Anarquía Coronada

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El coronavirus como teatro de la verdad // Santiago López Petit

¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿Y si parar (relativamente) el mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en desafío?

            Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales: la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales etc. incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación a la defensiva como la actual ¿Quién podría negarlo?

            Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida” nos repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas – no olvidemos que  “estadística” deriva de la palabra Estado – para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse. Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que según Hobbes lo fundamenta y legitima.

            En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus. Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz. Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 i 15.000 muertos; en Catalunya,  300000 personas (mayoritariamente mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o sensibilidad química múltiple,y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantasen. Por cierto: ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?

            La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa. Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye  un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.

            En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus  representantes  no tienen ya cabida. Está el personal sanitario en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta sociedad (por favor: llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el insulto que ya era); están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.          

            La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos, resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.

            La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella  – y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza. Por eso hay que entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.

            #Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% (500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas a un deuda infinita. A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.         

 

 

FINAL DE PARTIDA // SANTIAGO LÓPEZ PETIT

Una bandera no es más que una bandera, y el odio contra esta sociedad injusta y miserable no necesita ninguna para expresarse. Pero hay que ir hasta el final

El Estado español nunca concederá la independencia a Catalunya. Y si no hay negociación, si no se produce una separación negociada, la historia nos enseña que la única opción posible es la guerra. Por razones económicas evidentes, pero sobre todo porque supondría su propio suicidio político, el Estado español jamás podrá acordar un auténtico referéndum de independencia. A la idea de España, y a su materialización en el Estado español, corresponde un concepto de unidad que subsume completamente las diferencias. Todas. Las que habitan en la periferia, tanto como las que habitan en el centro. Durante el franquismo en la escuela nos explicaban que España era “una unidad de destino en lo universal”.

¿Final de partida, pues? La guerra como hora de la verdad. La determinación del enemigo nos determina a nosotros mismos en lo que somos y podemos llegar a ser. Nos devuelve, sin engaño alguno, aquello que realmente nos constituye. Por esa razón, la guerra es un combate a vida o muerte. Uno de los políticos exiliados en Bélgica, en un arranque de sinceridad y posiblemente a causa de su situación personal, habló claro: “Si consideramos que la república catalana es la condición de una ciudadanía plena, que no eres libre si no eres plenamente ciudadano, la pregunta —injusta y desagradable, pero inevitable— es qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra libertad. No habrá independencia sin sacrificios”. Su declaración cayó como una bomba y la reacción unánime fue de absoluto rechazo. Una consellera respondió enseguida: “Perjudicar a la economía española nos perjudica a nosotros también. Estamos en un mundo global”. Artur Mas, el mesías resucitado, declaraba que la respuesta a la sentencia del “procés” no debía alterar el orden público: “Una cosa es defender la resistencia pacífica y otra defender una alteración del orden público que llevaría a consecuencias que no serían buenas para todos”. Una pregunta me machaca la cabeza. Si no estamos dispuestos a hacer daño y a hacernos daño: ¿entonces a qué estamos jugando? Quizás todo no ha sido más que un cuento que ha terminado mal. Muy mal. Con detenidos, exiliados y heridos. Los políticos independentistas: ¿fueron unos ineptos o bien fueron unos ingenuos? Creo que esos adjetivos ya no son insuficientes para calificarlos. El Presidente de la Generalitat, impertérrito, anima a seguir adelante y, a la vez, manda que su lugarteniente reprima. Sin duda, cumplen con diligencia. Lejos se oyen los gritos de: “La policía española y la policía catalana unidas jamás serán vencidas”. ¡Pelotas de goma y pelotas de foam juntas siempre aciertan!

Solo es un cubo de basura

Beckett en estado puro. El Estado español vive protegido en el interior de un cubo de basura. No tiene piernas y saca la mano para cazar todo aquel que se le acerca. Yo añadiría que tampoco tiene cerebro. El movimiento independentista, por su parte, esperando a Godot, y mientras para entretenernos, organiza coreografías algunas de las cuales son brutalmente atacadas. Eso sí, la violencia no nos representa. Somos gente de paz. Los políticos independentistas afirman que, si perseveramos como la gota de agua que cae insistente, algún día venceremos. El cambio climático seguro que cooperará en esta ímproba tarea. “Ho tornarem a fer” (Lo volveremos a hacer). Más allá de la admirable dignidad personal del que pronunció esta frase, se trata de una frase infantil dirigida al Padre que está enfadado. ¿Y si matáramos al Padre? Tranquilos, no os preocupéis. Construiremos un Estado-nación nuevo mucho más amplio y soleado. Tranquilos, seremos capaces de pasar de “la Ley a la Ley”. Incluso ya tenemos estructuras de Estado. Además toda Europa nos apoyará. El mundo nos mira lo bonitos que somos. Todo mentira. En la cárcel se pudren los presos políticos. Libertad ya para ellos y ellas. Pero cuando vuelvan a sus casas, por favor, que lean a Marx. También a C. Schmitt. Era un nazi redomado pero inteligente. Estudiar un poco la historia de España no estaría tampoco mal. Por cierto, se agradece la dedicación de estos juristas que, si bien nunca han defendido ningún movimiento social, participan en tertulias para desvelarnos los secretos de la sentencia. Basta de marear la perdiz. Precisamente este alemán reaccionario ya lo dejó bien claro: “No se necesita derecho para hacer el derecho”.

La escena teatral se cierra momentáneamente. El cubo de basura en el que reside el Estado español tiene una grieta por la que vigila una calle cada vez más exaltada. Parece que una piedra ha abollado su orgullo. El nacionalismo catalán, por su parte, empieza a temer un cierto descontrol social. En realidad no sabemos cuál de los dos gobiernos —el que se escribe con “b” o el que se escribe con “v”— teme más lo que sucede. Son personas de orden. El diputado con nombre de ladrón, y que aúna ignorancia y cinismo como nadie nunca antes ha sido capaz, fue expulsado de la manifestación convocada el día de la huelga general.

La vida da mucha vueltas

Cuando la policía golpea y saca ojos, muchos sabemos inmediatamente al lado de quien hay que ponerse. No dudamos ni por un instante. De la misma manera que el 1 de octubre, el día que tuvo lugar el referéndum, acudimos a votar cuando no vamos nunca a votar. En aquella ocasión, sin embargo, había que ir aunque fuera sencillamente para introducir en la urna un papel en el que estaba escrito “No le deseo un Estado a nadie”. Porque ciertamente son dos nacionalismos enfrentados —el independentismo es una forma más de nacionalismo ya que no existe una diferencia pura y libre— pero no son iguales. Creer que son intercambiables es demasiado fácil y cómodo. Lo que, por supuesto, no significa engañarse. Mediante el Estado, el nacionalismo español aplica un único programa: “transformar la fuerza en derecho y la obediencia en deber”. Es su modo concreto de defender el capitalismo. No hay más. De hecho esta deriva fascista del capitalismo siempre le ha sido inherente, la novedad son las distintas formas que en la actualidad adopta. En nuestro caso, esta involución que ocurre a nivel mundial, no se plasma como populismo sino como política democrática. En este sentido hay que interpretar la sentencia contra los políticos independentistas. Evidentemente, se trata de una venganza del Estado español, pero la represión apunta a todo tipo de disidencia. A partir de ahora, cualquier alteración del orden público, cualquier protesta o crítica podrá ser juzgada como sedición y castigada con muchos años de cárcel. También una pelea de bar con las personas equivocadas en un lugar en el que son poco queridas.

El nacionalismo catalán, aunque a pequeña escala, participa también de esta política democrática que ha permitido la aplicación de las conocidas medidas neoliberales: recortes, privatizaciones, políticas de concertación público-privadas en los servicios etc. Bussiness friendly, lo llamaban. Es más, su fuga hacia adelante subiéndose en el carro del independentismo le ha servido maravillosamente para ocultar la corrupción y arrinconar la expresión política del malestar social. La Generalitat llevó a juicio a veinte manifestantes del 15M por haber rodeado el Parlament y la condena de ocho de ellos a tres años de cárcel satisfizo especialmente a uno de los abogados defensores de los presos políticos. Este abogado y político aseguró que “la sentencia concuerda muy bien con el sentimiento mayoritario del pueblo de Cataluña”. El futuro y ansiado Estado catalán ya se entrenaba también en la venganza aunque fuera hipócritamente diferida a la Audiencia Nacional.

La inmanencia desmonta la ficción

Las razones de la eclosión del independentismo son muchas e indudablemente van más allá de lo dicho. El Estado español es un Estado-guerra. El sistema de partidos catalán, por su parte, es un escarabajo pelotero incapaz de autocrítica. La pelota que con sus patas delanteras empuja es una gran mentira hecha de múltiples pequeñas mentiras. La gran mentira que, paradójicamente, supone el punto débil del independentismo, consiste en pretender construir el pueblo catalán como una unidad política. La ficción de un pueblo homogéneo, es decir, de una masa moldeable mediante ritos y referencias a montañas sagradas constituye el fundamento sobre el que se sustenta la legitimidad del futuro Estado. Hay que reconocer que el Govern ha sido un maestro en el manejo de la trascendencia. Nosotros, vuestros representantes. Arriba. Vosotros, nuestro pueblo. Abajo. Ahora cantemos juntos. Por eso es fundamental analizar cómo en cada ocasión en la que ese pueblo – en el fondo menospreciado por las élites del poder – quería tomar la palabra, era acallado. Acallar significa algo muy concreto: la desactivación de cualquier acto o manifestación que se escape del redil y pueda desbordar la negociación que nunca llega. Empezando por el 1 de Octubre a punto de ser anulado ya de buena mañana, pasando por la manifestación histórica del 3 de Octubre desconvocada porque se acercaban unos temibles grupos fascistas (o eso decían). Por no hablar del simulacro de Declaración Unilateral de Independencia. O de la participación entusiasta en las elecciones convocadas por el propio Estado español que acababa de reprimir a la gente. Al instante. Cuando el pueblo resquebraja el corsé impuesto de la unidad política, cuando se transforma en un cuerpo opaco en el que se recoge tanto el catalanismo histórico insobornable como el malestar de los que no tienen futuro, entonces la ficción maleable desaparece y la inmanencia da miedo. Ahora toca limpiar el pueblo de violentos infiltrados.

 

Se afirma que el independentismo catalán está dividido entre los pragmáticos y los que siguen defendiendo la unilateralidad. A estas alturas – basta ver la desafección política y el enfado de la gente – ya nadie se cree que esta división sea realmente una cuestión importante. Se trata de una simple pugna por ver quien acapara más escaños en las próximas elecciones. En el fondo, lo que se plantea realmente es la famosa pregunta nietzscheana: ¿cuánta verdad es capaz de soportar el movimiento independentista? O lo que es lo mismo traducido en términos monetarios: ¿quién gestionará la decepción? Es decir, ¿quién pagará el precio por haber empujado la bola de mierda a ningún lugar?

Se acaba la función

Final de partida. Después de la huelga general del día 18 de octubre la situación ha cambiado mucho. La función teatral sigue en marcha, pero el cubo de basura donde el Estado español se cobija ha sido fuertemente sacudido. Algunos de sus ministros han tenido que salir a dar la cara. Hay separación de poderes y os aseguramos que el cubo de basura está limpio. España es una democracia consolidada. El escarabajo pelotero corre por el escenario sin saber mucho qué hacer. Está perdido. El sistema de partidos catalán no tiene hoja de ruta. Hay gente muy encolerizada que desea aplastarlo. Creen que les han tomado el pelo. Otros hartos, simplemente han decidido bajar del mundo de la representación. Ya no esperan ni lo inesperado. Ahora la fuerza de la gente se ha transformado en fuerza de dolor. “Padre y madre: nos habéis vuelto a defraudar”. Y algún hijo o hija con un poco más de mala leche añadirá seguramente: “Ya solo os falta poneros en el cordón de seguridad entre la policía y nosotros cantando La Estaca”. Los nacionalismos o se abrazan o se matan entre sí. Creer que el nacionalismo y el anticapitalismo pueden conjugarse es una quimera. Basta con ver la desorientación de la izquierda independentista y oír su retórica vacía. Ninguneados en los momentos clave, utilizados cuando convenía. En este campo de juego no hay otra salida. Se buscan “traidores” capaces de firmar un pacto de rendición. La buena gente que ama el orden venga de donde venga, esa mayoría silenciosa tan apreciada por el poder, los considerará “unos valientes” y los llamará “hombres de Estado”.

La independencia no va (solo) de independencia

Desde una lógica de Estado (y de deseo de Estado) no se puede esperar otra salida. El nacionalismo hegemónico — empezando por el actual Presidente de la Generalitat— ha querido siempre encerrar el movimiento independentista en el interior de una reivindicación identitaria. Sin obviar, claro, la cuestión de Catalunya y todo lo que su historia conlleva, esta estrategia interesada ha provocado silencio e incomprensión en España. Sin embargo, las manifestaciones de estos días han resignificado completamente la palabra “independencia”. El grito de independencia, cada vez más, es escuchado aquí, pero también en Madrid, Granada… como un grito de rabia colectiva. ¿Quién nos impide pensar y defender entonces una salida distinta? Imaginemos que los que están hartos de mentiras y de precariedad, los que ven cada día como su vida no vale nada, deciden ocupar el Parlament y declarar una República de repúblicas. Imaginemos que la fuerza de dolor se organiza estratégicamente para gritar “Que se vayan todos” y continua el “procés”, aunque ahora como un proceso destituyente. La lucha de clases puesta de nuevo en un primer plano y quien desee seguir ondeando la bandera estelada, que lo haga pero sin engañarse. Una bandera no es más que una bandera, y el odio contra esta sociedad injusta y miserable no necesita ninguna para expresarse. Pero hay que ir hasta el final.

 

Introducción a “Politizar la tristeza” (enero de 2008) // Colectivo Situaciones

Que el poder entristece –por medio de la amenaza y la eperanza– es un tópico de las políticas emancipatorias. Cada derrota viene inevitablemente acompañada por un debilitamiento de la voluntad de experimentación. Es la historia de las revoluciones vencidas y los reflujos de masas. ¿En qué medida la consigna que proponemos – “politizar la tristeza”– es parte de la tradición que reflexiona estos momentos, a partir de su oscuridad intrínseca? La respuesta no es segura, dado que –por una cuestión de método– no pretendemos ir más allá de la singularidad histórica que nos toca vivir, y por lo tanto preferimos evitar toda evocación de un tiempo político más extenso que se desplegaría de un modo cíclico, con sus momentos altos y bajos, de triunfos y derrotas.

Politizar la tristeza solicita una comprensión ligada a un momento histórico preciso: aquel que pone fin, en el extremo sur de América, a un modo de gestión política capaz de imponer un modelo neoliberal extremo desarrollado por las élites locales en subordinación directa a los consensos de las instituciones imperiales.

Un final paradojal puesto que al mismo tiempo que encuentra su clave en la resistencia de unos movimientos sociales que en su radicalización y extensión horizontal fueron destituyendo progresivamente todo el andamiaje para tales políticas –a la vez que iban instituyendo un cotidiano de sobrevivencia, lucha y transformación–, da lugar a un sistema de gobierno que, acudiendo a las capas narrativas heredadas de las luchas de los años 70,  desplaza la inventiva de estos movimientos y se instala en una ambigüedad que habilita dos lecturas diferentes de lo que cada vez más se plantea como una fase “postneoliberal” .

Por un lado, una lectura setentista –ligada hoy a la narrativa oficial– que enfatiza el desmontaje –el cambio de orientación– de tendencias y rasgos fundamentales del neoliberalismo implementado a partir de la dictadura militar (mediados de los años 70) en antagonismo directo con las organizaciones populares. Desmontaje que daría fin a un largo siglo de hegemonía oligárquica y que inaugura un período más complejo de compensanciones y negociaciones múltiples, con el fin de establecer los rasgos de ese modelo postneoliberal.

Hay una otra interpretación que se mantiene alerta al carácter paradojal del proceso, enfatizando el hecho de que el protagonismo de las luchas sociales en la crisis del 2001 –que tuvo como resultado la aceleración del punto final de la transición propiamente neoliberal– ha sido desplazado, adormeciendo las posibilidades inventivas para la configuración de esta fase. A elaborar esta segunda interpretación apunta el texto que aquí presentamos.

Como es sabido, la historia argentina reciente puede ser comprendida, a grandes trazos, a partir de ciertas fechas claves como la última dictadura militar iniciada en 1976, que acelera el pasaje de un modelo de aspiraciones industriales a una economía primarizada y financierizada. La desestructuración del mundo obrero y la vuelta a la institucionalidad republicana en 1983 dieron curso a un período signado cada vez más por la dualización social. Hacia mediados de los años 90, ya bajo el gobierno de Carlos Menem, cristaliza un nuevo tipo de protagonismo social que aprende a organizar la resistencia a partir de estrategias ligadas al territorio y las vías de circulación (sobre todo los movimientos de desocupados “piqueteros”), las redes de autoabastecimiento económico (los diferentes nodos de los club de trueque), la recuperación de fábricas quebradas por parte de sus trabajadores, la convergencia de los movimientos de derechos humanos (los escraches de HIJOS), y la movilidad asamblearia en las ciudades, lo cual va formando un contrapoder capaz de contestar al aparato político estatal. La crisis de diciembre del 2001 expone de un modo amplio y definitivo esta nueva composición social del país. A partir de allí se suceden diversos intentos de estabilizar un gobierno para el territorio nacional, lo cual sucede –en un nuevo contexto regional– a partir del gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y tiende a consolidarse con el flamante gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

 Politizar la tristeza surge en y de esta atmósfera como un intento de formular apenas algunas preguntas útiles: ¿cómo comprender esos momentos de inflexión a partir de los cuales los procesos de radicalización y crisis social permiten vislumbrar un movimiento reflexivo, un ethos autónomo –respecto del capital y sus instituciones–, y luego son sucedidos por procesos de normalización, que interpelan a la cohesión, al reconocimiento de los daños acumulados y a la vocación reparatoria?

¿Cómo continuar vinculados al proceso social y político cuando las coordenadas cambian tan de prisa y surge la inercia a aferrarse a los modos de intervención política eficaces para un período anterior?

¿Cómo dar lugar a la “puesta en crisis” de los lenguajes cuando éstos se estabilizan como retóricas cada vez más desenraizadas, propias de una circulación reificada, dineraria?

¿Qué queda iluminado –como iniciativas, como problemas, como saberes– a partir de estos momentos de apertura y creatividad social?

El texto se corresponde con una elaboración colectiva de los años 2004-2006. Como se verá, la necesidad de formular estas preguntas forma parte de una esfuerzo mayor por renovar la imagen de la cuestión política, intentando evitar la recaída en consideraciones generales sobre los declives inevitables. En ningún caso pueden confundirse estas tentativas con una apología de la tristeza, de la pasividad o de la impotencia. El fin es justo el contrario. Conocemos de sobra las fantochadas que se disfrazan de “dispositivo militante para la lucha” para evitar romper los esquemas que anulan toda  viabilidad de lo que esos mismos dispositivos anuncian. El “olvido” de la crisis  –como posición etica, epistémica– aparece como tentación de “hacer nicho” sobre la base frágil de retóricas vanamente voluntaristas o académicas.

La tristeza hace estragos bajo la forma de esterilizaciones de acciones y lenguajes otrora combativos. Politizar la tristeza surge de un método del preguntar activo, incluso del angustioso preguntar, que aspira a reencontrarse con una vitalidad social más amplia y difusa, con un cuestionar social –esencia de la política emancipatoria– más extenso y profundo.

 

Colectivo Situaciones                     

Buenos Aires, enero de 2008

Barcelona en diciembre // Franco «Bifo» Berardi

Durante meses, El País se ha volcado en una campaña a favor del centralismo español que, paradójicamente, se presenta como un baluarte contra el nacionalismo catalán; como si el nacionalismo fuera un buen antídoto contra el nacionalismo. En los últimos días, los ataques han sido mucho más ruidosos, acompañados de una predicción: los independentistas serán al fin humillados. El 17 de diciembre, Mario Vargas Llosa publicó un artículo criticando las raíces del nacionalismo, con motivaciones naturalmente bien fundamentadas. ¿Cómo podemos no estar de acuerdo con él en que el nacionalismo exalta valores irracionales que van contra la sensatez y la democracia?

El problema es que, hablando de nacionalismo, poco se entiende de lo que sucede en Barcelona (y, aunque de manera más compleja, en toda Catalunya). Barcelona es una ciudad cosmopolita, libertaria e internacionalista: un nodo de la red social desterritorializada de trabajo precario y cognitivo.

Vargas Llosa ridiculiza la idea de que el movimiento independentista catalán se puede definir como un movimiento anticolonial. «¿Desde cuándo se ha considerado la zona económicamente más rica como una colonia de un país más pobre?» El problema es que Vargas Llosa, como casi todos, cree que el problema radica en el conflicto entre Barcelona y Madrid. Esta visión es muy pobre; no podemos entender la actual sublevación independentista sin tener en cuenta el hecho de que el verdadero enemigo de Barcelona no es el Estado español, sino el sistema bancario europeo. Es el sistema financiero global el que ejerce su dominación colonialista sobre la sociedad catalana y el resto de países europeos. En este sentido, el movimiento independentista catalán es anticolonial. El levantamiento independentista actual, de hecho, comienza en 2011, después del surgimiento de acampadas contra la explotación financiera, cuando nos dimos cuenta de que la protesta democrática es inútil porque el otro partido no es democrático, sino absolutista y abstracto: el sistema bancario global.

Lo que ha faltado durante estos meses de intensa activación de energías sociales y enorme movilización es la inteligencia autónoma, la capacidad de comprender dinámicamente la revuelta independentista, con todas las ambigüedades y peligros del nacionalismo que conlleva un movimiento por la independencia.

Ha faltado la valentía de convertir la lucha de Barcelona en el punto de partida de un proceso de deslegitimación general de la dictadura financiera europea. Los franquistas de Madrid no son más que los cobradores de una deuda impuesta por la dictadura financiera, por mucho que desempeñen su tarea con particular arrogancia.

Ni los soberanistas ni los antisoberanistas han comprendido el movimiento que ocupó la ciudad el 1 de octubre.

Los soberanistas catalanes, en particular el partido de Mas y Puigdemont, actuaron de mala fe movidos por sus propios intereses: ellos, que en 2011 impusieron el mandato financiero y el pacto fiscal, explotaron luego el descontento generado por el mandato financiero para especular electoralmente.

Pero el movimiento independentista que ha surgido en los últimos meses no puede reducirse a su representación política y, sobre todo, no puede identificarse con una postura nacionalista. Muchos en la izquierda crítica y en el propio movimiento autónomo han tomado una posición de distanciamiento total y desprecio por el independentismo catalán. Las posiciones tomadas por camaradas como  Carlos Prieto del Campo y muchos otros demuestran que hemos perdido la capacidad de entender la dinámica real del movimiento. Es inútil criticar el referéndum del 1 de octubre sobre la base de motivaciones legales y políticas. Es un error identificar el movimiento independentista catalán como “nacionalista”. Esto supone ignorar la dinámica interna de este movimiento y, sobre todo, ignorar las potencialidades anticapitalistas que un movimiento como este puede desencadenar.

Por supuesto, el independentismo catalán es ambiguo, pero ¿qué movimiento emergente no lo es? ¿No es acaso competencia de las vanguardias culturales y políticas medirse con la complejidad que un movimiento contiene para poder desplegar su potencial de autonomía?

Ahora, el frente nacionalista español se prepara para ganar las elecciones del 21 de diciembre. Espero que no gane, pero es probable que esto suceda, y será una prueba más de que la oscuridad se cierne sobre el continente europeo; la depresión prevalecerá incluso en la última ciudad no deprimida del continente. La Unión Europea trae la depresión “como la nube trae la tormenta”, para parafrasear a Lenin.

Una de las pocas ciudades en las que quedaba un sentimiento de solidaridad social corre el riesgo de ser pisoteada por las botas del franquista Rajoy y sus compañeros del PSC y de Ciudadanos.

Lo que poca gente ha captado es la continuidad entre el 1-O y la acampada del 15-M: una ola de luchas en que la sociedad se opuso al absolutismo financiero europeo. Amador Fernández-Savater lo dijo en su artículo “Lo que tapan las banderas”.

El europeísmo de los antisoberanistas repite una letanía que en este contexto huele a colaboracionismo, siento decirlo. Por supuesto, el colapso de la Unión Europea sería una catástrofe, pero la Unión Europea ya está muerta, lo que queda es su cadáver financiero. Y no enterrar los cadáveres es peligroso para la salud pública.

El cadáver europeo, después de haber absorbido las energías económicas de la sociedad europea, ahora se está preparando para destruir la energía política residual, se está preparando para infectar también la última ciudad viva de Europa: Barcelona.

No sé cómo irán las elecciones del 21 de diciembre, pero el nacionalismo español probablemente gane, representando el absolutismo financiero. El juego está amañado: los líderes independentistas están en prisión, las fuerzas de ocupación dominan el terreno, la prensa tergiversa y se vende al nacionalismo centralista de Madrid… Santiago López Petit  lo ha dicho: estas elecciones deberían ser saboteadas, las elecciones no deberían celebrarse en condiciones de ocupación colonial, las elecciones no deberían celebrarse mientras nos apuntan con la pistola del chantaje económico y la criminalización. Apoyando la represión nacionalista, la Unión Europea ha llegado al colmo de la infamia.

Por desgracia, muy pocos han querido o han sabido ver que la agresión nacionalista española es una parte integral de la agresión financiera. Y sin embargo, toda la cuestión se reduce a esto.

Traducción Toni Navarro

 Fuente: El diario
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