Anarquía Coronada

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Guerra, capitalismo, ecología: ¿por qué Bruno Latour no puede entenderlo? // Maurizio Lazzarato

Ante la guerra que ha estallado en Ucrania, el filósofo ecologista se encuentra perdido, abrumado por los acontecimientos, “no sabe cómo sostener ambas tragedias”, la de Ucrania y la del calentamiento climático. Lo único que dice es que el interés por uno no debe primar sobre el interés por el otro. No logra comprender su relación y, sin embargo, están estrechamente vinculados porque tienen el mismo origen. Latour aún tendrá que admitir la existencia del capitalismo, que es el marco en el que surgen y se desarrollan las dos guerras.

La guerra entre Estados y las guerras de clase, de raza y de sexo han acompañado siempre el desarrollo del capital porque, a partir de la acumulación primitiva, son las condiciones de su existencia. La formación de clases (de trabajadores, esclavos y colonizados, mujeres) implica una violencia extraeconómica que funda la dominación y una violencia que la preserva, estabilizando y reproduciendo las relaciones entre ganadores y perdedores. ¡No hay Capital sin guerras de clase, raza y género y sin un Estado que tenga la fuerza y los medios para librarlas! La guerra y las guerras no son realidades externas, sino constitutivas de la relación de capital, aunque lo hayamos olvidado. En el capitalismo las guerras no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.

La guerra y las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final. En el capitalismo provocan catástrofes y extienden la muerte de forma incomparable con otras épocas. Pero hubo un momento en la historia del capitalismo, a principios del siglo XX, en el que la relación entre la guerra, el Estado y el capital se entrelazó tanto que su poder destructivo, que es una condición de su desarrollo (su motor, como lo llamó Schumpeter, la “destrucción creativa”), pasó de ser relativo a ser absoluto. Absoluto porque pone en juego la existencia misma de la humanidad así como las condiciones de vida de muchas otras especies.

 

La Primera Guerra Mundial y la destrucción absoluta

Los defensores del Antropoceno discuten sobre la fecha de su inicio: el Neolítico, la conquista de América, la revolución industrial, la gran aceleración de la posguerra, etc. Todos evitan cuidadosamente enfrentarse a la ruptura que supuso la Primera Guerra Mundial, cuyas consecuencias verdaderamente nefastas siguen actuando en nuestra actualidad.

El gran cambio que afectó para siempre a la máquina bicéfala Estado/capital en el siglo XX se produjo mucho antes de la crisis financiera de 1929, durante la guerra de 1914. La gran guerra es una novedad absoluta porque resulta de una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica. La cooperación de todos estos elementos que trabajan juntos para construir una megamáquina de producción para la guerra cambia profundamente las funciones de cada uno: el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.

Ernst Junger, el “héroe” de la Primera Guerra Mundial, la describe menos como una “acción armada” que como un “gigantesco proceso de trabajo”. La guerra es la ocasión de implicar a toda la sociedad en la producción ampliando una organización de la producción que sólo concernía a un número muy reducido de empresas. “Los países se transformaron en gigantescas fábricas capaces de producir ejércitos en cadena de producción para poder enviarlos al frente veinticuatro horas al día, donde un sangriento proceso de consumo, ahora completamente mecanizado, desempeñó el papel de un mercado (…)”.

La implicación de todas las funciones sociales en la producción (lo que los marxistas llaman la subsunción de la sociedad en el capital) nació en este momento y estuvo marcada, y lo estará para siempre, por la guerra. Toda forma de actividad, “incluso la de un patrón doméstico que trabaja en su máquina de coser”, está destinada a la economía de guerra y participa en la movilización total.

“Junto a los ejércitos que se enfrentan en los campos de batalla, surgen nuevos tipos de ejércitos, el ejército del transporte, de la logística, el ejército de la industria armamentística, el ejército del trabajo”, el ejército de la comunicación, los ejércitos de la ciencia y la tecnología, etc. La logística de la guerra es más eficiente que la logística comercial del capital.

Es en este sentido que la guerra es “total”. Requiere la movilización de la economía, la política y la sociedad, es decir, una “producción total”. Entre la guerra, los monopolios y el Estado, se crea un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar, ni siquiera el neoliberalismo podrá devolver el mercado de la oferta y la demanda y la libre competencia.

El nacimiento de lo que Marx llamó el General Intellect (la producción que depende no sólo del trabajo directo de los trabajadores, sino de la actividad y la cooperación de la sociedad en su conjunto, de la comunicación, de la ciencia y la tecnología, etc.) tiene lugar bajo el signo de la guerra. En el General Intellect marxiano no hay guerra, mientras que en su aplicación real es la guerra la que completa el conjunto. El capitalismo inaugurado por la guerra total es diferente al descrito por Marx. Hahlweg, el erudito alemán que publicó las obras completas de Clausewitz, resume perfectamente este cambio que afecta al capitalismo en la transición del siglo XIX al XX: en el caso de Lenin, las guerras han ocupado el lugar de las crisis económicas de Marx.

Keynes, a su vez, afirmaba que su programa económico sólo podía realizarse en una economía de guerra, porque sólo en este caso se llevan todas las fuerzas productivas al límite de sus posibilidades.

Esta formidable máquina en la que se entrelazan la guerra y la producción acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción. Por primera vez en la historia del capitalismo la producción es “social”, pero es idéntica a la destrucción. El aumento de la producción se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción.

Se inició una loca carrera por nuevos inventos y descubrimientos que buscan aumentar el poder de destrucción: destruir al enemigo, su ejército, pero también a su población y las infraestructuras del país. Este proceso se completó con la construcción de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, máxima expresión de la creatividad y la productividad del ser social, amplía radicalmente el poder de destrucción: a partir de ahora la bomba atómica pone en cuestión la propia supervivencia de la humanidad.

Günter Anders señala a este respecto: si hasta la Primera Guerra Mundial las personas eran individualmente mortales y la humanidad inmortal, a partir de la construcción de la bomba atómica la identidad de producción y destrucción amenaza de muerte directamente a la humanidad. Por primera vez en su historia, la especie humana está en peligro de extinción gracias al poder de una parte de los hombres; los capitalistas, los hombres de Estado, las clases poseedoras, etc., que la componen.

Este salto en la organización político-económica de la máquina bicéfala del Estado/capital fue una respuesta al peligro del socialismo que acechaba a Europa y una acción preventiva contra las guerras de clase, de raza y de sexo que el socialismo rumiaba en su seno (a pesar de las organizaciones que lo estructuraron) y que se desarrollaron a lo largo del siglo XX.

 

La gran aceleración

La acción de esta nueva organización de la máquina Estado/capital no se detendrá con el fin de los combates, ya que la “movilización total” para la “producción total”, la gestión de la emergencia, la concentración del poder ejecutivo y del poder económico, a partir de situaciones temporales y excepciones ligadas a la urgencia de la guerra, se transforman en normas ordinarias de la gestión capitalista.

Los ecologistas llaman al período posterior a la Segunda Guerra Mundial la gran aceleración, dentro de la cual se encontrará intacta la identidad de producción y destrucción que se afirmó durante las dos guerras totales, arraigada en el trabajo y el consumo cotidiano del “boom” económico.

La máquina productiva integrada no se desmanteló, sino que se invirtió en la reconstrucción. Más tarde se verá que la reparación de los daños causados por la guerra determinará una nueva y más formidable destrucción: con la gran aceleración hemos dado un gran paso hacia el punto de no retorno en la degradación del equilibrio climático y de la biosfera.

El capitalismo de posguerra sigue explotando la integración que tuvo lugar durante las guerras totales produciendo tasas extraordinarias de crecimiento y productividad a las que corresponden tasas igualmente extraordinarias de destrucción de las condiciones de habitabilidad del planeta. La especie humana está amenazada de extinción por segunda vez (junto con muchos otros seres vivos). Ya no es la “naturaleza” la que “amenaza” a la humanidad, sino las clases que “dirigen” esta máquina económico-política.

La identidad de producción y destrucción continúa en el marco de una “paz” cuyas condiciones de posibilidad están siempre dadas por la guerra, fría en el Norte y muy caliente en el Sur, donde se concentra la “guerra civil mundial”, anunciada por Hannah Arendt y Carl Schmitt en 1961. Sólo una ilusión eurocéntrica puede pensar en los “treinta años gloriosos” como un período de paz.

La gran aceleración es inconcebible sin el consenso del movimiento obrero, que refuerza su integración con el capitalismo y el Estado iniciada con el voto de los créditos para la guerra de 1914. En el Norte del mundo, el compromiso fordista de posguerra entre el capital y el trabajo se basa en un hecho tácito que vela la identidad de producción y destrucción que la “movilización total” para la “producción total” ha legado al funcionamiento del capitalismo. El movimiento obrero se limitará a exigir salarios y derechos de los trabajadores, dejando todo el poder a la máquina del Estado-capital para decidir el contenido del trabajo y los objetivos de la producción. Un acuerdo opera como si la identidad de la producción y la destrucción sólo se refiriera al período de guerra, mientras que cuestiona el concepto de trabajo y de trabajador. Gunter Anders esboza una primera revisión de estos conceptos a la luz de la nueva realidad del capitalismo. “El estatus moral del producto (el estatus del gas venenoso o el estatus de la bomba de hidrógeno) no afecta a la moralidad del trabajador que participa en la producción. Es políticamente inconcebible “que el producto en cuya fabricación se trabaja, incluso el más repugnante, pueda contaminar la propia obra”. El trabajo, como el dinero del que es condición, “no tiene olor”. “Ningún trabajo puede ser desacreditado moralmente por su finalidad.

Los fines de la producción no deben preocupar en absoluto al trabajador, porque, y “éste es uno de los rasgos más desastrosos de nuestra época”, el trabajo debe ser considerado “neutro con respecto a la moral (…) Cualquiera que sea el trabajo que se realice, el producto de este trabajo permanece siempre más allá del bien y del mal”.

Los sindicatos y el movimiento obrero hicieron un “juramento secreto” de “no ver o más bien no saber lo que (el trabajo) estaba haciendo”, de “no tener en cuenta su finalidad”.

En las condiciones contemporáneas del capitalismo la situación se ha radicalizado aún más, cualquier trabajo (no sólo el que produce “gas venenoso o bombas de hidrógeno”) es destructivo; cualquier consumo (no sólo el de los vuelos comerciales) es destructivo. Ahora es indecidible si el trabajo y el consumo producen el ser o lo destruyen, porque son a la vez fuerzas de producción y fuerzas de destrucción.

En el capitalismo, los individuos son al mismo tiempo “cómplices”, a su manera, de la destrucción, ya que la producen trabajando y consumiendo, y también víctimas de la explotación y la dominación, ya que se ven obligados a fabricar la catástrofe. No hay otra alternativa que romper estos lazos de subordinación que nos hacen objetivamente cómplices y sustraernos de estas relaciones de trabajo y consumo, es decir, llevar el rechazo del trabajo y del consumo hasta su conclusión lógica.

 

El denominado “neo-liberalismo”

La estrategia de la máquina Estado/Capital asume sin reparos la consigna de “movilización total” para la “producción total” que el compromiso capital-trabajo había practicado, pero no reconocido. La matriz económico-política sigue siendo la dibujada durante la primera guerra mundial, cuya nueva mundialización, la intensificación de la financiarización y la concentración del poder económico y político no hacen sino aumentar su dimensión productiva y destructiva, exaltando sus características autoritarias y antidemocráticas.

El neoliberalismo no sólo nace de las guerras civiles en América Latina, sino que se alimenta de todas las guerras que los estadounidenses y la OTAN han declarado en todo el mundo, primero contra un enemigo que ellos mismos habían contribuido a crear (el terrorismo islamista) y luego contra las potencias surgidas de las guerras de liberación del colonialismo (el verdadero objetivo de la guerra actual es China).

La mundialización contemporánea es muy diferente de la que se produjo entre los siglos XIX y XX. Esta última tenía como objetivo el reparto colonial del mundo; la actual ya no puede contar con un Sur sumiso a Occidente. Por el contrario, las antiguas colonias son potencias económicas y políticas que hacen vacilar al Norte, el que carece de toda idea de cómo establecer su hegemonía, si no es por la fuerza de las armas. El Sur global plantea dos nuevos problemas. Las formas de neocapitalismo adoptadas por las antiguas colonias no harán sino aumentar la extensión de la producción/destrucción, al demostrar que la acción de la máquina Estado-capital del centro no puede extenderse al resto de la humanidad: el capitalismo mundializado lleva a un punto de irreversibilidad la devastación que la gran aceleración ya había incrementado en la posguerra.

La afirmación de su potencia (paradójicamente provocada por la mundialización, que debería, por el contrario, haber asegurado el inicio de un nuevo siglo americano) ha reavivado los enfrentamientos entre imperialismos que EE.UU. planea desde hace años transformar en una guerra abierta. Cegado por un delirio bélico, al Norte del mundo le cuesta advertir que ahora es una minoría no sólo desde el punto de vista demográfico (incluso en relación con la guerra actual, la mayoría de los países no se han alineado con las posiciones del Norte porque saben quiénes han sido y son el objetivo del dominio yanqui).

Hay otra sorprendente similitud con el pasado: la violencia que Europa había ejercido sobre las colonias había retornado finalmente al continente con guerras totales y fascismos. Aimé Césaire solía decir que lo que se le reprochaba a Hitler no eran sus métodos “coloniales”, sino su uso contra los blancos. Después de treinta años de guerras lideradas por Estados Unidos y la OTAN en todo el mundo, la violencia armada está volviendo a Europa, impuesta por Estados Unidos y aceptada por los Estados y las élites locales que están completamente sometidos a la voluntad estadounidense. La guerra está preparada para permanecer, porque los estadounidenses no dejarán de ejercer presión armada hasta que logren construir el imposible Imperio, un proyecto tan suicida como homicida. La desgracia de la humanidad para los próximos años está contenida en la frase de Biden “trabajar para que Estados Unidos vuelva a gobernar el mundo”, que es la verdadera agenda de su presidencia. La proclamada oficialmente durante la campaña presidencial para resolver la guerra civil latente se ha ido abandonando.

Estas palabras de Keynes se ajustan a la tragedia de la guerra, así como a la catástrofe ecológica: la hegemonía del capital financiero que condujo a la Primera Guerra Mundial contenía una “regla autodestructiva” que regía “todos los aspectos de la existencia”, una regla financiera de autodestrucción que sigue funcionando en la actualidad. La violencia que desatan los capitalistas y el Estado ya contiene la catástrofe ecológica porque para garantizarse la ganancia, la propiedad y el poder son “capaces de apagar el sol y las estrellas”.

 

La guerra entre potencias y la guerra contra “Gaia” tienen el mismo origen

Creer que Rusia es la causa de una posible tercera guerra mundial es como creer que el bombardeo de Sarajevo fue la causa de la primera. Pereza intelectual y política.\

Hace un siglo, Rosa Luxemburgo ya había captado la imposibilidad del resultado de la globalización del capital y, por lo tanto, la inevitabilidad de la guerra entre los imperialismos: El capital “en su tendencia a convertirse en una forma mundial, se descompone ante su propia incapacidad de ser esta forma mundial de producción”. No puede convertirse en capital global porque depende del Estado-nación tanto para la realización de la plusvalía y su apropiación (la propiedad privada está garantizada por sus leyes y su fuerza), como para su “regulación” porque, sin el Estado, el capital enviaría sus flujos a la luna, dicen Deleuze y Guattari.

La máquina de acumulación y su tendencia a expandirse constantemente (mercado mundial) se basa en una tensión entre el Estado y el capital, aunque ambos participen plenamente de su funcionamiento. El capital expresa una “tendencia a devenir mundial” que no puede conseguir porque no tiene ni la fuerza política ni  militar para sus ambiciones. El Estado, en cambio, ejerce estos dos poderes, pero su base es territorial, con fronteras, Estados rivales. No hay necesidad de oponer el Capital (con su relativa inmanencia) y el Estado (con su soberanía muy real), ya que actúan en conjunto.

El fracaso de la mundialización contemporánea es muy similar al fracaso de la mundialización anterior, entre finales del siglo XIX y principios del XX, y no puede conducir más que a la guerra, porque, una vez que el capital financiero se ha derrumbado, los Estados y sus ejércitos se presentan para luchar por la hegemonía sobre el mercado mundial.

El actual “desorden” mundial (una multiplicidad de centros de poder constituidos por grandes áreas, pero en cuyo centro están siempre los Estados), que los estadounidenses quisieran reducir a un orden imperial imposible porque ya ha fracasado, corre el riesgo de conducir a un caos aún mayor, gane quien gane.

La gran mundialización, en lugar del cosmopolitismo, sólo podía producir lógicas identitarias, ya que el capital, tras la debacle financiera de 2008, tuvo que anidar bajo el ala protectora del Estado, que sólo puede vivir de la identidad: nacionalismo, fascismo, racismo, sexismo, para no derrumbarse y llevarse consigo la “civilización” capitalista.

En el capitalismo, las diferencias no se diferencian produciendo novedades imprevisibles (como afirma ingenua o irresponsablemente la filosofía de la diferencia), sino que se polarizan (desigualdades de renta, riqueza, educación, salud, etc.) hasta convertirse en contradicciones. Si no se convierten en oposiciones a la máquina Estado-capital, se fijan en identidades en cuyo centro siempre encontramos al hombre blanco. Las identidades nacionalistas, racistas y sexistas son las condiciones, ampliamente desarrolladas, para la producción de subjetividades para la guerra. La histeria anti Rusia desatada por los medios de comunicación, el odio racista con el que distinguen entre guerras y víctimas (los blancos y  los otros), han sido preparados durante mucho tiempo por esta destrucción “simbólica” de la subjetividad que ha cultivado un futuro fascista dispuesto a entusiasmarse con la guerra.

Estamos viviendo la realización de un proceso, iniciado hace algo más de un siglo y acelerado a finales de los años 70, de cierre de todo “espacio público” y de saturación de la cuota de propiedad privada en todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Se trata de un proceso de alcance completamente diferente al de la “dictadura sanitaria” (Agamben). El estado de emergencia es la normalidad que debe acompañar necesariamente a la identidad de la producción y la destrucción porque ha estado progresando desde principios del siglo XX, enraizada en la máquina del Estado-Capital cuyas promesas de paz y prosperidad sólo duran lo que dura una “bella época”.

Basta un análisis superficial del capitalismo y de su historia para comprender que, tras brevísimos periodos de euforia (la belle époque de principios de siglo y de los años ochenta y noventa) en los que el capitalismo parecía triunfar sobre todas sus contradicciones, sólo le quedaba la guerra y el fascismo para salir de sus atolladeros.

La prosperidad para todos se ha convertido en una enorme concentración de riqueza para unos pocos, una devastación financiera y una lucha a muerte por la hegemonía económica y el acceso a los recursos. La salvaguarda de la vida a cambio de obediencia que, desde Hobbes, debe garantizar el Estado frente a los peligros de la “guerra de todos contra todos” queda doblemente desmentida: ya sea por la organización de las masacres de las guerras industriales como  por la extinción de la especie humana, que ya está muy avanzada.

La biopolítica (“hacer vivir y dejar morir”) revela todo su contenido “ideológico” frente a la realidad de la máquina capital/Estado que desencadenó la violencia económica del primero y luego desató la violencia armada del segundo. Dos violencias que, combinadas, están muy lejos de la pacificación gubernamental que supone el “laissez vivre”.

La posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica que Günther Anders predijo en los años 50 se reaviva ahora por la “violencia difusa” del calentamiento climático, la degradación de la biosfera, el agotamiento del suelo, la sobreexplotación de la tierra, etc. Dos temporalidades diferentes, la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado que proviene de la misma fuente: la identidad de producción/destrucción. En la actual guerra de Ucrania vivimos bajo la doble amenaza (la atómica, que nunca había desaparecido) y la “ecológica”. Lo que Latour no ve, la actualidad se ha encargado de demostrárnoslo. La guerra, al menos, habrá servido para eso, para revelar la inconsistencia de gran parte del pensamiento ecológico y de sus intelectuales más prestigiosos.

 

Post Scriptum: Crisis de la ontología

La identidad de producción y destrucción determina una crisis en la concepción del ser cuyo poder productivo afirma la filosofía: el ser es creación, un proceso continuo de expansión, la construcción del mundo y del hombre. Esta larga historia del ser se ve interrumpida por la Primera Guerra Mundial, ya que la autoproducción del ser coincide con su autodestrucción.  Las filosofías de los años sesenta y setenta no reconocen en absoluto esta nueva situación. Por el contrario, hacen demasiado hincapié en el poder de invención, proliferación y diferenciación del ser. El negativo de la destrucción es expulsado del pensamiento en el momento en que el ser, con la producción total, es comparable a una fuerza “geológica” capaz de modificar la morfología del terreno, al tiempo que destruye las condiciones de habitabilidad. La crítica de lo negativo se centra en la dialéctica hegeliana, mientras que se olvida problematizar la negación absoluta que conlleva el nuevo capitalismo. En un momento en el que el ser parece enriquecerse con la producción continua de nuevas singularidades, se consume, se agota e incluso está amenazado de extinción. Se trata de una situación inédita que la filosofía evita como la peste.

La identidad de la producción y la destrucción nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser. Las guerras totales y la aceleración conjunta de la acción del capital, el Estado, la ciencia/tecnología y el trabajo han hecho inoperante la oposición marxista entre fuerzas productivas y relación de producción, porque las fuerzas productivas son al mismo tiempo fuerzas destructivas. En el siglo XIX, el trabajo y su cooperación, la ciencia y la tecnología parecían constituir una potencia creadora aprisionada por las relaciones de producción (principalmente la propiedad privada y el Estado que la garantizaba). Era necesario liberarlos de las garras de estos últimos para que pudieran desarrollar sus poderes productivos, limitados por el beneficio, la propiedad privada y las jerarquías de clase. En las condiciones del capitalismo de posguerra, es indecidible si el trabajo es producción o destrucción, ya que es ambas cosas a la vez. Por eso no puede haber una ontología del trabajo. Por eso hay que repensar las modalidades de la acción política.

Las luchas, los rechazos, las revueltas, las cooperaciones, las actividades de “cura”, las solidaridades, las revoluciones siguen estando a la orden del día, la ruptura con el capitalismo es aún más necesaria, ya que lo que está en juego es la vida misma de la especie, pero en un marco radicalmente modificado por la existencia de la destrucción que es como la sombra de la producción.

Artículo en francés elaborado por el autor para Revista Disenso

Traducción: Iván Torres Apablaza y Tuillang Yuing Alfaro

Fuente: Tinta Limón

Sobre la “Interrupción” (notas para una conversación mantenida el 26-6-20 en la APPG) // Diego Sztulwark

Es imposible, al menos para mí, pasar por alto la coincidencia de que este encuentro se realiza un 26 de junio. Hace 18 años se producía la masacre de Avellaneda, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán -ambos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón-. Como sabemos, la matanza fue planificada por el poder político del Estado en respuesta a las demandas de normalización política provenientes del poder económico. No es mi intención, ahora, hacer el análisis de las graves implicancias políticas que este episodio tuvo en la coyuntura política, cuestión muy bien abordada por  Mariano Pacheco en Desde abajo y a la izquierda (Editorial Las cuarenta, 2019). Más bien pretendo extraer alguna orientación de esta coincidencia para nuestro encuentro de hoy.

 

El filósofo Henri Bergson afirma que hay que instalarse de un golpe en el pasado para constituir allí recuerdos, actualizando capas de pasado, virtuales que permanecen puros o en reposo, hasta que una solicitud del presente las despierta. Pero puede suceder, al contrario, que un fragmento de pasado no nos permita amoldarnos del todo al presente. Incluso cuando el presente parece haber cambiado en algunos aspectos.

 

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El título de este encuentro es pretencioso. Me doy cuenta ahora que lo releo: ¡Política y filosofía! Me gustaría aprovechar esta incrustación de un recuerdo de hace 18 años en el presente, para despejar esa pretenciosidad. Me gustaría hacerlo trayendo de mi memoria tres frases. Pertenecen a tres personas, filósofos y/o políticos, en un sentido bastante especial. La primera pertenece a Rodolfo Walsh. Y dice algo así como que en los hechos hay más riqueza que en la ficción. Los hechos merecen ser investigados y expuestos con las técnicas expresivas más avanzadas. Esos son los argumentos que Walsh le expone a Ricardo Piglia, a comienzos de los años setenta. Entiendo que se refería a una literatura capaz de comprender las virtualidades que portan los hechos, de leer en estas nuevas líneas de actualización. Una política en los hechos.

 

La segunda frase que me viene a la memoria es de León Rozitchner, y proviene de un antiguo texto, escrito seguramente en La Habana, a inicios de los años sesenta. A propósito de la invasión de Bahía de los Cochinos, Rozitchner hace su lectura del grupo atacante en Moral burguesa y revolución, concluyendo que el asesino es la verdad de ese grupo. El asesino es la verdad del grupo. Pienso en el ex comisario Franchiotti -el asesino de la masacre de Avellaneda-, y en la serie de los asesinos, portadores de una verdad más amplia, una verdad de grupo, o institucional, o de Estado. Es imposible pensar -nosotrxs latinoamericanxs, nosotrxs argentinxs-, sin mantenernos atentos a este tipo de frases. No hay asesino sin grupo. Es lo que dice hoy la antropóloga Rita Segato cuando afirma que no hay violador individual, porque toda violación se asienta en compañía de un amplio inconsciente patriarcal.

 

La tercera frase que  me viene a la memoria cada 26 de junio pertenece a otra tradición, la de la filosofía radical europea, y está escrita por un militante y pensador que aún vive y produce. Me refiero a Toni Negri. Es una frase del año 1992. Esta no la cito de memoria, sino que la transcribo literalmente. Dice así: “El ritmo de la transición de una época de desarrollo capitalista a otra se halla marcada por las luchas proletarias. Esta vieja verdad del materialismo histórico ha sido continuamente confirmada por el implacable movimiento de la historia y constituye el único núcleo racional de la ciencia política”. Las luchas proletarias, entonces, constituyen el “único núcleo racional de la ciencia política”; se trata de una verdad importante, porque no es obvia. Bajo la apariencia de una continuidad del dominio capitalista, hay crisis y transformaciones. Y la ley que las explica es la lucha proletaria. Me parece obvio el eco con lo sucedido hace 18 años. Quisiera que lo que vamos a conversar hoy, entonces, no pierda del todo de vista estos ecos. Esta fecha. Este recuerdo. Estas frases.

 

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Forzados por la pandemia y, sobre todo, por la experiencia de la cuarentena, prosperan las imágenes de la interrupción. La interrupción, en una primera impresión, choca de frente con las imágenes de la movilización. La interrupción del movimiento -es evidente- tiene algo de molesto, insatisfactorio, frustrante. Y más aún, por su vinculación con un fenómeno inédito que nos aproxima a la experiencia de la supervivencia. Es desde ahí que nos toca pensar. Pensar la interrupción no elegida. Interrupción como efecto de la circulación de un virus, y del hecho de que vivimos en unas coordenadas precisas, de un neoliberalismo radicalizado, que se hace presente, ante todo, en su desconsideración para todo lo que no aumente la ganancia. Se presenta, por lo tanto, chocando con los imperativos de cuidados que la crisis actual demanda.

 

Una primera idea, entonces, en y desde la interrupción, sería aquella que intenta pensarla como un deseo de interrupción de los automatismos con los que hemos pensado los dispositivos de dominación propiamente neoliberales. La interrupción del neoliberalismo ¿es un deseo, es un sueño, es la realidad de un colapso generalizado de las economías? Los automatismos están en el corazón del asunto. Y un pensamiento de la interrupción apunta, entonces, a plantear preguntas al respecto.

 

La doble crisis -sanitaria y económica- cuestiona hasta cierto punto los automatismos neoliberales. Por más que la información fluya y las finanzas se pretendan independientes de la producción de valor, lo cierto es que cuando las personas no pueden ir a trabajar ni pueden circular, bancos y empresas -esas entidades a las que en el neoliberalismo se les suele atribuir la fuente de toda potencia- se muestran ahora frágiles, y solicitan a los Estados apoyos y salvatajes. Su fuerza actual es completamente frágil. Bancos y empresas se presentan como la lógica del capital. Y el capital se muestra como la única vía realista de reproducción social. Por lo que el tiempo actual es también el del capital que se esfuerza por imponer y/o reforzar nuevos automatismos a la vida.

 

Pero, por otro lado, el juego de la potencia y la fragilidad afecta a la movilización popular, que ha quedado suspendida en muchas partes y que busca recomponerse de diversas formas. En síntesis, el bloqueo de algunos movimientos y de algunos automatismos nos enfrenta a la pregunta, quizás ahora con más urgencia que nunca, sobre los límites del proyecto de una recomposición de la norma neoliberal sobre la vida. Pregunta que implica su reverso inevitable: ¿qué nuevas posibilidades surgen del encabalgamiento entre crisis irresuelta del capital y tiempo de interrupción provocado por la pandemia?

 

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Traigo dos citas, dos imágenes teóricas pertenecientes a la filosofía crítica del sigo XX, para pensar la relación posible entre interrupción y potencia. Siguiendo un orden cronológico, me referiré primero a la “imagen dialéctica”, de Walter Benjamin, y luego a “la imagen-cristal”, de Gilles Deleuze. En ambos casos, el punto de partida es un rechazo del tiempo empírico, del modo como se presenta el tiempo histórico.

 

En Sobre el concepto de historia, Benjamin denuncia la experiencia del tiempo vivido como normal en el continuo histórico, por ser un tiempo hecho de derrotas de los oprimidos. Se trata de un tiempo de incesantes triunfos de las clases dominantes, de unos triunfos sucesivos que apuntan a liquidar no solo cualquier desvío en la historia, sino también cualquier recuerdo de un pasado diferente, capaz de inspirar nuevas ideas. El continuo de la historia, el triunfo de las clases dominantes, tiene por resultado la aniquilación de todo posible que no se adapte a la “norma” de los triunfadores en la lucha de clases.

 

El dominio del capital, lo que hoy llamamos el neoliberalismo, la reducción de los posibles a aquellos proyectos de existencia que ofrezcan ganancias, implica la liquidación de todas aquellas formas de vida que los oprimidos intentan e intentaron poner en juego sin suerte. El triunfo de las clases poseedoras, por lo tanto, anula todo pensamiento que tenga como premisa otra vida, otra sensibilidad, otro modo de producir, otra política.  

 

De manera simultánea, se abre otra temporalidad, un reverso del tiempo, para los sujetos que se encuentran en peligro ante el avance enemigo. Esta experiencia del peligro activa la posibilidad de visiones extraordinarias. Se trata de unas “imágenes dialécticas”, en las que las subjetividades acorraladas, amenazadas, perciben -intentando resistir un presente ominoso- o entran en contacto con aquellos “posibles” nunca realizados por sus antepasados. Es la tradición de los oprimidos. Las “imágenes dialécticas” interrumpen el continuo, reabren posibilidades insospechadas. La comunicación entre el peligro actual y posibles olvidados trastoca la experiencia del tiempo. En lugar del tiempo abstracto, homogéneo y vacío, el tiempo con el que el capital mide el trabajo como valor, aparece el tiempo mesiánico, el tiempo-ahora, un ahora cargado de un poder explosivo. El pasado irredento descubre un presente lleno de virtualidades. El futuro previsible deviene porvenir.

 

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En sus estudios sobre cine, La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, así como en sus cursos sobre el cine (publicados por primera vez por la editorial Cactus, como Cine 1, Cine 2, Cine 3, y se prevé la publicación de Cine 4, último tomo de la serie, para el año que viene), Deleuze presenta la “imagen-cristal” ligada no al tiempo empírico sino al tiempo del acontecimiento.

 

La imagen-cristal expresa la potencia de los movimientos aberrantes. Su formación se da en el preciso momento en que la imagen-movimiento se agota o bloquea. El cristal remite al reflejo y la coalescencia en que entran dos imágenes. Si la imagen movimiento se desplaza sobre un plano actual, si va de actual en actual, la imagen-cristal se constituye cuando por una imposibilidad de discurrir en el movimiento actual, ocurre una prolongación de lo actual en lo virtual. La imagen-cristal reúne la imagen actual con “su” virtual. Las nociones de “actual” y “virtual” provienen de la obra de Bergson: lo actual del presente del acto coexiste en el tiempo con lo “virtual” reflejo del acto, que conserva el instante, que constituye el recuerdo. Según explica Deleuze, el régimen cristalino supone la crisis del régimen orgánico. Hay una relación necesaria entre la imposibilidad de reaccionar a ciertas situaciones (situaciones que Deleuze llama “intolerables”, demasiado terribles o demasiado bellas) y la acentuación de la videncia, de una experiencia radical de los sentidos. La ruina de los esquemas sensorio-motrices conlleva a un descubrimiento del tiempo y el pensamiento. La interrupción del movimiento puede conducir a una suerte de “contemplación”. Contemplación del movimiento. Descubrimiento de la estructura actual-virtual del tiempo. La contemplación puede ser reflexión sobre la potencia. Eso que en los automatismos del tiempo empírico circula por los carriles previstos por los automatismos del capital.

 

Tanto en Benjamin como en Deleuze, se hace posible pensar una particular relación entre interrupción y potencia, entre cierre y apertura del tiempo histórico. En ambos casos, la interrupción, más que oponerse al movimiento, se opone a los automatismos. Y a los clichés. Son pensamientos que restituyen virtualidades al movimiento. Son pensamientos sobre la revolución en un tiempo en el que la revolución pareciera ser impensable.

 

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Durante estos primeros meses de pandemia y cuarentena en nuestro país, la lucha política no ha cesado. Se trata de una lucha política que gira alrededor de los intentos del capital por imponer sus (nuevos y viejos) automatismos. Lo vemos tanto con respecto a la cuestión de la deuda, como con las ya mencionadas presiones para que la tan cacareada intervención estatal se oriente a la salvación de las grandes empresas para el mercado. En el fondo, se trata de un enorme esfuerzo por imponer un orden ruinoso, de demostrar que los cuidados solo pueden sobrevivir en el marco de la preservación de la lógica del capital. Esto supone, como lo hemos visto, la aceptación sumisa de una determinada temporalidad, pero también la preservación de lo que podemos llamar el monopolio del vocabulario. Salvar el monopolio del léxico es un imperativo fundamental para imponer un tiempo de orden. La crisis es un desafío para el capital. Un desafío a su temporalidad y a su control sobre el lenguaje. Veamos más de cerca el problema de la temporalidad en la política actual. Luego abordaremos la cuestión del control del vocabulario.

 

En los últimos meses, hemos visto a los neoliberales pidiendo más Estado. Esto suele pasar en todo el mundo en momentos de crisis. Más que un pedido, se trata de una intervención destinada a asegurar la naturaleza del Estado como lo que es: el garante de las relaciones sociales capitalistas en su última instancia. La disputa por la temporalidad se enmarca, por lo tanto, en torno al Estado. 

 

En efecto, alrededor de las nociones de “Estado fuerte” o “Estado protector”,  hoy existe un clamor prácticamente universal (exceptuando a quienes ven en el Estado un puro dispositivo de excepción, es decir, de control, y que solo quisieran desactivar su soberanía): el panorama general se orienta a pedir más y más intervención estatal. Pero ese clamor esconde un antagonismo de muy difícil resolución. Mientras los neoliberales piden que esa intervención sea “excepcional” (el tiempo de la excepción es el tiempo delimitado, es el tiempo que solo se abre para normalizar lo que la situación tiene de anormal, bajo acción del control soberano), destinada a restituir las grandes tendencias que subordinan vida a neoliberalismo, desde el punto de vista de la reproducción social, se hace necesario que la excepción dé lugar a un nuevo tiempo, en el camino justamente opuesto: en lugar de medidas transitorias para salvar la lógica del capital (lo que en Brasil, Chile o EE.UU. conduce directamente a una “necropolítica”), es necesario un nuevo diseño institucional que priorice la reproducción de la vida humana y planetaria. En lugar de una vuelta a la normalidad es necesario señalar un nuevo punto de inflexión. La batalla por la concepción del tiempo es, entonces, uno de los puntos fundamentales, y está asociada a la radicalidad con que la experiencia de la interrupción permita ir, más allá de las normas provisoriamente suspendidas.

 

Lo mismo podemos decir sobre la lucha política por el monopolio del vocabulario. Desde que el presidente Alberto Fernández se pronunció en favor de la “vida” y la “salud” contra la prioridad de la “economía”, los neoliberales no dejaron de responder que este modo de plantear las cosas era inconsistente, y que de manera inevitable la economía se refería a la vida misma, a la reproducción de la vida. El presidente quedó así sospechado de “idealismo”, mientras que los economistas y empresarios asumieron el papel de los “materialistas”. Esto es así por efecto del monopolio del léxico político en manos de los neoliberales. Lo cierto es que hoy la salud es la zona estratégica más dinámica de la economía. Pero para afirmar esto, la propia noción de economía es la que debe ser reinventada. Al decir que se prioriza la salud, se inicia un movimiento que debe ser profundizado a través de una reforma de la economía, hasta que esta quede por completo al servicio de la reproducción de la vida. Si esto no ocurre, entonces, el riesgo de un idealismo ruinoso comienza a ser una amenaza real. Entre los virtuales que afloran durante la interrupción, está la cuestión de la diferencia entre reproducción de la economía capitalista -que no crea riquezas, sino valor- y formas de cooperación que permiten reproducir la vida. Luchas de las últimas décadas permiten hacer la diferencia. Lo que nos conduce a la última cuestión, que es la de la invención de economías. Cuando hablamos de un nuevo lenguaje, nos referimos a crear una nueva economía. Cada vez es más evidente que la reproducción social necesita nuevas economías, preexistentes o por inventar.

 

Es evidente que en estas últimas semanas, la disputa por el tiempo (excepción o nuevo tiempo), y por el vocabulario (salvataje o expropiación) se exasperan, y la clase de los poseedores vuelve a sentir la presencia fantasmal de una amenaza a la que identifica como populista, ¡a pesar de que los llamados populistas no parecen haber amenazado jamás ni la propiedad ni la ganancia! El sólo hecho que el gobierno nacional intervenga una empresa -en concurso de acreedores, que ha estafado al estado- y haya anunciado que enviaría al Congreso (en que la oposición está sobradamente representada) un proyecto de expropiación, obró como detonante para una movilización en defensa de la propiedad privada en plena cuarentena. ¿Quién cuestiona aquí y ahora la propiedad privada concentrada, al punto de que sus poseedores sientan la necesidad de defenderla en las calles? Ese fantasma tiene raíces profundas y difíciles de identificar. Se trata de un inconsciente propietario aterrado, que se expande a través de redes sociales y medios de comunicación entre sectores medios y desposeídos, por los mismos vasos comunicantes que nutren el miedo en torno a los discursos sobre la seguridad. Imposible penetrar en ese inconsciente eludiendo el acontecimiento fundamental del carácter violento y explotador que la dinámica de acumulación de capital mantuvo luego de la última dictadura y, simultáneamente, de la memoria de luchas sociales que no podemos dejar de evocar este 26 de junio. 

 

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Si antes he traído dos citas clásicas, ahora quisiera recurrir a dos citas actuales, pertenecientes a libros editados en los últimos meses. Ambos pueden resultar insumos útiles para insistir en revisar, desde la interrupción, el paradigma de la movilización. El primero de ellos es El capital odia a todo el mundo, de Maurizio Lazzarato (Eterna Cadencia, 2020). El segundo es Cine-capital. Cómo las imágenes devienen revolucionarias, de Jun Fujita Hirose (Tinta Limón Ediciones, 2020). Ambos dirigen su crítica a una cierta idealización del capitalismo como serie de “automatismos” (financieros, tecnológicos, cinematográficos). Ambos enfatizan en la necesidad de pasar de una crítica de forma a una crítica de fondo del capitalismo. El primero, Lazzarato, señalando el carácter de máquina de guerra del capital. El segundo, Fujita, señalando el borramiento de la potencia de las imágenes en provecho de un cine-capital expropiatorio.  

 

Para Lazzarato, se trata de dejar atrás el cuestionable pensamiento del 68, al que le reprocha una miseria de la estrategia. Los seguidores de Foucault, dice, han teorizado la dominación neoliberal como un conjunto de dispositivos que producen subjetividad por la vía de automatismos “biopolíticos”, a través de las finanzas y las tecnologías, ignorando por completo que el neoliberalismo es, ante todo, un acto de guerra. En lugar de la dominación objetiva de los dispositivos, Lazzarato invoca a la máquina social capitalista como una máquina de guerra asistida por subjetividades muy concretas (desde los fascistas hasta los técnicos que la reparan y reforman cada vez). En su opinión, no hay reforma de izquierda posible para el capital neoliberal, que en ausencia de amenaza revolucionaria, solo apunta a aumentar su tasa de ganancia y a declarar la guerra a las poblaciones. La única opción que queda, dice, es retomar el camino de la estrategia revolucionaria, constituyendo una máquina de guerra anticapitalista, en base a movimientos populares tal y como esos movimientos surgen, más allá del pensamiento europeo de las últimas décadas.

 

Fujita lee el ya citado estudio de Deleuze sobre el cine para descubrir allí, en la imagen-cristal, el doble papel del dinero y su íntima relación con el control sobre la temporalidad. El cine depende, como se sabe, de un flujo de capital que es siempre dinero virtual, capaz de actualizarse en imágenes. Hay una relación interna entre cine y capital. Pero, al mismo tiempo, esa actualización del dinero en las imágenes restringe al cine ya que, como todo producto del dinero, debe garantizar altas tasas de ganancia. Por eso, dice Fujita, la actualización de las potencias de las imágenes en el tiempo vienen cargadas de un poder explosivo. No tanto en el cine que muestra la pobreza, porque ya todos vemos la pobreza, sino porque en cualquier momento el poder de actualización de las imágenes podría desprenderse de los límites que le impone el dinero-capital, y pasar a mostrar imágenes sobre la fuerza nueva que podría hacer de la potencia del dinero una potencia creativa, ya no atada a su pasado capitalista.

 

Leyendo a Lazzarato y a Fujita se tiene la impresión de que la interrupción libera virtuales, pensamientos y hasta posibles nuevas relaciones, pero que esas nuevas imágenes aún no se convierten en fuerzas capaces de pasar del cuidado de la vida y del planeta, a un nuevo modo de organizar la economía y la vida colectiva. Los dos señalan el papel productivo de la crisis y la interrupción de los automatismos, pero también parecen darse cuenta de que no hay ideas claras sobre cómo retomar la acción revolucionaria sin caer en un cliché. Cine y filosofía quizás estén comenzando a plantear preguntas que la política, consumida por la gestión inmediata, no se atreve a plantear. No tanto porque sean actividades “optimistas”, sino porque su tarea es precisamente inventar posibles.

 

26 de junio de 2020

 

Esquirlas del miedo // Marcelo Percia

Prudencias contienen miedos.

Cuidados salvan vidas.

Cuando urge lo común, afectuosas distancias entre cercanías conjuran hostilidades que estallan en la confusión.

Fragilidades que confían en otras fragilidades se dan a la palabra.

 

En momentos de pánicos y desamparos, hospitalidades (que se necesitan) apelan al pronombre de la primera persona del plural.

Hostilidades (que acaparan) se amurallan en el yo.

 

Entre hospitalidades y hostilidades, se sabe, hay un pequeño paso.

 

Voluntades que sentían derechos, protecciones, seguridades, en la comunidad del Capital; se dan cuenta que, en un segundo, pierden todo.

No se trata de histerias ni de psicosis colectivas, sino de difusas percepciones de que la vida en común salva vidas o las destruye.

 

Pestes actúan como lentes de aumento.

 

Si de golpe, se desvanecieran los hábitos que hacen creer que el bienestar pasa por el reconocimiento, por la acumulación, por el consumo, por el rendimiento; no se sabría cómo ni para qué vivir.

Tal vez, en ese desconcierto, sin cómo ni para qué, hallaría su morada el porvenir.

 

La misma voz latina cogitare dice, a la vez, las acciones de pensar y cuidar.

A veces, de una sola palabra pende la vida.

 

En las cumbres del miedo, se comienza a imaginar lo peor como último alivio.

Rituales que sostienen la vida, no alcanzan en tiempos de pestes.

La paradoja de una cuarentena consiste en que hay que tratar de salir del encierro: el del ensimismamiento. Tal vez el más difícil.

 

El capitalismo está destruyendo la vida; entonces, la vida se defiende del capitalismo autodestruyéndose. Hace mucho que la literatura y el cine cuentan esta historia.

 

La vida en común no está amenazada por el miedo, sino por la desigualdad.

Desigualdades abonan miedos para ocultar privilegios que lastiman.

El Capital desprecia la vida que, sin embargo, necesita.

A veces, el miedo deviene pánico; otras, visión herida de lo inadmisible.

 

De pronto, nos damos cuenta de que la salud consiste en el olvido transitorio de un continuo estado de vulnerabilidad.

 

Distancias decididas en común no merecen llamarse aislamientos.

Aislamientos compartimentan soledades privándolas del don de la proximidad.

Distancias que cuidan suspenden contactos, pero no cercanías.

 

La acción constante de lavarse las manos, recuerda que la expresión lavarse las manos significa desentenderse de una responsabilidad.

 

Cuidar la vida, supone todavía algo más difícil: la común decisión de cambiar lo que la está dañando.

 

La inminencia devora el presente. Lo devora incluso alargándolo.

A veces, solo alivia el olvido.

 

Abundan retóricas ensañadas y belicosas.

Figuras que sostienen que el virus actúa por venganza o que estamos en guerra o que se trata de un enemigo invisible.

Se sospechan malicias peligrosas en cada corporeidad portadora.

Miedos al contagio detonan violencias.

 

La mujer tose en un colectivo. Hacen la denuncia. Se activa el protocolo. Detienen el vehículo. Suben médicos con trajes de protección. La mujer está asustada. Se resiste. Forcejean. Una voz pide que la esposen, que se la lleven.

 

Lazos sociales tienden sogas que salvan, que ahogan, que atan.

Redes virtuales conectan, sostienen, atrapan.

Lazos y redes demandan fidelidad.

El común cuidado no enlaza, no enreda, no demanda: solo está ahí, como disponibilidad que se hace presente cada vez que se la necesita.

 

Cuidados no infunden miedo. No agitan amenazas. No ejecutan castigos. No se molestan con la dificultad.

Cuidados alojan terrores e indiferencias desvalidas.

Mientras controles alertan y diseminan amenazas, cuidados prodigan descansos.

 

No dice lo mismo encierro que refugio, reclusión que repliegue, estado protector que estado represor.

No se trata de sinonimias ni de eufemismos, está en juego decidir cómo se quiere habitar la vida.

 

El riesgo consiste en que la desesperada necesidad de protección inmunológica derive en ataques contra otras existencias consideradas peligrosas

 

Diversas aplicaciones en un celular pueden advertir que estamos cerca de una corporeidad infectada, de una persistente tristeza, de un rencor macerado, del deseo de cambiar la vida.

 

Dicen que solo el control social detiene contagios, que solo la vigilancia evita contaminaciones masivas.

El común cuidado de cercanías que deciden protegerse con amorosas distancias, ¿puede gravitar más que vigilancias y controles?

 

Hablas del capital no se cansan de repetir que el virus iguala. Pero ni bien se distraen muestran una lista con glamur de infectados célebres: un actor y su esposa, un primer ministro, un ex juez, un jugador de fútbol, un tenor, un escritor, un príncipe, un productor hollywoodense preso.

 

El trágico infortunio de contagiar por proximidad, amplifica una vicisitud -siempre inminente- en cualquier circunstancia de la vida en común: cercanías, incluso las que se aman, pueden dañarse sin querer y sin saber.

 

Al daño que sí sabe que está dañando se lo llama crueldad, odio, insensibilidad, blindaje de la cercanía. Tal vez, capitalismo.

 

En la ciudad en cuarentena, se escuchan voces que dicen: “Sin casas, sin agua, sin dineros. Inhalando miserias. Ahora, pueden ver cómo estamos viviendo”.

 

El gobierno peruano declara a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional exentas de responsabilidad penal cuando “causen lesiones o muerte” reprimiendo en las calles el no cumplimiento del “confinamiento”.

 

La expresión latina amor fati se traduce como aprender a amar lo que acontece. Pero amar lo que acontece no equivale a resignarse al destino.

Resignaciones actúan como omnipotencias fatalistas.

No se trata de acatar lo que ocurre, ni de desearlo, ni de encantar la desgracia. Tampoco entregarse al refrán que sugiere: “No hay mal que por bien no venga”. A veces, las cosas solo vienen, pero otras hay que salir a buscarlas.

Se trata de valerse del impulso de lo que está sucediendo, precipitar la decisión de hacer algo con lo que acontece. Intensificar, en lo que pasa, aquello que abre porvenires.

Pero, las fórmulas no importan.

La fuerza del intento reside en que no siempre sabe hacia dónde ni qué.

 

El secreto no reside en saberse diferente, sino en saber lo diferente, el sentido inagotable de lo que difiere.

 

Intimidades precipitan, también, lo peor.

A veces, donde se esperan cariños advienen violencias, donde se esperan caricias advienen golpes, donde se esperan contenciones advienen ahogos.

Impotencias propietarias pueden matar.

 

Diferentes pestes arrasan la vida en común.

Una, la enfermedad del miedo. Otra, la enfermedad de la indiferencia.

Pero, también, la de la propiedad, la del resentimiento, la de la culpa, la de la ambición, la del sí mismo.

Además de otras que la enfermedad del olvido, a su manera, remedia.

 

Cuidados se entienden más con respetos que con miedos.

Miedos demandan seguridad, control, previsibilidad.

Actúan como propietarios que se creen dueños de la salud.

Respetos saben que no tienen potestad sobre nada.

Agradecen residencias pasajeras en la vida.

 

Ocurrencias que dan risa se balancean como boyas que flotan en superficies angustiadas.

El común reír -no la burla ni la ironía que lastima- ayuda a respirar.

 

Sobre el coronavirus y el capitalismo // Debate Žižek – Byung-Chul Han

Un golpe tipo ‘Kill Bill’ al capitalismo // Slavoj Žižek

La actual propagación de la epidemia de coronavirus ha desencadenado a su vez vastas epidemias de virus ideológicos que yacían latentes en nuestras sociedades: noticias falsas, teorías conspiratorias paranoicas, explosiones de racismo, etc.

La necesidad de cuarentenas, bien fundamentada médicamente, ha encontrado un eco en la presión ideológica para establecer fronteras definidas y poner en cuarentena a enemigos que supongan una amenaza para nuestra identidad.

Pero quizá otro virus ideológico, mucho más beneficioso, se extenderá y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del Estado nación, una sociedad que se actualice a sí misma en la forma de la solidaridad y la cooperación global. 

Se suele oír hoy la especulación de que el coronavirus puede dar lugar a la caída del gobierno comunista chino, de la misma manera que (como el mismo Gorbachov admitió) la catástrofe de Chernóbil fue el evento que desencadenó el fin del comunismo soviético. Pero hay una paradoja en esto, el coronavirus también nos obliga a reinventar el comunismo basándonos en la confianza en la gente y la ciencia.

En la escena final de Kill Bill: Volumen 2, de Quentin Tarantino, Beatrix derrota al malvado Bill y le asesta la “técnica de los cinco puntos para explotar un corazón”, el golpe más mortífero de todas las artes marciales. El movimiento consiste en una combinación de cinco golpes con la punta de los dedos en cinco lugares distintos del cuerpo del enemigo. Cuando el herido retrocede y da cinco pasos, su corazón explota dentro de su cuerpo y este cae irremisiblemente muerto al suelo.

Este ataque es parte de la mitología de las artes marciales, y evidentemente imposible de realizar en el combate real cuerpo a cuerpo. Pero, en la película, después de que Beatrix lo ejecute, Bill hace las paces calmadamente con ella, da cinco pasos y muere…

Lo que hace que este ataque sea tan fascinante es el tiempo que pasa entre el momento del golpe y el momento de la muerte. Puedo mantener una conversación con normalidad mientras me quede tranquilamente sentado, pero en todo momento soy consciente de que en el instante en que empiece a caminar, mi corazón explotará y yo moriré.

¿No es parecida la idea de aquellos que especulan sobre cómo el coronavirus puede suponer la caída del gobierno comunista chino? Como si fuera alguna clase de “técnica (social) de los cinco puntos para explotar un corazón” dirigida al régimen comunista del país; las autoridades pueden sentarse, observar y tramitar formalidades como las cuarentenas, pero cualquier cambio real en el orden social (como confiar en la gente) resultará en su ruina.

Mi modesta opinión es mucho más radical. La epidemia de coronavirus es una especie de “técnica de los cinco puntos para explotar un corazón” dirigida al sistema capitalista global. Una señal de que no podemos continuar por el camino que estábamos recorriendo hasta ahora, de que un cambio radical es necesario.

 

Triste realidad: necesitamos una catástrofe
Hace años, Fredric Jameson llamó la atención sobre el potencial utópico de las películas sobre catástrofes cósmicas (un meteorito que amenaza la vida en la Tierra o un virus acabando con la humanidad). Semejantes amenazas globales dan lugar a su vez a una solidaridad global, pues nuestras pequeñas diferencias se vuelven insignificantes y todos trabajamos juntos para encontrar una solución. Y aquí estamos, en la vida real. La cuestión no está en disfrutar sádicamente la expansión del sufrimiento en tanto sirve a nuestra causa, por el contrario, la cuestión es reflexionar sobre el triste hecho de que necesitemos una catástrofe para ser capaces de repensar las características básicas de la sociedad en la que vivimos.

El primer modelo, vago aun, de semejante coordinación global es la Organización Mundial de la Salud; de la cual no estamos recibiendo las típicas sandeces burocráticas, sino advertencias precisas anunciadas sin pánico. Organizaciones como esta deberían tener más poder ejecutivo. 

Los escépticos han ridiculizado a Bernie Sanders por su defensa de la cobertura universal de la sanidad pública en EE.UU., pero ¿no nos enseña el coronavirus la lección de que necesitamos incluso más que esto?, ¿de que deberíamos empezar a crear alguna clase de red de sanidad pública GLOBAL?

Un día después de que Iraj Harirchi, viceministro de salud en Irán, diera una rueda de prensa restándole importancia al coronavirus y asegurando que las cuarentenas masivas no eran necesarias, hizo una breve declaración en la que informaba de que él mismo tenía el coronavirus y que iba a aislarse una temporada (ya desde su anterior aparición en televisión había dado muestras de fiebre y debilidad). Harirchi añadió: “Este virus es democrático, y no distingue entre pobres y ricos, entre hombres de Estado y ciudadanos corrientes”.

En esto tenía razón, estamos todos en el mismo barco. Es difícil no darse cuenta de la tremenda ironía de que aquello que nos empuja a unirnos y a abogar por la solidaridad global se manifiesta en el día a día a través de estrictos mandatos de evitar la cercanía y el contacto o incluso del autoaislamiento. 

Y no solo estamos lidiando con amenazas virales, podemos ver en el horizonte toda otra clase de catástrofes que se avecinan, o que directamente ya están ocurriendo: sequías, olas de calor, tormentas masivas, etc. En todos estos casos, la respuesta adecuada no es el pánico, sino la acción urgente de establecer alguna clase de coordinación global y eficiente. 

 

¿Solo estaremos seguros en la realidad virtual?
El primer espejismo que hay que despejar es aquél formulado por el presidente de los EE.UU., Donald Trump, durante su reciente visita a la India, donde dijo que la epidemia decrecerá rápidamente y que no tenemos más que esperar al pico de contagios y luego la vida volverá a la normalidad.

Contra semejantes esperanzas de una fácil solución, lo primero que debemos aceptar es que la amenaza está aquí para quedarse. Incluso si esta ola retrocede, reaparecerá bajo nuevas formas, quizá aún más peligrosas.

Por esta razón, podemos esperar que las epidemias de virus afectarán a nuestras interacciones más elementales con la gente y los objetos que nos rodean, incluyendo nuestros propios cuerpos: evitar tocar cosas que pueden estar (invisiblemente) contaminadas, no apoyarse en pasamanos, no sentarse en baños o bancos públicos, evitar abrazar o dar la mano a la gente. Quizá incluso nos volvamos más cuidadosos de nuestros gestos espontáneos: no tocarse la nariz o frotarse los ojos.

Así que no se trata solamente de que nos controle el Estado u otras instituciones similares, debemos también aprender a controlarnos y a disciplinarnos nosotros mismos. Quizá solo llegue a considerarse segura la realidad virtual, y moverse libremente al aire libre esté únicamente permitido en las islas poseídas por los ultrarricos. 

Pero incluso aquí, en el nivel de internet y la realidad virtual, debemos ser conscientes de que, en las últimas décadas, los términos ‘virus’ y ‘viral’ han sido principalmente usados para hacer referencia a amenazas digitales que infectan la red y de las cuales no somos conscientes hasta que se desencadena su poder destructivo (el poder de destruir nuestros datos y nuestros discos duros). Lo que ahora vemos es un regreso masivo al significado original y literal del término virus. Las infecciones virales actúan codo con codo en ambas dimensiones, real y virtual.

 

El regreso del animismo capitalista
Otro extraño fenómeno que puede observarse en esta situación es el regreso triunfante del animismo capitalista, esto es, el tratar fenómenos sociales, como mercados o capital financiero, como si de organismos vivientes se tratase. Si se leen los grandes medios de comunicación, la impresión que se tiene es la de que lo que debería preocuparnos son los “mercados poniéndose nerviosos” y no los miles de personas que han muerto y los miles que aún quedan por morir. El coronavirus está quebrantando cada vez más el funcionamiento fluido del mercado mundial, y, según dicen, el crecimiento económico caerá alrededor de un dos o un tres por ciento.

¿Acaso no es todo esto una clara señal de que necesitamos una reorganización de la economía global para que deje de estar a merced de los mecanismos del mercado? Por supuesto, no estamos hablando aquí de comunismo de viejo cuño, sino simplemente de alguna clase de organización global que pueda regular y controlar la economía, así como limitar la soberanía de los Estados nación cuando sea necesario. En otros momentos los países han sido capaces de hacerlo frente a la amenaza de la guerra, y ahora todos nosotros nos estamos encaminando hacia un estado de guerra médica.

Además, no deberíamos tener miedo en reconocer en la epidemia algunos efectos secundarios potencialmente beneficiosos. Uno de los símbolos de la epidemia son las imágenes de pasajeros atrapados (en cuarentena) en enormes cruceros, lo cual me tienta a decir que se trata del fin de la obscenidad de semejantes barcos. Simplemente debemos tener cuidado de que desplazarse a islas lejanas o a otros lugares de vacaciones no se convierta de nuevo en el privilegio de unos pocos ricos, como pasaba hace décadas con viajar en avión. El coronavirus ha afectado seriamente también a la producción de coches, lo cual no es tan malo, en la medida en que puede inducirnos a reflexionar sobre alternativas a nuestra obsesión por los vehículos individuales. Y la lista sigue y sigue.

En un discurso reciente, el primer ministro húngaro Viktor Orban ha dicho: “No existe tal cosa como un liberal. Un liberal no es más que un comunista con un diploma”.

¿Y si la realidad fuera al revés? ¿Y si llamásemos “liberales” a aquellos que se preocupan por nuestras libertades, y “comunistas” a aquellos que saben que solo podremos salvar tales libertades a través de cambios radicales en un capitalismo global que se aproxima a su propio colapso? Entonces deberíamos decir que aquellos que se reconocen a sí mismos como comunistas son liberales con un diploma, liberales que han estudiado seriamente por qué nuestros valores liberales están bajo amenaza y que se han dado cuenta de que solamente un cambio radical puede salvarlos.

 

Traducción de Marco Silvano.
Fuente

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La emergencia viral y el mundo de mañana // Byung-Chul Han

El coronavirus está poniendo a prueba nuestro sistema. Al parecer Asia tiene mejor controlada la pandemia que Europa. En Hong Kong, Taiwán y Singapur hay muy pocos infectados. En Taiwán se registran 108 casos y en Hong Kong 193. En Alemania, por el contrario, tras un período de tiempo mucho más breve hay ya 15.320 casos confirmados, y en España 19.980 (datos del 20 de marzo). También Corea del Sur ha superado ya la peor fase, lo mismo que Japón. Incluso China, el país de origen de la pandemia, la tiene ya bastante controlada. Pero ni en Taiwán ni en Corea se ha decretado la prohibición de salir de casa ni se han cerrado las tiendas y los restaurantes. Entre tanto ha comenzado un éxodo de asiáticos que salen de Europa. Chinos y coreanos quieren regresar a sus países, porque ahí se sienten más seguros. Los precios de los vuelos se han multiplicado. Ya apenas se pueden conseguir billetes de vuelo para China o Corea.

Europa está fracasando. Las cifras de infectados aumentan exponencialmente. Parece que Europa no puede controlar la pandemia. En Italia mueren a diario cientos de personas. Quitan los respiradores a los pacientes ancianos para ayudar a los jóvenes. Pero también cabe observar sobreactuaciones inútiles. Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Nos sentimos de vuelta en la época de la soberanía. El soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Es soberano quien cierra fronteras. Pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada. Serviría de mucha más ayuda cooperar intensamente dentro de la Eurozona que cerrar fronteras a lo loco. Entre tanto también Europa ha decretado la prohibición de entrada a extranjeros: un acto totalmente absurdo en vista del hecho de que Europa es precisamente adonde nadie quiere venir. Como mucho, sería más sensato decretar la prohibición de salidas de europeos, para proteger al mundo de Europa. Después de todo, Europa es en estos momentos el epicentro de la pandemia.

 

Las ventajas de Asia
En comparación con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulten eficientes para combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no solo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado. Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el big data salva vidas humanas.

La conciencia crítica ante la vigilancia digital es en Asia prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos. Entre tanto China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para los europeos, que permite una valoración o una evaluación exhaustiva de los ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta social. En China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. A quien cruza con el semáforo en rojo, a quien tiene trato con críticos del régimen o a quien pone comentarios críticos en las redes sociales le quitan puntos. Entonces la vida puede llegar a ser muy peligrosa. Por el contrario, a quien compra por Internet alimentos sanos o lee periódicos afines al régimen le dan puntos. Quien tiene suficientes puntos obtiene un visado de viaje o créditos baratos. Por el contrario, quien cae por debajo de un determinado número de puntos podría perder su trabajo. En China es posible esta vigilancia social porque se produce un irrestricto intercambio de datos entre los proveedores de Internet y de telefonía móvil y las autoridades. Prácticamente no existe la protección de datos. En el vocabulario de los chinos no aparece el término “esfera privada”.

En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos.

Toda la infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las redes sociales cuentan que incluso se están usando drones para controlar las cuarentenas. Si uno rompe clandestinamente la cuarentena un dron se dirige volando a él y le ordena regresar a su vivienda. Quizá incluso le imprima una multa y se la deje caer volando, quién sabe. Una situación que para los europeos sería distópica, pero a la que, por lo visto, no se ofrece resistencia en China.

Ni en China ni en otros Estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado. No es lo mismo el individualismo que el egoísmo, que por supuesto también está muy propagado en Asia.

Al parecer el big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa. Sin embargo, a causa de la protección de datos no es posible en Europa un combate digital del virus comparable al asiático. Los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud. El Estado sabe por tanto dónde estoy, con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro el Estado controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etc. Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla activamente a las personas.

En Wuhan se han formado miles de equipos de investigación digitales que buscan posibles infectados basándose solo en datos técnicos. Basándose únicamente en análisis de macrodatos averiguan quiénes son potenciales infectados, quiénes tienen que seguir siendo observados y eventualmente ser aislados en cuarentena. También por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía.

No solo en China, sino también en otros países asiáticos la vigilancia digital se emplea a fondo para contener la epidemia. En Taiwán el Estado envía simultáneamente a todos los ciudadanos un SMS para localizar a las personas que han tenido contacto con infectados o para informar acerca de los lugares y edificios donde ha habido personas contagiadas. Ya en una fase muy temprana, Taiwán empleó una conexión de diversos datos para localizar a posibles infectados en función de los viajes que hubieran hecho. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe a través de la “Corona-app” una señal de alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. En todos los edificios de Corea hay instaladas cámaras de vigilancia en cada piso, en cada oficina o en cada tienda. Es prácticamente imposible moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de vídeo. Con los datos del teléfono móvil y del material filmado por vídeo se puede crear el perfil de movimiento completo de un infectado. Se publican los movimientos de todos los infectados. Puede suceder que se destapen amoríos secretos. En las oficinas del ministerio de salud coreano hay unas personas llamadas “tracker” que día y noche no hacen otra cosa que mirar el material filmado por vídeo para completar el perfil del movimiento de los infectados y localizar a las personas que han tenido contacto con ellos.

Una diferencia llamativa entre Asia y Europa son sobre todo las mascarillas protectoras. En Corea no hay prácticamente nadie que vaya por ahí sin mascarillas respiratorias especiales capaces de filtrar el aire de virus. No son las habituales mascarillas quirúrgicas, sino unas mascarillas protectoras especiales con filtros, que también llevan los médicos que tratan a los infectados. Durante las últimas semanas, el tema prioritario en Corea era el suministro de mascarillas para la población. Delante de las farmacias se formaban colas enormes. Los políticos eran valorados en función de la rapidez con la que las suministraban a toda la población. Se construyeron a toda prisa nuevas máquinas para su fabricación. De momento parece que el suministro funciona bien. Hay incluso una aplicación que informa de en qué farmacia cercana se pueden conseguir aún mascarillas. Creo que las mascarillas protectoras, de las que se ha suministrado en Asia a toda la población, han contribuido de forma decisiva a contener la epidemia.

Los coreanos llevan mascarillas protectoras antivirus incluso en los puestos de trabajo. Hasta los políticos hacen sus apariciones públicas solo con mascarillas protectoras. También el presidente coreano la lleva para dar ejemplo, incluso en las conferencias de prensa. En Corea lo ponen verde a uno si no lleva mascarilla. Por el contrario, en Europa se dice a menudo que no sirven de mucho, lo cual es un disparate. ¿Por qué llevan entonces los médicos las mascarillas protectoras? Pero hay que cambiarse de mascarilla con suficiente frecuencia, porque cuando se humedecen pierden su función filtrante. No obstante, los coreanos ya han desarrollado una “mascarilla para el coronavirus” hecha de nano-filtros que incluso se puede lavar. Se dice que puede proteger a las personas del virus durante un mes. En realidad es muy buena solución mientras no haya vacunas ni medicamentos. En Europa, por el contrario, incluso los médicos tienen que viajar a Rusia para conseguirlas. Macron ha mandado confiscar mascarillas para distribuirlas entre el personal sanitario. Pero lo que recibieron luego fueron mascarillas normales sin filtro con la indicación de que bastarían para proteger del coronavirus, lo cual es una mentira. Europa está fracasando. ¿De qué sirve cerrar tiendas y restaurantes si las personas se siguen aglomerando en el metro o en el autobús durante las horas punta? ¿Cómo guardar ahí la distancia necesaria? Hasta en los supermercados resulta casi imposible. En una situación así, las mascarillas protectoras salvarían realmente vidas humanas. Está surgiendo una sociedad de dos clases. Quien tiene coche propio se expone a menos riesgo. Incluso las mascarillas normales servirían de mucho si las llevaran los infectados, porque entonces no lanzarían los virus afuera.

En los países europeos casi nadie lleva mascarilla. Hay algunos que las llevan, pero son asiáticos. Mis paisanos residentes en Europa se quejan de que los miran con extrañeza cuando las llevan. Tras esto hay una diferencia cultural. En Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena. También a mí me gustaría llevar mascarilla protectora, pero aquí ya no se encuentran.

En el pasado, la fabricación de mascarillas, igual que la de tantos otros productos, se externalizó a China. Por eso ahora en Europa no se consiguen mascarillas. Los Estados asiáticos están tratando de proveer a toda la población de mascarillas protectoras. En China, cuando también ahí empezaron a ser escasas, incluso reequiparon fábricas para producir mascarillas. En Europa ni siquiera el personal sanitario las consigue. Mientras las personas se sigan aglomerando en los autobuses o en los metros para ir al trabajo sin mascarillas protectoras, la prohibición de salir de casa lógicamente no servirá de mucho. ¿Cómo se puede guardar la distancia necesaria en los autobuses o en el metro en las horas punta? Y una enseñanza que deberíamos sacar de la pandemia debería ser la conveniencia de volver a traer a Europa la producción de determinados productos, como mascarillas protectoras o productos medicinales y farmacéuticos.

A pesar de todo el riesgo, que no se debe minimizar, el pánico que ha desatado la pandemia de coronavirus es desproporcionado. Ni siquiera la “gripe española”, que fue mucho más letal, tuvo efectos tan devastadores sobre la economía. ¿A qué se debe en realidad esto? ¿Por qué el mundo reacciona con un pánico tan desmesurado a un virus? Emmanuel Macron habla incluso de guerra y del enemigo invisible que tenemos que derrotar. ¿Nos hallamos ante un regreso del enemigo? La “gripe española” se desencadenó en plena Primera Guerra Mundial. En aquel momento todo el mundo estaba rodeado de enemigos. Nadie habría asociado la epidemia con una guerra o con un enemigo. Pero hoy vivimos en una sociedad totalmente distinta.

En realidad hemos estado viviendo durante mucho tiempo sin enemigos. La guerra fría terminó hace mucho. Últimamente incluso el terrorismo islámico parecía haberse desplazado a zonas lejanas. Hace exactamente diez años sostuve en mi ensayo La sociedad del cansancio la tesis de que vivimos en una época en la que ha perdido su vigencia el paradigma inmunológico, que se basa en la negatividad del enemigo. Como en los tiempos de la guerra fría, la sociedad organizada inmunológicamente se caracteriza por vivir rodeada de fronteras y de vallas, que impiden la circulación acelerada de mercancías y de capital. La globalización suprime todos estos umbrales inmunitarios para dar vía libre al capital. Incluso la promiscuidad y la permisividad generalizadas, que hoy se propagan por todos los ámbitos vitales, eliminan la negatividad del desconocido o del enemigo. Los peligros no acechan hoy desde la negatividad del enemigo, sino desde el exceso de positividad, que se expresa como exceso de rendimiento, exceso de producción y exceso de comunicación. La negatividad del enemigo no tiene cabida en nuestra sociedad ilimitadamente permisiva. La represión a cargo de otros deja paso a la depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria y a la autooptimización. En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo contra sí mismo.

 

Umbrales inmunológicos y cierre de fronteras
Pues bien, en medio de esta sociedad tan debilitada inmunológicamente a causa del capitalismo global irrumpe de pronto el virus. Llenos de pánico, volvemos a erigir umbrales inmunológicos y a cerrar fronteras. El enemigo ha vuelto. Ya no guerreamos contra nosotros mismos, sino contra el enemigo invisible que viene de fuera. El pánico desmedido en vista del virus es una reacción inmunitaria social, e incluso global, al nuevo enemigo. La reacción inmunitaria es tan violenta porque hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos, en una sociedad de la positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente.

Pero hay otro motivo para el tremendo pánico. De nuevo tiene que ver con la digitalización. La digitalización elimina la realidad. La realidad se experimenta gracias a la resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa. La digitalización, toda la cultura del “me gusta”, suprime la negatividad de la resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad.

La reacción pánica de los mercados financieros a la epidemia es además la expresión de aquel pánico que ya es inherente a ellos. Las convulsiones extremas en la economía mundial hacen que esta sea muy vulnerable. A pesar de la curva constantemente creciente del índice bursátil, la arriesgada política monetaria de los bancos emisores ha generado en los últimos años un pánico reprimido que estaba aguardando al estallido. Probablemente el virus no sea más que la pequeña gota que ha colmado el vaso. Lo que se refleja en el pánico del mercado financiero no es tanto el miedo al virus cuanto el miedo a sí mismo. El crash se podría haber producido también sin el virus. Quizá el virus solo sea el preludio de un crash mucho mayor.

Žižek afirma que el virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo. Cree incluso que el virus podría hacer caer el régimen chino. Žižek se equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno. También la instauración del neoliberalismo vino precedida a menudo de crisis que causaron conmociones. Es lo que sucedió en Corea o en Grecia. Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo.

El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.

Traducción de Alberto Ciria.

Fuente

 
 
 
 
 
 

Carta a los compañeros del Colectivo Editor de DeriveApprodi (28/02/2003) // Colectivo Situaciones

Van, en estas líneas, algunas reflexiones sobre las sugerencias que proponen en su carta. Hemos decidido no seleccionar las preguntas que proponen según nuestros propios intereses sino, antes bien, respetar su orden, seleccionando, en todo caso, aquellas que mejor se adaptan a nuestro propio interés como ocasión propicia para exponer reflexiones más significativas y aprovechando la oportunidad de plantear alguna discusión de criterio en aquellas otras en las que sentimos alguna incomodidad con respecto al punto de vista implícito en las consignas.

El resultado de esta forma de trabajo es un diálogo o una entrevista sin formalismos, en la que intentamos hacer visible no sólo el conjunto de nuestras impresiones y opiniones sino, en todo caso, algo de mucho más valor: las reacciones concretas frente a cada una de las sugerencias que nos hacen, los mecanismos de elaboración de las experiencias en las que estamos de alguna manera inmersos y, en fin, las operaciones concretas de pensamiento y de escritura.

Antes de comenzar a responder, queremos saludarlos y transmitirle nuestra valoración de esta feliz iniciativa en tanto tiene la doble virtud de ofrecerse como un estímulo a la elaboración colectiva de las experiencias radicales de diferentes puntos del planeta, a la vez que evita el riesgo de la interpretación centralizada y excluyente sobre un conjunto de prácticas que han hecho de la multiplicidad, precisamente, una de sus más preciosas claves. Si un obstáculo hemos encontrado en el espíritu del cuestionario, sin embargo, es la forma en que dan por evidente la omnipresencia del fenómeno de la resistencia global en situaciones dispares. Esperamos que este último aspecto agregue una cierta dosis de tensión a los puntos de discusión que a continuación se desarrollan.

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En primer lugar, nos interesaría saber qué tipo de resonancia han tenido en el entorno el que vivís las grandes iniciativas del movimiento global de los últimos años, de Seattle a Génova, de Durban a Johannesburgo. En el número de DeriveApprodi dedicado a los movimientos europeos hemos publicado una entrevista realizada a un compañero argelino, que subrayaba el carácter meramente eurocéntrico y espectacular de tales iniciativas: ¿compartís este juicio, o bien pensáis por el contrario que con independencia de sus límites, el mensaje de una revuelta radical contra el capital global ha circulado a escala planetaria?

Nuestra imagen de la llamada resistencia global por darle un nombre no sólo descriptivo sino también admitido por muchos de sus propios miembros no parte de la disyuntiva excluyente (o…o) que, al parecer, ustedes proponen. Más que elegir entre uno de los términos de esta disyuntiva, creemos que la resistencia global oscila entre ambos, y aquí intentamos dar cuenta de la ambigüedad con que se presenta el mentado fenómeno; es decir, si de un lado nos interesa, por el otro nos preocupa. Esto no supone eludir el carácter heterogéneo y complejo del fenómeno, ya que es el propio movimiento (luego diremos algo sobre esta denominación) el que parece oscilar entre estos dos polos que aparecen como excluyentes en su pregunta.

Ocurre que el movimiento está atravesado por dos lógicas divergentes: una que consiste en convocar a una miríada de experiencias de resistencia al capitalismo, y que tiende a potenciar estas prácticas a partir de una confluencia horizontal, por resonancias; y a la vez otra lógica que se solaza imprimiendo sobre esta base indudablemente positiva un conjunto de representaciones que virtualizan (y en el extremo caricaturizan) la potencia que circula en estas redes de contrapoder.

Esta segunda operación consiste en la estandarización de un lenguaje una cierta jerga y de una estética que, en la medida en que toman el poder sobre la multiplicidad de las resistencias, produce la idea algo extraña de la existencia de un movimiento de la alternativa, cuando en rigor no existen más que experiencias, hipótesis y tendencias (heterogéneas, múltiples y confluyentes).

Nuestra experiencia de eso a lo que hemos llamado excesivamente como un movimiento, entonces, remite a una noción fundamental para los editores de DeriveApprodi: lo ambivalente. De un lado, experimentamos la alegría de una época en la que se desarrolla una nueva contraofensiva mundial de los deseos de emancipación, que pretenden producir, investigar y crear nuevos mundos; a la vez que, por otra parte, sospechamos y hasta nos burlamos de los rasgos más abiertamente cómicos de una cierta militancia global primermundista que ha tenido, sin embargo, mucho éxito en captar, en nuestros países, la atención de algunos activistas e intelectuales locales.

Es cierto entonces que participamos de un fenómeno de resistencia y creación frente a la hegemonía del capital, de un campo múltiple de luchas que reconoce y afirma cierta universalidad frente al espectáculo y la tristeza de nuestras sociedades contemporáneas, de un conjunto de redes que desarrollan circuitos muy concretos de producción e intercambio de prácticas, recursos, información y nociones teóricas. Y sin embargo, no es menos cierto que esta rica multiplicidad convive con su justo opuesto, que la acompaña de manera paralela y a veces indistinguible, haciéndonos creer en la existencia efectiva de un movimiento: representación unidimensional que invierte en contra de sus proclamas más insistentes el carácter situacional de las prácticas confluyentes. Inversión que funciona proponiendo un nuevo ideal al que someterse como cuando se dice que otro mundo es posible, dando por sentado que el objeto del movimiento es tan global como ese mundo globalizado por el capital.

Podríamos resumir entonces esta impresión afirmando como dilema aquel que distingue entre dos tendencias que atraviesan el fenómeno: una que quiere una globalización alternativa a la globalización capitalista, y que trabaja en el mismo nivel espectacular que su contrario: el de un mundo único capaz de ser moldeado; la otra, que pretende desglobalizar lo global en nombre de la multiplicidad concreta de la vida, y para la que el mundo no existe sino como pluralidad de múltiples concretos, precisamente porque entiende que el capitalismo es esa globalidad que ha unificado al mundo como una universalidad abstracta.

Querríamos, finalmente, tomar muy en serio las palabras que ustedes utilizan, y arriesgar una formulación: en la medida en que hablemos de resonancias como dicen los zapatistas, auténticos diapasones antes que de comunicación (y, claro, no se trata sólo de una mera cuestión de palabras) estaremos más bien trabajando al nivel de la composición y de las prácticas concretas, sin necesidad de acudir a identificaciones puramente imaginarias (tanto más insistentes cuando se presentan arropadas de discursos radicalmente opuestos a la representación).

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Tras los encuentros de Porto Alegre, en Brasil, el Foro Social Mundial ha intentado articularse territorialmente, dando vida a citas continentales en Asia, Africa y América Latina. ¿Cómo juzgáis esta tentativa?

Desde nuestro punto de vista se puede afirmar que son tres los factores que hicieron del Foro de Porto Alegre el principal referente, en nuestro país, de la resistencia global. La cercanía geográfica, que ha permitido a muchas organizaciones y personas participar de los foros; el interés que genera la situación brasileña, sobre todo a partir de la presencia del PT más aún ahora que Lula llegó por fin al gobierno, pero también del MST, uno de los movimientos sociales más radicales del mundo; y el atractivo mediático producido por la presencia de figuras sobre todo intelectuales y consignas otro mundo es posible que contribuyen a dar la sensación de que ese lugar es EL lugar de la alternativa.

A nosotros nos parece un hecho positivo que se realicen estos foros, a la vez que no nos hemos sentido convocados a participar en ellos. Puede parecer una paradoja, y tal vez lo sea; pero es que en ellos, si por un lado se anudan contactos e intercambios y se establecen redes sin centros, por el otro, en convivencia con esa lógica, aparece la tendencia a un vedetismo francamente insoportable, a la centralización, y a la presentación de un modelo global alternativo. Es muy conocida la preponderancia en la organización de estos eventos de un ala del movimiento que está dedicada, precisamente, a modelar, a partir del foro, una línea de la alternativa, encabezados por Le Monde Diplomatique, ATTAC, y algún sector del PT.

Esta situación pone de relieve una discusión que ustedes relevan a la perfección, referida a la persistencia del espacio nacional como un espacio de intervención entre otros para experiencias de construcciones políticas y sociales alternativas. Incluso cuando estas experiencias no sean del gusto del movimiento en su conjunto, existen y expresan problemas latentes. De allí que no se trate tanto de juzgar como de comprender la variedad de circunstancias políticas que se presentan en la actualidad, sobre todo en América Latina, que es lo que conocemos y lo que nos interpela con más intensidad.

La discusión a la que aludimos presenta dos aristas.

De un lado, esta persistencia en lo nacional se explica por la evidencia de la existencia de un imperialismo dentro del imperio. Cuestión que, sin embargo, no justifica, desde nuestra perspectiva, que se subordinen las experiencias más radicales a razones de Estado. El zapatismo es el ejemplo más conocido de un trabajo que asume esta tensión, sin perder por ello radicalidad. Sea entonces para discutir críticamente la compleja situación de ciertas realidades nacionales Brasil es paradigmático al respecto, o para profundizar en intercambios de movimientos radicales que trabajan a distintas escalas y con diferentes orientaciones sobre el poder, el Foro de Porto Alegre ha sido una contribución, pero no ha agotado ni resuelto las dificultades que se presentan al movimiento.

Nuevamente, entonces, no se trata de estar por o contra, ni de reiterar dilemas (como reforma o revolución) sino bregar porque haya cada vez más espacios y foros, de forma que no cristalice un centro de la alternativa, un foro, ni un otro mundo posible.

Por otro lado, sin embargo, estas tendencias tienden a subordinar a la multiplicidad del movimiento bajo el argumento de que el Estado es la herramienta de protección nacional ante la fluidez de la globalización neoliberal, sin percibir hasta qué punto el Estado es una forma social inmediatamente ligada al mercado financiero mismo. Así, para muchos intelectuales y dirigentes políticos y sociales de izquierda, es posible y deseable recuperar, a través de un consenso nacional, las capacidades de regulación y negociación del Estado frente al capital globalizado. Para enfrentar la lógica de fragmentación y privatización del mercado, se propone reinstalar una dinámica integradora, a partir de la centralidad estatal, sin considerar hasta qué punto el Estado es un mecanismo indispensable de subordinación del territorio (nacional) a las exigencias del mercado mundial capitalista. Si es cierto, entonces, que sobreviven formas imperialistas e incluso coloniales de apropiación de los territorios y los recursos del tercer mundo, no lo es menos que estas estrategias son hoy redefinidas por mecanismos de dominio posmodernos, específicamente imperiales.

Si de un lado, entonces, el Foro tiene la virtud de aglutinar la diversidad de posiciones que conforman hoy el llamado movimiento de la alternativa, no es menos cierto que son necesarios también otros puntos de encuentro que logren sustraerse de la dinámica propia de los grandes eventos, y se adecuen mejor a los  tiempos de elaboración de los problemas más crudos que se les presentan a las prácticas radicales.

3

Independientemente de las iniciativas de lo que hemos denominado movimiento global, hay una experiencia de lucha singular, por ejemplo, el movimiento zapatista en América Latina, la Intifada palestina, las luchas de los sin tierra brasileños, que haya funcionado como punto de referencia para una nueva ola de luchas y de movilizaciones sociales?

Es indiscutible que al menos en lo que conocemos fue el EZLN el que influyó decisivamente alrededor de puntos fundamentales que hoy se discuten en todo el país. El zapatismo apareció como el signo del fin de la resignación, el recomienzo de los ciclos de lucha, pensamiento y creación. Sus tesis sobre el poder, el fin efectivo de los vanguardismos, etc., incidieron de una manera determinante para nosotros enormemente positiva en las experiencias argentinas.

Luego, el movimiento piquetero, la insurrección de diciembre del 2001 y las asambleas han avanzado en elaborar estas discusiones.

Pero también la extensión y la radicalidad del MST de Brasil ha influenciado mucho a experiencias campesinas, y no sólo a ellas, sino también a experiencias urbanas.

Habría que decir también que, con un signo opuesto, la influencia del PT (y en menor medida la de Chávez) es actualmente muy grande, y que esta gama de influencias expresan la heterogeneidad de lo que podríamos llamar el movimiento argentino. (Otra vez se hace evidente el exceso que implica hablar de movimiento argentino).

En todo caso, nosotros nos inscribimos en los recorridos que prolongaron la influencia del zapatismo, y que en la Argentina es muy extendida: buena parte de las asambleas y los movimientos piqueteros, de las fábricas tomadas por sus trabajadores y de otras experiencias de economía alternativa, de los grupos artísticos y de contrainformación, de las experiencias de educación y salud alternativa, de los movimientos campesinos y barriales, antirrepresivos y sindicales, de mujeres e indígenas, etc. constituyen un verdadero movimiento de contrapoder que encuentra raíces comunes con la actual contraofensiva de luchas en toda América Latina.

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¿Cuáles son los temas fundamentales de movilización en el entorno en el que os movéis? ¿Qué relación existe, en particular, entre las movilizaciones ligadas al mundo del trabajo y a los sindicatos, las de los sectores sociales que viven duras condiciones de exclusión social y las ligadas a temas como la situación de las minorías?

Como es de sobra conocido, el movimiento argentino es plural, heterogéneo y dinámico, siendo sus reivindicaciones muy variadas. Existe el movimiento piquetero y sus exigencias, que van desde la reinserción laboral hasta el trabajo autogestionado y el cambio social; las fábricas ocupadas por sus trabajadores y su discusión sobre si la mejor opción consiste en la estatización de la fábrica bajo control de sus trabajadores, o bien la cooperativización; los reclamos de las Madres de Plaza de Mayo y los Hijos de justicia y encarcelamiento a los genocidas de la dictadura; los reclamos de los campesinos por la tierra, condiciones de producción y comercialización; la lucha por salud y educación, etc.

Pero no es de ningún modo suficiente metodológicamente hablando- referirnos a la naturaleza del movimiento a partir de sus demandas explícitas, sino que es de vital importancia referirnos sobre todo a sus prácticas, y a su capacidad de elaborar nuevos sentidos, valores, vínculos, lenguajes y saberes, para dar cuenta en profundidad de las luchas actuales.

Pero ustedes preguntan con un énfasis especial por aquello que sucede en el mundo del trabajo. Y es que, en efecto, la tradición emancipativa creyó que la clase obrera sería el sujeto de la revolución. Entonces: ¿qué sucede con los trabajadores?

Siendo esta la pregunta, habría que hacer una larga historia para conocer los pormenores de las luchas obreras en el país y, nuevamente, no es este el sitio para contar esta historia.

Tal vez alcance con decir que los trabajadores argentinos han conocido durante las últimas décadas una cruel subordinación al mando del capital a partir de mecanismos represivos brutales, comenzando por las dictaduras militares y las desapariciones, primero, y luego a partir de mecanismos de mercado tales como los picos hiperinflacionarios del año 1989 y la híper desocupación actual. A lo que habría que agregar que la reconversión del aparato productivo y administrativo nacional acentuó la destrucción de conquistas obreras, pero también de una cultura de lucha y solidaridad que alcanzó su pico histórico en los años 70.

Actualmente la precarización de las relaciones laborales más los índices altísimos de desocupación se combinan para disciplinar a los trabajadores ocupados, forzar una tendencia a la baja salarial y destrozar todo poder social instituido del trabajo.

En ese sentido, aparece una paradoja no menor: en los sectores de la población que aún tienen empleo es donde la amenaza de exclusión es más eficaz en sus efectos disciplinantes. Desde este ángulo, se logra ver aún mejor la radicalidad del movimiento piquetero que ya no pide inclusión a un modo de vida organizado por una rutina laboral, sino que incluso cuestiona la propia denominación de desocupados, al considerar que tal clasificación revela el punto de vista del capital y no el de quienes no desean volver a ser explotados.

El empleo y las formas del mundo laboral aparecen en Argentina como el privilegio de unos pocos, sustentado en la exclusión de millones. Exclusión e inclusión, entonces, son categorías de un mismo fenómeno: la organización capitalista del mundo actual.

Sin embargo, la exclusión supone un modo de inclusión: estar incluido como excluido en el sistema de mercado es la forma de compartir un mismo mundo. Incluido y excluido son las dos formas políticas y existenciales de participar en ese mundo. En este sentido, ser un excluido no sólo remite a las circunstancias concretas de estar privados de los recursos básicos para la existencia, es también el modo subjetivo de adecuarse a esa forma binaria -a la vez, excluyente pero inclusiva- que organiza la vida a partir de la carencia. El excluido es, así, un puro sujeto de necesidades, sólo capaz de un padecimiento continuo.

Parte del movimiento piquetero experimenta otra forma de estar que consiste en un hacer social más allá del mercado y del Estado; hacer que constituye una labor subjetiva, cotidiana y material, de moverse más allá de las catalogaciones de incluido o excluido.

La acción concreta del piquete, de la que proviene el nombre piqueteros, es un recurso heredado del movimiento obrero. En aquellas circunstancias, se hablaba de piquete de huelga, y su territorio era la fábrica. El piquete de fábrica era un instrumento de lucha de los trabajadores. Se podría decir que el piquete de fábrica producía un cierto sujeto que se constituía en la lucha sindical y política. El piquete era un mecanismo de apoyo de un dispositivo fundamental: la huelga. El piquete colaboraba con una acción muy particular: la no-producción. Una forma de sociedad, de capitalismo y de la lucha de clases se deja leer a través de estos métodos de lucha. El piquete actual es otra cosa: su territorio ya no es el de la fábrica, sus protagonistas no son obreros ocupados sino desocupados, y el piquete adquiere una centralidad tal, en la lucha que quienes lo realizan, que no se producen a sí mismos tanto como obreros en lucha sino como piqueteros.

El piquete actual opera en la fábrica social. Pero su potencia no es tanto la de hacer que no se produzca sino de lograr que no se circule. El piquete actual, entonces, no es tanto un subproducto residual de la lucha de clases de la fábrica, como una modalidad contemporánea de la lucha de clases en un capitalismo posmoderno que cada vez indistingue más entre producción y circulación. El piquete es, a su vez, expresión de la sociedad argentina actual. Sobre todo del desfondamiento del Estado nacional y su captura por parte de un conjunto de bandas mafiosas, que se han apoderado incluso- de las fuerzas represivas. Actualmente, la sociedad argentina tiende a escindirse entre los lazos que ligan al capital global y al Estado mafia, de un lado y, de otro, las experiencias más radicales de un contrapoder, una sociedad paralela que tiende a autoorganizarse. El piquete es parte de este movimiento de contrapoder. El piquete, decíamos, es expresión de una nueva lucha de clases. Esa lucha se extiende a todo el cuerpo social. Pero para comprender aun mejor esta perspectiva, conviene mirar más allá de los piquetes y alcanzar lo que sucede con los movimientos piqueteros cuando no hacen piquetes.

Este dinámica del movimiento piquetero implicó en Argentina dos discusiones que, podría decirse, son la misma. Por un lado, con aquellos que condenaron en un principio las prácticas de los piqueteros por considerarlos un sujeto marginal, que renegaba de las identificaciones proletarias más tradicionales. Nos referimos, claro, a buena parte de los intelectuales de las ciencias sociales, los sindicatos y los partidos de izquierda. Pero ahora ha cambiado la evaluación política dominante y los desocupados han pasado a ser considerados como el sujeto histórico del momento. Y esta afirmación tiene distintos argumentos: o bien por su pasado obrero (cuando es inexistente en muchos, y particularmente en los jóvenes), o bien porque creen que gracias a su lucha es posible restaurar el sujeto trabajador. Es decir, porque ven la posibilidad de volver a incluirlos en la categoría de trabajadores gracias a una política determinada.

Esta misma discusión se traslada al fenómeno más reciente de las fábricas tomadas. Los partidos de izquierda se han volcado masivamente sobre estas experiencias por la verdadera fascinación que despierta lo que aparece como la resurrección de la clase obrera.

Sin embargo, nos parece que la ocupación de fábricas abre una cantidad de interrogantes de muy distinto orden. Fundamentalmente, ¿cómo se desenvuelve el dilema incluido-excluido en estas experiencias? Porque no se puede obviar que muchos de los trabajadores que ocupan la fábrica lo hacen, en un principio, para no convertirse en desocupados, es decir, en excluidos. Y esta cuestión nos parece de una complejidad mayor: ¿la ocupación puede ser, en última instancia, una acción extrema para seguir estando incluidos en el mundo del trabajo? Y, al mismo tiempo, y en un sentido contrario:  ¿puede constituirse en estas ocupaciones la posibilidad material de producir un recorrido singular para fundar una zona liberada del mercado y del Estado, tal como desde otras situaciones concretas está intentando el movimiento piquetero autónomo?  La consigna surgida del propio movimiento de fábricas tomadas -y compartida por algunos otros emprendimientos de autogestión- da cuenta de este ensayo: ocupar, producir, resistir.

Estas definiciones se despliegan actualmente en la práctica: cómo se resuelve el funcionamiento de la fábrica, cómo se realiza la distribución de tareas si se pretende desjerarquizar la producción, cuáles son los problemas que supone  búsqueda de mercados y proveedores y el pago de deudas anteriores que los patrones no asumen, cómo se construyen los lazos con el barrio y la comunidad de solidaridades, etc. Esta realidad adquiere una significación particular en el contexto de la hegemonía del capital financiero, cuando las fábricas productivas son abandonadas por sus patrones porque no brindan la rentabilidad que promete el mundo especulativo de las finanzas. Esta situación abre una perspectiva nueva: un mundo de dos rentabilidades, uno regido por la maximización de la ganancia, totalmente autonomizada de la lógica de la reproducción social y otro antagónico, articulado a las redes de reproducción social alternativa.

En este sentido, lo que sucede no es la recuperación de la fábrica, sino el surgimiento de otra cosa. Aquí hay que pensar con contemporánea radicalidad lo que significa tomar la fábrica cuando previamente ha sido abandonada por los patrones. Lo que aparece como desafío, entonces, es ver si estas experiencias logran producir simultáneamente la subjetividad capaz de habitarlas en una perspectiva autónoma, teniendo en cuenta que quienes han ocupado estas fábricas son trabajadores que han padecido todo el período de precarización laboral de la última década.

Queremos aventurar otra hipótesis que aún no hemos desarrollado en profundidad: en las fábricas tomadas la organización del trabajo toma rasgos posfordistas en un proceso no impulsado por el mando del capital, sino por los mismos ocupantes de la fábrica que asumen el total control obrero de la producción. La polivalencia aparece, entonces, como necesidad ante la escasez de trabajadores (no todos los empleados originarios se quedan en la ocupación), pero también como resistencia ante la distribución de las tareas hechas por la patronal y como forma de combatir la alineación subjetiva que supone el trabajo repetitivo y monótono heredado del taylorismo; es decir, como exigencia de la propia ocupación. Esto nos permite retomar una tesis de Paolo Virno en la situación argentina: el posfordismo no aparece como un modo científico de organización del trabajo, sino como lo propio de la no especialización humana y que aquí viene a expresarse con la ocupación de los trabajadores ante la deserción de los patrones.

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¿Cómo describiríais la composición de los movimientos sociales en vuestro entorno? ¿Cómo se estructuran las relaciones entre militantes y sectores sociales en lucha? ¿Qué tipo de relación existe entre los militantes de diversas generaciones y de diverso sexo? ¿Cuáles son los sectores sociales más activos y qué papel desempeñan las mujeres en su interior? ¿Cómo se produce comunicación y convergencia en la movilización entre los diversos sectores sociales?

Son muchas preguntas a la vez. Vayamos entonces por partes.

En la Argentina actual  los movimientos sociales se multiplican hasta el infinito. No nos sería posible en este contexto, describirlos a todos, y  nos resultaría aburrido realizar disquisiciones descriptivas sobre sus características sociológicas.

Nuestra estrategia de respuesta de esta pregunta será, pues, la siguiente: distinguiremos lo que habitualmente se llaman movimientos sociales, es decir, movimientos cuyas demandas subsisten en el nivel reivindicativo sin adoptar formas programáticas ni organizativas específicamente políticas (estatales, partidarias); de lo que preferimos señalar con otra imagen y otro énfasis- de movimiento social: aquello que opera un desplazamiento en el pensamiento y las prácticas que componen de una u otra forma lo social, a partir de, precisamente, un movimiento radical.

Al igual que el movimiento social del que habla la teoría sociológica, estos movimientos se organizan de formas alternativas a las específicamente políticas (o incluso gremiales); sin embargo, no se definen a partir de la estructura social existente, ni por la mera exposición de sus demandas.

Para responder más concretamente a estas preguntas, digamos que lo que observamos en los movimientos con los que colaboramos es que la figura del militante político clásico no tiene para nada la relevancia que se podría esperar hace una o dos décadas. No es que sean necesariamente rechazados, sino que, en todo caso, el problema es si se adaptan o no al funcionamiento del movimiento. Y es que lo que organiza a estos movimientos son determinadas exigencias, que son asumidas por sus miembros. De ahí que no necesariamente esto los convierta en militantes.

En todo caso, la relación entre los miembros de los movimientos sociales y los militantes políticos no es sencilla. Los militantes políticos suelen ser irremediablemente exteriores al movimiento social: poseen objetivos separados, y una conciencia diferente respecto del valor de las experiencias que lo componen. Esto en Argentina es muy claro tanto en las asambleas barriales urbanas como en el movimiento piquetero. El vanguardismo subsistente, y la consecuente subestimación del pensamiento y la capacidad del movimiento social, coloca al militante político en un lugar de manipulación de las experiencias, apoyado en sus saberes abstractos e ideológicos y, por tanto, incapaz de compartir las elaboraciones que se dan en el movimiento mismo. Los militantes, a su vez, creen que los movimientos sociales son siempre demasiado dubitativos, y no se deciden, por fin, a tomar las orientaciones del partido, arruinando la estrategia y retardando así el cambio social.

Tan es así, que muchas veces el movimiento social se descompone por la competencia entre grupos políticos incluso revolucionarios que se disputan su influencia, movidos por el imperativo de que el movimiento deja de ser interesante si no está bajo la orientación de sus propios dirigentes.

Más radicalmente aún, creemos que hay dos vías diferentes para pensar la resistencia al capitalismo y el cambio social: una que surge de las elaboraciones de las direcciones militantes, y la otra, que se apoya en los saberes situacionales que van produciendo los movimientos sociales.

En cuanto a los vínculos entre sexos y generaciones, estos movimientos suelen ser problematizadores de los lazos que se generan entre sus miembros, tendiendo a alterar las normas socialmente dominantes: particularmente, el protagonismo de las mujeres es muy visible, y se abren, aún con dificultades, nuevas posibilidades para comprender la multiplicidad de prácticas amorosas.

Esto no significa, desde luego, que en un medio machista y patriarcal las experiencias radicales sean áreas puras liberadas de injusticias y prejuicios ni mucho menos. Sin embargo, es cierto que las prácticas radicales se constituyen en focos contraculturales capaces de desplegar imágenes de felicidad cuestionadoras de normas y jerarquías socialmente instituidas.

Más aún, una de las características visibles del nuevo protagonismo social, es que está produciendo una profunda revolución cultural de las prácticas colectivas, que se expresa en la aparición de los jóvenes en las experiencias, en la elaboración de un nuevo arte y una nueva estética y en la práctica contra el racismo y contra el machismo, tan extendidos en la Argentina

En cuanto a las relaciones intergeneracionales, se puede decir, genéricamente, que estas experiencias producen vínculos entre personas de generaciones diferentes, lo que, de por sí, no es una cuestión exenta de conflictos: pero no conviene asociar los desencuentros generacionales simplemente a conjuntos etéreos disímiles, sino más bien a los esfuerzos que se realizan en los movimientos por pensar con cabeza contemporánea, antes que por persistir en esquemas que tuvieron mucha aceptación hace dos o tres décadas.

Finalmente, hay muchos intentos de articulación y coordinación de los movimientos sociales, y a escalas muy diversas. En este terreno hay tantos avances como dificultades inocultables. La confluencia del movimiento social puede pensarse, según nuestra experiencia, fundamentalmente a dos niveles diferenciados: como coordinación puntual o como articulación amplia más bien permanente.

Más allá de la escala o la modalidad, el carácter puntual atiende tanto al objetivo, como a la duración de la coordinación. En este punto es mucho lo que se ha avanzado tanto en el movimiento de las asambleas, como de los piqueteros, de ellos entre sí, y también de muchas otras organizaciones. A la vez, se ha avanzado mucho, los últimos dos años, en la coordinación internacional.

Con respecto a la articulación, el asunto es mucho más complejo. De hecho muchos reagrupamientos se ven actualmente fracturados, y hay tantas fusiones como escisiones. Sin embargo, puede resultar interesante hacer una diferencia entre las vías que tienden a articulaciones más consolidadas (redes explícitas) respecto de formas menos establecidas pero no necesariamente menos eficientes: una red difusa de intercambios materiales y simbólicos, no subordinada a proyectos estratégicos o políticos mayores.

Es este el mecanismo que se ha activado para lograr las acciones colectivas más relevantes de los últimos años, desde la insurrección de los días 19 y 20 de diciembre, hasta los eventos de resistencia locales, o alrededor de temas más específicos, como las coordinaciones antirrepresivas, sindicales, etc.

Nos parece clave una aclaración: red difusa no es sinónimo de ausencia de organización ni de pura espontaneidad. Por el contrario nos habla de otro tipo de organización, que produce lazos transversales sin quedar atrapada en falsas coherencias imaginarias. De hecho, estas redes se proyectan en la coyuntura como tendencias progresistas con incidencia efectiva. Y aquí volvemos a la diferencia entre el movimiento social como categoría sociológica, con sus jerarquías y cuantificaciones, y los desplazamientos (físicos) que sobre un plano de fuerzas se producen, es decir los movimientos. Movimiento, en el primer sentido, implica voluntad de «mayorías»: adhesión a lo mayoritario, difusión de un modelo, de ciertas verdades y poderes. Movimiento, en su segunda definición es decir, en su radical indefinición, puesto que abre nuevas significaciones allí donde el otro cierra se vincula al devenir minoritario. Mientras el primero es eso en nombre de lo cual no hay situación, sino distancias y cercanías respecto de un referente ya dado, aglomeraciones alrededor de demandas y reivindicaciones; el movimiento, en cambio, es lo que «abre», «produce», «diferencia» (aun en la repetición). En él ya no se trata de un movimiento (político, gremial o social) sino de un desplazamiento subjetivo, una acción física, un «correrse» que produce efectos.

Se trata de distinguir la «legitimidad» de los movimientos sociales y sus reclamos, de la radicalidad de la operación de moverse. Esta diferencia nos parece fundamental. Mientras la «legitimidad» se conquista invocando para sí valores socialmente reconocidos (preexistentes), la radicalidad, en cambio, consiste en el acto de afirmarse como productor de nuevos valores. El movimiento social, por más profundas y justas que sean sus demandas, tiene un carácter «peticional». No deja de presentarse como víctima: es el desfavorecido pidiendo mejores condiciones. El movimiento, en cambio, se presenta como materia y fundamento de todo «posible» y, como soberano, no rinde cuentas ni demanda a nadie: todo es cuestión de su propia capacidad de hacer que siempre es, al mismo tiempo, una apelación al poder hacer de los demás.

Es fácil observar que la diferencia es total, en tanto figuras consumadas; pero dialéctica e intercomunicada en tanto devenires históricos efectivos. El movimiento puede liberarse de las comillas, mientras que el movimiento puede quedar atrapado por ellas.

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¿Cómo ha cambiado durante los últimos años la concepción de la militancia? ¿Cuál ha sido el impacto de la militancia en la vida cotidiana de los activistas? ¿Cómo se plantea la relación entre comunidad y organización en la construcción de vuestras prácticas políticas?

Ha habido una transformación radical de la figura del militante-activista. Este ha tendido a transformarse en una figura ligada a experiencias concretas, y ha abandonado su carácter más programático, o ligado a partidos políticos, para ser parte de movimientos sociales (en todas sus variantes). O, directamente, han surgido núcleos de militantes investigadores, que trabajan de manera muy ligada a los movimientos en asuntos tales como apoyo educativo, comunicación, educación popular, edición y producción de textos, radio alternativa, instalaciones artísticas, reflexión teórica y política, vínculos con otras experiencias, etc.

En este sentido hay una muy saludable ruptura con el militante aparato, estructurado, con recursos, que siempre piensa en otro lado y tiene línea para todo.

El nuevo activismo es más situacional, trabaja a partir de sus lazos afectivos, sus capacidades de aportar y transformarse subjetivamente, sin modelos acabados, y a partir de inscribirse en proyectos concretos, en circuitos mucho más abiertos, y con menos expectativas en la matriz Estadocéntrica del cambio político y social. Se trata de una figura precaria que emerge, capaz de comprometerse existencialmente con las nuevas modalidades emancipatorias en las cuales la intervención militante ya no trabaja como actividad separada de la vida.

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Por otro lado, nos interesaría saber, en aquellos casos en que se plantee la cuestión, cómo interactúan los procesos de politización de las identidades culturales y/o religiosas con el desarrollo de las luchas sociales, tanto en términos organizativos como de movilización de sectores específicos.

Como en otras ocasiones esta pregunta guarda supuestos conceptuales que no necesariamente nos resultan los más cómodos. En primer lugar, es frecuente que las luchas sociales y políticas atraviesen transversalmente identidades formadas en otras circunstancias. Pero lo mismo sucede a la inversa, es decir, que identidades políticas o ligadas a reivindicaciones sociales se reconstituyan alrededor de circunstancias en las que se conforman identidades religiosas o culturales. En síntesis, la dirección no va de la religión y la cultura a la reivindicación social y política más de lo que puede ser a la inversa.

En segundo lugar, la pluralidad de prácticas que convergen en el llamado reiteramos, con un exceso representativo notable movimiento (aún si luego agregamos) «de movimientos» es tal que incluso se da el caso de experiencias que jamás han confluido en instancias organizativas comunes, sin que esto les reste necesariamente interés.

El hecho de que existan diversas hipótesis organizativas, y distintas modalidades de coordinación, no debiera dar una visión de excesiva dispersión, pues debe conectarse con lo que venimos diciendo en otras preguntas, para dar una idea si bien provisoria y precaria de un equilibrio complejo entre experiencias muy heterogéneas que sostienen niveles muy difusos de confluencia y coordinación, pero que no se dejan unificar por un conjunto dado de reivindicaciones sociales ni por una perspectiva política excluyente. En otras palabras, se trata de recorrer el camino de la autoorganización evitando toda centralización, pero sin caer por ello en la fragmentación.

Pero quizás haya que agregar algo más al respecto: la insurrección de los días 19 y 20 de 2001 contribuyó a erosionar y a redefinir los «grupos específicos» a los que se refieren en su pregunta. No se trata, claro,  de que una sociedad tan compleja como la argentina no conozca de especificidades, sino de otra cosa: la dinámica de los sucesos ha llevado afortunadamente- más bien a una parcial reconfiguración y a una relativa apertura de dichas especificidades. De hecho, los piqueteros, los obreros que ocupan sus fábricas, los asambleístas de las ciudades, quienes participan en los escraches, en un nodo de la red de trueque, en una experiencia educativa alternativa o en una organización de productores campesinos, no son sólo sectores específicos sino también constructores de experiencias nuevas cada cual con la antigüedad que le corresponde, con unas subjetividades más permeables, en la medida en que se hallan inmersas en un proceso general de recomposición social, cultural y político, de manera tal que si por un lado pertenecen a ciertos conjuntos específicos, de otro (y de manera muy notable) expresan una cierta transversalidad que, sin negar particularidades, permite un juego amplio y transformador de resonancias.

Por supuesto, no se nos escapa que este juego entre universalidad y diferencia se encuentra en el seno de las preocupaciones contemporáneas. La universalidad de la que hablamos es aquella que produce una cierta homogeneidad entre los elementos de una multiplicidad sin alterar o cuestionar por ello la diferencia. La homogeneidad de la que hablamos, en efecto, sólo opera en el sentido de conectar componer- elementos múltiples de un múltiple en una trama afectiva y pensante que hace unidad en la multiplicidad sin producir centros organizadores ni representaciones virtualizantes.

En efecto, el trabajo del colectivo no es el de un conjunto de individuos narcisistas que negocian sus diferencias a partir de sus intereses privados, como lo quiere un cierto contractualismo posmoderno, logrando coaliciones precarias o alianzas más o menos contingentes, sino la emergencia de personas que no terminan en el límite de sus propios cuerpos y son capaces de desarrollar potencias comunes hasta componer devenires múltiples inmensamente abarcativos.

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¿Cómo se expresan, en el interior de vuestras situaciones específicas, las cuestiones y las necesidades de esos sectores (mujeres, inmigrantes, poblaciones indígenas, poblaciones rurales) cuya vulnerabilidad y marginación históricas se han visto agravadas por las condiciones de la globalización neoliberal?

Es evidente que las crisis suelen generar situaciones dramáticas para grandes masas de población, y en nuestro país la crisis de las políticas neoliberales no han sido excepción. En efecto una parte extremadamente mayoritaria de quienes vivimos aquí hemos sido duramente afectados, sobre todo, en lo que se refiere a desarrollo económico, protección social, servicios públicos y nivel de consumo.

No vamos a hacer aquí una descripción pormenorizada al respecto. Pero cabe recordar que la crisis no hace sino acelerar como en un concentrado- tendencias y componentes preexistentes. De hecho la marginalización y la pobreza son parte de un fenómeno creciente a partir de la instauración del neoliberalismo, primero con la última dictadura militar y la política represiva que llevó a la desaparición genocida de 30.000 personas (1976-83)- y luego y sin interrupciones- a partir del gobierno de Carlos Menem.

Es claro también, que ante una crisis como la que atraviesa la Argentina, no todos los sectores se encuentran en las mismas condiciones ni con los mismos recursos para evitar sus efectos negativos y/o aprovechar las nuevas circunstancias, de forma que tanto dentro como fuera de Argentina hay quien se ha beneficiado notablemente con la actual situación.

Sin embargo, quisiéramos aprovechar la oportunidad para plantear algunos aspectos de la situación argentina actual que escapan a la imagen clásica de la crisis y sus consecuencias de precarización y marginalización de masas, porque siendo ésta la más dura de las realidades actuales, sospechamos que se trata a la vez del aspecto más conocido, pero también más manipulado por los grandes medios de comunicación.

Por un lado, quisiéramos decir que la Argentina actual no sólo es un territorio victimizado. Y esto por dos razones. Una, es la ya mencionada asimetría que permite a una parte no importa cuán minoritaria sea- de la población sostenerse o incluso aumentar sus beneficios. Pero hay otra que nos resulta mucho más relevante: la generalización de fenómenos de economías alternativas, organizaciones de lucha, y experiencias solidarias horizontales que dan cuenta de una cierta transformación del vínculo social.

Se podría decir al respecto que si el capitalismo generó la crisis, sin embargo, una cantidad de experiencias solidarias y de lucha la anticiparon, crearon subjetividades adecuadas para atravesarla y actualmente pretenden ir más allá de los términos propuestos para una solución normal, es decir, existen  subjetividades antagonistas efectivamente constituidas que logran evitar una normalización de la vida institucional del país a la vez que y esto es determinante- llevan adelante un auténtico experimento de contrapoder.

Si de un lado ha irrumpido una revolución en los modos subjetivos del hacer; del otro, la ilusión de una revolución política ha dejado en algunos un sabor amargo que bloquea, incluso, la posibilidad de comprender las dinámicas efectivamente desatadas: las de una sociedad paralela cuya textura se trama alrededor de problemas tales como la autogestión de recursos y saberes en la perspectiva de la producción material de la vida a partir de nuevos focos de producción de valores.

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¿Qué tipo de relación existe entre los movimientos sociales y las instituciones? ¿Cómo han cambiado estas últimas, así como las clases políticas y sociales que las sostienen, en el contexto actual caracterizado por las políticas neoliberales de mercantilización total de lo existente, de privatización de los servicios públicos y de ataque a los niveles de vida de las clases trabajadoras?

Se trata de una cuestión candente en los debates de la Argentina actual sobre las formas de asumir las nuevas condiciones de dominio desde una doble perspectiva: en primer lugar desde la nueva configuración del Estado a partir de la brutal revolución neoliberal, situación ésta que ha trasladado un sinnúmero de mecanismos de la dominación del Estado nacional al mercado, a la vez que ha dejado los mecanismos de poder estatal en manos de auténticas mafias. En segundo lugar, y como respuesta a esta situación, el movimiento popular ha comenzado a ensayar nuevas formas de resistencia alrededor de hipótesis prácticas que verifican estas transformaciones y que comienzan a proveer pistas eficaces para una lucha que se desarrolla en un nuevo terreno. De hecho, la consigna del levantamiento popular de diciembre del 2001 se hizo bajo la consigna    que se vayan todos, que no quede ni uno solo, grito y programa cuya efectividad fundamental fue la de destituir los mecanismos institucionales representativos, para abrir nuevos cauces al contrapoder.

Veamos un poco mejor la primera cuestión. Por un lado, entonces, el llamado Estado Nación, es decir, la instancia que ha procurado con cierta efectividad regular durante décadas los intercambios materiales y simbólicos en su territorio a partir de una cierta exigencia de integración social ha sido destituido. Sus potencias soberanas han decaído notablemente (lo que no quiere decir en lo más mínimo que hayan desaparecido). La (contra)revolución neoliberal ha consistido en dejar que sea el mercado mismo quien se haga cargo de la regulación de los flujos económicos fundamentales, a la vez que articula los restos de los recursos estatales a partir de una auténtica lógica de mafias (que abarca la delegación de la capacidad represiva en bandas con o sin uniforme al servicio directo de esta conexión entre mafias locales y capitales globales) . Estado-mafia y capital global son, por ende, los términos centrales de dominación política actual.

Nuevamente hay que decir que si esta configuración de poder es producto de la revolución neoliberal, no es necesariamente cierto que las condiciones dominación más o menos directa del capital global sobre el territorio- inauguradas por el neoliberalismo dependan de la suerte de sus políticos. De hecho, todo hace pensar que la crisis actual de las políticas neoliberales en buena parte de América Latina no implican la desaparición de las restricciones de mercado que debe afrontar, por ejemplo, el actual gobierno popular de Brasil.

Al contrario, nos hallamos ante una lógica de hierro que actúa sobre el territorio nacional fragmentado generando una heterogeneidad fundamental entre los circuitos de alta velocidad, cada vez más virtuales y de alta rentabilidad y vastos territorios auténticas tierras de nadie- en que poblaciones enteras son condenadas a muerte por hambre o por excesos policiales.

Lo cierto es que si el viejo Estado lograba producir un cierto espacio para la regulación política, la integración social y la consistencia nacional (el terreno en donde se libraba la lucha entre las clases nacionales, y antimperialistas), el Estado actual no es mucho más que un operador de inserción del territorio nacional en el mercado mundial, y como tal es un productor estructural de exclusión (de manera acentuada y extrema en los países como el nuestro que se encuentran en situación desfavorable en el mercado mundial).

Esta renuncia explícita del Estado a un proyecto de inclusión social ha producido una deserción masiva respecto de las instituciones encargadas de tramitar políticamente las demandas populares (sobre todo partidos políticos y sindicatos) a la vez que ha obligado a nuevos actores sociales radicales como los piqueteros y asambleístas- a crear nuevas formas de protagonismo, lucha y representaciones políticas.

Lo que nos lleva al segundo aspecto de la respuesta. Todavía hoy, en efecto, la relativa estabilización de un contrapoder -difuso pero efectivo- se ha constituido en un impedimento concreto a la constitución de un nuevo pacto de dominación que vuelva a subordinar a las masas populares al mando del capital.

Y este es, de hecho, el contexto en el que se intenta elaborar una concepción sobre el vínculo de las experiencias de resistencia respecto de las instituciones estatales. Una de ellas es partidaria de actuar como si nada se hubiera modificado. Las instituciones se presentan así como el centro exclusivo del proceso de la dominación. Sus partidarios creen firmemente en que sus organizaciones partidarias o no- deben tomar el poder para transformar la sociedad desde arriba. Así, ellos siguen en una posición vanguardista. A tal punto no observan la dinámica actual del contrapoder que muchos de ellos se presentan a elecciones con sus partidos desconociendo la rica elaboración que se viene organizando respecto de las instituciones estatales en los movimientos de resistencia.

Hay otros movimientos que participan en las elecciones con el propósito de fundar un Partido de los Trabajadores al estilo del PT de Brasil, tal vez algo más peronizado, más a la Argentina. Se trata de fuerzas que consideran, por lo general, al Estado como pieza clave de una oposición Imperio-Nación y consideran seriamente un proyecto de inclusión social a partir de una acumulación política más o menos tradicional. Esta tendencia se desarrolla a partir de enlazar un fuerte trabajo reivindicativo con una apelación muy sostenida a la necesidad de controlar las instituciones estatales.

Pero más en general es evidente para todos que las instituciones han estallado, y con ellas, buena parte de los dilemas clásicos reforma y revolución- en la que se había divido universalmente el movimiento popular.  Por esto, se vuelve necesario desarrollar un pensamiento capaz de dar cuenta de esta nueva situación.

Y entre las nuevas pistas que emergen, hay una que ocupa un lugar preferencial en las discusiones actuales: muchos sostenemos la importancia de descentrar (que no es abandonar) la cuestión del Estado de la lucha política.

De hecho, una de las características del nuevo protagonismo social es la acción situacional, dirigida a verificar hipótesis concretas en la lucha por la justicia, la libertad y la igualdad. Esta nueva disposición permite ejercer la distinción entre los asuntos de la gestión estatal (las instituciones) de la política (las luchas en situación), abriendo nuevas posibilidades a la experiencias del contrapoder para elaborar un vínculo complejo con las instituciones.

Podríamos describir esta situación a partir de tres modos fundamentales (a menudo coexistentes) en que las experiencias del contrapoder se vinculan a partir de fortalecerse en su autonomía- con las instituciones estatales: a- la represión, la clandestinidad y el enfrentamiento, b- la obtención de conquistas, el reconocimiento jurídico y político y la negociación y c- la absoluta indiferencia. De hecho, se trata de ver cómo se combinan en cada experiencia singular estas opciones con el fin de autoafirmar en el proceso de producción de una nueva subjetividad.

Nuestra hipótesis, de hecho, es que el contrapoder existe como una tendencia efectiva en la sociedad argentina actual sin que haga falta darle un nombre, un líder, un programa explícito y una organización única. De hecho, sus efectos son tanto más tangibles cuanto menos se pretenda darle una representación unitaria. Su existencia real es la multiplicidad de luchas de las que hemos venido hablando.

¿Cómo desarrollar esta experiencia de elaboración multitudinaria y sostenida, sin necesidad de acudir a un centro que proporcione un atajo de certidumbres? ¿De qué manera producir nuevos horizontes sin que alguna imagen ideal de futuro organice el sentido del presente? ¿Cómo trabajar los anhelos compartidos, las preocupaciones comunes, sin que sea inevitable fugar hacia programas y propuestas tan abstractas como impotentes, hacia modelos únicos de pensamiento y organización? ¿Cómo persistir en un trabajo que trascienda la fragmentación propia del dominio mercantil, sin apelar a nuevas centralizaciones que reproduzcan el modo de hacer estatal?

Tal vez sea más justo valorar la experimentación argentina actual por la densidad de sus preguntas que por la provisoriedad de sus respuestas.

Hasta siempre,

Colectivo Situaciones

Bs. As., 28 de febrero de 2003

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