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¿Qué fue el dispositivo revolucionario? Notas sobre El huracán rojo, de Alejandro Horowicz // Diego Sztulwark

Las revoluciones se hacen con malas lecturas

Horacio González, citado en El huracán rojo 

 

Hay historias que piden a gritos ser comprendidas. No solo los acontecimientos que permanecen mudos hasta que se les aporta un sentido, sino también fenómenos demasiado perturbadores, o conmociones excesivas, que despiertan entusiasmos que asustan.  Es el caso de las revoluciones europeas de los siglos XIX y XX. Lo mínimo que se puede decir de ellas es que produjeron más sentido del que es posible consumir. Sería pueril, por lo tanto, resumir la cuestión en la sentencia obvia, según la cual, como todo lo que dura, lo propio de toda revolución es envejecer y transformarse en fantasma. Quizás suceda lo contrario: se necesita mucho tiempo para recorrer su exceso de sentido. En los años sesenta se anticiparon algunas conclusiones como las de Carl Schmitt, quien vio con pesimismo la pérdida estatal del monopolio de la decisión política –esa joya racional del derecho público europeo destinada a la regulación de la hostilidad y la violencia–, y algunas preguntas como las de León Rozitchner: si las revoluciones vencedoras parecen ratificar unas leyes invariables del decurso humano, ¿qué verdad llevan consigo las derrotadas? 

 

Lo (no-tan) nuevo, en todo caso, es el estado de ánimo –si no la tesis– que hace de las revoluciones un puñado de episodios pertenecientes a un pasado inactual, irrelevante aún cuando muchos de sus efectos continúan actuando en el presente. Más allá de los intentos de romantización o diabolización, la pretendida liquidación de la revolución plantea el problema de la perdurabilidad misma del concepto de lo político. El huracán rojo, reciente libro de Alejandro Horowicz, afronta estas cuestiones de un modo sorprendente. Si sus libros dedicados a la Argentina –al peronismo, a la guerra de la independencia y a los golpes de Estado– cautivan por la destreza de la escritura y la firmeza del método, lo que sorprende en esta última investigación es la solvencia con la que se atreve a cuestiones medulares de la historia universal, hasta ahora reservadas mayormente por la academia de los países llamados centrales. 

 

  1. La revolución y sus problemas

 

La clase, en su lucha por el poder, no necesita un instrumento de mediación general, sino muchas funciones puntuales y continuas para gestionar adecuadamente la guerra civil. 

Toni Negri, La fábrica de la estrategia

 

El título dice mucho. Se trata de pensar la revolución como un movimiento violento que arrastra y conecta espacios heterogéneos, un campo de fuerzas cuyas tensiones remiten a la construcción de mercados nacionales como parte de la dinámica de la evolución del mercado mundial; un soplido cíclico y furioso que plantea históricamente (como escribe Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, modelo de escritura de Horowicz) la tarea de ruptura, primero del bloque popular dirigido por la burguesía y luego del movimiento proletario. Ciclo o conjunto de problemas que tienden a concretarse en el triunfo de la Revolución Francesa y, sobre todo, de la Soviética. De modo que 1917 permite explicar 1789, pero solo en la medida en que 1789 plantea las cuestiones que 1917 intenta resolver a su modo, mediante el soviet. Como si les correspondiera a Lenin, a Trotsky y a sus camaradas resolver qué hacer con la cabeza decapitada de Luis XVI. La grandeza y las miserias  de la revolución bolchevique radican, en última instancia, en un mismo drama: el carácter europeo de coyunturas que debieron ser afrontadas a escala nacional. 


Me parece que las principales tesis de Horowicz sobre el fenómeno revolucionario pueden plantearse así: 

 

  • La revolución es un dispositivo que agencia ideas igualitarias en torno a cuerpos organizados, dispuestos a sostenerlas –nivel militar– y a inscribirlas en las estructuras económicas, jurídicas y políticas.  

 

  • El carácter permanente de la revolución, es decir, la tendencia de las luchas por la igualdad, dentro del marco estrechamente burgués –igualdad ante la mercancía, igual pena a igual delito y un hombre un voto–, a profundizarse en la lucha de clases por la igualdad de tipo socialista. De esto se desprende que un socialista no es más que un demócrata consecuente. Esta tensión se encuentra tan presente en la tradición republicana francesa (liberales y plebeyos), como en el bloque socialista soviético (bolcheviques, mencheviques, populistas).

 

  • La revolución es un fenómeno de doble poder –de clase– que comienza por la constitución de una legitimidad –autorictas– y tiende a afirmarse, si encuentra el modo, como poder armado –potestas–. Esta tesis se completa con la idea según la cual, al menos hasta cierto punto, es posible afirmar que, para la Europa de la época de las revoluciones, la cuestión agraria es la llave de la cuestión militar, problema central de la revolución.

 

  • La política es el campo específico de planteamiento de problemas, que no hay cómo resolver sino al interior de determinada coyuntura, y que lo propio del pensamiento revolucionario es plantear los problemas del doble poder (¿Cómo extender el principio de la igualdad hasta desbordar las categorías monárquicas o aristocráticas? ¿Cómo lograr que las mayorías populares autoricen la conversión del soviet en órgano de insurrección y gobierno?). Se trata de crear formas políticas, y para hacerlo es necesario aprender a desdoblar la clase-agente del proceso revolucionario de la tarea histórica que organiza una coyuntura (Lenin: la clase obrera debe realizar la tarea histórica de la revolución democrática, teóricamente asignada a la burguesía). 

 

  1. El “partido de dos”

Sería conveniente negarse a caer en la alternativa simplista entre el centralismo democrático y el anarquismo, el espontaneísmo.

 Félix Guattari, “Psicoanálisis y política”

 

Horowicz se ocupa de seguir las discusiones y tácticas de los socialistas entre revoluciones: de la revuelta europea de 1848 a la Comuna de París, pasando por los debates en el seno de la poderosa social democracia alemana, y de las discusiones que involucraron a Marx y a Engels, el -no tan- hermético “partido de dos”. La lectura política de El manifiesto comunista y las discusiones producidas por las posiciones del viejo Engels (luego de su importante prólogo de 1895 al libro de Marx, La lucha de clases en Francia) contienen ya los elementos que animarán el pasaje que desemboca en la polémica entre socialistas reformistas (Kautsky, Bebel, Bernstein; Plejánov y Martov) y comunistas revolucionarios (Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky) de comienzos del siglo XX. 

 

En síntesis, El manifiesto comunista expresa el momento jacobino-plebeyo, profundamente ligado a la tentativa revolucionaria de 1848, cuya derrota impone un balance y, por lo tanto, una nueva que el viejo Engels propone en los siguientes términos: el partido obrero de masas, en defensa de la legalidad como agente de constitución de hegemonía obrera dentro del bloque popular, junto al partido armado clandestino (amparado en el derecho de armarse en la defensa de la constitución). 

 

La posición de Engels se traduce en los siguientes términos político-coyunturales: el partido obrero debe tomar posición sobre la cuestión agraria dado que el factor campesino es el que decide las relaciones militares de fuerzas. Tanto en Alemania como en Rusia, el soldado es el campesino y, en general, en toda Europa, se lo instruye en el antisemitismo –“socialismo de los tontos”–.

 

Engels entrevé que el problema político esencial de la revolución en Europa se juega en torno a la transición entre democracia y socialismo. La tarea principal es romper el cerco montado alrrededor de la “democracia pura” o blindada, cuyo objetivo principal es impedir al proletariado revolucionario formar una mayoría. De allí la nueva combinación que propone entre democracia revolucionaria y cuestión militar. 

 

El “partido de dos” no fue unánime. Horowicz presenta a un Marx políticamente más inclinado a la línea jacobina-plebeya, al menos en dos ocasiones. La primera: su valoración de la Comuna de Paris: “Marx reelabora su propia lectura anterior del Estado ‘Boa constructor’ y pasa a defender la flamante experiencia del Estado-Comuna como novedoso instrumento histórico”. Ve en la Comuna la forma política específica popular, la primera experiencia exitosa de la combinación de doble poder y constitución de mayoría: ella es a la vez la forma eficaz de combate –estrategia militar proletaria– y de gobierno –moderna dictadura del proletariado–. 

 

La segunda es su relación con los llamados populistas rusos, que defendían la propiedad comunal de la tierra en Rusia como originalidad que determinaba un tránsito no convencional al socialismo, esquivando el modelo lineal que en ciertos países de la Europa occidental suponía el apoyo a la burguesía como paso previo al socialismo. A Marx no se le escapaba que la intelligentzia populista rusa –tan influyente sobre el joven Lenin– tenía el terrorismo como táctica política inmediata.

 

 

Paréntesis Latinoamericano

Un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad. 

Alberto Methol Ferré, El Papa y el filósofo

 

Este problema de la táctica revolucionaria consistente en infundir el terror conecta, en general, con el problema de la lucha armada y del partido militar clandestino que, según Horowicz, será siempre una obsesión de Lenin. En el libro, estas cuestiones solo se plantean en relación con la coyuntura europea. De allí que llame la atención que, en medio de la descripción de la correspondencia entre Marx y los populistas rusos, aparezca una referencia al líder revolucionario latinoamericano Ernesto Che Guevara. El argumento de Horowicz es el siguiente: mientras Plejánov se alínea con la perspectiva trazada por Engels, Marx disiente en privado, simpatizando con los populistas. En otras palabras, mientras Plejánov sea el jefe de la incipiente Social Democracia Rusa en formación, la cuestión agraria rusa no será estudiada a fondo (esto ocurrirá recién cuando la jefatura caiga en manos de Lenin), ni por lo tanto se planteará el problema de la lucha armada. De allí que Marx entienda el planteo de Plejánov: “Jugarse la vida en esas condiciones no puede ser otra cosa que perderla y como no es el Che Guevara no lo invita a morir”. El sujeto de enunciación de la frase de Horowicz es Marx. Y, por lo tanto, hay que entender aquí que la diferencia entre Marx y Guevara es que el segundo invita a morir.

 

Una nota al pie de El huracán rojo aclara cualquier malentendido posible. Se trata de la conocida cita de Ciro Bustos en su libro El Che quiere verte, según la cual Guevara instruyó a un grupo de combatientes entre los que se encontraba el propio Bustos: “Hagan de cuenta desde ahora que ya están muertos. Lo que vivan de acá en adelante será de prestado”. La conclusión de Horowicz es la siguiente: “La disposición a morir integra el menú de todo terrorista revolucionario en actividad”. En las conversaciones que mantuve con León Rozitchner, escuché un argumento similar, pero diferente. Rozitchner decía que el problema con Guevara era que imponía su autoridad sobre la base de su disposición a morir, pero no calificaba su política de terrorista (archivo del proyecto León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa). Esa frase solitaria da ganas de entrevistar largamente a Horowicz sobre su comprensión de la Revolución Cubana y su tentativa de continentalización.    

 

  1. El partido es un “acuerdo fechado”

El conocimiento se realiza como separación del fenómeno de la esencia, de lo secundario respecto de lo esencial, ya que sólo mediante tal separación se puede mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa.

Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto

 

Lenin es presentado por Horowicz como una suerte de síntesis biográfica entre los dos grandes afluentes del socialismo revolucionario ruso: la sensibilidad por la comuna y el valor por el voluntarismo, el estudio de la cuestión agraria y la preocupación por el aspecto armado de la insurrección; y el marxismo soviético: el estudio de El capital, la postulación de la dirección proletaria de la revolución, y la identificación de los soviets como órgano de la insurrección y de gobierno. 

 

Las 250 páginas finales –la segunda mitad del libro– es una formidable novela política y, a la vez, un ensayo informado al detalle sobre las revoluciones rusas –la de 1905, y las de febrero y octubre de 1917–, en la que se narra el papel de la policía secreta del zar; la marcha de las mujeres por la paz; el papel de los sindicatos y del Padre Gapón; las discusiones internas entre las corrientes del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso entre Bund, Eseristas, Mencheviques, Bolcheviques, Iskra, etc; el papel fundamental de la tradición de los militares decembristas en la oposición de parte del ejército al zar (afluente clave en la constitución del Ejército Rojo) y de los soviets en la flota naval (el acorazado Potemkim); el polémico pero épico viaje en tren de Lenin por Alemania; una historización detallada del papel de Trotsky y del desarrollo del Soviet de Petrogrado; y sobre todo una formidable elucidación sobre la cantidad de veces que debió reconstituirse el partido bolchevique en función de los cambios de coyuntura y los cambios de orientación que Lenin propone una y otra vez, siempre en flagrante minoría.

 

Estas y otras líneas de la coyuntura rusa y europea convergen en el cerebro de Lenin. Su interpretación de la guerra; el papel de las consignas; sus discusiones con sus compañerxs, primero con el viejo Plejánov y Martov (líder menchevique), con Rosa Luxemburgo o con Trotsky, con Kamenev y Sinoviev (históricos camaradas bolcheviques que se oponen a la insurrección de octubre); la rearticulación constante de la estrategia del bloque popular en torno al eje organización (Lenin) contra espontaneidad (Luxemburgo), que implica considerar en concreto el papel de las tendencias a la autonomía proletaria y la relación más que problemática con el anarquismo; el papel de los soviets en cada coyuntura (Lenin insiste con la conducción bolchevique; Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con la conducción del Soviet); la relación entre partido-sindicato-comando fabril y soviet (“los bolcheviques usaron los soviets contra los consejos de fábricas”); la relación entre Soviet y Duma, etcétera. 

 

Siguiendo al Trotsky escritor, el genial autor de Mi vida, Horowicz nos devuelve un Lenin que tuvo la desgracia de ser convertido en texto sagrado e ícono de los diversos stalinismos de la izquierda. Con la reconstrucción de sus decisiones singulares (empleando el método spinoziano de lectura, que consiste en conectar el texto con el conocimiento del autor y de los contextos), El huracán rojo logra demoler la hagiografía partidaria, contra la que siguen peleando por buenas y malas razones liberales y libertarios de toda clase, y reconstruye el Lenin político que sigue ofreciendo un interés notable.   

 

  1. El libro de las preguntas

El libro de las preguntas es el libro de la memoria.

  Edmond Jabès, El libro de las preguntas

 

Leer a Lenin. Hacerlo de un modo “menos superficial, menos religioso”, escribe Horowicz. Leerlo como se lee a un escritor socialista que tuvo la “pésima suerte de integrar el paquete de lecturas obligatorias”. Leer a Lenin “no es fácil”. Doble dificultad. A la señalada se agrega otra: los célebres zigzagueos del líder bolchevique, los cambios de posición que hay que seguir al detalle y de modo minucioso, si lo que se ambiciona es “mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa”, como sugiere Kosik en su Dialéctica de lo concreto. Los cambios de Lenin interesan más allá de Lenin. Interesan los cambios. Interesa la mente que se dedica a captar la evolución de las líneas de ruptura que determinan una coyuntura viva. Interesa, también, la escritura que trata de comprender lo que ocurre en esa mente. No es solo Lenin. Son los bolcheviques. Son las corrientes socialistas. Son las clases en movimiento. Y luego, claro está, son las fuerzas del orden. Pensar lo que piensan los seres tomados por la revolución. En la expresión “leninismo del movimiento”, que emplea Horowicz, se entrevé la tensión entre orientar política y organizativamente las fuerzas de ruptura hacia la insurrección (primero rusa, luego alemana y europea), junto a la tendencia a compensar las inconsistencias del despliegue revolucionario mediante una dictadura de partido. Leninismo del movimiento quiere decir determinación de quiénes son los “amigos del pueblo” (relación amigo/enemigo), estimación del sentido de la paz y la guerra, evaluación dinámica de la relación entre corrientes políticas y clases sociales, así como elucidar en cada ocasión la relación conveniente entre partido, sindicato, soviet, duma y comité de fábrica.  

 

Después de septiembre de 1917, se acelera la formación del doble poder, se activa la escuela realista de la política revolucionaria. Décadas de saberes conspirativos y luchas de masas maduran el kairós de la insurrección. Los bolcheviques encabezan la preparación militar de la ofensiva. La guerra europea deviene guerra civil. La autorictas armada del soviet (autodefensa) es el punto de partida para una insurrección armada cuyo mando militar será el partido. Es la famosa “toma del poder”. 

 

El huracán rojo es un libro de las preguntas. Busca en el “pasado revolucionario” la discusión sobre “este presente reaccionario”, en el que las decisiones de las mayorías son bloqueadas por la defensa del interés bancario. La idea de revolución desaparece luego de que el capitalismo se hubo servido de ella. Solo que si desaparece la posibilidad de transformar el presente, es la misma democracia la que pierde todo sentido. El tiempo pasado y el tiempo presente se pliegan. Sobre el final del libro las preguntas se agolpan: ¿Concreta el poder revolucionario, en medio de una despiadada guerra civil, el derecho de la mayoría revolucionaria a gobernar? ¿Qué sucede cuando la mayoría revolucionaria no es mayoría? ¿Cómo se resuelve en esas condiciones la tarea de desplegar un poder soviético sin caer en la dictadura de partido? 

 

Horowicz lee la tragedia del bolchevismo como la imposibilidad de extender la revolución al resto de Europa. La guerra de clases no podía resolverse a escala nacional ni el poder soviético podía imponer a Europa una relación de fuerzas que se correspondiera con el desarrollo político de las clases sociales del continente. Citando a Rosa Luxemburgo, Horowicz permanece fiel a la tesis según la cual la resolución de las tendencias en el nivel del mercado mundial depende de la maquinaria militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas capitalistas establecieron su triunfo sobre una Europa que desoyó el llamado de Lenin: “La guerra se desarrolló en Rusia como batalla por la tierra, y el fortalecimiento de la burguesía agraria terminó siendo una de las consecuencias calculadas de la revolución. Ahora bien, el proletariado había quedado reducido al partido del proletariado, y la reconstrucción de la sociedad de ningún modo garantizaba la reposición de una vanguardia devorada por la guerra civil y la crisis. El precio de la victoria –si la sociedad rusa debía pagarla sola– resultaba excesivo. Ese termina siendo el trágico balance del Octubre bolchevique”. Sencillamente era imposible para los bolcheviques resolver la guerra de clases a nivel continental a partir de un triunfo nacional. 

 

Ahora

La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no lo configura el tiempo homogéneo y vacío, sino el cargado por el tiempo-ahora.

Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia

 

La tentativa de liquidar la revolución posee connotaciones bíblicas. La contrarrevolución, según puede leerse en las primeras páginas de El huracán rojo, pretende extraer sus argumentos de cierta interpretación de la estructura íntima del monoteísmo según la cual “la dualidad de poderes teológicos no admite resolución pacífica”. En otras palabras, liquidar la revolución es acabar con la amenaza al principio absolutista. Es el sentido del título del primer capítulo del libro: “De la batalla por el derecho, al derecho a dar batalla”. En otras palabras, la revolución surge como irrupción de un principio alternativo basado en la responsabilidad democrática, o sea, en la extensión de formas de igualdad que solo se expanden batallando contra los dispositivos de restricción patriarcales de raíces teológico-políticas.

 

La derrota de la revolución europea trajo consigo la consolidación del principio autocrático, fundado ahora en la evolución del mercado mundial, que desembocó en la identidad entre espacio global y lógica del capital. Identidad que supone, además, una concentración inédita del poder militar. El huracán rojo puede ser leído, así, como un relato contra-teológico, un llamado a rastrear en la historia de la revolución las claves para comprender las causas profundas del actual impasse de lo político. La cita de los fenómenos libertarios del pasado carece de inocencia: pretende extraer aprendizajes para un presente que parece ser incapaz de superar la neutralización de la democracia como la de toma de decisones de las mayorías. Cualquiera que conozca a Horowicz puede entender lo que esto significa: un llamado perentorio, en tono alzado de voz, a comprender que el problema de la democracia efectiva solo ha sido planteado históricamente de modo revolucionario. 

 

En una reciente charla con militantes preocupadxs por la coyuntura, realizada semanas después de las primarias presidenciales argentinas que pulverizaron a Macri y durante las movilizaciones indígeno-populares que cuestionan las políticas de Lenin Moreno en Ecuador, el autor de El huracán rojo decía que el pensamiento revolucionario nunca fue otra cosa que el saqueo de las ideas circundantes en función de la obsesión por la transformación y, en consecuencia, un saber que se enhebra al ritmo de la lucha política. Por lo tanto, un programa –dijo allí Horowicz– no es sino un mapa de problemas nodales a resolver y, a partir de allí, un mecanismo útil para reajustar discursos políticos a la dinámica política tal y como surge de una toma de partido en favor de la cuestión democrática (que hoy se plantea como lucha de lxs trabajadores precarizados, los feminismos, lxs jóvenes, las comunidades indígenas). Lo que equivale a afirmar que el principal y más urgente desafío político consiste en retomar la iniciativa frente a los consensos discursivos que contienen, inhiben y liquidan toda expresión autónoma de la dinámica política.  

 

 

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