Anarquía Coronada

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Meschonnic, el aguafiestas // Perla Sneh

Pisoteo la sintaxis porque debe ser pisoteada. Es uva. Ustedes entienden.
Henri Meschonnic

Acaso porque no oculta sus rechazos, suele decirse –con mal disimulada exasperación– que Henri Meschonnic es agresivo, que es polémico. Pero quien se aventure a su obra, verá que agresivo es solo una argucia seudomoral para arremeter contra su resistencia al consenso de los mercados culturales. Y que polémica es una noción que precisa definirse con rigor, cosa que Meschonnic no rehúsa hacer, diferenciándola de crítica, que es aquello que él hace y promueve.

Crítica y polémica coinciden en que no hay acuerdo, pero difieren en sus estrategias, en sus epistemologías y, sobre todo, en su ética y su política. Tachar de polémica una reflexión crítica es reducirla a mera táctica de dominación, porque la polémica es, precisamente, una guerra para tener razón, para dominar de un modo u otro: en su ámbito todo es “opinión”, abonada ésta por el poder –mediático, académico, económico u otro– de turno, siempre necesitado de estereotipos. La polémica es la táctica inmediata de quienes se ponen del lado del poder: presupone autoridad para hablar o callar, es decir, de hacer como que no hay qué discutir.

La crítica, en cambio, en términos de Meschonnic, se aleja de la metáfora médica común que sugeriría un supuesto estado de no-crisis. Así la crítica –más cerca del juego etimológico que le es propio: de krinein, juzgar– remite al juicio, tanto en el sentido kantiano –búsqueda de los fundamentos– como en el sentido de la escuela de Frankfurt: situar las cosas con relación a un conjunto, situar lo regional en relación a una teoría de la sociedad. Se trata, entonces, de la búsqueda del funcionamiento de las estrategias, no de la lucha por la dominación: buscar la razón de algo no es lo mismo que tener razón. Es, ante todo, el ejercicio de un punto de vista. Es el esfuerzo por no perder de vista el reconocimiento de la historicidad y de la especificidad de un sujeto. En este sentido, la crítica es neutra –es decir, libre– en relación al poder.

Nada fácil, se ve, en el reino de la “opinión”. De allí que la voz fuerte, a veces destemplada, de Meschonnic es la de quien grita para defenderse: un “esfuerzo por respirar, por llegar a fundar algo que está amenazado”. En todo caso, Meschonnic es “polémico” en tanto trabaja su historicidad, es decir, en la medida que no renuncia a la crítica, con lo que la imputación de polemista deviene profundamente cómica. Como si fuera polémico buscar de dónde viene uno, dónde estamos, quién nos guía.

En el lenguaje es siempre la guerra, suele decir Meschonnic pensando en Mandelstam, que dice lo mismo de la poesía, pero guerra de lenguajes no equivale a guerra de lenguas. Los problemas de lenguaje son siempre políticos, aunque hoy se tienda a simplificar las relaciones entre lenguaje y política, tomándolos directamente. No hay solo problemas de lengua dominante o dominada, sujetos de las relaciones de dominación social, política o económica, el modo en que estas relaciones se producen en el interior de una misma lengua. Cierto: todo eso es importante; sin embargo, no es suficiente, porque carecemos de una teoría política de las relaciones entre el lenguaje y el individuo, lo social, el Estado, una política histórica del lenguaje, con lo que supondría de práctica de enseñanza hacia lo que podemos llamar una democracia crítica.

En esa escena, el ámbito de la teoría –es decir, de la reflexión sobre lo desconocido– será, para Meschonnic, la crítica y no la ciencia; una reflexión indisociablemente anudada a la actividad poética, en tanto las intuiciones poéticas, dice, buscan su lógica; infinita, como el lenguaje: he ahí una declaración intolerable en el reino de las hiperespecializaciones. A diferencia de las disciplinas académicas, compartimentadas –para quienes la política se ocupa del combate entre fuerza y derecho, la ética se ocupa del bien y el mal y nada de esto tiene que ver con la literatura–, el pensamiento del poema, el poema del pensamiento – que mantiene el lazo interno, ¡no la yuxtaposición!, entre epistemología, ética y política– nos enseña cosas vitales en cuanto a la ética y la política. Porque el poema respira lejos de la oposición verso/prosa; vive en la pluralidad interna de los ritmos, cuya regulación métrica no es más que un momento que esconde todo lo que hay de prosa en los versos y de métricas en la prosa. El verdadero problema poético será, para Meschonnic, el de un ritmo sujeto.

Por eso, para pensar el lenguaje hay que pensar el poema, que no es sino la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje y la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida. El poema rompe el signo, rompe los consensos que se toman por verdades, es un terrorista del signo. Por supuesto, eso no es nuevo, lo nuevo es reconocerlo. Lo nuevo es descubrir la fuerza de lo ínfimo, de aquello que, insabido, precipita el inicio de un poema. Y el poema es invención de sujeto. De allí que, en el orden de la práctica del lenguaje, la poesía siempre es crítica: pone en carne viva los conflictos, es la gran crítica de las ciencias humanas. Y nunca será destructiva, siempre es constructiva, constructora de sujetos. En todo caso, la poética será retórica en un sentido estrictamente aristotélico: una manera de actuar. Esa poética, que en términos aristotélicos es retórica, es lo que Meschonnic llama una teoría del lenguaje.

A diferencia del ralo bienpensar que nos inunda, Meschonnic no desconoce que los rechazos existen y –lejos de invocar una desleída bonhomía– no rehúsa admitir los propios. No hay invención de pensamiento sin rechazos o, al menos, cierta imposibilidad de darse por satisfecho con poco. Ese rechazo, esa imposibilidad de avenirse a, son la fuente misma de la actitud crítica. Porque, sin llegar a coincidir con el fascismo de la lengua (Barthes), Meschonnic sostiene que siempre hay coacción en el lenguaje. No se trata de extremar el carácter agonístico hasta una especie de contrario del irenismo, sino de admitir que el lenguaje es el lugar de los conflictos, donde algunas estrategias –como la polémica– enmascaran esto deliberadamente. Por eso Meschonnic argumenta, cita, analiza, combate y debate. Contra el mantenimiento del orden de la mediocridad reinante. En este sentido, podemos decir que Meschonnic –que no le teme a la palabra “enemigo” puesto que también sirve para pensar– es philologos, en el sentido griego, socrático, del término: un porfiado, un cuestionador, un aguafiestas.

Como tal, no se priva de cuestionar –aguar– las fiestas filosóficas. No por algún encono especial con la filosofía (en la que sospecha una teoría del lenguaje reprimida) salvo –y en esto no hay tu tía– cuando pretende apropiarse del poema. Para Meschonnic ciertas frases son imperdonables: “un poema es un filosofema”. Las aguas adversas también arrasan con el ser heideggeriano, que Meschonnic contrapone al je de Benveniste. De Hegel se queda con una cosa: la prosa del mundo, el combate indefinido de los contrarios, el desorden opuesto al “buen infinito”. Por supuesto, hay razones, argumentos, matices. Y no se puede, admite, destruir las nociones como quien se saca de encima a un fantasma; pero se puede –dice, en un giro quizás inadvertidamente freudiano– desplazar los acentos. A eso llama estrategias del discurso, que no son sino estrategias del sujeto.

Lector atento de la Biblia –el Tanaj–, Meschonnic* no se halla en el verbo ser, abono de una tradición centrada en el borramiento de un lugar vacío: seré que seré. Ese futuro alrededor de un vacío es muy otra cosa que el presente occidental y cristiano del indicativo –soy el que soy– piedra de toque de la esencialización que domina nuestro pensamiento. Subvirtiendo la noción de una humanidad abstracta de la que se desprenden, como fragmentos, uno a uno todos los hombres, la vida, dice Mechonnic apelando al hebreo, son los vivos: hay jaím – vida– como manifestación plural de jai, el que está vivo. Porque un fragmento de humanidad no es un sujeto.

El recurso al hebreo –o mejor: al poema bíblico que hace al hebreo– no es, como muchos le reprochan, arcaísmo o fundamentalismo; tampoco es casualidad ni mera adherencia a la tribu. El texto bíblico es lo que se llama Mikrá (o Miqrá), que significa “aquello que es leído” [likr’ó: leer] pero también entraña un llamado [kri’á]. Desde una perspectiva judía, no hay “Biblia” –los libros– sino Mikrá: llamado a la lectura. Ya el nombre mismo cifra una particular relación entre escritura y lectura en todo diversa de la que reina en las lenguas occidentales, que hablan de la(s) Escritura(s), Santas o no. Esa Scriptura supone un campo radicalmente diferente del hebraico, porque alimenta la oposición entre escritura y lectura, entre el acto y la palabra, oposición que bien puede ser cifra de las dificultades para pensar la especificidad de la escritura en el actual pantano de nuestra cultura, embebida del dualismo del signo. Mikrá, en cambio, es, etimológica y funcionalmente, lectura, mas no como opuesto a la escritura sino en tanto supone una asamblea en la que esos textos se leen en voz alta. Mikrá –que es, al mismo tiempo, cuerpo, voz, escucha, palabra, presencia– conjuga indisociablemente oralidad y colectividad. El texto es, así, por su organización rítmica, por su exigencia de voz, por su manera de hacer sentido, literatura oral, lo que no solo sortea el corte occidental entre autor y lector sino que, necesariamente, implica colectividad. Subrayemos: no un colectivo con jefe –Mandelstam lo dice claramente: eso es colectivismo– sino colectividad.

Señalar esto no obedece a un mero afán arqueológico, es una estrategia que puede servirnos ante la actual crisis de la escritura y de la cultura, de allí la vigencia del texto bíblico como ámbito de pensamiento. Para avanzar en ello será necesario –Meschonnic nos lleva de la mano en esto– establecer la diferencia entre lo divino, lo religioso y lo sagrado.

Lo sagrado supone una actitud fusional entre lo humano, lo animal y lo cósmico. Lo divino, en cambio, es el principio de vida que se cumple en todas las criaturas vivas. Y lo religioso es la organización de la vida social en función del calendario de fiestas y las proscripciones y prescripciones rituales.

Lo religioso se reapropia de lo sagrado y lo divino aunque, paradójicamente, nada se opone más a lo divino que lo religioso. Así, leído religiosamente, el texto, objeto de la veneración máxima, se ve debilitado en tanto la verdad teológica actúa como el signo. La fusión de lo divino y lo religioso es lo que llamamos lo teológico-político.

Pero no se trata de ateísmo, problema que Meschonnic ni se plantea. En cambio traduce la Mikrá para recuperar la poética de lo divino que pone en movimiento el texto. El combate del poema y el ritmo plantea el mismo problema que el del recubrimiento de lo sagrado por lo religioso. Meschonnic combate lo religioso, esa catástrofe ocurrida a lo divino. Meschonnic combate las idolatrías del lenguaje, combate a los idóletras. Hay una aventura común en su traducir el texto bíblico y lo que aprende de sus poemas.

Y así como el poema en el reino del signo, lo judío es, en lo social y en la historia, el punto más vulnerable, el más amenazado, porque denuncia la unidad signo-dios-razón. De allí la necesidad de volver incesantemente a los textos bíblicos, ya que la actividad a la que Meschonnic llama poema desborda en esos textos lo sagrado. Esa actividad muestra una antropología del lenguaje radicalmente histórico, incluso cuando habla de lo divino, en tanto se despliega como una oralidad-colectividad. Volver a los textos bíblicos, traducirlos –como hace Meschonnic– es producir nuestra historicidad, contra la oposición occidental verso/prosa para, situar el sentido en el ritmo. Traducirlos es una manera de salir de lo escrito desoralizado. Meschonnic, contra lo fusional, apuesta a lo divino, a un misterio que “engendra lenguaje, no visiones sagradas”. Quizás es a eso a lo que llama “infinito” cuando dice: “Vamos, mientras tengamos nuestro infinito hay esperanza y no estamos solos”.

Inquieta un poco advertir las resonancias de todo esto en los actuales debates argentinos. Poner estos textos en el pensamiento argentino, en el cotidiano penar por lo que nos pasa, es algo más que engrosar algún hipotético anaquel académico, es un acto político. Más de un opinólogo, perdido en sus jergas, haría bien en leerlos. En este sentido, esta lectura, esta traducción de Hugo Savino, esta reescritura que hace de Meschonnic en nuestros discursos es una respuesta. Al modo de Claudel: “responder los salmos”, sin “a”. Al modo en que Meschonnic “traduce Spinoza”, sin “a”, empleando la palabra no como complemento de objeto sino como adverbio: a la manera de, continuando, Savino responde Meschonnic asumiendo en ese lance su propia escritura. Su traducción es un manifiesto. Como si dijéramos: un manifiesto de lectura. Manifiesto es la expresión de una urgencia y la reescritura de Meschonnic entre nosotros es una urgencia. Entraña un riesgo, sí, pero si no lo hubiera no sería un manifiesto. También un poema es un riesgo. Pensar es un riesgo, pero un riesgo ineludible en la Argentina de hoy donde es preciso pensar qué hace que un pensamiento sea un pensamiento. Debemos pensar la relación entre una teoría del lenguaje y una teoría de la historia. Plantear los problemas de lenguaje en el plano político equivale a plantear esa correlación.

Este pensamiento implica una relación interna entre la poética y lo político donde interviene, necesariamente, la ética. Es lo que en algún momento se llamó “compromiso intelectual”. Aquí lo reiteramos pero solo a condición de pronunciar “compromiso” sin ese matiz de elegido por los dioses filosóficos que suele otorgársele e “intelectual” con su valor intrínseco de “oponente” con que el término nació en los días del caso Dreyfus. Zola, Peguy, Hugo, dice Meschonnic, eran la mala con- ciencia de su tiempo. En cambio, muchos de quienes hoy pasan por intelectuales son una especie de buena conciencia de lo cotidiano. Pero se trata de aquello que ya dice Nietszche: una oposición al tiempo que nos toca vivir, un pensar contra.

No faltará entre nosotros quien crea que Meschonnic, porque lee la Biblia, es un gil. No es a él a quien hablamos. O, mejor dicho, sí; también a él le hablamos; con la esperanza de que algún día responda estos versos: las palabras me envejecen o me hacen brotar / me mezclan con otras / y liman nuestras soledades / hasta reunirnos. No por creer en algún supuesto progreso espontáneo, sino porque el tiempo a veces hace su trabajo. Sin duda, hay que seguir buscando y, mientras, reírse y tapar esa risa con la mano. “Amigo”, dice Meschonnic, es aquel que está del mismo lado de la vida, del mismo lado del lenguaje que nosotros. No es una mala manera de pensar a quién le hablamos.

 

Perla Sneh, Buenos Aires, 8 de marzo de 2014.

De: Henri Meschonnic. Conversaciones / Edición a cargo de Hugo Savino, Prólogo de Perla Sneh

* Meschonnic no se detiene en por qué debiera hablarse de “Tanaj” y no de “Biblia”, término que proviene de una expresión griega de los tiempos de la Septuaginta, ta bibliá, los libros. De hecho, no hay “Biblia” –ni en el sentido de “Antiguo” o “Nuevo” ni en el sentido de “Testamento”– en el ámbito hebraico. Tanaj (Tanakh) es el conjunto de textos cuyo nombre es acrónimo de Torá (que designa estrictamente los cinco primeros libros, el así llamado Pentateuco), Nevi’im (Profetas), K(h)tuvim (Escritos): T(a)N(a)Kh. Quizás Meschonnic no lo menciona explícitamente porque lo da por dicho; quizás se cansó de hablarle a los sordos; quizás dice simplemente “Biblia” para ahorrar tiempo: la tarea es enorme y debe seguir adelante

 

Fuente: CUARTA PROSA

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