que cada intelectual se ha forjado al construir una obra, ni tampoco pegarse al sentido común. Caen de maduro entonces las preguntas: ¿desde qué lugar se puede hablar cuando se producen eventos de este tipo? ¿Qué se puede decir cuando la magnitud de lo que pasa requiere que, por un momento, tratemos de dejar de explicarlo todo? ¿Cuál es la posición de saber que garantiza un discurso “esclarecedor”? ¿Hay algo que “esclarecer”?

En una entrevista de hace 40 años, Foucault (¿otra vez?) diferenció al “intelectual general” del “intelectual específico”. El primero actúa como un legislador, se cree la voz de la humanidad y se arroga “el derecho de hablar en tanto que maestro de la verdad y de la justicia”. En cambio, la autoridad del intelectual específico emana de su posición de trabajo “en sectores específicos”, encontrando “problemas que eran determinados, ‘no universales’”. Se refiere a quienes intervienen en las luchas en lugares concretos (hospitales, universidades, fábricas), en lugar de hablar desde la posición del escritor o del jurista. Sin embargo, el ejemplo que da es el de Robert Oppenheimer, el físico que lideró el Proyecto Manhattan, el máximo responsable científico de Hiroshima y Nagasaki. Luego de la guerra, Oppenheimer trató de erigirse en la voz central para detener la carrera nuclear entre su país y la Unión Soviética. Terminó acusado de comunista y la carrera, como sabemos, continuó sin obstáculos. Einstein se había arriesgado más porque planteó lo mismo mientras construían la bomba, a pesar de que una carta suya al presidente había detonado el proyecto que terminó dirigiendo su colega.

La analogía podría ser válida porque el Covid-19 se parece cada vez más a la radiación nuclear y con el tiempo Wuhan podría ser considerado nuestro Chernobyl. Pero también podría ser válida porque, efectivamente, nos la pasamos escuchando a las expertas y los expertos en virología, epidemiología, infectología e “intensivistas”. Tratamos de entender qué es una cobertura de proteínas, qué son los receptores celulares, cuáles son los tiempos de permanencia en distintas superficies de este misterioso abrojo diminuto y cuál es el mejor modelo estadístico de contagios.

Foucault decía en aquel entonces que los intelectuales generales estaban dejando su lugar a los específicos. Se podría advertir que eso ocurre sólo en tiempos de urgencia, como éste. O quizás se podría afirmar, siguiendo al sociólogo y antropólogo francés Bruno Latour, que esas expertas y expertos no serán en sentido estricto “intelectuales específicos”, sino tan sólo los voceros y representantes de esos bichos que están viviendo con nosotros, con los animales y con el planeta y que por alguna razón comenzaron una guerra imperialista (metáfora belicista rigurosamente controlada). Curiosamente, Latour, al igual que otras figuras que han trabajado extensamente sobre inmunología como Donna Haraway y Peter Sloterdijk, no han hecho grandes pronunciamientos en lo que va de esta pandemia; apenas una mención de Latour a la catástrofe ecológica, más significativa que la pandemia a su entender.

Así, no haría falta esperar a que termine esta pesadilla para que el búho comience a volar. Podemos mientras tanto ser pequeños colibríes que van picoteando explicaciones y aprendiendo un poco más de aquello que no sabemos, en lugar de asumir que lo sabemos todo desde mucho antes. Parafraseando al viejo best-seller Menos Prozac y más Platón, podríamos abogar por menos Agamben y más Latour.

* Pablo “Manolo” Rodríguez es investigador adjunto del Conicet (Instituto Gino Germani, UBA); autor de Las palabras en las cosas. Saber, poder y subjetivación entre algoritmos y biomoléculas (Cactus).

Fuente: Página/12

La actualidad de Pasolini // Ivana Peric M.

El exceso de información con el que convivimos vuelve inevitable vincular el término “actualidad” con cierta impunidad del presente. Cada vez que nos enfrentamos a un evento inesperado le dedicamos inmediatamente un puñado de palabras, como si con ello se pudiera controlar cualquier desvío de aquello a lo que estamos habituados. Nos sentimos compelidos a decir algo, cualquier cosa, con tal de mantener el presente inmutable. La impunidad, entonces, opera de modo inverso a lo que el sentido común dicta. No es que la reacción ante un evento novedoso esté liberada del juicio de responsabilidad al que está sometido cualquier lectura, precisamente por su condición de experimental. Sino que es el propio presente el que parece liberado de la necesidad de ser vinculado con algo distinto del estado actual de las cosas como condición para su legibilidad.

 

La impunidad del presente parece haberse radicalizado con la emergencia de la así llamada crisis sanitaria. A propósito de la propagación a escala mundial del coronavirus se logró, en cuestión de semanas, disciplinar todas las formas de vida existentes. Y es que no sólo va actuando sobre la realidad de los cuerpos relegándolos a un espacio cerrado, sino que va operando sobre las redes virtuales también infectadas de información acerca de su despliegue. Ante el convencimiento de que el encierro generalizado es la única manera de frenar el contagio, es casi imposible desmarcarse de este aislamiento saturado de explicaciones. Cuestión que envuelve una paradoja sobre todo en países cuya institucionalidad, antes del inicio de la pandemia, estaba siendo cuestionada por revueltas nacidas desde los márgenes del capitalismo. Particularmente en Chile, nos ha situado frente a una aguda contrariedad: en nombre de proteger la salud de todos y todas nos hemos impuesto el mismo aislamiento que, a partir del 18 de octubre, comenzamos a resistir por ser una consecuencia descarnada del neoliberalismo.

 

En el contexto de dicha paradoja, los círculos de pensadores parecen haber estado esperando la aparición de este ser vivo microscópicamente extraño para remover las lógicas individualistas que permeaban sus propias prácticas, no menos expresivas de lo que se estaba denunciando en las calles. A partir de la emergencia sanitaria se reinstaló el ejercicio de citar polémicamente a otro u otra al momento de compartir reflexiones en medios de visitación masiva. Abandonaron su cómoda posición de académicos y académicas encerradas en la universidad para transformarse en verdaderos intelectuales públicos. Sin embargo, su falta de imaginación ha quedado al descubierto. Sus intervenciones tienen en común una vocación de ser fieles a los marcos de legibilidad instalados antes de tener noticias de la existencia del virus. Apelan a términos que son fácilmente atribuibles a sus respectivas autorías. “Máquina biopolítica”, “estado de excepción que deviene en regla”, “paradigma inmunitario”, “precariedad”, “comunismo renovado”, todas ellas exhiben cierto privilegio que niega la apertura hacia una eventual potencia novedosa subyacente a la propagación del virus.

 

No se ha podido imaginar un modo diverso de leer la situación actual que aquel que tradicionalmente ha ordenado la ciencia. Cada uno se ha presentado como si quisiera mostrar su capacidad predictiva, y entonces apuesta todo su valor a si la realidad puede ser subsumida con un mayor grado de verosimilitud bajo el marco propuesto. El virus pasa a ser un evento como cualquier otro, una excusa para sostener obstinadamente una matriz de análisis recitado de memoria, una nueva oportunidad para repetir la música de la cual ellos son a la vez compositores e intérpretes. De esto modo, se insiste en la percepción del coronavirus y las medidas gubernamentales que su amenaza suscita, como un objeto al que hay que tratar con la debida distancia explicativa.

 

Se podría aventurar la hipótesis de que dicha actitud metodológica nace de una falta de amor por la realidad que empaña cualquier esfuerzo creativo. Ese amor que el intelectual italiano Pier Paolo Pasolini decía, citando al cineasta Roberto Rosellini, que era más fuerte que la realidad misma. Tan fuerte que, a fines de los años cincuenta, confesaba que su alejamiento del otrora admirado Gramsci se debía a que objetivamente ya no tenía frente a sí el mismo mundo que éste había habitado, que ya no existía un pueblo al que dirigirse, y que por ende no se podía seguir sosteniendo el arte de contar historias. A partir de la identificación de este giro dramático de la realidad, se sabrá siempre afectado por los acontecimientos que su propia vida atestigua, arrancando desde ellos mismos, y no al revés, cualquier intento de darle forma. Lo que trae consigo una radicalización de la polemicidad reconocible ya en su primer libro publicado, Poesía en Casarsa, con el que a los veinte años se resistió al intento fascista de imponer el italiano como lengua oficial, rescatando en vez el friulano, dialecto del pueblo natal de su madre.

 

Es ese amor por la realidad lo que marcó su experimentación en formatos heterogéneos: la elección de si expresarse en poesía, en novelas, en artículos periodísticos, en textos académicos, en guiones, o en filmes respondía exactamente a su necesidad de hacer hablar a las cosas. Es así como durante el régimen fascista opuso a través de la poesía la espontaneidad del dialecto a la lengua nacional italiana; en el periodo de la Resistencia tensionó la racionalidad de la ideología con la irracionalidad de la pasión sintetizada en sus novelas; en la administración de la Democracia Cristiana interrumpió por medio de sus filmes la unilateralidad del relato del pasado con la posibilidad de su presentificación; en el devenir neoliberal se resistió a la economía del poder con el sudor de los cuerpos que mostraba en pantalla. Todo ello, sin que pudiera ser capturado por una promesa de superación de estos extremos en colisión permanente: su obra estuvo empeñada en mostrar no sólo la irreductibilidad de un extremo en el otro, sino que la imposibilidad de pensar la historia sin reconocer su eterno entrecruzamiento como si de un baile en parejas se tratara.

 

Esta vocación experimental lo llevó a preferir la exploración en el cine porque según afirmaba le permitía, como ninguna otra forma estética, “estar dentro de la realidad sin salir nunca de ella, sin tomar distancia para hablar de ella: (…) expresar la realidad por medio de la realidad”.[1] Lo que quiere decir que la cosa que se ve en pantalla es la misma que se ve fuera de ella solo que en un filme se muestra su duración: en él las cosas permanecen. Y entonces lo que haría el realizador cinematográfico sería inventariar los elementos que hay, por ejemplo, en el mismo paisaje que el novelista recorta, pero sin poder dejar de tomar consciencia de cada una de las cosas allí habidas.[2] De este modo, el cine es concebido por Pasolini como una actividad que se ocupa de la presentación misma de la realidad.

 

Pero ¿cuál es la realidad que infecta el virus? ¿Es una que se va modificando a medida que se resiste a su propagación? ¿Cómo actúan nuestros cuerpos ante la posibilidad de ser infectados y cómo se vinculan con los que no lo están? ¿Qué relaciones se configuran en la batalla por la evitación del contagio? ¿Cuál es la escritura que, infectada de realidad, puede anticipar el mundo en el que viviremos posterior a la pandemia? ¿El tiempo de la propagación afecta la duración de las cosas? Pasolini insistía en la operación de traer textos o personajes del pasado, con su propia forma de decir, al tiempo en el que vivía. La mayoría de sus filmes hacen uso de obras literarias que se ubican a una distancia temporal considerable de su época: utiliza tragedias griegas (Edipo Rey, Medea, La Orestíada), textos bíblicos (fundamentalmente del Nuevo Testamento), algunos textos profanos de la Edad Media y algo, las menos, de la modernidad (El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury, Las mil y una noches, Otelo, Los 120 días de Sodoma). Con ello, no buscaba actualizar sus contenidos, sino que proponer un vínculo indestructible entre cualquier forma material de vida y cierta vivencia del tiempo.

 

De este modo, la pregunta por la actualidad de Pasolini cobra un nuevo sentido, toda vez que al revisitar su obra la impunidad del presente se levanta a favor de una interpretación de los hechos que asume la responsabilidad de inducirnos a mirar, pensar, y vivir distinto. En otras palabras, con él se lee el presente mirando hacia un pasado que no se termina de reescribir. Lo que nos obliga a hacer nuestro el epíteto con el que empapelaban las ciudades italianas los fascistas en los años 60’ para manifestarse en su contra: “basta de apóstoles de fango”, decían. Actuar como si se fuera un apóstol significa anunciar la palabra que dice aquello que aún no conocemos pero que podemos imaginar. Sin embargo, actuar como si se fuera un apóstol de fango es ensuciarse con la realidad en la que se vive y, por ende, manosear esas palabras al punto tal de hacerlas indistinguibles de la propia realidad que se persigue presentar.

 

La invitación es, entonces, doble. En primer lugar, a asumir el desafío de actuar como si el coronavirus abriera un escenario propicio para no sólo ofrecer una renovada lectura de nuestras prácticas actuales, sino que anticipar un modo de relacionarse que todavía no ha sido imaginado. Y, en segundo lugar, a traer al presente la obra de Pasolini no sólo porque parece abordar sustantivamente ciertas problemáticas hoy agudizadas a propósito de la pandemia que todo homogeniza. Quizás, más fundamentalmente, porque muestra en la propia forma de experimentación que su actualidad depende de la capacidad de conectar dos cuestiones que parecían antes distanciadas, opuestas, o contradictorias lo que puede constituir el primer paso para revertir la anemia creativa que, durante demasiado tiempo, hemos padecido.

 

 

 

Santiago, abril de 2020.

 

[1] Silvestra Mariniello, Pasolini (Madrid, España: Ediciones Cátedra, 1999), 44.

[2] Pier Paolo Pasolini, Cartas Luteranas, 2017.a ed. (Madrid, España: Trotta, 1975), 41.

Parir en pandemia // Sebastian Kohan Esquenazi

1.

El 15 de marzo pasado la Negra, mi pareja, cumplía 9 meses de embarazo. Adentro de su panza se encontraba, milagrosamente, un ser humano llamado Pipi de manera provisoria. Pipi era una personita habitando el misterioso interior del útero de una mujer que había decidido que no quería saber el sexo de la criatura. Un día, bajo la obligación socio comunicativa de nombrarle, alguien dijo Pipi y así se quedó. Pipi era funcional porque no tenía genero, por lo que le otorgaba prematuramente sus derechos adquiridos de ser lo que quisiera. El problema surgía con el diminutivo, forma empleada muy frecuentemente dada la ínfima magnitud del ser en cuestión. Que Pinina para acá, que Pipino para allá, o que Pipine no sé qué.

 

Sin embargo, llegó el día 15 de marzo, Pipi cumplía 40 semanas ahí adentro y no mostraba señal alguna de querer salir. La decisión de cuándo salir era únicamente suya, ya que con la Negra habíamos decidido que sería un parto natural, o humanizado, como le dicen en México a un parto que se realiza fuera del quirófano. Habíamos decidido disfrutar el nacimiento del nueve integrante y no pedirle a un doctor que mirara su agenda y nos dijera que día tenía libre para desenfundar su bisturí y sacarle de ahí. Cuestión que el críe, dando vueltas en su liquido amniótico, como si estuviese en el espacio, era quien decidiría cuándo tocaba la puerta de la nave para que le abrieran. En ese momento nosotros tendríamos que salir disparados de la casa camino al hospital. Además de los nervios y los dolores, hay que considerar el hecho de que en la Ciudad de México las distancias no se miden en distancia sino en tráfico. Es decir, que el espacio se mide en tiempo aunque Stephen Hawking se retuerza en su tumba.

 

Así que, nos dice el ginecólogo, cuando las contracciones se repitan equis tiempo, y duren no sé cuántos minutos, significa que la dilatación es de no sé cuántos centímetros. Pipi va a salir cuando la dilatación sea de diez, por lo cual, ustedes tienen que llegar al hospital con ocho centímetros. El hospital cobra una fortuna por día, así que si llegas antes y esperas ahí, es problema tuyo. Ooooooquei. No problemo. Es decir que, a las 2 de la mañana el hospital queda a 20 minutos de la casa, pero a las 6 de la tarde, queda a una hora. Por lo que, de solo pensar en la posibilidad de qué las contracciones indiquen 8 centímetros de dilatación a las 6 de la tarde, un viernes digamos, pa ponernos un poco dramáticos… lo mejor es decirle al ginecólogo que sí todo, como a los tontos, cambiar de tema y a otra cosa mariposa. La imagen de parir en el auto es, simplemente, escalofriante. Julito Cortázar y su autopista al sur son un poroto en la Ciudad de México. O sea, un frijol. Como Pipi hace 38 semanas.

 

Todo iba a ser en el Hospital Durango, de la colonia Roma, donde hay una sala llamada LPR: Labor, Parto y Recuperación, que tiene la cualidad de funcionar de manera opuesta a todo el resto de los hospitales de país. Es decir, que no considera el embarazo como una enfermedad y el parto como una operación. En todo México, que no es justamente una aldea, sino una inmensa bestia feroz, solo hay tres Hospitales con dichas salas. El resto, naca la pirinaca. El 98% de los partos son por cesárea. Doctor, agenda, fecha, camilla, piernas pa´riba, epidural, bisturí, y apúrese un poquito por favor que la siguiente cesárea es en media hora, sale el bebé y antes de que la madre pueda disfrutar un poco, la enfermera malvada se lo lleva a la sala de cunas, como castigade, le dan leche de formula (la Maruchan de las leches, digamos) y punto pelota. Después, al día siguiente, si la madre se portó bien, le pasan un rato a su hije. O sea, un sistema médico sumamente violento, autoritario y anti natura. Y el padre… bien gracias. El boludo de turno.

 

En cambio, Pipi iba a nacer en LPR, una sala que le lleva de todo lo que usté guste. Una pelota de plástico gigante, un fular colgado del techo pa nacer como Tarzán tlaxcalteca, un banquito para nacer en cuclillas como las indias en la selva Lacandona y un jacuzzi. ¡Olé! ¡Jacuzzi! Ese nos gusta a nosotros. Pipi va a nacer en agua, y no somos más cancheros porque no tenemos tiempo.

 

Cuestión, que los nacimientos de los nuevos integrantes de este mundo, no son en el mes nueve, como dicen los cuentitos, sino cuando al ser en cuestión le de gana, dentro de un margen comprendido entra la semana 38 y la 42. El día 15 de marzo, en el que estaba presupuestado que naciera Pipi, era el día promedio. Y llego el día, y no había ni contracciones, ni dilatación, ni nada, solo tráfico y un pequeño detalle añadido: un virus global tremendamente hijo de puta llamado Corona Virus.

 

 

2.

 

Nos habíamos enterado primero de lo que estaba pasando en China, pero claro, a quién carajo le importa China. Digo, más allá de que son casi la mitad del mundo y el único contrapeso de los gringos, y que todos los objetos del mundo están hechos ahí, y que comemos su comida y nos fabrican los teléfonos, y etcétera, a quién carajo le importa de verdad lo que le pasa a los chinos.

 

Había un virus, decían las noticias, que había nacido en el mercado de Wuhan, un mercado que nadie conocía y que ahora, lamentablemente, es el mercado más famoso del mundo, y que se había contagiado a los humanos a través de un murciélago que un chino no se había alcanzado a comer porque se le había escapado volando del plato.

 

Los casos de contagios comenzaban a aumentar y nadie le daba la suficiente importancia por varias razones. La primera es que los seres humanos hemos aprendido a ser indolentes porque este mundo es una verdadera calamidad, repleta de catástrofes de todo tipo, y si uno le presta real atención a cada guerra, cada hambruna, cada éxodo, cada maremoto, cada desaparición de especies por calentamiento global, cada deformación por pesticida, la única opción posible sería la de ir a inmolarse a la casa Blanca o a alguna otra casa de los mandatarios del G20. Mejor y más sano seguir preocupados por la infinidad de problemas locales, como las desapariciones en México, las torturas en Chile o la crisis económica en Argentina. Así que, cuando nos hablaban de los chinos, preferíamos pensar que no era tan grave y que pasaría al olvido como otras tantas influenzas. Además, el desconcierto era incrementado por una cuestión de proporciones dada la gran cantidad de chines que hay en la China. Todos suponemos, por instinto matemático, que cien mil uruguayos son muchos para Uruguay, que cien mil mexicanos no son tantos para México y que, obviamente, cien mil chinos no son nada para China. Así que claro, no le dábamos la importancia suficiente. Y así nomás sucedió: el estúpido sentido común de la gente común, fue adoptado no solo por los comunes, sino por todos los mandatarios, administraciones y sistemas políticos del mundo mundial.

 

Resulta entonces que en diciembre ya había algunos chinos infectados por haber ido al mercado ese horrible a comerse su wantan de murciélago termino medio. Pero resulta que las autoridades chinas, que no se caracterizan precisamente por permitir el ejercicio de la libertad de expresión, no permitieron que se difundiera la noticia de los primeros infectados. Así que algunos chinos volvieron al mercado a buscar su promo de vampiro y así se empezó a ir al carajo todo. Ahí perdimos un par de meses para afrontar el asunto que se nos venía encima. Después, cuando se dignaron a blanquear la situación, los italianos y los españoles no les hicieron mucho caso y dilataron la puesta en marcha de medidas aproximadamente un mes más. Por lo que parece, si algo no tienen los epidemiólogos italianos, es visión a futuro. Quizás deberían agregarle un catalejo a sus microscopios y dejarse un poco de joder su parsimonia.

 

Corría la primera semana de marzo y los tanos y los gaitas ya estaban viviendo esta espantosa historia que hasta a José Saramago le parecería exagerada. Y nosotros en México, dubitativos entre pensar seriamente como escandinavos que no somos, o como buenos latinos y no hacer absolutamente nada.

 

 

3.

 

Era obvio que Pipi no quería salir. No hace falta hablar en amniótico para entender que estaba haciendo su propia cuarentena uterina. Y qué pasa, nos preguntábamos nosotros, si decidía salir una o dos semanas más adelante, cuando el virus estuviese más expandido, y nos obligara a ir al hospital en esos días. En México parecía que no pasaba nada. Daba la sensación de que, aunque los italianos se estuviesen muriendo a millares, aquí teníamos una fuerza que nos protegía. Quizás el calor, decían algunos, quizás los anticuerpos que les han dado las bacterias radiactivas de los tacos callejeros, decían otros. Cuestión, que le preguntamos al doctor que qué ondita con la situación. Qué si no era mejor dejarse de joder con el parto en agua, natural y con playlist de Cerati, y pensar mejor en inducir el nacimiento de el críe antes de que aumentaran los riesgos. El doctor dijo que sí. Parece que había visto mucho las noticias la noche anterior, o quizás, se estaba enterando de primera mano de casos de contagio que los datos oficiales no estaban dando. En el país, decía el gobierno, hay nueve casos, y el doctor ya estaba al tanto de 12. La cosa se ponía fea y empeoró cuando nos enteramos que el hospital donde Pipi iba a nacer, era el hospital de los trabajadores del Metro y que ya había algunos casos de contagio rondando por ahí. ¡Santa cachucha!, dijimos nosotros. Todo se desarrollaba en una tensa calma hasta que el doctor nos dijo que iba a mudar su consultorio a otro hospital, uno ultra fresa (cheto, cuico, pijo) donde había menos riesgo de contagio. Y ahí todo cambió, radical e intempestivamente. Corría el miércoles 18 y el doctor fijó la inducción con oxitocina para el viernes 20.

 

El cambio de hospital no era exactamente fácil. No era, como decía Aristóteles, soplar y hacer botellas. Al cambiar de hospital se mantiene al ginecólogo pero se cambia a la pediatra y a la doula, que se pronuncia dula.

 

Paso a explicar brevemente que es una dula y seguimos con el cuento. Una dula es una mujer (desconozco si hay dulos, calculo que sí, pero seguro que en algún país desarrollado, no en este) que acompaña a la pareja en el parto natural y le da consejos de postura, respiración y demás cuestiones que faciliten la salida del pequeñe y la tranquilidad de los padres ante tan, pero tan, extraña situación. Con la Negra habíamos decidido que no necesitábamos dula, que estaríamos los dos adentro del jacuzzi, y que simplemente tendríamos que mantener la calma, respirar profundo, y Pipi saldría de cabeza al agua. ¡Al agua pato!, creo que se dice en contextos infantiles. Así que calma, amor, paciencia, comprensión, respiración, y listo. Una semana antes del nacimiento, la Negra se despertó a las 4 de la mañana con un calambre de la puta madre, gritaba como si estuviera a punto de parir, yo intenté ayudarla y solo la hice sufrir un poco más. “Agárrame aquí” -decía ella-, “¿Aquí? -preguntaba yo-. “Nooooo, ahí no, aquí” – repetía ella”. “Ah” -decía yo-, “Nooooo, así noooo, asiiii”, “¿Así?” Al final terminó puteándome de lo lindo y el calambre se fue solo cuando se tenía que ir. La mañana siguiente acordamos que si no éramos capaces de superar juntos un calambre, menos un parto natural, así que llamamos a una dula para que nos acompañara.

 

Así que, teníamos 48 horas para encontrar dos personas que tuviesen permiso para trabajar en ese hospital y no fuesen chantas, fresas, místicas y nos dejaran, de paso, con la billetera vacía. Todo el miércoles y el jueves entrevistando pediatras por teléfono. La mitad eran colombianas, holísticas, integrales, hipi-chics y excesivamente cariñosas. Ah, y mientras más cariñosas de cariño, más cariñosas de caras. Y la negra con un niñe de casi 4 kilos atroden. Vaya infierno. Al final, la ultima pediatra con la que hablamos, una que parecía una persona normal, nos pareció lo máximo y aceptó parir con nosotros.

 

Hablamos con varias dulas ese día. Todas eran excesivamente cariñosas. Ninguna nos convenció, y decidimos recibir solos y juntitos al tan esperade Pipi. 

 

 

4.

Y claro, ahí los chinos se pusieron las pilas e hicieron un hospital gigante en media hora. Un hospital donde podrían vivir plácidamente la mitad de la población uruguaya, sin compartir el mate, obviamente. Mientras las autoridades españolas se tomaban la ultima caña, algunos países nórdicos decidieron dejarse de joder y cerrar las fronteras sin titubear. Los latinos, fieles a su tradición, decidieron dejar para mañana lo que podían hacer hoy. Así, Europa comenzó a encuarentenarse de manera oficial pero tardía. Sánchez llenó la ciudad de policía para vigilar que la gente no saliera y no se le ocurrió ni por casualidad la posibilidad de generar planes sociales para los despedidos que las empresas empezaban a dejar en la calle, cosa que sí hizo Macron, que de buenas a primeras dijo que los encuarentenados no iban a pagar la renta ni los servicios. Fue el primero de los pseudo latinos en tomar medidas coherentes. Y los coreanos ni hablar. Eran junto con China e Irán, uno de los tres países más afectados, hasta que prendieron la compu, hicieron una formula rara, apretaron enter y listo, toda la población curada.  

 

Mientras tanto en América…  En América ya habíamos iniciado el concurso del presidente más fascista de la región. Porque claro, a los sudacas progres nos gusta criticar a los europeos por conquistadores y esas cosas, pero, ¿cómo andamos por casa? El primer país en tomar medidas fue Argentina. Alberto Fernández, un hombre de poca retorica, de mensajes no incendiarios, con bajas dosis de hipocresía, alejado del discurso de las falsas izquierdas latinoamericanas, un hombre de centro, medio buena onda y aparentemente sensato, que más que peronista parece radical, se dio cuenta primero que nadie que la cosa venía fea y antes de la primera muerte declaró la cuarentena, y el que salía de casa sería sancionado. Punto pelota. Las cosas como son y nos quedamos en casa por si acaso nomas. Las economías se recuperan, las muertes no.

 

No vaya ser que el virus no sea un cuento chino y nos venga a matar a la mitad de la población de este continente sin salud pública. Y ojo que Argentina, permanentemente en crisis, es el país con la mejor salud pública del continente. Menos mal que Macri ya no estaba porque la debacle habría sido total y hubiera obligado a la gente a ir a trabajar para no afectar la economía que por cierto, destruyó. Mientras Fernández daba el anuncio de las medidas al país, Piñera, su vecino trasandino, no tenía la más puta idea qué hacer, y Bolsonaro, el vecino fascista, parecía haberse contagiado y decía que a él no le hacen nada esas gripitas, aunque claro, él dijo gripiñas, que suena mucho mejor. Los fascistas brasileros hablan tan bonitiño que parecen menos fascistas, pero ojo, no lo son. Porque como decía Roque Dalton, “hasta el menos fascista de los fascistas, es un fascista”. Y atrévanse a negarlo.

 

Mientras, por aquí por el norte, el presidente mexicano se convertía en predicador y daba discursos en actos públicos por todo el país, diciendo que con unión y honestidad, los mexicanos superaríamos la pandemia. Para después bajar de la tarima y besuquear a todo el mundo, incluida una niña de 6 años que se negaba sin éxito a ser besuqueada. 

 

 

5.

 

El viernes veinte a las 6 de la mañana salíamos con la Negra y Pipi bien guardada al hospital en la loma del orto. Un poco más lejos y nacía en Estados Unidos. El GPS nos indicó un camino equivocado así que tardamos un poco más de la cuenta. A las 7 habíamos llegado y a las 7:30 la Negra ya estaba enchufada a la oxitocina que le ayudaría a generar las contracciones necesarias para que Pipi se sintiera aludida y aceptara salir de ahí. En ese momento tuve que ir a la Administración del Hospital a pagar. Parir en México es tremendamente caro y el sistema público no es la opción que más nos gusta para parir en pandemia. La señora de la Administración me explicó todo lo que ya sabía, me pidió la tarjeta de crédito y antes de devolvérmela, me hizo firmar un boucher como garantía por todos los gastos extras que se pudiesen generar. Si Pipi no salía por parto natural, tendría que salir por cesárea, y claro, el quirófano es más feo, más peligroso, más jodido, y también más caro. Una ecuación tan rara como cierta, y tan cierta como triste. La señora me hizo firmar alrededor de una tonelada de papeles. Por mi, por la Negra, por Pipi, por el boucher, por si quería recibir publicidad, por si quería hacer una donación a una institución de muy dudosa procedencia, por si quería recibir en la habitación la visita de unas señoras religiosas del sagrado corazón de no sé qué, y varios etcéteras más. En cada una de las hojas tenía que escribir nombre completo mío y de la Negra, y yo, que hace unos cinco años que no escribía a mano, tuve que encender la memoria holográfica, recrear mi nacimiento y volver a las primeras clases de caligrafía. Todo en 15 segundos, para tardar alrededor de una hora en escribir quince veces Sebastian Kohan Esquenazi y Lorena Ahuactzin Guevara, con una letra absolutamente incomprensible. Cuando la señora vio que Pipi tendría como apellidos la nada despreciable sumatoria de Kohan Ahuactzin, apellidos de indescifrable procedencia, con ese equilibrado compendio de haches intermedias, quizá mudas, quizá no, y esa desproporcionada cantidad de consonantes desordenadas, agrandó los ojos, me miro fijamente con la mente en corto circuito, como sin poder arrancar, hasta que logró proseguir y me dijo muchas gracias, que todo salga bien. Yo, que me había puesto alcohol en gel cada vez que la señora me cambiaba de hoja y me daba el lápiz nuevamente, lo cual retrasó la sesión de firmas y caligrafía una media hora más, le di las gracias, sin darle la mano y me levantaba de la silla para irme al nacimiento de mi hije, cuando de repente escuché que la señora me decía de manera abrupta y decidida: “Primero Dios”. Yo quedé desconcertado, como atontado, sin entender qué me estaba queriendo decir. Igual de atontado que ella cuando leyó Kohan Ahuactzin. Finalmente, cuando me destrabé y logré arrancar el motor, solo atiné a decirle “bueno”, y me fui. Alguna vez había escuchado la frase “Dios mediante” y hasta me gusta un poco, pero “Primero Dios” no, y no lograba descifrarla. Camino a la habitación pensaba que quizás Dios había llegado primero esa mañana porque se sabía el camino y no había puesto el GPS y entonces nosotros entraríamos a parir después que él. Cuando entré en la habitación la Negra estaba ahí, tranquila, sola, acostada en la camilla con la bolsa de oxitocina enchufada al brazo y el goteo comenzaba a hacer su trabajo de comunicarse con Pipi de manera artificial. Dios no estaba por ninguna parte.

 

 

6.

 

Al principio, más allá del alto riesgo sanitario, todo parecía una cuestión de buena voluntad, de solidaridad, de no salir a la calle por el bien del otro, de lavarse las manos sin parar, con jabón y abundante agua por más de veinte segundos, cantando el estribillo de nuestra canción favorita. La cuarentena ya había comenzado en Italia y en España y el riesgo latente se hacía manifiesto. Ya no era problema de los muchos chinos lejanos, sino de nuestros conocidos españolitos que tan creyente habían hecho a la señora de la caja del hospital. La primera impresión era que había que quedarse en casa y punto, como decían los hashtags y esas cosas de milenials. Y entonces Messi, el insufrible de Sergio Ramos, Piqué, Marcelo y demás figuritas millonarias, comenzaban a viralizar videos en unas fachas horribles, haciendo jueguitos con papel higiénico para, supuestamente, crear conciencia. Anda a lavarte el orto, pensaba yo, en buen porteño.

 

Así, las occidentales conciencias televisivas se iban nutriendo de mensajes solidarios. No hay mal que por bien no venga, decían los optimistas comentaristas. El virus nos había convertido en una hermosa ONG donde todos velaban por el bien común y salían a los balcones a cantar o a aplaudirle a les doctores de un sistema de salud universalmente devastado. La humanidad por fin había encontrado el camino de la bondad y solidaridad universal. Más allá, claro, de los pelotudos que salen igual y que claramente son más tontos que malos. Sin embargo la gravedad de la situación no estaba ahí, en la capacidad de no salir a la calle y aprender a aburrirse (cosa que los freelance hemos hecho toda la vida), o en tener que soportar a la pareja y a los hijos durante días y días de encierro, sino en otro lugar mucho más grave que las lágrimas por la emoción de la solidaridad de Sergio Ramos no nos permitía ver.

 

El problema es que en el medio del pánico, los Estados y las empresas, están tramando la manera de ganar nuevamente la partida, de jugar a la bolsa, de llevarse sus dolarucos a las Islas Caimán, y dejar a la deriva a la población universal. El problema es que la crisis sanitaria activa de manera inmediata todos los mecanismos de poder que cotidianamente nos convierten a todos, en los más desafortunados.

 

En España, al primer día de crisis sanitaria nos dimos cuenta que el problema mayor no era la enfermedad provocada por el virus, sino que la casta de los Socialistas y los Populares, se había encargado durante los últimos veinte años de desmantelar el Estado de Bienestar y se había llevado puesto el sistema de salud. El problema no era el virus, sino que estaban faltando las doscientas mil camas que antes sí existían. Cuando parecía que el problema era un virus generado por el murciélago ese que no se dejó comer, y creíamos que los cuidándonos podíamos mejorar la situación, las empresas empezaron a despedir gente y a dejarnos confinados en cuarentena, desocupados y sin dinero para pagar la renta. Porque claro, el insufrible Sergio Ramos puede crear conciencia con su papel de baño porque su mansión es suya y el Real Madrid no lo va a despedir. Y hablando de los fachas del Madrid, que lindo va a ser si algún día vuelve el fútbol.

 

Triste darse cuenta, de sopetón, que el problema no era el virus sino, como siempre, este sistema donde los pocos que detentan poder, tienen la venia de los Estados para destruir las vidas de todo el resto de los mortales con total impunidad. Toda catástrofe natural se vuelve humana y sistémica automáticamente. En los huracanes, terremotos, maremotos, epidemias siempre, pero siempre, se mueren los pobres. Apenas la epidemia se hizo pandemia, se activaron los mecanismos de desigualdad a su máxima potencia. La gente desde los balcones hace su acción del día insultando al idiota que sale a la calle, pero nadie cuestiona al sistema que nos tiene abandonados a la suerte del señor. “Crisis económica” le llaman ahora a lo que no es otra cosa que la demostración de que el sistema económico no considera los riesgos que conlleva el simple hecho de vivir. El sistema neoliberal, ese al que juegan todos los países, no considera la pobreza, ni la enfermedad, ni la muerte, como crisis económica, sino como una variable necesaria de la estabilidad económica. Mientras haya pobreza, mano de obra barata y ejercito de reserva, todo va a andar bien. Y ahora que tienen que tomar medidas, se preocupan de la gente de a pie. Pues, diría yo, déjense de joder y saquen al Ejercito a repartir comida, y ya. Pan, tortillas, frijoles, porotos, alubias, judías, cada uno en su idioma que el sabor es el mismo (menos los beans ingleses que son asquerosos), y nadie se les va a morir de hambre. Que unos frijolitos no le van a hacer mella a sus cuentas. “Crisis económica” no es más que un eufemismo de la debacle planificada de la población, y el salvataje de los bancos, los ejércitos, del negocio armamentista, de las drogas, del fútbol, y obviamente, de las farmacéuticas. Los Estados solo están ganando tiempo para mantener a flote a sus amigos los privados.  

 

Todas las crisis económicas las pagan los ciudadanos. Todas. Las de ahora y las de antes. La del Tequila en México, la de Argentina en el 2001, la de España en los dosmiles, la de Estados Unidos en 2008, cuando parecía que quebraba Wall Street, pero al final perdió la población clasemediera y el Estado aprobó un salvataje a los bancos de 700 mil millones de dólares para que no quebrara ni uno, y ahí andan, vivitos y culeando. Así nomas funcionan las cosas, siempre, pero nos olvidamos rápidamente y ahora, tanto la derecha como la izquierda, que unidas jamás serán vencidas, discuten hasta cuándo estirar la puesta en marcha de medidas sanitarias, con tal de dilatar el inicio de la “crisis económica”. En México quieren planificar un equilibrio entre medidas sanitarias y crisis económica, lo cual tendría mucha lógica sino fuese porque mientras dilatan el estado de emergencia, la gente se contagia, y al final, un poco después quizás, la mentada crisis va a llegar igual, pero un poco peor y con zombis por la calle.

 

Así, mientras las cuentas offshore inundan los paraísos fiscales, nosotros, clasemedieros cagados de susto, nos quedamos en casa aprendiendo a hacer pizza con la harina que compramos el día que nos agarró el pánico, y aplaudimos a Sergio Ramos porque un día amaneció solidario.

 

 

7.

 

A la Negra la enchufaron a la oxitocina a las ocho de la mañana. Ella en su camilla y yo en mi sillón, esperábamos la llegada de Pipi mientras veíamos CNN. El panorama era desolador en todos lados menos en México. ¿Será que el país ya está tan hecho mierda que no tiene lugar para nuevas calamidades?, pensaba yo. Mi teoría de la densidad de catástrofes por metro cuadrado fue desarticulada inmediatamente con la noticia de que Croacia había sufrido un terremoto en medio de la pandemia. El gobierno le había permitido a la gente salir a las calles, pero manteniendo su sana distancia. El doctor que revisaba el goteo de oxitocina, las contracciones y los latidos del integrante uterino, nos contaba que el gobierno les había pedido que no hicieran más pruebas del Covid19 hasta nuevo aviso y que no podían entregar los resultados de las pruebas ya realizadas. Para ganar tiempo y que la “crisis económica” inicie lo más tarde posible, hay que descubrir los casos muy de a poquito. En cualquier momento, cuando el presidente diga que está todo en orden, se nos viene el punto de inflexión, agarramos la curva a toda velocidad, llegamos al pico y nos vamos al carajo. Y hasta ahí nomás llegó el discursito de la “crisis económica”. 

 

Al cabo de cinco horas de goteo, habían aumentado en el mundo alrededor de tres mil casos positivos, o cien infectados por gota, para ser más exactos, y Pipi, obviamente, no mostraba una sola intención de salir de su cuarentena individual. La Negra tenía pocas contracciones y el gobierno mexicano, muchas contradicciones.

 

 

8.

 

En Chile la gente había a comenzado a guardarse sola, antes de que Piñera decidiera una sola medida. Chile es un país que hace varios meses comenzó una revolución y la gente se está gobernando sola. El domingo 8 de marzo se habían manifestado en las calles más de un millón y medio de mujeres. El país no podía estar más encendido cuando llegó este maldito virus a intentar desactivar la movilización. Claro está que no lo va a lograr y cuando el virus se vaya, con lo que quede de nosotros, se volverá a reactivar la revolución en las calles. Quizás seremos zombis, pero furiosos. Por lo pronto, a la derecha chilena la pandemia le venía como anillo al dedo para desmovilizar a la población y prohibir cualquier tipo de manifestación. Tan hija de puta es la derecha chilena, que en vez de establecer una cuarentena o pedir confinamiento y distancia social, decretó muy tardíamente la situación bajo el pomposo y dictatorial asunto de: Estado de Excepción Constitucional por Catástrofe, con toque de queda incluido, y desplegó más de veinte mil efectivos de las Fuerzas Armadas por las calles. Así de claro. Piñera y sus secuaces aprovecharon la pandemia para fortalecer el control social y la represión. Veinte mil soldados armados en las calles y ni uno solo desinfectando la ciudad para evitar contagios. Mucha lacrimógena y poco jabón. Podrían meterle jabón al guanaco (tanque con chorro de agua) y ayudar a la población, en vez de meterla presa y torturarla, digo yo, no sé. Eso sí, antes incluso de las medidas sanitarias, habían tomado una primera decisión política: se posponía el plebiscito para redactar la nueva constitución porque la gente no se podía juntar, pero no suspendieron ni las actividades laborales y ni las clases en las escuelas. La primera noche de confinamiento en los hogares, los carabineros aprovecharon para limpiar la Plaza de la Dignidad y sacar todas los monumentos y obras de arte que había instalado la revolución. Miserables es poco. Pero no se preocupen. Apenas se curen los chilenos les van a volver a romper la ciudad entera para construir otra encima.     

 

 

9.

 

La Negra llevaba conectada 13 horas a la oxitocina esa, las contracciones eran muchas, duraderas y dolorosas. CNN nos tenía la cabeza destrozada y la dilatación no aumentaba. Pipi no quería salir. Quizás si en la habitación del hospital no hubiese habido televisión, otro gallo cantaría. A las once de la noche el doctor nos dijo que no había señales esperanzadoras y que la única alternativa para terminar con la cuarentena de Pipi era la cesárea. Así que, a las doce de la noche estábamos en el quirófano, con la Negra abierta al medio, yo a su lado con mi telefonito grabando como un pelotudo de vacaciones, intentando no levantarme mucho y ver integro el interior de mi mujer y así mantener ciertos niveles de respeto por la intimidad de la pareja. El doctor, tras cortar varios largos tajos con su bisturí, metió una especie de cilindro de plástico con salida por ambos extremos, dejando uno afuera por el cual, yo me daba cuenta, el doc veía a Pipi agazapade, aferrade a algún órgano, o colgade cual Trazán a su cordón umbilical para no salir de ahí. El doctor metió las dos manos y le agarró pero se le resbaló. Después presionó fuertemente las costillas de la Negra con su antebrazo y metió la otra mano, pero Pipi se escabulló con una finta mágica. Por un momento pensé que se venía el nuevo Messi, pero el pensamiento no duró. Finalmente la asistente le pasó un instrumento largo, curvo y metálico, parecido a un calzador de zapatos pero gigante, que el doctor introdujo en la Negra y con el cual hizo palanca, sí señores, palanca, logrando que asomara la cabeza de Pipi. Todo ahí era asombro, sangre y amor. Cuando Pipi ya no podía volver atrás, el doctor la agarró con las dos manos y la fue levantando de a poco, como el rey león a su hijo, o como Maradona a la copa del Mundo, hasta sostenerla en aire para que la Negra la pudiera ver. Tras unos segundos de observación y silencio, la Negra dijo emocionada “Martina hermosa, ven aquí”. En ese momento el doctor me pasó una tijera para que yo cortara el cordón umbilical, ese que Martina usaba de liana para quedarse en cuarentena. Me acerqué, lo corté y en ese momento el doctor la acostó en el pecho de su madre, al que se pegó inmediatamente y del cual, una semana después, no se piensa despegar.

 

 

10.

 

Sin embargo Piñera no era el único que aprovechaba el virus para llevar agua a su molino. El presiente mexicano, convertido en una especie de predicador evangelista, mezcla de mesías que viene del futuro y fuerza moral que viene del pasado, aprovechaba cada pregunta que le hacían los periodistas para cambiar el tema. Como al niño que el profe le pregunta, “Pepito, ¿qué sabe usted de las hormigas?” Y Pepito, que no sabía de hormigas pero si de elefantes, responde: “Pues yo se que la hormiga es un animal muy chiquito y que el más grande es el elefante. El elefante tiene cuatro patas, una trompa y hace brgrruuuu…”. Y así hacía Obrador con las preguntas del virus, mientras besaba escapularios. La mejor fue cuando le preguntaron que qué opinaba sobre la pandemia y dijo que él confiaba en la fuerza y la honestidad del pueblo mexicano, porque la corrupción se había terminado, y que por eso ya no se iba a construir el aeropuerto de Texcoco sino el de Santa Lucía. Una joya nuestro presi. El presidente mexicano era el único mandatario no fascista del continente que no le daba ninguna importancia al tema. Había pasado de ser un hombre aparentemente empático, a un obtuso militante que creía que el virus era una invención de los conservadores para destruir a su gobierno. Debe haber leído mucho al pelotudo de Giorgio Agamben, reconocido filosofo italiano que los primeros días de marzo expresaba su izquierdismo y su rebeldía, diciendo que el virus no era tan grave, que el Consejo Italiano de Salud había dicho que era una gripe común y corriente, así que, obvio, la cuarentena era una exageración inútil impuesta por el status quo universal, para implantar un nuevo estado de excepción, restringir las libertades y dominar a la población. Cómo la escusa del terrorismo ya no era suficiente para seguir reprimiendo, se inventaron esta, dice tan pancho el señor filosofo mientras en su país se agotaron los ataúdes. Todo parece indicar que los epidemiólogos italianos leen al filosofito ese. Porque claro, es verdad que el status quo universal se va a aprovechar de la situación para generar control sobre la población, pero eso no hace al Coronavirus un virus común y corriente. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. ¡Agamben el favor!

 

Menos mal que la gente en México comenzó a tomar medidas antes de que las planteara el presidente besucón, y que Sheinbaum, la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, actuó con seriedad ante las condiciones imperantes y comenzó a suspender actividades. El día 22 de marzo, con más de 200 contagios en México y casi medio millón en el mundo, Obrador decía lo siguiente desde un restaurant en Oaxaca, “Yo les voy a decir cuando no salgan, pero si pueden y tienen posibilidad económica, sigan llevando a la familia a comer, a los restaurantes, a las fondas porque eso es fortalecer la economía. Los mexicanos por nuestra cultura somos resistentes a todas las calamidades y en esta ocasión vamos a salir adelante. Nuestro pueblo es poseedor, heredero de culturas milenarias”. Digamos, para empezar, que lo de las culturas milenarias no tiene nada que ver con nada, porque los italianos tambien las tienen y no les ha servido de nada, y de los chinos ni hablar. El presidente mexicano prometió tres puntos de crecimiento economico cuando asumió el mandato y prefiere arriesgarse al virus y rezarle en público a las virgencitas, a vivir una crisis economica que por cierto, es imposible de evitar. Dilatar la puesta en macha de las medidas de la mentada Fase 2, para que la recesión economica dure menos es, a mi juicio, una bajeza de proporciones. La economía se va ir al carajo en todos lados y habrá que sostenerse de otra manera. Pero quién soy yo para hablar de economía, si los economistas han demostrado que hacen muy bien su laburo.

 

Es cierto que dos días después de esas declaraciones chamánico-mercantiles, el Secretario de Salud anunció la Fase 2 y el gobierno tomó medidas, lo que hace pensar dos alternativas: una, la del policía bueno y el policía malo, donde Obrador hace del bueno y tranquiliza a la población, para evitar el pánico y una crisis gratuita y prematura, y el policía malo, donde el resto del gobierno toma las medidas más radicales. O la otra, la más factible, es que Obrador padece una grave deformación profesional y cree que todo se mide en oficialismo/oposición (cualquier similitud con el resto de los líderes de izquierda latinoamericanos es pura coincidencia). Y así, dominado por sus sueños transformadores, y presa de su impermeable cerrazón, mantuvo un extraño y eterno soliloquio, un tanto autista, que el resto de los integrantes de gobierno fue interviniendo de a poco, rectificando el camino.

 

Si por alguna razón México supera sin demasiadas muertes esta pandemia, Obrador quedará como un estratega un poco sabio y un poco cauto, un poco loco, con un toque de realismo mágico y escapularios mediante, pero si por el contrario, México llega a la Fase 3, vive el punto de inflexión y da la curva pronunciada que han dado Estados Unidos, España, Italia, Francia, Irán, China y otros tantos, la actitud campechana y la dilación en la toma de medidas, se convertirán en errores criminales…

 

 

11.

 

Pipina, de nombre Martina, nació a las 00:23 del 21 de marzo. Yo tenía todas mis energías puestas en que naciera el día 20, o sea, 23 minutos antes para que fuera Piscis y no Aries, como la madre, y en una de esas tener la esperanza de que tenga un carácter un poquito mejor, pero no se pudo. Es Aries y ahora habrá que amarlas y soportarlas a las dos tal cual son. Estuvimos los tres en el hospital dos días mientras la Negra se recuperaba del tajo ese enorme que le hicieron. Ya estamos en nuestra casa. Martina está increíble, hermosa, sana, fuerte y toma teta todo el día. Salió monotemática la nena. Y aquí estamos encerrados, en cuarennena, esperando que pase esta historia. Ahora mi pasión es cambiar pañales y sacarle los chanchitos a la 1 AM, 3 AM, 5 AM, 7 AM y así sucesivamente. Ella aun no sabe que yo existo porque no soy una teta, pero supongo que algún día diversificará sus amores y espero ser uno de ellos.

 

 

12.

 

La cosa está que arde. Ahora nos despertamos todas las mañanas rogando que bajen los contagios en España y en Italia, que sea real que en algún momento no muy lejano la curva de la muerte comienza a descender. Esperamos que cambie allá, para que cuando nos toque aquí, tengamos algún miserable dato del que agarrarnos, como Pipina a su cordón. La cosa está fea fea. Estados Unidos es el foco de contagio más importante del mundo, el presidente naranja dice que no puede ser peor el remedio que la enfermedad, así que mejor todos a trabajar y nada de estar enfermitos en sus casas. Y Obrador no piensa cerrar la frontera del Norte. Ahora somos nosotros los que queremos que pongan el muro. Quién lo iba a decir. 

 

13.

Pipina linda, hermosa, ya te lo he dicho más de mil veces en estos 10 días desde que te conozco, pero te lo escribo aquí otra vez. Eres la cosa más linda que vi nunca en la vida. Te trajimos a este mundo jodido porque, aún sabiendo que estamos rodeados de personas peligrosas, creemos que la vida puede ser hermosa y digna de ser vivida. Haremos todo para que así sea. Tu hermano Ale ya sabe arrullarte y hacer que dejes de llorar. Yo no. La Negra es fuerte y te ama. Estamos felices y agradecidos de estos nueve meses que te llevó a cuestas a todos lados, y de esas tetas que te hacen tan feliz. Te tocó llegar en plena pandemia, confinamiento y distancia entre la gente. Estamos en cuarentena en la casa, carentes de contacto pero repletos de amor. Esperemos que pase esta crisis de mierda y podamos abrir las puertas de la casa para que entre la gente querida y te llene de besos, abrazos y amor.  

 

Chile: revuelta social y Epidemia // Entrevista a Oscar Ariel Cabezas

 

Esta entrevista fue realizada por la plataforma chilena de periodismo alternativo urbesalvaje.com

 

Incertidumbre y amenaza. Sin duda que existe una desconfianza hacia el Estado. Y no es solo en materias económicas y de salud pública. Muchísimos culpan a la clase política de la amplitud de males que aquejan a la sociedad chilena. El empresariado a la cabeza. ¿Chile despertó y está pandemia le va a poner el pie encima al modelo? ¿Otro Estado es posible? ¿Es el Plebiscito lo más importante hoy?

En medio de la pandemia y de lo que posiblemente será la peor de las crisis del sistema sanitario lo más importante hoy es lo que podemos llamar el cuidado del vecino, es decir, del que habita (ella o él) y coexiste en relación a esa otredad de la que también soy parte. La preocupación por el otro, sobre todo por aquel que no conozco y que debido a la eventualidad global del Covid19 podría estar en peligro de muerte es lo más importante en esta contingencia. Todo indica que la forma más efectiva para controlar el contagio es el distanciamiento físico de los otros porque no hay todavía una cura que pueda evitar la muerte. El plebiscito puede esperar los ventiladores y la recuperación de la sanidad pública me parece que es de primer orden. El confinamiento o cuarentena obligatoria dictaminada por el gobierno a primera vista parece ser una medida de sanidad pública y, sin duda, creo que lo es tal como lo ha confirmado la presidenta del colegio médicos de Chile. Pero no estoy seguro de si el gobierno y la precariedad absoluta del sistema de salud pública tenían otras medidas para contener la propagación del virus. Lo cierto es que la medida de declarar un estado de emergencia me parece que es una medida política que cumple, de momento, una función cínica. Por un lado, el estado de emergencia le ha permitido al gobierno generar un estado mental de pánico mediático. Así, el miedo a la muerte y al contagio funciona como una política de control de los espacios politizados por la revuelta social. No es casual que en vez de poner en marcha un plan para habilitar hospitales, intervenir la salud privada, comprar ventiladores, mascarillas, reforzar el cuerpo médico y de especialistas, etc., el gobierno comience a pintar plaza de la dignidad como un desesperado intento por recuperar los espacios y los símbolos que ya no le pertenecen. Te menciono esto por no expandirme en lo ridículo que ha resultado sacar—y qué ganas tenían de hacerlo—a los militares a la calle en las horas en que la gente duerme y el contagio social es ínfimo o casi imposible. Todo esto hace sospechar que el estado de emergencia es una medida de control de la desobediencia civil más que ser una medida de sanidad pública a la altura de la amenaza real que tienen todes los que vivimos en esta parte del planeta de ser contagiados por el Covid19. En otras palabras,  la medida del gobierno está entrelazada al control de la desobediencia civil, desatada por la emergencia de una ciudadanía que había desaparecido desde la época del plebiscito de 1989.  Sin duda, también las mediadas del gobierno de Piñera han tenido que seguir las directrices de lo que globalmente han hecho otros gobiernos para controlar la pandemia. En medio del oportunismo del gobierno neoliberal por detener el malestar social que desató la revuelta del 18 de octubre el cinismo revela ser un arma al servicio del miedo. Se trata del miedo que tiene la clase política, la oligarquía nacional y las empresas vinculadas al modelo neoliberal de que este país cambie de manera radical y se convierta en un modelo experimental de sociedad participativa orientada al cuidado por el otro y a formas de coexistencia basadas en otro modo de ser que el del hedonismo de la sociedad de consumo. Por lo mismo, creo que el plebiscito se puede posponer mientras el cuidado del otro tome la forma subjetiva de la revuelta social del 18 de octubre, es decir, mientras pasemos la cuarentena pensando en el nacimiento de otro modo de vida. Un modo de vida y de coexistencia completamente distinto del modo “sin coexistencia social” al que nos confinó el virus del neoliberalismo. Por supuesto, yo apruebo el cambio constitucional y mis deseos por el plebiscito están basados en que el cambio constitucional es la posibilidad de que el país gire en 180 grados hacia otro modo de existencia.  

Una pandemia como castigo. La catástrofe como sanción global hacia la humanidad. Te parece interesante esa reflexión.

Sí, me parece interesante, pero creo que el castigo introduce en el concepto de  catástrofe una dimensión teológica que tiende a desplazar el hecho de que la pandemia de Covid19 está, por un lado, internamente ligada a las formas de modernización capitalista de la gran industria del mercado agrícola y de la epidemiología. En el caso  de que no sea un virus que se haya escapado de algún laboratorio militar para deliberadamente provocar una catástrofe, el virus proviene, tal como lo muestra el texto del Colectivo Chuang que publicó la plataforma de Lobo suelto, de la industria mundial agrícola. El texto del Colectivo es muy interesante porque retira la posibilidad de leer teológicamente la catástrofe producida por la expansión de la producción industrial agrícola  y el modo en que se vincula con elementos, digamos, no humanos o naturales como sería el caso del Coronavirus. Las clases subalternas que están expuestas al contagio con microbios y catástrofes industriales no son nada nuevos, no constituyen una novedad en la historia del capitalismo y, por cierto, las epidemias tampoco constituyen una novedad. Con la idea de humanidad ocurre algo similar. La humanidad como concepto universal deja sin pensar los efectos que las catástrofes generadas por el capitalismo, en su fase global e hiperdepredatoria, dejan en la carne viva del cuerpo social. En otras palabras, no creo en las teorías que ven en el virus una exterioridad que nos ataca desde fuera y que según la posición en la que se mire, podría salvarnos de los males que le hemos hecho al planeta. Las catástrofes son siempre sociales, afectan el cuerpo material de individuos, colectividades, de poblaciones agrumadas nacional o posnacionalmente. La pandemia de Covid19 lleva casi 60.000 muertos y más de un millón de contagios. Se trata de la primera catástrofe social con resonancias comunicacionales globales y, quizá, de la primera catástrofe que desenmascara la precariedad de los sistemas de salud pública a nivel global. La urgencia de pensar un sistema de salud internacionalizado o globalizado parece que agrega un dato más a la urgencia de salir del fatídico ciclo de gobernabilidad neoliberal. Pero la salud como un derecho universal de cada individuo, de cada colectividad, del vecino, del amigo o de los que aún no han nacido se ve amenazado por la idea de que la pandemia es un castigo que todes debemos pagar. La idea de que deben pagar justos por pecadores es una idea que le hace mal a la izquierda y aún más mal a la urgencia de imaginar formas de cuidado que estén completamente escindidas de la religión del dinero y de la barbarie con la que se consuma el lucro en nuestro sistema de salud.

 

¿Qué rol ha jugado la filosofía en la vida, pasión y posible muerte del modelo? ¿Va a resucitar con una fuerza mayor o va a haber un cambio?

No soy filósofo, por lo que mis opiniones no deben confundirse con las que daría un filósofo de profesión. Pienso que en Chile la filosofía ha sido muy importante en la vida de sus poblaciones. Por poblaciones habría que entender la multiplicidad de cuerpos que han decidido resistir el modelo y por filosofía lo que ha emanado de la interioridad de sus prácticas y del deseo de “cambiarlo todo, sino pa’ qué”. Ha habido, sin duda, un despertar en las universidades, pero creo que la revuelta social ha pasado transversalmente por lo que llamo la emergencia de la sociedad civil. Me interesa mucho remarcar que se trata de una emergencia y no de un a priori de la filosofía política. Ha sido la sociedad civil y el pluralismo de su composición la que ha dado las coordenadas de una filosofía descentrada de los vínculos que las universidades en Chile han mantenido con el modelo de producción neoliberal de saberes. No creo que la filosofía de papers  y carrera universitaria de imitación norteamericana haya contribuido a la revuelta social. Por el contario, el individualismo en los espacios universitarios, la lucha a muerte por el reconocimiento académico, la falta de desarrollo de espacios de colectivización y producción de saberes es lo opuesto a la respiración de las pasiones que han emanado de la desobediencia de la sociedad civil. Por supuesto, esto no significa que la universidad y el conjunto de sus académicos y, sobre todo, de sus  estudiantes esté también recorrida por el espíritu de la revuelta. No estoy seguro de si la universidad como institución desea la muerte del modelo. Pero, si estoy seguro de que la universidad, aquella que se recoge en la comunidad de sus estudiantes y profesores, está contagiada por el deseo de democratizar todos los espacios que permitan que el espíritu de una vieja y necesaria institución esté a la altura de los cambios y orientada a la relación y el compromiso político con la metamorfosis de lo humano, es decir, de lo singular-plural. El  espíritu de una filosofía en que lo común, aquello que nos compete a todes, es algo que ha puesto de manifiesto la revuelta de los movimientos sociales, la coordinadora 8M, el movimiento feminista, el Movimiento contra las AFP y las Isapres, el Movimiento Estudiantil contra el lucro en la educación, las disidencias sexuales, el movimiento Mapuche, y, por cierto, toda esa población que todavía está media invisibilizada de inmigrantes haitianos y latinoamericanos componen la pasión de una filosofía por venir. Una filosofía que no está en el futuro, sino en las luchas cotidianas por la redefinición y construcción de instituciones orientadas a la coexistencia en común. La  pasión y los deseos colectivos por una sociedad distinta están encarnadas en una pragmática materialista—no abstracta— por la definición y redefinición de nuevas instituciones. Yo veo que esto es una filosofía que ha acontecido en las calles y que hoy la filosofía disciplinar deberá heredar como si Sócrates estuviese encarnado en la figura social y política del kiltro Matapacos o en el chico que ondeaba la flamante bandera del pueblo mapuche en Plaza Dignidad. Es probable que el futuro de la filosofía disciplinar y de la propia universidad se juegue en ello. En cambio, el por venir del fin del neoliberalismo sigue estando en las luchas cotidianas de la sociedad civil y en la emanación de una filosofía alojada en la potencia de la imaginación colectiva. La filosofía  suspendida en el aire que cultiva figuras aristocráticas del saber como atributo de una disciplina universitaria ha dejado hace mucho de ser algo interesante.            

Todo Chile en el mismo bote frente a la enfermedad. Barbarie o solidaridad: No hay un valor por la vida; por el respeto a las personas. ¿Campo fértil para qué? ¿Para la solidaridad de toda la ciudadanía o para la barbarie del poder?

La barbarie y la solidaridad son dos conceptos interesantes para abordar el problema de la pandemia de Covid 19 y el problema que está causando en nuestra sociedad. La solidaridad tiene una larga data en la tradición del pensamiento humanista y se le podría conceder que ha estado del lado de una política de la coexistencia pacífica. Cuando el imaginario de la tradición liberal propagaba la consigna de civilización o barbarie la solidaridad se trasformaba en política secular del cuidado por el prójimo y específicamente por los pobres. Esta política de solidaridad ha funcionado durante mucho tiempo como  dispositivo de compensación de las clases acomodadas. Se trata de la conciencia pequeño burguesa del “me preocupo por los pobres” y, así, disfruto de mis privilegios de clase acomodada sin conciencia de culpa. La solidaridad de la conciencia burguesa es un dispositivo importante del proyecto civilizatorio de la sociedad capitalista.  Los siglos XIX y XX están marcados por la consigna civilizatoria de la solidaridad de las clases acomodadas hacia los pobres. No cabe duda que estas formas de conciencia se prolongan en nuestro presente neoliberal e incluso la solidaridad puede aparecer como un dispositivo del poder del Estado para salvar empresas del sector privado. La solidaridad humanista moviliza el cinismo que contribuye a los sistemas de acumulación del capital.  Estar  fuera o dentro del patrón solidario de la civilización es estar inscrito en el privilegio de una solidaridad abstracta. Habría una solidaridad distinta, aquella que está vinculada a los afectos y a las posibilidades de ser afectado o modificado por la afectividad del amor genuino a los otros, a las diferencias, es decir,  a  la mundanidad de los mundos plurales. Esta solidaridad hoy no puede estar disociada de la revuelta social porque la revuelta es un movimiento de solidaridad profundo y transversal. Se trata quizá del primer movimiento de desobediencia civil en que la solidaridad de los mundos plurales coincide con el cuidado del cuerpo social. En otras palabras, la solidaridad como materia afectiva y no como objeto de expiación de la culpa  coincide con la preocupación por los otros, con el cuidado de los otros. La solidaridad que pone en marcha la desobediencia civil en Chile es posthumanista porque ha dejado de ser una abstracción de las clases acomodadas. Lo hemos visto en La Primera Línea, en los grupos juveniles de raperos, en Mon La Ferte… Lo hemos visto en el conjunto de paramédicos, enfermeras y enfermeros que han dado atención y cuidado a los y las manifestantes, en los artistas, en los estudiantes, en los ancianos que sin miedo han ido a Plaza Dignidad. Tu tienes razón en identificar el poder con la barbarie porque este (el poder) no ha dejado de producir formas catastróficas de civilización en nombre de la expulsión de la barbarie, del desarrollo y del progreso. En esta compulsión el poder ha consumado una política de la barbarie neoliberal en la que podríamos desaparecer como civilización. Hoy el cambio climático, el agotamiento de recursos vitales como el agua potable y la pandemia de Covid 19, así como todas las reivindicaciones de la revuelta social del 18 de octubre, despejan el cielo borroso de los años de la Concertación y la Nueva Mayoría. El neoliberalismo es el mal radical de nuestro presente y como tal su Estado y sus instituciones nos ponen en riesgo de muerte. Este peligro es esta vez transversal. En un registro siniestro, el Covid 19 democratiza la muerte porque esta vez no son solo las clases sociales más desposeídas las que padecen la posibilidad del contagio y el riesgo de muerte —aunque debido al sistema de salud y al modelo constitucional lo que en Chile no es democrático es la “cuidadocracia”. Los que se pueden cuidar del contagio o ser atendidos en caso de problemas respiratorios  con ventiladores de alta tecnología no son las clases trabajadoras ni los más vulnerables, sino los grupos sociales acomodados. Quizá, el único principio civilizatorio y de solidaridad afectiva fértil que tenemos es la siguiente consigna: revuelta social o barbarie desde el cuidado del otro y en resistencia civil a las políticas cínicas del control securitario.  

Valor de la vida: Nunca se preocuparon por los niños, los adultos mayores, los reos, incluso los condenados por delitos de lesa humanidad ante el congreso o a Iris le temen a la muerte. ¿El asesino siempre trata de aparentar bondad? ¿Qué rol le da el gobierno de Chile a la vida? ¿La violencia es una enfermedad social frente a los abusos? ¿Vigilar y castigar?

En La ciudad de Dios, libro que compré junto con las Confesiones hace años cuando comencé a trabajar con los textos del filósofo argentino León Rozitchner, me impresionó la referencia a la justicia que hace San Agustín. Los reinados sin justicia, dice Agustín, son como pandilla de criminales. Hay también una teoría del liderazgo porque él cree que una pandilla es un grupo de hombres bajo el comando de un líder. Después de informarnos de estas definiciones nos relata una anécdota. Un pirata ha sido capturado por Alejandro Magno. El emperador le dice al pirata si le parecía bien tener el mar infestado con sus piraterías. El pirata sin tartamudear le responde: lo mismo que te parece a ti tener infestado todo el orbe: solo que a mí por piratear con un pequeño barco me llaman ladrón y a ti por piratear con una imponente armada te llaman emperador. Aunque nos guste más el pirata, en ambas posiciones hay ausencia de justicia. En ambas hay composición  de  una pandilla. El Estado neoliberal es el lugar en que la justicia y la posibilidad de que ella ocurra dentro del marco jurídico se ha retirado completamente. La retirada de la justicia abre paso a la desvalorización de la vida. El neoliberalismo es precisamente eso; la desvalorización brutal de la vida porque el conjunto de sus máquinas que van desde la subjetividad molecular del emprendedor individual hasta la subjetividad cínica del médico de clínica privada que devalúa la vida cuando decide subordinar el cuidado médico al valor del dinero. Por muy engorrosa que sea la discusión filosófica sobre la cuestión de la biopolítica, me atrevo a decir que el neoliberalismo no es en ningún caso un Estado biopolítico. Por lo contrario, el neoliberalismo es el estado avanzado de la necropolítica y, en efecto, Chile es en América Latina el paradigma más exitoso de Estado neoliberal. Las  formas en el Estado chileno han articulado una política de la muerte con un régimen de acumulación de capitales que no tiene precedentes en ningún otro país de la región. La consumación necropolítica del neoliberalismo se ha expresado de manera muy fuerte en la producción y dominio de los lugares de encierro como técnica de aniquilamiento, tortura, vigilancia y control de la población. El campo de concentración de Tejas Verdes y el Estadio Nacional, por dar solo un ejemplo entre muchos más, fueron las primeras y más visibles formas del control necropolítico del neoliberalismo chileno en su fase de terror y violencia. En su fase de simulacro democrático tienes desde La Oficina, órgano creado por la Concertación para el aniquilamiento y el encierro de grupos de ultra izquierda hasta el infanticidio que en los recientes años hemos conocido como el infierno del SENAME. A esta lógica necropolítica del castigo y la vigilancia de la población se acopla, lo que quizá sean los dos pilares más importantes del modelo neoliberal: la vampirización y transformación de la vida de trabajadores y trabajadores a partir del sistema de AFPs y el robo de las potencialidades intelectivas y de imaginación de los estudiantes a través del lucro en la educación.  El Estado en Chile ha sido desde sus orígenes una institución sin justicia. Pero desde 1973 hasta el segundo gobierno de Sebastián Piñera, es decir, el actual gobierno, su aparato de poder se ha consumado como un instrumento criminal al servicio de la desvalorización de la vida y la valorización de la acumulación de capital-dinero. Sin embargo, no diría que el gobierno de Piñera es el único responsable de la ausencia o retirada de la justicia en la sociedad chilena. Es muy probable que más temprano que tarde el Sr. Piñera y su gabinete deba comparecer ante tribunales por violación de derechos humanos y por su responsabilidad directa en las más de 30 muertes que ha dejado el excesivo y criminal actuar de la institución policial de Carabineros. No hay duda de que los que han sido mutilados en sus ojos, violentados y torturados por la policía de carabineros, a vista de todo el mundo, deberán en algún momento componer hoy la demanda infinita de justicia. En Chile, la demanda de justicia es lo que está entrelazado a eso que la revuelta social ha llamado la dignidad. Esta se ha expresado en varias consignas y, quizá, la que mejor capta el hecho de que la dignidad es una política de valorización de la vida y, al mismo tiempo, un movimiento interno del clamor de la justicia social, es la que llama a luchar “hasta que la dignidad se haga costumbre”. Esta consigna conmueve porque revela que el movimiento de protesta está arraigado en la valorización de la vida frente a un Estado criminal. Por eso, si queremos ser verdaderamente fieles al espíritu de la revuelta del 18 de octubre y al movimiento de desobediencia civil hay que rechazar la cuarentena como estado de inmovilidad política, es decir, como imposición de una política de control de la población. No digo que no haya que hacer cuarentena, digo que la cuarentena debe hacerse al interior del espíritu que la revuelta social ha abierto como posibilidad de otro mundo, de otro Estado, de otras instituciones a imaginar.                 

Si se respetara la libertad de expresión no habría crisis de legitimidad.  ¿Debe haber más de una voz oficial? ¿Qué papel juegan las redes sociales?

La pandemia del Covid19 y la revuelta social en Chile han tensado tanto a la oficialidad de los medios de comunicación como a las redes sociales. La comunicación es por decirlo así un campo de batalla, una lucha permanente por la circulación de significantes, es decir, por el derecho a la información. Que Chile esté atravesando por dos hitos excepcionales hace proliferar las estrategias por el control de la comunicación. Las redes sociales han permitido una cierta democratización de lo que se comunica y es comunicado. Pero no creo que puedan competir con el control y poder de la televisión y, sobre todo, con los modos en que este medio de comunicación produce efectos de verdad y, por lo tanto, efectos de opinión. La televisión es sensacionalista y publicitaria y sabe desde hace mucho del poder que tiene el uso y la circulación de la información. La pregunta por la libertad de expresión y la legitimidad es la pregunta por quienes controlan los medios de comunicación. Este control se da de manera desigual. No es lo mismo el muro del Facebook de un amigx inteligente que según la lógica algorítmica opina al interior de una comunidad virtual más o menos homogénea en sus modos de percibir el mundo, la política, la cultura, el tema de las diferencias, al poder que tiene Televisión Nacional de Chile y su periodismo de pacto oligárquico. La desinformación en este país es indisociable de la estructura publicitaria y neoliberal, es decir, es indisociable de la subjetividad cínica y publicitaria del comercio comunicacional. No lo digo solo por el acierto de la consigna “el mercurio miente”, sino también por el hecho de que toda la prensa alternativa que intenta resistir la lógica neoliberal de las comunicaciones no cuenta con los recursos y la cobertura como para hacer posible tanto la libertad de expresión y el derecho a informarse de manera confiable. En otras palabras, la liberad de expresión es una moneda cambiaria que oscila generalmente en beneficio de la información pactado con el orden del capital. Para que la libertad de expresión no sea solo un refugio lisonjero de los valores del liberalismo burgués y pueda componer  los criterios de razonabilidad, verdad y transparencia que se merece la sociedad civil habría que democratizar y nacionalizar como mínimo la televisión pública y, sobre todo, velar porque su estructura comunicacional no se subordine a los intereses del capital privado. Las redes sociales no están ajenas ni son una isla en el mar de las bondades de la comunicación. De hecho, siempre están intervenidas bajo el imperio del algoritmo, la selectividad de las comunidades virtualizadas o la corrupción de los gobiernos que pueden falsear cuentas y agitar verdades a medias. También tienen el peligro de producir lo que Daniel H. Cabrera llama vidas apantalladas. El apantallamiento en las redes sociales o en plataformas digitales no informa ni crea estados de proximidad con el pensamiento ni con la afectividad del que se duele. Si pensamos en la frase del idiota que ha sido capturado por el sensacionalismo de una noticia y dice “¡Prende la televisión!” nos deberíamos dar cuenta de que el imperativo del idiota es el llamado a apantallarse. El imperativo de la frase que urge a la disposición de apantallarse no solo es reaccionaria e irreflexiva es también la frase del idiota que, en su desafección, no desea resistir, pensar o imaginar más allá del morbo de la pantalla. Esto que ocurre con la televisión también ocurre con las redes sociales porque éstas no siempre están a distancia del sensacionalismo, de la propagación del miedo con el que mediáticamente se desatan toda clase de virus que hacen imposible una comunidad informada en la comunicación, la cual es sin duda imposible en contextos donde solo prima la oficialidad de la voz publicitaria de la vigilancia, el control y la publicidad.

De una herida lo que importa es la cicatriz. ¿La izquierda está sacando conclusiones de estos dos fenómenos: la pandemia y la revuelta?

La metáfora de la herida y la cicatriz es tan acertada que inmediatamente me asaltan imágenes de la historia del horror: la del Palacio de la Moneda en llamas, la de los militantes de partidos de izquierdas que fueron lanzados al mar, la inmolación de Sebastián Acebedo, la crueldad del asesinato de Natino, Parada y Guerrero, el asesinato de los hermanos Vergara, entre muchas otras. La crueldad de los años de la dictadura no cesó con la llamada transición a la democracia. El estado neoliberal prolongó las formas del horror en la articulación de lo que Clement Rosset llama “el principio de crueldad”. El principio de configuración de la sociedad chilena desde el plebiscito de 1989 hasta nuestros días ha sido el de un permanente despliegue del principio de crueldad.  Si hubiese que pensar en la genealogía democrática de este principio habría que decir que comenzó con la creación del “Consejo coordinador de seguridad pública”, es decir, con la creación de La Oficina a principios de los años noventa. Como institución que debía asegurar la seguridad pública contra el “terrorismo” de una exaltada izquierda para tiempos democráticos. La Oficina condensa la historia del comienzo del terrorismo de Estado articulada, esta vez, por la inteligencia de la izquierda. Esta instancia fue dirigida por militantes de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista y desmanteló prácticamente a todos los sectores de la izquierda más radical que habían sido centrales en la conquista de los derechos democráticos. ¿Cómo los desarticuló? Empleando ex agentes de la DINA y CNI e implementando los mismos métodos de la dictadura para aniquilar a los “terroristas”. El principio de crueldad es puesto en marcha para velar por el espacio de la democracia. Pero una democracia que siguió prolongando las instituciones del horror de la dictadura, cambiando las formas y blanqueando, por ocultamiento o estrategia publicitaria, el terrorismo de estado. Sin ese principio no podría haber detenido la barbarie neoliberal. El dispositivo de la democracia ha suplementado la prolongación y radicalización del principio de crueldad en el que se sostienen las instituciones de la democracia neoliberal. La crueldad de los infanticidios en el SENAME se prologa en el ancianicidio del sistema de pensiones. A través de las instituciones neoliberales, el principio de crueldad de la sociedad chilena aparece como la articulación completa de la degradación de la vida infantil hasta la vejez. Entre medio de esos dos pilares que deben sostener la diferencia entre crueldad y civilización, están todas las otras instituciones (educación, derechos laborales, vivienda, salud). Estas instituciones, reproducidas y resguardadas por la clase política en estas últimas tres décadas, constituyen el lugar de usufructo del trabajo de chilenas, chilenos, inmigrantes, mujeres, niños, diferencias sexuales y étnicas. ¿Por qué puede ser legítimo usufructuar, explotar, extraer plusvalía del trabajo de los otros? La revuelta social del 18 de octubre sabe que la respuesta se halla en el simulacro de la legitimidad de la constitución de 1980. Por lo mismo, no estoy seguro si esas heridas que dejó el golpe de 1973 han cicatrizado. Si lo hubieran hecho no habría en nuestro país historia de la insubordinación de las clases media y popular. Tengo la impresión de que las heridas no van a cicatrizar en las manos de la tradición de la izquierda que puso en marcha la crueldad de las instituciones democráticas heredadas de una constitución ilegítima y antidemocrática. La izquierda tradicional del viejo sistema de representación de partidos políticos mantiene las heridas abiertas porque no estuvo a la altura de las demandas por restitución de la justicia social que emanaron de las jornadas de protestas durante la dictadura y mucho menos está hoy a la altura de la demanda de justicia de la revuelta social. La izquierda que ha sido gobierno durante los 30 años que señala la consigna “no son 30 pesos, son 30 años” no puede conducir el descontento, el malestar social y subjetivo que expresa la desobediencia civil de la revuelta. Por eso, no sé qué consecuencias puede estar sacando de la pandemia y de la revuelta que no sean las de contener la trasformación de raíz de un modelo económico y de una vida cívica y social que, inscrita en el principio de crueldad, favorece a la oligarquía nacional e internacional. Al mismo tiempo, favorece a la clase política que teme perder los privilegios que le da una vida parlamentaria basada en el lucro de la política. Si la revuelta social sospecha de la clase política es porque esta no tiene ni el carisma ni la legitimidad para trasformar el modelo neoliberal. Una izquierda que participa de la reproducción neoliberal podría estar sacando conclusiones erradas de la pandemia. Por ejemplo, podría estar pensando en volver a atar el pacto que ha tenido con las instituciones que lucran con la educación, la salud y el sistema de pensiones y que la revuelta social ha hecho difícil de sostener. Cuando empiecen a morir cientos y, quizá, miles de ancianos y ancianas, jóvenes y no tan jóvenes vulnerables al coronavirus; cuando los hospitales no puedan cubrir las necesidades de los que ingresan con problemas respiratorios y empecemos a padecer la impotencia de una sociedad en el que la “cuidadocracia” está privatizada y el derecho a los ventiladores es solo para los más acomodados; entones volverá una y otra vez el mar de cuerpos desobedientes a interrumpir el principio de crueldad del estado neoliberal. La única conclusión, a la altura del clamor por la dignidad y el derecho de vivir en paz, que debería tener la izquierda en el gobierno es que la pandemia vaya a radicalizar el conflicto.  La sociedad civil sabe que las medidas de control social y policial usadas por el gobierno no tienen un propósito de sanidad pública, no están basadas en el cuidado de la población. La provocación del presidente Piñera de ir a sentarse a Plaza Dignidad es la constatación más clara de que el gobierno vive la pandemia de Covid19 como un arma para sofocar la revuelta. Sin ir más lejos, no ha tenido ninguna sensibilidad con los más de dos mil presos políticos (casi todos niñas y niños adolecentes) que han sido encarcelados por resistir el principio de crueldad del modelo económico en Chile.

Impresiones comunes sobre lo indistinto // Alfredo Aracil  

 “Durante las crisis, una epidemia social que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de repentina barbarie: diríase que el hambre o que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio”. 
Karl Marx: El Manifiesto Comunista.

Son varios los textos donde el filósofo francés Georges Batallile define lo sagrado como lo que se niega a ser abstraído del mundo como totalidad: una sabiduría y un estado de resonancia que, aceptando la muerte como experiencia y condición común, en su grado más intenso, puede desembocar en la locura. Dice Bataille: “…si lo sagrado, lejos de ser asible, como lo son los demás objetos de la ciencia, se definiera como lo que se opone a los objetos abstractos -a las cosas, a las herramientas, a los elementos captados distintamente-, al igual que se les opone la totalidad concreta… El mundo de lo sagrado es un mundo de comunicación o de contagio, donde nada está separado.”.

Palabras oraculares para un tiempo suprasecular, con el Papa en aislamiento preventivo y obligatorio, oficiando misa en una plaza del Vaticano desierta. Hoy que nada debería ser urgente, en un mundo que sin embargo no cesa, donde las invitaciones a plataformas de teletrabajo proliferan más rápido que los contagiados por el virus y el tiempo avanza impasible, al ritmo que se actualizan los datos de muertes e ingresados.

La separación y el miedo al contagio, en todo caso, vienen de lejos. Desde los albores de la modernidad, el arte de gobernar no es otra cosa que el arte de reunir y separar: un tratamiento extensivo y espacial que busca inmunizarse de un persistente miedo a lo común y la comunidad por medio de   prohibiciones, muros y fronteras que distribuyen las relaciones entre poblaciones y mercancías. Para la forma de soberanía que se impone en el siglo XV, tras un proceso paralelo de concentración de poder y acumulación de capital, en los deseos igualitarios, en las zonas de indiferencia y en los bosques comunales se esconde la amenaza del colapso civilizatorio. De modo que el terror a lo indistinto, a la parte idéntica, habría servido a la vez de causa y efecto a la profecía auto-cumplida del hombre que es un lobo para el hombre, la razón de una competitividad biológica y del miedo a ser asesinado por una multitud violenta que ambiciona la totalidad de lo que uno tiene.

En Violencia y comunidad, Roberto Esposito lleva a cabo un análisis histórico de las sombras que la filosofía política ha proyectado sobre la comunidad originaria, donde se esconde el enemigo interior y acecha nuestro igual: “la violencia no sacude a la comunidad desde el exterior, sino desde el corazón mismo de eso que es común, quién mata no es un extranjero sino un miembro de la comunidad”. Es decir, para los que hacen leyes de su voluntad y dibujan a golpe de interés los mapas políticos, lo verdaderamente aterrador no es nunca lo diferentes que somos entre humanos, sino el paquete de percepciones y modos de sentir que compartimos, la igualdad entre nuestros instintos y lo que, en definitiva, se parecen nuestros deseos. De modo que lo indistinto y la relación de dependencia ambiental que estructura cualquier forma comunitaria de vida, en la cual los sujetos logran su individuación tomando de un medio común los medios para su propia evolución, son los enemigos naturales que el poder enfrenta en su lucha por la distinción y la supremacía de sus privilegios. 

Ahora que las fronteras están cerradas y que cruzar varias calles en busca de medialunas se parece a una travesía por un no man’s land, los terrores y esperanzas que convoca lo común vuelven a tomar un lugar central en las discusiones políticas. Para empezar, que el virus no tenga ni ojos ni piel oscura, como apuntaba Santiago Alba Rico, unido al hecho de que los potenciales portadores sean nuestros vecinos y de que detrás de la trasmisión no se oculten intereses de clase, hace realmente difícil que la pandemia pueda ser catalogada o bien como un agente revolucionario venido para acabar con el capitalismo o bien como un argumento en el discurso racista de la nueva derecha. Su carácter acelular y no-humano invalida, por lo tanto, que pueda recibir el calificativo de “extranjero”. Así, independientemente de su origen y de su naturaleza viajera, sin otro devenir que la propagación, el virus desnuda un plano de sentir todavía más común que la ideología, la condición vulnerabilidad que resulta de vivir expuestos a fuerzas y contingencias que, en cualquier momento, te pueden matar.

Continua Roberto Esposito: “lo que empuja a la comunidad al remolino de violencia es precisamente la indiferencia, la ausencia de una barra diferencial que, distanciando a los hombres, los mantenga a salvo de la posibilidad de la masacre”. Que es, en definitiva, el objetivo de las distintas medidas de aislamiento que se han adoptado: frenar el contagio haciéndonos guardar las distancias, separándonos por la vía de la inmunización general. Evitar el contagio, al parecer, es mantener a las personas a más de un metro de distancia. No tocar. “Nos tenemos que acostumbrar a estar más anchos”, según un miembro de la OMS. Una vez más, como sucedió con la peste, la orden es compartimentar y encerrar a los cuerpos para neutralizar su naturaleza y su potencia indistinta. Monitorizar los consumos y ser capaces de predecir mejor las posiciones relativas, librándonos de paso de peligros que en un futuro no muy lejano parecerán reliquias de un tiempo barroco por lo táctil y sensual. Reducir el espacio público y los flujos humanos indeseables. En definitiva, acabar con las zonas de ambigüedad semiótica, prolongando la crisis de presencia que ya vivíamos. En este nuevo régimen sensible-profiláctico, la incertidumbre y la soledad se reproducen a pesar de la banda ancha y de las fiestas online, haciendo tambalearse la base de solidaridad y empatía que, a lo largo de la historia, animó proyectos utópicos de vida comunitaria y otros movimientos sociales de carácter internacionalistas.

Vuelve, en un inesperado giro biopolítico, la razón primera del contrato que legitimó el poder soberano, en la génesis de los estados-nación: garantizar la vida de algunos súbditos y desatender a otros, dejarlos morir. Para ello, se adecuan los modos de producción a las costumbres sociales, al nuevo régimen moral, minimizando los intercambios afectivos y las relaciones sensibles entre la población sana, controlando hasta los gestos más instintivos, como llevarse las manos a la cara. Mientras, del lado de los que van a morir, están los ancianos y los vulnerables, la gente con problemas de salud. Aparecen en las portadas de los diarios: abuelos, abuelas y muchas personas dependientes a los que antes la medicina procuraba una vida más larga, pero igualmente miserables, concentrados en desatendidas residencias de mayor y otros establecimientos públicos menguados de servicios a consecuencia del cierre del estado de bienestar. Sí, exactamente, la parte enferma, frágil e improductiva que, para la cultura neoliberal de optimización y austeridad, era poco más que una carga. A su lado, están las personas que trabajan sin contrato, y no hablo de la clase media precarizada que está encerrada en su casa, delante del ordenador. Pienso, por ejemplo, en los repartidores de Glovo y otras empresas esclavistas que sin descanso y sin seguro médico, como hormigas, cruzan a diario La Zona en sus bicicletas, aquellos y aquellas que a riesgo de caer enfermos “voluntariamente” han decidido continuar su actividad económica. Y al final de todo, olvidados e invisibles, las personas que tiene su casa en la calle. Con la policía y los militares pidiendo documentos en todas las esquinas, por fin comprendemos lo que para ellos y ellas es la experiencia más común y cotidiana, la indefensión y la arbitrariedad que sienten cuando son hostigados en el ejercicio de su trabajo o cuando simplemente están buscando un lugar para dormir.    

Esto y mucho más es lo que podría decirse del estado de excepción que nos envuelve, y de lo rápido que las personas nos habituamos a cualquier modo de normalidad, no importa lo distópica o grotesca  que sea. Si queremos entender las escenas de violencia machista que se reproducen estos días, las denuncias por romper la cuarentena o los insultos a discapacitados que se lanzan desde los balcones en algunas ciudades españolas, es recomendable no menospreciar al fascista que vive en nuestro interior, a esa parte de nosotros que en la playa echa de menos la oficina, la parte de uno mismo que prefiere la servidumbre a la rebelión.

Ahora bien, no me gustaría insistir más en los argumentos macro-políticos que muchos están manejando mejor que yo. No quiero volver sobre la militarización de la vida cotidiana, sobre la aplicación en nuestras comunidades de restricciones de circulación que antes, alegremente, eran aplicadas a las personas migrantes, ni tampoco sobre lo extendido y sofisticado de los métodos protésicos de vigilancia y control cibernético. Más interesante me parece pensar la crisis en relación a los procesos del sentir que consume y alimenta. Esto es, detenerse en la angustia sin objeto que suscita el encierro, pero también en el vitalismo que puede despertar. Actualizar y profundizar en dudas. Cuando baja el telón y la extraña lucidez del cautiverio permite percibir con claridad los mandatos exteriores y las exigencias autoimpuestas, la esclavitud disfrazada de diferencia y novedad que se camufla en la naturaleza indistinta de la existencia que llevamos antes del secuestro, como dice un amigo.

Pienso en la separación y en la cuarentena como algo para lo que inconscientemente nos venían preparando. Lo mismo que sucede en las cárceles, el encierro sigue siendo una práctica habitual en muchas instituciones. Sin ir más lejos, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires, son varios los alojamientos para personas con padecimiento mental que albergan en torno a unas 1.000 personas. ¿Cómo lo estarán viviendo allá? Sería fácil decir que, antes del aislamiento, esta forma hospitalaria de privación de libertad amparada por leyes preludiaba las ansiedades que ahora sufrimos, confinados en nuestras casas y alejados de nuestros amigos y familiares por no sabemos cuánto tiempo, sujetos-sujetos  a reglamentos y normas de higiene que no alcanzamos a comprender y que, como ocurre en los manicomios, se legitiman en objetivas razones médicas.

Para los autónomos subproletarios y cosmopolitas que trabajamos en casa, no hace demasiado, salir a una reunión, ir a dar una clase, boxear en el club o ir al supermercado eran actividades que venían a romper la monotonía general de largas jornadas de más de diez horas delante del portátil, donde trabajar no era muy distinto de vivir (mal). Para no pensar que uno estaba perdiendo el tiempo, todo tenía, de algún modo, que responder a una utilidad. Estar vivo era lo mismo que participar de un proyecto de atribución personal y profesional. Incluso el cuidado de uno mismo respondía a esa lógica miserable. También salir a bailar, tomar cerveza con las amigas o tener sexo sucedía en espacios y dispositivos de socialización fuertemente tecnologizados, claramente atravesados por el cálculo y el interés empresarial.

Pero no quisiera moralizar. No seré yo quien critique a los que piensan que trabajo y placer pueden ser compatibles. Lo que estoy tratando de expresar es otra cosa. Desde hace días no dejo de pensar cómo las determinaciones soberanas y la voluntad propia, bajo la bandera de la libertad y el pretexto del desarrollo individual, respondían a métodos disyuntivos que producían la ilusión de vivir una forma de totalidad. Quererlo todo. Poder siempre más, de forma literal. Eso sí, una totalidad por completo profana, donde todo es intercambiable y todo parece lo mismo, donde la vida en comunidad está orientada a valorizar y valorizarse en términos económicos. Como escribe Guy Debord en La sociedad del espectáculo, vivimos en una forma de sociedad espectacular que reúne lo separado como separado, en una comunidad de individuos sin comunidad.  

En la Avenida Córdoba, Buenos Aires, de camino a sacar dinero, me topo con un cartel publicitario de Movistar. En azul corporativo, una tipografía cosmopolita enumera ofertas y beneficios para PYMES. Pantalones y chaqueta, look juvenil, ejecutivo: la mujer de la imagen ni va envejecer ni va a enfermar nunca. Inmunizada por el progreso técnico, es parte de esa comunidad sin comunidad. Trabaja sola aunque conectada, en su propia jefa en una empresa que no necesita trabajadores. Unos metros más adelante, un anuncio del Gobierno de la Nación, también en azul, recuerda que no estamos de vacaciones. Lo confirman los helicópteros a la mañana, así como los parques infantiles vacíos a la tarde, cuando bajo a pasear con el perro. Aunque de fondo se escucha un rumor: de repente, es imposible abstraerse de la sensación de que todos los días tienen algo idéntico. Un día festivo muy largo que empieza temprano, cuando tras leer las noticias en el celular y recordar que no es posible salir a tomar el aire, se precipitan las ganas de esconderse bajo las sábanas y cerrar los ojos. No salir de la habitación. Encerrarse ¿voluntariamente?, como la segunda semana de unas vacaciones con toda la familia, ya indistintas de una pesadilla.

El virus, por lo demás, a pesar de las nuevas tecnologías somático-políticas que nos protegen, propaga terrores viejos. Porque las fiestas, cuando son celebras con la seriedad de los antiguos, en el sentido sagrado que Bataille les otorgaba, siempre tienen como horizonte posible “esa parálisis que deriva del miedo”. Ocurría, por ejemplo, en los fines de semana totales que la generación de los años noventa disfrutó bailando en éxtasis. En cualquier momento, algo podía torcerse, algo podía salir mal. Por eso, para un instante mayor de placer absoluto, había que estar pendiente de los amigos y las amigas, había que cuidarse entre todos. Esa era una de las pocas reglas de las familias transitorias del universo rave. Ahora, superada y detenida, nuestra realidad parece haber tomado otro tipo de cariz terrorífico, igual aunque distinto del que presidía juegos y fiestas rituales. Porque a pensar de lo disminuido e higiénico de las fiestas-simulacro que se organizan en sitios web como ZOOM, lo está en juego es cómo queremos vivir la vida y no sólo por el hecho de que, en efecto, te puedes enfermar.

Una última cita de Bataille: “A fin de permanecer con vida, perder lo que constituye el sentido de la vida es lo que anuncia la soberanía del trabajo, que subordina todas las cosas al miedo a morir”. Sus palabras no pueden ser más actuales. Lo pienso mientras veo fotografías en Instragram de una amiga posando en su cuarto, muy cool, frente a su ordenador Apple, como estoy yo ahora mismo, indiferente al silencio de la calle, produciendo contenidos para tratar de rentabilizar el encierro, deseando volver cuando antes a la normalidad, como si nada hubiese pasado.

Y sin embargo, recuperar el sentido de la vida debería ser algo más que recuperar la normalidad. Podríamos, tal vez, en esta suspensión de la realidad, dedicar tiempo a escuchar nuestros malestares persistentes y reflexionar sobre la vida que deseamos llevar. Y así caer en la cuenta, en primer lugar, de cómo nos está costando saber, por ejemplo, si estamos más asustados por el miedo a la muerte o por la culpa que nos da esta distraídos y no poder rendir. Puede, incluso, que exista una tercera opción. Y sea posible, frente al vacío, experimentar la crisis como una lupa que profundiza el miedo que produce darse cuenta que de no nos vale con la existencia modelada que, bajo la forma de cuarentena blanda y falsa totalidad, llevábamos semanas atrás.

Son más de tres semanas paralizados por un asombro muy poco filosófico, cuando en realidad lo sorprenderte es, parafraseando a Wilhelm Reich, que ante la extrema desigualdad y la pobreza que vive el mundo, los estados de excepción, las crisis de gobernanza y la muerte a gran escala no constituyan la norma. Más de tres semanas, decía, y seguimos sin ser capaces de imaginar ejercicios y programas de vida para inventar un futuro mejor. Es gracioso cuando nos pregunta qué es lo que queremos hacer cuando esto termine, como si un día, sin más, se fuera a terminar la dominación que soberanamente nos hemos impuesto. Mientras la historia tiene lugar, nos limitamos a organizar la rutina. Participamos de clases de yoga y ejercicios espirituales online, hacemos cursos de Deleuze, tutoriales de gimnasia guiados por cuerpos blancos y musculosos y aprendemos a cocinar platos exóticos. “En casa encerrada, las horas pasan más rápidas y, aun teniendo todo el día por delante, no tengo tiempo para nada”, me confiesa una amiga. “Me está constando concentrarme”, me dice otra. El cuerpo se rebela y el deber de mantenerse ocupado y productivo, que pensábamos dependía de la voluntad, se ve anulado. Queremos no ser aguafiestas. Ni hablar de regalarse un momento para frenar, bloquearlo todo y pensar qué es lo que en verdad deseamos hacer.

Frente a un escenario que hace ridículo el lema-movilización de la generación J.A.S.P, vivo “entre casa y la oficina”, me vuelve como un fantasma una imagen de hace años. En un piso del madrileño barrio de Las letras, en una habitación de no más de 10 m2, veo la cama individual de un amigo pegada contra el escritorio. Presidiendo la escena, un ordenador de mesa y una pantalla plana sobre varios libros gordos. El borde de la silla ergonómica que usa para trabajar, literalmente, se mete por las sábanas. Por si necesita echar una cabezada a lo largo de su jornada laboral, por si sobreviene la fatiga… Ahora lo entiendo. No se trataba de una imagen costumbrista post-universitaria, ni tampoco de una estampa propia del mundo de las instituciones totales, antes de las sociedades de control. Era una visión: era el futuro mismo, la apoteosis del programa pastoral extendido, la célula-celular, el se-alquila-monoambiente-tipo-loft.

Si es que por un momento somos capaces de frenar la máquina neurótica y su incesante producción de necesidades, este cotidiano que se ha impuesto de manera externa, tan nuevo pero tan indistinto, visibiliza un suelo de sumisión: el terror al sinsentido de una existencia atravesada por la falta y la aspiración, a una vida sin más mundo y sin más totalidad que los audios y los e-mails por recibir y contestar.

Como el obrero que no puede más y se niega a producir más en el círculo de valor que le separa de lo que produce y le produce, me pregunto si es posible romper el código, romper con cierto modo de ser uno mismo. Sentir la crisis y experimentar la cercanía de la muerte no como algo excepcional que nos distrae, sino como un instante sagrado e intempestivo que agudiza nuestra sensibilidad común, como lo que permite la recuperación de cierta esfera de soberanía a la vez personal y colectiva. Y no solo para articular una cadena de causas y efectos que expliquen lo que está pasando. Necesitamos más prácticas, menos sistemas y menos teoría general. Son momentos para escurriese en las inquietudes, para llevar a cabo un movimiento hacia adentro que permite sentir las intensidades de esta curiosa forma de angustia final de mundo, como la llama otro amigo. Y por qué no, para enloquecer un poco y alucinar otras experiencias de existencia. Cambiar obligación por deseo. O mejor, introducir el deseo en la  producción, entregándose a esa extraña fuerza que prevalece y es capaz de transformar la realidad. Pareciera que tenemos tiempo, incluso, para darnos el lujo de confundirnos, que nunca será lo mismo que vivir confundidos.

Como si fuera ayer. Crónica de la psicodeflación #3 // Franco «Bifo» Berardi

Parte #1 // Parte #2 // Más allá del colapso

26 de marzo

Nieve. Me levanto a las diez de la mañana, miro hacia afuera, el techo es blanco y la nieve es espesa. Las sorpresas no terminan. Nunca se agotan. 

Un artículo de Farhad Manjoo habla de un tema perturbador, inquietante, casi incomprensible: la falta de material sanitario, como máscaras y respiradores. Es un asunto que obsesiona a los trabajadores de la salud estadounidenses e italianos.

¿Cómo es posible? Manjoo, que generalmente habla sobre temas tecnológicos, ahora se pregunta cómo es posible que en un país ultramoderno, el país más poderoso del mundo, donde se producen aviones invisibles que pueden correr a velocidades supersónicas y atacar sin ser vistos por los sistemas antiaéreos del enemigo, no sean capaces de proveer máscaras para todo el personal médico, paramédico y para los físicos que están comprometidos en acciones de salud masivas para salvar a la mayor cantidad posible de personas de la muerte.

La respuesta de Manjoo es tan simple como escalofriante:

«Los motivos por los que no contamos con el material de protección implican un conjunto de patologías propias del capitalismo, específicamente, estadounidense: la atracción irresistible por el bajo costo de la mano de obra en países extranjeros, y el fracaso estratégico causado por la incapacidad de considerar las vulnerabilidades que esto conlleva».

La cuestión es que el 80% de las máscaras se producen en China. Ninguno de los países que profesan la teología del mercado y la competencia las producen. ¿Por qué hacerlo si pueden invertir en productos que generan grandes ganancias? Los objetos de bajo costo los fabrican en países donde los costos laborales son muy bajos.

Manjoo escribe que en Estados Unidos solo tienen disponibles 40 millones de máscaras, mientras que se espera que los médicos necesitan 3 mil quinientos millones para enfrentar la epidemia en los próximos meses. Esto significa que la mayor potencia militar del mundo tiene el 1% de las máscaras que necesita. Las empresas que pueden ser capaces de producir este objeto simple y raro dicen que llevará unos meses activar la producción en masa. Suficiente para que el virus convierte a las grandes ciudades estadounidenses en hospitales.

Una teoría que circula en internet dice que el virus fue producido por el ejército estadounidense para atacar a China. Si ese fuera el caso, tendríamos que admitir que los militares estadounidenses son tipos bastante improvisados. Actualmente, existe la creciente sensación de que Estados Unidos será el país donde la epidemia causará mayor daño. 

 

27 de marzo 

A eso de las once de la mañana salí a la farmacia. Pasaron dos semanas desde la última vez que me fui de casa. 

Lloviznaba un poco perro tenía puesta una capucha negra que protegía mi cabeza. Caminé por Via del Carro, crucé la plaza San Martino, había una larga fila esperando frente al supermercado en Via Oberdan. Bajé por Via Goito, crucé por la increíblemente desierta Vía Indipendenza. Me metí por Manzoni, finalmente subí por Parigi y llegué a la Farmacia Regina donde había pedido los medicamentos para el asma y la hipertensión, que ya se me estaban acabando. Poca gente en las calles. En la puerta de la farmacia, había cinco personas esperando en la fila. Todos tenían máscaras, algunas verdes, algunas negras, otras blancas. Distancia de dos metros en una especie de baile silencioso.

La Unión Europea huele a podrido. Es el olor de la avaricia, propia de gente mezquina, inhumana. En el verano de 2015, todos fuimos testigos de la muestra de arrogancia y cinismo con la que desde el Eurogrupo se humilló a Alexis Tsipras, al pueblo griego y su voluntad expresada democráticamente, imponiendo medidas devastadoras para la vida de ese país. Desde ese momento, creo que la Unión Europea está muerta, también que sus los líderes del norte de Europa son unos ignorantes, incapaces de pensar y sentir.

La violencia que estalló contra los migrantes a partir de aquel año, acompañada por el cierre de fronteras, la creación de campos de concentración, la entrega de refugiados al sultán turco y a los torturadores libios me han convencido de que no solo la Unión Europa es un proyecto fallido, completamente fracasado, sino que la población europea, en su abrumadora mayoría, es incapaz de asumir la responsabilidad del colonialismo y, en consecuencia, está lista para aceptar las políticas de los campos de concentración, con el fin único de proteger su miserable prosperidad.

Pero hoy, en la reunión en que los representantes de los países europeos discutieron la propuesta italiana que proponía compartir el peso económico de la crisis sanitaria, han superado cualquier señal previa, cualquier mínimo de decencia.

Frente la propuesta de emisión de los llamados coronabonos o de recurrir a medidas de intervención ilimitadas que no resulten en deudas para los países más débiles, los representantes de Holanda, Finlandia, Austria y Alemania respondieron de manera escalofriante. Más o menos dijeron: posponemos todo por catorce días. Veamos si la epidemia afecta a los países nórdicos con la misma violencia con la que ha afectado a Italia y España. En ese caso hablaremos nuevamente. De lo contrario, no se habla en absoluto.

Estas no son exactamente las palabras pronunciadas por el holándes Rutte y sus compinches. Pero si son las razones de su aplazamiento. 

Boris Johnson dio positivo en su examen. Se contagió. También su ministro de salud. Sería de mal gusto reírse de las desgracias ajenas, por lo que voy a quedarme callado. Es suficiente con recordarles que hace unos diez días Johnson dijo: «desafortunadamente, muchos de nuestros seres queridos morirán», adelantando la teoría de que era de esperar que murieran medio millón de personas, para así poder desarrollar las defensas inmunes necesarias para resistir. Es la selección natural, la filosofía que el neoliberalismo thatcheriano heredó del nazismo hitleriano, la filosofía que ha gobernado el mundo durante los últimos cuarenta años.

A veces no funciona de esa forma.

28 de marzo

En la oscuridad azulada de una Plaza San Pedro inmensa y vacía, la figura blanca de Francisco se muestra debajo de una gran carpa iluminada. Habla con un pueblo que no están ahí, pero lo escucha desde lejos. Abre los brazos y extiende su mano sobre la columnata que abraza a Roma y al mundo. Dice cosas impresionantes, desde el punto de vista teológico, filosófico y político.

Dice que este flagelo no es un castigo de Dios. Dios no castiga a sus hijos. Francisco hizo de la misericordia el signo de su papado, desde las primeras palabras que dijo, después del ascenso al trono de Pedro, en una entrevista publicada en La Civiltà Cattolica .

Si no es un castigo divino, entonces, ¿qué es? Francisco responde: es un pecado social que hemos cometido. Hemos pecado contra nuestros semejantes, hemos pecado contra nosotros mismos, contra nuestros seres queridos, contra nuestras familias, contra los migrantes, los refugiados, los trabajadores pobres y precarios.

Después agrega que fuimos tontos al creer que podíamos estar sanos en una sociedad enferma. 

A las once de la mañana, mi primo Tonino, también médico, me llamó (¿ahora son todos médicos y yo nunca di cuenta?). Me preguntó cómo andaba, con esa voz siempre perturbada y jadeante, y me contó una de las bromas por las que siempre ha sido famoso en la familia: «qui gatta ci covid» [N.E.: Qui gatta ci cova significa “aquí hay gato escondido”]

29 de marzo

Peo es un amigo, un compañero, también es médico y ha sido mi médico durante muchos años. Varias veces se ocupó de mi mala salud. Siempre que fui a su clínica me encontré con una larga fila de pacientes de todos los tamaños y colores y esperé horas antes de ser recibido para luego revisarme y pronunciar diagnósticos profundos como poemas y precisos como su bisturí. Luego, vendrían propuestas de múltiples tratamientos libertarios. 

Cuando se jubiló, hace ya seis meses, se fue a Brasil, donde había ejercido su profesión a principios de siglo, con su pareja y sus dos hijos mayores. Hace unas semanas, de repente, regresó a Italia donde vive Jonas, su hijo menor que estaba a punto de recibirse en la universidad (finalmente se graduó, pero a través de Skype).

Peo había planeado irse un tiempo después, pero quedó atrapado. Está viviendo solo en un pequeño departamento en via del Broglio, y esta mañana se acercó mi ventana y me llamó desde abajo. Miré por el balcón y conversamos durante unos minutos. Después, se alejó trotando. 

Antonio Costa, el primer ministro de Portugal, realizó una conferencia de prensa para responderle al ministro de finanzas holandés, Wopke Hoekstra, quien durante el fallido Consejo de la Unión Europea del jueves pidió que una comisión iniciara una investigación sobre las razones por las cuales algunos países dicen que no tienen margen presupuestario para hacer frente a la emergencia del coronavirus, a pesar de que la Zona Euro ha estado creciendo durante siete años. Hoekstra no mencionó ningún nombre, pero la referencia a Italia y España era evidente, hasta ahora los países de la UE más afectados, como era clara hacia los líderes del «grupo de los nueve» que apoya la necesidad de los eurobonos. Lo que queda claro es que Hoekstra quiere un juicio contra los países donde la pandemia ha sido más dura. 

«Este discurso es repugnante en el actual contexto de la Unión Europea», dijo el líder socialista portugués en conferencia de prensa. «Y digo repulsivo porque nadie estaba preparado para enfrentar un desafío económico como vimos en 2008, 2009, 2010 y en los años siguientes. Desafortunadamente, el virus nos afecta a todos por igual. Y si no nos respetamos y no entendemos que, ante un desafío común, debemos ser capaces de una respuesta común, nada se ha entendido de la Unión Europea … Este tipo de respuesta es absolutamente irresponsable, es de una mezquindad repulsiva y perjudicial, que socava el espiritu de la Unión Europea. Es una amenaza para el futuro de la UE, si es que la UE quiere sobrevivir «. Costa finalizó diciendo que «es inaceptable que un líder político, de cualquier país, pueda dar esa respuesta».

Hoy recibí una carta por correo. Dentro había una postal sin firmar donde había una pequeña cantidad de hachís. Tal vez alguien lo mando después de leer mi diario de la psico-deflación donde dije que ya no tenía nada. De todo corazón, muchas gracias.

En los diarios aparece la foto de Edi Rama, presidente de Albania.

En un gesto de gran nobleza, envió treinta médicos de su pequeño país a Italia. Los acompañó al aeropuerto donde, rodeado de estos grandes muchachos vestidos con sus batas blancas, dio un discurso en italiano. Dijo que sus médicos, en lugar de quedarse en Albania como reservas, vienen aquí, donde más ayuda se necesita. Y también encontró una manera de agregar que los albaneses están agradecidos con los italianos (está siendo demasiado amable) por haberlos protegido y recibido en los años más difíciles y que, por lo tanto, están felices de venir y ayudarnos a diferencia de otros que, a pesar de ser mucho más ricos que nosotros, les dieron la espalda.

Bravo Edi, viejo amigo.

Lo conocí en París en 1994, cuando él vivía en la casa de un amigo mío.

Me dijo que había estudiado en la Academia de Bellas Artes de Tirana, y me contó una anécdota muy divertida. Como estudiante, en los días de la autarquía absoluta de Enver Hoxha, quería ver las obras de Picasso, de las que había oído hablar. El director de la academia lo llevó a su oficina, cerró la puerta con llave, sacó un libro de un estante, lo abrió en las páginas dedicadas a Picasso y, sosteniendo el libro en sus manos, le mostró los trabajos secretos que quería ver.

En París, Edi era pintor, y por las noches iba al metro para romper carteles publicitarios y pintar en ellos. Tengo uno de sus trabajos en casa que muestra un pie verdoso aplastando un micrófono multicolor. Post Surrealismo-tecno.

Luego, en 1995, vino a Italia, cuando yo trabajaba en el consorcio de University City. Lo invité a dar una conferencia en el gran salón de Santa Lucía. Vinieron muchos albaneses y fue un gran quilombo, todos hablaban al mismo tiempo. Pero cuando Edi tomó la palabra todos se quedaron callados. 

Edi regresó a Albania, inmediatamente después, en el momento en que se produjo la insurrección de 1996 tras el colapso financiero y, desde el exilio, regresó para transformarse en ministro de cultura.

Me invitó a visitarlo. Fui a Tirana con un avión ruso, el aeropuerto parecía un mercado. Ancianas vestidas de negro que daban la bienvenida a sus hijos y maridos con grandes gestos, animales, gritos, estruendos extraños. Afuera había un auto negro con vidrio azulado esperándome.

Cruzamos la ciudad que entonces era toda gris, casi fantasmal. En los años siguientes, cuando Edi se convirtió en alcalde, volvieron a pintar todas las paredes de diferentes colores. 

El auto negro con vidrio azul me llevó al ministerio de cultura donde Edi me estaba esperando. 

El ministerio estaba totalmente vacío. Nada, ni siquiera sillas para sentarse, solo polvo y pasillos pintados en amarillo. Edi me estaba esperando en una habitación vacía vestido como un explorador inglés en África, con pantalones blancos hasta la rodilla y una campera con grandes bolsillos verdes.

Nos abrazamos, después me pidió perdón por el ambiente un tanto desnudo. “¿Sabes cuánto presupuesto tengo? Cero coma cero cero”. Los albaneses eran condenadamente pobres, pero estaban llenos de gente creativa, educada y cosmopolita. Me dijo Edi que Veltroni le había prometido que le enviaría dinero. Espero que se lo haya enviado, aquella vez. 

Me alojé en una casa proletaria de un amigo suyo, donde fumaban porro todo el día. Pasé una semana maravillosa en Tirana, donde también conocí a un grupo de muchachos de la Toscana que trabajaban una organización de voluntarios. Después me subí a un micro y salí de Tirana para visitar Berat, la ciudad de las mil ventanas. Durante el viaje, un chico me invitó a visitar su casa y me mostró dos o tres Kalashnikovs, que tenía abajo de la cama. . 

Me gustaría volver a Berat, pero a veces me pregunto si voy a poder volver a viajar en el futuro que nos espera. Confieso que es la pregunta que más me atormenta en estos días tranquilos.

Imágenes preocupantes provienen de India después del confinamiento decidido por el gobierno. Largas filas frente a los bancos, columnas de personas que salen de las ciudades para regresar a sus aldeas. Aquellos que tenían trabajos ocasionales ahora se encuentran en condiciones de miseria absoluta. La dictadura neoliberal de treinta años ha creado condiciones de precariedad social y fragilidad física y mental en todas partes. 

Tarde o temprano va a ser necesario un juicio de Nuremberg para aquellos como Tony Blair, Matteo Renzi y  Narendra Modi. El neoliberalismo que han inoculado en nuestras células ha casuado destrucciones de un nivel muy profundo, ha atacado la raíz misma de la sociedad: el genoma lingüístico y psíquico de la vida colectiva. 

30 de marzo

Micah Zenko escribe en The Guardian que la propagación del virus es la mayor falla de inteligencia en la historia de Estados Unidos. Cada día que pasa, las noticias de Nueva York son más dramáticas. El gobernador Cuomo toma decisiones que contradicen explícitamente las afirmaciones de Trump.

La brecha entre la Presidencia y los centros metropolitanos de poder se profundiza cada día.

Un editorial del New York Times, escrita por Roger Cohen, ha capturado mi atención. El artículo es una pieza de literatura civil con cierto tono lírico. Pero, sobre todo, es un llamado de atención al futuro político (y de salud) próximo de los Estados Unidos. 

Traduzco algunos pasajes:

“Esta es la primavera silenciosa. El planeta se ha vuelto silencioso, tan silencioso que casi podes escucharlo girando alrededor del sol, sentir su pequeñez y, por una vez, imaginar la soledad y la fugacidad de estar vivo.

Esta es la primavera de los miedos. Una leve irritación en la garganta, un estornudo, y la mente se acelera. Veo una rata solitaria deambulando por Front Street de Brooklyn, una bolsa de basura abierta por un perro, y me recorre un vértigo apocalíptico de miseria y suciedad. Peatones enmascarados dispersos en calles vacías parecen sobrevivientes de una bomba de neutrones. Un patógeno del tamaño de una milésima parte de un pelo humano ha suspendido la civilización y ha desatado la imaginación…

Es tiempo de un reset total. En Francia hay un sitio web que le dice a las personas, en el radio de un kilómetro de sus casas, donde pueden hacer ejercicio. Es la medida de mundo la que quedó reducida para todos”

Luego de una revelación lírica exitosa, Cohen llega al punto. Y su punto, es bastante interesante, si pensamos que Cohen no es un bolchevique, sino un pensador liberal ilustrado, bien lejano del socialismo sandersiano:

“La tecnología perfeccionada para que los ricos globalicen sus ventajas también ha creado el mecanismo perfecto para globalizar el pánico que está generando que los portfolios/carteras entren en caída libre.

Algunas voces místicas susurran: hagamos las cosas de manera diferente al final de este flagelo, de manera más equitativa, más respetuosa con el medio ambiente, o seremos nuevamente golpeados. …  No es fácil resistirse a estos pensamientos y quizás no debemos resistirnos, de lo contrario no seremos capaces de aprender nada».

 

 

En este punto, Cohen hunde su espada:

«En un año electoral es intolerable presenciar la mezcla de incompetencia total, el egoísmo devorador y la inquietante inhumanidad con la que el presidente Trump respondió a la pandemia, y es difícil no temer alguna forma de golpe-corona. El pánico y la desorientación son precisamente los elementos sobre los que prosperan los aspirantes a dictadores. El peligro de una sacudida autocrática estadounidense en 2020 es tan grande como el del virus.

Este es el mundo de Trump hoy: inconsistente, incoherente, poco científico, nacionalista. Ni una palabra de compasión por el aliado italiano afectado. Ni una palabra de simple decencia, solo mezquindad, pequeñez, fanfarronería…  el fóbico a los gérmenes propagó el germen de la mentira».

En el mismo diario, sin embargo, leí que el apoyo a Trump nunca había sido tan alto: la mayoría de los estadounidenses, y especialmente la gente que defiende la segunda enmienda, aquellos que tienen armas en sus casas, están de su lado, se sienten tranquilizados por su arrogancia. 

Premoniciones oscuras sobre el futuro estadounidense.

1 de abril

En el sitio web del Network Culture Institute, el centro de investigación de Amsterdam fundado por Geert Lovink, leí un artículo firmado por Tsukino T. Usagi , «The Cloud Sailor Diary: Shanghai Life in the Time of Coronavirus», sobre el último mes en Shanghai contado por un joven precario con un estilo introspectivo y deslumbrante. Traduzco un pasaje:

«El día después de las noticias oficiales que confirmaban el comienzo de la epidemia, salí a caminar por el paseo marítimo de Shanghai. La visión del río Huangpu estaba cubierta por un pesado smog. Hermoso. Tóxico. Una visión apocalíptica, por cierto. 

Por la noche empecé a sentirme mal. debe ser un resfrío o una gripe, pensé. Al día siguiente fui a trabajar, como todos los días. Mi enfermedad se puso peor. Mis síntomas incluían fiebre, sequedad de garganta, dificultad para respirar. Exactamente lo que se describe en las noticias en relación a la infección.

Pensé: «Así me voy a morir?”. Tenía miedo, pero no entré en pánico. Comencé a reconstruir los escenarios que podrían haber causado estos síntomas: había estado en un vagón del subte lleno de pasajeros desconocidos. Algunos de ellos podrían haber tenido el virus. Uno de mis compañeros de trabajo había tosido durante mucho tiempo. El aire estaba tan contaminado, un día horrible. Mis pulmones estaban a punto de explotar mientras cruzaba con el ferry.  Incluso antes del coronavirus, el smog transportado por el viento podría haberme matado. Pero ahora, cuando miro al aire, solo veo la amenaza del coronavirus. ¿Será que desaparecieron todo el resto de las amenazas?

La civilización humana se ejecuta en una máquina en continuo movimiento impulsada por líneas de reproducción aleatorias. La fábrica de reproducción global no tiene casa central. Es la infraestructura más descentralizada, más inútil e insensata y, al mismo tiempo, más controlada. India es el caldo de cultivo para el trabajo cognitivo de bajo costo cuya contribución a Silicon Valley y a otras regiones tecnológicas no puede subestimarse. En estos días, los científicos están buscando nuevas formas de lidiar con la ansiedad por la muerte. El mundo preferirá, pronto, tener hijos mecánicos en lugar de hijos humanos. Pero esto no evitará la extinción del humano».

2 de abril

San Francisco de Paola. Mi onomástico.

«La voz es la cuña que rompe el silencio que hay allá afuera y también dentro del desierto digital», me escribe mi amigo Alex, al final de una enigmática meditación, muy densa.

En otro mensaje, Alex me habla sobre Radio Virus, que transmite desde los laboratorios desterritorializados de Macao, Milán. «Lástima que transmitan tan poco», dice Alex. Hagámosla llegar más lejos. Pueden escucharla acá.

La controversia se está extendiendo entre la Región de Lombardía y el gobierno central. Buscan alguien para culpar. No es sorprendente que maestros del cinismo como Renzi y Salvini lo intenten. Su trabajo es especular con las desgracias de otros para hacerse notar. Pero creo que es una discusión innecesaria en este momento. No solo porque, en medio del pico de la epidemia, es mejor centrarse en lo que hay que hacer que en desquitarse con aquellos que no han hecho nada por cambiar. Pero sobre todo porque los verdaderos responsables no son solo  aquellos que en los últimos meses han estado tratando de operar en una situación objetivamente difícil. 

Los responsables son aquellos que, en los últimos diez años o, mejor, en los últimos treinta años, desde Maastricht en adelante, han impuesto las privatizaciones y los recortes en los costos laborales.

Gracias a estas políticas, el sistema de salud público se ha debilitado, las unidades de cuidados intensivos se han vuelto insuficientes, los establecimientos de salud territoriales han sido desfinanciados y reducidos, y los pequeños hospitales fueron forzados a cerrar.

Al final de esta historia se tratará de culpar a algún funcionario o dirigente. La izquierda culpará a la derecha y la derecha culpará a la izquierda. No caigamos en la trampa. Sería necesario ser radicales. La derecha y la izquierda son igualmente responsables de la devastación producida por el dogma neoliberal compartido. 

Por sobre todas las cosas, se tratará de mover recursos hacia la salud pública, hacia la investigación. Se tratará de saber para qué están destinados hoy los recursos. 

Reducir drásticamente el gasto militar, desviar ese dinero a la sociedad. Expropiar sin compensación a quienes se han apropiado de bienes públicos como carreteras, transporte ferroviario, agua. Redistribuir los ingresos a través de un impuesto a la propiedad.

Este programa debe consolidar, ampliar, involucrar asociaciones, personas, instituciones. 

3 de abril

Comencé a leer A History of the American people, de Paul Johnson, un historiador de derecha, muy nacionalista, un apologista de la misión estadounidense. 

Trato de reconstruir los hilos que han tejido la civilización estadounidense porque me parece que ese lienzo se está desmoronando rápidamente. 

Comenzó después del 11 de septiembre de 2001 cuando el genio estratégico de Bin Laden y la idiotez táctica de Dick Cheney y George Bush empujaron al mayor gigante militar de todos los tiempos a una guerra contra sí mismo, la única que podía perder. Y la ha perdido, y continúa perdiéndola, hasta el punto de que esta guerra interna (social, cultural, política, económica) eventualmente desgarrará al monstruo desde adentro. Desde 2016, Estados Unidos ha estado al borde de una guerra civil.

Parece que Trump se está preparando para ganar las elecciones. La mitad de los estadounidenses lo apoyan, más o menos. Como esa gran parte que en los últimos días se ha apresurado a comprar armas como si todavía no tuvieran suficientes.

La otra mitad (es decir, el FBI, una parte del ejército, el estado de California, el estado de Nueva York y varios otros estados, especialmente las grandes metrópolis) están aterrorizados, ofendidos por las agresiones del presidente, y hoy se sienten abandonados a la furia del virus, que golpea más fuerte en las grandes concentraciones cosmopolitas y tal vez menos en las ciudades del Centro-Oeste. 

Trump dijo que no será amable con los gobernadores que no lo hayan sido con él. De hecho, California no recibe ayuda médica del estado central. Me pregunto por qué California no debería negarse pronto a contribuir al presupuesto del Estado Federal.

En ese país donde el mercado laboral es una jungla despiadada y no regulada, diez millones de trabajadores quedaron desempleados en tres semanas. Diez millones, y este es solo el principio.

Por supuesto, no sé cómo evolucionarán las cosas, pero creo que después de la epidemia, se verán efectos más devastadores en Estados Unidos que en otros lugares porque la cultura privatizadora e individualista es una invitación de lujo para el virus. Algo muy grande está por pasar. 

La gente de la segunda enmienda contra las grandes ciudades, y viceversa. ¿Una guerra de secesión no homogénea?

Estaba leyendo La Repubblica en el baño esta mañana, y vi una foto en la tercera página, donde hay una lista de los 68 médicos que murieron mientras hacían su trabajo en la furia de la epidemia. 

Valter Tarantini era el más guapo de mi curso en la escuela secundaria Minghetti. Ciertamente, el más hermoso, no había competencia: ojos rubios, altos y claros, una sonrisa irónica, alegre, descuidada. Yo le caía muy bien, a pesar de mi aspecto malhumorado y del hecho de que estaba leyendo El Capital de Marx. Tal vez esa era la razón por la que le le gustaba andar conmigo. 

Éramos compañeros de clase en la escuela secundaria. Yo y él, Pesavento y Terlizzesi, en los bancos de la parte de atrás de la clase. Un cuarteto anarcoide, muy diferentes pero todos éramos amigos.

Valter vivía en una casa de la alta burguesía en el quinto piso de via Rizzoli 1, justo en frente de la torre Garisenda. Una tarde fui a su casa para explicarle un poco de filosofía porque no quería leer el libro de Ludovico Geymonat. Tenía mejores preocupaciones que leer a Hegel y a Kant. Le gustaban mucho las chicas, quería ser ginecólogo, y realmente lo cumplió. Era médico en Forlì, y es uno de los sesenta y ocho médicos que murieron haciendo su trabajo. 

Se me hizo un nudo en la garganta, mierda cuando vi su pequeña foto. El Dr. Tarantini tenía setenta y un años, pero en la foto se puede ver que siempre fue hermoso, con una sonrisa amable y despectiva al mismo tiempo. Nunca lo volví a ver después del examen en el verano de 1967, y ahora me duele, tengo ganas de llorar porque no fui a la cena de los viejos compañeros del secundario hace unos diez años, y sé que preguntó por mí. Nunca lo volví a ver, pero realmente lo recuerdo como si fuera ayer…  qué frase tan tonta salió de mí. Como si fuera ayer… Pienso un poco. Lo vi, por última vez, hace cincuenta y dos años. Después, nunca lo volví a ver hasta esta mañana, en el baño, en la República, en una pequeña foto en la tercera página.

Traducción y edición colectiva: Martín Rajnerman, Facu A., León L., Celia Tabó

Para seguir leyendo a Franco «Bifo» Berardi!

Lejanía compartida // Daniel Alvaro

 

                         

Una buena parte de los diagnósticos modernos sobre el estado y desenvolvimiento de las sociedades occidentales se encargaron de alertar sobre la debilidad creciente del vínculo social. Desde la época de Rousseau circula la idea de que las grandes transformaciones económicas, políticas, culturales y técnicas que marcaron el pasaje de la forma de vida tradicional o comunitaria a la forma de vida moderna, incidieron de forma negativa en la fuerza y solidez del lazo social. De acuerdo con esta tesis, desde el momento en que el interés común es desplazado por los intereses particulares y egoístas de unos pocos individuos, se cierne una amenaza latente sobre la integridad de aquello que mantiene juntos a los miembros de una sociedad.

No es este el lugar ni el momento de analizar el vasto derrotero de esta idea. Basta con tener en cuenta lo siguiente: se trata de una interpretación que tuvo un impacto decisivo en el modo en que las ciencias sociales y humanas de los últimos siglos explicaron el nacimiento, el desarrollo y, en ciertos casos, el fin de la sociedad capitalista. Lo cierto es que este esquema de pensamiento, promovido por teorías heterogéneas y un sinfín de prácticas a lo largo de la historia, ha tenido entre otras consecuencias problemáticas una cierta idealización del vínculo social. Dicho muy rápidamente, esto significa que a fuerza de repetición nos hemos acostumbrado a considerar el lazo social, casi de manera exclusiva, bajo la forma de relaciones “positivas” entre los individuos. De modo tal que nuestra visión general de la vinculación humana ha quedado reducida a la perspectiva que privilegia la unión y la convivencia armónica, que por cierto no es más que una de sus múltiples posibilidades, en detrimento de la separación y los intercambios conflictivos o incluso violentos. Así se explica, al menos en parte, que lo que en la actualidad entendemos por relación social se asocie normalmente a la proximidad en todos los sentidos que evoca la palabra, incluidos los de presencia y cercanía, contemporaneidad, afinidad, identidad, etc.    

De ahí la enorme dificultad a la que nos enfrentamos cuando intentamos pensar el vínculo social en medio de una situación, a la vez inédita y extrema, por la cual nos vemos en la obligación de vivenciar el distanciamiento social. En una coyuntura signada por la propagación mundial del coronavirus COVID-19, es legítimo preguntarse si las medidas de aislamiento preventivo –que en algunos países deciden los gobiernos y en otros la misma población– no constituyen acaso la ruptura definitiva y largamente anunciada del lazo social. La pregunta es legítima, entendible si se quiere, pero no deja de estar arraigada en el más llano sentido común que hoy más que nunca es necesario rechazar. Sin dejar de tomar en consideración los efectos desiguales de la pandemia sobre los distintos estratos socioeconómicos de la población, y sin subestimar las consecuencias materiales de proporciones todavía impredecibles que el virus arrastra consigo, es preciso resistir las lecturas sociales apocalípticas. No solo porque contribuyen a generar el pánico colectivo, sumando angustia y confusión al escenario crítico ya existente, sino también porque si nos atenemos a la sucesión de los hechos en varios países del mundo, comprendida la Argentina, lo que vemos es una mutación drástica del vínculo social, pero en ningún caso su ruptura o anulación. Estamos en presencia de un fenómeno excepcional donde sale a la luz el lado oscuro y menospreciado de la relación social –su “parte maldita”, como diría Georges Bataille–. Pues es la separación, antes que la unión, la unidad o cualquier otra forma de relación afectada de connotaciones afirmativas, lo que en este momento constituye nuestro vínculo más preciado. Concretamente, la ralentización del contagio de la enfermedad, objetivo buscado por el gobierno nacional para evitar la implosión del sistema de salud, depende en última instancia de nuestra disposición y sobre todo de nuestras posibilidades reales para minimizar la interacción física con los demás, hecho que en el contexto actual no significa ser indiferentes ni insensibles, sino más bien todo lo contrario.

“Nuestro prójimo ha sido abolido”, escribió por estos días el renombrado filósofo italiano Giorgio Agamben en referencia a las medidas de emergencia adoptadas por las autoridades de su país. Esta afirmación reproduce a su manera el sentido tradicional, idealizado y unívoco de la relación, en la medida en que niega o deniega el carácter eminentemente social de la responsabilidad que implica rehuir el contacto con los demás por su propio cuidado, por el nuestro, y por el de la sociedad en su conjunto. A raíz de reflexiones como esta, cabe preguntarse si es acertado continuar apelando a la figura del “prójimo”. Esta vieja palabra, hoy caído en desuso, deriva del latín proxĭmus, que significa literalmente “el más cercano”. Su acepción corriente refiere a cualquier persona “considerada como ser con el que se está unido por lazos de solidaridad humana”. Ahora bien, la responsabilidad social a la que actualmente nos debemos supone la vinculación, por lejana que esta sea, con lo radicalmente otro, es decir, con cualquier otro, otra u otre, y no solamente con el prójimo, figura que en el fondo siempre termina por remitir a lo que nos es más próximo, semejante, si no idéntico. 

Quizás la lejanía que paradójicamente compartimos y que hoy vivimos como confinamiento sea un recurso inesperado para poder dar lugar a otro sentido y otros sentidos de la proximidad. Quizás la distancia y la aislación proporcionen lo que, hasta ayer nomás, casi nadie esperaba de ellas: herramientas para pensar y poner en práctica formas alternativas de vida en común.

Detrás del vidrio: diario de la pandemia // Silvia Duschatzky

Hay vidas que necesitan existir para expandirse, otras sólo “respiran” al ritmo del flujo del capital. No pueden mutar, solo modularse en su propia materia. Para estas “vidas” la muerte no existe. Crecen en el sí mismo de la maquinaria mercantil, travestida, pero igual.

Reclusión obligada, conectividad obligada 24/7. El agobio es distinto pero agobio al fin. Impregnado de novedad radical, de no saber mañana, no sabe después, no saber cuándo termina, no saber cómo seguir…

El “acontecimiento” nos lanza a nuevos automatismos. En eso somos torpes, como el bebé que camina a tientas en su inaugural aventura bípida. Alcohol en gel, lavandina diluida, zapatos abandonados a la entrada de la casa, lavado hoja por hoja, billete por billete, alimento por alimento. Esta hiperexigencia sigue secuestrando nuestro tiempo vital y paradójicamente nos aferramos a prótesis finitas. ¿Es la vida que quiere perseverar en su ser?.

El ser de lo vital bucea en huecos de aire.

Avizorar otras formas de vida, necesita ahuyentar la cercanía de la amenaza, ahora mortal más que mortífera.

No hablemos del capitalismo en su misma lengua, la de la abstracción….las urgencias piden pragmáticas que frenen la suya, siempre atenta a la especulación canalla. No me envíen sesudas reflexiones…, no me ofrezcan soluciones…no hablemos igual que antes. La fragilidad humana se impone en su pequeñez y en su grandeza. El alma llora y ríe cuando lo que se aproxima huele a abrazo y a poema. «No quiero tener la terrible limitación de quien vive sólo de lo que puede tener sentido. Yo no: lo que quiero es una verdad inventada”, Clarice Lispector.

“La luna brilla en un charco de rabia”…canturrean niñxs que confinados adentro imaginan su afuera.

Del laberinto se sale por arriba: “ …llueven pedacitos de muerte por todos lados. Desde lo alto de mi piedra un gato negro clavó su mirada rubia sobre el pozo….en donde alguna vez vivieron mis grises y dilatados ojos. Con filosofía y altivez parece inspeccionar cada recoveco de mi alma, atrapada allí abajo, donde nada vive sin morir primero. El hueco en mi boca espera aquel grito sordo que espante a la bestia. Como el rayo aguarda el trueno con paciencia de hormiga…Acurruco coraje…tan solo un parpadeo para despegarme de los huesos que me aprisionan bajo tierra y volver al agua, allá Arriba…tan solo un parpadeo para volver a ser pez”, Leopoldo Marechal.

Y en la desesperación que huye del desconcierto se levantan maquinarias que no admiten que “continuar” es no escuchar el intervalo que nos “propone” el cimbronazo. Tareas escolares a distancia, conectividad a full. Profesores en soledad, enfrascados en sus disciplinas no pueden más que intentar aventajar inútilmente el tiempo involuntariamente interrumpido.

Encontrar juntos la pregunta, la tarea, la ficción, el juego…podría ser una manera de salir “del laberinto por arriba”. No es posible continuar…no es aconsejable intentarlo. Más bien navegar las aguas turbias hasta que algo renazca. Grupos de maestrxs suspendiendo cronogramas, arrimando alguna invitación. Ahí encontraremos los mejores aliados, los pibes.

 

28 de marzo
Coletazos de realismo. El virus no sólo carga con su fuerza genética infectable. El virus desparrama otras infecciones, tan mortales como su inoculación. La reclusión “protege” también de las proximidades. Del acceso a los recursos básicos de subsistencia. De la circulación urbana. De otros cuerpos. El común necesita “contagios”. No sea cosa que la inmunización anule al eros. El repliegue abre su reverso…y entonces sumamos una firma para frenar los femicidios y entonces le gritamos al chabón que cuarentena en la calle que ahí va una bolsa con víveres y un guiño de compañía. Y entonces buscamos maneras de seguir vivos, en la soledad y en la compañía mediada…

 


31 de marzo
Sospecho que no es lo mismo el virus que la experiencia virus. El virus nos mata pero no sólo si nos atrapa, nos mata cuando nos recuerda que allí, agazapada asoma la muerte. El virus derriba velos. No, el virus no, nosotrxs ofreciendo (le) la tierra del deseo. Cada vez que salgo a comprar una rutina antecede al momento de abrir la puerta. Guantes, ropa que luego me sacaré apenas vuelva, alcohol en gel en la mochila…no es inocuo este instante, ni los similares que le siguen adentro, montos de enorme energía se van sin recarga…

Atisbos de experiencia “virus” . Llego a la verdulería, unxs y otrxs guardamos la distancia prudencial, giro la cabeza intentando encontrar alguna mirada cómplice. Las calles casi desérticas. Miro el cielo mientras voy andando, instantes fugaces de “alegría” o algo así. Nacer es nacer al mundo. Es contra natura el encierro. Y a su vez nacemos otra vez cuando la pequeñez de los pasos, la mirada al horizonte, el deseo que esas dos cuadras sean eternas, el aire rozándonos, los rostros desconocidos que abrazamos con la mirada nos vuelven a la vida.

Me despiertan los pájaros. Algo vive aún…la escucha de un canto.

Me despiertan los pájaros, existo fuera de mí.

 

3 de abril
Olvidar el virus y hacer la experiencia virus. La experiencia de atender urgencias sustrayéndonos del miedo urgente. Un grupo de profesores se junta con la distancia que no obstruye cercanías y a la velocidad de la emergencia confeccionan protectores de acetato para los médicos y enfermeros de un hospital. La escuela se aleja del “valor de cambio” y se arroja al valor de uso. Desoye la continuidad pedagógica y se lanza a la continuidad vital y fraterna.

Escuchar las urgencias no es un andar desesperado. Ecos de pensamiento dejarán huellas en la invención de otras formas de escuela. De la mutación viral a la mutación de existencias. Escuela molecular se impone al modelo de escuela, a la molarización cansada y empequeñecida.

 


4 de abril
Hoy es sábado. Lo dice el calendario. No hay más señales. Sólo las sutilezas del ánimo me cuentan de alguna diferencia entre ayer y hoy, entre hace un rato y ahora.

Cuando iba a la escuela, tomábamos distancia. Un brazo alzado hacia adelante marcaba la separación que los ojos vigilantes chequeaban.

Camino hacia la farmacia, el cielo de un celeste inusual, el sol abarcando las calles. Algunos pocos caminan ensimismados enfundados de barbijos y guantes. Me ubico en la cola, a distancia del de adelante. No es necesario medir los pasos que nos distancian a unos de otrxs. El virus ya hizo lo suyo. La única señal es advertir al “semejante” en una peligrosa proximidad.

Mi cuerpo está cansado….el señor de adelante me cuenta como preservar al barbijo para que dure. Me distraigo viendo los bares alrededor. Las sillas en su interior apiladas. Gente tomando un café, leyendo, charlando…banalidades de “antaño”. Piden reiniciarse.

“Mi agenda” dice: a las 18 skype con una amiga. Skype, zoom, whatsapp, teléfono, Facebook. Variedades igualadas en la ausencia de piel.

Hace días que intento pintar… aún no pude. Hay tiempo.

Una amiga me cuenta que casi se incendia su edificio. Sus moradoras son mujeres mayores, no tanto y más jóvenes. Un ruido sordo, monocorde se infiltraba en su casa. Luego el humo, su olor, su pesadez. El parate aguza los sentidos. Se juntan algunas. Los peligros sorprenden donde no imaginamos. Algunos necesitan tribu para conjurarse.

Caminaban a tientas por el sótano hasta dar con las llaves de luz. La humareda nublaba la atmósfera. Las viejitas se protegían en los balcones. “Tranquilas ya pasa, gritaba alguna desde el sótano”. Cercanías olvidaron el metro 20 de distancia. En ocasiones ampara la vecindad de los cuerpos. Mujeres que olvidan “la inmunización “ cuando la vida acecha con lo incalculable.

 

Fuerza mayor, fuerza de ley, fuerza de trabajo // Raúl Sánchez Cedillo

No estoy seguro que el mejor enfoque para analizar el estado actual de las libertades y los derechos en España, Europa y cada vez más el resto del mundo sea el del Estado de derecho y su vigencia durante esta pandemia y después de ella.

En primer lugar, porque enseguida desembocamos en un callejón sin salida: el estado de alarma (y cada vez más de excepción) ha sido declarado conforme al procedimiento constitucional recogido en la Ley orgánica correspondiente. Lo mismo podría suceder con la declaración legal de los estados de sitio o de excepción si hay una mayoría absoluta parlamentaria que la apruebe.

 

LA LÓGICA DE LA FUERZA MAYOR
Estamos ante un caso de fuerza mayor, que presenta además una extensión planetaria. No hay en los archivos ningún ejemplo de una respuesta de este tipo a una pandemia global. La fuerza mayor llama a la fuerza de la ley. Sí, las medidas excepcionales demuestran que el esfuerzo de construir el consentimiento no es suficiente para producir obediencia en la población. No hay tiempo ni espacio para las diferencias de opinión o comportamiento. Ante esa situación de coacción desnuda por parte de los gobiernos, se despierta la preocupación ante el abuso de poder por parte de las fuerzas de seguridad y los comportamientos de acoso y delación por parte de policías espontáneos de balcón o de barrio. En el caso del Estado español, algunos juristas se plantean la ilegalidad constitucional de las medidas de confinamiento y emprenden una denuncia contra el gobierno Sánchez.

 

LA FUERZA DE LEY Y EL REGRESO DEL ESTADO QUE NUNCA SE FUE
Ahora bien, si miramos las cosas con detenimiento, nos damos cuenta más bien de la profunda impotencia de los Estados y de la incertidumbre profunda en la que viven. Por ejemplo, los Estados de la UE pugnan entre sí en las subastas de productos sanitarios de primera necesidad, arrodillados por especuladores de ocasión. Pero esto también está sucediendo dentro de Estados Unidos entre unos Estados y otros de la Unión. Si la gobernanza neoliberal de las consecuencias sociales de las crisis no estaba preparada ni programada para una crisis del sistema financiero en 2008, ante la pandemia del Covid-19 sólo puede declarar la catástrofe y reaccionar como un robot enloquecido: “sálvese quien pueda, es decir, nosotros”.

Este derrumbe de la falsa seguridad neoliberal devuelve al Estado fuerte, intervencionista, nacionalizador, al primer plano. Se afirma que esta pandemia señala el punto de inflexión histórico del cambio de hegemonía mundial, desde el sistema atlántico dominado por Estados Unidos al subsistema chino, a la Tianxia. Pero se trata tan sólo de una predicción, que no tiene en cuenta el modo en que se lleva a cabo ese desplazamiento e incluso los sucesos posibles que pueden impedirlo. Que el neoliberalismo esté acabado como fórmula de gobierno de la economía y la sociedad no significa que haya perdido su poder efectivo sobre las instituciones financieras y las administraciones estatales ni, sobre todo, su capacidad destructiva. Sencillamente busca reconstruir en la catástrofe las condiciones de la permanencia de su dominio. No sólo se trata de las terapias de choque, de difícil aplicación ante una catástrofe sanitaria y económica que impone una reducción al mínimo de la actividad económica y una fuerte atención a los negocios de las grandes corporaciones. Se trata más bien de lo que estamos comprobando en el Eurogrupo con el bloqueo de Merkel, Rutte, Kurz y Marin a la adopción de los llamados coronabonos, es decir, de la primera forma de mutualización de las deudas públicas de los Estados de la UE.

Antes que las consecuencias de un fanatismo ideológico ordoliberal, estamos de nuevo ante un juego de la gallina en el corazón de la UE, un juego en el que los Estados con las cuentas públicas saneadas quieren imponer programas de austeridad a los países con déficit, ampliando la situación griega a todo el sur de la UE. De esta manera, la parálisis del confinamiento dará paso a la movilización general de los endeudados para no sucumbir al hambre y la destitución completa, mientras los Estados endeudados aplican con sangre y fuego los programas de recorte de gasto social para cumplir para poder seguir financiándose en los mercados secundarios. De esta manera, vemos que la obstinación en su supervivencia del modo de dominación neoliberal crea contradicciones insolubles que abren paso, inevitablemente, a la centralidad del Estado (o de sistemas confederados de Estados) como potencia económica y financiera. Así, pues, lo esencial consiste en determinar qué tipos de alternativas abre esa transición en acto.

Mientras tanto, en todas partes estos Estados mermados en sus capacidades operativas frente a la pandemia se legitiman en nombre de la vida. Los puntos de vista malthusianos han asomado y siguen asomando la cabeza, como recordatorios de la tradición sempiterna de los holocaustos victorianos estudiada por Mike Davis, pero por el momento el estado de alarma o excepción se instaura en nombre de la protección de la vida y en la lucha contra la muerte.

 

UNA (DES)MOVILIZACIÓN POR LA VIDA
Estamos ante una movilización total global sin precedentes en tiempos de paz. Pero que se presenta como una (des)movilización por la vida. En ello reside su principal poder de generar consentimiento, sin menoscabo de la amenaza de la fuerza de la ley. Quienes no colaboran o disienten sobre las medidas son objeto de represión y de oprobio público, además de presa predilecta de macarras con o sin uniforme. Son los gajes de la (des)movilización por la vida. “Estamos en esto unidos”. “Juntos saldremos de esta”.

Hace tiempo que Santiago López Petit ha descrito ese tipo de “movilización total por lo obvio”, pero en el contexto de la gobernanza urbana de ciudades como la Barcelona post-olímpica. Para López Petit este tipo de movilización total por la vida, a la que “nadie que no sea un canalla” puede sustraerse, es una forma de lo que denomina fascismo posmoderno. En este, la Vida se convierte en la prisión del querer vivir, que sólo se puede romper con el odio a la (propia) Vida. Sin embargo, esta (des)movilización es algo diferente. En primer lugar, no consiste en una explotación integral de la cooperación de las fuerzas vitales, sino en una inmensa suspensión de las actividades productoras de ganancia capitalista y de distribución de rentas salariales, que se traduce en una catástrofe económica global sin precedentes y que todavía resulta incalculable.

Las tensiones que esto está produciendo entre gobernantes y dirigentes del Estado, por un lado, y directivos y propietarios de capital, por el otro, no harán más que crecer a medida que las exigencias de la ganancia entren en contradicción con el principio de la preservación de las fuerzas vitales de las poblaciones o, hablando en marxiano, de las fuerzas de trabajo. Sin brazos y cerebros, sin corazones y músculos, no hay ni consumo ni producción, no hay futuro para el vampiro del capital rentista, ni lo hay para las variantes de capitalismo de Estado que empiezan a postularse como recambio. Estamos, de hecho, en una huelga general por fuerza mayor.

En el confinamiento total, nuestra fuerza de trabajo se ha vuelto abstracta, potencial, latente, pero sólo para el sistema de la economía basada en el valor de cambio. La realidad es que seguimos trabajando, cooperando, comunicando, luchando para conservar nuestra vida y la de nuestros allegados, produciendo valor de común. Ante esta situación abstracta que nos viene impuesta por la fuerza de ley, nuestro principal objetivo es dotarnos de un instrumento igualmente abstracto de sostenimiento de nuestra fuerza de trabajo, productora de común. Y aquí el uno de la movilización por la vida se divide necesariamente en dos. No todos los cuerpos, no todas las fuerzas de trabajo pueden conservarse igualmente en el confinamiento. Las estructuras de clase, género y raza y de grupos de edad continúan operando en la concreción de los domicilios y en la abstracción de las medidas de confinamiento. En los consejos de administración virtuales se rifan nuestra carne y se proponen cuotas de sacrificios humanos pensando en la “recuperación económica”. Aquí nace la escisión y aquí nos damos cuenta de que no saldremos juntos de esta.

 

CONTRA LA ABSTRACCIÓN DE LA GANANCIA, RENTA DE EMANCIPACIÓN
Nunca en la historia y, por añadidura, nunca en la larga crisis terminal del capitalismo neoliberal, las relaciones de fuerzas, las guerras de movimiento y de posiciones, lo posible y lo real se han confundido hasta tal punto. La incompatibilidad entre la exigencia abstracta de la ganancia y la renta y la universalidad de las fuerzas de trabajo comunes impide toda unidad no impuesta por la violencia, a la par que abre a un antagonismo de las mayorías subalternas contra el régimen de la renta y la ganancia parasitarias. ¿Vamos a ser capaces de encarnar el común de las fuerzas de trabajo confinadas? ¿Vamos a ser capaces de señalar la dualidad irreconciliable entre las exigencias de su cuidado y su reproducción y las exigencias de la ganancia y la renta parasitarias?

Seguimos confinados, no sabemos aún hasta cuando. Mientras, sobre nuestras cabezas se mueven las cantidades abstractas de las maniobras financieras de salvación de la ganancia, la renta y la propiedad. Billones, trillones, dígitos que se mueven de un balance a otro como dados que deciden la suerte de los perdidos y los salvados del planeta. En esta situación, no podemos dejar de advertir que el tiempo de confinamiento es también el tiempo posible de la constitución del común en la huelga, la lucha, la resistencia, la desobediencia, la dualidad del trabajo vivo planetario contra los Estados de movilización para restaurar la ganancia y la extracción de renta de nuestras fuerzas vitales. En esta universalidad abstracta del estar todos confinados, en esta situación inaudita del planeta, el primer acto de constitución del común de las fuerzas mundiales del trabajo es la exigencia previa de la garantía de la reproducción digna de nuestras vidas en todas partes. Una exigencia cuyo cumplimiento sólo depende de un redireccionamiento de los dígitos de los balances financieros, de una serie de decisiones políticas. A la garantía de esa exigencia la llamamos renta de emancipación, antes que renta básica. Porque se trata de que su incondicionalidad, individualidad y universalidad son las únicas condiciones que puedan satisfacer la exigencia universal de conservación digna y libre de las fuerzas comunes del trabajo.

La abstracción monetaria tiene que ponerse al servicio de la concreción universal de nuestras vidas en juego. ¿Dónde, cuándo, cómo, con quién? Todo ello se está decidiendo en estos momentos. Así es. Tras 12 años de devastación austeritaria, de autoritarismo y fascismo crecientes y de calentamiento global desencadenado, sumados a una pandemia cuyas consecuencias ponen en vilo la continuidad de nuestras vidas, la emancipación (esto es, poder tener una vida que no está obligada a pasar por el mercado de trabajo del capital para vivir con dignidad) no puede ser ya el punto final diferido, sino que ha de ser el punto de partida para que, durante y tras la pandemia, estemos en condiciones de construir en las luchas los términos más favorables de la convivencia con el sistema de la ganancia y la destrucción de la biosfera, mientras preparamos las batallas decisivas de su extinción, en nombre de la vida emancipada del chantaje de la muerte y el hambre. La vida común es potente y puede demostrarlo.

Fuente: El Salto

Esquirlas del miedo // Marcelo Percia

Prudencias contienen miedos.

Cuidados salvan vidas.

Cuando urge lo común, afectuosas distancias entre cercanías conjuran hostilidades que estallan en la confusión.

Fragilidades que confían en otras fragilidades se dan a la palabra.

 

En momentos de pánicos y desamparos, hospitalidades (que se necesitan) apelan al pronombre de la primera persona del plural.

Hostilidades (que acaparan) se amurallan en el yo.

 

Entre hospitalidades y hostilidades, se sabe, hay un pequeño paso.

 

Voluntades que sentían derechos, protecciones, seguridades, en la comunidad del Capital; se dan cuenta que, en un segundo, pierden todo.

No se trata de histerias ni de psicosis colectivas, sino de difusas percepciones de que la vida en común salva vidas o las destruye.

 

Pestes actúan como lentes de aumento.

 

Si de golpe, se desvanecieran los hábitos que hacen creer que el bienestar pasa por el reconocimiento, por la acumulación, por el consumo, por el rendimiento; no se sabría cómo ni para qué vivir.

Tal vez, en ese desconcierto, sin cómo ni para qué, hallaría su morada el porvenir.

 

La misma voz latina cogitare dice, a la vez, las acciones de pensar y cuidar.

A veces, de una sola palabra pende la vida.

 

En las cumbres del miedo, se comienza a imaginar lo peor como último alivio.

Rituales que sostienen la vida, no alcanzan en tiempos de pestes.

La paradoja de una cuarentena consiste en que hay que tratar de salir del encierro: el del ensimismamiento. Tal vez el más difícil.

 

El capitalismo está destruyendo la vida; entonces, la vida se defiende del capitalismo autodestruyéndose. Hace mucho que la literatura y el cine cuentan esta historia.

 

La vida en común no está amenazada por el miedo, sino por la desigualdad.

Desigualdades abonan miedos para ocultar privilegios que lastiman.

El Capital desprecia la vida que, sin embargo, necesita.

A veces, el miedo deviene pánico; otras, visión herida de lo inadmisible.

 

De pronto, nos damos cuenta de que la salud consiste en el olvido transitorio de un continuo estado de vulnerabilidad.

 

Distancias decididas en común no merecen llamarse aislamientos.

Aislamientos compartimentan soledades privándolas del don de la proximidad.

Distancias que cuidan suspenden contactos, pero no cercanías.

 

La acción constante de lavarse las manos, recuerda que la expresión lavarse las manos significa desentenderse de una responsabilidad.

 

Cuidar la vida, supone todavía algo más difícil: la común decisión de cambiar lo que la está dañando.

 

La inminencia devora el presente. Lo devora incluso alargándolo.

A veces, solo alivia el olvido.

 

Abundan retóricas ensañadas y belicosas.

Figuras que sostienen que el virus actúa por venganza o que estamos en guerra o que se trata de un enemigo invisible.

Se sospechan malicias peligrosas en cada corporeidad portadora.

Miedos al contagio detonan violencias.

 

La mujer tose en un colectivo. Hacen la denuncia. Se activa el protocolo. Detienen el vehículo. Suben médicos con trajes de protección. La mujer está asustada. Se resiste. Forcejean. Una voz pide que la esposen, que se la lleven.

 

Lazos sociales tienden sogas que salvan, que ahogan, que atan.

Redes virtuales conectan, sostienen, atrapan.

Lazos y redes demandan fidelidad.

El común cuidado no enlaza, no enreda, no demanda: solo está ahí, como disponibilidad que se hace presente cada vez que se la necesita.

 

Cuidados no infunden miedo. No agitan amenazas. No ejecutan castigos. No se molestan con la dificultad.

Cuidados alojan terrores e indiferencias desvalidas.

Mientras controles alertan y diseminan amenazas, cuidados prodigan descansos.

 

No dice lo mismo encierro que refugio, reclusión que repliegue, estado protector que estado represor.

No se trata de sinonimias ni de eufemismos, está en juego decidir cómo se quiere habitar la vida.

 

El riesgo consiste en que la desesperada necesidad de protección inmunológica derive en ataques contra otras existencias consideradas peligrosas

 

Diversas aplicaciones en un celular pueden advertir que estamos cerca de una corporeidad infectada, de una persistente tristeza, de un rencor macerado, del deseo de cambiar la vida.

 

Dicen que solo el control social detiene contagios, que solo la vigilancia evita contaminaciones masivas.

El común cuidado de cercanías que deciden protegerse con amorosas distancias, ¿puede gravitar más que vigilancias y controles?

 

Hablas del capital no se cansan de repetir que el virus iguala. Pero ni bien se distraen muestran una lista con glamur de infectados célebres: un actor y su esposa, un primer ministro, un ex juez, un jugador de fútbol, un tenor, un escritor, un príncipe, un productor hollywoodense preso.

 

El trágico infortunio de contagiar por proximidad, amplifica una vicisitud -siempre inminente- en cualquier circunstancia de la vida en común: cercanías, incluso las que se aman, pueden dañarse sin querer y sin saber.

 

Al daño que sí sabe que está dañando se lo llama crueldad, odio, insensibilidad, blindaje de la cercanía. Tal vez, capitalismo.

 

En la ciudad en cuarentena, se escuchan voces que dicen: “Sin casas, sin agua, sin dineros. Inhalando miserias. Ahora, pueden ver cómo estamos viviendo”.

 

El gobierno peruano declara a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional exentas de responsabilidad penal cuando “causen lesiones o muerte” reprimiendo en las calles el no cumplimiento del “confinamiento”.

 

La expresión latina amor fati se traduce como aprender a amar lo que acontece. Pero amar lo que acontece no equivale a resignarse al destino.

Resignaciones actúan como omnipotencias fatalistas.

No se trata de acatar lo que ocurre, ni de desearlo, ni de encantar la desgracia. Tampoco entregarse al refrán que sugiere: “No hay mal que por bien no venga”. A veces, las cosas solo vienen, pero otras hay que salir a buscarlas.

Se trata de valerse del impulso de lo que está sucediendo, precipitar la decisión de hacer algo con lo que acontece. Intensificar, en lo que pasa, aquello que abre porvenires.

Pero, las fórmulas no importan.

La fuerza del intento reside en que no siempre sabe hacia dónde ni qué.

 

El secreto no reside en saberse diferente, sino en saber lo diferente, el sentido inagotable de lo que difiere.

 

Intimidades precipitan, también, lo peor.

A veces, donde se esperan cariños advienen violencias, donde se esperan caricias advienen golpes, donde se esperan contenciones advienen ahogos.

Impotencias propietarias pueden matar.

 

Diferentes pestes arrasan la vida en común.

Una, la enfermedad del miedo. Otra, la enfermedad de la indiferencia.

Pero, también, la de la propiedad, la del resentimiento, la de la culpa, la de la ambición, la del sí mismo.

Además de otras que la enfermedad del olvido, a su manera, remedia.

 

Cuidados se entienden más con respetos que con miedos.

Miedos demandan seguridad, control, previsibilidad.

Actúan como propietarios que se creen dueños de la salud.

Respetos saben que no tienen potestad sobre nada.

Agradecen residencias pasajeras en la vida.

 

Ocurrencias que dan risa se balancean como boyas que flotan en superficies angustiadas.

El común reír -no la burla ni la ironía que lastima- ayuda a respirar.

 

Los furiosos japoneses en alianza con el corona // Jun Fujita Hirose

Tokio, 1 de abril 2020

 

Muchos japoneses están viviendo desde hace dos meses una relación ambivalente con el coronavirus. Cierto que les da miedo, pero al mismo tiempo se alían secretamente con él. Aquella alianza subterránea se produce ante el gobierno japonés actual, considerado quasi unánimemente como el gobierno más corrupto y nocivo de la historia japonesa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

En septiembre de 2013, en Buenos Aires, en su discurso dirigido a los miembros del comité olímpico internacional que iban a votar la ciudad anfitriona de los juegos olímpicos de 2020, Shinzo Abe, actual primer ministro japonés, reelecto a fines del año precedente, declaró: “La situación está bajo control. No hay ningún tipo de problema de salud ni en el presente ni para el futuro. Hoy en día, bajo el cielo azul de Fukushima los niños juegan al fútbol.” Lo dijo cuando todos los habitantes en Japón sabían perfectamente que la realidad era muy distinta y que la central nuclear de Fukushima de la Tepco (Tokyo Electric Power Company) no pararía de emitir por muchos años una enorme cantidad de radioactividad en la tierra, en el aire y en la agua. Para ellos, la organización de las Olimpiadas en Tokyo en 2020 no era sino una denegación ofensiva de la situación real en que se vivían, denegación orquestrada a la fuerza por el gobierno de Abe, en complicidad con el poder económico mundial. Así se estableció y se difundió inmediatamente en la población japonesa un potente sentimiento de rechazo al llamado “Tokyo 2020”.

La realidad que el gobierno japonés quiere denegar y hacer caer en el olvido, bajo el efecto de alucinación del espectáculo deportivo no es sólo la de la permanente contaminación radioactiva sino también la de la decadencia irreversible del Japón en cuanto superpotencia económica. Muchos japoneses, y los jóvenes en particular, se ponen a inventar nuevas formas de vida, diversas de las de hace treinta años. El propio accidente de Fukushima en curso no hace sino acelerar este proceso. En Japón nadie o casi nadie se entusiasma hoy ni con un megaevento como las Olimpiadas, alimentadas por la electricidad producida por los reactores nucleares reabiertos, ni con una megaconstrucción como la de la red del TAV de levitación magnética entre Tokyo y Nagoya. Todos esos megaproyectos son feos simulacros anacrónicos de la gloriosa postguerra japonesa.

Durante sus dos primeros años (2013-2015), la acción del gobierno de Abe suscitó la reacción de dos movimientos populares contestatarios particularmente masivos: el primero, contra el proyecto de ley sobre los secretos de Estado, y luego, el segundo, contra la decisión gubernamental del cambio de interpretación constitucional y la consecuente nueva legislación sobre las Fuerzas Armadas de Autodefensa. En ambos casos, los japoneses acabaron por enfrentarse con su propia impotencia política ante un gobierno de tendencia casi abiertamente fascista. Esto explica el hecho de que después de la derrota de las protestas contra la militarización en 2015, no tuvo lugar ninguna movilización masiva en Japón a pesar de una serie de escándalos de corrupción que implicaban al propio Shinzo Abe. En estos últimos cinco años, el odio popular al primer ministro y a su gobierno de coalición -entre el Partido Liberal Democrático y el Komeito- se expresaba sólo en forma discursiva, en Twitter en particular.

En este contexto político desesperante apareció el coronavirus. El gobierno de Abe parece haber comprendido desde las fases iniciales que el virus podría constituir una amenaza seria para su queridísimo Tokyo 2020. Así empezó su batalla contra el virus, batalla que consistía principalmente en subestimar adrede el efecto de la epidemia en el territorio japonés, reduciendo a lo más mínimo el número de pruebas de PCR, y evitando adoptar qualquier medida drástica de protección. El gobierno de Abe, así como el comité olímpico internacional y el japonés, quería mantener absolutamente la imagen de un Japón corona free cuando el Covid-19 se estaba volviendo pandemia mundial. Y esta nueva denegación gubernamental de la situación real es la que condujo a muchos japoneses a entrar en alianza clandestina con el coronavirus.

El 24 de marzo, el gobierno japonés, junto con el comité olímpico internacional, anunció públicamente el aplazamiento por un año de Tokyo 2020. Y con esto, el gobierno de Abe de repente se permitió hablar de la declaración posible de un estado de emergencia y de la toma posible de una medida de confinamiento para la ciudad de Tokyo. ¿El corona venció? Sólo a medias, desde el punto de vista de los japoneses furiosos. Cierto que festejamos la aparición, tan deseada desde hace muchos años, de una verdadera amenaza para el poder neoliberal fascista, pero lo que queríamos y queremos es una anulación inmediata y no en absoluto un aplazamiento, el cual significa sólo una época de purgatorio prolongada, en que el gobierno de Abe reorganizará sus pospuestas Olimpiadas como evento “testimonial de la victoria de la humanidad sobre el nuevo coronavirus” (dixit el propio Abe).

Muchos japoneses están ya listos a infectarse e incluso a morir por derribar el gobierno de Shinzo Abe y por enterrar definitivamente este abominable Tokyo 2020. Es una nueva forma de lucha armada la que está naciendo acá en un rincón del Extremo Oriente. Los japoneses rebeldes se identifican con el movimento del coronavirus, el cual se mueve a su turno identificándose con los grandes movimientos de desterritorialización absoluta de la Tierra. En una lucha armada, ¿no es siempre la Tierra la que nos proporciona las armas?

La performatividad del Coronavirus // Eduardo Medina

1.
Un extraño virus aparece en una ciudad de China y empiezan a morir personas. Es una nota de color. El virus al parecer se produjo por la ingesta de murciélagos. Wuhan se llama la ciudad. Un mercado de ahí parece ser el epicentro de todo. La noticia no es el virus, sino que en China comen murciélagos. Pero el virus escapa al factor murciélago y empieza a propagarse en diversas regiones de China y de otros países al rededor. Con el transcurrir de las semanas la noticia cobra más espacios en canales de televisión, medios online e impresos, pues organismos internacionales han hecho declaraciones al respecto afirmando la seriedad y mortalidad del virus. El virus tiene nombre, se llama “Coronavirus”. ¿Por qué ese nombre? Ahora está en un crucero, el Coronavirus parece que está allí. Hay infectados, un barco amarrado a un muelle por la fuerza. Y hay argentinos. En el crucero hay argentinos que también podrían tener el Coronavirus. La noticia nos es lejana aun. Pero China se ha blindado. El Estado de ese país toma medidas, restringe la circulación, amuralla Wuhan y los médicos e investigadores entran en acción en los distintos laboratorios. Finalmente el Coronavirus llega a Europa a través de la globalización, viajes comerciales y demás. Hay muertos en Europa, infectados, declaraciones al respecto de distintos mandatarios. ¿Puede llegar ese Coronavirus a Latinoamérica, a la Argentina por ejemplo? ¿Cuándo? ¿Nos debemos preocupar? En las redes sociales empiezan a circular chistes del Coronavirus, memes, videos, gif y stickers en Whatsapp. Una noticia grave sale por todos los medios: hay un infectado en el país y otros posibles contagiados. Son personas que vinieron de Europa. Es marzo de 2020. El Coronavirus ha llegado hasta nosotros. Está entre nosotros. Van a empezar a cerrar lugares, cortar el tránsito, tomar medidas drásticas. Van a anunciar una cuarentena, aparentemente obligatoria. Habla Alberto Fernández. La cuarentena está decretada. Todos en sus casas. ¿Qué es el Corona-virus?

 

2.
Como registro (libre) de una noticia, el Coronavirus es una más de tantas. Pero para los argentinos, luego de la última dictadura cívico-militar, solo la cruenta Guerra de Malvinas tuvo un efecto parecido. Allí hay un clásico y muy comentado estudio de Lucrecia Escudero Chauvel, Rumores y estrategias de guerra. La historia del submarino Superb, sobre la supuesta llegada a las costas del país de un temible y poderoso submarino ingles llamado “Superb”, construido a través de las noticias pero que nunca siquiera salió del puerto británico en donde se encontraba. Lo que finalmente sí llegó fue la guerra, que dejó muertos, heridos y un saldo traumático que aun no se pudo suturar para todos los que participaron en ella y para la sociedad en su conjunto. En ese trabajo Escudero Chauvel se pregunta, además de cómo se construye un rumor y de su forma práctica, cuáles son las distinciones mediáticas y socioculturales que permiten que un rumor, luego de una semiósis social, llegue a tener un valor o estatus ontológico, de “verdad”, es decir, de “verdad” para el que lo lee. Para la autora, en los medios de comunicación, ante la dicotomía Verdad/Falsedad, los mismos intervienen con una lógica propia que se da a través de la generación de “mundos posibles”, de un “irrealismo eficaz”, creando de este modo una “verdad mediática”. En el consumo y tráfico de información, ante la imposibilidad física y técnica de la comprobación o verificación, se hace imprescindible una eficacia simbólica capaz de dar confianza y credibilidad en los medios que la difunden, pero también un orden al mundo de los signos que nos circundan, que nos envuelven y de los que nosotros somos dinámicos reproductores y ahora, en los últimos tiempos, también ávidos productores. 

Es claro que el estudio de Escudero Chauvel tiene como condición temporal de producción las décadas del `80 y del `90, a donde la Internet era casi inexistente y la explosión de las redes sociales aun ni se vislumbraba. Hablamos de una circulación  de la comunicación descendente, es decir, de los medios de comunicación hacia la sociedad. En la actualidad esa circulación ha cambiado, se ha trastocado. Ahora existe, además de la circulación comunicacional descendente, la horizontal y la ascendente.  En donde la horizontal no tiene casi mediación temporal, es instantánea, a través de grupos en redes sociales, páginas web y blogs. Y la ascendente es la que producen los sujetos desde sus hogares o distintos espacios, no ya en papel o ni siquiera a través de una computadora, sino en los teléfonos celulares, usando las redes sociales como plataformas, pero también los comentarios en diarios online o hashtag. No un tweet, sino el comentario de un tweet puede ser la noticia que “levanta” un medio online o el noticiero de un canal de aire, estableciendo así un pasaje entre dos formas de discursividad distintas.

Lo que el Coronavirus pone en cuestión como noticia y como discurso es la circulación, el valor que tiene la circulación del discurso en una sociedad, frente a los miles y miles de estudios y papers que han puesto por apatía (y tal vez por facilidad) el foco tanto en la producción como en la recepción de dichos discursos. Es claro que la circulación no es un ente conceptual sencillo de apresar, pues juega con la instantaneidad como su condición más fiel de permanencia y persistencia. Si los medios masivos y las redes sociales habían puesto en jaque a los analistas e investigadores sociales, la semántica de una pandemia y la performatividad del significante llamado Coronavirus, directamente han desbaratado las herramientas teóricas con las que contamos. 

 

3.
¿Qué es el Corona-virus? ¿Es algo que podemos testear, verificar, comprobar por nosotros mismos? ¿Cuántos de nosotros tenemos amigos contagiados o muertos por este virus? Lo que nosotros tenemos es una construcción sociocultural del virus, llamado “Coronavirus”, pero que lentamente va produciendo el desplazamiento a su originario pero más sofisticado nombre “COVID 19” (todo en mayúsculas).

Nada de esto implica desconocer bajo ningún aspecto las declaraciones y mandatos de las autoridades nacionales y mundiales sobre esta problemática, ni mucho menos ignorar las innumerables muertes producidas en los distintos países a raíz de un mismo diagnóstico: Coronavirus. Es bueno hacer esa aclaración. Lo que intentamos es posicionarnos críticamente frente al significante Coronavirus y tal vez empezar a socavar a tiempo los elementos que componen esa significación.

¿Qué hay adentro del Coronavirus? Muerte, miedo, aislamiento, Estado, política, información, humor, enfermedad, Presidente, respiradores, China, Italia, España, Bolsonaro, Trump, barbijos, abuelos, estornudos, tos, calle, calle-vacía, encierro, soledad, angustia, etc. etc. ¿Quién puso todo eso ahí adentro? Como titularía Borges, todos y ninguno. Incluso a diferencia de otros significantes que no tienen correlato en el mundo fáctico, el Coronavirus guarda para sí la instancia de que puede vérselo o al menos hay personas que pueden verlo, como los médicos que seguramente podrán observarlo a través de microscopios en los laboratorios. Entonces tiene una existencia positiva, real, pero para nosotros, ciudadanos de a pie, el virus es una consecuencia, un efecto de algo que no vemos ni podemos ver, que no podemos comprobar. Y hacerlo, comprobarlo, posiblemente sea nuestra muerte o la muerte de un familiar o ser querido. Por lo tanto es posible discursivamente llamarlo “enemigo” como lo han hecho entre muchos otros Emmanuel Macron, presidente de Francia, o Alberto Fernández, el presidente argentino. Y la palabra “enemigo” en la política tiene un peso muy particular. Que todos y ninguno sean los responsables de lo que significa el Coronavirus y que el mismo goce de algún estatus real, permite deslindar culpas o atribuirlas, desentenderse o hacerse cargo, visibilizar el problema o no hacerlo, infundir el miedo o la calma, pero fundamentalmente esta construcción permite darle el carácter de verdad necesario para la acción, en principio contra el propio virus. Es como decir, “No importa que no lo hayas visto o no sepas, el Coronavirus existe porque hay una comunidad científica que sí lo vio. Y la OMS y el Estado le creen a esa comunidad”.

 

4.
En este punto del problema, queda la certeza de que las diversas instituciones y el Estado siguen teniendo una clara influencia sobre distintos procesos sociosemióticos, no ya como antaño en donde discursos alternativos al oficial, clandestinos o “ilegales”, muy de vez en cuando le ganaban la batalla. El Estado ya no pelea solo contra medios de comunicación. Hoy la sociedad (¿civil?) juega sus fichas en la circulación de la información. Y hasta podría decirse que los medios monopólicos han empezado a trazar ciertas alianzas con esa sociedad en desmedro del Estado y sus políticas públicas a través de esos pasajes entre distintas discursividades que más arriba mencionábamos. Tal vez la salud pública sea el último reducto o esfera de la praxis en donde el Estado cuenta con legitimidad para actuar y provocar acciones como las que estamos viendo hoy en día.

La salud pública o su reverso, la pandemia que ahora nos invade, parecen tener un efecto político que pocas veces se había podido observar. Un presidente ordenando a los ciudadanos retirarse a sus casas para aislarse, perdiendo la “libertad” garantizada por las constitución y afianzada por la costumbre, sin dudas que es un hecho sin precedentes, mucho más por el acatamiento generado. ¿Qué es lo que produce ese acontecimiento? Hay un trasfondo institucional que parecía perdido (felizmente) desde la última dictadura cívico-militar, que es el uso legítimo de la violencia. Las fuerzas de seguridad desplegadas en las calles resguardando que las medidas se cumplan. Como bien habíamos visto en las últimas décadas, el Estado había perdido parte importante de este atributo a partir de la prerrogativa de que usar la fuerza pública garantizaba un orden coyuntural, pero a la vez restaba legitimidad al gobierno que lo usase. Por otro lado, la pandemia tiene el trasfondo, no de la muerte, sino del miedo a la muerte. Por lo que el ciudadano, al desplazarse, se encuentra ante dos temores que lo acechan complementándose en la efectividad del fin deseado por el Estado.

El Coronavirus opera la irrupción de lo Real en nuestras vidas. Porque el temor está en el cuerpo y es una de las tantas pasiones o sensaciones de las que no podemos escapar mediante un juego simbólico cotidiano. Es lo que finalmente no se puede nombrar. A donde no hay universo simbólico que nos salve, que ponga palabras en su reemplazo. Y es ahí a donde el Estado parece hacerse cargo de nuestra angustia a través de su institucionalidad, de su edificio, de su facticidad. El Estado asume un saber que no tenemos, y ahora es él el que sabe y nosotros no, cuando por años hablamos de que el Estado era el atraso, la inoperancia y la ignorancia. ¿Será que cambió y ahora sabe, o lo hemos re-significado? Esa re-significación, en todo caso ¿será transitoria o permanente? ¿Para la salud pública solamente o para las demás prácticas sociales? Tenemos en ese punto un hecho positivo, pero también una posibilidad.

 

5.
En efecto, la salud pública, o más precisamente el Coronavirus, es el aleph desde donde el Estado está pudiendo encontrar una forma de observar y posicionarse frente a problemáticas sociales de múltiple índole. Ese lugar desde donde el Estado ve a través del Coronavirus es su acción más potente en años. Nunca había tenido todos los temas más acuciantes simultáneamente en agenda como ahora. Porque lo que revela la pandemia es un sistema de salud deficiente, un sistema de educación atrasado tecnológicamente, una economía endeble que se derrumba ante el primer traspié, la pobreza, la exclusión, la marginación, la falta de una comunicación confiable entre el Estado y los ciudadanos, la violencia de género que se agudiza en la cuarentena, el drama de la vejez, del trabajo en negro, etc., etc. En definitiva, la desigualdad que el aparato estatal por su propia historia y naturaleza ha querido y debido reproducir desde que se formó. Algo que en menor escala pasó en Estado Unidos con el Huracán “Katrina” en el año 2005. Todas problemáticas estructurales que no pueden ser atribuidas a un solo gobierno, pero que sí se le deben marcar al conjunto social y a la clase política en particular.

 

6.
Entonces tenemos por un lado un Coronavirus para la ciudadanía y, por otro, uno para el Estado y los distintos estamentos gubernamentales (Nación, provincia y municipios). El significante no opera de la misma manera, más allá de que, en la práctica, el discurso de un presidente, Alberto Fernández en este caso, o de cualquier gobernador o intendente, parezca igualar el problema en el valor que tenga el término “Coronavirus” y las problemáticas que arrastra. El saber, el conocimiento, la información que se registran alrededor del Coronavirus son operadores fundamentales. Lo que en el Análisis del Discurso se llama “extratextualidad”, “saberes extratextuales”, trabajan en el universo cognoscitivo de una manera desmedida, formando mayas o redes de información a donde atrapar el significante “Coronavirus”, para así convertirlo o re-convertirlo diariamente en un significante cada vez más monstruoso. Los saberes que despliega el significante temporal y espacialmente parecen agolparse ante nuestros ojos y sentidos de una forma caótica, casi imposibles de procesar y categorizar. Hasta la vida intima parece mediada por el significante Coronavirus, trazando distancias reales y convirtiendo a la virtualidad en la incompletud de la incompletud.

El discurso del Gobierno opera esa extratextualidad todo el tiempo. La escenificación del pote de alcohol en gel en los estrados o escritorios desde donde los distintos representantes difunden información y pautas, es el cruce y a la vez la distancia que marca la significación del Coronavirus. De un lado estamos Nosotros, del otro Ustedes, pero nos une este objeto que aquí está y que pasa a representar el problema y el grado de cercanía que tenemos. No es ya un Estado paternalista, tampoco un amigo, pero sin dudas que el virus ha impuesto una relación Estado-Sociedad mediada por un discurso volcado a la salud, al cuidado, al respeto, a la seguridad y a la prevención, que deberá encontrar su nombre en los próximos  tiempos.

Todo esto también implica que no se está discutiendo el poder del Gobierno, ni las medidas que toma. De a ratos ni siquiera se debaten las formas o los modos, como se acostumbra hacer en la llamada “patria panelista” de los canales de televisión. Ni siquiera se está discutiendo el valor que el Gobierno le asigna al Coronavirus como problemática social. ¿Cómo puede ser posible eso? Es como si nadie quisiera estar ahí, asumiendo todo ese universo de problemas que la pandemia dispara, ni siquiera del lado crítico. Si hasta incluso Patricia Bullrich, virtual líder de la oposición, escribió un tweet luego de la conferencia del Alberto Fernández  el domingo 29 de marzo diciendo: “Presidente, apoyaremos la cuarentena y trabajaremos, como oposición responsable, junto al Gobierno y a todos los argentinos para lograr el mejor resultado como país”. Sin un ápice de ironía, sarcasmo o distancia, el breve posteo de Bullrich puede ser el de cualquier gobernador del PJ o de un líder sindical aliado al Gobierno. ¿Cómo se produce un desplazamiento semejante en una sociedad marcadamente antagonista?

 

7.
El Coronavirus marca lo que en semiótica puede llamarse como “esfera de guerra”. Una instancia social, histórica, temporal, en la que el significante obliga a su aceptación plena o a la exclusión de quien lo rechaza. En los meses que duró la Guerra de Malvinas, el actor o individuo que no apoyaba a las Fuerzas Armadas (Gobierno de facto en ese momento) era poco menos que un enemigo, un apátrida, un traidor. Si en un autobús de línea se identificaba a un negador de la “gesta”, rápidamente se procedía a bajar al mismo de ahí a los insultos, cuando no a los golpes. Lo mismo sucedía en canchas de futbol, escuelas, universidades. El que repudiaba o criticaba la iniciativa de “recuperar las Malvinas” se convertía en un paria.

Pero una “esfera de guerra” no se consigue solo con la llegada de un  “enemigo” y su obvia identificación. Se necesita de todo un sistema de operaciones simbólicas para lograrlo. Y esas operaciones a veces llevan semanas o meses de preparación, dependiendo más del azar y de sucesos acontecimentales que de la manipulación o planificación de acciones, como a los fanáticos de las teorías conspirativas les gustaría pensar.

Las palabras “enemigo”, “excepción”, “guerra”, “lucha”, “preparación”, acondicionan el campo semántico necesario para una guerra. Pero hace falta que el sujeto, la población, el ciudadano, se sienta en esa guerra, asuma una posición, identifique a sus aliados, pero principalmente a ese “enemigo”, a esa otredad, y también a la línea que lo separa de unos y de otros. ¿A dónde está esa línea que nos confronta con el Coronavirus? ¿A dónde están mis aliados? ¿Puedo confiar en el de al lado? ¿O mi vecino puede estar infiltrado el enemigo?

Solamente en una guerra una sociedad puede ser tan operada por un significante. ¿Cuál es la diferencia sociosemiótica entre un contexto bélico y uno como el que actualmente vivimos? La condición del enemigo al que nos enfrentamos, su identificación, su nombre, su materialidad. El enemigo Coronavirus, como ente, puede circular entre nosotros, pues ha cobrado una existencia óntica merced a la circulación sincrónica y diacrónica del saber de su existencia. Ya existe fuera de nosotros. La relación con otros elementos del discurso le han dado un valor, una identidad. En cuanto a su ontología, es un saber al que nos da miedo  llegar, pero del que queremos apropiarnos. En tiempos de lo pos y de la interminable y solapada condena a las ideologías y los grandes relatos, podemos afirmar que la verdad, la vieja y bella Verdad, sigue ejerciendo su seducción como siempre lo ha hecho. El Coronavirus nos muestra su semblante, nos asusta descubrirlo, pero conjuramos ese incordio con el humor, con la reflexión veloz basada en el dato cotidiano, con el consumo de la información que le sigue dando forma continua, con la conversación virtual custodiada por su presencia. 

 

8.
La pandemia impone orden y control, pero no lo hace con la cohesión de la fuerza ni con un relato abierto, tampoco con la amenaza de un enemigo real. No es por solidaridad que el ciudadano se “guarda”, ni por cuidado de sí y de los otros (más allá de que luego esa sea la justificación pública de su acción). Es la soberanía del significante, como decía Foucault, lo que nos compele a aislarnos. No sabemos qué hacer ante el poder de los signos. La aparición de un elemento constitutivo del discurso del Coronavirus puede llegar a infundirnos el más profundo de los temores. El signo de la pandemia puede estar en un taper, en la ropa, en la vereda. Soñamos dormidos y despiertos con el contacto que no llega, con la posibilidad de su ingreso en nuestro cuerpo. ¿Tiene todo esto algo que ver con las filosofías de lo bio, de lo tecno, de lo pos? Nada. En absoluto. El Estado no se ha movido de su lugar. Las instituciones públicas y privadas, si no están cerradas, han reducido al máximo su influencia. El presidente no decidirá la muerte de nadie, más no sea por la omisión infructuosa de alguna medida de salud. No, nada de todo eso. El poder de sujeción de los cuerpos ha cambiado de lugar, pero lo ha hecho a un sitio que no estaba previsto en las filosofías contemporáneas

El Coronavirus parece ser más soberano que cualquier atributo estatal. Su infinita semiósis lo impregna todo. Compite con la política en ese acaparamiento, y también compite con el poder financiero en la velocidad de su desplazamiento.

Las amplias secciones de noticias dedicadas a la pandemia se basan en historias de vida, fotos, amplia dependencia de lo ocurrido en Europa y, por supuesto, la contabilidad diaria, minuto a minuto, de los muertos, tanto en Italia como en España, Estados Unidos y ahora en Francia. El número de muertos es clave para entender la construcción. El virus es muerte, hoy la muerte es el Coronavirus. Las muertes por accidentes de tránsito, violencia de género o asaltos a mano armada han perdido el estatus que tenían. Nadie parece morir sino no es por el virus que anda, que está entre nosotros, que circula. Por ese enemigo invisible que nos obliga a aislarnos, guardarnos, mantener las distancias, reservar el saludo, ser solidarios, consecuentes con lo que disponen las autoridades, etc.

Como antes dijimos, orden y control que no está viniendo de poderes instituidos o emergentes, sino de la tiranía de un poderoso significante. Desatado y tan letal como los efectos que produce en los cuerpos que toca. Ese des-encadenamiento se da en el marco de una sociedad que parece no poder ya controlar, seleccionar y redistribuir con los viejos procedimientos los discursos producidos, tal como había hipotetizado Foucault. Y por lo pronto y ante el latiguillo repetitivo “no se sabe mucho de él”, tampoco las filosofías actúales pueden dar con el concepto capaz de conjurar sus poderes y peligros, dominar los acontecimientos aleatorios que nos invaden y esquivar la temible materialidad en las que nos vemos envueltos.

 

Mientras tanto, nosotros acá, no hemos hecho más que seguir alimentando al monstruo.     

 

 

Paraná, 3 de abril de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

Causalidad de la pandemia, cualidad de la catástrofe // Ángel Luis Lara

1.

En octubre de 2016 los lechones de las granjas de la provincia de Guangdong, en el sur de China, comenzaron a enfermar con el virus de la diarrea epidémica porcina (PEDV), un coronavirus que afecta a las células que recubren el intestino delgado de los cerdos. Cuatro meses después, sin embargo, los lechones dejaron de dar positivo por PEDV, pese a que seguían enfermando y muriendo. Tal y como confirmó la investigación, se trataba de un tipo de enfermedad nunca visto antes y al que se bautizó como Síndrome de Diarrea Aguda Porcina (SADS-CoV), provocada por un nuevo coronavirus que mató a 24.000 lechones hasta mayo de 2017, precisamente en la misma región en la que trece años antes se había desatado el brote de neumonía atípica conocida como «SARS».

En enero de 2017, en pleno desarrollo de la epidemia porcina que asolaba a la región de Guangdong, varios investigadores en virología de Estados Unidos publicaban un estudio en la revista científica «Virus Evolution» que señalaba a los murciélagos como la mayor reserva animal de coronavirus en el mundo. Las conclusiones de la investigación desarrollada en China acerca de la epidemia de Guangdong coincidieron con el estudio estadounidense: el origen del contagio se localizó, precisamente, en la población de murciélagos de la región. ¿Cómo una epidemia porcina había podido ser desatada por los murciélagos? ¿Qué tienen que ver los cerdos con estos pequeños animales alados? La respuesta llegó un año más tarde, cuando un grupo de investigadores e investigadoras chinas publicó un informe en la revista Nature en el que, además de señalar a su país como un foco destacado de la aparición de nuevos virus y enfatizar la alta posibilidad de su transmisión a los seres humanos, apuntaban que el incremento de las macrogranjas de ganado había alterado los nichos de vida de los murciélagos. Además, el estudio puso de manifiesto que la ganadería industrial intensiva ha incrementado las posibilidades de contacto entre la fauna salvaje y el ganado, disparando el riesgo de transmisión de enfermedades originadas por animales salvajes cuyos hábitats se están viendo dramáticamente afectados por la deforestación. Entre los autores de este estudio figura Zhengli Shi, investigadora principal del Instituto de Virología de Wuhan, la ciudad en la que se ha originado el actual COVID-19, cuya cepa es idéntica en un 96% al tipo de coronavirus encontrado en murciélagos a través del análisis genético.

 

2.

En 2004, la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, más conocida como FAO por sus siglas en inglés, señalaron el incremento de la demanda de proteína animal y la intensificación de su producción industrial como principales causas de la aparición y propagación de nuevas enfermedades zoonóticas desconocidas, es decir, de nuevas patologías transmitidas por animales a los seres humanos. Dos años antes, la organización por el bienestar de los animales Compassion in World Farming había publicado un interesante informe al respecto. Para su elaboración, la entidad británica utilizó datos del Banco Mundial y de la ONU sobre industria ganadera que fueron cruzados con informes acerca de las enfermedades transmitidas a través del ciclo mundial de producción de alimentos. El estudio concluyó que la llamada «revolución ganadera», es decir, la imposición del modelo industrial de la ganadería intensiva ligado a las macrogranjas, estaba generando un incremento global de las infecciones resistentes a los antibióticos, así como arruinando a los pequeños granjeros locales y promoviendo el crecimiento de las enfermedades transmitidas a través de los alimentos de origen animal.

En 2005, expertos de la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial de Sanidad Animal, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos y el Consejo Nacional del Cerdo de dicho país elaboraron un estudio en el que trazaron la historia de la producción ganadera desde el tradicional modelo de pequeñas granjas familiares hasta la imposición de las macro-granjas de confinamiento industrial. Entre sus conclusiones, el informe señaló como uno de los mayores impactos del nuevo modelo de producción agrícola su incidencia en la amplificación y mutación de patógenos, así como el riesgo creciente de diseminación de enfermedades. Además, el estudio apuntaba que la desaparición de los modos tradicionales de ganadería en favor de los sistemas intensivos se estaba produciendo a razón de un 4% anual, sobre todo en Asia, África y Sudamérica.

A pesar de los datos y las llamadas de atención, nada se ha hecho para frenar el desarrollo de la ganadería industrial intensiva. En la actualidad China y Australia concentran el mayor número de macrogranjas del mundo. En el gigante asiático la población de ganado prácticamente se triplicó entre 1980 y 2010. China es el productor ganadero más importante del mundo, concentrando en su territorio el mayor número de «landless systems» (sistemas sin tierra), macroexplotaciones ganaderas en las que se hacinan miles de animales en espacios cerrados. En 1980 solamente un 2,5% del ganado existente en China se criaba en este tipo de granjas, mientras que en 2010 ya abarcaba al 56%.

Como nos recuerda Silvia Ribeiro, investigadora del Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (ETC), una organización internacional enfocada en la defensa de la diversidad cultural y ecológica y de los derechos humanos, China es la maquila del mundo. La crisis desatada por la actual pandemia provocada por el COVID-19 no hace más que desnudar su papel en la economía global, particularmente en la producción industrial de alimentos y en el desarrollo de la ganadería intensiva. Sólo la Mudanjiang City Mega Farm, una macrogranja situada en el noreste de China que alberga a cien mil vacas cuya carne y leche se destinan al mercado ruso, es cincuenta veces más grande que la mayor granja de vacuno de la Unión Europea.

 

3.

Las epidemias son producto de la urbanización. Cuando hace alrededor de cinco mil años los seres humanos comenzaron a agruparse en ciudades con densidad poblacional, las infecciones lograron afectar simultáneamente a grandes cantidades de personas y sus efectos mortales se multiplicaron. El peligro de pandemias como la que nos afecta en la actualidad surgió cuando el proceso de urbanización de la población se hizo global. Si aplicamos este razonamiento a la evolución de la producción ganadera en el mundo las conclusiones son realmente inquietantes. En el espacio de cincuenta años la ganadería industrial ha «urbanizado» una población animal que previamente se distribuía entre pequeñas y medianas granjas familiares. Las condiciones de hacinamiento de dicha población en macro-granjas convierten a cada animal en una suerte de potencial laboratorio de mutaciones víricas susceptible de provocar nuevas enfermedades y epidemias. Esta situación es todavía más inquietante si consideramos que la población global de ganado es casi tres veces más grande que la de seres humanos. En las últimas décadas, algunos de los brotes víricos con mayor impacto se han producido por infecciones que, cruzando la barrera de las especies, han tenido su origen en las explotaciones intensivas de ganadería.

Michael Greger, investigador estadounidense en salud pública y autor del libro Bird Flu: A virus of our own hachting (Gripe aviar: un virus de nuestra propia incubación), explica que antes de la domesticación de pájaros hace unos 2.500 años, la gripe humana seguramente no existía. Del mismo modo, antes de la domesticación del ganado no se tiene constancia de la existencia del sarampión, la viruela y otras infecciones que han afectado a la humanidad desde que aparecieron en corrales y establos en torno al año 8.000 antes de nuestra era. Una vez que las enfermedades saltan la barrera entre especies pueden difundirse entre la población humana provocando trágicas consecuencias, como la pandemia desatada por un virus de gripe aviar en 1918 y que tan sólo en un año acabó con la vida de entre 20 y 40 millones de personas.

Como explica el doctor Greger, las condiciones de insalubridad en las atestadas trincheras durante la Primera Guerra Mundial no sólo figuran entre las variables que causaron una rápida propagación de la enfermedad en 1918, sino que están siendo replicadas hoy en día en muchas de las explotaciones ganaderas que se han multiplicado en los últimos veinte años con el desarrollo de la ganadería industrial intensiva. Billones de pollos, por ejemplo, son criados en estas macrogranjas que funcionan como espacios de hacinamiento susceptibles de generar una tormenta perfecta de carácter vírico. Desde que la ganadería industrial se ha impuesto en el mundo, los anuales de medicina están recogiendo enfermedades antes desconocidas a un ritmo insólito: en los últimos treinta años se han identificado más de treinta nuevos patógenos humanos, la mayoría de ellos virus zoonóticos inéditos como el actual COVID-19.

 

4.

El biólogo Robert G. Wallace publicó en 2016 un libro importante para trazar la conexión entre las pautas de la producción agropecuaria capitalista y la etiología de las epidemias que se han desatado en las últimas décadas: Big Farms Make Big Flu (Las macrogranjas producen macrogripe). Hace unos días, Wallace concedió una entrevista a la revista alemana Marx21 en la que enfatiza una idea clave: focalizar la acción contra el COVID-19 en el despliegue de medidas de emergencia que no combatan las causas estructurales de la pandemia constituye un error de consecuencias dramáticas. El principal peligro que enfrentamos es considerar al nuevo coronavirus como un fenómeno aislado.

Tal y como explica el biólogo estadounidense, el incremento de los incidentes víricos en nuestro siglo, así como el aumento de su peligrosidad, se ligan directamente con las estrategias de negocio de las corporaciones agropecuarias, responsables de la producción industrial intensiva de proteína animal. Estas corporaciones están tan preocupas por el beneficio económico que asumen como un riesgo rentable la generación y propagación de nuevos virus, externalizando los costes epidemiológicos de sus operaciones a los animales, las personas, los ecosistemas locales, los gobiernos y, tal y como está poniendo de manifiesto la actual pandemia, al propio sistema económico mundial.

Pese a que el origen exacto del COVID-19 no está del todo claro, señalándose como posible causa del brote vírico tanto a los cerdos de las macrogranjas como al consumo de animales salvajes, esta segunda hipótesis no nos aleja de los efectos directos de la producción agropecuaria intensiva. La razón es sencilla: la industria ganadera es responsable de la epidemia de Gripe Porcina Africana (ASF) que asoló las granjas chinas de cerdos el pasado año. Según Christine McCracken, una analista en proteína animal de la multinacional financiera holandesa Rabobank, la producción china de carne de cerdo podría haber caído un 50% al final del año pasado. Considerando que, al menos antes de la epidemia de ASF en 2019, la mitad de los cerdos que existían en el mundo se criaban en China, las consecuencias para la oferta de carne porcina están resultando dramáticas, particularmente en el mercado asiático. Es precisamente esta drástica disminución de la oferta de carne de cerdo la que habría motivado un aumento de la demanda de proteína animal proveniente de la fauna salvaje, una de las especialidades del mercado de la ciudad de Wuhan que algunos investigadores han señalado como el epicentro del brote de COVID-19.

 

5.

Frédéric Neyrat publicó en 2008 el libro Biopolitique des catastrophes (Biopolítica de las catástrofes), un término con el que define un modo de gestión del riesgo que no pone nunca en cuestión sus causas económicas y antropológicas, precisamente la modalidad de comportamiento de los gobiernos, las élites y una parte significativa de las poblaciones mundiales en relación con la actual pandemia. En la propuesta analítica del filósofo francés, las catástrofes implican una interrupción desastrosa que desborda el supuesto curso normal de la existencia. Pese a su aparente carácter de evento, constituyen procesos en marcha que manifiestan, aquí y ahora, los efectos de algo ya en curso. Como señala el propio Neyrat, una catástrofe siempre sale de alguna parte, ha sido preparada, tiene una historia.

La pandemia que nos asola dibuja con eficacia su condición de catástrofe, entre otras cosas, en el cruce entre epidemiología y economía política. Su punto de partida se ancla directamente en los trágicos efectos de la industrialización capitalista del ciclo alimenticio, particularmente de la producción agropecuaria. Amén de las cualidades biológicas intrínsecas al propio coronavirus, las condiciones de su propagación incluyen el efecto de cuatro décadas de políticas neoliberales que han erosionado dramáticamente las infraestructuras sociales que ayudan a sostener la vida. En esa deriva, los sistemas públicos de salud se han visto particularmente golpeados.

Desde hace días circulan por las redes sociales y los teléfonos móviles testimonios del personal sanitario que está lidiando con la pandemia en los hospitales. Muchos de ellos coinciden en el relato de una condición general catastrófica caracterizada por una dramática falta de recursos y de profesionales sanitarios. Como apunta Neyrat, la catástrofe siempre posee una historicidad y se sujeta a un principio de causalidad. Desde comienzos del presente siglo, diferentes colectivos y redes ciudadanas han estado denunciando un profundo deterioro del sistema público de salud que, a través de una política continuada de descapitalización, ha llevado prácticamente al colapso de la sanidad en España. En la Comunidad de Madrid, territorio particularmente golpeado por el COVID-19, el presupuesto per cápita destinado al sistema sanitario se ha ido reduciendo críticamente en los últimos años, al tiempo que se ha desatado un proceso creciente de privatización. Tanto la atención primaria como los servicios de urgencia de la región se encontraban ya saturados y con graves carencias de recursos antes de la llegada del coronavirus. El neoliberalismo y sus hacedores políticos nos han sembrado tormentas que un microorganismo ha convertido en tempestad.

 

6.

En medio de la pandemia habrá seguramente quien se afane en la búsqueda de un culpable, ya sea en la piel del chivo expiatorio o en el papel de villano. Se trata, seguramente, de un gesto inconsciente para ponerse a salvo: encontrar a quien atribuir la culpa tranquiliza porque desplaza la responsabilidad. Sin embargo, más que empeñarnos en desenmascarar a un sujeto, resulta más oportuno identificar una forma de subjetivación, es decir, interrogarnos acerca del modo de vida capaz de desatar estragos tan dramáticos como los que hoy nos atraviesan la existencia. Se trata, sin duda, de una pregunta que ni nos salva ni nos reconforta y, mucho menos, nos ofrece un afuera. Básicamente porque ese modo de vida es el nuestro.

Un periodista se aventuraba hace unos días a ofrecer una respuesta acerca del origen del COVID-19: «el coronavirus es una venganza de la naturaleza». En el fondo no le falta razón. En 1981 Margaret Thatcher dejaba una frase para la posteridad que desvelaba el sentido del proyecto del que participaba: «la economía es el método, el objetivo es cambiar el alma». La mandataria no engañaba a nadie. Hace tiempo que la razón neoliberal nos ha convertido el capitalismo en estado de naturaleza. La acción de un ser microscópico, sin embargo, no sólo está consiguiendo llegarnos también al alma, además ha abierto una ventana por la que respiramos la evidencia de aquello que no queríamos ver. Con cada cuerpo que toca y enferma, el virus clama porque tracemos la línea de continuidad entre su origen y la cualidad de un modo de vida cada vez más incompatible con la vida misma. En este sentido, por paradójico que resulte, enfrentamos un patógeno dolorosamente virtuoso. Su movilidad etérea va poniendo al descubierto todas las violencias estructurales y las catástrofes cotidianas allí donde se producen, es decir, por todas partes. En el imaginario colectivo comienza a calar una racionalidad de orden bélico: estamos en guerra contra un coronavirus. Tal vez sea más acertado pensar que es una formación social catastrófica la que está en guerra contra nosotros desde hace ya demasiado tiempo.

En el curso de la pandemia, las autoridades políticas y científicas nos señalan a las personas como el agente más decisivo para detener el contagio. Nuestro confinamiento es entendido en estos días como el más vital ejercicio de ciudadanía. Sin embargo, necesitamos ser capaces de llevarlo más lejos. Si el encierro ha congelado la normalidad de nuestras inercias y nuestros automatismos, aprovechemos el tiempo detenido para preguntarnos acerca de ellos. No hay normalidad a la que regresar cuando aquello que habíamos normalizado ayer nos ha llevado a esto que hoy tenemos. El problema que enfrentamos no es sólo el capitalismo en sí, es también el capitalismo en mí. Ojalá el deseo de vivir nos haga capaces de la creatividad y la determinación para construir colectivamente el exorcismo que necesitamos. Eso, inevitablemente, nos toca a la gente común. Por la historia sabemos que los gobernantes y poderosos se afanarán en intentar lo contrario. No dejemos que nos enfrenten, nos enemisten o nos dividan. No permitamos que, amparados una vez más en el lenguaje de la crisis, nos impongan la restauración intacta de la estructura de la propia catástrofe. Pese a que aparentemente el confinamiento nos ha aislado a los unos de los otros, lo estamos viviendo juntos. También en eso el virus se muestra paradójico: nos sitúa en un plano de relativa igualdad. De algún modo, rescata de nuestra desmemoria el concepto de género humano y la noción de bien común. Tal vez los hilos éticos más valiosos con los que comenzar a tejer un modo de vida otro y otra sensibilidad.

 

Más allá del Coronavirus ¿Cómo salimos de la pandemia neoliberal? // Maxi Pedreros

 

Es un hecho muy inusual que un gobierno en plena crisis sea rescatado por un virus que probablemente -en el corto plazo-  haga colapsar los servicios de salud y extermine a una cantidad no menor de adultos mayores pobres. Es terrible sentir que esa potente idea de “pueblo”, ese sentimiento de unidad colectiva, forjado unos meses atrás en Chile, en el que, aunque caótico y espontáneo, se percibía un movimiento común, comience poco a poco a desintegrarse. Lo más evidente de este desmoronamiento, el rápido aumento de la popularidad de Sebastián Piñera en las encuestas. Una pregunta necesaria al respecto podría ser, ¿qué deseos trae consigo esa subida de porcentaje de aprobación? Lo que, en términos más amplios, equivaldría a preguntarse por las implicancias políticas de los actuales acontecimientos.

                Pese a todo, lejos de desvanecerse, azotado por una doble crisis, el gobierno en Chile parece estabilizarse. Sin duda, los militares en las calles no producen el mismo efecto que hace cinco meses y, en ese sentido, es certera la irónica y degradante frase del Ministro de Salud: «Un país que no quería nada de tropas en la calle, hoy clama porque tenga militares, armados, uno en cada puerta». Desde este punto de vida, la crisis sanitaria en Chile puede producir que la bestia, que se había logrado conjurar durante cinco meses, rompa el sello y emerja nuevamente.

                Se trata del retorno del Chile fabricado durante de la dictadura. El Chile del milagro económico, del paraíso del consumo y de la inversión, de la inflación 0. Chile de la compra compulsiva de papel higiénico, del asco al otro, de veraneos en medio de la miseria. Chile campeón, falo-adorador del emprendimiento y orgulloso de la satisfacción personal basada en el sufrimiento ajeno. Chile competitivo. La competencia, como siempre, termina siendo por la vida: un renovado Coliseo romano. El exitoso, paga, el fracasado, muere en el consultorio en invierno. Los ojos perdidos hoy sangran doblemente. Chile despertó, está vez dentro de otro sueño.

                Sin embargo, el fenómeno virulento, permea también nuevas posibilidades para la política global y local. Es la oportunidad para un profundo cuestionamiento al modelo económico-jurídico. El simulacro antes de la batalla decisiva. El gobierno de Chile no puede declarar cuarentena obligatoria, porque su marco de acción política está cien por ciento apegado a la razón del mercado. Las muertes, son pérdidas necesarias, inversiones quizás (hay que romper un par de huevos para hacer la tortilla), la emergencia es también una oportunidad de crecimiento, ¿quiénes están detrás de las instalaciones médicas en el lugar de reunión de la clase acomodada? Las decisiones gubernamentales deben estar al servicio del crecimiento porque eso es lo que las legitima y, lamentablemente, un porcentaje no menor del pueblo chileno también lo entiende así, ¿acaso alguien quiere seguir perdiendo dinero en sus fondos personales administrados por las AFP?

                La otra cara de la cuarentena, es la notaria disminución de la contaminación en los lugares en los que esta se ha sostenido. Lo que abre la esperanzadora pregunta, ¿será posible pensar una política gubernamental que se legitime a través de decisiones ecológicas? Una verdadera eco-política. Con decisiones ecológicas no nos referimos solo a las más urgentes frente al avance del calentamiento global y, el cada vez más acelerado, agotamiento de los recursos hídricos; sino que también, a la ecología mental y social: el necesario tiempo para digerir la experiencia colectivo-afectiva. Tampoco nos referimos a un gobierno que tome mayores medidas para la protección del medio ambiente. Un gobierno neoliberal también puede ser ecologista. Nos referimos, a fin de cuenta, a la ecología instalada en el corazón mismo de la razón de Estado.

                Para quienes somos más optimistas, la crisis sanitaria nos hace soñar con una política que desmonte la premisa “producir para producir”, en tanto, eje de todas las decisiones de gobierno. Un estado de cosas, en que el “bien común” suponga, ya no la realización completa de un capitalismo extractivista, sino, pausas necesarias en un planeta y en un psiquismo colectivo que necesitan respirar. De este modo, no se trata de pensar que el “Chile despertó” era superficial, que fue un paréntesis en medio de la masacre que seguirá acaeciendo, todo lo contrario, puesto que todavía es viable conectar esa alegre potencia colectiva del estallido con la posibilidad de un Estado soberano local y global, que ponga en el centro de su aparato administrativo, una ecología vital, que afirme con entereza lo que el pueblo mapuche viene enunciando desde hace siglos: “la tierra no es de la gente porque la gente es de la tierra.”

                 Para terminar, quisiéramos llamar la atención sobre la pragmática política que puede suponer esta crisis en un año marcado por un proceso constituyente en Chile. La crisis del COVID-19 nos demuestra que no basta con reformas política que desmantelen o suavicen ciertas políticas neoliberales (que por cierto son imperiosamente necesarias), sino que, lo que se debe reformar es fundamentalmente el sentido empresarial instalado en el centro de todas las decisiones políticas y diseminado, paradójicamente, cual virus, en millares de formaciones deseantes de la vida cotidiana.

 

Primero no fue el miedo // Marina Chena

Primero no fue miedo. Quizás asombro y la atracción que suscita lo exótico. El nombre extraño de la ciudad de los  mercados mugrientos. Lo primero fue el televisor que proyectaba los números en vivo. Casos, muertos, casos, muertos, casos, muertos.  Mapas llenos de círculos rojos que crecían como la humedad de las paredes. Después las ciudades en cuarentena, la palabra pandemia en boca de todos, la inmunidad  como incerteza. Qué fácil parece ahora la vida anterior a este sopor en el que estamos. Qué simples los cuerpos y su ritmo, su mecánica invisible. Si hubiésemos advertido que el curso de la historia se jugaba en el punto cero del contagio. La peste. La vida desconocida como tal. Quién podrá decir que la culpa no es propia. Que nada hizo para contribuir a la caída, como caen las naranjas en invierno, llenas del sabor que acumularon con la helada. 

El riesgo es una amenaza  imperceptible, omnipresente,  daña más que cualquier peste, más que la helada.  Porque ahora sí, es el miedo y su certeza, los enemigos que sabíamos ahí, en cierta forma inofensivos. Nos habíamos acostumbrado a la mansedumbre y ahora nos hablan de la guerra, como si no tuviésemos que alimentar una vida lo suficiente, dar de comer a los hijos, ganarse el pan. Una vida es tan poco después de todo, cuando hablan de la guerra. En la guerra a escala planetaria, una vida ya no cuenta. Solo se trata de amigos o enemigos y su distribución exacta. 

El deseo, en cambio, es tan distinto,  corre, llama, mezcla lo que no debía mixturarse, enciende por sí solo la soledad de los días. El deseo tomando de los cuerpos su memoria de músculos, la verdad de lo vivo, poder decir aquí he sido amada. Los cuerpos, habituados al cansancio de sostener una rutina de siglos, siguen siendo lo único que ofrece novedad en el desierto humano. O acaso no los han visto inclinarse, parecer vencidos y –sin embargo- encontrar la belleza y el goce. Los cuerpos amputados, torturados, enterrados de mujeres no nos han mostrado que la vida siempre vuelve, que la casa está donde descansan los muertos. 

Quisiera un cuerpo donde alojar la peste, anhelar el contagio y extenderme en otros cuerpos donde encontrar mi morada. Tocar y ser tocada. Saber que no habrá nada que nos proteja de la muerte o de esta obediencia marcial, que acabará siendo lo mismo.

La inmovilización // Horacio González

I

Ya parece quedar claro que las medidas de inmovilización de la población -y consecuentemente de la producción y demás vínculos comunitarios de los denominados “presenciales”-, son tomadas por todo tipo de gobiernos, en general basados en credos socialdemócratas, pero también en China y Estados Unidos, cuyos sistemas políticos no son fáciles de definir. Más allá de cómo los llamamos, capitalismos con multipolaridades corporativas, estados que controlan oligopolios y mercados capitalistas que aceptan burós políticos centralizados heredados de revoluciones ya apagadas-, estamos ante una nueva dimensión del orden público universal. Se trata, ya lo sabemos, de la vasta experimentación que se está llevando a cabio, a escala de la humanidad, respecto al control de las poblaciones. Sé que es severo y antipático definir de esta manera un tema que se promueve como un llamado a la generosidad comunitaria, al Estado protector y a la fe constructiva respecto al resurgir de una sociedad cohesionada por el ejercicio de una voluntad cívica ejemplar. Mi intención no es dudar de nada de esto, estoy en cuarentena, respeto la norma y una porción variable de un miedo de naturaleza sutil pero insidiosa, me abarca inevitable y diariamente. Tampoco pienso que habría otras medidas mejores que éstas, pero no veo inadecuado tomar por el reverso esta situación en la que se resalta la firmeza del lazo comunitario y la razón sanitarista que lo justifica. Ese reverso se refiere a una pregunta que muchos otros articulos y notas aparecidas en la prensa mundial respecto a si estos protocolos inmunológicos decididos sobre grandes agrupamientos humanos, no podrían ser la base -cambiadas ciertas condiciones y climas políticos-, de un ensayo general de preparación de bloques sociales aleccionados para comportarse ante contingencias que pueden referirse a guerras, insurrecciones políticas o grandes manifestaciones de descontento de la población. Salgo entonces del libreto que hoy nos llama a protegernos, inmovilizarnos y lograr capas eficaces de inmunización -lo que como digo, respetamos o cumplimos-, para examinar los mecanismos inherentes a estas medidas, observadas si las despojáramos de sus trazos de identidad, respecto a quienes las impulsan y la verosimilitud que han logrado, para presentar el control poblacional como un logro de un pensamiento sanitarista, salutífero, adverso a la mera consideración economicista de la situación.

Las intenciones que guían este cierre masivo del espacio público y la creación de una Cuidadocracia, no son represivas sino salvíficas. Con esta reacción de estados como el de Alemania, el de Italia, el de Argentina -con diferencias respecto a la energía, recursos, y el momento en que se tomó la decisión de aislamiento total-, se ha creado una situación de absoluta originalidad, cual es la tolerancia al repliegue domiciliario inducido, ante una amenaza superior. La orden, indicación, sugerencia o mandato de reclusión la dan los estados en nombre de una intimidación exógena de orden bacteriológico. No ocurrió así, hasta el momento, con México, que no desconoce la situación mundial ni peca de un economicismo burdo de raíz neoliberal, pero trazó otros tiempos políticos para tomar las decisiones más duras, incluso invocando tradiciones culturales del pueblo mexicano, sin desatender el ciclo de la infección. Pero, ante un horizonte desesperante, mayorías bien dispuestas aceptan hacer vida monástica, que en los aeropuertos le pongan una pistola de tomar la fiebre en la sien o, en cambio, una minoría heterogénea (los “vivos”, los “ricos” o los “chetos presumidos”) son objeto de observación penal y repudio. En otros planos de la vida urbana recluida, los entonces vecinos indiferenciados en su satisfecha condición barrial, pueden delatar a quien pone en peligro el pacto de amparo mutuo si sale a comprar cigarrillos, despreocupadamente, lo que convertiría en un acto en un subversivo el mero “voy hasta la esquina y vuelvo”.

Esta es la novedad que aporta este tramo de la historia mundial, que entraña sin lugar a dudas el más alto momento de la experimentación sobre lo humano que se haya presenciado en los tiempos actuales, si exceptuamos guerras (incluso bacteriológicas, como la primera guerra mundial) o catástrofes concentracionarias como las vividas en la segunda guerra mundial. Al revés del concepto de movilización total de la filosofía alemana de la guerra que pedía “que siquiera ninguna máquina de coser quedara afuera a la movilización”, ahora la inmovilización general es la forma orgánica del pensamiento político. Por el momento.

Pero el verdadero problema político del inmediato futuro es qué parte del antiguo aparato laboral y qué maquinarias productivas, van a volver a ser movilizadas, es decir, a tener consignas de vivacidad y funcionamiento ante la modalidad que pueda tener “el triunfo sobre el enemigo invisible”. En principio pueden esperarse nuevas administraciones que se dediquen especialmente a gestionar el miedo colectivo y procesos económicos o comunicacionales ya totalmente absorbidos por la gestión digital de lo humano. Desearíamos ser más optimistas, pero igualmente cualquier fundación novedosa a escala de la humanidad debe partir de cierto pesimismo lúcido, pues es muy notable la destrucción de las fuentes naturales y el deterioro de las libertades individuales, mientras los dispositivos publicitarios siguen presentando cualquier mercancía con la idea de ser “la felicidad que usted merece”. La pauperización de la conciencia colectiva sostiene una escena asombrosa de felicidad ante el bálsamo de mercancías (descuentos para viajes, sopas instantáneas, lo que sea) donde contrasta la pobreza espiritual de la vida en común con la irrisoria simulación de una delicia ante un nuevo modelo de Toyota. Sé que rebajo un poco las cosas al recordar algo ya tan dicho y conocido.

II

La paradoja a la que asistimos, es que la decisión de soberanía inmovilizadora adoptada, tiene un viso imperioso justificativo porque todos son transmisores de la enfermedad o pueden enfermarse -un absolutismo de la morbilidad totalizante-, y otra faz sumamente incómoda. Pues si se pone entre paréntesis la necesidad que la origina -el estado de zoonosis global en el que está la humanidad respecto a las enfermedades de origen animal-, las decisiones estatales pueden ser en verdad consideradas propias de un poder categórico indiscriminado, que detiene la circulación de personas, en gran medida la producción, en menor medida la locomoción de mercancías. Por eso, el momento que atravesamos se reviste de un fuerte contrasentido. Las medidas de protección son adecuadas y necesarias. Pero el arrobamiento evangélico con que son recibidas por algunos sectores de sensibilidad epidérmica (lo que llamaríamos una empatía obsequiosa o un altruismo condescendiente, ambos un tanto sensibleros) están lejos del dramático problema del cuidado en las sociedades contemporáneas.

En estas, cuidado debe ser una capacidad de ahondamiento en la discusión crítica con los vínculos cotidianos y poder rehacerlos bajo la hipótesis de que ellos se hallan siempre ante el abismo de su quiebra. El cuidado así, no puede ser el festejo de una comunidad sin fisuras y sin capacidad de dudar sobre su reconstitución posible luego de sus constantes pasos en falso. La idea del Estado cuidador no puede ser así una conclusión de la cual nos felicitemos en este momento de angustia colectiva, pero es cierto que tampoco estamos ante una dictadura técnico-médica-policial-digital, como algunos proponen pensar a China o a Corea del Sur, donde cada sujeto ya reviste la condición de un dato digital descomponible -como el coronavirus- en sus proteínas y sus capas de grasas, a punto que se sepa a cada instante de cada cuerpo “su temperatura corporal, su propensión a infectarse”. Esta utopía terrorista de un sujeto solo digital deconstruible en sus moléculas bio-informáticas por un Estado que también es un cerebro que registra todo y se reduce a la enorme simplicidad de ser la suma teológica de todos los registros de sus cámaras de seguridad, es imposible por el propio peso del titánico miedo gratuito que nos proporcionaría.

Al fin, nos daríamos cuenta que cada uno sería una forma-bacilo que resume en sí mismo el hecho de que el estado y la vigilancia ya no sería necesaria, pues se ejercería por la cinta centralizadora de la memoria social, que al cabo entenderá también que es prescindible. El mundo se convertiría pacíficamente un conjunto de virus luchando entre sí por la clave animal que los programase. Pero no. Esto no es posible. Sin embargo, fragmentos de estos pensamientos podemos escucharlos entremezclados con las distintas imágenes de seguridad “atentas y vigilantes” que descansan en el subsuelo de cualquier país. El discurso de Berni a la policía provincial criticando a la vida intelectual y llamando a la vocación de entrega de cada policía, sin tibieza y con patriotismo ante la necesidad del control bio-social, no solo es muy problemático. (No precisamos insistir en tantas obviedades.) Es también imposible. No por la causa que esgrime un frágil pero ingenioso filósofo coreano, esto es, el reemplazo de la soberanía territorial por la soberanía digital, sino porque está un paso atrás en su propia doctrina de guerra. La bandera Azul y Blanca no puede combatir al enemigo invisible hecho de ignotas proteínas pero que son vida, buscando apenas ser hospedadas en alojamientos humanos sin conciencia de su propio mal. No porque carezca de coraje o antecedentes apropiados, tan problemáticos como sabemos que son, sino porque se trata de dos franjas de la realidad totalmente diversas, la historia nacional y la estructura microbiológica de la vida terrestre. El único resultado de eso es perfeccionar la técnica masiva de pedirle documentos a todo el mundo.

Esta es la prueba, la módica definición en Wikipedia del Coronavirus. “En la envoltura se encuentra una glucoproteína de membrana (M) de 20 a 35 kDa, que forma una matriz en contacto con la nucleocápside. Además se encuentra en la envoltura la glucoproteína S, de 180 a 220 kDa​, que forma las espículas, espigas o plepómeros responsables de la adhesión a la célula huésped”. Tal como la guerra contra el hambre -acción virtuosa en sus propósitos, pero sin haber encontrado una consigna cómoda donde situarse, pues se lucha contra un concepto abstracto que alude a una carencia o una privación-, la lucha contra el virus nos dirige hacia nuevos heroísmos ya insinuados, evidenciados en el aplauso al personal médico y que algunos extienden al de seguridad policial y gendarmería. Se lucha contra una “glucoproteína  de membrana M de 30 a 35 kDa”.¡Qué salto abismal entre el juramento patriótico y una proteinura! Es cierto que hubo guerras bacteriológicas y Chomsky define así, con rebordes políticamente conspirativos, lo que actualmente vemos en el sistema sanitario mundial. Es improbable esta conjura, pero no es seguro que se logren mejores resultados cuando la política se pone en el ámbito de la literatura médica especializada. Aquí encaja la frase del enemigo invisible. Para Camus la Peste era un humanoide sin rostro, tal como la astucia de la razón. “Ella aguarda pacientemente en las maletas, pañuelos y papeles y quizás llegue un día que para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte sus ratas…” Pero aun esa alegoría camusiana pestífera de fondo pesimista -ella siempre vuelve-, tiene sus enviados más palpables que los que indica la técnica microbiológica,  esos evidentes y reprobables animalitos antipáticamente llamadas ratas.

El llamado patriótico contra una forma virósica es una falacia que toma las razones de un nivel para aplicarlas a otro que no correspondería. Precisamente, a la infección zoonótica que sale de un mercado de animales salvajes de una ciudad china de 11 millones de habitantes que no era ni Shangai ni Pekín y que hasta entonces no conocíamos. A pesar de que parecíamos librepensadores. Pero esta reducción resbalosa de planos, es una forma de pensar ociosa, no porque esos planos no existan -la microbiología, las finanzas, las lógicas del estado Nación, la circulación de glóbulos purulentos de noticias que recorren como satélites internos de la conciencia pública todo el planeta-, sino porque falla la forma de traducirlos. Es el caso de la que se usó en esta problemática arenga a los provinciales armados, vulgo policía bonaerense, El problema existe, pero se resuelve de otra manera. Hay otra traducibilidad posible -pero de naturaleza crítica- entre el conocimiento de la infectología, la informatización de la vida y las lógicas de la ciudadanía que pide seguridad en la polis. Traducibilidad -o lo que los informáticos llaman interfaz-, es un problema detectable en esta hora. Traducibilidad entre la vida nacional y las virulentas tendencias uniformadoras de la existencia que rigen las valoraciones, el consumo y el lenguaje de la economía mundial. Por eso es necesario el respeto de distintos planos que pueden interactuar pero en término de un respeto de sus autonomías que en este caso llamamos traducibilidad.

Pero más exigentemente, traducibilidad entre el nivel productivo (que debe autocontener la reproducción capitalista y considerar a la naturaleza como un valor equivalente en cuanto a lo que ella oferta con sus evidencias de vida y secretos escondidos), y por encima de todo, traducibilidad entre el mudo animal y el mundo humano. Esta nueva traducibilidad el especismo no la resuelve, puede agravarla. Pero alerta sobre un tema insoslayable. La humanidad debe crear otro tipo de diferencia no meramente irreal por plantear un igualitarismo que la vida orgánica del universo impide, sino de continuidades imaginarias pero inspiradoras, no evolucionistas, entre la vida humana y la vida animal. Si se pudiera ser más claro, traducibilidad es un intercambio dispar, reconocedor de la heterogeneidad de los mundos y de su diferencia, pero que busca con recursos retóricos anticapitalistas los puntos móviles de identidad. Hasta el momento, la zoonosis, el trasplante de la enfermedad animal a los humanos, es la traducibilidad fatídica que impera, que lleva al sacrificio animal y al pánico sacrificial humano.

 

III

Byung Chul Han, el filósofo al que nos referíamos más arriba, asusta pero con dientes de leche, toma temas de carácter indispensable y los resuelve con una jerga trivial, pero usa resguardos conceptuales de cierto nivel (la crítica “a propósito de la técnica”), a veces con gracia tolerable por los europeos, pues los acusa de despreciar las mascarillas que en cambio respetan las viejas culturas orientales. Ve rostros en Alemania, descubiertos impúdicamente, y tiembla; alude así a un pensamiento que de un modo no burlón desarrolló Simmel hace más de cien años, la dificultad ya aceptada en Occidente de los rostros exhibidos de manera completa, sin velos, con todas sus características formativas, excepto en el caso de ritos de maquillaje. Al filósofo coreano le parece que “el big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa. Sin embargo, a causa de la protección de datos no es posible en Europa un combate digital del virus comparable al asiático. Los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud. El Estado sabe por tanto dónde estoy, con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro el Estado controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etc. Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla activamente a las personas”. Han escribe esto porque le gusta, como se decía en ciertas épocas, épater le burgeois, pues primero asienta la ley del más fuerte, la big data solucionando todo con sus alcances digitales contra las fronteras territoriales, (error inverso al  de Berni) y luego describe un mundo pavoroso, que más bien parece aprobar antes que cuestionar, como sería necesario si realmente vamos a ser gobernado por los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet que comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud.

Este problema ya es conocido; la profecía del virus apocalíptico salió hace décadas del incipiente mundo informático, que la ensayó varias veces y por fin ya obtuvo su imprescindible conexión con los virus del mundo animal. Va en consonancia con la alianza se los dueños de las redes, los emporios comunicacionales, la circulación financiera y los datos clínicos, bancarios y locomocionales de todos los ciudadanos digitales, cuya cédula de identidad y su teléfono digital ya coinciden. Esta coincidencia es el festejo final del macro gobierno electrónico de almas, que bien podría ser teledirigido por los mismos filósofos que ejercen el doble papel de traidores y héroes del futuro sistema de administración de las cosas humanizadas y de los humanos cosificados. Anuncian la coalición majestuosa de las ciencias de la salud, de la comunicación y de la economía de la información. No sería bueno tener un único mando científico para la enorme proliferación de lo humano y lo físico-natural, pero es lo único que nos salvaría. Ante estas filosofías que se apoderan de todos los instrumentos heredados de la crítica pero que resuelve la descripción de un futuro pavoroso con una inevitable solución tecno-bio-crática, abramos otras posibilidades.

En un drástico y contundente informe que sale en el portal Lobo suelto, de un grupo de intelectuales chinos sobre el drama que se desencadenó desde Wu-han, con exactas observaciones sobre cómo el gobierno chino trató la pandemia, y sobre cómo hay que buscar explicaciones en la descarnada devastación de recursos productivos en territorios a la que el capitalismo, sus finanzas y sus tecnologías se dedican hace un siglo y medio con particular salvajismo. Por lo tanto, el capitalismo con sus rostros fantasmagóricos -corporaciones mediáticas y farmacéuticas, tecnologías de sumo riesgo para la sustentabilidad del tejido primordial de la vida sobre el planeta, la creación de un mundo virtual paralelo y despectivo con el “tiempo presencial”-, es lo que debe ser superado. Esto podría sonar como un llamado reparador que en este tiempo pandémico se haría más fácil, pues se ponen más de relieve las diferencias sociales. Estas quedarían más a la vista incluso cuando hay un fuerte apoyo al ideal de una democracia de la sanidad y el cuidado, incluso cuando hay un rasgo de humanismo popular en la declaración del presidente argentino respecto a preferir la salud popular a la economía. Si se extrajeran todas las consecuencias esperables y definitivas de esta declaración, hay que pensar que el modo en que esta sociedad distribuyó el producto, los excedentes y las posibilidades vitales, tiene una hendidura profunda en su inocultable desigualdad. No sólo que toma en préstamos todas las características de disparidad en las condiciones de vida -no es lo mismo la cuarentena en Vicente López que en el tercer cordón del conurbano-, sino que pone a luz como en un fogonazo, los estilos morales soterrados ante una razón colectiva de emergencia.

En algunos, la aceptación civil disciplinada, en otros el intento de burla haciendo excepciones decididas por ellos mismos para favorecerse, en los de más allá, protestando por sus libertades individuales que solo defienden para evitar la molestia de pensar sin poner al descubierto una crasa inmediatez, y los que restan, hacer del encierro una “ocasión patriótica” que incluye la menuda delación al vecino meramente paseandero. Lo cierto que este extraordinario campo de pruebas deja al desnudo un cuerpo social clasista y -lo que intentamos tratar aquí-, el choque del necesario solidarismo con un espectro de poderes aciagos del capital, en una nueva descerebrada mutación, para ahondar la experimentación en torno a crear nuevos disciplinamientos sociales apelando a tecnociencias que devoran su propia paradoja. De ellas sale el consuelo de la investigación microbiológica en un planeta exhausto, donde arde la discusión sobre factores de productividad que no desmoronen la sobrevivencia colectiva. Al mismo tiempo, se insinúa tácitamente la merma de la productividad como una remedio de último momento para enclaustrar y salvar vidas.

Un párrafo del informe sobre la catástrofe de los analistas chinos disidentes, por llamarlos así, nos llama la atención: “A nivel teórico, esto significa comprender que la crítica al capitalismo se empobrece cuando se separa de las ciencias duras. Pero en el plano práctico, también implica que el único proyecto político posible hoy en día es el que es capaz de orientarse en un terreno definido por un desastre ecológico y microbiológico generalizado…”, Esta es una gran discusión pues, a la luz de que en siglo XIX se consideró que “el proletariado heredaba la filosofía crítica”, proposición luego modificada en favor o disfavor de la filosofía, en este último caso solo reducida al estudio de la lógica dialéctica y la economía política, ahora se podría imaginar en un nuevo espacio post capitalista que no puede desligarse del destino de las “ciencias duras”. Este nombre no parece pertinente, aunque puede ser una mala traducción; pero debería señalarse que ya que estas ciencias están en el nivel de lo que el hegelianismo marxista llamaba “lo histórico universal”; siendo así es preciso entramar con ellas un legado filosófico conviviente y adjunto, que piense la ciencia como un evento que en la tabla imaginaria de la gnosis humana, ocupe y dispute su lugar con las filosofías activas, incluso siendo ella una de sus avatares, y recíprocamente, la filosofía un avatar de las mismas ciencias exactas y microbiológicas. Este entrecruzamiento de destinos, sería otra fase de la traducibilidad de saberes, en él se debería integrar un único cuerpo de ideas científico filosóficas capaz de preguntar y repreguntar en el más exigente nivel en que pueden situarse, y allí encontraríamos un humanismo renovado, crítico y en incesante pregunta por la cosa.

IV

Para esclarecer esta acuciante situación del significado del pensamiento humano en esta era de abismos para la condición existencial colectiva, veamos este sugestivo párrafo de Jorge Alemán publicado en estos días, parte de sus continuas reflexiones sobre el tema.”Ninguna advertencia por veraz y horrible que sea cambia la marcha ilimitada, acéfala , del Capitalismo. Como si se revelara definitivamente que el Capitalismo y su técnica están impulsados por una fuerza, una presión estructural que ya no responde a ninguna necesidad humana. En este aspecto se podría confirmar que el capitalismo es la consumación de la metafísica. Se trata de una abstracción pura, espectral y fantasmagórica que se expande por doquier como el más perfecto de todos los virus”. Es el capitalismo con mayúsculas lo que está en juego… “y su técnica”. En esta breve expresión Jorge anuncia una dificultad. Ese su de “su técnica” nos permitiría pensar que son dos cosas, capitalismo y técnica, y que el primero se apropió de la segunda. Admitiríamos aquí una cuestión, cual es, si el capitalismo no existe sin su revolución técnica incesante, o si la técnica contiene elementos en pugna en su interior -entre el arte y la reproducción de un dominio deformante de lo auténticamente humano-, o bien si finalmente, esto abre una esperanza sobre la discusión de las tecnologías en el nivel en que son conocidas ahora y en el que puedan desarrollarse, ajenas a la caparazón  de un ente abstracto, que “no responde a ninguna necesidad humana”, que es “espectral”, “consumación de la metafísica” y del triunfo perfecto “del virus”. Aquí está claro que hay que heredar unas tecnologías apropiadas a las necesidades humanas -pero reencaminadas, las más ligadas a la espectralidad acéfala y gratuita del capitalismo, hacia el mundo de las necesidades humanas-, y hacer el esfuerzo inconmensurable de dejar de lado lo que parece sin cabeza, sin necesidad y alocadamente impulsado por fuerzas que por sí mismo no conoce y de cuya destructividad ni le quedaría ni el goce, pues lo ignora. Concluido ese esfuerzo se habría logrado con la definición del capitalismo de Jorge Alemán un punto de partida novedoso y eficaz para reiniciar otros programas de pensamiento crítico.

Pero me parece lógico que se abra la discusión sobre el modo en que se usa la expresión coronación de la metafísica. Si se trata de la veta de la filosofía Occidental que conduce a la experiencia de darnos una lengua empleada sin “esencialismos” y destruya las obstrucciones calcáreas que ilusionan con que la interpretación de las cosas es directa y transparente, si se trata de que antes hay que desarmar la historia que se convirtió en un ente opaco, dominado por la propia ignorancia de lo que realmente es -como el Capitalismo-, entonces habría que proponer más posibilidades para obtener el fin de esa metafísica. Es nuestro parecer. Porque sería errado entender la metafísica solamente como un esencialismo que nos engañó creyendo que la comprensión era ir directamente al signo desnudo que no ofrecería oposición a la comprensión inmediata. Es mejor creer que la metafísica puede subsistir como uno de los modos de la crítica, pues por qué privarnos de una formidable llave con tanta fuerza enigmática como aquella de recorre el mundo sin representar ya nada de lo humano, es acéfala y solo es impulsada por su propio nihilismo. ¿Cómo podríamos excluir para desmontar ese afligente monstruo que usurpa la metafísica, aquella que solamente podría destruirlo porque tiene su misma envergadura, aunque con la diferencia que es lo único que puede destruirlo?  La objetada “metafísica de la presencia”, que por consiguiente busca ser efectiva como espectro, también es alcanza por la injusticia de ser descartada en su enorme fuerza de carácter indagatorio, que consiste en saber que puede ver el aspecto infinito de cualquier problema que parece fugaz, transitorio y automutilado.

Si la metafísica lograse no entrar en las mandíbulas de la deconstrucción, puede ser un campo móvil para otorgarle a todo problema su pregunta por su infinitud, perseverancia y capacidad de cargar los ecos de una historia remota. Toda ausencia puede caber en una metafísica de la presencia. De tal modo, si se disocia relativamente el capitalismo de su técnica, hay que disociarlo de algunas de las ramas más autónomas de la metafísica, que entonces servirán para indagar sobre el cese histórico de esta experiencia manipulativa y alienadora de los seres humanos. Para decirlo en otros términos, si las tecnologías puede heredarse en otro régimen social igualitario post capitalista, hay un problema de herencia también con todos los aspectos civilizatorios acumulados en términos de obras que contienen la desesperación o la angustia creadora de los tiempos idos, que de este no revelarían que siempre estuvieron presentes.

Metafísica es el pensamiento sin respaldo alguno, que en un vivir que piense cada uno de sus actos como un derroche innecesario, opera simbólicamente para hacer que se perciba que debe ligarlos luego a sedimentos arcaicos de todo tipo. Es el exterior inevitable e innominado, por eso motor y retórica invisible de todo pensamiento sobre el ser y de toda acción humana, que si bien es difuso y no siempre es constitutivo, es sin embargo un enlace que tarde o temprano aparecerá como la cuota de historicidad mínima que tiene todos los acontecimientos que se presentan como excepcionalidad desprovistas de todo engarce. No sé si estamos diciendo lo mismo que Jorge Alemán, pero en todo caso etas líneas están inspiradas en su presencia constante en nuestros debates. La idea de que el capitalismo es un bólido sin control, autofágico, que no maneja nadie pero que a cada momento devora todo su exterior y lo convierte en su fuerza acéfala, lo hace parecido al virus tal como se lo presenta como una imagen de diseño en las televisiones mundiales. Parece una bomba de tiempo con muchos piquitos (“coronas”) pero su aspecto general es el de un humanoide, un ser frankensteniano que no imita a su creador, sino que replica la fantasía de una bomba de tiempo de los dibujos animados, que están en el inconsciente infantil de la humanidad.

V

El capitalismo sería auto-reproductivo, sin conciencia de sí, no tendría exterior que le permitieras identificarse como un ser problemático, y se convierte en un antropoide sin origen y sin destino, pero fagocitando todo a su alrededor. En la teoría del colapso luxemburguista había un exterior territorial en su acumulación ampliada, hasta que repentinamente colapsaba. Nadie más pensó en eso. Los movimientos sociales se habían separado de la determinación biológica y criticado los procesos productivos que compiten para deshacer la lógica de la naturaleza. El virus que no es un ente vivo pero si un objeto quasi-vivo, biológico intermediario entre remotos elementos químicos y el dislocamiento de la vida orgánica, que siempre se imaginó sin el complemento mórbido del virus, pero periódicamente lo obtiene, a lo largo de la historia, con mayor “virulencia”, valga la real redundancia. El virus es la interfaz, si usamos este término informático de los pocos que no ha expropiado de todos los demás lenguajes de la humanidad. Nada más que para decir una vez más el interés que me provoca el pensamiento de Jorge Alemán, interés que se manifiesta en seguir interrogándolo con una lija amistosa, para poder pensarlo nosotros mismos con nuestro propio vagabundeo filosófico.

Ante el desglosamiento del peso ontológico de la biología, con las obligaciones paternalistas que le son inherentes por cosificación cultural, sustituyendo entonces sus partes opresivas por una estética de la vida, si es que quizás pueda definirse así la novedad que trae el nuevo feminismo, el virus recuerda la fragilidad de los cuerpos por la vía de una inducción externa anómala de más biologismo, cargando una enfermedad que surge de un problema finalmente ético, la ruptura del lazo admisible con animales y plantas. Pero, además, ante el anti productivismo de los movimientos que critican el extractivismo y la industrialización exorbitante (o la industrialización sin más), recuerda que su desarreglo de todo tipo de productividad afecta todo tráfico inter humano, el comercio en general y por lo tanto la producción, como mínimo, del auto sustento. Si los movimientos sociales llaman a una vida desprovista del lastre biologista y criticando el productivismo que rompe los tientos de la naturaleza ya agraviada, el virus recuerda lo que viene del reino animal como ruptura del equilibrio primitivo con los complementos naturales y establece una rara situación.

El movimiento anti productivista que se basa en la crítica al capitalismo productivo, no al financiero, y toma la idea de la salvación del planeta, ve la solución mesiánica en lo que en décadas pasadas se llamó el crecimiento cero. La saga estentórea del Coronavirus, que en la iconografía mundial aparece como un sustituto del planeta tierra con unas chimeneas que sobresalen en toda la redondez de su superficie -es un robot simpático sino encarnara la muerte, bien lo saben los estrategas de los grandes medios de comunicación-, permite dar a luz tendencias latentes de nuestras discusiones. Invita a restituir la producción luego de la inmovilizada. Si es así, ¿qué producción será digna de restituirse? Acabo acá estas reflexiones, compartiendo cívicamente la disciplina con la que, en vista de la protección respecto a un mal mayor, se nos ha precintado, pero creí que nada nos obliga a cesar con los debates que ya teníamos planteados, pues se trata ni más ni menos que de explorar un posible destino de la humanidad para deshacerse de los nuevos ciclos del capitalismo, que en efecto, se mueve ante sus propios espejos degradados sin saber lo que hace pero gozoso por sus apariencias. Versión negativa de la continuidad el animal con lo humano.

Sobre el coronavirus y el capitalismo // Debate Žižek – Byung-Chul Han

Un golpe tipo ‘Kill Bill’ al capitalismo // Slavoj Žižek

La actual propagación de la epidemia de coronavirus ha desencadenado a su vez vastas epidemias de virus ideológicos que yacían latentes en nuestras sociedades: noticias falsas, teorías conspiratorias paranoicas, explosiones de racismo, etc.

La necesidad de cuarentenas, bien fundamentada médicamente, ha encontrado un eco en la presión ideológica para establecer fronteras definidas y poner en cuarentena a enemigos que supongan una amenaza para nuestra identidad.

Pero quizá otro virus ideológico, mucho más beneficioso, se extenderá y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del Estado nación, una sociedad que se actualice a sí misma en la forma de la solidaridad y la cooperación global. 

Se suele oír hoy la especulación de que el coronavirus puede dar lugar a la caída del gobierno comunista chino, de la misma manera que (como el mismo Gorbachov admitió) la catástrofe de Chernóbil fue el evento que desencadenó el fin del comunismo soviético. Pero hay una paradoja en esto, el coronavirus también nos obliga a reinventar el comunismo basándonos en la confianza en la gente y la ciencia.

En la escena final de Kill Bill: Volumen 2, de Quentin Tarantino, Beatrix derrota al malvado Bill y le asesta la “técnica de los cinco puntos para explotar un corazón”, el golpe más mortífero de todas las artes marciales. El movimiento consiste en una combinación de cinco golpes con la punta de los dedos en cinco lugares distintos del cuerpo del enemigo. Cuando el herido retrocede y da cinco pasos, su corazón explota dentro de su cuerpo y este cae irremisiblemente muerto al suelo.

Este ataque es parte de la mitología de las artes marciales, y evidentemente imposible de realizar en el combate real cuerpo a cuerpo. Pero, en la película, después de que Beatrix lo ejecute, Bill hace las paces calmadamente con ella, da cinco pasos y muere…

Lo que hace que este ataque sea tan fascinante es el tiempo que pasa entre el momento del golpe y el momento de la muerte. Puedo mantener una conversación con normalidad mientras me quede tranquilamente sentado, pero en todo momento soy consciente de que en el instante en que empiece a caminar, mi corazón explotará y yo moriré.

¿No es parecida la idea de aquellos que especulan sobre cómo el coronavirus puede suponer la caída del gobierno comunista chino? Como si fuera alguna clase de “técnica (social) de los cinco puntos para explotar un corazón” dirigida al régimen comunista del país; las autoridades pueden sentarse, observar y tramitar formalidades como las cuarentenas, pero cualquier cambio real en el orden social (como confiar en la gente) resultará en su ruina.

Mi modesta opinión es mucho más radical. La epidemia de coronavirus es una especie de “técnica de los cinco puntos para explotar un corazón” dirigida al sistema capitalista global. Una señal de que no podemos continuar por el camino que estábamos recorriendo hasta ahora, de que un cambio radical es necesario.

 

Triste realidad: necesitamos una catástrofe
Hace años, Fredric Jameson llamó la atención sobre el potencial utópico de las películas sobre catástrofes cósmicas (un meteorito que amenaza la vida en la Tierra o un virus acabando con la humanidad). Semejantes amenazas globales dan lugar a su vez a una solidaridad global, pues nuestras pequeñas diferencias se vuelven insignificantes y todos trabajamos juntos para encontrar una solución. Y aquí estamos, en la vida real. La cuestión no está en disfrutar sádicamente la expansión del sufrimiento en tanto sirve a nuestra causa, por el contrario, la cuestión es reflexionar sobre el triste hecho de que necesitemos una catástrofe para ser capaces de repensar las características básicas de la sociedad en la que vivimos.

El primer modelo, vago aun, de semejante coordinación global es la Organización Mundial de la Salud; de la cual no estamos recibiendo las típicas sandeces burocráticas, sino advertencias precisas anunciadas sin pánico. Organizaciones como esta deberían tener más poder ejecutivo. 

Los escépticos han ridiculizado a Bernie Sanders por su defensa de la cobertura universal de la sanidad pública en EE.UU., pero ¿no nos enseña el coronavirus la lección de que necesitamos incluso más que esto?, ¿de que deberíamos empezar a crear alguna clase de red de sanidad pública GLOBAL?

Un día después de que Iraj Harirchi, viceministro de salud en Irán, diera una rueda de prensa restándole importancia al coronavirus y asegurando que las cuarentenas masivas no eran necesarias, hizo una breve declaración en la que informaba de que él mismo tenía el coronavirus y que iba a aislarse una temporada (ya desde su anterior aparición en televisión había dado muestras de fiebre y debilidad). Harirchi añadió: “Este virus es democrático, y no distingue entre pobres y ricos, entre hombres de Estado y ciudadanos corrientes”.

En esto tenía razón, estamos todos en el mismo barco. Es difícil no darse cuenta de la tremenda ironía de que aquello que nos empuja a unirnos y a abogar por la solidaridad global se manifiesta en el día a día a través de estrictos mandatos de evitar la cercanía y el contacto o incluso del autoaislamiento. 

Y no solo estamos lidiando con amenazas virales, podemos ver en el horizonte toda otra clase de catástrofes que se avecinan, o que directamente ya están ocurriendo: sequías, olas de calor, tormentas masivas, etc. En todos estos casos, la respuesta adecuada no es el pánico, sino la acción urgente de establecer alguna clase de coordinación global y eficiente. 

 

¿Solo estaremos seguros en la realidad virtual?
El primer espejismo que hay que despejar es aquél formulado por el presidente de los EE.UU., Donald Trump, durante su reciente visita a la India, donde dijo que la epidemia decrecerá rápidamente y que no tenemos más que esperar al pico de contagios y luego la vida volverá a la normalidad.

Contra semejantes esperanzas de una fácil solución, lo primero que debemos aceptar es que la amenaza está aquí para quedarse. Incluso si esta ola retrocede, reaparecerá bajo nuevas formas, quizá aún más peligrosas.

Por esta razón, podemos esperar que las epidemias de virus afectarán a nuestras interacciones más elementales con la gente y los objetos que nos rodean, incluyendo nuestros propios cuerpos: evitar tocar cosas que pueden estar (invisiblemente) contaminadas, no apoyarse en pasamanos, no sentarse en baños o bancos públicos, evitar abrazar o dar la mano a la gente. Quizá incluso nos volvamos más cuidadosos de nuestros gestos espontáneos: no tocarse la nariz o frotarse los ojos.

Así que no se trata solamente de que nos controle el Estado u otras instituciones similares, debemos también aprender a controlarnos y a disciplinarnos nosotros mismos. Quizá solo llegue a considerarse segura la realidad virtual, y moverse libremente al aire libre esté únicamente permitido en las islas poseídas por los ultrarricos. 

Pero incluso aquí, en el nivel de internet y la realidad virtual, debemos ser conscientes de que, en las últimas décadas, los términos ‘virus’ y ‘viral’ han sido principalmente usados para hacer referencia a amenazas digitales que infectan la red y de las cuales no somos conscientes hasta que se desencadena su poder destructivo (el poder de destruir nuestros datos y nuestros discos duros). Lo que ahora vemos es un regreso masivo al significado original y literal del término virus. Las infecciones virales actúan codo con codo en ambas dimensiones, real y virtual.

 

El regreso del animismo capitalista
Otro extraño fenómeno que puede observarse en esta situación es el regreso triunfante del animismo capitalista, esto es, el tratar fenómenos sociales, como mercados o capital financiero, como si de organismos vivientes se tratase. Si se leen los grandes medios de comunicación, la impresión que se tiene es la de que lo que debería preocuparnos son los “mercados poniéndose nerviosos” y no los miles de personas que han muerto y los miles que aún quedan por morir. El coronavirus está quebrantando cada vez más el funcionamiento fluido del mercado mundial, y, según dicen, el crecimiento económico caerá alrededor de un dos o un tres por ciento.

¿Acaso no es todo esto una clara señal de que necesitamos una reorganización de la economía global para que deje de estar a merced de los mecanismos del mercado? Por supuesto, no estamos hablando aquí de comunismo de viejo cuño, sino simplemente de alguna clase de organización global que pueda regular y controlar la economía, así como limitar la soberanía de los Estados nación cuando sea necesario. En otros momentos los países han sido capaces de hacerlo frente a la amenaza de la guerra, y ahora todos nosotros nos estamos encaminando hacia un estado de guerra médica.

Además, no deberíamos tener miedo en reconocer en la epidemia algunos efectos secundarios potencialmente beneficiosos. Uno de los símbolos de la epidemia son las imágenes de pasajeros atrapados (en cuarentena) en enormes cruceros, lo cual me tienta a decir que se trata del fin de la obscenidad de semejantes barcos. Simplemente debemos tener cuidado de que desplazarse a islas lejanas o a otros lugares de vacaciones no se convierta de nuevo en el privilegio de unos pocos ricos, como pasaba hace décadas con viajar en avión. El coronavirus ha afectado seriamente también a la producción de coches, lo cual no es tan malo, en la medida en que puede inducirnos a reflexionar sobre alternativas a nuestra obsesión por los vehículos individuales. Y la lista sigue y sigue.

En un discurso reciente, el primer ministro húngaro Viktor Orban ha dicho: “No existe tal cosa como un liberal. Un liberal no es más que un comunista con un diploma”.

¿Y si la realidad fuera al revés? ¿Y si llamásemos “liberales” a aquellos que se preocupan por nuestras libertades, y “comunistas” a aquellos que saben que solo podremos salvar tales libertades a través de cambios radicales en un capitalismo global que se aproxima a su propio colapso? Entonces deberíamos decir que aquellos que se reconocen a sí mismos como comunistas son liberales con un diploma, liberales que han estudiado seriamente por qué nuestros valores liberales están bajo amenaza y que se han dado cuenta de que solamente un cambio radical puede salvarlos.

 

Traducción de Marco Silvano.
Fuente

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La emergencia viral y el mundo de mañana // Byung-Chul Han

El coronavirus está poniendo a prueba nuestro sistema. Al parecer Asia tiene mejor controlada la pandemia que Europa. En Hong Kong, Taiwán y Singapur hay muy pocos infectados. En Taiwán se registran 108 casos y en Hong Kong 193. En Alemania, por el contrario, tras un período de tiempo mucho más breve hay ya 15.320 casos confirmados, y en España 19.980 (datos del 20 de marzo). También Corea del Sur ha superado ya la peor fase, lo mismo que Japón. Incluso China, el país de origen de la pandemia, la tiene ya bastante controlada. Pero ni en Taiwán ni en Corea se ha decretado la prohibición de salir de casa ni se han cerrado las tiendas y los restaurantes. Entre tanto ha comenzado un éxodo de asiáticos que salen de Europa. Chinos y coreanos quieren regresar a sus países, porque ahí se sienten más seguros. Los precios de los vuelos se han multiplicado. Ya apenas se pueden conseguir billetes de vuelo para China o Corea.

Europa está fracasando. Las cifras de infectados aumentan exponencialmente. Parece que Europa no puede controlar la pandemia. En Italia mueren a diario cientos de personas. Quitan los respiradores a los pacientes ancianos para ayudar a los jóvenes. Pero también cabe observar sobreactuaciones inútiles. Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Nos sentimos de vuelta en la época de la soberanía. El soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Es soberano quien cierra fronteras. Pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada. Serviría de mucha más ayuda cooperar intensamente dentro de la Eurozona que cerrar fronteras a lo loco. Entre tanto también Europa ha decretado la prohibición de entrada a extranjeros: un acto totalmente absurdo en vista del hecho de que Europa es precisamente adonde nadie quiere venir. Como mucho, sería más sensato decretar la prohibición de salidas de europeos, para proteger al mundo de Europa. Después de todo, Europa es en estos momentos el epicentro de la pandemia.

 

Las ventajas de Asia
En comparación con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulten eficientes para combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no solo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado. Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el big data salva vidas humanas.

La conciencia crítica ante la vigilancia digital es en Asia prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos. Entre tanto China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para los europeos, que permite una valoración o una evaluación exhaustiva de los ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta social. En China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. A quien cruza con el semáforo en rojo, a quien tiene trato con críticos del régimen o a quien pone comentarios críticos en las redes sociales le quitan puntos. Entonces la vida puede llegar a ser muy peligrosa. Por el contrario, a quien compra por Internet alimentos sanos o lee periódicos afines al régimen le dan puntos. Quien tiene suficientes puntos obtiene un visado de viaje o créditos baratos. Por el contrario, quien cae por debajo de un determinado número de puntos podría perder su trabajo. En China es posible esta vigilancia social porque se produce un irrestricto intercambio de datos entre los proveedores de Internet y de telefonía móvil y las autoridades. Prácticamente no existe la protección de datos. En el vocabulario de los chinos no aparece el término “esfera privada”.

En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos.

Toda la infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las redes sociales cuentan que incluso se están usando drones para controlar las cuarentenas. Si uno rompe clandestinamente la cuarentena un dron se dirige volando a él y le ordena regresar a su vivienda. Quizá incluso le imprima una multa y se la deje caer volando, quién sabe. Una situación que para los europeos sería distópica, pero a la que, por lo visto, no se ofrece resistencia en China.

Ni en China ni en otros Estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado. No es lo mismo el individualismo que el egoísmo, que por supuesto también está muy propagado en Asia.

Al parecer el big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa. Sin embargo, a causa de la protección de datos no es posible en Europa un combate digital del virus comparable al asiático. Los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud. El Estado sabe por tanto dónde estoy, con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro el Estado controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etc. Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla activamente a las personas.

En Wuhan se han formado miles de equipos de investigación digitales que buscan posibles infectados basándose solo en datos técnicos. Basándose únicamente en análisis de macrodatos averiguan quiénes son potenciales infectados, quiénes tienen que seguir siendo observados y eventualmente ser aislados en cuarentena. También por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía.

No solo en China, sino también en otros países asiáticos la vigilancia digital se emplea a fondo para contener la epidemia. En Taiwán el Estado envía simultáneamente a todos los ciudadanos un SMS para localizar a las personas que han tenido contacto con infectados o para informar acerca de los lugares y edificios donde ha habido personas contagiadas. Ya en una fase muy temprana, Taiwán empleó una conexión de diversos datos para localizar a posibles infectados en función de los viajes que hubieran hecho. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe a través de la “Corona-app” una señal de alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. En todos los edificios de Corea hay instaladas cámaras de vigilancia en cada piso, en cada oficina o en cada tienda. Es prácticamente imposible moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de vídeo. Con los datos del teléfono móvil y del material filmado por vídeo se puede crear el perfil de movimiento completo de un infectado. Se publican los movimientos de todos los infectados. Puede suceder que se destapen amoríos secretos. En las oficinas del ministerio de salud coreano hay unas personas llamadas “tracker” que día y noche no hacen otra cosa que mirar el material filmado por vídeo para completar el perfil del movimiento de los infectados y localizar a las personas que han tenido contacto con ellos.

Una diferencia llamativa entre Asia y Europa son sobre todo las mascarillas protectoras. En Corea no hay prácticamente nadie que vaya por ahí sin mascarillas respiratorias especiales capaces de filtrar el aire de virus. No son las habituales mascarillas quirúrgicas, sino unas mascarillas protectoras especiales con filtros, que también llevan los médicos que tratan a los infectados. Durante las últimas semanas, el tema prioritario en Corea era el suministro de mascarillas para la población. Delante de las farmacias se formaban colas enormes. Los políticos eran valorados en función de la rapidez con la que las suministraban a toda la población. Se construyeron a toda prisa nuevas máquinas para su fabricación. De momento parece que el suministro funciona bien. Hay incluso una aplicación que informa de en qué farmacia cercana se pueden conseguir aún mascarillas. Creo que las mascarillas protectoras, de las que se ha suministrado en Asia a toda la población, han contribuido de forma decisiva a contener la epidemia.

Los coreanos llevan mascarillas protectoras antivirus incluso en los puestos de trabajo. Hasta los políticos hacen sus apariciones públicas solo con mascarillas protectoras. También el presidente coreano la lleva para dar ejemplo, incluso en las conferencias de prensa. En Corea lo ponen verde a uno si no lleva mascarilla. Por el contrario, en Europa se dice a menudo que no sirven de mucho, lo cual es un disparate. ¿Por qué llevan entonces los médicos las mascarillas protectoras? Pero hay que cambiarse de mascarilla con suficiente frecuencia, porque cuando se humedecen pierden su función filtrante. No obstante, los coreanos ya han desarrollado una “mascarilla para el coronavirus” hecha de nano-filtros que incluso se puede lavar. Se dice que puede proteger a las personas del virus durante un mes. En realidad es muy buena solución mientras no haya vacunas ni medicamentos. En Europa, por el contrario, incluso los médicos tienen que viajar a Rusia para conseguirlas. Macron ha mandado confiscar mascarillas para distribuirlas entre el personal sanitario. Pero lo que recibieron luego fueron mascarillas normales sin filtro con la indicación de que bastarían para proteger del coronavirus, lo cual es una mentira. Europa está fracasando. ¿De qué sirve cerrar tiendas y restaurantes si las personas se siguen aglomerando en el metro o en el autobús durante las horas punta? ¿Cómo guardar ahí la distancia necesaria? Hasta en los supermercados resulta casi imposible. En una situación así, las mascarillas protectoras salvarían realmente vidas humanas. Está surgiendo una sociedad de dos clases. Quien tiene coche propio se expone a menos riesgo. Incluso las mascarillas normales servirían de mucho si las llevaran los infectados, porque entonces no lanzarían los virus afuera.

En los países europeos casi nadie lleva mascarilla. Hay algunos que las llevan, pero son asiáticos. Mis paisanos residentes en Europa se quejan de que los miran con extrañeza cuando las llevan. Tras esto hay una diferencia cultural. En Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena. También a mí me gustaría llevar mascarilla protectora, pero aquí ya no se encuentran.

En el pasado, la fabricación de mascarillas, igual que la de tantos otros productos, se externalizó a China. Por eso ahora en Europa no se consiguen mascarillas. Los Estados asiáticos están tratando de proveer a toda la población de mascarillas protectoras. En China, cuando también ahí empezaron a ser escasas, incluso reequiparon fábricas para producir mascarillas. En Europa ni siquiera el personal sanitario las consigue. Mientras las personas se sigan aglomerando en los autobuses o en los metros para ir al trabajo sin mascarillas protectoras, la prohibición de salir de casa lógicamente no servirá de mucho. ¿Cómo se puede guardar la distancia necesaria en los autobuses o en el metro en las horas punta? Y una enseñanza que deberíamos sacar de la pandemia debería ser la conveniencia de volver a traer a Europa la producción de determinados productos, como mascarillas protectoras o productos medicinales y farmacéuticos.

A pesar de todo el riesgo, que no se debe minimizar, el pánico que ha desatado la pandemia de coronavirus es desproporcionado. Ni siquiera la “gripe española”, que fue mucho más letal, tuvo efectos tan devastadores sobre la economía. ¿A qué se debe en realidad esto? ¿Por qué el mundo reacciona con un pánico tan desmesurado a un virus? Emmanuel Macron habla incluso de guerra y del enemigo invisible que tenemos que derrotar. ¿Nos hallamos ante un regreso del enemigo? La “gripe española” se desencadenó en plena Primera Guerra Mundial. En aquel momento todo el mundo estaba rodeado de enemigos. Nadie habría asociado la epidemia con una guerra o con un enemigo. Pero hoy vivimos en una sociedad totalmente distinta.

En realidad hemos estado viviendo durante mucho tiempo sin enemigos. La guerra fría terminó hace mucho. Últimamente incluso el terrorismo islámico parecía haberse desplazado a zonas lejanas. Hace exactamente diez años sostuve en mi ensayo La sociedad del cansancio la tesis de que vivimos en una época en la que ha perdido su vigencia el paradigma inmunológico, que se basa en la negatividad del enemigo. Como en los tiempos de la guerra fría, la sociedad organizada inmunológicamente se caracteriza por vivir rodeada de fronteras y de vallas, que impiden la circulación acelerada de mercancías y de capital. La globalización suprime todos estos umbrales inmunitarios para dar vía libre al capital. Incluso la promiscuidad y la permisividad generalizadas, que hoy se propagan por todos los ámbitos vitales, eliminan la negatividad del desconocido o del enemigo. Los peligros no acechan hoy desde la negatividad del enemigo, sino desde el exceso de positividad, que se expresa como exceso de rendimiento, exceso de producción y exceso de comunicación. La negatividad del enemigo no tiene cabida en nuestra sociedad ilimitadamente permisiva. La represión a cargo de otros deja paso a la depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria y a la autooptimización. En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo contra sí mismo.

 

Umbrales inmunológicos y cierre de fronteras
Pues bien, en medio de esta sociedad tan debilitada inmunológicamente a causa del capitalismo global irrumpe de pronto el virus. Llenos de pánico, volvemos a erigir umbrales inmunológicos y a cerrar fronteras. El enemigo ha vuelto. Ya no guerreamos contra nosotros mismos, sino contra el enemigo invisible que viene de fuera. El pánico desmedido en vista del virus es una reacción inmunitaria social, e incluso global, al nuevo enemigo. La reacción inmunitaria es tan violenta porque hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos, en una sociedad de la positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente.

Pero hay otro motivo para el tremendo pánico. De nuevo tiene que ver con la digitalización. La digitalización elimina la realidad. La realidad se experimenta gracias a la resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa. La digitalización, toda la cultura del “me gusta”, suprime la negatividad de la resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad.

La reacción pánica de los mercados financieros a la epidemia es además la expresión de aquel pánico que ya es inherente a ellos. Las convulsiones extremas en la economía mundial hacen que esta sea muy vulnerable. A pesar de la curva constantemente creciente del índice bursátil, la arriesgada política monetaria de los bancos emisores ha generado en los últimos años un pánico reprimido que estaba aguardando al estallido. Probablemente el virus no sea más que la pequeña gota que ha colmado el vaso. Lo que se refleja en el pánico del mercado financiero no es tanto el miedo al virus cuanto el miedo a sí mismo. El crash se podría haber producido también sin el virus. Quizá el virus solo sea el preludio de un crash mucho mayor.

Žižek afirma que el virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo. Cree incluso que el virus podría hacer caer el régimen chino. Žižek se equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno. También la instauración del neoliberalismo vino precedida a menudo de crisis que causaron conmociones. Es lo que sucedió en Corea o en Grecia. Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo.

El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.

Traducción de Alberto Ciria.

Fuente

 
 
 
 
 
 

Crónica de la psicodeflación // Franco «Bifo» Berardi

Original en: https://not.neroeditions.com/cronaca-della-psicodeflazione/
[Traducción: Emilio Sadier]

You are the crown of creation
And you’ve got no place to go
[Eres la corona de la creación
y  no tenés adónde ir.]
Jefferson Airplane, 1968

«La palabra es un virus. Quizás el virus de la gripe fue una vez una célula sana. Ahora es un organismo parasitario que invade y daña el sistema nervioso central. El hombre moderno ya no conoce el silencio. Intenta detener el discurso subvocal. Experimenta diez segundos de silencio interior. Te encontrarás con un organismo resistente te impone hablar. Ese organismo es la palabra.»
William Burroughs, El boleto que explotó

21 de febrero

Al regresar de Lisboa, una escena inesperada en el aeropuerto de Bolonia. En la entrada hay dos humanos completamente cubiertos con un traje blanco, con un casco luminiscente y un aparato extraño en sus manos. El aparato es una pistola termómetro de altísima precisión que emite luces violetas por todas partes.

Se acercan a cada pasajero, lo detienen, apuntan la luz violeta a su frente, controlan la temperatura y luego lo dejan ir.

Un presentimiento: ¿estamos atravesando un nuevo umbral en el proceso de mutación tecnopsicótica?

28 de febrero

Desde que volví de Lisboa, no puedo hacer otra cosa: compré unos veinte lienzos de pequeñas proporciones, y los pinto con pintura de colores, fragmentos fotográficos, lápices, carbonilla. No soy pintor, pero cuando estoy nervioso, cuando siento que está sucediendo algo que pone a mi cuerpo en vibración dolorosa, me pongo a garabatear para relajarme.

La ciudad está silenciosa como si fuera Ferragosto. Las escuelas cerradas, los cines cerrados. No hay estudiantes alrededor, no hay turistas. Las agencias de viajes cancelan regiones enteras del mapa. Las convulsiones recientes del cuerpo planetario quizás estén provocando un colapso que obligue al organismo a detenerse, a ralentizar sus movimientos, a abandonar los lugares abarrotados y las frenéticas negociaciones cotidianas. ¿Y si esta fuera la vía de salida que no conseguíamos encontrar, y que ahora se nos presenta en forma de una epidemia psíquica, de un virus lingüístico generado por un biovirus?

La Tierra ha alcanzado un grado de irritación extremo, y ​​el cuerpo colectivo de la sociedad padece desde hace tiempo un estado de stress intolerable: la enfermedad se manifiesta en este punto, modestamente letal, pero devastadora en el plano social y psíquico, como una reacción de autodefensa de la Tierra y del cuerpo planetario. Para las personas más jóvenes, es solo una gripe fastidiosa.

Lo que provoca pánico es que el virus escapa a nuestro saber: no lo conoce la medicina, no lo conoce el sistema inmunitario. Y lo ignoto de repente detiene la máquina. Un virus semiótico en la psicósfera bloquea el funcionamiento abstracto de la economía, porque sustrae de ella los cuerpos. ¿Quieren verlo?

2 de marzo

Un virus semiótico en la psicósfera bloquea el funcionamiento abstracto de la máquina, porque los cuerpos ralentizan sus movimientos, renuncian finalmente a la acción, interrumpen la pretensión de gobierno sobre el mundo y dejan que el tiempo retome su flujo en el que nadamos pasivamente, según la técnica de natación llamada «hacerse el muerto». La nada se traga una cosa tras otra, pero mientras tanto la ansiedad de mantener unido el mundo que mantenía unido al mundo se ha disuelto.

No hay pánico, no hay miedo, sino silencio. Rebelarse se ha revelado inútil, así que detengámonos.

¿Cuánto está destinado a durar el efecto de esta fijación psicótica que ha tomado el nombre de coronavirus? Dicen que la primavera matará al virus, pero por el contrario podría exaltarlo. No sabemos nada al respecto, ¿cómo podemos saber qué temperatura prefiere? Poco importa cuán letal sea la enfermedad: parece serlo modestamente, y esperamos que se disipe pronto.

Pero el efecto del virus no es tanto el número de personas que debilita o el pequeñísimo número de personas que mata. El efecto del virus radica en la parálisis relacional que propaga. Hace tiempo que la economía mundial ha concluido su parábola expansiva, pero no conseguíamos aceptar la idea del estancamiento como un nuevo régimen de largo plazo. Ahora el virus semiótico nos está ayudando a la transición hacia la inmovilidad.

¿Quieren verlo?

3 de marzo

¿Cómo reacciona el organismo colectivo, el cuerpo planetario, la mente hiperconectada sometida durante tres décadas a la tensión ininterrumpida de la competencia y de la hiperestimulación nerviosa, a la guerra por la supervivencia, a la soledad metropolitana y a la tristeza, incapaz de liberarse de la resaca que roba la vida y la transforma en estrés permanente, como un drogadicto que nunca consigue alcanzar a la heroína que sin embargo baila ante sus ojos, sometido a la humillación de la desigualdad y de la impotencia?

En la segunda mitad de 2019, el cuerpo planetario entró en convulsión. De Santiago a Barcelona, ​​de París a Hong Kong, de Quito a Beirut, multitudes de muy jóvenes salieron a la calle, por millones, rabiosamente. La revuelta no tenía objetivos específicos, o más bien tenía objetivos contradictorios. El cuerpo planetario estaba preso de espasmos que la mente no sabía guiar. La fiebre creció hasta el final del año Diecinueve.

Entonces Trump asesina a Soleimani, en la celebración de su pueblo. Millones de iraníes desesperados salen a las calles, lloran, prometen una venganza estrepitosa. No pasa nada, bombardean un patio. En medio del pánico, derriban un avión civil. Y entonces Trump gana todo, su popularidad aumenta: los estadounidenses se excitan cuando ven la sangre, los asesinos siempre han sido sus favoritos. Mientras tanto, los demócratas comienzan las elecciones primarias en un estado de división tal que solo un milagro podría conducir a la nominación del buen anciano Sanders, única esperanza de una victoria improbable.

Entonces, nazismo trumpista y miseria para todos y sobreestimulación creciente del sistema nervioso planetario. ¿Es esta la moraleja de la fábula?

Pero he aquí la sorpresa, el giro, lo imprevisto que frustra cualquier discurso sobre lo inevitable. Lo imprevisto que hemos estado esperando: la implosión. El organismo sobreexcitado del género humano, después de décadas de aceleración y de frenesí, después de algunos meses de convulsiones sin perspectivas, encerrado en un túnel lleno de rabia, de gritos y de humo, finalmente se ve afectado por el colapso: se difunde una gerontomaquia que mata principalmente a los octogenarios, pero bloquea, pieza por pieza, la máquina global de la excitación, del frenesí, del crecimiento, de la economía…

El capitalismo es una axiomática, es decir, funciona sobre la base de una premisa no comprobada (la necesidad del crecimiento ilimitado que hace posible la acumulación de capital). Todas las concatenaciones lógicas y económicas son coherentes con ese axioma, y ​​nada puede concebirse o intentarse por fuera de ese axioma. No existe una salida política de la axiomática del Capital, no existe un lenguaje capaz de enunciar el exterior del lenguaje, no hay ninguna posibilidad de destruir el sistema, porque todo proceso lingüístico tiene lugar dentro de esa axiomática que no permite la posibilidad de enunciados eficaces extrasistémicos. La única salida es la muerte, como aprendimos de Baudrillard.

Solo después de la muerte se podrá comenzar a vivir. Después de la muerte del sistema, los organismos extrasistémicos podrán comenzar a vivir. Siempre que sobrevivan, por supuesto, y no hay certeza al respecto.

La recesión económica que se está preparando podrá matarnos, podrá provocar conflictos violentos, podrá desencadenar epidemias de racismo y de guerra. Es bueno saberlo. No estamos preparados culturalmente para pensar el estancamiento como condición de largo plazo, no estamos preparados para pensar la frugalidad, el compartir. No estamos preparados para disociar el placer del consumo.

4 de marzo

¿Esta es la vencida? No sabíamos cómo deshacernos del pulpo, no sabíamos cómo salir del cadáver del Capital; vivir en ese cadáver apestaba la existencia de todos, pero ahora el shock es el preludio de la deflación psíquica definitiva. En el cadáver del Capital estábamos obligados a la sobreestimulación, a la aceleración constante, a la competencia generalizada y a la sobreexplotación con salarios decrecientes. Ahora el virus desinfla la burbuja de la aceleración.

Hace tiempo que el capitalismo se encontraba en un estado de estancamiento irremediable. Pero seguía fustigando a los animales de carga que somos, para obligarnos a seguir corriendo, aunque el crecimiento se había convertido en un espejismo triste e imposible.

La revolución ya no era pensable, porque la subjetividad está confusa, deprimida, convulsiva, y el cerebro político no tiene ya ningún control sobre la realidad. Y he aquí entonces una revolución sin subjetividad, puramente implosiva, una revuelta de la pasividad, de la resignación. Resignémonos. De repente, esta parece una consigna ultrasubversiva. Basta con la agitación inútil que debería mejorar y en cambio solo produce un empeoramiento de la calidad de la vida. Literalmente: no hay nada más que hacer. Entonces no lo hagamos.

Es difícil que el organismo colectivo se recupere de este shock psicótico-viral y que la economía capitalista, ahora reducida a un estancamiento irremediable, retome su glorioso camino. Podemos hundirnos en el infierno de una detención tecno-militar de la que solo Amazon y el Pentágono tienen las llaves. O bien podemos olvidarnos de la deuda, el crédito, el dinero y la acumulación.

Lo que no ha podido hacer la voluntad política podría hacerlo la potencia mutágena del virus. Pero esta fuga debe prepararse imaginando lo posible, ahora que lo impredecible ha desgarrado el lienzo de lo inevitable.

5 de marzo

Se manifiestan los primeros signos de hundimiento del sistema bursátil y de la economía, los expertos en temas económicos observan que esta vez, a diferencia de 2008, las intervenciones de los bancos centrales u otros organismos financieros no serán de mucha utilidad.

Por primera vez, la crisis no proviene de factores financieros y ni siquiera de factores estrictamente económicos, del juego de la oferta y la demanda. La crisis proviene del cuerpo.

Es el cuerpo el que ha decidido bajar el ritmo. La desmovilización general del coronavirus es un síntoma del estancamiento, incluso antes de ser una causa del mismo.

Cuando hablo de cuerpo me refiero a la función biológica en su conjunto, me refiero al cuerpo físico que se enferma, aunque de una manera bastante leve –pero también y sobre todo me refiero a la mente, que por razones que no tienen nada que ver con el razonamiento, con la crítica, con la voluntad, con la decisión política, ha entrado en una fase de pasivización profunda.

Cansada de procesar señales demasiado complejas, deprimida después de la excesiva sobreexcitación, humillada por la impotencia de sus decisiones frente a la omnipotencia del autómata tecnofinanciero, la mente ha disminuido la tensión. No es que la mente haya decidido algo: es la caída repentina de la tensión que decide por todos. Psicodeflación.

6 de marzo

Naturalmente, se puede argumentar exactamente lo contrario de lo que dije: el neoliberalismo, en su matrimonio con el etnonacionalismo, debe dar un salto en el proceso de abstracción total de la vida. He aquí, entonces, el virus que obliga a todos a quedarse en casa, pero no bloquea la circulación de las mercancías. Aquí estamos en el umbral de una forma tecnototalitaria en la que los cuerpos serán para siempre repartidos, controlados, mandados a distancia.

En Internazionale se publica un artículo de Srecko Horvat (traducción de New Statesman).

Según Horvat, «el coronavirus no es una amenaza para la economía neoliberal, sino que crea el ambiente perfecto para esa ideología. Pero desde un punto de vista político el virus es un peligro, porque una crisis sanitaria podría favorecer el objetivo etnonacionalista de reforzar las fornteras y esgrimir la exclusividad racial, de interrumpir la libre circulación de personas (especialmente si provienen de países en vías de desarrollo) pero asegurando una circulación incontrolada de bienes y capitales.

«El miedo a una pandemia es más peligroso que el propio virus. Las imágenes apocalípticas de los medios de comunicación ocultan un vínculo profundo entre la extrema derecha y la economía capitalista. Como un virus que necesita una célula viva para reproducirse, el capitalismo también se adaptará a la nueva biopolítica del siglo XXI.

«El nuevo coronavirus ya ha afectado a la economía global, pero no detendrá la circulación y la acumulación de capital. En todo caso, pronto nacerá una forma más peligrosa de capitalismo, que contará con un mayor control y una mayor purificación de las poblaciones».

Naturalmente, la hipótesis formulada por Horvat es realista.

Pero creo que esta hipótesis más realista no sería realista, porque subestima la dimensión subjetiva del colapso y los efectos a largo plazo de la deflación psíquica sobre el estancamiento económico.

El capitalismo pudo sobrevivir al colapso financiero de 2008 porque las condiciones del colapso eran todas internas a la dimensión abstracta de la relación entre lenguaje, finanzas y economía. No podrá sobrevivir al colapso de la epidemia porque aquí entra en juego un factor extrasistémico.

7 de marzo

Me escribe Alex, mi amigo matemático: «Todos los recursos superinformáticos están comprometidos para encontrar el antídoto al corona. Esta noche soñé con la batalla final entre el biovirus y los virus simulados. En cualquier caso, el humano ya está fuera, me parece».

La red informática mundial está dando caza a la fórmula capaz de enfrentar el infovirus contra el biovirus. Es necesario decodificar, simular matemáticamente, construir técnicamente el corona-killer, para luego difundirlo.

Mientras tanto, la energía se retira del cuerpo social, y la política muestra su impotencia constitutiva. La política es cada vez más el lugar del no poder, porque la voluntad no tiene control sobre el infovirus.

El biovirus prolifera en el cuerpo estresado de la humanidad global.

Los pulmones son el punto más débil, al parecer. Las enfermedades respiratorias se han propagado durante años en proporción a la propagación en la atmósfera de sustancias irrespirables. Pero el colapso ocurre cuando, al encontrarse con el sistema mediático, entrelazándose con la red semiótica, el biovirus ha transferido su potencia debilitante al sistema nervioso, al cerebro colectivo, obligado a ralentizar sus ritmos.

8 de marzo

Durante la noche, el Primer Ministro Conte ha comunicado la decisión de poner en cuarentena a una cuarta parte de la población italiana. Piacenza, Parma, Reggio y Modena están en cuarentena. Bolonia no. Por el momento.

En los últimos días hablé con Fabio, hablé con Lucia, y habíamos decidido reunirnos esta noche para cenar. Lo hacemos de vez en cuando, nos vemos en algún restaurante o en casa de Fabio. Son cenas un poco tristes incluso si no nos lo decimos, porque los tres sabemos que se trata del residuo artificial de lo que antes sucedía de manera completamente natural varias veces a la semana, cuando nos reuníamos con mamá.

Ese hábito de encontrarnos a almorzar (o, más raramente, a cenar) de mamá había permanecido, a pesar de todos los eventos, los movimientos, los cambios, después de la muerte de papá: nos encontrábamos a almorzar con mamá cada vez que era posible.

Cuando mi madre se encontró incapaz de preparar el almuerzo, ese hábito terminó. Y poco a poco, la relación entre nosotros tres ha cambiado. Hasta entonces, a pesar de que teníamos sesenta años, habíamos seguido viéndonos casi todos los días de una manera natural, habíamos seguido ocupando el mismo lugar en la mesa que ocupábamos cuando teníamos diez años. Alrededor de la mesa se daban los mismos rituales. Mamá estaba sentada junto a la estufa porque esto le permitía seguir ocupándose de la cocina mientras comía. Lucía y yo hablábamos de política, más o menos como hace cincuenta años, cuando ella era maoísta y yo era obrerista.

Este hábito terminó cuando mi madre entró en su larga agonía.

Desde entonces tenemos que organizarnos para cenar. A veces vamos a un restaurante asiático ubicado colinas abajo, cerca del teleférico en el camino que lleva a Casalecchio, a veces vamos al departamento de Fabio, en el séptimo piso de un edificio popular pasando el puente largo, entre Casteldebole y Borgo Panigale. Desde la ventana se pueden ver los prados que bordean el río, y a lo lejos se ve el cerro de San Luca y a la izquierda se ve la ciudad.

Entonces, en los últimos días habíamos decidido vernos esta noche para cenar. Yo tenía que llevar el queso y el helado, Cristina, la esposa de Fabio, había preparado la lasaña.

Todo cambió esta mañana, y por primera vez –ahora me doy cuenta– el coronavirus entró en nuestra vida, ya no como un objeto de reflexión filosófica, política, médica o psicoanalítica, sino como un peligro personal.

Primero fue una llamada de Tania, la hija de Lucía que desde hace un tiempo vive en Sasso Marconi con Rita.

Tania me telefoneó para decirme: escuché que vos, mamá y Fabio quieren cenar juntos, no lo hagas. Estoy en cuarentena porque una de mis alumnas (Tania enseña yoga) es doctora en Sant’Orsola y hace unos días el hisopado le dio positivo. Tengo un poco de bronquitis, por lo que decidieron hacerme el análisis también, a la espera del informe no puedo moverme de casa. Yo le respondí haciéndome el escéptico, pero ella fue implacable y me dijo algo bastante impresionante, que todavía no había pensado.

Me dijo que la tasa de transmisibilidad de una gripe común es de cero punto veintiuno, mientras que la tasa de transmisibilidad del coronavirus es de cero punto ochenta. Para ser claros: en el caso de una gripe normal, hay que encontrarse con quinientas personas para contraer el virus, en el caso del corona basta con encontrarse con ciento veinte. Interesante.

Luego, ella, que parece estar informadísima porque fue a hacerse el hisopado y por lo tanto habló con los que están en la primera línea del frente de contagio, me dice que la edad promedio de los muertos es de ochenta y un años.

Bueno, ya lo sospechaba, pero ahora lo sé. El coronavirus mata a los viejos, y en particular mata a los viejos asmáticos (como yo).

En su última comunicación, Giuseppe Conte, quien me parece una buena persona, un presidente un poco por casualidad que nunca ha dejado de tener el aire de alguien que tiene poco que ver con la política, dijo: «pensemos en salud de nuestros abuelos». Conmovedor, dado que me encuentro en el papel incómodo del abuelo a proteger.

Habiendo abandonado el traje del escéptico, le dije a Tania que le agradecía y que seguiría sus recomendaciones. Llamé a Lucia, hablamos un poco y decidimos posponer la cena.

Me doy cuenta de que me metí en un clásico doble vínculo batesoniano. Si no llamo por teléfono para cancelar la cena, me pongo en posición de ser un huésped físico, de poder ser portador de un virus que podría matar a mi hermano. Si, por otro lado, llamo, como estoy haciendo, para cancelar la cena, me pongo en la posición de ser un huésped psíquico, es decir, de propagar el virus del miedo, el virus del aislamiento.

¿Y si esta historia dura mucho tiempo?

9 de marzo

El problema más grave es el de la sobrecarga a la que está sometido el sistema de salud: las unidades de terapia intensiva están al borde del colapso. Existe el peligro de no poder curar a todos los que necesitan una intervención urgente, se habla de la posibilidad de elegir entre pacientes que pueden ser curados y pacientes que no pueden ser curados.

En los últimos diez años, se recortaron 37 mil millones del sistema de salud pública, redujeron las unidades de cuidados intensivos y el número de médicos generales disminuyó drásticamente.

Según el sitio quotidianosanità.it, «en 2007 el Servicio Sanitario Nacional público podía contar con 334 Departamentos de emergencia-urgencia (Dea) y 530 de primeros auxilios. Pues bien, diez años después la dieta ha sido drástica: 49 Dea fueron cerrados (-14%) y 116 primeros auxilios ya no existen (-22%). Pero el recorte más evidente está en las ambulancias, tanto las del Tipo A (emergencia) como las del Tipo B (transporte sanitario). En 2017 tenemos que las Tipo A fueron reducidas un 4% en comparación con diez años antes, mientras que las de Tipo B fueron reducidas a la mitad (-52%). También es para tener en cuenta cómo han disminuido drásticamente las ambulancias con médico a bordo: en 2007, el médico estaba presente en el 22% de los vehículos, mientras que en 2017 solo en el 14,7%. Las unidades móviles de reanimación también se redujeron en un 37% (eran 329 en 2007,  son 205 en 2017). El ajuste también ha afectado a los hogares de ancianos privados que, en cualquier caso, tienen muchas menos estructuras y ambulancias que los hospitales públicos.

«A partir de los datos se puede ver cómo ha habido una contracción progresiva de las camas a escala nacional, mucho más evidente y relevante en el número de camas públicas en comparación con la proporción de camas administradas de forma privada: el recorte de 32.717 camas totales en siete años remite principalmente al servicio público, con 28.832 camas menos que en 2010 (-16,2%), en comparación con 4.335 camas menos que el servicio privado (-6,3%)».

10 de marzo

«Somos olas del mismo mar, hojas del mismo árbol, flores del mismo jardín».

Esto está escrito en las docenas de cajas que contienen barbijos que llegan de China. Estos mismos barbijos que Europa nos ha rechazado.

11 de marzo

No fui a via Mascarella, como generalmente hago el 11 de marzo de cada año. Nos reencontramos frente a la lápida que conmemora la muerte de Francesco Lorusso, alguien pronuncia un breve discurso, se deposita una corona de flores o bien una bandera de Lotta Continua que alguien ha guardado en el sótano, y nos abrazamos, nos besamos abrazándonos fuerte.

Esta vez no tenía ganas de ir, porque no me gustaría decirle a ninguno de mis viejos compañeros que no podemos abrazarnos.

Llegan de Wuhan fotos de personas celebrando, todas rigurosamente con el barbijo verde. El último paciente con coronavirus fue dado de alta de los hospitales construidos rápidamente para contener la afluencia.

En el hospital de Huoshenshan, la primera parada de su visita, Xi elogió a médicos y enfermeras llamándolos «los ángeles más bellos» y «los mensajeros de la luz y la esperanza». Los trabajadores de salud de primera línea han asumido las misiones más arduas, dijo Xi, llamándolos «las personas más admirables de la nueva era, que merecen los mayores elogios».

Hemos entrado oficialmente en la era biopolítica, en la que los presidentes no pueden hacer nada, y solo los médicos pueden hacer algo, aunque no todo.

12 de marzo

Italia. Todo el país entra en cuarentena. El virus corre más rápido que las medidas de contención.

Billi y yo nos ponemos el barbijo, tomamos la bicicleta y vamos de compras. Solo las farmacias y los mercados de alimentos pueden permanecer abiertos. Y también los quioscos, compramos los diarios. Y las tabaquerías. Compro papel de seda, pero el hachís escasea en su caja de madera. Pronto estaré sin droga, y en Piazza Verdi ya no está ninguno de los muchachos africanos que venden a los estudiantes.

Trump usó la expresión «foreign virus» [virus extrajero].

All viruses are foreign by definition, but the President has not read William Burroughs [Todos los virus son extranjeros por definición, pero el presidente no ha leído a William Burroughs].

13 de marzo

En Facebook hay un tipo ingenioso que posteó en mi perfil la frase: «hola Bifo, abolieron el trabajo».

En realidad, el trabajo es abolido solo para unos pocos. Los obreros de las industrias están en pie de guerra porque tienen que ir a la fábrica como siempre, sin máscaras u otras protecciones, a medio metro de distancia uno del otro.

El colapso, luego las largas vacaciones. Nadie puede decir cómo saldremos de esta.

Podríamos salir, como alguno predice, bajo las condiciones de un estado tecno-totalitario perfecto. En el libro Black Earth, Timothy Snyder explica que no hay mejor condición para la formación de regímenes totalitarios que las situaciones de emergencia extrema, donde la supervivencia de todos está en juego.

El SIDA creó la condición para un adelgazamiento del contacto físico y para el lanzamiento de plataformas de comunicación sin contacto: Internet fue preparada por la mutación psíquica denominada SIDA.

Ahora podríamos muy bien pasar a una condición de aislamiento permanente de los individuos, y la nueva generación podría internalizar el terror del cuerpo de los otros.

¿Pero qué es el terror?

El terror es una condición en la cual lo imaginario domina completamente la imaginación. Lo imaginario es la energía fósil de la mente colectiva, las imágenes que en ella la experiencia ha depositado, la limitación de lo imaginable. La imaginación es la energía renovable y desprejuiciada. No utopía, sino recombinación de los posibles.

Existe una divergencia en el tiempo que viene: podríamos salir de esta situación imaginando una posibilidad que hasta ayer parecía impensable: redistribución del ingreso, reducción del tiempo de trabajo. Igualdad, frugalidad, abandono del paradigma del crecimiento, inversión de energías sociales en investigación, en educación, en salud.

No podemos saber cómo saldremos de la pandemia cuyas condiciones fueron creadas por el neoliberalismo, por los recortes a la salud pública, por la hiperexplotación nerviosa. Podríamos salir de ella definitivamente solos, agresivos, competitivos.

Pero, por el contrario, podríamos salir de ella con un gran deseo de abrazar: solidaridad social, contacto, igualdad.

El virus es la condición de un salto mental que ninguna prédica política habría podido producir. La igualdad ha vuelto al centro de la escena. Imaginémosla como el punto de partida para el tiempo que vendrá.

Fuente: Sangrre

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