Por una nueva madurez de los movimientos (30/03/2006) // Colectivo Situaciones
Texto leído en el Global Meeting. Venecia, 30 de marzo de 2006
I.
Hemos hablado mucho de lo sucedido en Argentina durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001. También sobre las dinámicas que anticiparon la insurrección. Hemos sido atravesados por los movimientos y la novedad social que desde entonces no ha cesado de proliferar en todo el continente.
Aún hoy se discuten los efectos de aquella rebeldía colectiva y feroz. Una verdadera disputa interpretativa no cesa de reabrirse sobre los sentidos del ¡qué se vayan todos, que no quede ni uno sólo!
Por nuestra parte, insistimos en al menos tres consecuencias irreversibles de aquel diciembre.
En primer lugar, fueron destituidas las funciones simbólicas y los atributos políticos del estado-nación. No sólo eso, pues de algún modo la hegemonía del mercado sobre toda la sociedad ya era una señal clara de ese agotamiento. Lo nuevo de diciembre del 2001 es la irrupción de luchas sociales que lograron pensar e intervenir las articulaciones concretas del cambio de época. A partir de ese momento la radicalidad política dejó de ser sinónimo de una vuelta atrás, de cierto conservadurismo y de consignas meramente defensivas.
En segundo lugar, las formas políticas del neoliberalismo, que durante la década del noventa se habían mostrado imbatibles en toda América Latina, entraron en una crisis de legitimidad e iniciativa que aún persiste y no cesa de profundizarse.
Por último, nada de lo anterior puede comprenderse sin dar cuenta del surgimiento de innumerables experiencias de creación, que adoptaron la forma de un conjunto heterogéneo de movimientos sociales por todos conocidos. La Argentina que supo del abismo, que percibió la desmesura de la situación, lejos de ser un campo de padecimiento, impotencia y miedo, se transformó en un territorio de experimentación colectiva, de imaginación política y de producción de nuevas modalidades subjetivas. El hacer social atravesó los límites de la crisis, delineó nuevas formas de cooperación y abrió un horizonte político contemporáneo.
II.
Estos tres pasajes son el piso sobre el que se edifica, a partir del 2003, el paisaje de una nueva gobernabilidad en América del Sur. Si el gobierno de Kirchner es efectivamente distinto de lo conocido al menos desde 1983 en Argentina, es precisamente porque logra leer estas nuevas condiciones que han conseguido imponer los movimientos sociales, y hacer uso de ellas en su intento por insertar de otro modo al país en el mercado mundial.
Algunos hechos sobresalientes que permitieron la configuración de esta nueva gobernabilidad son:
– La capacidad de asumir que la consistencia tradicional de las instituciones estatales ya no puede darse por supuesta, le permitió al kirchnerismo tener conciencia de que la legitimidad y solidez del gobierno se conquista y se pone en juego a cada instante. La naturaleza de toda hegemonía actual es su precariedad. En ese sentido, el estado de excepción que el 2001 grabó en la sensibilidad de todos, persiste hoy como fondo inconfesable del poder político.
– Hubo una serie de iniciativas que lograron inscribirse institucionalmente, y que confirmaron la crisis política del neoliberalismo. Entre ellas se deben mencionar la modificación de la corte suprema de justicia (nexo decisivo desde el que se operaron los principales negocios vinculados a las privatizaciones); la remoción de las cúpulas militares y policiales ligadas a la dictadura y a las represiones de las últimas décadas, y el consecuente reconocimiento de la legitimidad constitucional de la protesta social; la derogación de las leyes de impunidad para los genocidas y la adopción oficial de la narrativa histórica de los movimientos de derechos humanos; el trazado de una autonomía relativa pero real respecto de los organismos de créditos internacionales y de los dictados del consenso de Washington, que a su vez habilita una política regional cuya prioridad es la integración latinoamericana, orientada hacia el multilateralismo, etcétera. Sin embargo, hay que señalar que estos logros conviven con continuidades (neoliberales, desarrollistas, clientelares y mafiosas) que se constituyen como verdaderos bloqueos para desplegar las posibilidades insinuadas. Mencionemos, solo al pasar, tres persistencias que nos parecen fundamentales: la prioridad dada en términos económicos a los agro-negocios y a la extracción de los recursos naturales por parte de las trasnacionales, que impiden una real distribución de la riqueza; las políticas sociales que promueven la recuperación de la sociedad salarial y se orientan según el imaginario de la inclusión, lo que redunda en una re-victimización de los pobres; y la complicidad con las estructuras de gestión política territorial del peronismo, articuladas localmente según un modelo de manejo mafioso de los negocios y de control social.
– Por último, y quizás lo decisivo, tiene que ver con el vínculo que el kirchnerismo establece con el nuevo protagonismo social que está en su origen y al que de algún modo debe su existencia. Este diálogo complejo, que quizás permanece abierto en alguna de sus declinaciones, pero que no ha mostrado aún episodios de verdadera innovación política, contiene de manera condensada la ambivalencia de la nueva gobernabilidad. La paradoja a la que nos enfrentamos, en cada uno de los pliegues en los que esta relación se juega, es la de una efectiva apertura de espacios para los movimientos que olvida lo principal: su capacidad constituyente. Se trata de un reconocimiento que efectúa una inclusión subordinada.
La autonomía experimentada por las luchas es reducida, así, a la tradicional figura de un sujeto con demandas. Esto sucede tanto con aquellos movimientos que se han expresado de modo más organizado y visible, como para los que proliferan de manera difusa e informe. La subordinación a la que nos referimos no es lineal porque no puede atribuirse sólo a la mala voluntad del gobierno, sino a su falta de imaginación, una incapacidad política que también afecta a los movimientos. El problema es de la relación y no de uno de sus términos.
Cuando el conjunto de virtualidades que fueron abiertas se efectúan en una sola dirección, la situación se empobrece; la transformación se congela; el neoliberalismo, lejos de desaparecer, muta y adopta nuevas formas.
III.
Frente a este devenir de la nueva gobernabilidad, los movimientos que mejor expresaron la radicalidad política de la crisis de fin de siglo han sido afectados por una extraña sensación de tristeza. Quiénes estaban inmersos en procesos de creatividad social, de repente fueron sorprendidos por un llamado al orden que señalaba el final de la fiesta. Así quedaron separados de sus propias potencias, al confrontarse con un falso dilema: aceptar la inclusión subordinada que el reconocimiento de la nueva gobernabilidad opera; o bien dejarse arrastrar por la alternativa del aislamiento y la dispersión.
Algunos rasgos que componen la tonalidad de la tristeza, y que nosotros hemos experimentado son:
– la imposición de la lógica de los especialistas, quienes llegan para ordenar lo que, se supone, era una caótica creatividad. Así, toda novedad lingüística es subsumida por categorizaciones disciplinarias que clasifican y jerarquizan. Los propios agentes de la innovación son presentados como expertos y separados del proceso colectivo de experimentación.
– La modelización, que hace de toda eficacia contingente y singular una fórmula apta para ser aplicada.
– La nostalgia, de quedar atado a las formas y los estilos que antes funcionaron, y que convierte la alegría de la invención en moldes y mandatos que hay que sostener.
– El vaciamiento de las consignas colectivas por la vía de su literalización, por ejemplo respecto de enunciados como el ¡qué se vayan todos!
– Un “economicismo reactivo”, expresado en mil frases del tipo: “los piqueteros sólo quieren conseguir dinero sin trabajar”, “la clase media sólo sale a la calle si le tocan el bolsillo”, y todos los modos de reducción del juego subjetivo a la crisis financiera;
– El desprecio por el modo en que la producción se socializa, lo que redunda en un recorte violento del poder virósico que la politización de la crisis permitió. La normalización es una interrupción del contagio y la interpelación trasversal. Es el gobierno de las marcas.
– La identificación mecánica de lo “micro” con lo “chico”, según la cual las formas concretas de la revuelta son identificadas con un momento previo, local y excepcional respecto de una realidad “macro” (“mayor”), que debe ser administrada.
– La vedetización de los actores, el espectáculo, que instituye voces reconocidas, personajes, ídolos, que luego son responsabilizados y culpados por la falta de resultados.
Nos encontramos así frente al desafío político que la autonomía determina. La imposibilidad de ir más allá de la opción entre integración y marginalidad es lo que despolitiza.
No se trata, por lo tanto, de simplemente negarla, haciendo como si la fiesta continuara, fingiendo una alegría sórdida, apelando a un hiper-activismo insensible. Tampoco alcanza con travestir el pesimismo injustificado de quienes sienten que el proceso ha recaído en el fracaso, con el optimismo de quienes festejan el cambio sin recalar en la naturaleza ambigua de la situación.
Pero mucho menos podemos conformarnos cuando la autonomía se convierte en doctrina, dando la espalda a la transversalidad de la que se nutre y de la que extrae su potencia real. La creación desprendida de la cooperación social se seca, se aísla, pierde toda su potencia política y deviene una moral tranquilizadora, que hace del resentimiento su morada.
IV.
En los grupos y movimientos autónomos la tristeza aparece como amenaza de cooptación o abandono de la búsqueda. Para deshacerse de este corset, la autonomía necesita conquistar una nueva madurez. Ahora bien: la paradoja consiste en que la lucidez que se precisa sólo será alcanzada a través de un recomienzo. Esto es: el escenario de la nueva gobernabilidad será reabierto sí y sólo sí se desanda la dinámica de subordinación de los movimientos, relanzando la iniciativa social en aquellas dimensiones que hasta ahora no han sido politizadas.
La madurez de la que hablamos implica romper los binarismos fijos y por lo tanto ilusorios. En algunos casos, como hemos visto, hay que sustraerse de opciones como el fracaso o el éxito, la victoria o la derrota. Pero también hay polarizaciones que conviene atravesar, yendo más allá de ellas: la relación entre movimientos e instituciones es un ejemplo.
Si la relación entre gobiernos y movimientos no puede ser pensada en los términos clásicos de la representación, es entre otras cosas porque lo global es ya una realidad inmediata de cada vínculo político. Ni el gobierno ni los movimientos son términos fijos, dados, estables, sino más bien consistencias frágiles y en permanente constitución, desde que lo estatal-nacional ha dejado de ser la forma inevitable que daba marco a su relación. En ese sentido, es muy cierto que hoy cada conflicto y cada lucha en América del Sur adquiere una dimensión inmediatamente regional, cuyas repercusiones se constatan en sitios más bien distantes, tanto en el modo en que afectan al poder como en la resonancia que encuentran en otras realidades de lucha.
La rebeldía de los habitantes de Gualeguaychú, en la provincia argentina de Entre Ríos, contra la instalación de una megafábrica de celulosa por parte de una transnacional finlandesa, en territorio uruguayo, es un nítido ejemplo de lo anterior. Sin tiempo para describir los pormenores de este conflicto, sólo lo mencionamos para dar cuenta de hasta qué punto aquella integración regional que en más de un aspecto y por primera vez se presenta como una gran posibilidad de expandir la energía productiva de los movimientos, puede por el contrario volverse en contra, hasta constituir una amenaza, si es que en la base de esta articulación se consolida la subordinación política de la autonomía social. Cuando esto es lo que sucede, la cooperación es desplegada de manera mercantil; y tras las buenas intenciones y el espíritu solidario, resurge siempre algún que otro empresario (con retórica estatalista, bolivariana o setentista, da igual) dispuesto a hacer negocios.
Finalmente, si esta tendencia se confirma, el espacio político conquistado por las luchas, que ha podido traducirse en términos de una relativa independencia del continente respecto a los poderes globales, será desperdiciado y la oportunidad de imaginar un proceso autónomo de desarrollo quedará clausurada. En el mismo sentido, son desaprovechadas las inéditas condiciones de crecimiento económico de la región, para promover una radical redistribución de la riqueza, y así modificar de manera efectiva las condiciones neoliberales de la existencia.
V.
Dijimos antes que madurar es una capacidad que sólo se consigue gracias a un recomienzo. En este caso, asumir lo global como dimensión en cada lucha no implica tanto ocuparse de lo que está afuera, ni necesariamente dar un salto de las cuestiones de los movimientos hacia las preocupaciones geopolíticas o estratégicas. Lo global hoy se presenta como el modo concreto en que las dinámicas trasnacionales atraviesan nuestras realidades singulares. Reconocer, señalar y derribar las nuevas fronteras levantadas por estos desplazamientos, constituye una vía fundamental de politización en el contexto de la nueva gobernabilidad. Es por eso que estamos intentando seguir de cerca el modo en que las subjetividades productivas son segmentadas según una nueva topología del trabajo y de la ciudad.
En el primer caso, las formas contemporáneas de explotación del alma, delinean una nítida separación entre la parte alta de la fuerza laboral inmaterial, que es muy bien pagada y pone en juego su creatividad en la producción; de la parte baja, que no sólo está precarizada y mal pagada, sino que está sometida a las promesas de la imagen y la comunicación. Las incipientes luchas de los operadores telefónicos de los call-centers, con los que hemos venido compartiendo intuiciones, nos han ayudado a percibir la magnitud del problema político que está emergiendo.
En el segundo caso, la de una nueva cartografía urbana, la experiencia de los migrantes bolivianos y peruanos en el conurbano y en las villas de Buenos Aires, comienza a recortar una crítica contemporánea a la real entidad de instituciones que han recuperado su apariencia inclusiva, como la ciudadanía, la escuela, la noción de los derechos humanos y el trabajo. Las virtualidades que abre el contagio verdadero entre las dinámicas activadas por el neoliberalismo y los movimientos en los últimos años de América Latina, están en realidad a la vuelta de esquina, y es allí donde se vuelven a poner en juego los modos concretos de su efectuación.
Para terminar, tenemos la impresión que el análisis y el pensamiento político en la actualidad también reclaman un recomienzo. Es evidente que el desafío no pasa, como cree buena parte de la izquierda, por el hecho de definirse a favor o en contra de los gobiernos. No nos parece que vivamos un tiempo labrado por la inminencia de “soluciones definitivas”; ni vemos demasiada vitalidad en los debates que procuran encontrar los verdaderos sujetos de la transformación o que buscan recuperar los modelos de futuro que hace muy poco fueron sobrepasados por la imaginación de las luchas.
Precisamos cautela y serenidad, para conquistar una mayor soberanía sobre dimensiones de la vida diaria y colectiva, que nos permitan elaborar nuevas formas de articular la multiplicidad de niveles temporales y existenciales que constituyen lo común.
Experimentar las potencias de una abstención que no es pasividad sino plena disponibilidad, pues evita ser simplemente arrastrados o conquistados por los oficialismos de turno, al tiempo que elude la confrontación autodestructiva con los nuevos gobiernos.
La constitución de espacios públicos no estatales requiere de “políticas concretas”, donde aparezcamos con nuestras verdaderas preguntas. Pero la radicalidad de esta intervención se juega en la escucha colectiva que logremos instituir.
Reconstruir un horizonte político de las luchas exige, en primer lugar, una nueva sensibilidad militante.