Anarquía Coronada

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Una pregunta // Giorgio Agamben

La plaga marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción… Nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes consideraba bueno, porque creía que tal vez podría morir antes de llegar a él.
Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 53.

Me gustaría compartir con los que quieran una pregunta en la que no he dejado de pensar desde hace más de un mes. ¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta? Las palabras que utilicé para formular esta pregunta fueron consideradas cuidadosamente una por una. La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado.

1) El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino -algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy- que sus cuerpos fueran quemados sin un funeral?

2) Entonces aceptamos sin demasiados problemas, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, limitar nuestra libertad de movimiento a un grado que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra estaba limitado a ciertas horas). Por lo tanto, aceptamos, sólo en nombre de un riesgo que no podía ser especificado, suspender nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.

3) Esto podría suceder -y aquí tocamos la raíz del fenómeno- porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual a la vez, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por el otro. Ivan Illich mostró, y David Cayley lo recordó recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por sentada y que es en cambio la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de vida vegetativa pura.

Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay salida.

Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el “distanciamiento social”, como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.

No puedo en este punto, ya que he acusado a las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad humana. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro?

Sé que invariablemente habrá alguien que responda que el grave sacrificio se hizo en nombre de los principios morales. Me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, para obedecer lo que creía que eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella.

13 de abril de 2020

Cartas a Giorgio Agamben // Guy Debord

16 de febrero de 1990
Querido Giorgio,
Le envío un ejemplar de mi prefacio italiano de 1979. Le he marcado algunos de los pasajes en que se expresa mejor, así lo considero, el sentido del libro. Y así pues mi constancia; que con mucho, en efecto, podrían bien llamar cinismo. Esto depende de los valores que admitan, y del vocabulario del que dispongan.
Si usted evoca de paso este prefacio en el suyo, esto compensará suficientemente su ausencia, que de otro modo arriesgaría de ser señalada, y quizá malinterpretada, en esta clase de agrupación de mis escritos sobre el espectáculo.
Hemos estado encantados de encontrarle, y le propondré una noche para cenar juntos cuando usted comunique el momento de su regreso.
Amistosamente,
Guy
 
 
 
 
6 de agosto de 1990
Querido Giorgio,
He estado un poco inquieto cuando me ha preguntado recientemente si no me gustó el texto que ha agregado a mis Comentarios; y sobre todo muy enojado de permanecer incapaz de responderle. ¿Usted podría apenas creer que SugarCo todavía no me había enviado este libro, que fue publicado en marzo, y que por cierto no me lo han enviado todavía desde entonces, a pesar de haber llamado a mi editor parisino? Se trata, en efecto, de una insolencia bien sorprendente.
Vengo precisamente de encontrarme al instante un ejemplar; y todavía ha sido esto posible porque un amigo italiano ha juzgado él mismo útil que me comunicara con la otra edición (Agalev) de Boloña.
He estado, por supuesto, absolutamente encantado de leer sus Glosas. Usted ha hablado muy bien, en todos sus escritos, de tantos autores escogidos con el más grande gusto (así lo he asegurado, con excepción de algunos exóticos que desconozco muy lamentablemente y de cuatro o cinco franceses contemporáneos que no quiero del todo leer) que uno se encuentra forzosamente halagado de figurar en tal Panteón.
Estoy contento de haber, en 1967, y muy al contrario de ese sombrío demente de Althusser, intentado una suerte de “rescate por transferencia” del método marxista volviendo a poner una gran dosis de Hegel, al mismo tiempo que una reanudación de la crítica de la economía política que intenta también tener en cuenta sus desarrollos constatables en nuestro pobre siglo, como han sido previsibles desde el precedente. Y admiro mucho cómo, esta vez, usted ha recuperado muy legítimamente a Heráclito, a propósito de la expropiación efectivamente total del lenguaje, ¡que precedentemente había sido lo “común”! Se trata seguramente de la buena dirección para retomar la verdadera tarea; que antes había podido ser llamada “volver a colocar sobre sus pies” al mundo, o “filosofar a martillazos”.
Muy amigablemente,
Guy Debord
 
 
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