Anarquía Coronada

Tag archive

catalunya

El coronavirus como teatro de la verdad // Santiago López Petit

¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿Y si parar (relativamente) el mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en desafío?

            Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales: la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales etc. incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación a la defensiva como la actual ¿Quién podría negarlo?

            Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida” nos repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas – no olvidemos que  “estadística” deriva de la palabra Estado – para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse. Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que según Hobbes lo fundamenta y legitima.

            En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus. Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz. Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 i 15.000 muertos; en Catalunya,  300000 personas (mayoritariamente mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o sensibilidad química múltiple,y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantasen. Por cierto: ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?

            La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa. Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye  un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.

            En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus  representantes  no tienen ya cabida. Está el personal sanitario en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta sociedad (por favor: llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el insulto que ya era); están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.          

            La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos, resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.

            La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella  – y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza. Por eso hay que entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.

            #Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% (500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas a un deuda infinita. A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.         

 

 

Lo que tapan las banderas (una conjetura) // Amador Fernández-Savater

Querido D.,

me preguntas en tu mail “cómo se ve, desde cerca, lo que pasa en Catalunya”. Bueno, estoy desde luego un poco más cerca que tú, pero no creas que me aclaro. Y te diré que los amigos que viven allí tampoco lo entienden del todo. Así que quizá no es cuestión de distancia, sino que la dificultad está en  “la cosa” (de ese modo ha titulado el periodista Guillem Martínez una serie de crónicas que te aconsejo).

Te comparto entonces un puñado de intuiciones elaboradas desde Madrid, donde llegan fuertes ondas. Ni siquiera son hipótesis, sino simplemente conjeturas que no me atrevería a hacer públicas (porque no está “la cosa” para hacer preguntas, sino para “tomar posiciones”). Pero así en la intimidad podemos seguir pensando.

Ahí van, ojalá te sirva de algo leerlas (a mí ya sí el solo hecho de escribirlas). Tampoco me hagas mucho caso (ya te estoy viendo: “no hace falta que me lo digas” 🙂 y, desde luego, eso sí, pregunta más por ahí, lee más, escucha más.

Malestar

Te resumo cómo lo veo: sufrimos ataques en el plano de la economía, pero nosotros respondemos en el plano de la política. Ya pasó algo parecido entre el 15M y Podemos. Me explico: creo que el independentismo actual tiene más que ver con el malestar de las vidas en crisis y con el rechazo del sistema político español que con el nacionalismo catalán. Verlo así lo cambia todo.

Esta intuición habría que justificarla, claro está, con datos, observaciones y hechos. Te apunto por ahora sólo tres o cuatro detalles.

Se estima que en la Diada de 2010 (una jornada de fiesta y manifestación que sirve para medir la temperatura del soberanismo catalán) hubo unas 15.000 personas. 10.000 en la de 2011. La cifra salta al millón en 2012. Es decir, las cuestiones identitarias no estaban convocando mucho en Catalunya hasta 2012. ¿Qué pasa entre 2011 y 2012? El movimiento 15M, la primera respuesta organizada del malestar ante la crisis y su durísima gestión neoliberal (recortes, etc.). El carburante del independentismo a partir de 2012 es el malestar de la crisis y el deseo de cambio «desviado».

No creo que se pueda entender nada de lo que pasa ahora sin referencia a la crisis económica y el 15M. Los temas clásicos del nacionalismo (la lengua, los agravios históricos, la cultura propia, etc.) están ahí, pero muy en segundo plano. Mucho más presente y vivo es el rechazo del sistema político español, arrogante y sordo, insensible a la calle y cerrado a cualquier reforma por mucho consenso social que tenga (pienso por ejemplo en la Iniciativa Legislativa Popular promovida por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca en 2103 a favor de la dación en pago, la paralización de los desahucios y el alquiler social).

Un sistema político que durante estos años de crisis ha aplicado sin piedad las medidas de austeridad que se ordenaban desde Bruselas, que se ha reveladoestructuralmente corrupto -no es que haya alguna “puerta giratoria” entre políticos y empresas, sino que el sistema político entero es una puerta giratoria- y que ha reprimido con dureza todo lo que se movía en la calle para disentir pacíficamente (con violencia policial, multas, ley mordaza, etc.).

Insisto: hay por supuesto una base importante de nacionalismo catalán histórico, pero lo que me parece “específico” del repunte independentista en la actualidad es el malestar de la crisis y el rechazo del sistema político español. Y esa confusión entre la cuestión nacional-territorial y la cuestión democrática («lo llaman democracia y no lo es») explica a mi juicio la promiscuidad en la calle de actores tan distintos. Especialmente visible en la jornada de desobediencia del 1 de octubre. Se habla incluso de “independentismo no nacionalista». Es el caso de muchísimos amigos que estuvieron implicados en el 15M y eran completamente ajenos hasta hace dos días a las cuestiones identitarias, un independentismosobrevenido.

Eficacia

¿Y por qué ese malestar se canaliza por la vía independentista y no por vías más parecidas al 15M? Prefiero no verlo en términos de “manipulación”. Creo más que se trata de una cuestión de “eficacia”. Mucha gente encuentra en la vía independentista una eficacia posible en la ruptura con el sistema político español, aunque haya que comerse grandes sapos (los que recortaban en Catalunya ayer hoy son aliados). Se esgrimen por ejemplo estas tres razones:

-Hay una vía, un camino, una estrategia. En el 15M había más bien una serie de prácticas, locales y situadas, pero no una estrategia global de objetivos.

-Hay un apoyo de la clase política catalana. Se piensa que los políticos tienen finalmente la llave para hacer ciertos cambios y que es suicida darles la espalda como hacía el 15M con su “no nos representan”.

-Hay una cierta idea de la independencia como cambio sin costes, como un cambio que no exige grandes transformaciones vitales (como era el caso del 15M), como un cambio que -en buena medida- se puede delegar.

Se compartan o no, son razones para meditar bien (y no despreciar) entre aquellos que están interesados en el cambio social. 

Nosotros y ellos

Pero claro, ¿qué ocurre cuando el deseo de cambio y ruptura se articula en clave nacionalista (por muy tácticamente que sea)? Algunas cosas te las puedes imaginar, otras tienen que ver con nuestra historia local. El primer problema es el «nosotros» y el «ellos» que se genera.  

Los símbolos nacionales (a pesar de lo que dice un discurso reciente un tanto banal) no se pueden “resignificar” a voluntad, sino que están cargados de historia, de experiencias, de emociones. El “pueblo catalán” como sujeto de cambio deja fuera a todos los que no se reconocen en él. No se crea un “nosotros” inclusivo que anime a sumarse, sino una identidad con borde duro hacia afuera.

Dentro de Catalunya se obvia a la mitad de los catalanes, que ven con miedo y rabia su posible cambio de nacionalidad. Fuera de Catalunya la independencia tiene escasísima simpatía (por no decir nula). En Madrid por ejemplo hemos salido a la calle a mostrar solidaridad contra la represión y a reclamar “diálogo”, pero nada más. No se siente que haya ninguna invitación a incluirse en un proceso común. Ese aislamiento es un factor de debilidad.  

El marco nacionalista desplaza la importancia del “qué” hacia la importancia del “quién”: el problema entonces ya no son los bancos o la televisión, la policía o la oligarquía, sino los banqueros, las televisiones, los policías y los oligarcasespañoles. Lo que era “común” -el malestar de las vidas en crisis y el rechazo del neoliberalismo- se rompe y se pierde al articularse en clave nacional.

Españolismo

La situación ha reactivado un “españolismo” que no habíamos visto en décadas: ni durante la crisis económica (al revés de lo que está pasando en toda Europa), ni tras el atentado del 11-M de 2004 en los trenes (al revés de lo que pasó en Estados Unidos con el 11-S de 2001). Ni siquiera en un momento de máxima tensión, como fue el secuestro del concejal del Partido Popular Miguel Ángel Blanco por ETA, se dejó a los fascistas incorporarse a la manifestación de protesta en Madrid (tengo ese recuerdo muy vivo). Ahora la fachada de mi casa, y de toda la ciudad de Madrid, está repleta de banderas españolas. Es para inquietarse. 

Ahora bien, entre tú y yo te digo que no creo que esas banderas signifiquen exactamente un fortalecimiento del nacionalismo español clásico. Me explico: este repunte españolista no tiene ningún contenido o proyecto, se basa sólo en la exigencia al Gobierno de “mano dura” (en lugar de mano izquierda o “diálogo”) y en la emoción compartida por “la roja” (la selección española de fútbol, cuyos éxitos en los últimos años se deben por cierto al Barça de… ¡Guardiola!).

Lo que quiero decir es que la bandera española codifica hoy malestares muy contemporáneos: el miedo a la vida en crisis y el deseo reactivo de orden y estabilidad. Ese es el contenido efectivo y sustancial del españolismo actual. No encontrarás por ningún lado los elementos religiosos, guerreros o heroicos del nacionalismo español clásico. El miedo y el reclamo de orden y seguridad es lo que se expresa en tantas banderas, no la nostalgia de una España imperial o algo por el estilo. Eso creo. 

Reality check

En estos días nada es lo que parece. Por eso la situación es tan extraña. No hay exactamente nacionalismo catalán, sino más bien rechazo del sistema político español. No hay exactamente españolismo, sino más bien deseo miedoso de orden y normalidad en la globalización. No hay franquismo contra democracia, ni oligarquía buena, ni Europa (potencialmente) al rescate, etc. Las imágenes de la realidad se han desacoplado de la realidad misma y por todas partes hay trampas ópticas, simulacros. 

Sin embargo, desde el 1 de octubre se ha producido un durísimo “reality check” de algunas ilusiones independentistas:

-Por un lado, se ha revelado mediante caceroladas y manifestaciones la diversidad (y la división ¿honda? ¿situacional?) de la sociedad catalana. No hay “un” pueblo, sino al menos dos. Esa polarización alimenta la estrategia represiva del PP.

-Por otro, se ha revelado que no habrá “independencia sin costes”. Empresas y bancos han cambiado de sede (para no salir de la zona UE) y amagan con irse definitivamente de Catalunya. De pronto “el poder real” se muestra y deja flotando en el aire una pregunta central: ¿aceptaríais vivir más pobres con tal de vivir en una Catalunya independiente? ¿Hasta dónde llega vuestro compromiso y vuestro deseo?

-Por último, se ha revelado que esos políticos que “tienen las llaves” de los cambios hacen sus propios cálculos (no sólo cumplen mandatos populares) y también improvisan con mucha ingenuidad (¿irresponsabilidad?), esperando por ejemplo una intervención salvadora de Europa.

En fin, lo que me parece que vuelve a mostrar su debilidad y su inadecuación al presente (como ya pasó con Podemos) es la imagen del cambio social como “toma del cielo por asalto”: un cambio radical por arriba, aunque se apoye en movilizaciones por abajo; un cambio épico e instantáneo; la victoria total sobre el enemigo; un cambio que basta con declarar para que se realice (se declara la independencia y ya la tenemos aquí).

Impasse

¿Y ahora? Nadie lo sabe y yo menos. Los amigos más optimistas aún creen que se puede “desbordar” lo que pasa: radicalizar el “derecho a decidir” para llegar a “decidirlo todo” (acercándose así a una idea de la democracia más parecida a la del 15M: democracia cotidiana, democracia del hacer, democracia real ya); o radicalizar el tímido proceso de reforma constitucional que parece abrirse para desplegar un verdadero “proceso constituyente” donde redefinir desde abajo las reglas de la vida en común (incluyendo ahí el encaje o desencaje de Catalunya). Salir juntos de «esta» España más que salir de España. 

Los amigos más pesimistas se echan a un lado, prefieren no hacer bulto, no ser instrumentalizados por lógicas que les son ajenas, lógicas de bandos y de guerra, procesos muy abstractos sin conexión clara con la materialidad de la vida cotidiana. Veremos.

En todo caso, el independentismo me parece un impasse. Nuestros malestares y deseos de cambio requieren nuevos mapas y herramientas, pero nos seguimos orientando con los viejos. Recibimos un ataque en el plano de lo económico y respondemos en el plano de lo político (tomar el poder, fundar un nuevo Estado), pero la política ya no manda.

Quincemayistas, podemitas, indepedentistas sobrevenidos… Todos tenemos que pensar a fondo qué es el neoliberalismo donde se desarrollan nuestras vidas. Ese poder que no se presenta a elecciones pero las gana todas y rige las instituciones sin haber sido elegido por nadie. Ese poder que no es exactamente un “régimen político”, sino un sistema social que atraviesa la vida entera (un “mundo” dicen otros). Un poder que no es exterior, sino que lo reproducimos con mil gestos y decisiones cotidianas (en qué servidor tenemos nuestro correo electrónico, a qué colegio llevamos a nuestros hijos, en qué banco guardamos nuestros ahorros, etc.). Un poder anónimo y silencioso que no se puede “ver” en la versión simplificada de la realidad que día a día nos ofrecen los medios de comunicación, con su necesidad hollywoodiana de personajes, drama y acción (Ferreras hasta le pone banda sonora a las noticias).

¿Cómo se desafía ese poder, cómo se interrumpe, cómo se trastoca? Tenemos también que reimaginar a fondo el cambio social: como un cambio lento y a largo plazo, no instantáneo y épico; como un cambio que se prefigura en prácticas cotidianas, sin Día D; como un cambio que no se declara, sino que se construye; y donde los otros -esos que no son como nosotros- no desaparecen, sino que más bien aprendemos a convivir con ellos en igualdad.

Bueno, ya paro. ¿Qué te parece este lío? Me gustaría escucharte. Sigamos pensando juntos.

Te mando un abrazo fuerte,

A.

Barcelona en diciembre // Franco «Bifo» Berardi

Durante meses, El País se ha volcado en una campaña a favor del centralismo español que, paradójicamente, se presenta como un baluarte contra el nacionalismo catalán; como si el nacionalismo fuera un buen antídoto contra el nacionalismo. En los últimos días, los ataques han sido mucho más ruidosos, acompañados de una predicción: los independentistas serán al fin humillados. El 17 de diciembre, Mario Vargas Llosa publicó un artículo criticando las raíces del nacionalismo, con motivaciones naturalmente bien fundamentadas. ¿Cómo podemos no estar de acuerdo con él en que el nacionalismo exalta valores irracionales que van contra la sensatez y la democracia?

El problema es que, hablando de nacionalismo, poco se entiende de lo que sucede en Barcelona (y, aunque de manera más compleja, en toda Catalunya). Barcelona es una ciudad cosmopolita, libertaria e internacionalista: un nodo de la red social desterritorializada de trabajo precario y cognitivo.

Vargas Llosa ridiculiza la idea de que el movimiento independentista catalán se puede definir como un movimiento anticolonial. «¿Desde cuándo se ha considerado la zona económicamente más rica como una colonia de un país más pobre?» El problema es que Vargas Llosa, como casi todos, cree que el problema radica en el conflicto entre Barcelona y Madrid. Esta visión es muy pobre; no podemos entender la actual sublevación independentista sin tener en cuenta el hecho de que el verdadero enemigo de Barcelona no es el Estado español, sino el sistema bancario europeo. Es el sistema financiero global el que ejerce su dominación colonialista sobre la sociedad catalana y el resto de países europeos. En este sentido, el movimiento independentista catalán es anticolonial. El levantamiento independentista actual, de hecho, comienza en 2011, después del surgimiento de acampadas contra la explotación financiera, cuando nos dimos cuenta de que la protesta democrática es inútil porque el otro partido no es democrático, sino absolutista y abstracto: el sistema bancario global.

Lo que ha faltado durante estos meses de intensa activación de energías sociales y enorme movilización es la inteligencia autónoma, la capacidad de comprender dinámicamente la revuelta independentista, con todas las ambigüedades y peligros del nacionalismo que conlleva un movimiento por la independencia.

Ha faltado la valentía de convertir la lucha de Barcelona en el punto de partida de un proceso de deslegitimación general de la dictadura financiera europea. Los franquistas de Madrid no son más que los cobradores de una deuda impuesta por la dictadura financiera, por mucho que desempeñen su tarea con particular arrogancia.

Ni los soberanistas ni los antisoberanistas han comprendido el movimiento que ocupó la ciudad el 1 de octubre.

Los soberanistas catalanes, en particular el partido de Mas y Puigdemont, actuaron de mala fe movidos por sus propios intereses: ellos, que en 2011 impusieron el mandato financiero y el pacto fiscal, explotaron luego el descontento generado por el mandato financiero para especular electoralmente.

Pero el movimiento independentista que ha surgido en los últimos meses no puede reducirse a su representación política y, sobre todo, no puede identificarse con una postura nacionalista. Muchos en la izquierda crítica y en el propio movimiento autónomo han tomado una posición de distanciamiento total y desprecio por el independentismo catalán. Las posiciones tomadas por camaradas como  Carlos Prieto del Campo y muchos otros demuestran que hemos perdido la capacidad de entender la dinámica real del movimiento. Es inútil criticar el referéndum del 1 de octubre sobre la base de motivaciones legales y políticas. Es un error identificar el movimiento independentista catalán como “nacionalista”. Esto supone ignorar la dinámica interna de este movimiento y, sobre todo, ignorar las potencialidades anticapitalistas que un movimiento como este puede desencadenar.

Por supuesto, el independentismo catalán es ambiguo, pero ¿qué movimiento emergente no lo es? ¿No es acaso competencia de las vanguardias culturales y políticas medirse con la complejidad que un movimiento contiene para poder desplegar su potencial de autonomía?

Ahora, el frente nacionalista español se prepara para ganar las elecciones del 21 de diciembre. Espero que no gane, pero es probable que esto suceda, y será una prueba más de que la oscuridad se cierne sobre el continente europeo; la depresión prevalecerá incluso en la última ciudad no deprimida del continente. La Unión Europea trae la depresión “como la nube trae la tormenta”, para parafrasear a Lenin.

Una de las pocas ciudades en las que quedaba un sentimiento de solidaridad social corre el riesgo de ser pisoteada por las botas del franquista Rajoy y sus compañeros del PSC y de Ciudadanos.

Lo que poca gente ha captado es la continuidad entre el 1-O y la acampada del 15-M: una ola de luchas en que la sociedad se opuso al absolutismo financiero europeo. Amador Fernández-Savater lo dijo en su artículo “Lo que tapan las banderas”.

El europeísmo de los antisoberanistas repite una letanía que en este contexto huele a colaboracionismo, siento decirlo. Por supuesto, el colapso de la Unión Europea sería una catástrofe, pero la Unión Europea ya está muerta, lo que queda es su cadáver financiero. Y no enterrar los cadáveres es peligroso para la salud pública.

El cadáver europeo, después de haber absorbido las energías económicas de la sociedad europea, ahora se está preparando para destruir la energía política residual, se está preparando para infectar también la última ciudad viva de Europa: Barcelona.

No sé cómo irán las elecciones del 21 de diciembre, pero el nacionalismo español probablemente gane, representando el absolutismo financiero. El juego está amañado: los líderes independentistas están en prisión, las fuerzas de ocupación dominan el terreno, la prensa tergiversa y se vende al nacionalismo centralista de Madrid… Santiago López Petit  lo ha dicho: estas elecciones deberían ser saboteadas, las elecciones no deberían celebrarse en condiciones de ocupación colonial, las elecciones no deberían celebrarse mientras nos apuntan con la pistola del chantaje económico y la criminalización. Apoyando la represión nacionalista, la Unión Europea ha llegado al colmo de la infamia.

Por desgracia, muy pocos han querido o han sabido ver que la agresión nacionalista española es una parte integral de la agresión financiera. Y sin embargo, toda la cuestión se reduce a esto.

Traducción Toni Navarro

 Fuente: El diario

Cataluña como laboratorio político // Santiago López Petit

Finalmente el Régimen del 78 tampoco ha muerto esta vez. Las luchas obreras autónomas de los setenta fueron derrotadas con muertos y mediante los Pactos de la Moncloa firmados por los mismos sindicatos de clase. El movimiento del 15-M que elaboró una crítica radical de la representación política, se lo calló empleando como armas efectivas el ridículo y el aislamiento. La rebelión catalanista que, por unos momentos, ha parecido arañar los fundamentos del Régimen, también ha sido derrotada. En realidad, este tercer intento no ha tenido eco en España donde ha predominado la perplejidad cuando no lo ha hecho una total incomprensión. El llamamiento al orden mediante la aplicación del artículo 155, ha bloqueado todo intento de cambio. El presidente Rajoy lo ha afirmado con su habitual capacidad argumentativa: “El Estado se defiende de los ataques de quienes lo quieren destruir”. Y ha añadido la pequeña puntualización que el artículo 155, aunque un día deje de aplicarse, nunca dejará de funcionar. Es el que se denomina “Hacer cumplir la Ley”. El aviso es inequívoco. La represión y la humillación contra la Cataluña que ha pretendido rebelarse serán grandes.

Pocas veces ha sido tan evidente que la defensa de la Ley (con mayúscula) suponía una declaración de guerra. Esto es una cosa que los juristas tertulianos tan presentes actualmente en los medios difícilmente pueden llegar a entender. La ley es una correlación de fuerzas. Ha ganado Foucault por goleada ante los Habermas y compañía. Un amigo jurista me dijo un día: “Pues si así son las cosas, ya podemos plegar”. El poder es, siempre y en última instancia, poder matar; el Estado de Derecho sirve para encubrirlo. Usualmente, y para afirmar lo mismo aunque de manera más sofisticada, se habla que el Estado posee el “monopolio de la violencia física legítima”. Esta verdad del Estado de Derecho es con la que se toparon los miembros del gobierno catalán. Cuando uno de ellos afirma que la Generalitat no estaba preparada para desarrollar la República “haciendo frente a un Estado autoritario sin límites para aplicar la violencia”. O cuando el portavoz de los republicanos nos dice que: “Ante las pruebas claras que esta violencia podría llegar a producirse, decidimos no traspasar esta línea roja” y acaba con una confesión estremecedora : “Nunca quisimos poner en riesgo a los ciudadanos de Cataluña”. La respuesta es de acuerdo. Muchas gracias. A nadie le gusta morir. Pero aquí hay gato encerrado. Dicho con otras palabras: ¿los miembros del Gobierno son unos ingenuos o son unos ineptos?

Spinoza tiene en su Ética una frase que se ha hecho muy conocida: “No sabemos lo que puede un cuerpo”. Sustituir “cuerpo” por “Estado” es útil para explicar los hechos. El gobierno no sabía qué puede hacer realmente un Estado. Pero el gobierno quería construir un Estado propio ¿verdad? Nadie puede negarles experiencia. Incluso una persona perdió un ojo debido a una bala de goma. Digámoslo claramente: lo que no creían es que la represión del Estado español pudiera llegar a la que denominan la “buena gente”. A los radicales sí… pero a personas pacíficas y cívicas! Es lo que el Consejero de Sanidad reconoce cuando asegura que “la hoja de ruta de Junts pel Sí no tuvo en cuenta la violencia del Estado”.
Efectivamente el gobierno acabó siendo un gobierno posmoderno. Prisionero de su propio aparato de comunicación, creaba la realidad, y la misma realidad retroalimentaba un aparato que veía así confirmada su apuesta.

La participación masiva en tantas efemérides no permitía ninguna duda y el camino hacia la independencia parecía abierto. Hasta que la crueldad y el sadismo de la maquinaria jurídico-represiva del Estado español ahogó en lágrimas el anhelo de libertad de algunos e hizo nacer una rabia inmensa en muchos. ¿Baño de realidad? Depende de para quien. Para el gobierno, ciertamente. Dentro de su burbuja autocomplaciente no podía comprender el asalto que se ponía en marcha y el desconcierto empezó a abrumarlos. Fueron incapaces de reaccionar ante dos hechos fundamentales: la fuga de empresas, que es una de las expresiones actuales de la lucha de clases, y la  presencia de otra Cataluña que también expresa la lucha de clases aunque a menudo de una manera perversa. Fue, pero, la extraña proclamación de la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), el acontecimiento que acabó por convertir al gobierno en un auténtico gobierno posmoderno obligado a emplear un lenguaje teológico para poder salvarse. Por esta razón la DUI tuvo un carácter inefable: ¿realidad o ficción?

Dejemos de lado las peripecias concretas (secretismo, aplazamientos, desaparición del gobierno, etc.). A partir del momento en que aparece la represión brutal del Estado Español, el único objetivo de los partidos independentistas se reduce a pensar la acción política exclusivamente en función de sus efectos penales. Seguramente es correcto actuar así. No queremos mártires y hay que evitar la prisión siempre que se pueda. A pesar de todo, surge una sombra de duda. Cuando una convicción, es decir, una verdad política, no se defiende hasta las últimas consecuencias por las razones que sean: ¿esta verdad se ve de alguna manera afectada en ella misma? Pongo un ejemplo. Cuando Galileo jura ante sus jueces y admite que la Tierra no gira alrededor del Sol, la verdad científica no se ve en absoluto afectada por su decisión. En cambio si la presidenta del Parlamento no va a la manifestación por la libertad de sus compañeros -porque así se lo aconseja su abogado- a pesar de no existir ninguna condición judicial explícita: ¿su retracción tiene el mismo valor que en el caso anterior? Se podrían traer a colación otros ejemplos de esta estrategia “preventiva” que va desde aceptar pagar multas elevadísimas hasta refugiarse en frases ambiguas. El problema es hasta qué punto una estrategia de este tipo no contamina finalmente el mismo discurso, y lo debilita al extender una sensación de confusión. El gobierno español y sus adlátares han aprovechado enseguida la ocasión para hablar de cobardía y de engaño. El gobierno catalán nos habría engañado a todos los catalanes y a todas las catalanas.

No hay que perder mucho tiempo a denunciar el cinismo asqueroso de quien ataca y después reprocha al atacado la falta de valentía. Vamos al esencial. No. No fuimos engañados. El gobierno, en cambio, sí que se va autoengañar. Creyó en la política. Se obstinó a jugar a ver quién era lo más demócrata cuando la democracia no existe. Existe lo democrático. Lo democrático es la forma como hoy el poder ejerce su dominio. Tiene dos caras: estado-guerra y fascismo posmoderno, heteronomia y autonomía, control y autocontrol. El diálogo y la tolerancia remiten a una pretensa dimensión horizontal. La existencia de un enemigo interior / exterior a eliminar, remite a una dimensión vertical. “lo democrático” vacía el espacio público de conflictividad, lo neutraliza política y militarmente. Lo democrático es esta Europa, auténtico club de estados asesinos, que externaliza las fronteras para no ver el horror. No hubo fracaso de la política como a los bienpensantes les gusta decir ahora. La política democrática consiste en callar y acallar las disonancias que podrían amenazar la orden. El gobierno catalán incapaz de entender el funcionamiento real de lo democrático, se vió abocado a un camino lleno de incoherencias. Por eso es de agradecer la honestidad de Clara Ponsatí cuando desde el exilio se atrevió a decir: “No estábamos preparados para dar continuidad política a lo  que hizo el pueblo de Cataluña el 1-O”. Fue muy atacada, pero afirmó la verdad inevitable: el Gobierno no supo estar a la altura del coraje y de la dignidad de la gente que puso sus cuerpos para defender un espacio de libertad. Por supuesto, sin sacralizar las urnas, es evidente que lo que pasó aquel día marca un antes y un después. Pero ¿qué sucedió exactamente?

Por unos momentos la política con su juego de mayorías, con sus correlaciones de fuerza, etc. quedó relegada, y lo que tuvo lugar fue un auténtico desafío colectivo. Un desafío que se prolongó en la impresionante manifestación del 3 de octubre para rechazar la represión. Es difícil  analizar la fuerza política inmensa, y a la vez, escondida que había en esta manifestación. Allá empezó a formarse un sujeto colectivo que desbordaba el paralizante “un solo pueblo”. ¿Cómo podemos denominar a este sujeto político? Eran unas singularidades que, habiendo dejado el miedo en casa, no estaban dispuestas a claudicar fácilmente. Un pueblo que estalla en miles de cabezas capaces de expulsar a los fascistas infiltrados con exquisita violencia. La sospecha que toma más fuerza es si el miedo del gobierno, no era tanto en cuanto a la acción del Estado, como respecto al que esta gente un día pudiera llegar a hacer. Gente que era una amalgama entre la irreducible consistencia del catalanismo popular y el malestar social existente. Por eso, resultan empalagosos tantos llamamientos al civismo, a la buena gente, y a las sonrisas en unos momentos de represión desbocada. Me sabe mal. Cuando siento la palabra “civismo” pienso automáticamente en las normativas cívicas que sirven para limpiar el espacio público de residuos sociales de todo tipos.

Sorprende, después de todo lo que ha pasado, la facilidad con que los partidos políticos independentistas han aceptado una convocatoria de elecciones directamente impuesta. Sorprende esta rápida adaptación a un nuevo escenario a pesar de existir presos políticos. El planteamiento es bastante ilusorio: las elecciones son ilegítimas pero con nuestra elevada participación conseguiremos legitimarlas (y, por lo tanto, legitimarnos ante el mundo). El discurso independentista o bien se hace necesariamente autocontradictorio, o bien tiene que aceptar explícitamente una renuncia a la independencia. “Seremos independientes si somos perseverantes y conseguimos una mayoría. ¿Cuándo? No lo sabemos. Antes de independentistas somos demócratas. Y antes de demócratas, somos buena gente”, asegura un importante político republicano.

¿Y si probáramos a ser, por una vez, “malos” y, en vez de aspirar a ser un país normal con su pequeño estado, quisiéramos ser una anomalía que no encaja? Liberar Cataluña de este horizonte independentista que siempre acaba para ahogarla -puesto que todo horizonte siempre encadena- quizás podría abrir una vía inédita. En una anomalía hacia todo el que el catalanismo hegemónico ocultaba. Desde la fuerza del dolor de la Cataluña interior pobre, hasta los silencios de las periferias. Nos querían presentables ante una Europa que, sin embargo, mira hacia otro lado. Por qué emperrarse a ser presentables? Los partidos políticos de cualquier color corren apresurados hacia las subvenciones. Pero ante estas elecciones impuestas, había la posibilidad de sabotear con una abstención masiva y organizada. Empezar a desocupar el Estado español, y extender la ingovernabilitad de la autoorganización. ¿También en España? Cataluña como esta anomalía irreducible que escapa, mientras en su fuga ensaya otras formas de vida.

El laboratorio político “Cataluña” momentáneamente se cierra. Esto está claro. Cuando lo democrático es el marco de lo pensable y el que está permitido vivir: ¡qué difícil es cambiar algo! Desde una lógica de Estado (y de deseo de Estado) nunca se podrá cambiar la sociedad. Pero el que se ha vivido, el atrevimiento de transgredir juntos, la fuerza colectiva de un país que nadie puede representar y la alegría de resistir … No se olvidan nunca. La dignidad y la coherencia no se negocian.

Fuente: Comite disperso

Tomar posición en una situación extraña // Santiago López Petit

Hay momentos en los que la realidad se simplifica. Ya ha pasado la hora de sopesar cuánta verdad y cuánta mentira existe en los argumentos que pretenden defender la unidad de España o proclamar la independencia de Catalunya. Tampoco es necesario remontarse al año 1714 ni seguir buceando en los agravios más recientes. Cuando se apela a «la Ley y el Orden», de pronto, todo se clarifica y cada posición queda perfectamente definida en el tablero de juego. Entonces, algunos de los que habíamos permanecido callados, y porque nos sale de las tripas, sabemos dónde ponernos: siempre estaremos enfrente de los que desean imponer la consigna que restablece la autoridad. Conocemos muy bien una frase acuñada en Francia antes de la revolución de 1848 que decía: «La legalidad mata».
Efectivamente estamos, pues, contra el Estado español y su legalidad, aunque para ello tengamos que apartar las banderas que ahogan porque quitan el aire, y los himnos que ensordecen e impiden escuchar a los que juntos, hablan. Sería magnífico afirmar que a esta legalidad del Estado español se le opone la legitimidad de un pueblo. Desgraciadamente no es así, y que no vuelvan a engañarse los partidos independentistas.
La legitimidad que ellos defienden ha sido construida obviando por lo menos a la mitad de los catalanes, se ha hecho en base a recursos jurídicos muy discutibles y, finalmente, aprovechando la gestión de la violencia terrorista que han llevado a cabo los Mossos después de los recientes atentados. Cuando un tertuliano afirmó que durante unas horas Catalunya tuvo un auténtico Estado, tenía toda la razón. Es Hobbes en toda su pureza. Yo abandono el derecho a gobernarme a mí mismo y firmo un pacto de sumisión, a cambio de la seguridad que se me ofrece.
En definitiva, y como siempre, el miedo a la muerte, el deseo de tranquilidad y el dictado de la razón, están detrás del surgimiento del Estado. Ahora bien, ¡pobre pueblo el que hace de un comisario de policía su héroe! y en lugar de matar emplea la palabra «abatir».
El mérito indudable del independentismo es haber desvelado el mito del Estado de Derecho. Resulta divertido oír estos días a políticos catalanes defensores del orden acusar al Estado español de ser un «Estado policíaco y represor». O quejarse de las horas que han pasado en comisaría. ¿Y que se creían? No, no hay ningún Estado de excepción. Hay lo que desde hace tiempo coexiste perfectamente: el Estado-guerra y el fascismo postmoderno. El Estado-guerra que, con la excusa del terrorismo, se pone más allá de cualquier normativa jurídica, mientras persigue implacablemente al que señala como su enemigo. Terrorista o sedicioso. El fascismo postmoderno que neutraliza políticamente el espacio público y expulsa los residuos sociales. Por cierto, fue CiU quien plantó la semilla de la Ley Mordaza en julio de 2012 en las Cortes españolas.
El protoEstado catalán que, como todos los Estados, se ha construido mediante engaños y la gestión del miedo, hace años que intenta transformar al pueblo catalán en una auténtica unidad política. En este sentido las convocatorias de cada 11 de septiembre han servido para ir puliendo y domesticando un deseo colectivo de libertad que no puede recogerse en una sola voz.
La operación política ha sido la siguiente: el Govern decide quien es su pueblo, y en la medida que consigue convertirlo en una unidad política, es decir, en un nosotros contra un ellos, adquiere una legitimidad que le permite negociar con el Estado español. En verdad, el independentismo hegemónico no desea ningún cambio social realmente profundo. Llama a la desobediencia al Gobierno para enseguida obedecer al Govern. «De la ley a ley» nos aseguran. En el fondo las élites dirigentes siempre se entienden entre ellas ya que la sombra del capital es muy alargada.
Por eso en esta guerra en la que estamos metidos, lo más probable es que cada oponente realice lo que se espera de él. El Gobierno dirá que ha defendido el Estado de Derecho hasta el final, eso sí, de manera proporcionada. El Govern afirmará que, en las condiciones actuales, se ha llegado tan lejos como nunca se había conseguido. Es difícil pensar que la lógica del protoEstado catalán conduzca más allá de una ruptura pactada que debería plasmarse en una reforma de la Constitución.
Con todo la situación permanece completamente abierta. Cuando las calles se llenan de gente y delante se alza un Estado prepotente, incapaz de autocrítica y que desconoce cualquier forma de mediación, puede suceder cualquier cosa. Y realmente es así. Nadie sabe que pasará porque se ha producido una situación inédita: votar se ha convertido en un desafío al Estado.
Para muchos de nosotros, el voto nunca ha sido portador de cambios reales. Ahora, sin embargo, el mero hecho de querer votar tiene algo de gesto radical y transgresor. Es extraño lo que está sucediendo. Ciertamente mucha gente se emociona y se cobija bajo la bandera independentista. Pero también somos muchos lo que ahora acudimos y permanecemos en la intemperie. A pesar de que no tenemos bandera alguna sabemos que hay que estar allí.
Nosotros tampoco tenemos miedo, pero nos cuesta olvidar. Cuesta confiar en unos dirigentes políticos que mandaron desalojar brutalmente una plaza Catalunya tomada, y que fueron de los primeros en aplicar medidas neoliberales. En el año 2011 rodeamos el Parlament justamente para impedirlo. ¿Ahora tenemos que fundirnos en un abrazo con ellos?
Cuando Felipe González afirma que «la situación en Catalunya es lo que más me ha preocupado en cuarenta años» es una buena señal. Las fuerzas políticas independentistas han sido capaces de intranquilizar a un poder centralista y represivo que tiene siglos de experiencia. No es fácil derribarlo y su reacción a la defensiva, lo prueba. Hay que reconocer, por tanto, la fuerza de este movimiento político, su capacidad de organización y de movilización. Pero el Estado español nunca concederá la independencia de Catalunya. Para conseguirla, primero hay que romperlo, y para avanzar en este proceso de liberación el independentismo catalán necesita muchos más apoyos. En definitiva, oponerse al Estado español desde la voluntad de ser otro Estado, no solo es poco interesante, es sencillamente perdedor. En cambio, imaginar una Catalunya que persista incansable como la anomalía que es, sí puede lentamente socavar la legalidad neofranquista, y constituirse además en la avanzadilla de algo imprevisible en Europa.
Si queremos que el derecho a decidir no se quede en una consigna vacía, y que el 1 de octubre no sea un final sino un comienzo, hay que terminar definitivamente con la división nosotros/ellos establecida exclusivamente en términos nacionalistas. Catalunya sola nunca podrá encontrarse a sí misma. La república catalana únicamente puede nacer hermanada con las repúblicas de los demás pueblos que viven en esta península.
Votemos, pues, para romper el régimen de 1978 heredero del franquismo. Votemos porque votar en estos momentos constituye un desafío al Estado, y ese desafío nos hará un poco más libres. Pero no olvidemos nunca el grito de «nadie nos representa» ni tampoco que la lucha de clases sigue actuando en lo que aparentemente es homogéneo.
Ir a Arriba