Anarquía Coronada

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Benjamin y el círculo de la violencia // Diego Sztulwark

Si hay una perdurabilidad del círculo, una fuerza circular cuya persistencia no puede más que asombrar -a la vez que no asombra a nadie, pues ella misma es «la normalidad»-, es aquella por la cual -y en la cual- la violencia resulta justificable en nombre del derecho, al mismo tiempo que el derecho, el orden jurídico en sí mismo, se sirve del pretendido monopolio de la violencia, como la condición última de su propia preservación.
A esta doble envoltura, o envoltura redundante entre violencia y derecho, Jacques Derrida, siguiendo de cerca «La crítica de la violencia» de Walter Benjamin, la llama: «fuerza de ley». Se trata del poder, en tanto que se resume en esta «tautología», en la que la violencia resulta autorizada, mientras la autoridad se sirve de ella como su fundamento material.
El sueño de este poder soberano es anular todo resto, todo residuo de justicia, por fuera del mencionado círculo. Toda actitud no autorizada, todo cuestión planteada contra el círculo será denunciada como amenaza violenta al orden y puesta fuera-de-la-ley. Los ejemplos que ofrece Benjamin de una cierta violencia contra el derecho, de esta violencia que cuestionando al derecho, apunta a crear un nuevo orden, o, en el extremo, a desear la destrucción del Estado, van de la acción del gran delincuente que despiertas simpatías por el hecho de atreverse a enfrentar la identidad violencia-derecho; y la huelga general, que en ciertas condiciones deviene revolucionaria.
A la «síntesis a priori» de la ley y la violencia, de la que se deduce qué cosa es legal y qué no, se oponen estos actos cuyo principal efecto visible en evidenciar la tautología, desnaturalizar la síntesis, abrir una brecha en el círculo persistente.
En particular, el derecho a huelga -dice Benjamin- presenta la paradoja de un «derecho a cuestionar el orden del derecho». Es decir, del cuestionamiento del derecho a partir de una violencia que parte de su interior. De hecho, en su intento por absorber la lucha de clases, el estado de derecho reconoce la legalidad del derecho huelga, no en cuanto acto de violencia, sino en tanto acto de abstención. Lxs obrerxs reaccionan a los abusos de la patronal absteniéndose de actuar. Sin embargo, la huelga es en sí misma un acto violento, dice Benjamin, en cuanto que impone nuevas condiciones laborales y llevada al extremo -huelga general-, adopta la forma de una violencia ejercida contra otra violencia. Con lo que la huelga general es, desde dentro del derecho, un cuestionamiento abierto el orden. Y la situación revolucionaria, entendida como disputa por el entero entramado entre derecho y violencia, surge cuando el Estado -que lleva mal esta situación-, pretende ilegalizar dicho derecho obrero.
La violencia, comenta Derrida, amenaza al derecho desde interior del derecho. El Estado mismo no es, desde esta perspectiva, sino el conjunto de operaciones que re-establecen -las veces que sea necesario- el círculo que reenvía recíprocamente los términos violencia y derecho, uno al otro. Y lo único que teme, es el surgimiento de una violencia fundadora, pretendiente a un nuevo derecho.
Pero Benjamin no desea un nuevo círculo, sin su crítica o quizás su ruptura. Y puesto que toda violencia revolucionaria es interior al derecho, ya que el acto por el cual se destruye el orden jurídico, tiende a proyectar al futuro un orden jurídico capaz de justificar retroactivamente el acto de ruptura en una nueva ley, hay algo aún más revolucionario que la fundación de un nuevo estado.
El momento de la ruptura es frágil, propiamente paradojal, mítico. Puesto que al suspender la vigencia de la ley, parece sostenerse en sí mismo, aún si desde el comienzo, apunta a la ley por venir, en la que hallará contención y legitimidad. Se trata, por tanto, de un momento “ininterpretable” (Derrida), excepcional, en el que el derecho se sostiene en el tenue hilo del no derecho del derecho, sobre la que se apoya toda la historia del derecho. Mítico es aquello que que siempre tiene lugar sin jamás hacerse presente. Así se refiere Derrida al “sujeto” de este momento puramente “realizativo”, ante la ley aun no creada, ley por venir. Paradoja kafkiana según la cual la ley depende de aquel que está frente a la ley.
De modo que, si por un lado, lo propio de toda revolución es el establecimiento de los parámetros de interpretación que legitiman retroactivamente la violencia fundadora, reproponiendo el círculo en cuestión, de otro, se muestra hasta qué punto hay, dentro de todo círculo, una posibilidad de “huelga general”, o de un derecho a discutir el derecho, cuyo momento más denso es el propio Estado.
Se plantea por tanto, la posibilidad de una situación revolucionaria en toda lectura instauradora de una legibilidad imposible en la actualidad del Estado.
A los ojos de Derrida (sus comentarios fueron publicados en el 90), la huelga puede realizarse bajo la forma de la interrupción de la energía que anima las comunicaciones; la introducción de un virus en la red de ordenadores, o bien introducir algún equivalente al sida en la propia transmisión del sentido. ¿Puede un virus participar de una huelga?
La crítica benjaminiana de la violencia, como medio que se legitima de acuerdo a fines, apunta a destruir el círculo por el cual lo propio de la violencia sería el referirse exclusivamente a crear o bien a conservar el derecho. Para alcanzar dicho propósito, se acude a la distinción entre violencia “mística” (fundadora, de origen griego) y divina (puramente destructora, de origen judío). La primera, funda derecho absoluto a partir de un acto incalculable -la “cólera” de los dioses-, por el cual se enlaza la vida humana a la falta, al castigo y al derecho a derramar sangre. La segunda, lo destruye todo, a excepción del alma humana. No derrama sangre. Prioriza la vida, en tanto que la vida incluye un potencial de justicia. La destrucción de derecho, no se confunde, por tanto con el asesinato, y más que realizarse por la vía de un nuevo derecho positivo, produce sus efectos en la desvinculación entre derecho y poder de matar.

La ironía y la paciencia (lecciones de 2017) // Diego Sztulwark

Parece que una parte no desdeñable de la partida se juega en el nivel de los ánimos (y las emociones), algo así como quién desmoraliza a quién o, en todo caso, quién atemoriza a quién. Las ideas adecuadas, decía Spinoza, son aquellas que captan una cierta cantidad de relaciones causales, y no se llega a ellas sin una sabia administración de las pasiones. En el fondo, la pregunta del millón es cómo sacarnos de encima cierta sensación de impotencia afectiva que bloquea la disposición a tener mejores pensamientos, aquellos que abren a nuevas posibilidades.

En un giro de ingenio, Giorgio Agamben asocia la capacidad de tener ideas políticas a la experiencia musical (o poética, arte que para los griegos antiguos formaba parte de la música) en la que el lenguaje investiga sus presupuestos no a partir de un pretendido fundamento racional, sino de las diferentes tonalidades emotivas que es capaz de registrar (“los estados de ánimo que preceden a la acción y el pensamiento se determinan y orientan musicalmente”). Nuestra sociedad, afirma el filósofo, es la primera comunidad humana que no está musicalmente afinada, y este desarreglo no está disociado del actual eclipse de lo político. En estas condiciones –las de la imposibilidad de nuestro tiempo de formular un pensamiento propio– no hay otra tarea que la de detener el flujo de las frases y los sonidos para devolverles su sentido musical.  

Con esta preocupación volvemos la mirada sobre 2017, que bien puede ser recordado como el intento, por ahora infructuoso, de componer o actualizar la relación entre ritmo callejero y discursividad política. Una hipótesis al respecto: esta fractura comunica directamente con 2001 y con la idea de una crisis irresuelta. Si toda política desde esa fecha consiste en un diálogo obsesivo con la amenaza de la crisis, aquel diciembre –aquella crisis– tuvo la extraña virtud de exponer una serie de mutaciones que hasta el día de la fecha no son acompañadas por una transformación equivalente en el plano de las ideas.

Hace dos años la presidenta Cristina se despedía de su paso por el gobierno con una Plaza de Mayo desbordada, conmovida por el presentimiento de la fragilidad de una narrativa hiperbólica sobre el papel del Estado como garante de los derechos. Algo no funcionaba en el llamado autonomista a los “empoderados” para que asumieran, mediante una rápida conversión, el papel de protagonistas en la tarea de conservar desde el llano un poder colectivo constituido en base a concepciones restringidas del liderazgo y del poder del Estado como condición de la movilización popular. Fueron los elementos de una cultura plebeya sedimentados en las organizaciones populares y en las militancias, desde grandes sindicatos hasta pequeñas agrupaciones, los que proveyeron desde entonces los recursos y saberes para la ocupación de las calles.   

2001 ya había expuesto el estallido de las condiciones bajo las cuales se había elaborado un pensamiento fundado en una cierta idea de homogeneidad (salarial, contractual, cultural) de la clase trabajadora, y un uso del Estado como monopolio de lo político. La incapacidad de innovación conceptual de las redes que se tejieron durante la crisis en torno a las organizaciones sociales, sindicales y piqueteras que protagonizaron aquellas luchas, se constituyó quizás como el límite principal de las dinámicas democráticas de estos años y, a la larga, como un obstáculo insuperable para la imaginación política de los gobiernos kirchneristas. La carencia de un esfuerzo serio por renovar los modos de pensar al ritmo de la crisis indican con precisión los puntos de fuerza del escenario político actual.

Hay algo de autolimitación generacional en esta historia. Walter Benjamin escribió que cada generación posee algo así como una débil fuerza mesiánica, una relativa capacidad de transformar las cosas por sí mismas. La voluntad de reivindicar y continuar las luchas de los años setenta requería, para inspirar desobediencias de nuevo tipo, de una invención de formas de acción colectivas capaces de actualizar una radicalidad intelectual y política adecuada a la evolución de los problemas que enfrentábamos (y aún padecemos). En lugar de eso, se impusieron formas más tradicionales de ver las cosas, una mirada de la realidad y de la movilización más bien vertical y una retórica ingenua en el modo de plantear la oposición entre Estado y mercados, público a privado e industria a finanzas. El modelo de toma de decisiones permaneció cerrado a las luchas que cuestionaban los modos de acumulación de capital y fue imposible, incluso con los más próximos, abordar la discusión sobre cuestiones tan importantes como los rasgos neoextractivos de la economía. Tal vez haya llegado la hora de plantear con claridad los puntos de contacto entre cierta abdicación generacional de aquella fuerza transformadora y la relativa facilidad con que la derecha no solo ganó un par de elecciones, sino que se apropió de la idea misma de futuro y de cambio.

Así planteadas las cosas, 2017 vuelve como tarea más que como lamento. La tarea ya comenzada es la de asumir por fin el nuevo mapa de coordenadas, la de hacer el esfuerzo por encontrar un lenguaje para problematizarlo (y encontrar un lenguaje es encontrar un mundo). Pero para pensar de otra manera es necesario sentir de otra forma. De este cambio habla Vladimir Jankélévitch en un hermoso ensayo sobre la ironía como capacidad de ausentarse, de situarse “en otra parte” para devenir capaces de hacer “otras cosas”, es decir, de adquirir otra “disponibilidad”. El irónico es “más libre” porque atenúa una “urgencia vital” y se vuelve capaz de “jugar con el peligro”: en las épocas irónicas el “pensamiento recobra el aliento y descansa de sistemas compactos que lo oprimían”. La ironía es, para Jankélévitch, el acceso a la inteligencia sutil.

También Franco Berardi, alias Bifo, repara en la ironía. En este mundo que tiende a organizarse en consonancia con signos previamente compatibilizados (el proyecto deshistorizante de informatización del lenguaje humano), “los movimientos sociales pueden ser vistos como actos irónicos de lenguaje, como insolvencias semióticas”. La ironía como acto sutil de la inteligencia allí donde se es capaz de un tiempo distendido. La paciencia y la ironía, que para Lenin eran virtudes revolucionarias, quizás resulten nuevamente disposiciones útiles, base de una “neuroplasticidad” (Bifo), instrumentos de una nueva entonación.  

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