Anarquía Coronada

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Alvaro García Linera

«El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir» // Entrevista a Diego Sztulwark

 

Por Melisa Molina

 

«El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir», dijo en diálogo con PáginaI12 el politólogo Diego Sztulwark. En su libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Sztulwark indaga las diferencias entre vidas ligadas a los automatismos del mercado y vidas que no encajan porque asumen su existencia como una pregunta: «Ya sea porque se enferman, porque son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse respecto de la norma», explica. Sztulwark reflexiona sobre quienes para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización: ahí destaca el rol de los movimientos feministas, las comunidades indígenas y los movimientos de trabajadores precarizados que, sostiene, forman el «reverso de lo político» y sin los cuales sería difícil entender fenómenos claves en la crisis del neoliberalismo que vive gran parte de Latinoamérica. En ese sentido, advierte que los gobiernos populistas no han sabido o logrado propiciar un modo de vida diferente al que propone el mercado.

 

– ¿A qué se refiere cuando dice en su libro que “el modo de vida de derecha es tan triste como irrefutable”?

– Tomo este concepto de una tesis que elaboró Silvia Schwarzböck: dice que luego de los ‘70 y de la posdictadura solamente hay vidas de derecha. Es irrefutable ya que es una descripción correcta y permite comprender mucho del presente, pero es triste porque no permite ver la existencia de momentos donde hay una tensión distinta, donde los cuerpos aparecen articulados con el lenguaje de otra manera, donde hay una investigación sobre la propia vida y una no adaptación con lo que es el mundo neoliberal. Me resulta triste todo pensamiento que se limita a hacer una descripción del enemigo sobre nosotros y que sanciona una realidad derrotista. Es triste y también no es verdadera, ya que oculta toda una dimensión que llamaría “la verdad por desplazamiento”, que se crea desplazando lo que se impone, creando resistencias, y que no acepta el mundo tal como es.

 

-En su libro contrapone «modo de vida» a «forma de vida»: ¿cuál es la diferencia entre ambos conceptos?

– Llamo «modo de vida» a toda manera de vivir articulada en relación automática con el mercado, a todo lo que viene dado. El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir. Necesité distinguirlo de la «forma de vida», que sería la de aquellos que asumen su vida como una pregunta y no cuajan directamente en ese automatismo, ya sea porque se enferman, son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse de la norma. Mi interrogante es qué hacemos con los que para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización. Las izquierdas no lo piensan porque tienen la idea de que lo único posible contra el neoliberalismo es un partido revolucionario que “algún día podremos crear”. Pero el partido de los revolucionarios no será nada sin el partido de los sintomáticos y de aquello que no cabe en los “modos de vida” y que ocurre en el reverso de lo político. Sin eso, es difícil entender una serie de fenómenos que se van dando en las distintas crisis del neoliberalismo.

 

– ¿Qué importancia tienen los movimientos indígenas, feministas y de trabajadores precarizados en la construcción de otras “formas de vida”?

Lo indígena es importante porque tiene elementos comunitaristas, de resistencia, de marcas de una guerra perdida. De forma colectiva hacen ejercicios existenciales que los alejan de las premisas de obediencia que el neoliberalismo impone a la vida. Las tierras sobre las que están no dan lo mismo, el capital las quiere para hacer negocios y sus formas de vida necesitan poner un límite a ese modo de valorización. Por eso no se puede evitar la politización. Otro eje fundamental es lo que sucede con el trabajo precario. En Argentina hay una larga historia del movimiento de precarizados. En la crisis del 2001, el movimiento piquetero fue la irrupción autónoma de una resistencia desde la precariedad ante las formas de dominación neoliberal. Una parte grande de personas que trabajan en la ultra-informalidad hicieron ya experiencias de organización gremial, social, política y de lucha. El sujeto llamado “trabajador precario” va a estar en el centro de las dinámicas de conflicto. Y el tercer movimiento a observar son los feminismos populares. Ellos son capaces de radiografiar la economía desde abajo y percibir todas las formas de explotación informalizadas que recorren el campo social y que implican desde denunciar la deuda como mecanismo financiero de sometimiento hasta comprender cómo la construcción de masculinidades violentas es parte misma de la dinámica de valorización.

 

-Álvaro García Linera dijo, en 2015, que uno de los errores de los gobiernos populares de América Latina fue que lograron una ampliación del consumo pero sin politización de los sujetos. ¿Cómo analiza ese fenómeno a la luz de lo que sucede hoy en Bolivia y en toda la región?

Tomo a García Linera como el intelectual que mejor procesa discursivamente la versión que los gobiernos populistas dan de sí mismos. El balance que él hacía es que se daba una paradoja por la cual los gobiernos populistas incluyeron a los sectores históricamente excluidos en el consumo y, después, esos sectores populares votaron gobiernos neoliberales. Linera dice que faltó, en esa inclusión, clarificación política. Esa lectura es inocente porque si te das cuenta que la forma de consumo produce modo de vida no podés reducir el problema a una relación de consciencia que se resuelva vía pedagogía o propaganda. Los procesos prácticos de subjetivación no van a ser corregidos porque vengan a darte una clase de sociología. Una de las críticas fuertes a estos procesos es que privilegian ocupar el Estado por sobre ocupar la sociedad y transformarla. Hay que preguntarse qué experiencias de consumo hay habilitadas, y producir formas nuevas.

 

-Frente a las movilizaciones en Chile, ¿ve un rol importante de la juventud que, cansada del modo de vida neoliberal, sale a la calle, y que como respuesta el Estado les muestra su cara más represiva sacándoles los ojos?

Estuve en Chile y participé en manifestaciones, asambleas, y di un curso en la universidad. Es una barbaridad lo que están haciendo los carabineros. Mientras estuve allá había 217 chicos sin ojos. Cuando los equilibrios del neoliberalismo se agotan, aparece un odio inmenso a todo lo que se mueve, goza diferente, a lo que no se adecua. Un odio fascista que se estaba incubando y que lo vemos geopolíticamente en la figura de Bolsonaro. Se ve en el odio que tienen las fuerzas de seguridad; en el desprecio de las burocracias; en el racismo y sexismo de los medios de comunicación. En Chile apareció algo formidable que son miles de personas durante días en la calle, decididas a que el régimen post-pinochetista caiga. El descontento es amplio porque es en contra de cómo se reproduce la vida neoliberal. Frente a la estafa, hay un reverso de lo político que estalla, que no tiene representación en el régimen convencional y que pide discutir de cero la constitución del Estado.

 

– ¿Qué importancia tiene el diálogo entre las nuevas y las viejas generaciones para dar la batalla desde el campo de lo sensible y construir subjetividades distintas a las que propone el mercado?

-Cuando empecé a militar en los ‘90, Eduardo Luis Duhalde nos dio un curso de formación a los que estábamos en el secundario y me regaló dos libros: Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, e Historia y consciencia de clase, de Georgy Lukács, y me dijo: “Los militantes nos deprimimos cada vez que hay una derrota histórica pero leemos estos libros y seguimos. Por eso somos militantes”, después me aclaró que “solamente hay militante entre ciclo y ciclo de lucha», y que «el militante sirve para comunicarle al nuevo ciclo los saberes conquistados en el anterior”. Militante no es quien dirige, o la tiene clara, porque sus saberes son anacrónicos. Sin embargo, toda generación busca, como dice Walter Benjamin, una cita perdida con las generaciones anteriores. Y si bien es una cita que no se concretará, no podemos dejar de buscarla. Toda generación tiene el poder de apropiarse del pasado para sus fines, redimirlo, pero se trata de saberes que sólo sabrán cómo usarlos las generaciones que actualmente necesitan dar sus luchas y hacerse sus preguntas.

 

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/248046-diego-sztulwark-el-neoliberalismo-es-un-gran-aparato-que-ope

 

¿Quién necesita una revolución? // Diego Sztulwark

¿Quién necesita una revolución?  // Diego Sztulwark

   Sobre la revolución se hacen toda clase de preguntas. Hace algo más de un año, en las paredes de la ciudad se podía leer: “¿dónde está la revolución?”, como si esta fuera, también, una desaparecida. No son pocas las páginas que se interrogan sobre cuándo fue que la revolución dejó de interesar, cómo y por qué se pudrió. También se han oído frases provenientes del lenguaje psicoanalítico que sugerían hacer duelo y pasar a otro modo de pensar lo político. La estrategia de Álvaro García Linera, profesor y actual vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, es ir derecho a la Idea, preguntar por la esencia. ¿Qué es una revolución? es el título de su reciente libro, escrito a un siglo de la toma del poder por parte de los bolcheviques. Se trata de un texto didáctico y severo que define el ser de la revolución -un fenómeno excepcional y que actúa por oleajes- en su actualidad, a partir de una minuciosa lectura de los textos que Lenin escribía desde la trinchera. Escrito sobre el fondo de lo que denomina “la revolución de nuestro tiempo”, es decir, una fase de repliegue de los gobiernos llamados progresistas en Sudamérica, la prosa de Linera se monta sobre la del líder bolchevique, particularmente sobre sus últimos textos, como modo de responder a sus críticos de izquierda, a quienes desdeña como intelectuales de café (o de capuchino).

La edición, a cargo de la editorial de la propia vicepresidencia, es realmente bella: una cubierta blanca y la estampa de una estrella roja y una hoz cruzada con un martillo. El epígrafe que inicia el libro es de Antón Semiónovich Makárenko. Se trata de una cita perteneciente a los álgidos meses de 1917, en la que afirma que estaban viviendo “tiempos salvajes”, que con la revolución sus vidas se “purificarían” y que las cosas mejorarían para los jóvenes. ¿Qué nos dicen estas palabras? ¿Son salvajes también nuestros tiempos? ¿No es precisamente esta concepción puritana de la revolución la que ha sido sustituida como gran imaginario colectivo por el del capitalismo como religión? ¿Qué es lo que esperan los jóvenes de hoy?

El encanto último de este texto proviene del estado de homenaje en el que trabajan las precisas categorías analíticas de García Linera. Es su propio papel histórico -intelectual a cargo de la argumentación del proceso en su fase estatal- el que busca impulso y orientación en repetir a Lenin: volver a escribir sobre el Estado y la revolución, el poder dual, los soviets, la guerra civil y, sobre todo, respecto al repliegue del último Lenin en la NEP (Nueva Política Económica). Un propósito y unos esquemas irreprochables, quizás en exceso. Sus tesis: la revolución es un movimiento tectónico, telúrico, volcánico, rarísimo, plural, plebeyo e intempestivo; el leninismo es, aquí, la voluntad política de conducir y, en definitiva, de convertir esas energías plebeyas y revocadoras del viejo orden en poder político centralizado (Estado revolucionario, dictadura democrática del proletariado) atravesando la guerra civil; la transición socialista es básicamente monopolio estatal, poder político en manos revolucionarias (poder estatal como modo transitorio, llamado a “extinguirse” con la generalización de nuevas relaciones de producción que crearán las masas a escala planetaria: el comunismo).  Es la subsistencia de la forma Estado que expresa la de la ley del valor en el socialismo: la estatalización de las energías populares se da en el terreno político y no necesariamente se traduce en una estatización de la economía. Lenin lo explicó en su balance del “comunismo de guerra” en 1921: la supresión coactiva de la ley del valor que rigió los primeros tres años del poder soviético no funcionó, se trató de un “salto” voluntarista que condujo al colapso. La gran enseñanza que García Linera extrae de Lenin se sintetiza en la fórmula control político y elementos de economía de mercado.

Hace poco más de un año, tras la derrota que Evo Morales y García Linera sufrieran en un referéndum acerca de la posibilidad de la reelección como presidente y vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, este último compartió una breve autocrítica en una de sus locuciones. Allí sostuvo que los gobiernos progresistas de la región habían sido eficaces en la tarea de incluir a millones de personas al consumo popular y a beneficiarlas con el otorgamiento de una trama de derechos antes negados, pero reconoció cierta incomprensión sobre el hecho de que segmentos de estas masas beneficiadas se subjetivaran de un modo neoliberal, asumiendo hábitos de clase media y aspiraciones elaboradas en los modos de individuación de las redes sociales virtuales. García Linera concluyó que había faltado trabajo ideológico. En otras palabras, en el socialismo la subjetivación de mercado es inevitable, aunque se puede contrarrestar a través del poder político organizado en el propio Estado.

El problema que García Linera busca entender es profundo y ninguna revolución parece haberlo resuelto de manera definitiva. ¿Cómo evitar que la acción de los flujos de capital, que el propio Estado socialista promueve para sostener la vitalidad de su economía, acabe influyendo sobre el comportamiento de las masas populares restituyendo en ellas un deseo de propiedad privada? La teoría clásica de la revolución responde con la tesis de una dictadura democrática. ¿Tenemos cómo pensar una dictadura democrática que no devenga una dictadura burocrática o directamente capitalista? Una vez que asume, como premisa, que el período revolucionario es el de la institucionalización inevitable de las energías volcánicas de la insurrección popular, lo que llevó a los bolcheviques a la estatización de los soviets de obreros, soldados y campesinos, se plantea de inmediato el problema de la sustitución del centro de gravedad: de arriba (cuadros de dirección) hacia abajo (masas trabajadoras). Del mismo modo, se plantea una aporía entre lo viejo –las formas de autoridad y de intercambio de la sociedad burguesa-, que no termina de morir y lo nuevo –formas de decidir y producir en común-, que no termina de advenir ya que no surge de la concentración burocrática del poder estatal. ¿No debería ser esta la tesis de la institucionalización de la revolución reformada en profundidad buscando colocar los impulsos de lo común en el centro de las instituciones del nuevo poder popular?

La teoría marxista distingue las revoluciones burguesas de las proletarias. Las primeras previamente generalizan sus relaciones de producción y toman el poder político sobre el final, casi como un corolario. Mientras que las segundas primero deben conquistar el poder político para apoderarse de los medios de producción y de cambio, para luego difundir relaciones sociales fundadas en lo común. ¿Cómo evitar, por lo tanto, que la transición socialista sea acosada por un poder dual invertido que brota precisamente de la vigencia de la producción de mercancías? En 1965, el Che Guevara se planteó estas mismas cuestiones acerca de la subsistencia de la ley del valor en el socialismo: “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Más que esperar el comunismo se trata de “construirlo”, de modo que “simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”. ¿Qué está pensando Guevara cuando advierte que el socialismo no debería ser concebido como un tiempo de espera?

La respuesta de García Linera al “trabajo de zapa” de la ley del valor sobre la conciencia de la sociedad en revolución es la voluntad. No la voluntad de personas sueltas, ni la de las masas que es incalculable y opera por ofensivas y repliegues, sino la de una voluntad permanente, organizada, monopólica: la voluntad del Estado. La revolución depende, ni más ni menos, de esta instancia. Ni la insurrección -efímera, incalculable e incapaz de perdurar-, ni el comunismo -tiempo largo y creación radical de las masas- operan en el tiempo presente como fuerza continua en la lucha por defender la legalidad socialista.  La insurrección tiende a quedar atrás como fuente del poder constituyente del Estado. El comunismo tiende a quedar como utopía u horizonte, puesto que lo comunitario no se inventa desde arriba (Estado y comunidad son antítesis inconciliables, escribe Linera). La creación de asociaciones libres de productores a escala planetaria es cuestión de vitalidad popular, y de tiempo. El Estado socialista así concebido es una voluntad que protege las nuevas relaciones de fuerzas respecto de las viejas clases poseedoras desposeídas así como de la enorme influencia del mercado mundial capitalista, mientras gana tiempo para que maduren las nuevas relaciones que él no puede crear. El momento revolucionario es entonces, para García Linera, el de la voluntad férrea, el de la defensa y centralización, el del diseño y mantenimiento de la arquitectura de un nuevo poder que cristaliza las nuevas relaciones entre clases sociales. El problema con esa “voluntad” parece ser el de siempre, “el propio educador necesita ser educado”, decía Marx. ¿Dónde se educa esta voluntad? ¿A quién escucha? ¿Qué referencias prácticas la orientan?

¿Por qué evocar para una tarea actual a una revolución fracasada? Porque en su momento supo despertar unas “expectativas” únicas (aquello que Kant llamaba un “entusiasmo”) entre las clases subalternas del mundo, que se sintieron por primera vez “sujetos de la historia”. La revolución bolchevique ofreció carnadura material para un posible realizable en este mundo. Y si bien su fracaso estrepitoso devoró “las esperanzas de toda una generación”, el proceso revolucionario ruso fue un fenomenal y perdurable acto pedagógico. Su vigencia radica, dice Linera, en una universalidad ejemplar: sus potencialidades organizativas, sus iniciativas prácticas, sus logros, sus características internas y dinámicas generales “pueden volverse a repetir en cualquier nueva ola revolucionaria”. La revolución rusa ofrece la fisonomía de las revoluciones. No tanto el modelo para los levantamientos plebeyos, como la secuencia de hierro que hace que su triunfo dé paso al problema de su institucionalización. La inevitable fijación de lo fluido que consagra un nuevo estado de cosas a largo plazo. Se trata de un período en el cual el principal problema político pasa a ser cómo prolongar el protagonismo de lo plebeyo, amenazado por los cuadros de dirección (nuevo poder burocrático). En otras palabras, García Linera conserva el marco racional de la revolución sin imaginar en concreto –no es el tema de este libro- cómo las racionalidades vivas (comunidades indígenas y populares, por ejemplo) afectan y redeterminan la esencia misma de lo que considera una revolución en marcha. 

La revolución definida en abstracto corre el riesgo de perder conexión con la pregunta, menos metafísica y más urgente, que el vice también se hace: ¿Quién necesita una revolución y qué revolución se necesita? Este modo de preguntar resta, seguramente, universalidad a la cuestión de la revolución, pero puede, quizás, permitir una relación distinta –no leninista- con Lenin y con el problema de la revolución. Como decía un malvado profesor: la vigencia de Lenin (la correlación entre formas organizativas y temporalidad de la acción) solo puede pasar por la heterodoxia más extrema, una dialéctica entreverada entre la continuidad del deseo subversivo y la discontinuidad material de los elementos que lo componen.

Quizás valga la pena conservar algunas preguntas, una cierta metodología (presente también en el libro de García Linera) que apunte a concretar un poco la cuestión revolucionaria. Una pregunta crítica: ¿Qué sujetos concretos expresan en la movilización la composición del trabajo “vivo” contra el mando del trabajo “muerto”? Una pregunta estratégica: ¿Cómo se confronta en las prácticas cotidianas el mando del valor de cambio a partir de una reivindicación de los valores de uso? Y una pregunta táctica: ¿Qué novedades emergen de la dinámica que correlaciona la temporalidad y la institucionalidad, en el proceso de radicalización plebeya, que llevan a ocupar el centro de la toma de las decisiones?

Las discusiones más apasionantes aparecen, en el mejor de los casos, cuando se intenta responder estas preguntas sin rodeos, en situaciones precisas, en las que las cuestiones de la esencia quedan relegadas por las cuestiones, más urgentes, de las existencias. 


Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos, Ediciones Vicepresidencia, 2017.
[2] Entre los libros a leer como parte la reflexión que suscitan cien años de la Revolución Rusa se encuentra La fábrica de la estrategia, 33 lecciones sobre Lenin”, lecciones universitarias impartidas en 1972 por el profesor Antonio Negri.

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